BIZANTIUM |
HISTORIA DEL ESTADO BIZANTINO GEORG OSTROGORSKY
INTRODUCCION
BREVE EXAMEN DE LOS
TRABAJOS SOBRE HISTORIA BIZANTINA EN OCCIDENTE
-----------------------------Capitulo 1 : RASGOS GENERALES DEL DESARROLLO DEL ESTADO BUZANTIO TEMPRANO (324-610)
1. El Imperium Romanum cristianizado
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BIBLIOGRAFIA BIZANTINA POLIGLOTA |
Edificada
sobre el asiento de Bizancio, la ciudad de Constantino se llamó primero
Nea-Roma y durante la Edad Media creyó conservar la sucesión y los derechos del
antiguo Imperio romano. El emperador se honraba con el calificativo de Augusto,
y el colega destinado a sucederle se adjudicaba el título de César; había en
Constantinopla cónsules y senado, y hasta muy tarde los documentos se
redactaron en griego y en latín.
Pero nunca
Constantinopla pudo hacer valer por entero sus derechos. Si bien Justiniano
recobró Italia y África del Norte, estas provincias se perdieron otra vez por
las invasiones de los longobardos y los árabes. En las Galias y en España,
aunque a veces los monarcas francos y visigodos se dirigieran al emperador
bizantino como al soberano universal, de hecho se consideraban independientes.
Por fin, bajo la presión del Islam, Constantinopla tuvo que renunciar a sus
aspiraciones al imperio único y aceptar el hecho consumado de un emperador
germánico para las provincias occidentales. Con todo, el emperador de
Constantinopla a veces encabeza sus cartas a Luis el Piadoso llamándole “rey de
los francos y longobardos, que se titula a sí mismo Emperador”. Es una vulgar
equivocación suponer que Bizancio permaneció en continuada decadencia y que sus
emperadores fueron una serie de monarcas incapaces, irresolutos y soñadores.
Varios murieron en el campo de batalla, otros perecieron víctimas de su
política o de sus ideas teológicas; sólo algunos acabaron sus días en el
triclinio dorado del palacio imperial. Los últimos vástagos de cada dinastía
solían ser tonsurados a la fuerza o morían asesinados por un caudillo ambicioso
que llegaba de provincias y rejuvenecía con sangre nueva al Imperio en peligro.
Lo que
paralizó la vida de Bizancio fueron sus problemas gigantescos, algunos de ellos
insolubles. Bizancio se hallaba en la frontera de la cristiandad, y era natural
que allí aparecieran siempre nuevas herejías, pues los sectarios tenían empeño
en atraer la gente de la capital a sus extravíos. Muchos de los errores que
empezaron a ser motivo de una simple controversia local, acabaron por debatirse
en Bizancio. De este modo, si cada una de las provincias tuvo sus días de trastorno
y su herejía propia, Bizancio, en cambio, sufrió por todas las heterodoxias y
desatinos, puesto que todos repercutieron en la capital.
Bizancio
también sirvió de baluarte a los pueblos de Europa contra los persistentes
ataques de las gentes del Asia. Primero, continuó la perpetua guerra de Roma
con los persas, después detuvo a los árabes, ávaros y búlgaros por casi un
milenio. Ya el año 668, el 45 de la hégira, una armada árabe llegó delante de
las murallas que defienden a Constantinopla por el lado de los estrechos; medio
siglo más tarde, el año 717, los mahometanos penetraron en el Bósforo con mil
ochocientas naves..., y si esto ocurría por mar, puede imaginarse lo que
sucedería por tierra.
En la lucha
secular entre Bizancio y el Islam, el Occidente sólo ayudó con las cruzadas,
que ocasionaron al Imperio de Constantinopla más perjuicios que beneficios.
Además del egoísmo propio, existía el recelo que despertaba en los latinos la
Iglesia oriental, en especial tras la violenta querella sobre el culto de las
imágenes. En Constantinopla se había logrado crear una completa iconografía
cristiana. Además de la imagen de Jesús sentado en un trono imperial, se veneraron
varias imágenes de la Virgen de pie y sentada. Una de ellas, la Odogetria, la Patraña de los carteros, fue
introducida y aceptada en Occidente. En tiempo de Carlomagno la encontramos en
Aquisgrán y en Venecia, antes que en Roma.
