web counter
cristoraul.org

 

DIEZ Y SEIS AÑOS DE REGENCIA

(MARÍA CRISTINA DE HAPSBURGO-LORENA) (1885-1902)

 

CAPÍTULO XIV. CRISIS GUBERNAMENTAL

Explosión del vapor Cabo Machichaco, en Santander. Dos bombas en el Teatro del Liceo de Barcelona. Impresión que produjo. La situación política en 1894. Maura y sus reformas coloniales. Crisis ministerial. Nuevo Gobierno. Labor parlamentaria. Sucesos de Valencia. Suspensión de sesiones. Los posibilistas ingresan en la monarquía. Abarzuza, ministro de Ultramar. Se reanudan las sesiones de Cortes. Debate político. Discurso del señor Salmerón. Cuestión personal. Detalles del conflicto. Conato de crisis. Los proteccionistas y el ministro de Hacienda. Dimisión del señor Salvador. Otra vez las reformas de Maura. El Consejo central de administración. La «cuestión de los ducados». Embajada marroquí. El general Fuentes abofetea al embajador.Excusas del Gobierno.

 

«Dichoso el mal, si viene solo», dice el popular adagio, y en verdad que nunca pudo tener mejor aplicación que en aquellos aciagos meses de Octubre y Noviembre.

Paralelamente a las desgracias de Melilla, dos grandes catástrofes vinieron a aumentar la serie de infortunios que cayeron sobre nuestra desgraciada nación. El 3 de Noviembre hizo explosión, en el puerto de Santander, el vapor de la compañía Ibarra, Cabo Machichaco, que, con cargamento de dinamita, habla entrado el día anterior, con un incendio a bordo. La criminal terquedad del capitán del barco, que se negó a declarar la existencia de explosivos en el mismo, produjo en la hermosa capital montañesa, un día de luto que se convirtió en verdadero duelo nacional, a causa de las aterradoras proporciones de aquella espantosa tragedia. A cerca de setecientos muertos, ascendió la cifra de las víctimas, contándose, entre ellas, al gobernador civil de la provincia, y el fiscal de la audiencia, que, en cumplimiento de su deber, perecieron rodeados de la aureola de los mártires. La explosión determinó un violento incendio que destruyó gran parte de la ciudad, desplomándose manzanas enteras de casas, y ocasionando perjuicios inmensos, ante cuya magnitud, quedó aterrado el mundo entero, siendo motivo este triste suceso, de que se manifestase expontánamente la inagotable caridad universal, iniciando subscripciones que alcanzaron suma considerable, con las que se pudo aminorar un tanto, la desventurada suerte de los damnificados.

No menos impresión produjo en todo el orbe civilizado, el detestable crimen anarquista realizado en el Teatro del Liceo, de Barcelona, el día 7 de Noviembre, en ocasión de celebrarse la inauguración de la temporada. Este hecho execrable, que llenó de indignación a España, fue ejecutado por un tal Salvador, que, arrojando desde el paraíso del citado teatro, dos bombas explosivas, ocasionaron, al estallar, veinte muertos y un considerable número de heridos.

Ante la monstruosa audacia del atentado, se conmovieron todas las clases sociales, aunque no con la intensidad y la vehemencia que exigía tan bárbara agresión. Y sin embargo, debía haberse previsto que la soberbia anarquista, encarnada en la ignorancia, no había de contentarse con actos como el que pudo haber costado la vida al general Martínez Campos, el día 24 de Septiembre. 

¿Qué se propuso el criminal autor de la infamia del Liceo? ¿Atentar, como lo había hecho Pallás, contra la más alta representación del ejército? Todo induce a creelo así, pues se supuso que el capitán general de Cataluña asistiría a la fiesta inaugural, e ideó su insensata obra de saciar su sed de venganza, por el fusilamiento de su compañero, no sólo en el general Martínez Campos, sino en cuantas familias allí congregadas, representaban a la sociedad.

El pueblo barcelonés, aunque indignado, no dio grandes señales de vida y se sobrecogió, como si tuviera miedo de manifestarse por medio de signos exteriores.

Se recogieron los muertos, se retiraron los heridos, se lloró dentro de los hogares perturbados, y aun cuando la crueldad del hecho despertó la ira de los ciudadanos, ésta se desfogó de puertas para dentro. Barcelona, ofendida, siguió haciendo su vida ordinaria, pensando, tal vez, que el remedio vendría dé arriba, y ciertamente, se equivocó de medio a medio, pues, como dijo muy bien el ilustre periodista Mañé y Flaquer, «las ideas que fermentan abajo, vienen siempre de arriba, porque de arriba cae siempre la semilla».

