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BIZANTIUM

HISTORIA DEL ESTADO, IMPERIO Y CIVILIZACIÓN BIZANTINA

 

 

HISTORIA DEL ESTADO BIZANTINO

GEORG OSTROGORSKY

 

INTRODUCCION

BREVE EXAMEN DE LOS TRABAJOS SOBRE HISTORIA BIZANTINA EN OCCIDENTE

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Capitulo 1 : RASGOS GENERALES DEL DESARROLLO DEL ESTADO BUZANTIO TEMPRANO (324-610) 

1. El Imperium Romanum cristianizado 2. La época de las invasiones y de las controversias cristológicas 3. La obra de restauración de Justiniano y su derrumbamiento

 

Capitulo 2 : LA LUCHA POR LA EXISTENCIA Y RENOVACIÒN DEL ESTADO BIZANTINO (610-711)

1. Las guerras persas y avaras y la reforma de Heraclio 2. La era de las invasiones árabes: Los últimos años de Heraclio. Constante II 3. La salvación de Constantinopla y la plasmación de la reforma de Heraclio: Constantino IV y Justiniano II 4. La caída de la dinastía heracliana

Capitulo 3 : LA ERA DE LA CRISIS ICONOCLASTA (711-843)

1. Los conflictos en torno al trono 2. Iconoclasmia y guerras árabes: León III 3. Iconoclasmia y guerras búlgaras: Constantino V 4. El retroceso del movimiento iconoclasta y la restauración del culto a las imágenes 5. Bizancio y Carlomagno 6. Las reformas interiores de Nicéforo I y los peligros exteriores: Bizancio y Krum . 7. La reacción iconoclasta

EL PATRIARCA FOCIO Y LA ICONOCLASTIA

 

Capitulo 4 : EL APOGEO DEL IMPERIO BIZANTINO (843-1025)

1. El alba de una nueva era 2. La época de la codificación del Derecho: Basilio I y León VI 3. Bizancio y Simeón de Bulgaria 4. La lucha del poder imperial contra las fuerzas feudales y el apogeo cultural en la corte imperial bizantina. Romano Lecapeno y Constantino Porfirogeneta   5. La época de las conquistas: Nicéforo Focas y Juan Tzimisces 6. La culminación del poder bizantino : Basilio II

 

Capitulo 5 : LA HEGEMONIA DE LA ARISTOCRACIA CIVIL (1025-1081)

1. La disolución del Estado Bizantino Medio 2. La ruina interior y exterior

 

Capitulo 6 : LA SUPREMACIA DE LA ARISTOCRACIA MILITAR (1081-1204)

1. La recuperación del Imperio Bizantino: Alejo I Comneno 2. Nuevo despliegue de poder y primeros fracasos: Juan II y Manuel I 3. El intento de reacción de Andrónico Comneno 4. El humanismo

 

Capitulo 7 : LA DOMINACIÓN LATINA Y LA RESTAURAVIÓN DEL IMPERIO BIZANTINO (1204-1282)

1. La formación del nuevo sistema de Estados 2. Apogeo y decadencia del Epiro. Victoria de Nicea 3. En vísperas de la restauración 4. Bizancio convertida de nueva en una gran potencia. Miguel VIII 

 

Capitulo 8 : DECADENCIA Y CAÍDA DEL IMPERIO BIZANTINO (1282-1453)

1. Bizancio convertido en potencia de segundo orden. Andrónico 2. La época de las guerras civiles. La hegemonía servia en los Balcanes  3. La conquista de la Península Balcánica por los osmanlíes. Bizancio, Estado vasallo de los 4. La caída

 

BIBLIOGRAFIA BIZANTINA POLIGLOTA

 

Edificada sobre el asiento de Bizancio, la ciudad de Constantino se llamó primero Nea-Roma y durante la Edad Media creyó conservar la sucesión y los derechos del antiguo Imperio romano. El emperador se honraba con el calificativo de Augusto, y el colega destinado a sucederle se adjudicaba el título de César; había en Constantinopla cónsules y senado, y hasta muy tarde los documentos se redactaron en griego y en latín.

