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DIEZ Y SEIS AÑOS DE REGENCIA

(MARÍA CRISTINA DE HAPSBURGO-LORENA) (1885-1902)

 

 

CAPÍTULO XII

Impresión que producen los sucesos de Melilla. Censuras al Gobierno. Notas diplomáticas. España y las potencias. Refuerzos. Relevo del general Margallo. Nuevas hostilidades. Combate del 27 de Noviembre. Sitio de Cabrerizas Altas. La madrugada del día 28. Épicos combates. Salidas frustradas. Situación desesperada de los sitiados. Margallo ordena la salida de la artillería. Muerte del general Margallo. Confusión. El teniente Primo de Rivera salva los cañones. Hazaña del teniente Caracuel. El convoy. Combate empeñado. El soldado San José. Desembarca el general Macías. Batalla del día 30. Desbandada de los rifeños. Parte oficial. La situación mejora.Bajas del 27 al 31.

 

El combate sostenido de sol a sol, entre los cabileños del Rif y las tropas que formaban la guarnición de Melilla, tenía una gravedad que a nadie podía ocultarse, y su conocimiento produjo en toda España una hondísima impresión.

Este suceso quitaba importancia a los diversos problemas políticos, a la sazón planteados, y aunque se tenían noticias, desde hacía algunos días, de la inquietud que se notaba entre los moros, que habían dado a entender que se proponían no dejar construir el fuerte, el Gobierno se manifestó sumamente sorprendido por los hechos, comunicando órdenes al capitán general de Andalucía, para que tuviera fuerzas dispuestas para marchar a nuestras plazas de África al primer aviso ; pero después de la conferencia telegráfica que por la noche sostuvo el comandante general de Melilla, con el ministro de la Guerra, se comunicaron nuevas órdenes, pues sólo se conceptuó necesario reponer las bajas sufridas por el ejército, ya que, según manifestó el general Margallo, no parecían los moros dispuestos a intentar nuevos ataques contra la plaza y sus fuertes.

Las censuras que se dirigían contra el Gobierno, eran generales. La opinión señalaba al mismo, como responsable de lo ocurrido en Melilla, toda vez que, conociéndose en el ministerio de la Guerra que se trataba de impedir o dificultar la construcción del fuerte de Sidi Guariach, debió haber hecho con tiempo, una demostración de fuerza que hubiera acobardado a las cabilas, o, al menos, haber reunido en las plazas de la costa, un número suficiente de fuerzas para haber producido un escarmiento, porque a pesar de todo el heroísmo de nuestros soldados, conforme a las leyes de la guerra, se había perdido la batalla del 2 de Octubre, pues las tropas españolas, después de haberse batido durante todo el día, hubieron de encerrarse dentro de la fortaleza, acosadas por un enjambre de enemigos, que no permitieron ni que se recogiesen los muertos que tuvimos en aquella luctuosa jornada. Estos fueron encontrados al día siguiente, completamente carbonizados unos, y mutilados otros.

En la noche del 2 de Octubre, se dirigió el ministro de Estado, señor Moret, a nuestro ministro en Tánger, señor Potestad Fornari, ordenándole que reclamase en el acto la intervención del Sultán para hacer cesar las hostilidades en Melilla.

El 3 se reunió el Consejo de ministros, para estudiar la situación creada como consecuencia de las agresiones de los moros, y aun cuando el señor Moret manifestó a los periodistas que le saludaron al entrar en la Presidencia, «que esos salvajes necesitaban balas y no notas», es lo cierto que en el Consejo se acordó dirigirse al Maghzen para pedirle : 1.° La inmediata intervención de las tropas marroquíes, para reducir a las cabilas rebeldes que hablan atacado a nuestros soldados. 2.0 Castigo ejemplar de los culpables. 3.0 Indemnización por los daños y perjuicios que se nos habían ocasionado, extensiva aquélla a las familias de los muertos. La petición se envió el día 4 al Sultán por mediación de nuestro representante en Tánger, y en ella se advertía que las agresiones de los rifeños a la plaza de Melilla, podían ocasionar la guerra entre España y Marruecos. 