Impresionada la opinión pública con los sucesos que tenían lugar en el exterior, apenas si reparó en la crisis producida por dimisión del ministro de la Gobernación, señor González, que fue substituido el 15 de Octubre por el señor López Puigcerver.

Las divergencias, cada vez más hondas, existentes en el seno del Gabinete, se acentuaron de una manera notable, durante los primeros meses de 1894, a causa del disgusto que producía al ministro de Ultramar, señor Maura, el estancamiento en que permanecían sus proyectos de reformas en la administración colonial.

Frecuentemente había manifestado el señor Maura al Presidente del Consejo, su propósito de abandonar la cartera, y a duras penas pudo conseguir retenerle el señor Sagasta, procurando contemporizar, y en lo posible redactar, algunos de los artículos de los proyectos de Maura, en forma de que no los encontrasen tan radicales los elementos llamados españolistas, que tanta guerra hacían a las reformas de Ultramar.

Pero firme el señor Maura en sus propósitos de no alterar en lo más mínimo la esencia de sus proyectos, declaró al señor Sagasta, «que las comas de aquéllos, eran para él cuestión de gabinete» ; y se hizo inevitable la crisis, no exteriorizándose hasta que el jefe de Go­bierno se restableció del lamentable accidente que en aquellos días le produjo la rotura del peroné.

Por fin, el 10 de Marzo, entregó Sagasta a la Regente las dimisiones de los ministros, y habiéndole ratificado S. M. la confianza, el 12 juró el nuevo ministerio, constituido en la siguiente forma :

Presidencia, Sagasta.

Estado, Moret.

Gracia y Justicia, Capdepón.

Guerra, López Domínguez.

Marina, Pasquín.

Hacienda, Salvador.

Gobernación, Aguilera.

Fomento, Groizard.

Ultramar, Becerra.

El 4 de Abril, se presentó el Gobierno a las Cortes, asistiendo a las mismas los republicanos, que, como se recordará, se hallaban retraídos desde la suspensión de las elecciones municipales en Mayo anterior.

Nula o casi nula fue la labor parlamentaria de esta legislatura, y, aparte de los tratados de comercio que proyectaba celebrar el señor Moret, con algunas naciones, y de los presupuestos que empezaron a discutirse el día 12, no merece especial mención ninguno de los debates planteados en las Cámaras. unicamente merece citarse, por lo que apasionó los ánimos en aquellos días, la interpelación dirigida al Gobierno el día 10 de Abril, con motivo de los motines ocurridos en Valencia, donde los republicanos apalearon a los peregrinos católicos que se dirigían a Roma. La evidente apatía, si no complicidad, del gobernador civil de la ciudad del Turia, señor Ribot, quedó palpablemente demostrada, a pesar de la brillante defensa que de su gestión, hizo en el Congreso el señor Maura, sin que su discurso pudiese evitar que aquella autoridad fuese destituida, pues el señor Sagasta hízole responsable de aquellos vituperables sucesos.

Las Cortes se suspendieron el 16 de Julio, transcurriendo el verano en medio de la mayor tranquilidad política, comentándose, sin embargo, con bastante viveza, los propósitos que se atribuían al señor Castelar, suponiéndole en vísperas de ingresar en la Monarquía.

Estos rumores vinieron a confirmarse en parte, a fines de Septiembre, en que el jefe de los posibilistas se jubiló políticamente, aconsejando a sus partidarios que ingresaran en el partido liberal dinástico. Así lo hicieron éstos, sin grandes escrúpulos, pues ya queda expuesto, anteriormente, el gran trabajo que costó al señor Castelar contener a alguno de sus amigos para impedirle que formase parte del Gobierno, a raíz de la caída de los conservadores.

Como es natural, la decisión del ex presidente del Poder Ejecutivo produjo inmejorable efecto en el campo ministerial, si bien esta fusión estaba ya hecha moralmente desde hacía mucho tiempo, faltándole sólo dar forma ostensible a lo que ya era de dominio público.