La difusión
de la iconografía bizantina se vio perjudicada por la querella que llamamos
iconoclasta. Contribuyó a enardecerla la propaganda que hacían los musulmanes
contra el culto de reliquias, santos e imágenes. Sería una exageración creer
que los emperadores que promulgaron edictos contra el culto de las imágenes lo
hacían contaminados por las simples ideas de monoteísmo y misticismo que fueron
la fuerza del Islam en sus primeros siglos.
León III, el
iniciador de la “reforma”, había vivido muchos años en contacto con los
musulmanes, aunque sólo fuese para combatirlos. Había nacido en la montaña de
Isauria, también en la frontera, y con su rudeza y simplicidad nativas suponía
que ciertos trastornos volcánicos que ocurrieron en el archipiélago por el año
726 eran una manifestación de la cólera divina por el exaltado fervor con que
allí se veneraban las imágenes. Por esta época todavía el Imperio bizantino
tenía posesiones en Italia, y el papa reconocía aún al emperador como el
monarca supremo de la cristiandad y su protector contra los ataques de los
longobardos. Pero al promulgarse el edicto de León III en que prohibía el culto
de las imágenes, los italianos se rebelaron y el papa buscó otro defensor en el
rey de los francos. Un concilio reunido en Roma (731) excomulgó a cuantos se
oponían al culto tradicional, lo que demostró claramente que la Iglesia romana
se sentía independiente del emperador de Constantinopla.
En Oriente
la prohibición produjo también una impresión desfavorable. San Juan Damasceno
expuso a las claras la falsa posición del emperador cuando dijo que “no era
incumbencia del poder civil legislar en materias religiosas”. Durante el tiempo
que vivió León III, la prohibición no fue aplicada rigurosamente; muchas de las
iglesias de Constantinopla y el palacio del patriarca conservaron la decoración
de sus frescos y mosaicos. Pero el hijo de León III, llamado Constantino V el
Sucio, extremó la persecución de las imágenes sin reparar en sus consecuencias.
A diferencia de su padre, que era un montañés de escasa cultura, Constantino V
tenía pretensiones de teólogo y escribía sermones y libros para probar la
aberración del culto de las imágenes de los santos y de la Virgen. Al quedar
vacante la silla patriarcal (758), el emperador convocó un concilio en uno de
sus palacios del Bósforo, al que concurrieron más de trescientos obispos. Los
prelados no aceptaron todas las opiniones del emperador; mantuvieron las
doctrinas de la Iglesia respecto a la intercesión de la Virgen y de los santos,
pero condenaron el culto de los iconos, “cosa detestable y abominable”, que
debía ser castigado como una rebeldía contra los mandamientos de la Ley de Dios
y la doctrina que había sido sustentada por los Santos Padres.
Desde aquel
momento el emperador hizo suya la decisión del concilio de Constantinopla, para
oponerla a la del concilio de Roma, y además creyó tener la obligación de
castigar a los que se mostraban recalcitrantes. Algunos sufrieron martirio. Los
monjes especialmente continuaron siendo ardientes defensores de las imágenes
sagradas, motivo por el cual varios monasterios fueron clausurados e incluso
uno fue transformado en arsenal. El sucesor de Constantino V mantuvo la
persecución, pero su reinado fue cortísimo, y a su muerte quedó como regente de
un niño de diez años la emperatriz Irene, que procedió devotamente a la
restauración de las imágenes. Irene no retrocedió para ello ni aun ante los
mayores crímenes; al advertir que su hijo, ya crecido, demostraba visible
frialdad hacia las imágenes benditas, le incapacitó para ocupar el trono
vaciándole los ojos en la misma cámara donde había nacido. Igual suerte
corrieron los parientes de su marido, y ya sin temer competencia, Irene pudo
reinar hasta el año 802, en que una conspiración de los iconoclastas elevó al
trono una nueva dinastía. Se había concertado el casamiento de Irene con
Carlomagno, quien hubiera terminado la disputa, pero Irene fue depuesta y acabó
sus días en el destierro.