Pero nunca Constantinopla pudo hacer valer por entero sus derechos. Si bien Justiniano recobró Italia y África del Norte, estas provincias se perdieron otra vez por las invasiones de los longobardos y los árabes. En las Galias y en España, aunque a veces los monarcas francos y visigodos se dirigieran al emperador bizantino como al soberano universal, de hecho se consideraban independientes. Por fin, bajo la presión del Islam, Constantinopla tuvo que renunciar a sus aspiraciones al imperio único y aceptar el hecho consumado de un emperador germánico para las provincias occidentales. Con todo, el emperador de Constantinopla a veces encabeza sus cartas a Luis el Piadoso llamándole “rey de los francos y longobardos, que se titula a sí mismo Emperador”. Es una vulgar equivocación suponer que Bizancio permaneció en continuada decadencia y que sus emperadores fueron una serie de monarcas incapaces, irresolutos y soñadores. Varios murieron en el campo de batalla, otros perecieron víctimas de su política o de sus ideas teológicas; sólo algunos acabaron sus días en el triclinio dorado del palacio imperial. Los últimos vástagos de cada dinastía solían ser tonsurados a la fuerza o morían asesinados por un caudillo ambicioso que llegaba de provincias y rejuvenecía con sangre nueva al Imperio en peligro.

Lo que paralizó la vida de Bizancio fueron sus problemas gigantescos, algunos de ellos insolubles. Bizancio se hallaba en la frontera de la cristiandad, y era natural que allí aparecieran siempre nuevas herejías, pues los sectarios tenían empeño en atraer la gente de la capital a sus extravíos. Muchos de los errores que empezaron a ser motivo de una simple controversia local, acabaron por debatirse en Bizancio. De este modo, si cada una de las provincias tuvo sus días de trastorno y su herejía propia, Bizancio, en cambio, sufrió por todas las heterodoxias y desatinos, puesto que todos repercutieron en la capital.

Bizancio también sirvió de baluarte a los pueblos de Europa contra los persistentes ataques de las gentes del Asia. Primero, continuó la perpetua guerra de Roma con los persas, después detuvo a los árabes, ávaros y búlgaros por casi un milenio. Ya el año 668, el 45 de la hégira, una armada árabe llegó delante de las murallas que defienden a Constantinopla por el lado de los estrechos; medio siglo más tarde, el año 717, los mahometanos penetraron en el Bósforo con mil ochocientas naves..., y si esto ocurría por mar, puede imaginarse lo que sucedería por tierra.

En la lucha secular entre Bizancio y el Islam, el Occidente sólo ayudó con las cruzadas, que ocasionaron al Imperio de Constantinopla más perjuicios que beneficios. Además del egoísmo propio, existía el recelo que despertaba en los latinos la Iglesia oriental, en especial tras la violenta querella sobre el culto de las imágenes. En Constantinopla se había logrado crear una completa iconografía cristiana. Además de la imagen de Jesús sentado en un trono imperial, se veneraron varias imágenes de la Virgen de pie y sentada. Una de ellas, la Odogetria, la Patraña de los carteros, fue introducida y aceptada en Occidente. En tiempo de Carlomagno la encontramos en Aquisgrán y en Venecia, antes que en Roma.

La difusión de la iconografía bizantina se vio perjudicada por la querella que llamamos iconoclasta. Contribuyó a enardecerla la propaganda que hacían los musulmanes contra el culto de reliquias, santos e imágenes. Sería una exageración creer que los emperadores que promulgaron edictos contra el culto de las imágenes lo hacían contaminados por las simples ideas de monoteísmo y misticismo que fueron la fuerza del Islam en sus primeros siglos.

León III, el iniciador de la “reforma”, había vivido muchos años en contacto con los musulmanes, aunque sólo fuese para combatirlos. Había nacido en la montaña de Isauria, también en la frontera, y con su rudeza y simplicidad nativas suponía que ciertos trastornos volcánicos que ocurrieron en el archipiélago por el año 726 eran una manifestación de la cólera divina por el exaltado fervor con que allí se veneraban las imágenes. Por esta época todavía el Imperio bizantino tenía posesiones en Italia, y el papa reconocía aún al emperador como el monarca supremo de la cristiandad y su protector contra los ataques de los longobardos. Pero al promulgarse el edicto de León III en que prohibía el culto de las imágenes, los italianos se rebelaron y el papa buscó otro defensor en el rey de los francos. Un concilio reunido en Roma (731) excomulgó a cuantos se oponían al culto tradicional, lo que demostró claramente que la Iglesia romana se sentía independiente del emperador de Constantinopla.