Ante el nuevo estado de cosas que traía consigo el ingreso de los posibilistas en las filas gubernamentales, pensó el señor Sagasta modificar nuevamente el Gabinete, para dar entrada en el mismo, a uno de los individuos que más se había significado por sus ansias de llegar a los consejos de la Corona. Esto tuvo lugar el día 5 de Noviembre, quedando el Ministerio así constituido :

Presidencia, Sagasta.

Estado, Groizard.

Gracia y Justicia, Maura.

Hacienda, Salvador.

Gobernación, Capdepón.

Fomento, Puigcerver.

Guerra, López Domínguez.

Marina, Pasquín.

Ultramar, Abarzuza.

Reanudáronse las sesiones de Cortes el día 12 de Noviembre, con un amplio debate sobre las reformas ultramarinas del señor Maura, que con su presencia en el Gabinete, destruía las suposiciones que se habían hecho, respecto del abandono de sus proyectos.

La discusión, apacible durante los primeros días, empezó a enconarse poco a poco, adquiriendo extremada gravedad en la sesión del 29.

Correspondía intervenir aquel día en el debate político, al señor Salmerón, que, al levantarse, pronunció un fogoso discurso, abofeteando a su sabor a la Monarquía, a los monárquicos, a la mayoría, al Presidente de la Cámara, al Gobierno y a la dignidad nacional. Raras veces se ha manifestado en España, mayor unanimidad en los juicios, que en aquella escandalosa sesión.

Desde las primeras palabras del ex presidente de la República, se vio claramente su intención de herir a los republicanos que últimamente hablan ingresado en la Monarquía, y singularmente al ministro de Ultramar, señor Abarzuza, calificando lo hecho por éste de «verdadera inmoralidad, que produce impresión de tristeza en las conciencias de cuantos tienen idea de lo que es virtud y de lo que es honor».

Estas frases, que produjeron en la Cámara un escándalo indescriptible, no fueron convenientemente explicadas por el señor Salmerón, cuando le requirió a que lo hiciese el Presidente, dando esto lugar a un incidente de carácter personal entre el orador republicano y el ministro de Ultramar, que delegaron su representación en terceras personas.

El señor Romero Robledo, primero, y después el Presidente del Consejo, y los señores Moret y Canalejas, la emprendieron con el señor Salmerón, no dejándole siquiera un argumento en pie, de los esgrimidos en su discurso, y además el ex-ministro conservador, secundado por Sagasta, tuvo la habilidad de separar al señor Salmerón de los demás republicanos, negándole autoridad para juzgar la cuestión ultramarina, para lo cual leyó un trozo de discurso pronunciado en 1871 por el jefe centralista, manifestando su convicción de que era preciso preparar la emancipación inmediata de las colonias.

Las palabras de Romero, tan dignas como patrióticas, levantaron el aplauso unánime de mayoría y minorías, y varios republicanos que hasta entonces hablan escuchado atentos al señor Salmerón, abandonaron el salón de sesiones, cuando éste, con general asombro, se ratificó en sus apreciaciones de entonces, sin disculparlas ni atenuarlas, como sus correligionarios esperaban.

Terminada la sesión del Congreso, el señor Abarzuza rogó a los señores Albareda y duque de Almodóvar, que exigiesen en su nombre las debidas reparaciones al señor Salmerón, quien nombró para entenderse con la representación contraria a los señores Labra y Pedregal.

En la primera reunión que tuvieron los padrinos de los dos contrincantes, se puso de manifiesto la radical diferencia que separaba a ambas representaciones sobre el punto concreto de si existía o no ofensa personal para el señor Abarzuza.

Y esta diferencia fue la que puso término a la cuestión.

Los señores Albareda y duque de Almodóvar sostuvieron que las palabras del señor Salmerón, origen del conflicto personal, constituían una ofensa colectiva para los posibilistas e individual para el señor Abarzuza, como jefe de este grupo. Los señores Labra y Pedregal no aceptaron este supuesto, ni encontraron motivo para explicaciones, ni mucho menos para una reparación por medio de las armas; pero al propio tiempo y con objeto de buscar la solución a este desacuerdo, propusieron que el punto controvertido, fuera sometido al fallo de un tribunal de honor, lo cual no fue admitido por los señores Albareda y duque de Almodóvar, por entender que si existía o no ofensa personal, ellos se estimaban tan competentes como cualquier otro tribunal.

