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DIEZ Y SEIS AÑOS DE REGENCIA(MARÍA CRISTINA DE HAPSBURGO-LORENA) (1885-1902)
El combate
sostenido de sol a sol, entre los cabileños del Rif y las tropas que formaban
la guarnición de Melilla, tenía una gravedad que a nadie podía ocultarse, y su
conocimiento produjo en toda España una hondísima impresión.
Este suceso
quitaba importancia a los diversos problemas políticos, a la sazón planteados,
y aunque se tenían noticias, desde hacía algunos días, de la inquietud que se
notaba entre los moros, que habían dado a entender que se proponían no dejar
construir el fuerte, el Gobierno se manifestó sumamente sorprendido por los hechos,
comunicando órdenes al capitán general de Andalucía, para que tuviera fuerzas
dispuestas para marchar a nuestras plazas de África al primer aviso ; pero
después de la conferencia telegráfica que por la noche sostuvo el comandante
general de Melilla, con el ministro de la Guerra, se comunicaron nuevas
órdenes, pues sólo se conceptuó necesario reponer las bajas sufridas por el
ejército, ya que, según manifestó el general Margallo, no parecían los moros
dispuestos a intentar nuevos ataques contra la plaza y sus fuertes.
Las censuras
que se dirigían contra el Gobierno, eran generales. La opinión señalaba al
mismo, como responsable de lo ocurrido en Melilla, toda vez que, conociéndose
en el ministerio de la Guerra que se trataba de impedir o dificultar la
construcción del fuerte de Sidi Guariach, debió haber hecho con tiempo, una
demostración de fuerza que hubiera acobardado a las cabilas, o, al menos, haber
reunido en las plazas de la costa, un número suficiente de fuerzas para haber
producido un escarmiento, porque a pesar de todo el heroísmo de nuestros
soldados, conforme a las leyes de la guerra, se había perdido la batalla del 2
de Octubre, pues las tropas españolas, después de haberse batido durante todo
el día, hubieron de encerrarse dentro de la fortaleza, acosadas por un enjambre
de enemigos, que no permitieron ni que se recogiesen los muertos que tuvimos en
aquella luctuosa jornada. Estos fueron encontrados al día siguiente, completamente
carbonizados unos, y mutilados otros.
En la noche
del 2 de Octubre, se dirigió el ministro de Estado, señor Moret, a nuestro
ministro en Tánger, señor Potestad Fornari, ordenándole que reclamase en el
acto la intervención del Sultán para hacer cesar las hostilidades en Melilla.
El 3 se
reunió el Consejo de ministros, para estudiar la situación creada como
consecuencia de las agresiones de los moros, y aun cuando el señor Moret
manifestó a los periodistas que le saludaron al entrar en la Presidencia, «que
esos salvajes necesitaban balas y no notas», es lo cierto que en el Consejo se
acordó dirigirse al Maghzen para pedirle : 1.° La inmediata intervención de las
tropas marroquíes, para reducir a las cabilas rebeldes que hablan atacado a
nuestros soldados. 2.0 Castigo ejemplar de los culpables. 3.0 Indemnización por
los daños y perjuicios que se nos habían ocasionado, extensiva aquélla a las
familias de los muertos. La petición se envió el día 4 al Sultán por mediación
de nuestro representante en Tánger, y en ella se advertía que las agresiones de
los rifeños a la plaza de Melilla, podían ocasionar la guerra entre España y
Marruecos.
El ministro
de Negocios Extranjeros marroquí, Sidi Mahomed Torres, contestó a la nota,
haciendo ver la imposibilidad en que se hallaba el Sultán de impedir, por el
momento, que continuasen las hostilidades de los moros, pues, aun cuando todo
estuviera dispuesto para ello, se necesitarían por lo menos dos meses para el
transporte de las tropas imperiales, tiempo que los rebeldes aprovecharían para
provocar la invasión del territorio marroquí por los españoles, lo cual podía
traer aparejado un estado permanente de guerra.