En Oriente la prohibición produjo también una impresión desfavorable. San Juan Damasceno expuso a las claras la falsa posición del emperador cuando dijo que “no era incumbencia del poder civil legislar en materias religiosas”. Durante el tiempo que vivió León III, la prohibición no fue aplicada rigurosamente; muchas de las iglesias de Constantinopla y el palacio del patriarca conservaron la decoración de sus frescos y mosaicos. Pero el hijo de León III, llamado Constantino V el Sucio, extremó la persecución de las imágenes sin reparar en sus consecuencias. A diferencia de su padre, que era un montañés de escasa cultura, Constantino V tenía pretensiones de teólogo y escribía sermones y libros para probar la aberración del culto de las imágenes de los santos y de la Virgen. Al quedar vacante la silla patriarcal (758), el emperador convocó un concilio en uno de sus palacios del Bósforo, al que concurrieron más de trescientos obispos. Los prelados no aceptaron todas las opiniones del emperador; mantuvieron las doctrinas de la Iglesia respecto a la intercesión de la Virgen y de los santos, pero condenaron el culto de los iconos, “cosa detestable y abominable”, que debía ser castigado como una rebeldía contra los mandamientos de la Ley de Dios y la doctrina que había sido sustentada por los Santos Padres.

Desde aquel momento el emperador hizo suya la decisión del concilio de Constantinopla, para oponerla a la del concilio de Roma, y además creyó tener la obligación de castigar a los que se mostraban recalcitrantes. Algunos sufrieron martirio. Los monjes especialmente continuaron siendo ardientes defensores de las imágenes sagradas, motivo por el cual varios monasterios fueron clausurados e incluso uno fue transformado en arsenal. El sucesor de Constantino V mantuvo la persecución, pero su reinado fue cortísimo, y a su muerte quedó como regente de un niño de diez años la emperatriz Irene, que procedió devotamente a la restauración de las imágenes. Irene no retrocedió para ello ni aun ante los mayores crímenes; al advertir que su hijo, ya crecido, demostraba visible frialdad hacia las imágenes benditas, le incapacitó para ocupar el trono vaciándole los ojos en la misma cámara donde había nacido. Igual suerte corrieron los parientes de su marido, y ya sin temer competencia, Irene pudo reinar hasta el año 802, en que una conspiración de los iconoclastas elevó al trono una nueva dinastía. Se había concertado el casamiento de Irene con Carlomagno, quien hubiera terminado la disputa, pero Irene fue depuesta y acabó sus días en el destierro.

La nueva dinastía, entronizada en la persona de Nicéforo I, no satisfizo a ninguno de los dos bandos en que se habían dividido la Iglesia y el pueblo de Bizancio; así es que, pocos años después, el 813, un general del ejército de Anatolia, de origen armenio, entró en Constantinopla “para velar por la seguridad del estado y defender el Imperio cristiano”. León V el Armenio creía sinceramente que los cristianos eran vencidos, en sus guerras con los paganos, “porque se habían prosternado delante de las imágenes”. Consecuente con esta idea, hizo desempolvar del archivo las decisiones del concilio de Constantinopla del 753 para aplicarlas con todo rigor. Los monjes protestaron otra vez, usando los mismos argumentos de medio siglo antes: “Las cosas eclesiásticas son ajenas a la administración secular... El apóstol San Pablo habla dé profetas, evangelistas y otras dignidades de la Iglesia, pero no menciona al emperador”. León V contestó recordando las palabras de Jesús, que hay que adorar en espíritu y en verdad..., pero también fue víctima de su “celo”. El día de Navidad del año 820, mientras el emperador estaba cantando himnos, mezclado entre los coristas de la capilla imperial, sus enemigos le derribaron sin vida, de un solo golpe, al pie del altar.

Uno de los conjurados, Miguel el Tartamudo, ocupó el trono, tratando de contentar a todo el mundo con una gran tolerancia. A pesar de su “liberalismo”, hizo públicas manifestaciones de no querer rendir culto a las imágenes; sus convicciones debían de ser muy arraigadas, pues escribió a Luis el Piadoso para que intercediera ante el papa a fin de conseguir que éste le ayudara, desde Occidente, a combatir el culto de las imágenes. El emperador bizantino sabía que la querella había repercutido en la Iglesia latina y que algunos obispos italianos y españoles, acaso también por la proximidad del Islam, se habían manifestado iconoclastas. Pero no puede decirse que esta herejía, o disputa, hiciera peligrar la unidad de la Iglesia romana; el Occidente había recibido de Roma el sentido corpóreo de las cosas divinas, mientras que el Oriente, más filosófico, creía suficientes las puras ideas. Por esto la querella de las imágenes, mientras en el occidente latino fue una pasajera nube de verano, en Constantinopla duró más de un siglo.

