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CAPITULO IV

EL APOGEO DEL IMPERIO BIZANTINO (843-1025)

1.

EL ALBA DE UNA NUEVA ERA

 

La crisis iconoclasta fue para la reafirmación espiritual del Imperio Bizantino lo que fue para su existencia como Estado la lucha contra la invasión persa y árabe, es decir, la época de la gran decisión. La invasión militar fue seguida por una invasión espiritual de Oriente, la cual se extendió por el Imperio bajo la forma de una querella contra las imágenes. Su derrota tuvo para el desarrollo cultural del Imperio Bizantino un significado comparable al del rechazo de la invasión militar en la evolución del Estado. El derrumbamiento del movimiento iconoclasta significó la victoria de la particularidad religiosa y cultural griega sobre el carácter asiático encarnado en la iconoclasmia. Bizancio, en su calidad de imperio greco-cristiano, afirmó ahora su lugar propio entre Oriente y Occidente, también en cuanto a la cultura.

Una nueva era comenzó para Bizancio: la era de un gran auge cultural al que siguió pronto un auge político. No es la dinastía macedónica la que inauguró esta nueva era, sino el agitado gobierno del último emperador de la dinastía amoriana, Miguel III. Bardas, Focio y Constantino son las tres grandes figuras que anuncian el comienzo de una nueva época.

Un recorte sensible del horizonte político caracteriza la época de crisis iconoclasta, que coincide con el mayor retroceso de la idea del Imperio Universal y con el hundimiento del poder bizantino en Occidente. La política eclesiástica de los emperadores iconoclastas y su falta de interés en la parte occidental del Imperio precipitó la separación entre Bizancio y Occidente, provocando así las circunstancias que llevaron, a través de la fundación de los Estados Pontificios, a la coronación de Carlomagno. Pero si el universalismo del Estado bizantino había fracasado, Oriente, por su parte, se escaparía ahora del universalismo de la Iglesia romana; el iconoclasta León III ya había dado el primer paso en este sentido cuando sometió la mayor parte de la Península Balcánica y el Sur de Italia a la jurisdicción del patriarca de Constantinopla. Pero sólo después de superar la crisis iconoclasta, el patriarcado de Constantinopla pudo enfrentarse al papado como rival en pie de igualdad y emprender la lucha contra Roma. El Imperio Occidental se había impuesto a expensas del universalismo político de Bizancio; el patriarcado de Constantinopla, a su vez, se impuso a expensas del universalismo de la Iglesia romana. La primera etapa de este proceso, que relegó a Bizancio a un segundo término, coincide con el período de crisis; la segunda etapa, que vuelve a establecer el equilibrio sobre una base nueva para Bizancio, fue iniciada por la gran lucha de Focio.

Más importante aún es el hecho de que, dentro del ámbito oriental al que el curso de la historia había restringido la influencia directa de Bizancio, surgieran nuevas y grandes tareas tanto al Estado como a la Iglesia bizantina. La cristianización de los eslavos del sur y del este abre un nuevo mundo al Imperio Bizantino y amplía su horizonte de manera inesperada. Por muy estrecho que hubiera estado el mundo bizantino en la época de la crisis iconoclasta, empieza a ampliarse, no obstante, a partir de Focio, Constantino y Metodio.

A la expansión cultural sigue entonces la ofensiva política y militar. El Imperio, que hacia finales de la época iconoclasta había llegado a una situación precaria de defensa tanto frente al Califato como frente a Bulgaria, adelanta considerablemente sus fronteras hacia el este —aunque al precio de largas y duras batallas— y somete de nuevo a su gobierno a toda la Península Balcánica. También restablece su poder en el Mediterráneo, donde, en la época de crisis, lo había visto derrumbarse.