La nueva
dinastía, entronizada en la persona de Nicéforo I, no satisfizo a ninguno de los
dos bandos en que se habían dividido la Iglesia y el pueblo de Bizancio; así es
que, pocos años después, el 813, un general del ejército de Anatolia, de origen
armenio, entró en Constantinopla “para velar por la seguridad del estado y
defender el Imperio cristiano”. León V el Armenio creía sinceramente que los
cristianos eran vencidos, en sus guerras con los paganos, “porque se habían
prosternado delante de las imágenes”. Consecuente con esta idea, hizo
desempolvar del archivo las decisiones del concilio de Constantinopla del 753
para aplicarlas con todo rigor. Los monjes protestaron otra vez, usando los
mismos argumentos de medio siglo antes: “Las cosas eclesiásticas son ajenas a
la administración secular... El apóstol San Pablo habla dé profetas, evangelistas
y otras dignidades de la Iglesia, pero no menciona al emperador”. León V
contestó recordando las palabras de Jesús, que hay que adorar en espíritu y en
verdad..., pero también fue víctima de su “celo”. El día de Navidad del año
820, mientras el emperador estaba cantando himnos, mezclado entre los coristas
de la capilla imperial, sus enemigos le derribaron sin vida, de un solo golpe,
al pie del altar.
Uno de los
conjurados, Miguel el Tartamudo, ocupó el trono, tratando de contentar a todo
el mundo con una gran tolerancia. A pesar de su “liberalismo”, hizo públicas
manifestaciones de no querer rendir culto a las imágenes; sus convicciones
debían de ser muy arraigadas, pues escribió a Luis el Piadoso para que
intercediera ante el papa a fin de conseguir que éste le ayudara, desde Occidente,
a combatir el culto de las imágenes. El emperador bizantino sabía que la querella
había repercutido en la Iglesia latina y que algunos obispos italianos y
españoles, acaso también por la proximidad del Islam, se habían manifestado
iconoclastas. Pero no puede decirse que esta herejía, o disputa, hiciera
peligrar la unidad de la Iglesia romana; el Occidente había recibido de Roma el
sentido corpóreo de las cosas divinas, mientras que el Oriente, más filosófico,
creía suficientes las puras ideas. Por esto la querella de las imágenes,
mientras en el occidente latino fue una pasajera nube de verano, en
Constantinopla duró más de un siglo.
El hijo de
Miguel el Tartamudo, llamado Teófilo, fue también iconoclasta, pero a su
muerte, al quedar de regente la emperatriz Teodora, se restableció la
ortodoxia, y las imágenes más veneradas fueron llevadas en procesión desde la
iglesia de las Blaquernas hasta Santa Sofía. Era el
primer domingo de cuaresma (843); por la noche la emperatriz dio un banquete, y
en la mesa ocuparon lugar preferente los que habían luchado en favor de las
imágenes.
Pese a esta
“retractación”, el Occidente y el papa continuaron mirando con recelo a la
Iglesia de Constantinopla; ésta tenía problemas, querellas y disputas que no
podían causar sino perjuicios al resto de la cristiandad; pretendía, además,
ser autocéfala, y, por fin, en el punto concreto de la procedencia del Espíritu
Santo, del Padre y del Hijo, tenía su fórmula teológica, distinta de la de los
latinos. Por espacio de casi dos siglos la Iglesia de Constantinopla se mantuvo
oficialmente dentro de la legalidad y procuró conservarse fiel a la Iglesia
romana. Legados y embajadas trataron de cambiar la situación, convirtiendo las
relaciones, de puramente oficiales, en cordiales de verdad. Por fin, el 15 de
julio de 1054 la ruptura se hizo completa: los legados del papa depositaron una
bula de excomunión sobre el altar mayor de Santa Sofía y abandonaron
Constantinopla. Desde aquel día, la Iglesia griega ha vivido aparte de la
latina, y las iglesias de Sicilia y de la Italia meridional, que antes
dependían de Constantinopla, se hicieron sufragáneas de la romana.