Ante tal desavenencia y para dar forma a lo que de la entrevista resultó, acordaron escribir cartas a sus respectivos apadrinados explicándoles lo ocurrido, haciéndolo los señores Albareda y duque de Almodóvar al señor Abarzuza, manifestando que los representantes de Salmerón, apoyados en que las palabras de éste no tenían carácter de ofensa personal, se negaban en absoluto a aceptar «los preliminares de un cuestión de honor».

Tan pronto como el ministro de Ultramar recibió la carta de sus representantes, dio conocimiento de ella al señor Sagasta, manifestándole a la vez, su deseo de abandonar la cartera que desempeñaba, por entender que así lo exigía lo delicado de la situación en que le habían puesto las circunstancias.

Se opuso a este propósito el señor Sagasta, insistió el señor Abarzuza en la renuncia, y sería prolijo enumerar todos los trabajos que se hicieron para impedir la crisis.

Al fin se consiguió aquietar al señor Abarzuza, convenciéndole para que no insistiera en la dimisión, y para que se conformase con el término que había tenido su cuestión personal con el señor Salmerón.

Pero no se mostraban tan conciliadores y prudentes otros posibilistas, convertidos a la Monarquía, los cuales estaban desasosegados e irritables porque, según decían, el ministro de Ultramar, dando al incidente con el señor Salmerón el giro que le dio, les había dejado indefensos. Ellos necesitaban rechazar en público debate las acusaciones formuladas por el señor Salmerón, y, al efecto, se concertaron, confiando al señor Celleruelo, el encargo de defenderlos.

Enterado de este propósito el Presidente del Congreso, hizo cuanto estuvo en su mano para disuadir al señor Celleruelo de intervenir en el debate político, pero no lo consiguió. En vista de esto, conferenciaron antes de la sesión del 30, los señores Marqués de la Vega de Armijo y Sagasta, conviniendo en suspender por unos días el debate, única manera de apaciguar los ánimos de los más apasionados.

Así se evitó que el señor Abarzuza fuese desautorizado por sus mismos amigos en pleno Congreso. Por su parte, los republicanos desistieron de interpelar al Gobierno por la prohibición gubernativa de una serenata con que los centralistas pensaban obsequiar al señor Salmerón.

Días después, comenzó la discusión del proyecto de reforma arancelaria, modificando la de 1891, que, como es natural, fue vivamente combatido por los conservadores.

El día 14 de Diciembre, se levantó el señor Fernández Daza para apoyar una proposición solicitando que, en beneficio de las lanas nacionales, se aumentasen los derechos de introducción de las lanas extranjeras. El ministro de Hacienda, señor Salvador, rechazó la enmienda, y aconsejó a la mayoría, que votase en contra. Pidióse votación nominal, y la proposición fue tomada en consideración por 82 votos, contra 38. Contra el ministro votaron los diputados catalanes, los extremeños, y los amigos del señor Gamazo. Ante lo ocurrido, presentó la dimisión don Amós Salvador, siendo substituido, el día 17, por el señor Canalejas.

Pero no con esta crisis se logró calmar los ímpetus de los proteccionistas, que, apoyados resueltamente por los señores Cánovas y Gamazo, llegaron a poner en un brete al señor Sagasta. La mayoría hallábase tan descompuesta, que en los últimos días de Diciembre, se presagiaba un cambio de situación, favorable a los conservadores, sólo evitado por la extraordinaria habilidad que desplegó el señor Canalejas, pasándose de listo, y estropeando las combinaciones de los conjurados.

Parecida lucha se había entablado contra las reformas antillanas propuestas por el señor Maura, que, a pesar de su nueva entrada en el Gobierno, no había podido conseguir convertirlas en leyes, a causa de los encontrados pareceres de los diversos partidos que, además de juzgarlas extemporáneas, calificaban acremente a su iniciador, llegando hasta poner en duda el patriotismo del ex ministro de Ultramar.

Precisaba buscar una fórmula de concordia, que acallase, por el momento, a los partidos cubanos, y para ello, introdujo el señor Abarzuza algunas modificaciones que cambiaban la esencialidad del proyecto primitivo, significando esta resolución un triunfo para el señor Canalejas, que en el Congreso había dicho, con aplauso de toda la Cámara, que en Cuba no se había agotado la política de asimilación, y que cualquier reforma que en la Gran Antilla se intentase, podía ser de funestas consecuencias para la integridad nacional, aun cuando las intenciones del reformador fuesen nobles y patrióticas.