El hijo de Miguel el Tartamudo, llamado Teófilo, fue también iconoclasta, pero a su muerte, al quedar de regente la emperatriz Teodora, se restableció la ortodoxia, y las imágenes más veneradas fueron llevadas en procesión desde la iglesia de las Blaquernas hasta Santa Sofía. Era el primer domingo de cuaresma (843); por la noche la emperatriz dio un banquete, y en la mesa ocuparon lugar preferente los que habían luchado en favor de las imágenes.

Pese a esta “retractación”, el Occidente y el papa continuaron mirando con recelo a la Iglesia de Constantinopla; ésta tenía problemas, querellas y disputas que no podían causar sino perjuicios al resto de la cristiandad; pretendía, además, ser autocéfala, y, por fin, en el punto concreto de la procedencia del Espíritu Santo, del Padre y del Hijo, tenía su fórmula teológica, distinta de la de los latinos. Por espacio de casi dos siglos la Iglesia de Constantinopla se mantuvo oficialmente dentro de la legalidad y procuró conservarse fiel a la Iglesia romana. Legados y embajadas trataron de cambiar la situación, convirtiendo las relaciones, de puramente oficiales, en cordiales de verdad. Por fin, el 15 de julio de 1054 la ruptura se hizo completa: los legados del papa depositaron una bula de excomunión sobre el altar mayor de Santa Sofía y abandonaron Constantinopla. Desde aquel día, la Iglesia griega ha vivido aparte de la latina, y las iglesias de Sicilia y de la Italia meridional, que antes dependían de Constantinopla, se hicieron sufragáneas de la romana.

Pero lo que Constantinopla perdió en Occidente, lo ganó de sobra, en su expansión por el Norte, con la conversión de los eslavos. Estos eran los descendientes de los antiguos sármatas, que iban abandonando su vida nómada, estableciéndose en ciudades y formando naciones. Los llamados eslavones, o eslavos del Sur, habíanse instalado en las tierras a lo largo del Adriático que habían sido las antiguas provincias romanas de la Panonia y la Iliria. Su núcleo principal eran los búlgaros, tenaces guerreros que algunas veces llegaron a hostilizar los suburbios de Bizancio. Estos eslavos del Sur fueron convertidos, a últimos del siglo IX, por los dos santos hermanos Cirilo y Metodio. Aunque de familia griega, habían nacido en Salónica, donde había muchos eslavones, y pudieron aprender desde la cuna el lenguaje de las gentes que más tarde convirtieron al cristianismo. De otro modo, casi no se explicaría su genial capacidad para interpretar los sonidos extraños de las lenguas eslavas, que exigieron hasta la invención de algunas letras nuevas. Cirilo y Metodio se educaron en Constantinopla, se hicieron monjes en Asia Menor y fueron hasta Bagdad, para discutir con los sufíes el misterio de la Trinidad. Después visitaron el sur de Rusia, donde descubrieron los restos de San Clemente y los llevaron a Roma.

Allí el papa les animó, aprobando y bendiciendo las traducciones que habían empezado a hacer en lengua eslava de los Evangelios y las epístolas de San Pablo; más tarde tradujeron también los Salmos y el Libro de los Macabeos. El dialecto por ellos usado fue el de los eslavos de Macedonia y Bulgaria, llamado esloveno, que ha quedado como el lenguaje sagrado de toda la Rusia. El uso de la lengua eslava en la liturgia ocasionó muchas preocupaciones a estos grandes apóstoles, y más tarde fue una de las causas de la separación de las iglesias eslavas de la Iglesia de Roma, pues aunque Cirilo y Metodio partieron para su misión final enviados por el papa, en realidad eran monjes bizantinos y, al traducir las fórmulas de la liturgia, casi inconscientemente caerían en las singularidades de la Iglesia griega. Esto fue hábilmente explotado, y pese a la aprobación del papa sobre el uso litúrgico del eslavo, Metodio, que sobrevivió a su hermano, experimentó por este hecho grandes dificultades. El resultado es que hoy sólo algunos eslavos de Bohemia y Croacia son católicos; todos los demás han seguido los destinos, nada envidiables, de la Iglesia griega de Constantinopla.