Esta excusa
no fue aceptada, como es natural, por el señor Moret, que inmediatamente se
dirigió a nuestros embajadores, cerca de las potencias signatarias de la
conferencia de Madrid, poniendo en su conocimiento la nota dirigida al Sultán,
y la respuesta dada por su ministro, que sobre no satisfacer en nada al
Gobierno español, implicaba una dilación en lo que con tanta rapidez había que
resolver, si no se quería que nuevas agresiones de los rifeños en Melilla,
engendraran un nuevo estado de cosas, que pudiera dar lugar a complicaciones de
carácter internacional.
A esta
comunicación, contestaron los gobiernos de Alemania, Austria, Francia,
Inglaterra e Italia, reconociendo el derecho de España a construir los fuertes
que se estimaran necesarios para la defensa del campo exterior de Melilla,
circunscribiendo la cuestión a las cabilas de sus inmediaciones, sin mezclar al
Sultán en la misma, excepción hecha de las reclamaciones naturales a los
perjuicios ocasionados a nuestra nación, como consecuencia de los actos de
hostilidad ejecutados por los moros.
En tanto, el
Gobierno habla ordenado que se trasladasen a Melilla, los regimientos de
infantería de Borbón y Extremadura, el batallón de cazadores de Cuba, y varias
baterías de artillería, y el ministro de la Guerra, para sincerarse con la
opinión que le señalaba como principal causante de la derrota de nuestras
tropas el día 2 de Octubre, decidió descargar toda la responsabilidad sobre el
general Margallo, relevándole, y nombrando en substitución suya, al general de
división don Manuel Macías.
Los rifeños
no cejaban un momento en su empeño de hostilizar a nuestros soldados, y esto
motivó que el crucero Conde de Venadito se viera obligado a cañonear los
aduares de los moros, destruyendo sus trincheras y ocasionándoles infinidad de
bajas. Quejóse el bajá de los destrozos que con sus disparos hacía el barco
español, y replicóle el general Margallo, concediendo un plazo de 24 horas,
para que los cabileños se retirasen de las inmediaciones del campo español, y
no habiendo obedecido aquéllos la intimación del gobernador militar, ordenó el
general que se comenzase de nuevo la construcción del fuerte.
Esto ocurría
el 27 de Octubre. A las once de la mañana, comenzó una compañía de ingenieros
los trabajos de trincheras, frente a la explanada del fuerte Camellos. Otra
compañía de dicho cuerpo trabajaba en los reductos que se mandaron construir
desde Rostrogordo a Cabrerizas Bajas. De la protección de los ingenieros
estaban encargados los batallones de Cuba y Borbón, mientras otro batallón de
este último regimiento, y todo el regimiento de Extremadura, con varias
baterías al mando del general Ortega, estaban en observación por lo que pudiera
ocurrir, dispuestos a obrar enérgicamente a la menor provocación de los moros.
Los rifeños,
silenciosos al principio, empezaron a manifestar agitación al cerciorarse de
que los ingenieros aceleraban la construcción del fuerte, y su actitud amenazadora
obligó al batallón de cazadores de Cuba a desplegarse inmediatamente en
guerrilla, contestando al ya nutrido fuego que desde el campo enemigo se le
dirigía.
Los
ingenieros hubieron de abandonar las herramientas para empuñar los fusiles, y
el general Margallo ordenó que el regimiento de Borbón apoyase a los defensores
de Sidi Guariach, que ante la avalancha de rifeños, comenzaban a retirarse,
protegidos por el fuego de las baterías de montaña. El auxilio no pudo ser más
eficaz, pues sólo con la presencia de las tropas de refresco, se evitó que los
moros estorbasen el repliegue del batallón de Cuba. Sin embargo, la situación
no era nada halagüeña. Los grupos de enemigos habían invadido nuestro campo y
ocupado las alturas de Sidi Guariach y Mariguary.