Igual que la restauración pasajera de las imágenes a finales del siglo VIII, la restauración definitiva del culto a las imágenes después de la muerte de Teófilo tuvo también lugar bajo la dilección de una mujer. Ya que cuando Teófilo murió, su hijo y sucesor Miguel III (842-67) estaba en el sexto año de su vida, encargándose de la regencia en su nombre la emperatriz viuda, Teodora Tecla, la mayor de las hermanas del pequeño emperador aún vivas, formó parte de la regencia, ya que figura al lado de Miguel y Teodora en las monedas, y está nombrada junto con aquéllos en el protocolo imperial; pero parece que permaneció completamente apartada de los asuntos políticos. Los miembros más importantes del consejo que asistía a Teodora y que llevó a cabo la restauración de la veneración de las imágenes, de acuerdo con el nuevo patriarca, fueron los hermanos de la emperatriz, Bardas y Petronas, el magistrado Sergio Nicetiates, al parecer un tío de Teodora, y sobre todo su favorito, el logoteta del dromo Teoktistos. Es significativo que el nuevo gobierno, aun siendo sus miembros en su mayor parte de origen oriental —la fa­milia de la emperatriz procedía de Paflagonia y era de origen armenio— considerara la restauración del culto a las imágenes como su misión más urgente. Después de la destitución de Juan el Gramático y la entronización de Metodio en la silla patriarcal, un sínodo proclamó, en marzo de 843, el solemne restablecimiento del culto a las imágenes.

En memoria de este acto, la Iglesia greco-ortodoxa celebra cada año, el primer domingo de cuaresma, la «fiesta de la ortodoxia», que conmemora la victoria sobre los enemigos de las imágenes y, al mismo tiempo, la derrota de las herejías anteriores. De hecho, el declive de la iconoclasmia significa el final de la época de las grandes luchas doctrinales en Bizancio. Para la relación entre Iglesia y Estado, sin embargo, la derrota de la iconoclasmia significó que había fracasado la tentativa de una sumisión completa de la Iglesia al poder estatal. Por lo demás, no hay que creer que la Iglesia bizantina hubiera alcanzado alguna vez, ni entonces ni en épocas posteriores, la libertad que los zelotes encabezados por Teodoro de Studion reivindicaban para ésta. El sistema eclesiástico-estatal de Bizancio conservó como característica fundamental una estrecha colaboración entre Estado e Iglesia, adoptando esta colaboración, por regla general, su expresión en una amplia tutela ejercida por el Estado sobre la Iglesia.

Pronto la dirección de toda la política estatal llegó a manos del logoteta Teoktistos, que había eclipsado a su rival más poderoso, Bardas, y se convirtió en único consejero de la emperatriz. Hombre de gran cultura, Teoktistos fomentó la educación en Bizancio y preparó así el camino al futuro auge cultural del Imperio. Su hábil política financiera garantizó al Estado grandes reservas de oro. A diferencia de lo ocurrido en tiempos de Irene, el cambio en la política eclesiástica se produjo sin fricciones, puesto que el movimiento iconoclasta se había derrumbado por su propio peso y ya no existía una verdadera oposición a tener en cuenta. No obstante, Teodoro y Teoktistos, apoyados por el patriarca Metodio, procedieron con gran cautela en cuanto a la liquidación del sistema hasta entonces en vigor, y mostraron una gran moderación respecto de los antiguos seguidores de la iconoclasmia. Pero esta política no contó con la aprobación del partido de los zelotes, abriéndose de nuevo el viejo cisma en el seno de la Iglesia bizantina, que había permanecido unida, por algún tiempo, en su lucha contra la iconoclasmia. Los monjes studitas lucharon contra el patriarca Metodio con la misma destreza con la cual antaño habían hecho frente contra los patriarcas Tarasio y Nicéforo. El conflicto cobró formas bastante extremas y llevó a la excomunión de los studitas. Pero Metodio murió pronto, el 14 de junio de 847. El trono patriarcal fue ocupado por Ignacio, un hijo del emperador Miguel Rangabé, que a la caída de su padre había sido hecho eunuco y había tomado el hábito. Su elevación significó una concesión a los studitas ya que, aun no habiendo tomado parte en la oposición contra la dirección de la Iglesia, era un monje rígido y estaba próximo a los ideales de los zelotes. Pero Ignacio, destinado a eliminar diferencias, fue arrastrado a un conflicto de mucha mayor envergadura por ser enemigo de Focio.