Mientras tanto, los eslavos del sur de Rusia y de Ucrania iban también estableciéndose en ciudades. Les estimulaba a organizarse la presencia de colonias de varegos, o escandinavas, a lo largo de la ruta de las caravanas que regularmente iban del Báltico al mar Negro y hasta a Constantinopla. Los varegos, al principio, iban en compañías armadas, para protegerse de los ataques de los nómadas de la estepa; eran, en realidad, grupos de guerreros vikingos, que buscaban la doble ganancia del pillaje y del comercio. Llevaban a Constantinopla pieles y ámbar, y además esclavos que habían hecho por el camino; regresaban con tejidos, joyas y monedas. Poco a poco los varegos establecieron a lo largo de la ruta sus colonias. Así parece que se formaron los primeros centros de población del sur de Rusia; lo positivo es que encontramos ya las dos grandes ciudades de Novgorod y Kiev, a mediados del siglo IX, con príncipes que envían embajadas y cobran sus tributos.

El primer príncipe ruso que mencionan las historias es el famoso Oleg, de Kiev, que se atrevió ya a emprender una expedición militar contra Constantinopla; ésta acabó con un tratado por el que los bizantinos se comprometieron a pagar un tributo o pensión a Oleg para que permaneciese tranquilo. Empero, los plenipotenciarios que firman el documento, el año 91), en nombre de Oleg, son varegos o, por lo menos, llevan todavía nombres escandinavos.

En realidad, la historia rusa empieza con Igor, sucesor de Oleg en Kiev, quien pronto reanudó los ataques a los bizantinos. El año 914, aprovechándose de que la flota de Bizancio estaba empleada contra los sarracenos, Igor y sus eslavos desembarcaron en Bitinia, del Asia Menor, y llegaron hasta el Bósforo. A la muerte de Igor, gobernó por algún tiempo los estados del príncipe de Kiev su viuda Olga, que era ya cristiana. Debió de ser bautizada por un misionero cuyo nombre nadie nos ha conservado, pero consta que hizo un viaje a Constantinopla en el año 957. El hijo de Olga e Igor tenía carácter aventurero, era animoso, y pensaba llevar su capital más al Sur, lo que hubiera sido un desastre para el futuro estado ruso. Se dice que, por temor de las burlas de sus compañeros, los varegos de la escolta real, se mantuvo pagano. En cambio, su hijo, nieto de Olga e Igor, es el santo Vladimiro, que, al convertirse, hizo bautizar a la fuerza a todos sus súbditos. Al principio, era Vladimiro rabioso pagano; también su superstición era la de los varegos, o escandinavos, que componían su guardia. Levantó varios ídolos en las colinas que rodean a Kiev, vivía con cinco esposas y centenares de concubinas. Pero el año 988, el gran emperador de Constantinopla, Basilio II, encontrándose en gran aprieto, pidió a Vladimiro que le ayudara con seis mil guerreros para dominar una insurrección. Vladimiro consintió en enviarle este ejército si Basilio le prometía a su vez concederle a su hermana, la princesa Ana, por esposa. Basilio accedió a esta demanda sólo con la condición de que Vladimiro debía abjurar sus errores y prometer bautizarse. Este pacto fue cumplido, no sin cierta repugnancia de Basilio, que consideraba aquel matrimonio de su hermana más como un sacrificio religioso que como una maniobra política.

Ana desembarcó en la península de Crimea, antigua colonia griega, entonces provincia bizantina, que su hermano le había señalado como dote. Ana llevaba, además, un séquito de obispos misioneros y damas de compañía, que casaron con otros príncipes eslavos, obligándoles a refinar sus costumbres. La Iglesia latina hizo algún esfuerzo para que la recién formada Iglesia eslava reconociera la autoridad del papa, pero los magnates rusos nunca quisieron olvidar que debían su transformación social y religiosa a la Iglesia de Bizancio.