Las palabras del ministro de Hacienda torcieron el curso de la solución que el Gobierno de Sagasta pensaba dar a este problema, y, en virtud de esta disparidad de criterio, se acordó que desapareciera la Diputación única, propuesta por el señor Maura, manteniéndose la división territorial de la isla con sus respectivas diputaciones provinciales, tal como se hallaban constituidas, si bien se les restaba atribuciones para dárselas al Consejo central de administración que se creaba.

Este Consejo se compondría, según la fórmula adoptada, de 30 individuos, la mitad de ellos electivos, y la otra mitad de nombramiento real, y sería presidido por el capitán general, gobernador de Cuba, al cual se daban toda clase de atribuciones sobre él, incluso el de disolverlo cuando le pareciese oportuno.

Ante este resultado, se le planteaba al señor Maura el siguiente dilema : o renunciar a su proyecto en favor de la fórmula, o mantener aquél, contra todo lo que cambiase la esencia de sus reformas. Lo primero significaba una claudicación, lo segundo provocaría inmediatamente una crisis, cuya solución estaba descontada en contra de los fusionistas, y ante tal perspectiva, la situación del Gobierno comenzaba a hacerse insostenible, aumentando la gravedad de los momentos, la actitud de los autonomistas cubanos, contraria a toda mixtificación, con la que se pretendiese desvirtuar los propósitos descentralizadores, tan tenazmente patrocinados por el Sr. Maura.

No era esa la única contrariedad que soportaba el ministro de Gracia y Justicia. Al formidable encono con que se combatían Sus reformas, hemos de añadir el sensacional debate iniciado el día 22 de Enero de 1895, por el conde de Xiquena, sobre la caducidad de los ducados de Terranova y Monteleón, que apasionó vivamen­te a la grandeza de España, dejando muy mal parada a la administración de justicia.

El día 28 de Enero llegó a Madrid la embajada marroquí, presidida por Sidi el Hach Abd-el Krim Ben Mohamed Brischa, y enviada por el Sultán Muley Abd el Asiz, con objeto de corresponder a la que España había mandado en 1894, y al mismo tiempo para negociar con nuestro Gobierno lo relativo al pago de la indemnización exigida al Sultán con motivo de los sucesos de Melilla.

El 31, en el momento de salir el embajador del Hotel de Rusia, en donde se hospedaba, para dirigirse a entregar a la Reina Regente sus cartas credenciales, un caballero muy bien portado descargó una tremenda bofetada sobre el diplomático marroquí, diciéndole al mismo tiempo : «Aun hay en España, quien vengue la sangre del general Mar gallo».

Un teniente de seguridad se arrojó sobre el agresor, espada en mano, y, al intentar detenerle, exclamó abriéndose el chaleco y enseñando el fagín : «Soy el general Fuentes». Conducido a prisiones militares, se instruyó rápidamente el sumario, siendo nombrado el general Linares fiscal del proceso, y el capitán del regimiento del Rey, don Francisco Machó, juez instructor. Ante ellos refirió Fuentes el suceso con una naturalidad propia de un desequilibrado.

En el momento de recibir la agresión, el embajador contrariado, vaciló algunos momentos antes de decidirse a entrar en el coche de gala que había de conducirle a Palacio, y manifestó el propósito de volver a entrar en su alojamiento. El primer introductor de embajadores, señor Zarco del Valle, valiéndose del intérprete señor Saavedra, hízole prudentes y razonables indicaciones para que desistiera de su resolución, y al cabo pudo lograr que subiera a la carroza.

Una vez en ella, se cubrió la cabeza con el capuchón del jaique y permaneció callado.

Los señores Zarco del Valle y Saavedra trataron de hacerle comprender que la agresión constituía un hecho aislado, cometido por un individuo cuyas facultades intelectuales no estaban completas, y que sería objeto del severo castigo que imponen las leyes. Ante este argumento, el embajador contestó con viveza :

“No sería yo moro, si esta noche durmiera en Madrid”

Al fin se le pudo calmar, presentándole el Gobierno toda clase de excusas.

Seguidamente comenzaron las negociaciones, siendo su resultado la firma de un convenio por el cual se anticiparon los plazos de la indemnización que Marruecos tenía que pagar a España, rebajándose en un millón de pesetas la cantidad pactada en 1894, entre Muley el Hassan y el general Martínez Campos.