A las dos de
la tarde, ordenó el comandante general que todas nuestras fuerzas avanzasen
hasta el límite del campo español, con el objeto de desalojar a los rifeños de
las posiciones que habían conquistado. Margallo se situó en el fuerte Camellos,
y el general Ortega salió para Rostrogordo.
El combate
continuaba vivamente sostenido por ambas partes, sin que nuestros soldados
pudiesen dar un solo paso adelante, haciendo frente, heroicamente, a las
triplicadas fuerzas que les cargaban con ímpetu irresistible. A las tres de la
tarde, ante el ataque vigoroso de los moros, se vio obligado a replegarse el
batallón de cazadores de Cuba, siendo inútiles los esfuerzos del general Ortega
para contenerle.
Cuanto más
tiempo pasaba, era mayor el peligro. Los rifeños aumentaban prodigiosamente, en
tanto que Margallo apenas si podía cubrir las ya numerosas bajas que habíamos
sufrido.
Dióse orden
para que salieran del fuerte Camellos algunas piezas de campaña, que abrieron
inmediatamente un fuego horroroso, que hizo un destrozo enorme en las compactas
filas enemigas. Parecido daño les producían los cañonazos del Conde de
Venadito; pero los moros se multiplicaban, despreciando la vida y arrollándolo
todo. En esta situación, se mandó avanzar al regimiento de Extremadura, única
fuerza disponible que se hallaba en reserva.
Pero la
noche se echaba encima, y preciso era pensar en la retirada de las tropas. Dispuesta
ésta por el general Margallo, comenzó el repliegue del regimiento de Borbón,
que lo verificó con suma dificultad, pues cada posición abandonada por nuestras
tropas, era al punto ocupada por el enemigo, que les acosaba por todas partes,
sin dejarles un momento de reposo. Igual suerte corrieron el regimiento de
Extremadura y el batallón de cazadores de Cuba, constantemente perseguidos por
los moros, que obligaron a gran parte de nuestras fuerzas a encerrarse en el
fuerte de Cabrerizas Altas.
La retirada
se había hecho con el mayor orden posible, a pesar del empuje de los rifeños,
que perseguían a nuestras tropas sin cesar. Hubo momentos en que creyeron
imposible toda retirada, pues los moros avanzaban con una sangre fría
admirable, amenazando copar al regimiento de Borbón, que llegó a verse
sumamente comprometido.
En el fuerte
de Cabrerizas quedaron refugiados los dos regimientos que constituían la
brigada del general Ortega, siendo el último en entrar el general Margallo, que
no consintió pisar los umbrales, hasta que lo hizo el último soldado. También
quedaron allí los periodistas que habían ido a Melilla para hacer información
por cuenta de sus respectivos periódicos, sentando plaza de voluntarios todos ellos,
tan pronto como se hallaron dentro del fuerte.
Toda la
noche continuó el combate, hostilizando los moros a los sitiados de Cabrerizas,
con una tenacidad increíble, acercándose a la fortaleza, hasta el punto de
llegar a disparar sus fusiles, metiendo los proyectiles por las aspilleras. Así
pasó toda la noche del 27 en medio de un fuego continuo y ensordecedor, pues el
general Margallo dispuso que, además de la artillería, hiciese fuego la
infantería contra los grupos enemigos que mantenían el asedio del fuerte.
Triste
despertar fue el del día 28.
Las bajas
que habían sufrido durante la noche las fuerzas encerradas en Cabrerizas, eran
numerosas y no se veía el fin de aquella trágica e interminable jornada. El
enemigo ocupaba sus posiciones y hacía un fuego horroroso, que se hizo general
en todo el campo, en las primeras horas de la mañana.
El general
Margallo observó que los moros habían aumentado, por haberles llegado refuerzos
de otras cabilas, y ante la situación desesperada en que se encontraban los
sitiados de Cabrerizas, comisionó al capitán de Estado Mayor, señor Picazo,
para que fuera a la plaza a pedir pronto socorro.