Pero lo que
Constantinopla perdió en Occidente, lo ganó de sobra, en su expansión por el
Norte, con la conversión de los eslavos. Estos eran los descendientes de los antiguos
sármatas, que iban abandonando su vida nómada, estableciéndose en ciudades y
formando naciones. Los llamados eslavones, o eslavos
del Sur, habíanse instalado en las tierras a lo largo
del Adriático que habían sido las antiguas provincias romanas de la Panonia y
la Iliria. Su núcleo principal eran los búlgaros, tenaces guerreros que algunas
veces llegaron a hostilizar los suburbios de Bizancio. Estos eslavos del Sur
fueron convertidos, a últimos del siglo IX, por los dos santos hermanos Cirilo
y Metodio. Aunque de familia griega, habían nacido en Salónica, donde había
muchos eslavones, y pudieron aprender desde la cuna
el lenguaje de las gentes que más tarde convirtieron al cristianismo. De otro
modo, casi no se explicaría su genial capacidad para interpretar los sonidos
extraños de las lenguas eslavas, que exigieron hasta la invención de algunas letras
nuevas. Cirilo y Metodio se educaron en Constantinopla, se hicieron monjes en
Asia Menor y fueron hasta Bagdad, para discutir con los sufíes el misterio de
la Trinidad. Después visitaron el sur de Rusia, donde descubrieron los restos
de San Clemente y los llevaron a Roma.
Allí el papa
les animó, aprobando y bendiciendo las traducciones que habían empezado a hacer
en lengua eslava de los Evangelios y las epístolas de San Pablo; más tarde
tradujeron también los Salmos y el Libro de los Macabeos. El dialecto por ellos
usado fue el de los eslavos de Macedonia y Bulgaria, llamado esloveno, que ha
quedado como el lenguaje sagrado de toda la Rusia. El uso de la lengua eslava
en la liturgia ocasionó muchas preocupaciones a estos grandes apóstoles, y más
tarde fue una de las causas de la separación de las iglesias eslavas de la Iglesia
de Roma, pues aunque Cirilo y Metodio partieron para su misión final enviados
por el papa, en realidad eran monjes bizantinos y, al traducir las fórmulas de
la liturgia, casi inconscientemente caerían en las singularidades de la Iglesia
griega. Esto fue hábilmente explotado, y pese a la aprobación del papa sobre el
uso litúrgico del eslavo, Metodio, que sobrevivió a su hermano, experimentó por
este hecho grandes dificultades. El resultado es que hoy sólo algunos eslavos
de Bohemia y Croacia son católicos; todos los demás han seguido los destinos,
nada envidiables, de la Iglesia griega de Constantinopla.
Mientras
tanto, los eslavos del sur de Rusia y de Ucrania iban también estableciéndose
en ciudades. Les estimulaba a organizarse la presencia de colonias de varegos, o escandinavas, a lo largo de la ruta de las
caravanas que regularmente iban del Báltico al mar Negro y hasta a
Constantinopla. Los varegos, al principio, iban en
compañías armadas, para protegerse de los ataques de los nómadas de la estepa;
eran, en realidad, grupos de guerreros vikingos, que buscaban la doble ganancia
del pillaje y del comercio. Llevaban a Constantinopla pieles y ámbar, y además
esclavos que habían hecho por el camino; regresaban con tejidos, joyas y
monedas. Poco a poco los varegos establecieron a lo
largo de la ruta sus colonias. Así parece que se formaron los primeros centros
de población del sur de Rusia; lo positivo es que encontramos ya las dos
grandes ciudades de Novgorod y Kiev, a mediados del
siglo IX, con príncipes que envían embajadas y cobran sus tributos.
El primer
príncipe ruso que mencionan las historias es el famoso Oleg, de Kiev, que se
atrevió ya a emprender una expedición militar contra Constantinopla; ésta acabó
con un tratado por el que los bizantinos se comprometieron a pagar un tributo o
pensión a Oleg para que permaneciese tranquilo. Empero, los plenipotenciarios
que firman el documento, el año 91), en nombre de Oleg, son varegos o, por lo menos, llevan todavía nombres escandinavos.