En los primeros días del mes de Marzo, regresó a su país la embajada marroquí, siendo conducida desde Cádiz a Tánger, por el crucero Reina Regente, que, al regresar a la Península, después de haber desembarcado el embajador, fue sorprendido, el 10 de Marzo, por un furioso temporal en el Estrecho, naufragando el barco y pereciendo toda la tripulación, compuesta de más de trescientos hombres, sin salvarse uno siquiera, ni poder encontrarse el sitio cierto donde se sumergió.

El Gobernó ordenó que salieran los cruceros Alfonso XII e Isla de Luzón, a reconocer diversos puntos de la costa; pero todo fue inútil, no pareció ni un mástil, ni un madero, ni el indicio más pequeño que permitiera suponer la suerte que habla corrido el barco. ¡ Como si se lo hubiese tragado el mar !

¡ Triste epilogo de la guerra de Melilla !

 

CAPÍTULO XV. GUERRA DE FILIPINAS

Blanco en Mindanao.—Ocupación de Pantar.—Combate de Kabasarán — Acción de Nanapán.—Emboscada de Momungán.—Castigo de los agresores.—Combate de Kalaganán.—Movimiento combinado.—Pánico de los enemigos. — Brillante victoria. — Paso del río Agus.— Refuerzos.—La ofensiva sobre Marahuí.—Dificultades para la empresa.—Las tres cottas.—Impotencia de la artillería contra ellas.— Nuestras tropas rechazadas.—Entran en acción los zapadores.—Los moros derrotados.—Bajas sensibles.—Fin de la campaña.

 

El Cabo Machichaco fue un barco de vapor construido en Newcastle en 1882.1 Fue adquirido en 1885 por la Compañía Ybarra con el objetivo de utilizarlo en el servicio de cabotaje entre Bilbao y Sevilla, cuya primera escala era en el puerto de Santander. El barco pasó a formar parte de la historia de Santander y de España el 3 de noviembre de 1893 al explotar su cargamento de dinamita mientras estaba atracado en uno de los muelles de la ciudad, siendo la mayor tragedia de carácter civil ocurrida en España en el siglo XIX.

El 3 de noviembre de 1893, el Cabo Machichaco, después de haber pasado la cuarentena en el lazareto de Isla de Pedrosa, ya que se habían dado varios casos de cólera en Bilbao, estaba atracado en el muelle saliente llamado número 2 de Maliaño, frente a la actual calle de Calderón de la Barca. Entre otras mercancías que había en el barco, como harina y material siderúrgico, también transportaba varios garrafones de ácido sulfúrico en cubierta y algo más de 51 toneladas de dinamita, de cuya existencia no se había dado parte, o bien fue omitida por las autoridades portuarias.

La dinamita procedía de Galdácano, y su destino eran los puertos del sur de España, excepto veinte cajas, que eran para la ciudad de Santander. Según el reglamento del puerto de Santander, cualquier barco que transportase dinamita debía realizar sus operaciones de carga y descarga en el fondeadero de la Magdalena o al final de los muelles de Maliaño, localidad del actual municipio de Camargo. Esta normativa de seguridad trataba de evitar el manejo de mercancías peligrosas cerca del centro urbano de la ciudad.

Aproximadamente a la una y media de la tarde, las autoridades locales recibieron la información de que se había producido un incendio a bordo del Cabo Machichaco, que se intentó apagar con los pocos medios disponibles del barco, los de los bomberos, que al parecer también eran exiguos, y los del gánguil de la Junta del Puerto. Ante esta situación, la mayoría de las autoridades locales y técnicos se involucraron en el incendio para tratar de sofocarlo. El incendio, que se originó en la cubierta y después se extendió por las bodegas de proa, surgió como consecuencia de la explosión de una bombona de vidrio con ácido sulfúrico.

Cabe destacar que también acudieron a prestar ayuda las tripulaciones de los barcos que se encontraban fondeados o atracados, como el vapor correo Alfonso XIII, que había llegado el día anterior a Santander tras su primer viaje a Cuba. El capitán de este buque, Francisco Jaureguizar y Cagigal, y el capitán subinspector Francisco Cimiano ordenaron que el vapor Auxiliar 5, propiedad de la Compañía Trasatlántica Española, ayudase a extinguir el incendio. De esta forma, embarcaron en el Cabo Machichaco, junto con numerosos tripulantes del vapor Alfonso XIII. También acudieron para colaborar en la extinción del incendio las tripulaciones de los demás buques que estaban en Santander, entre ellos el barco francés Galindo, el inglés Eden y el transatlántico español Catalina, propiedad de la Naviera Pinillos. Pachín González, un tripulante del Catalina, sería el protagonista de la novela homónima del escritor José María de Pereda.