En tiempo de Basilio II empieza también la prosperidad de Venecia. Protegida por sus lagunas, en las islas de arena accesibles sólo por canales había crecido una población casi del todo dedicada al comercio marítimo. Basilio mantuvo siempre buenas relaciones con la familia del dux Urseolo y concedió grandes privilegios a los venecianos que iban a comprar y vender a Constantinopla. Los venecianos pagaban no por la calidad y cantidad de la mercancía, sino una tarifa igual de quince sueldos por cada buque, grande o pequeño, que llegaba a un puerto griego; esto les estimulaba a construir barcos de gran tonelaje, y por ello la marina veneciana fue pronto la más importante del Mediterráneo. En esa época, a fines del primer milenio, el Imperio bizantino había llegado también a un razonable concierto con los árabes. El hijo de Basilio II consintió que se pudieran recitar plegarias por el sultán de Egipto en la mezquita de Constantinopla y que ésta tuviera un almuecín, a cambio de que el emperador bizantino pudiese restaurar el templo del Santo Sepulcro, de Jerusalén.

Cuando los cruzados llegaron a Constantinopla, el Imperio bizantino se encontraba, pues, rodeado de aliados que le respetaban y de enemigos que le temían. Ya hemos explicado cómo, consciente de su fuerza y de sus derechos, el emperador Alejo pudo obtener de los jefes de la expedición que le prestaran homenaje. Iban a establecer señoríos en las tierras que conquistarían de los sarracenos; estaba, pues, dentro de la mentalidad de la época que tenía que haber un emperador, de quien todos serían feudatarios; éste no podía ser el emperador germánico, porque Siria y Palestina habían estado siempre sujetas a la administración oriental; no podía ser el papa, por más que lo había deseado; el único que podía recibir el homenaje imperial era, pues, él Augusto de Constantinopla. Y, en efecto, uno tras otro, los cruzados lo reconocieron como superior jerárquico, a pesar de haber sido excomulgado por Roma. Claro que esta dependencia fue sólo pura fórmula y a cambio de auxilios que les prometió el emperador, jefe de los cismáticos.

Durante casi un siglo pasaron por Constantinopla las grandes bandadas de guerreros y aventureros de la primera, segunda y tercera cruzadas, sin hacer al Imperio bizantino ni grave daño ni gran beneficio. Pero la actuación de la cuarta cruzada ya fue diferente; los “latinos” asaltaron Constantinopla, la saquearon e instalaron en ella como emperador a uno de los suyos. Aunque la iniciativa partiera del papa, la cuarta cruzada fue empresa de unos cuantos nobles franceses que se habían reunido en un castillo con motivo de un torneo (1199), a los cuales se unieron otros italianos y alemanes del bando gibelino. Decidida la cruzada, seis delegados de los principales jefes pasaron a Venecia para contratar los transportes. Entre ellos iba el mariscal de la Champagne, Godofredo de Villehardouin, quien escribió un relato de la expedición, en que se consignan las palabras de los jefes en los consejos y se describen las terribles acciones en que tomó parte. El que dirigió las negociaciones por parte de los venecianos era un dux octogenario y ciego, Enrique Dándolo, que ha pasado a la historia como ejemplo singular de audacia y energía.

El negocio entre los futuros cruzados y Venecia fue concertado en estos términos: los cruzados habrían de pagar a la república 85.000 marcos de plata, y los venecianos debían tener una flota preparada el día de San Juan del año 1201 para transportar a Oriente 4.500 caballos y 9.000 hombres de a pie. El mantenimiento de todos durante el viaje corría de cuenta de los venecianos, quienes debían contribuir también a la expedición con una armada de 50 galeras de combate para proteger el convoy.

Los venecianos cumplieron el contrato: buques y provisiones estaban dispuestos en la fecha señalada, y había establos para los caballos y albergues para el ejército mientras tuvieran que esperar en las islas de las lagunas. En cambio, los cruzados sólo pudieron reunir 50.000 marcos, pero Dándolo halló la solución, ofreciéndose a emprender el viaje si los cruzados le ayudaban a reconquistar, por el camino, la ciudad de Zara (Dalmacia), que, perteneciendo a los venecianos, había sido ocupada por los húngaros.