En realidad,
la historia rusa empieza con Igor, sucesor de Oleg en Kiev, quien pronto
reanudó los ataques a los bizantinos. El año 914, aprovechándose de que la
flota de Bizancio estaba empleada contra los sarracenos, Igor y sus eslavos
desembarcaron en Bitinia, del Asia Menor, y llegaron hasta el Bósforo. A la
muerte de Igor, gobernó por algún tiempo los estados del príncipe de Kiev su
viuda Olga, que era ya cristiana. Debió de ser bautizada por un misionero cuyo
nombre nadie nos ha conservado, pero consta que hizo un viaje a Constantinopla
en el año 957. El hijo de Olga e Igor tenía carácter aventurero, era animoso, y
pensaba llevar su capital más al Sur, lo que hubiera sido un desastre para el
futuro estado ruso. Se dice que, por temor de las burlas de sus compañeros, los varegos de la escolta real, se mantuvo pagano. En
cambio, su hijo, nieto de Olga e Igor, es el santo Vladimiro, que, al
convertirse, hizo bautizar a la fuerza a todos sus súbditos. Al principio, era
Vladimiro rabioso pagano; también su superstición era la de los varegos, o escandinavos, que componían su guardia. Levantó
varios ídolos en las colinas que rodean a Kiev, vivía con cinco esposas y
centenares de concubinas. Pero el año 988, el gran emperador de Constantinopla,
Basilio II, encontrándose en gran aprieto, pidió a Vladimiro que le ayudara con
seis mil guerreros para dominar una insurrección. Vladimiro consintió en
enviarle este ejército si Basilio le prometía a su vez concederle a su hermana,
la princesa Ana, por esposa. Basilio accedió a esta demanda sólo con la
condición de que Vladimiro debía abjurar sus errores y prometer bautizarse.
Este pacto fue cumplido, no sin cierta repugnancia de Basilio, que consideraba
aquel matrimonio de su hermana más como un sacrificio religioso que como una
maniobra política.
Ana
desembarcó en la península de Crimea, antigua colonia griega, entonces provincia
bizantina, que su hermano le había señalado como dote. Ana llevaba, además, un
séquito de obispos misioneros y damas de compañía, que casaron con otros príncipes
eslavos, obligándoles a refinar sus costumbres. La Iglesia latina hizo algún
esfuerzo para que la recién formada Iglesia eslava reconociera la autoridad del
papa, pero los magnates rusos nunca quisieron olvidar que debían su
transformación social y religiosa a la Iglesia de Bizancio.
En tiempo de
Basilio II empieza también la prosperidad de Venecia. Protegida por sus
lagunas, en las islas de arena accesibles sólo por canales había crecido una
población casi del todo dedicada al comercio marítimo. Basilio mantuvo siempre
buenas relaciones con la familia del dux Urseolo y
concedió grandes privilegios a los venecianos que iban a comprar y vender a
Constantinopla. Los venecianos pagaban no por la calidad y cantidad de la
mercancía, sino una tarifa igual de quince sueldos por cada buque, grande o pequeño,
que llegaba a un puerto griego; esto les estimulaba a construir barcos de gran
tonelaje, y por ello la marina veneciana fue pronto la más importante del
Mediterráneo. En esa época, a fines del primer milenio, el Imperio bizantino
había llegado también a un razonable concierto con los árabes. El hijo de
Basilio II consintió que se pudieran recitar plegarias por el sultán de Egipto
en la mezquita de Constantinopla y que ésta tuviera un almuecín, a cambio de
que el emperador bizantino pudiese restaurar el templo del Santo Sepulcro, de Jerusalén.