Difícil era
la misión confiada al bizarro capitán, que milagrosamente pudo llegar a su
destino, comunicando las órdenes que del general había recibido.
En tanto,
los moros arreciaban el fuego, y antes de que llegase un momento más
comprometido, mandó el general que se abriesen las puertas del fuerte,
ordenando que saliese una sección de infantería para contener al enemigo y
despejar un poco el terreno.
Casi toda la
sección a quien se encomendó este cometido, cayó a tierra, víctima de los
certeros disparos de los moros. Salió otra sección, en apoyo de la primera, y
no había traspasado las garitas del fuerte, cuando hubo de replegarse sin
perder momento. El fuego de los moros era imponente y no era posible avanzar un
paso.
En vista de
este contratiempo, Margallo dispuso la salida de una tercera sección, que
ayudase a las dos salidas anteriormente, y él mismo se colocó al frente de las
tropas, costando gran trabajo hacerle volver a entrar en el fuerte, al tiempo
de que todas las fuerzas salidas se replegaban manteniendo el contacto entre
ellas.
Nueva salida
de Margallo, acompañado esta vez del general Ortega, y nuevo fracaso. El
enemigo se multiplicaba, haciendo imposible todo intento de salvación. Los
moros dirigían todo el fuego sobre el portalón que servía de entrada al fuerte,
y cada salida costaba numerosas bajas.
Las
guerrillas desplegadas en la explanada, se defendían a duras penas, y habían
sufrido mucho, a consecuencia de las cargas que contra ellas había dado la
caballería mora. Desde Cabrerizas se les mandaban refuerzos y más refuerzos,
que no lograban sostenerlas. Por otro lado, la entrada de los combatientes en
el fuerte se hacía imposible, pues al acosarles el enemigo en la retirada,
hubieran podido entrar juntos los moros y los soldados.
Desde aquel
momento, el general Margallo perdió la noción de todo, y sus órdenes empezaron
a hacerse vagas. Ordenó que salieran de Cabrerizas dos piezas de artillería,
cometiendo una imprudencia, cuya gravedad no se ocultaba a nadie. Obedecieron
los artilleros, y desafiando el peligro, emplazaron los cañones para batir un
barranco, desde donde con más fuerza hostilizaba el enemigo. El instante era
decisivo y el honor militar del general le ordenaba seguir a la artillería en
su avance. «A pie, sereno, firme—dice un distinguido cronista,—marcando con su
bastón los pasos ; todos le gritan que retroceda; el general, con una actitud
propia del que ha de cumplir un deber y no puede substraerse, exclama :
«Es imposible,
señores, hay que batirse; hay que animar a los soldados, y la obligación de los
jefes es estar allí, donde el peligro amenaza la vida.»
Estas fueron
sus últimas palabras. Tres balas enemigas, atravesando su cráneo, dieron fin a
la vida del heroico e infortunado general.
Al mismo
tiempo que Margallo cayó muerto, redoblaron su ataque los moros, amenazando
seriamente con apoderarse de las dos piezas de artillería, e intentando el
asalto del fuerte de Cabrerizas. Los momentos eran críticos y hasta desesperados.
El general Ortega, que había asumido el mando, al morir el gobernador militar,
intentó el último esfuerzo. Los moros se aproximaban con grandes bríos y no
había momentos que perder. Jefes, oficiales, soldados y periodistas, tomaron
las armas para rechazar al enemigo que ya se hallaba cerca ; los cañones se
encontraban casi en poder de los rifeños. Junto a ellos yacían muertos o
heridos sus servidores.