El vapor Alfonso XIII, construido en 1889. Parte de su tripulación participó en la extinción del incendio en el Machichaco aquel 3 de noviembre. Debido a la explosión fallecieron 32 tripulantes de este barco, incluido su capitán, Francisco Jaureguizar y Cagigal. El fuego atrajo a multitud de curiosos, que, ajenos a lo que había en la bodega, contemplaban el fuego. A las cuatro de la tarde, con el incendio todavía presente, se supo el contenido de la embarcación. A pesar de ello, el público no fue retirado de la zona por las autoridades.

Una hora después, las dos bodegas de proa estallaron. La explosión produjo una gran tromba de agua de miles de toneladas que arrastró a muchas personas al mar. La onda expansiva se propagó por toda la bahía. Algunos edificios cercanos se derrumbaron. Cientos de fragmentos de hierro salieron disparados a varios kilómetros de distancia. La magnitud de la explosión fue tal que según cuentan algunos testimonios un calabrote llegó hasta la localidad de Peñacastillo, a ocho kilómetros de distancia, y mató a una persona. Una ermita medieval situada en la mies de San Juan de Maliaño, a varios kilómetros de distancia, no pudo resistir la onda expansiva de la explosión y también se derrumbó. Todos los que subieron al barco, incluidos 32 tripulantes del Alfonso XIII y el capitán del mismo, Francisco Jaureguizar, murieron en la explosión.

El resultado de la explosión fue de 590 muertos y 525 heridos, aunque otros citan unos 2000 heridos. Cabe señalar que entonces había 50 000 habitantes censados en la ciudad de Santander. Fallecieron la mayor parte de las autoridades civiles y militares de Santander, incluido el gobernador civil Somoza (su bastón fue encontrado en la playa de San Martín, a miles de metros de distancia), además de bomberos, trabajadores y curiosos que se habían acercado para observar cómo ardía el barco.

 

El vapor Cabo Machichaco ardiendo en la bahía de Santander el 3 de noviembre de 1893.

 

7 de noviembre de 1893

El episodio conocido popularmente como la bomba del Liceo fue un atentado en el que se lanzaron dos artefactos explosivos sobre el patio de butacas del Gran Teatro del Liceo de Barcelona, el 7 de noviembre de 1893. Murieron veinte personas.

A finales del siglo XIX el Liceo se había convertido en el escaparate social de una burguesía que veía en el teatro un espacio refinado y prestigioso. Por otro lado, el anarquismo, que había hegemonizado los movimientos de revuelta social de la época, veía en el Liceo uno de los símbolos de la oligarquía dominante.

Santiago Salvador Franch había nacido en un pueblo turolense, pero llegó a Barcelona a los 16 años. Tras su boda con Antonia Colom se estableció como tabernero, pero el negocio fracasó. Posteriormente se ganó la vida vendiendo alcohol de contrabando. Desde principios de la década, Salvador frecuentaba círculos anarquistas, lo que acentuó su odio hacia la burguesía.​

El 24 de septiembre de 1893 hubo un intento de asesinato del general Martínez Campos, capitán general de Cataluña, que no consiguió sus objetivos. El anarquista Paulino Pallás Latorre lanzó dos bombas contra el general, que solo sufrió heridas leves. En vez de huir, Pallás se dejó detener sin oponer resistencia gritando "Viva la Anarquía". Fue juzgado inmediatamente, condenado a muerte y ejecutado el 6 de octubre. Salvador conocía personalmente a Pallás, puesto que ambos habían coincidido en operaciones de contrabando de sal.1​ Impresionado por el atentado protagonizado por Pallás y por las noticias de su juicio y ejecución, Salvador decidió emularle, para lo cual adquirió en medios anarquistas dos bombas Orsini, no sin cierta dificultad, puesto que los proveedores querían asegurarse que el comprador las adquiriera para su efectiva utilización y que no les delatase en caso de detención. Las bombas estaban formadas por dos hemisferios de hierro fundido, unidos mediante un eje en el que se atornillaban ambas piezas. Tenían un diámetro de nueve centímetros y medio. La cubierta metálica tenía un centímetro y medio de grosor. En su superficie había dieciocho resaltes llenos de fulminato de mercurio que servían para detonar la bomba, que explotaba al impacto de cualquiera de los resaltes. El peso total, con la carga explosiva, era de unos tres kilos.​

La identificación entre la burguesía barcelonesa y el Liceo afectó trágicamente a la vida del teatro, puesto que Salvador se decidió por este como objetivo de un atentado indiscriminado en represalia por la ejecución de Pallás.