Después de la restauración del culto a las imágenes, fue inmediatamente reanudada la lucha contra los árabes. El logoteta Teoktistos se dirigió contra Creta con una gran potencia naval y, aunque por un corto espacio de tiempo, la soberanía bizantina fue restablecida en la isla (843-44). Este éxito pasajero tuvo un valor tanto menor cuanto que en 844 Teoktistos, un estadista de grandes cualidades pero un general mediocre, fue derrotado también en el continente, en el lugar donde el Mauropotamos desemboca en el Bósforo. Que los árabes pudieran atreverse a penetrar tan profundamente en te­rritorio bizantino era una consecuencia de las campañas victoriosas en las regiones orientales de Asia Menor, que no sólo el ortodoxo Miguel Rangabé, sino también los sucesores iconoclastas de éste tuvieron que tomar medidas contra ellos. Parece ser que ya entonces los paulicianos emigraron en número con­siderable hacia la región del emir de Melitene y lucharon, a partir de este momento, en las filas árabes contra Bizancio. Las nuevas persecuciones bajo Teodora fueron especialmente duras: costaron la vida a miles de paulicianos y fueron acompañadas de traslados de paulicianos a Tracia. Por otra parte, el gobierno de Teodora se vio obligado a emprender una nueva campaña contra las tribus eslavas rebeldes en Grecia. Sólo con ayuda de las tropas de los themas de Tracia y Macedonia y «de los demás themas occidentales» el estratega del Peloponeso Teoklistos Bryenios consiguió, después de una larga lucha, obligar a las tribus eslavas del Peloponeso a reconocer la soberanía bizantina y a pagar tributo.

Los combates contra los árabes ponen de manifiesto un creciente aumento de audacia y de iniciativa por parte de la estrategia bizantina. En el año 853 apareció, de pronto, una considerable flota bizantina en las costas de Egipto, que seguía siendo el apoyo de los dueños de Creta. La fortaleza de Damieta, situada cerca de la desembocadura del Nilo, fue tomada e incendiada por los bizantinos. Desde el comienzo de la invasión árabe fue la primera vez en que Bizancio se aventuró tan profundamente dentro de las aguas enemigas. De momento, sin embargo, esta impresionante demostración tuvo como única consecuencia el que los árabes egipcios emprendiesen con ahínco la construcción de una flota, creando así la base de un poder marítimo que en el siglo X llegaría a un gran despliegue bajo el califato de los Fatimitas.

Pero la época del gran auge político y cultural del Imperio Bizantino no empezó hasta después del golpe de Estado de 856, que hizo llegar a ejercer los derechos soberanos al joven emperador Miguel III, y puso en manos de su tío Bardas la dirección de los asuntos de Estado. Ambos víctimas del régimen establecido por Teodora y Teoktistos, Bardas y Miguel eran aliados naturales: a Bardas le dolía haber sido eliminado por Teoktistos, que había llegado a ser omnipotente, y al emperador adolescente le molestaba la tutela de su madre, ya que Teodora no sólo le privaba del gobierno, sino que intervenía en su vida íntima separándole de su amante Eudocia Ingerina y obligándole a casarse con Eudocia Decapolita (855). De acuerdo con el joven emperador, pero sin saberlo la emperatriz, Bardas volvió a la Corte. Teoktistos fue asesinado en el palacio imperial, ante los ojos de Miguel III, y a continuación éste fue proclamado autocrator por el Senado Teodora fue obligada a soltar las riendas del gobierno, mientras que sus hijas fueron encerradas en un convento; dos años más tarde y después de fracasar una conspiración contra su hermano Bardas, Teodora tuvo que asumir el mismo destino.