El ministro de Negocios Extranjeros marroquí, Sidi Mahomed Torres, contestó a la nota, haciendo ver la imposibilidad en que se hallaba el Sultán de impedir, por el momento, que continuasen las hostilidades de los moros, pues, aun cuando todo estuviera dispuesto para ello, se necesitarían por lo menos dos meses para el transporte de las tropas imperiales, tiempo que los rebeldes aprovecharían para provocar la invasión del territorio marroquí por los españoles, lo cual podía traer aparejado un estado permanente de guerra.

Esta excusa no fue aceptada, como es natural, por el señor Moret, que inmediatamente se dirigió a nuestros embajadores, cerca de las potencias signatarias de la conferencia de Madrid, poniendo en su conocimiento la nota dirigida al Sultán, y la respuesta dada por su ministro, que sobre no satisfacer en nada al Gobierno español, implicaba una dilación en lo que con tanta rapidez había que resolver, si no se quería que nuevas agresiones de los rifeños en Melilla, engendraran un nuevo estado de cosas, que pudiera dar lugar a complicaciones de carácter internacional.

A esta comunicación, contestaron los gobiernos de Alemania, Austria, Francia, Inglaterra e Italia, reconociendo el derecho de España a construir los fuertes que se estimaran necesarios para la defensa del campo exterior de Melilla, circunscribiendo la cuestión a las cabilas de sus inmediaciones, sin mezclar al Sultán en la misma, excepción hecha de las reclamaciones naturales a los perjuicios ocasionados a nuestra nación, como consecuencia de los actos de hostilidad ejecutados por los moros.

En tanto, el Gobierno habla ordenado que se trasladasen a Melilla, los regimientos de infantería de Borbón y Extremadura, el batallón de cazadores de Cuba, y varias baterías de artillería, y el ministro de la Guerra, para sincerarse con la opinión que le señalaba como principal causante de la derrota de nuestras tropas el día 2 de Octubre, decidió descargar toda la responsabilidad sobre el general Margallo, relevándole, y nombrando en substitución suya, al general de división don Manuel Macías.

Los rifeños no cejaban un momento en su empeño de hostilizar a nuestros soldados, y esto motivó que el crucero Conde de Venadito se viera obligado a cañonear los aduares de los moros, destruyendo sus trincheras y ocasionándoles infinidad de bajas. Quejóse el bajá de los destrozos que con sus disparos hacía el barco español, y replicóle el general Margallo, concediendo un plazo de 24 horas, para que los cabileños se retirasen de las inmediaciones del campo español, y no habiendo obedecido aquéllos la intimación del gobernador militar, ordenó el general que se comenzase de nuevo la construcción del fuerte.

Esto ocurría el 27 de Octubre. A las once de la mañana, comenzó una compañía de ingenieros los trabajos de trincheras, frente a la explanada del fuerte Camellos. Otra compañía de dicho cuerpo trabajaba en los reductos que se mandaron construir desde Rostrogordo a Cabrerizas Bajas. De la protección de los ingenieros estaban encargados los batallones de Cuba y Borbón, mientras otro batallón de este último regimiento, y todo el regimiento de Extremadura, con varias baterías al mando del general Ortega, estaban en observación por lo que pudiera ocurrir, dispuestos a obrar enérgicamente a la menor provocación de los moros.

Los rifeños, silenciosos al principio, empezaron a manifestar agitación al cerciorarse de que los ingenieros aceleraban la construcción del fuerte, y su actitud amenazadora obligó al batallón de cazadores de Cuba a desplegarse inmediatamente en guerrilla, contestando al ya nutrido fuego que desde el campo enemigo se le dirigía.