El 7 de noviembre de 1893 se inauguraba la temporada de ópera 1893-1894, con la representación de Guillermo Tell, de Rossini. Salvador no tenía dinero suficiente para pagar la entrada, así que fue su esposa quien le dio la peseta que costaba.1​ La localidad se encontraba en la quinta planta del teatro, en el "paraíso", que estaba abarrotado. El anarquista se situó en el pasillo que conducía a las butacas. Dejó pasar el primer acto y, durante el segundo, a las once de la noche,1​ se asomó a la barandilla y arrojó al patio de butacas, casi seguidas, las dos bombas. La primera cayó en la fila 13 explotando inmediatamente debido al impacto. La segunda cayó sobre la falda de una mujer, que había muerto en la primera detonación. La prenda amortiguó el golpe, lo que impidió la detonación del artefacto explosivo, que rodó bajo una butaca. Siete personas murieron en el acto. Otras trece lo hicieron en las horas siguientes. Las filas 13 y 14 fueron las más afectadas.

Así lo narró uno de los personajes de Aurora roja, la última parte de la trilogía La lucha por la vida, de Pío Baroja, que había asistido casualmente ese día al teatro:​

“La cosa era terrible; me pareció que había cuarenta o cincuenta muertos. Bajé a las butacas. Aquello era imponente; en el teatro, grande, lleno de luz, se veían los cuerpos rígidos, con la cabeza abierta, llenos de sangre; otros, estaban dando las últimas boqueadas. Había heridos gritando y la mar de señoras desmayadas, y una niña de diez o doce años, muerta. Algunos músicos de la orquesta, vestidos de frac, con la pechera blanca empapada en sangre, ayudaban a trasladar los heridos... era imponente.”

El atentado conmocionó a la ciudad. El público liceístico (y, en general, el de los teatros de la ciudad) tardó a volver a la normalidad y durante años no se utilizaron las butacas que habían ocupado los muertos en el atentado. A la vez, "la bomba del Liceo" (como fue conocida) potenció, y a menudo distorsionó, la imagen clasista del Liceo. El Liceo no volvió a abrir hasta el 18 de enero de 1894 con unos conciertos dirigidos por Antoni Nicolau. Poco después, se representaron por primera vez L'amico Fritz, de Mascagni, y Manon, de Massenet, con Hariclea Darclée como protagonista.

Aunque la policía impidió la salida del público del teatro con el objeto de capturar al ejecutor del atentado, fue en vano. Salvador consiguió escapar del lugar del crimen, y huyó a su pueblo natal, en Teruel. La policía practicó un gran número de detenciones. Entre los arrestados se encontraba un relevante anarquista conocido por su rechazo al uso de la violencia, Josep Llunas i Pujals, director y fundador del semanario La Tramontana. Finalmente, Salvador resultó detenido en Zaragoza. Al verse cercado por la policía trató de suicidarse de un disparo en el vientre, pero erró y solo sufrió una herida leve en la zona de las costillas. El 1 de febrero de 1894 fue encarcelado, incomunicado, en la prisión de la Reina Amalia, en Barcelona.

El juicio comenzó el 11 de abril. Se acusaba a Salvador de 20 asesinatos, 27 asesinatos frustrados y estragos. Durante el juicio declaró lo siguiente:

“Mi deseo era destruir la sociedad burguesa, a la cual el anarquismo tiene declarada la guerra abierta; y me propuse atacar la organización actual de la sociedad para implantar el comunismo anárquico. No me propuse matar a unas personas determinadas. Me era indiferente matar a unos o a otros. Mi deseo consistía en sembrar el terror y el espanto.”

El 21 de noviembre de 1894 Salvador fue ejecutado a garrote vil en la plaza de los Cordeleros de la prisión de la Reina Amalia (o Prisión Vieja) de Barcelona​ a manos del verdugo Nicomedes Méndez.

 

>