Después de muchas negociaciones, los cruzados no tuvieron más remedio que aceptar la propuesta de Dándolo; partieron de Venecia el 10 de noviembre, y dos días después Zara era tomada y destruida por los venecianos. El papa, que trataba de atraerse a los recién convertidos húngaros, no pudo menos de protestar al ver que las energías de los cruzados se empleaban en destruir una ciudad cristiana. Pero los cruzados tenían otras preocupaciones más graves que la de contentar al papa: el problema era si debían ir directamente a Palestina o atacar primero a Egipto. Por fin determinaron no hacer ni una cosa ni otra: porque, después de la toma de Zara, habían recibido un mensaje que les decidió a marchar sobre Constantinopla, para intervenir en las luchas entre la familia imperial de los Angelos. El pretendiente destronado ofrecía pagar a los venecianos la suma de 35.000 marcos que aún les debían los cruzados si, a cambio de ello le ayudaban a recuperar la corona. Además prometía que, después de ser restaurado, contribuiría con un ejército de 10.000 hombres a la prosecución de la cruzada,  mantendría 500 caballeros constantemente para la defensa del Santo Sepulcro y restablecería la autoridad del papa sobre la Iglesia bizantina. Con estas ofertas y lo deseosos que estaban los venecianos de aumentar su influencia en Oriente, los cruzados partieron de Corfú con rumbo a Constantinopla. Llevaban consigo a su aliado, y llegaron a la vista de la gran ciudad en junio de 1203. He aquí la impresión que produjo a los latinos: “¡Cómo miraban a Constantinopla aquellos que nunca la habían visto! Nunca soñaron que hubiese una ciudad semejante en él mundo, tan rica, con tan altas torres y murallas, tantos palacios y grandes iglesias...”. Los cruzados forzaron las cadenas que defendían el puerto y entraron en el Cuerno de Oro el 17 de julio. El primero en escalar la muralla fue el ciego y octogenario Dándolo. En agosto, su protegido era coronado en la iglesia de Santa Sofía, en presencia de los principales jefes de los cruzados. Pero pronto empezaron las querellas entre bizantinos y latinos; el nuevo emperador experimentaba dificultades para cumplir sus compromisos, y los cruzados, esperando el dinero y los soldados prometidos, permanecían en Constantinopla, haciéndose cada día más molestos.

Los venecianos no hacían nada para restablecer la cordialidad; después de varios motines y levantamientos de los griegos, que miraban con malos ojos aquella promiscuidad del nuevo emperador con los latinos, se vio claro que la única solución era establecer un Imperio latino en Oriente. Venecianos y franceses convinieron de antemano cómo se repartirían el botín de Constantinopla; hecho esto, los jefes de los cruzados se apoderaron del palacio imperial y a sangre fría dieron autorización a la soldadesca para que empezara el pillaje. Duró tres días. Escandalizado el papa al tener noticia de lo ocurrido, condenó la “hazaña” en estos términos: “Los defensores de Cristo han gozado bañándose en sangre cristiana. No han respetado edad ni sexo. Han cometido adulterio, fornicación e incesto a la luz del día. Ni matronas ni vírgenes consagradas al Señor se han librado de su brutalidad. No sólo han robado y despilfarrado los tesoros del Imperio y de los particulares, sino que se han atrevido a poner sus manos sobre los bienes de la Iglesia...”. Los cadáveres de los antiguos emperadores bizantinos fueron desenterrados y escarnecidos. Muchas obras de la gran época del arte griego desaparecieron en esta ocasión; el Hércules de Lisipo, la Juno del templo de Samos y centenares de estatuas clásicas que habían encontrado su refugio en Bizancio fueron destruidas por los cruzados sin consideración a su antigüedad y belleza. Nicetas, un historiador bizantino, dice que los musulmanes hubieran sido más humanos con Bizancio que los caballeros de la Cruz. Todavía hoy los escritores cultos del Islam se complacen en comparar la toma de Jerusalén por el califa Omar, entrando en la ciudad acompañado del patriarca, con el saqueo de Constantinopla dirigido por Dándolo y sus cruzados.

Villehardouin, en su relato de testigo ocular, dice que el botín fue tan grande que nadie lo hubiera podido contar. A pesar de que los venecianos se hicieron con la parte del león, todavía les correspondieron a los latinos cuatrocientos mil marcos de plata. En mayo del año 1204, Balduino, conde de Flandes, fue coronado emperador, con la pompa tradicional de los bizantinos. Después vino el reparto de la tierra: los venecianos se adjudicaron el Epiro, el Peloponeso, el archipiélago jónico y Gallipoli. Hasta de Constantinopla, la capital, quisieron tres octavas partes, incluyendo el barrio donde estaba Santa Sofia y poniendo por patriarca a uno de los suyos, llamado Tomás Morosini.