La imagen del joven emperador Miguel III nos aparece hoy bajo una luz diferente de la que arrojó sobre ella la historiografía más antigua, la cual, influenciada por la historiografía tendenciosa de la época de la dinastía macedonia, sólo veía en Miguel III un «beodo». Es verdad que su vida no fue precisamente el modelo de una moral elevada, pero no le faltaban cualidades, y menos aún valor. Pero tampoco se debe caer en el extremo opuesto y ver en Miguel III a un «gran soberano». De hecho, se esforzó seriamente en defender el Imperio, y condujo personalmente su ejército repetidas veces al campo de batalla. Pero esto lo habían hecho la mayoría de los so­beranos bizantinos. El no poseía una voluntad firme y definida. Tanto en los asuntos importantes como en los pequeños, tanto en lo bueno como en lo malo, se dejaba guiar por los demás, hacía caso de los influencias y sugerencias oscilantes de la Corte y se mostraba impetuoso e inconstante hasta el punto de no poder confiar en él. Las iniciativas para las grandes hazañas, tan numerosas bajo su gobierno, no partieron de su persona. Él no fue grande, sino su época, la época de Bardas y de Focio.

El verdadero jefe de Estado era ahora Bardas, como lo había sido Teoktistos bajo Teodora. Su posición relevante se manifestaba hacia fuera en la ostentación de las más altas dignidades; al final revistió incluso el título de César. Sobrepasó aún a su predecesor y antiguo rival en actividad y cualidades de hombre de Estado. En su época se vislumbraban con claridad los síntomas del gran auge político que aguardaba al Imperio Bizantino. El despliegue cultural, ya iniciado durante la regencia, llega ahora a su plenitud, y se manifiesta la gran actividad y fuerza de irradiación de la cultura bizantina. La universidad que el César Bardas fundó al lado del palacio Magnaura, se convirtió en un centro importante de las ciencias y de la civilización bizantina. Aquí se cultivaron todas las ramas de la ciencia profana de la época. El ilustrado jefe de Estado convocó en esta universidad a los científicos más relevantes y nombró director al sabio enciclopédico León el Matemático, sin tener en cuenta que éste, un sobrino del jefe iconoclasta Juan el Gramático, había destacado como enemigo de las imágenes bajo Teófilo. Fue allí donde tuvo su campo de acción Focio, el maestro y sabio más grande de su siglo.

El cambio en la dirección del Estado trajo consigo otro cambio en la dirección de la Iglesia. No fue posible una colaboración entre el nuevo regente e Ignacio, quien estaba ligado al gobierno anterior y al partido de los zelotes. Ignacio fue obligado a abdicar, y el 25 de diciembre de 858, el docto Focio subió al trono patriarcal. Para la Iglesia bizantina empezó una época agitada, pero al mismo tiempo la más grande de su historia. Focio fue el espíritu más notable, el político más destacado y el diplomático más hábil que jamás revistiera la dignidad patriarcal. Orientó su política eclesiástica hacia los mismos objetivos que Tarasio, Nicéforo y Metodio. Igual que aquéllos, fue atacado por los zelotes que, encabezados por el abad studita Nicolás, objetaron contra las irregularidades canónicas de su elección y guardaron fidelidad a Ignacio. Se formaron dos partidos, uno a favor de Focio y el otro a favor del depuesto Ignacio.

Mucho más significativa que esta lucha interna fue, sin embargo, la que el nuevo patriarca tuvo que afrontar con Roma. Después de los acontecimientos de la época iconoclasta, y sobre todo después de la formación del Imperio Occidental, la relación entre ambos centros eclesiásticos había entrado en una nueva fase de desarrollo. Sólo el dogmatismo inflexible de los zelotes permaneció insensible ante esta situación: ciegos para los signos del tiempo, seguían apelando a Roma en cualquier ocasión. La posición estaba clara tanto para el emperador Nicéforo, que prohibió a su patriarca el envío habitual de la carta sinódica al Papa como para la piadosa emperatriz Teodora y para el patriarca Metodio, incluso que era todo menos un enemigo de Roma. A diferencia de Irene antes de la controversia del concilio, Teodora y Metodio no estimaron necesario solicitar de Roma el consentimiento para restablecer el culto a las imágenes. Existía la necesidad histórica de que Bizancio se liberara del universalismo de la Iglesia romana después de haberse separado Occidente de la supremacía del Imperio Bizantino. Este paso decisivo fue obra de Focio.