Los ingenieros hubieron de abandonar las herramientas para empuñar los fusiles, y el general Margallo ordenó que el regimiento de Borbón apoyase a los defensores de Sidi Guariach, que ante la avalancha de rifeños, comenzaban a retirarse, protegidos por el fuego de las baterías de montaña. El auxilio no pudo ser más eficaz, pues sólo con la presencia de las tropas de refresco, se evitó que los moros estorbasen el repliegue del batallón de Cuba. Sin embargo, la situación no era nada halagüeña. Los grupos de enemigos habían invadido nuestro campo y ocupado las alturas de Sidi Guariach y Mariguary.

A las dos de la tarde, ordenó el comandante general que todas nuestras fuerzas avanzasen hasta el límite del campo español, con el objeto de desalojar a los rifeños de las posiciones que habían conquistado. Margallo se situó en el fuerte Camellos, y el general Ortega salió para Rostrogordo.

El combate continuaba vivamente sostenido por ambas partes, sin que nuestros soldados pudiesen dar un solo paso adelante, haciendo frente, heroicamente, a las triplicadas fuerzas que les cargaban con ímpetu irresistible. A las tres de la tarde, ante el ataque vigoroso de los moros, se vio obligado a replegarse el batallón de cazadores de Cuba, siendo inútiles los esfuerzos del general Ortega para contenerle.

Cuanto más tiempo pasaba, era mayor el peligro. Los rifeños aumentaban prodigiosamente, en tanto que Margallo apenas si podía cubrir las ya numerosas bajas que habíamos sufrido.

Dióse orden para que salieran del fuerte Camellos algunas piezas de campaña, que abrieron inmediatamente un fuego horroroso, que hizo un destrozo enorme en las compactas filas enemigas. Parecido daño les producían los cañonazos del Conde de Venadito; pero los moros se multiplicaban, despreciando la vida y arrollándolo todo. En esta situación, se mandó avanzar al regimiento de Extremadura, única fuerza disponible que se hallaba en reserva.

Pero la noche se echaba encima, y preciso era pensar en la retirada de las tropas. Dispuesta ésta por el general Margallo, comenzó el repliegue del regimiento de Borbón, que lo verificó con suma dificultad, pues cada posición abandonada por nuestras tropas, era al punto ocupada por el enemigo, que les acosaba por todas partes, sin dejarles un momento de reposo. Igual suerte corrieron el regimiento de Extremadura y el batallón de cazadores de Cuba, constantemente perseguidos por los moros, que obligaron a gran parte de nuestras fuerzas a encerrarse en el fuerte de Cabrerizas Altas.

La retirada se había hecho con el mayor orden posible, a pesar del empuje de los rifeños, que perseguían a nuestras tropas sin cesar. Hubo momentos en que creyeron imposible toda retirada, pues los moros avanzaban con una sangre fría admirable, amenazando copar al regimiento de Borbón, que llegó a verse sumamente comprometido.

En el fuerte de Cabrerizas quedaron refugiados los dos regimientos que constituían la brigada del general Ortega, siendo el último en entrar el general Margallo, que no consintió pisar los umbrales, hasta que lo hizo el último soldado. También quedaron allí los periodistas que habían ido a Melilla para hacer información por cuenta de sus respectivos periódicos, sentando plaza de voluntarios todos ellos, tan pronto como se hallaron dentro del fuerte.

Toda la noche continuó el combate, hostilizando los moros a los sitiados de Cabrerizas, con una tenacidad increíble, acercándose a la fortaleza, hasta el punto de llegar a disparar sus fusiles, metiendo los proyectiles por las aspilleras. Así pasó toda la noche del 27 en medio de un fuego continuo y ensordecedor, pues el general Margallo dispuso que, además de la artillería, hiciese fuego la infantería contra los grupos enemigos que mantenían el asedio del fuerte.

Triste despertar fue el del día 28.