Uno de los jefes de los cruzados, Bonifacio de Montferrat, se quedó con la Tesalia y Macedonia. Enrique de Flandes fue nombrado señor de Adramitum; Hugo de San Pol, señor de Demótica; Luis de Blois, duque de Nicea, el sic de caeteris... El territorio real se reducía a una zona de tierra a lo largo de los estrechos y algunas islas importantes, Lesbos, Chíos, Samos y Cos. Al conjunto se le llamó Imperio de Romanía y se le dio una organización feudal análoga a la que habían establecido los primeros cruzados un siglo antes en Jerusalén. Los Assises de Romanía, o código político del nuevo Imperio, es otro modelo de lo que sería la sociedad ideal para los latinos de principios del siglo XIII. El emperador, elegido por los barones, en su dominio real no era más que otro de éstos, y cada uno en sus tierras era dueño absoluto. El emperador no podía hacer más que coordinar la política exterior; para solventar sus diferencias con los barones debía acudir a un alto tribunal de Justicia, compuesto de latinos y venecianos. Los recursos de un monarca como el emperador latino de Romanía debían de ser muy precarios y su situación, desde luego, se haría harto difícil, pues los venecianos no pagaban ninguna clase de impuestos.

Las brutalidades cometidas en el saqueo de Constantinopla y la audacia con que se repartieron el Imperio levantaron contra los cruzados el sentimiento patriótico de los griegos, despertándoles la conciencia de la propia nacionalidad. Dos descendientes de la familia real se rebelaron, uno en el Asia Menor y otro en el Epiro, y formaron cada uno un principado, al que podían agregarse los descontentos que habitaban en otras regiones.

Para que el ataque a los latinos tuviera más probabilidades de éxito, el rebelde bizantino del Epiro se alió con el rey de los búlgaros, un bárbaro eslavo que se llamaba a sí mismo Romanóctonos, o matador de romanos. Quería éste desquitarse de las degollinas de búlgaros que había hecho Basilio II dos siglos antes. Griegos y búlgaros avanzaron hacia Constantinopla, encontrándose con los latinos en el campo de batalla tradicional de Adrianópolis. La lucha fue un desastre completo; el emperador Balduino fue hecho prisionero y tuvo que ser rescatado; el viejo Dándolo, con grandes peligros, dirigió la retirada del ejército hasta Constantinopla. El anciano dux murió de tantas fatigas pocos días después. Sin embargo, no fue el pretendiente bizantino del Epiro quien recogió la corona del emperador latino de Constantinopla. El que se aprovechó de la descomposición del Imperio de Romanía fue el otro pretendiente, que atacaba por el lado del Asia. Se había hecho coronar emperador en Nicea y contaba con la alianza de los genoveses, los eternos enemigos de los venecianos. A cambio de sustituir a los venecianos en la posición privilegiada que tenían en Constantinopla, los genoveses hicieron traición a sus hermanos de Occidente y ayudaron a Miguel Paleólogo a asaltar Constantinopla. El imperio latino había durado poco más de cincuenta años; en julio de 1261, al entrar en la ciudad Miguel Paleólogo por una puerta, el emperador Balduino II salía por la otra, acompañado de su patriarca latino y sus protectores, o protegidos, los venecianos.

De todos modos, el daño que los latinos habían hecho al Imperio era ya irreparable. Aquellos cincuenta años de feudalismo y de guerras incesantes habían destruido la organización secular que tenía sus raíces en la de la vieja Roma. La nueva dinastía inaugurada por Miguel Paleólogo no pudo hacer más que contemplar, en la mayor impotencia, cómo cualquier aventurero se erigía en señor de una isla o una comarca. Venecianos, genoveses, franceses, florentinos, navarros y catalanes, todos quisieron un pedazo del manto imperial. Ya desde aquel momento, Bizancio fue sólo una débil valla para resistir las acometidas del Islam, y los turcos acabarían lo que tan eficazmente habían empezado los cruzados.

Cabe ahora preguntar qué debe la cultura a Bizancio. Los eruditos bizantinos conservaron algo de la ciencia y literatura griegas, y de sus reliquias se aprovecharon los helenistas del Renacimiento.