Absorbido por el conflicto con los ignacianos, Focio —al menos en un principio— no deseaba ni esperaba la confrontación con Roma. Envió su sínodo a Roma esperando que el reconocimiento papal colocara en sus manos las armas contra sus adversarios bizantinos. Pero pocos meses antes de su elevación al trono patriarcal había subido a la silla de San Pedro Nicolás I; fue un político audaz y activo, cuya meta final era el fortalecimiento del universalismo romano Interviniendo como juez supremo en el conflicto interno de la Iglesia bizantina, se pronunció a favor de Ignacio y negó a Focio su reconocimiento, señalando las circunstancias anticanónicas de su elección. Efectivamente, el nombramiento de Focio había sido contrario a los cánones, pero no se diferenciaba en nada de la manera en que Tarasio había sido reconocido y fomentado por Roma después de una forzada abdicación de su predecesor. Pero Nicolás I tuvo gran interés en que quedara establecido el principio según el cual le correspondiese la última decisión sobre los asuntos eclesiásticos como cabeza de la cristiandad, tanto en Occidente como en Oriente. Ni siquiera se dejó desviar de esta voluntad cuando sus legados en Constantinopla capitularon ante la superior diplomacia de Focio y dieron su consentimiento a la decisión de celebrar un concilio que confirmara la elección de Focio y la deposición de Ignacio (861). Desautorizando a sus representantes, Nicolás hizo tomar la decisión contraria en un sínodo celebrado en Letrán (863), que declaró depuesto a Focio.

Pero el Papa había subestimado la fuerza de su adversario. Focio aceptó la lucha. Si Roma veía su obligación en hacer valer sus pretensiones universales, el patriarcado de Constantinopla la veía en la afirmación de su autonomía. El ideal de una pentarquía eclesiástica, es decir, de una jerarquía con cinco cabezas que había entusiasmado a Teodoro de Studion, pertenecía al pasado desde hacía mucho tiempo. La época en que el Bizancio ortodoxo, desvanecido bajo la presión de emperadores heréticos, creía depender del apoyo de Roma, había pasado ya; las otras tres cabezas de la Iglesia, los jefes de los patriarcados orientales, estaban condenados a una impotencia absoluta bajo el gobierno extranjero de los árabes. La Iglesia bizantina sólo tenía un jefe: el patriarca de Constantinopla. A lo largo de un ascenso que duró siglos, el patriarcado de Constantinopla había fundado su poder y su crédito, había salido victorioso de sus pugnas con las herejías; ahora se encontraba respaldado por un gobierno ortodoxo fuerte y consciente de sus metas. Su poder se extendió por todo el territorio imperial bizantino, y pronto desbordaría ampliamente estas fronteras. Al igual que el Estado bizantino, la Iglesia bizantina fue también acercándose a su apogeo, a la época de una arrolladora expansión de su radio de acción en el mundo eslavo. La grandeza de Focio está en que hubiera comprendido, con más claridad que nadie, la llegada de esta era de nuevas tareas y nuevas posibilidades, en cuya preparación él trabajó como ningún otro.