Cuando los
cruzados llegaron a Constantinopla, el Imperio bizantino se encontraba, pues,
rodeado de aliados que le respetaban y de enemigos que le temían. Ya hemos explicado
cómo, consciente de su fuerza y de sus derechos, el emperador Alejo pudo obtener
de los jefes de la expedición que le prestaran homenaje. Iban a establecer
señoríos en las tierras que conquistarían de los sarracenos; estaba, pues,
dentro de la mentalidad de la época que tenía que haber un emperador, de quien
todos serían feudatarios; éste no podía ser el emperador germánico, porque
Siria y Palestina habían estado siempre sujetas a la administración oriental;
no podía ser el papa, por más que lo había deseado; el único que podía recibir
el homenaje imperial era, pues, él Augusto de Constantinopla. Y, en efecto, uno
tras otro, los cruzados lo reconocieron como superior jerárquico, a pesar de
haber sido excomulgado por Roma. Claro que esta dependencia fue sólo pura
fórmula y a cambio de auxilios que les prometió el emperador, jefe de los cismáticos.
Durante casi
un siglo pasaron por Constantinopla las grandes bandadas de guerreros y
aventureros de la primera, segunda y tercera cruzadas, sin hacer al Imperio
bizantino ni grave daño ni gran beneficio. Pero la actuación de la cuarta
cruzada ya fue diferente; los “latinos” asaltaron Constantinopla, la saquearon
e instalaron en ella como emperador a uno de los suyos. Aunque la iniciativa
partiera del papa, la cuarta cruzada fue empresa de unos cuantos nobles
franceses que se habían reunido en un castillo con motivo de un torneo (1199),
a los cuales se unieron otros italianos y alemanes del bando gibelino. Decidida
la cruzada, seis delegados de los principales jefes pasaron a Venecia para
contratar los transportes. Entre ellos iba el mariscal de la Champagne,
Godofredo de Villehardouin, quien escribió un relato de la expedición, en que
se consignan las palabras de los jefes en los consejos y se describen las
terribles acciones en que tomó parte. El que dirigió las negociaciones por
parte de los venecianos era un dux octogenario y ciego, Enrique Dándolo, que ha
pasado a la historia como ejemplo singular de audacia y energía.
El negocio
entre los futuros cruzados y Venecia fue concertado en estos términos: los
cruzados habrían de pagar a la república 85.000 marcos de plata, y los
venecianos debían tener una flota preparada el día de San Juan del año 1201
para transportar a Oriente 4.500 caballos y 9.000 hombres de a pie. El
mantenimiento de todos durante el viaje corría de cuenta de los venecianos,
quienes debían contribuir también a la expedición con una armada de 50 galeras
de combate para proteger el convoy.
Los
venecianos cumplieron el contrato: buques y provisiones estaban dispuestos en
la fecha señalada, y había establos para los caballos y albergues para el
ejército mientras tuvieran que esperar en las islas de las lagunas. En cambio,
los cruzados sólo pudieron reunir 50.000 marcos, pero Dándolo halló la
solución, ofreciéndose a emprender el viaje si los cruzados le ayudaban a
reconquistar, por el camino, la ciudad de Zara (Dalmacia), que, perteneciendo a
los venecianos, había sido ocupada por los húngaros.
Después de
muchas negociaciones, los cruzados no tuvieron más remedio que aceptar la
propuesta de Dándolo; partieron de Venecia el 10 de noviembre, y dos días
después Zara era tomada y destruida por los venecianos. El papa, que trataba de
atraerse a los recién convertidos húngaros, no pudo menos de protestar al ver
que las energías de los cruzados se empleaban en destruir una ciudad cristiana.
Pero los cruzados tenían otras preocupaciones más graves que la de contentar al
papa: el problema era si debían ir directamente a Palestina o atacar primero a
Egipto. Por fin determinaron no hacer ni una cosa ni otra: porque, después de
la toma de Zara, habían recibido un mensaje que les decidió a marchar sobre
Constantinopla, para intervenir en las luchas entre la familia imperial de los Angelos. El pretendiente destronado ofrecía pagar a los
venecianos la suma de 35.000 marcos que aún les debían los cruzados si, a
cambio de ello le ayudaban a recuperar la corona. Además prometía que, después
de ser restaurado, contribuiría con un ejército de 10.000 hombres a la
prosecución de la cruzada, mantendría
500 caballeros constantemente para la defensa del Santo Sepulcro y
restablecería la autoridad del papa sobre la Iglesia bizantina. Con estas
ofertas y lo deseosos que estaban los venecianos de aumentar su influencia en
Oriente, los cruzados partieron de Corfú con rumbo a Constantinopla. Llevaban
consigo a su aliado, y llegaron a la vista de la gran ciudad en junio de 1203.