Que las dos
piezas de artillería fuesen tomadas por los moros, era cosa que ningún español
podía tolerar, y sin embargo, aquéllos redoblaban sus esfuerzos y avanzaban a
la carrera para apoderarse de tan preciado trofeo. En estos graves instantes,
un bravo teniente del regimiento de Extremadura, el entonces casi niño, don Miguel
Primo de Rivera (hoy general de brigada), salió del fuerte, acompañado de sólo
cuatro soldados, y espada en mano cargó sobre el grupo de enemigos que rodeaban
los cañones, y después de un épico combate, consiguió arrastrar las piezas,
conduciéndolas hasta Cabrerizas.
El ejemplo
de heroísmo dado por el bravo oficial, estimula digna emulación, en otro no
menos bravo teniente que vio con indignación el intento de la morisma de
rematar a los heridos que se hallaban desamparados en la explanada. Esta hazaña
fue bizarramente ejecutada por el teniente Caracuel, y a él debieron su
salvación las infelices víctimas de aquel memorable combate.
A lo lejos
se divisaba el convoy que, procedente de Melilla, se dirigía en socorro de
Cabrerizas, y al observarlo, ordenó el general Ortega que cesara el fuego. A
los lados de los carros cargados con víveres y municiones, avanzaba desplegado
el batallón disciplinario mandado por su teniente coronel, señor Mir. Los moros
le hostilizaron rabiosamente, abandonando sus posiciones frente al fuerte, para
tomar otras, desde donde poder impedir el auxilio que se enviaba a los
sitiados. Fue necesario ordenar una carga a la bayoneta para desalojar del
campo al tenaz enemigo, empeñado en estorbar el avance de nuestros soldados.
Por fin
llegó el convoy a su destino, mientras el disciplinario continuaba batiéndose
en las trincheras, resistiendo valerosamente a la caballería mora, que cargó sobre
él con vigoroso empuje. Las guerrillas tuvieron que retroceder y entraron en
Cabrerizas acosadas por el fuego enemigo. Cerráronse las puertas, y empezó a
descargarse el convoy.
Al retirarse
estas fuerzas, un soldado herido no pudo seguir a sus compañeros, y quedó
tendido en tierra. Los moros se arrojaron sobre él, rodeándole completamente.
El soldado no tenía más armas que la bayoneta, e incorporándose con suma
dificultad, esperó la acometida del enemigo con la idea de vender cara su vida.
Por fortuna, desde el fuerte se dieron cuenta de lo que ocurría y abrieron el
fuego contra los rifeños que le perseguían. Dos de éstos cayeron muertos por
los certeros disparos de nuestros tiradores, y el resto huyó abandonando su
presa, que, arrastrándose, llegó hasta Cabrerizas, donde fue recibido con gran
alegría.
El regreso
de las fuerzas de protección del convoy, fue muy dificultoso, haciéndose
preciso tomar las trincheras de los enemigos al arma blanca. El general Ortega
regresó a Melilla con el convoy, haciéndose cargo del mando de la plaza.
Toda la
noche del 28 y el día 29, los pasaron nuestras tropas sitiadas en Cabrerizas,
sin municiones, sin víveres y, lo que era peor, sin agua, sufriendo resignadas
aquellas tristísimas circunstancias y esperando con el mayor de los anhelos la llegada
de refuerzos que habían de traerles la libertad.
El 29,
desembarcó en Melilla el nuevo comandante general, señor Macías, acompañado del
general Monroy, jefe de la brigada de cazadores expedicionaria, cuyos primeros
batallones saltaron a tierra en las primeras horas de la mañana de dicho día.
Inmediatamente
de posesionado de su cargo, estudió el general Maclas el plan que había de
poner en práctica para aprovisionar el fuerte de Cabrerizas, y dio las órdenes
oportunas para que al día siguiente se tomase la ofensiva contra los rifeños.
Se formó una
columna compuesta por los batallones de cazadores de Cataluña, Tarifa y
Segorbe, yendo en vanguardia dos compañías disciplinarias y en reserva el
batallón de Cuba. Las baterías de montaña, colocadas en el flanco derecho,
protegían eficazmente la operación. El general Ortega tomó el mando de la
columna.