Apoyado por sus eficientes generales, Miguel III llevó adelante la lucha contra los árabes con gran energía. A pesar de ello, Bizancio iba perdiendo una posición tras otra en Sicilia, sin poder evitar, pese a todos sus esfuerzos, ni la conquista de la isla ni el avance de los árabes en el sur de Italia, de manera que hacia el final del gobierno de Miguel III sólo quedaban al Imperio las ciudades más importantes de Sicilia, Siracusa y Taormina. En Asia Menor, en cambio, Bizancio pasó al ataque. Ya en 856, el estratega de los Tracenses, Petronas, hermano del César Bardas, emprendió una campaña hacia la región de Samosata y avanzó hasta Amida. Desde allí marchó contra Tefriké y volvió con numerosos prisioneros. También parece haber sido victoriosa la campaña que tuvo lugar tres años más tarde bajo la dirección de Bardas y del joven emperador, y que llevó al ejército bizantino de nuevo a la región de Samosata En esta misma época, la flota bizantina apareció otra vez ante Damieta. Se prestó mayor atención a la construcción de fortalezas en Asia Menor: el emperador mandó reconstruir Ancira, destruida por Mutasim, e hizo volver a erigir las fortificaciones de Nicea.

Los éxitos recientes y los ataques audaces por tierra y por mar levantaron, sin duda, el espíritu de lucha de los bizantinos; por el contrario, no aportaron un beneficio palpable al Imperio, ya que no faltaron contraofensivas por parte árabe, y la guerra fue interrumpida varias veces mediante tratados de paz provisionales e intercambios de prisioneros. En el año 863, los bizantinos, rechazando un ataque del emir de Melitene, Ornar, consiguieron alcanzar una importante y decisiva victoria. Omar había cruzado el thema de los Armeniacos y había ocupado la importante ciudad portuaria de Amisos en la costa del Mar Negro. Pero en la frontera del thema de Paflagonia se le enfrentó el valiente Petronas con un gran ejército. El 3 de septiembre tuvo lugar una terrible batalla en este sitio, en la cual el ejército árabe fue derrotado hasta el aniquilamiento, y pereció el mismo Omar. Fue la revancha de la derrota sufrida veinticinco años antes, bajo Teófilo, ante Amorium. Esta gran victoria significó un giro en las guerras bizantino-árabes. Si Bizancio había luchado por la supervivencia desde la primera invasión de los árabes y hasta la victoria de León III cerca de Constantinopla, si después había llevado por más de un siglo una difícil guerra defensiva, su suerte cam­bió a raíz de la victoria de 863 y empezó la época de la ofensiva bizantina en Asia, cuyo avance es lento al principio, pero que a partir de la segunda mitad del siglo X cobra una gran intensidad.

La afirmación del poder en Oriente tenía una importancia nada despreciable para la solución de los grandes problemas que el mundo eslavo planteaba al Imperio. Desde Rusia, desde Moravia y desde los países eslavos del sur, estos problemas abordaron al Imperio Bizantino. Ya en el año 860, los rusos habían hecho, por vez primera, acto de presencia ante Constantinopla. Desembarcaron, rodearon la ciudad y devastaron los alrededores. El emperador, que acababa de emprender una campaña contra los árabes, regresó a toda prisa y penetró en la ciudad sitiada, para encargarse personalmente de la defensa de la ciudad y, junto con el patriarca, animar a la población asustada. Durante mucho tiempo permaneció en la memoria de los bizantino el terrible ataque, atribuyendo su salvación a la intervención de la madre de Dios A partir de entonces, Bizancio entró en relaciones con el Estado ruso, en proceso de formación, e inició una actividad misionera muy prometedora entre este pueblo que, hasta entonces, le había sido casi desconocido. El gran patriarca se había apercibido de que la conversión al cristianismo de este joven pueblo y su introducción en la esfera de influencia bizantina era el medio más eficaz para paliar el peligro que amenazaba al Imperio de este lado. Pocos años después pudo señalar, con legítimo orgullo, los primeros éxitos de su labor misionera.

El ataque ruso impulsó al Imperio a renovar sus relaciones con los jázaros mediante el envío de una embajada. Es significativo para el nuevo espíritu reinante en Bizancio, que esta embajada tuviera también una finalidad misionera y que su realización fuera confiada a Constantino de Tesalónica que, gracias a su genialidad filológica y su amplio saber, estaba en mejores condiciones que nadie para representar los intereses de la religión y de la cultura cristianas, frente a las influencias judías e islámicas en el reino.