He aquí la impresión que produjo a los latinos: “¡Cómo miraban a Constantinopla
aquellos que nunca la habían visto! Nunca soñaron que hubiese una ciudad
semejante en él mundo, tan rica, con tan altas torres y murallas, tantos
palacios y grandes iglesias...”. Los cruzados forzaron las cadenas que
defendían el puerto y entraron en el Cuerno de Oro el 17 de julio. El primero
en escalar la muralla fue el ciego y octogenario Dándolo. En agosto, su
protegido era coronado en la iglesia de Santa Sofía, en presencia de los
principales jefes de los cruzados. Pero pronto empezaron las querellas entre
bizantinos y latinos; el nuevo emperador experimentaba dificultades para
cumplir sus compromisos, y los cruzados, esperando el dinero y los soldados
prometidos, permanecían en Constantinopla, haciéndose cada día más molestos.
Los
venecianos no hacían nada para restablecer la cordialidad; después de varios motines
y levantamientos de los griegos, que miraban con malos ojos aquella
promiscuidad del nuevo emperador con los latinos, se vio claro que la única
solución era establecer un Imperio latino en Oriente. Venecianos y franceses
convinieron de antemano cómo se repartirían el botín de Constantinopla; hecho
esto, los jefes de los cruzados se apoderaron del palacio imperial y a sangre
fría dieron autorización a la soldadesca para que empezara el pillaje. Duró
tres días. Escandalizado el papa al tener noticia de lo ocurrido, condenó la
“hazaña” en estos términos: “Los defensores de Cristo han gozado bañándose en
sangre cristiana. No han respetado edad ni sexo. Han cometido adulterio,
fornicación e incesto a la luz del día. Ni matronas ni vírgenes consagradas al
Señor se han librado de su brutalidad. No sólo han robado y despilfarrado los
tesoros del Imperio y de los particulares, sino que se han atrevido a poner sus
manos sobre los bienes de la Iglesia...”. Los cadáveres de los antiguos emperadores
bizantinos fueron desenterrados y escarnecidos. Muchas obras de la gran época
del arte griego desaparecieron en esta ocasión; el Hércules de Lisipo, la Juno
del templo de Samos y centenares de estatuas clásicas que habían encontrado su
refugio en Bizancio fueron destruidas por los cruzados sin consideración a su
antigüedad y belleza. Nicetas, un historiador bizantino, dice que los
musulmanes hubieran sido más humanos con Bizancio que los caballeros de la
Cruz. Todavía hoy los escritores cultos del Islam se complacen en comparar la
toma de Jerusalén por el califa Omar, entrando en la ciudad acompañado del
patriarca, con el saqueo de Constantinopla dirigido por Dándolo y sus cruzados.
Villehardouin,
en su relato de testigo ocular, dice que el botín fue tan grande que nadie lo
hubiera podido contar. A pesar de que los venecianos se hicieron con la parte
del león, todavía les correspondieron a los latinos cuatrocientos mil marcos de
plata. En mayo del año 1204, Balduino, conde de Flandes, fue coronado
emperador, con la pompa tradicional de los bizantinos. Después vino el reparto
de la tierra: los venecianos se adjudicaron el Epiro, el Peloponeso, el
archipiélago jónico y Gallipoli. Hasta de Constantinopla, la capital, quisieron
tres octavas partes, incluyendo el barrio donde estaba Santa Sofia y poniendo
por patriarca a uno de los suyos, llamado Tomás Morosini.
Uno de los
jefes de los cruzados, Bonifacio de Montferrat, se
quedó con la Tesalia y Macedonia. Enrique de Flandes fue nombrado señor de Adramitum; Hugo de San Pol, señor de Demótica; Luis de Blois, duque de Nicea, el sic de caeteris...