Las bajas que habían sufrido durante la noche las fuerzas encerradas en Cabrerizas, eran numerosas y no se veía el fin de aquella trágica e interminable jornada. El enemigo ocupaba sus posiciones y hacía un fuego horroroso, que se hizo general en todo el campo, en las primeras horas de la mañana.

El general Margallo observó que los moros habían aumentado, por haberles llegado refuerzos de otras cabilas, y ante la situación desesperada en que se encontraban los sitiados de Cabrerizas, comisionó al capitán de Estado Mayor, señor Picazo, para que fuera a la plaza a pedir pronto socorro. 

Difícil era la misión confiada al bizarro capitán, que milagrosamente pudo llegar a su destino, comunicando las órdenes que del general había recibido.

En tanto, los moros arreciaban el fuego, y antes de que llegase un momento más comprometido, mandó el general que se abriesen las puertas del fuerte, ordenando que saliese una sección de infantería para contener al enemigo y despejar un poco el terreno.

Casi toda la sección a quien se encomendó este cometido, cayó a tierra, víctima de los certeros disparos de los moros. Salió otra sección, en apoyo de la primera, y no había traspasado las garitas del fuerte, cuando hubo de replegarse sin perder momento. El fuego de los moros era imponente y no era posible avanzar un paso.

En vista de este contratiempo, Margallo dispuso la salida de una tercera sección, que ayudase a las dos salidas anteriormente, y él mismo se colocó al frente de las tropas, costando gran trabajo hacerle volver a entrar en el fuerte, al tiempo de que todas las fuerzas sa­lidas se replegaban manteniendo el contacto entre ellas.

Nueva salida de Margallo, acompañado esta vez del general Ortega, y nuevo fracaso. El enemigo se multiplicaba, haciendo imposible todo intento de salvación. Los moros dirigían todo el fuego sobre el portalón que servía de entrada al fuerte, y cada salida costaba numerosas bajas.

Las guerrillas desplegadas en la explanada, se defendían a duras penas, y habían sufrido mucho, a consecuencia de las cargas que contra ellas había dado la caballería mora. Desde Cabrerizas se les mandaban refuerzos y más refuerzos, que no lograban sostenerlas. Por otro lado, la entrada de los combatientes en el fuerte se hacía imposible, pues al acosarles el enemigo en la retirada, hubieran podido entrar juntos los moros y los soldados.

Desde aquel momento, el general Margallo perdió la noción de todo, y sus órdenes empezaron a hacerse vagas. Ordenó que salieran de Cabrerizas dos piezas de artillería, cometiendo una imprudencia, cuya gravedad no se ocultaba a nadie. Obedecieron los artilleros, y desafiando el peligro, emplazaron los cañones para batir un barranco, desde donde con más fuerza hostilizaba el enemigo. El instante era decisivo y el honor militar del general le ordenaba seguir a la artillería en su avance. «A pie, sereno, firme—dice un distinguido cronista,—marcando con su bastón los pasos ; todos le gritan que retroceda; el general, con una actitud propia del que ha de cumplir un deber y no puede substraerse, exclama :

«Es imposible, señores, hay que batirse; hay que animar a los soldados, y la obligación de los jefes es estar allí, donde el peligro amenaza la vida.»

Estas fueron sus últimas palabras. Tres balas enemigas, atravesando su cráneo, dieron fin a la vida del heroico e infortunado general.

Al mismo tiempo que Margallo cayó muerto, redoblaron su ataque los moros, amenazando seriamente con apoderarse de las dos piezas de artillería, e intentando el asalto del fuerte de Cabrerizas. Los momentos eran críticos y hasta desesperados. El general Ortega, que había asumido el mando, al morir el gobernador militar, intentó el último esfuerzo. Los moros se aproximaban con grandes bríos y no había momentos que perder. Jefes, oficiales, soldados y periodistas, tomaron las armas para rechazar al enemigo que ya se hallaba cerca ; los cañones se encontraban casi en poder de los rifeños. Junto a ellos yacían muertos o heridos sus servidores.