Al amanecer
del 30, salió del Mantelete el convoy protegido por las referidas fuerzas, que
hubieron de desplegar al poco tiempo de ponerse en marcha. El enemigo abrió
sobre ellas un fuego vivísimo, escondido en sus trincheras, desde donde
resistía el violento cañoneo de los cruceros Conde de Venadito y Alfonso XII,
que, combinando su artillería con la de la columna, procuraban dejar limpio el
campo de chumberas y escondrijos, que servían de baluartes a los rifeños para
disparar sin ser vistos.
Cuando los
soldados llegaron a las cercanías del fuerte, los moros redoblaron sus
esfuerzos, atacando simultáneamente a la columna y a Cabrerizas, para impedir
la salida de la guarnición. Las dos compañías del disciplinario, se lanzaron a
la carrera sobre las posiciones del enemigo, y tan vigorosa fué la acometida,
que el enemigo comenzó a ceder, desbandándose, sin dar tiempo a que el general
Maclas, que en persona avanzaba con las fuerzas de reserva, cayese sobre los
moros que aun intentaban resistir.
Nuestras
tropas persiguieron largo trecho al enemigo consiguiendo dejar, a las cuatro de
la tarde, todo nuestro campo libre de rifeños. Los fuertes de Cabrerizas Altas
y de Rostrogordo, fueron abastecidos para diez días, conduciéndose a la plaza
los muertos y heridos, que desde el día 27 se encontraban en Cabrerizas.
La gloria de
aquella jornada fue para el batallón disciplinario, cuyos soldados se batieron
como leones, desafiando el peligro con una serenidad admirable.
De esta
batalla, dió el general Maclas, el siguiente parte oficial: «Hoy a las órdenes
del general Ortega ha salido una fuerte columna que, desalojando a los moros de
las posiciones que ocupaban, en su bloqueo contra nuestros fuertes, ha relevado
a las guarniciones de Rostrogordo, Cabrerizas Altas y Cabrerizas Bajas, dejándoles
provistos de agua y víveres para diez días, y se han trasladado al hospital, o
sus domicilios, todos los heridos de los días 27, 28 y 29, que estaban en Cabrerizas
por no haberse podido retirar».
La noche del
30, y, a pesar del duro castigo que habían sufrido los rifeños, continuaron
hostilizando, y protegidos por las sombras, se aproximaron a Cabrerizas para
sorprender a la guarnición del fuerte. Desde éste fueron vistos los grupos
enemigos, y ahuyentados por el fuego nutrido que se les dirigió.
Al día
siguiente ordenó el general Maclas la salida de varias compañías de infantería,
con el objeto de mantener a respetable distancia a los rifeños, lo que se consiguió
sin gran dificultad. Al mismo tiempo el crucero Alfonso XII bombardeó los
poblados de la cabila de Kebdana, por el auxilio que había prestado a los
kelaias en los combates del 27 y 28.
La situación
comenzaba a hacerse más despejada, después de tantos días de continuo
sobresalto, en los que difícilmente pudieron sostenerse nuestras tropas en las posiciones,
consiguiéndolo a costa de sensibles bajas. Estas fueron : muertos, el general
de brigada don Juan García Margallo, teniente del disciplinario señor Mejía, y
los del regimiento de Extremadura, señores Valverde y García Cabrelles; y
heridos, los tenientes coroneles señores conde del Peñón y Mir, el comandante
del disciplinario señor González, los capitanes Porras, Casi, López, Ibot,
Hernández, Muñoz, Álvarez, Calvo y García; teniente de Extremadura, señor
Beltrán; de caballería, Francisco; y de ingenieros, Serrano. Del batallón
disciplinario, además de su teniente coronel, resultaron heridos los oficiales
señores González y Herrero.
También murió el comandante de administración militar, señor Valero. De tropa fueron muertos 35 individuos, y heridos 102. |