El territorio real se reducía a una zona de tierra a lo largo de los estrechos
y algunas islas importantes, Lesbos, Chíos, Samos y Cos. Al conjunto se le
llamó Imperio de Romanía y se le dio una organización feudal análoga a la que
habían establecido los primeros cruzados un siglo antes en Jerusalén. Los Assises de Romanía, o código político del nuevo Imperio, es
otro modelo de lo que sería la sociedad ideal para los latinos de principios
del siglo XIII. El emperador, elegido por los barones, en su dominio real no
era más que otro de éstos, y cada uno en sus tierras era dueño absoluto. El
emperador no podía hacer más que coordinar la política exterior; para solventar
sus diferencias con los barones debía acudir a un alto tribunal de Justicia,
compuesto de latinos y venecianos. Los recursos de un monarca como el emperador
latino de Romanía debían de ser muy precarios y su situación, desde luego, se
haría harto difícil, pues los venecianos no pagaban ninguna clase de impuestos.
Las
brutalidades cometidas en el saqueo de Constantinopla y la audacia con que se
repartieron el Imperio levantaron contra los cruzados el sentimiento patriótico
de los griegos, despertándoles la conciencia de la propia nacionalidad. Dos
descendientes de la familia real se rebelaron, uno en el Asia Menor y otro en
el Epiro, y formaron cada uno un principado, al que podían agregarse los descontentos
que habitaban en otras regiones.
Para que el
ataque a los latinos tuviera más probabilidades de éxito, el rebelde bizantino
del Epiro se alió con el rey de los búlgaros, un bárbaro eslavo que se llamaba
a sí mismo Romanóctonos, o matador de romanos. Quería
éste desquitarse de las degollinas de búlgaros que había hecho Basilio II dos
siglos antes. Griegos y búlgaros avanzaron hacia Constantinopla, encontrándose
con los latinos en el campo de batalla tradicional de Adrianópolis. La lucha
fue un desastre completo; el emperador Balduino fue hecho prisionero y tuvo que
ser rescatado; el viejo Dándolo, con grandes peligros, dirigió la retirada del
ejército hasta Constantinopla. El anciano dux murió de tantas fatigas pocos
días después. Sin embargo, no fue el pretendiente bizantino del Epiro quien
recogió la corona del emperador latino de Constantinopla. El que se aprovechó
de la descomposición del Imperio de Romanía fue el otro pretendiente, que
atacaba por el lado del Asia. Se había hecho coronar emperador en Nicea y
contaba con la alianza de los genoveses, los eternos enemigos de los
venecianos. A cambio de sustituir a los venecianos en la posición privilegiada
que tenían en Constantinopla, los genoveses hicieron traición a sus hermanos de
Occidente y ayudaron a Miguel Paleólogo a asaltar Constantinopla. El imperio
latino había durado poco más de cincuenta años; en julio de 1261, al entrar en
la ciudad Miguel Paleólogo por una puerta, el emperador Balduino II salía por
la otra, acompañado de su patriarca latino y sus protectores, o protegidos, los
venecianos.
De todos
modos, el daño que los latinos habían hecho al Imperio era ya irreparable.
Aquellos cincuenta años de feudalismo y de guerras incesantes habían destruido
la organización secular que tenía sus raíces en la de la vieja Roma. La nueva
dinastía inaugurada por Miguel Paleólogo no pudo hacer más que contemplar, en
la mayor impotencia, cómo cualquier aventurero se erigía en señor de una isla o
una comarca. Venecianos, genoveses, franceses, florentinos, navarros y
catalanes, todos quisieron un pedazo del manto imperial. Ya desde aquel
momento, Bizancio fue sólo una débil valla para resistir las acometidas del
Islam, y los turcos acabarían lo que tan eficazmente habían empezado los
cruzados.
Cabe ahora
preguntar qué debe la cultura a Bizancio. Los eruditos bizantinos conservaron
algo de la ciencia y literatura griegas, y de sus reliquias se aprovecharon los
helenistas del Renacimiento.