Que las dos piezas de artillería fuesen tomadas por los moros, era cosa que ningún español podía tolerar, y sin embargo, aquéllos redoblaban sus esfuerzos y avanzaban a la carrera para apoderarse de tan preciado trofeo. En estos graves instantes, un bravo teniente del regimiento de Extremadura, el entonces casi niño, don Miguel Primo de Rivera (hoy general de brigada), salió del fuerte, acompañado de sólo cuatro soldados, y espada en mano cargó sobre el grupo de enemigos que rodeaban los cañones, y después de un épico combate, consiguió arrastrar las piezas, conduciéndolas hasta Cabrerizas.

El ejemplo de heroísmo dado por el bravo oficial, estimula digna emulación, en otro no menos bravo teniente que vio con indignación el intento de la morisma de rematar a los heridos que se hallaban desamparados en la explanada. Esta hazaña fue bizarramente ejecutada por el teniente Caracuel, y a él debieron su salvación las infelices víctimas de aquel memorable combate.

A lo lejos se divisaba el convoy que, procedente de Melilla, se dirigía en socorro de Cabrerizas, y al observarlo, ordenó el general Ortega que cesara el fuego. A los lados de los carros cargados con víveres y municiones, avanzaba desplegado el batallón disciplinario mandado por su teniente coronel, señor Mir. Los moros le hostilizaron rabiosamente, abandonando sus posiciones frente al fuerte, para tomar otras, desde donde poder impedir el auxilio que se enviaba a los sitiados. Fue necesario ordenar una carga a la bayoneta para desalojar del campo al tenaz enemigo, empeñado en estorbar el avance de nuestros soldados.

Por fin llegó el convoy a su destino, mientras el disciplinario continuaba batiéndose en las trincheras, resistiendo valerosamente a la caballería mora, que cargó sobre él con vigoroso empuje. Las guerrillas tuvieron que retroceder y entraron en Cabrerizas acosadas por el fuego enemigo. Cerráronse las puertas, y empezó a descargarse el convoy.

Al retirarse estas fuerzas, un soldado herido no pudo seguir a sus compañeros, y quedó tendido en tierra. Los moros se arrojaron sobre él, rodeándole completamente. El soldado no tenía más armas que la bayoneta, e incorporándose con suma dificultad, esperó la acometida del enemigo con la idea de vender cara su vida. Por fortuna, desde el fuerte se dieron cuenta de lo que ocurría y abrieron el fuego contra los rifeños que le perseguían. Dos de éstos cayeron muertos por los certeros disparos de nuestros tiradores, y el resto huyó abandonando su presa, que, arrastrándose, llegó hasta Cabrerizas, donde fue recibido con gran alegría.

El regreso de las fuerzas de protección del convoy, fue muy dificultoso, haciéndose preciso tomar las trincheras de los enemigos al arma blanca. El general Ortega regresó a Melilla con el convoy, haciéndose cargo del mando de la plaza.

Toda la noche del 28 y el día 29, los pasaron nuestras tropas sitiadas en Cabrerizas, sin municiones, sin víveres y, lo que era peor, sin agua, sufriendo resignadas aquellas tristísimas circunstancias y esperando con el mayor de los anhelos la llegada de refuerzos que habían de traerles la libertad.

El 29, desembarcó en Melilla el nuevo comandante general, señor Macías, acompañado del general Monroy, jefe de la brigada de cazadores expedicionaria, cuyos primeros batallones saltaron a tierra en las primeras horas de la mañana de dicho día.

Inmediatamente de posesionado de su cargo, estudió el general Maclas el plan que había de poner en práctica para aprovisionar el fuerte de Cabrerizas, y dio las órdenes oportunas para que al día siguiente se tomase la ofensiva contra los rifeños.

Se formó una columna compuesta por los batallones de cazadores de Cataluña, Tarifa y Segorbe, yendo en vanguardia dos compañías disciplinarias y en reserva el batallón de Cuba. Las baterías de montaña, colocadas en el flanco derecho, protegían eficazmente la operación. El general Ortega tomó el mando de la columna.

Al amanecer del 30, salió del Mantelete el convoy protegido por las referidas fuerzas, que hubieron de desplegar al poco tiempo de ponerse en marcha. El enemigo abrió sobre ellas un fuego vivísimo, escondido en sus trincheras, desde donde resistía el violento cañoneo de los cruceros Conde de Venadito y Alfonso XII, que, combinando su artillería con la de la columna, procuraban dejar limpio el campo de chumberas y escondrijos, que servían de baluartes a los rifeños para disparar sin ser vistos.

Cuando los soldados llegaron a las cercanías del fuerte, los moros redoblaron sus esfuerzos, atacando simultáneamente a la columna y a Cabrerizas, para impedir la salida de la guarnición. Las dos compañías del disciplinario, se lanzaron a la carrera sobre las posiciones del enemigo, y tan vigorosa fué la acometida, que el enemigo comenzó a ceder, desbandándose, sin dar tiempo a que el general Maclas, que en persona avanzaba con las fuerzas de reserva, cayese sobre los moros que aun intentaban resistir.

Nuestras tropas persiguieron largo trecho al enemigo consiguiendo dejar, a las cuatro de la tarde, todo nuestro campo libre de rifeños. Los fuertes de Cabrerizas Altas y de Rostrogordo, fueron abastecidos para diez días, conduciéndose a la plaza los muertos y heridos, que desde el día 27 se encontraban en Cabrerizas.

La gloria de aquella jornada fue para el batallón disciplinario, cuyos soldados se batieron como leones, desafiando el peligro con una serenidad admirable.

De esta batalla, dió el general Maclas, el siguiente parte oficial: «Hoy a las órdenes del general Ortega ha salido una fuerte columna que, desalojando a los moros de las posiciones que ocupaban, en su bloqueo contra nuestros fuertes, ha relevado a las guarniciones de Rostrogordo, Cabrerizas Altas y Cabrerizas Bajas, dejándoles provistos de agua y víveres para diez días, y se han trasladado al hospital, o sus domicilios, todos los heridos de los días 27, 28 y 29, que estaban en Cabrerizas por no haberse podido retirar».

La noche del 30, y, a pesar del duro castigo que habían sufrido los rifeños, continuaron hostilizando, y protegidos por las sombras, se aproximaron a Cabrerizas para sorprender a la guarnición del fuerte. Desde éste fueron vistos los grupos enemigos, y ahuyentados por el fuego nutrido que se les dirigió.

Al día siguiente ordenó el general Maclas la salida de varias compañías de infantería, con el objeto de mantener a respetable distancia a los rifeños, lo que se consiguió sin gran dificultad. Al mismo tiempo el crucero Alfonso XII bombardeó los poblados de la cabila de Kebdana, por el auxilio que había prestado a los kelaias en los combates del 27 y 28.

La situación comenzaba a hacerse más despejada, después de tantos días de continuo sobresalto, en los que difícilmente pudieron sostenerse nuestras tropas en las posiciones, consiguiéndolo a costa de sensibles bajas. Estas fueron : muertos, el general de brigada don Juan García Margallo, teniente del disciplinario señor Mejía, y los del regimiento de Extremadura, señores Valverde y García Cabrelles; y heridos, los tenientes coroneles señores conde del Peñón y Mir, el comandante del disciplinario señor González, los capitanes Porras, Casi, López, Ibot, Hernández, Muñoz, Álvarez, Calvo y García; teniente de Extremadura, señor Beltrán; de caballería, Francisco; y de ingenieros, Serrano. Del batallón disciplinario, además de su teniente coronel, resultaron heridos los oficiales señores González y Herrero.

También murió el comandante de administración militar, señor Valero. De tropa fueron muertos 35 individuos, y heridos 102.