Pero Constantino y su hermano Metodio se vieron ante un problema mucho mayor a raíz de una llamada del príncipe de Moravia, Ratislao, quien envió una embajada a Constantinopla solicitando el envío de misioneros. El hecho de que Ratislao se dirigiera a Bizancio parece tener su explicación en el miedo a la influencia del clero franco y en el deseo de crear un contrapeso a la amenaza de un cerco franco-búlgaro. Bizancio se vio ante la oportunidad de llevar su influencia a un territorio nuevo y lejano, y de ejercer presión sobre Bulgaria, que estaba situada en medio. Es una prueba para la visión de la dirección estatal y eclesiástica bizantina el que confiara esta importante misión a los hermanos de Tesalónica y que éstos hicieran divulgar en tierras eslavas la nueva fe en lengua eslava. El mérito de haber ganado a los eslavos para la fe cristiana corresponde tanto a Constantino y Metodio como al patriarca Focio y al César Bardas. La cristianización de los eslavos asentados en el Imperio se estaba llevando a cabo en el Imperio desde hacía bastante tiempo. Pero ahora se iniciaba la era de una labor misionera en el amplio mundo eslavo más allá de las fronteras imperiales. En primer lugar, Constantino creó una escritura eslava (el llamado alfabeto glagolítico), pasando posteriormente a la traducción de la Sagrada Escritura al idioma eslavo (al dialecto macedonio-eslavo). En Moravia, los hermanos de Tesalónica celebraban igualmente la liturgia en lengua eslava, lo que garantizaba el éxito de su misión. Si más adelante Metodio —después de la muerte prematura de Constantino, que falleció el 14 de febrero de 869 en un monasterio griego en Roma con el nombre monástico de Cirilo— sucumbió en la pugna contra el clero franco, ya que el apoyo por parte de Bizancio no tenía la eficacia necesaria en regiones tan lejanas, y Roma le dejó de lado después de haberlo apoyado en un principio, sí los discípulos de Metodio fueron expulsados del país, su obra y la de su genial hermano, sin embargo, iban a echar raíces tanto más profundas y llevar fruto aún más abundantemente en los países eslavos de cultura bizantina. Su significado para los eslavos del sur y del este fue imperecedero. Estos pueblos deben su escritura, los inicios de su literatura y cultura autóctona a los hermanos de Tesalónica, a los apóstoles de los eslavos.

Después de la cristianización de Moravia, Bulgaria ya no podía sustraerse por más tiempo a la necesidad de dar una base más sólida a su existencia política y cultural mediante la adopción del cristianismo. Pero si Moravia se había dirigido a Bizancio, el príncipe búlgaro Boris envió una embajada a los francos. Bizancio intervino con rapidez, ya que no podía permitir la adhesión del país vecino al reino franco y con ello a Roma. La victoria recientemente obtenida sobre los árabes, que había fortalecido la posición del Imperio y revalorizado su crédito, estimuló la fuerza de resolución del gobierno bizantino y la eficacia de su modo de proceder. La aparición del ejército bizantino en la frontera búlgara, acompañada de una impresionante demostración de la flota imperial en las costas búlgaras, determinó a Boris a ceder a las exigencias bizantinas. Pero Bizancio se conformó con exigir que renunciase a la alianza con los francos y que reivindicase la evangelización por Constantinopla. En el año 864, el soberano búlgaro recibió el bautismo en Bizancio tomando al mismo tiempo el nombre de Miguel, el del emperador bizantino que fuera su padrino. El clero griego procedió de inmediato a la cristianización del pueblo búlgaro y a la organización de la Iglesia búlgara.

Para Bulgaria, la cristianización no significó sólo un gran progre­so en el desarrollo cultural, sino que concluyó también el proceso de eslavización y con ello su unificación política y étnica. La oposición de la nobleza búlgara, que se levantó contra la cristianización y eslavización del país, fue derrotada por Boris-Miguel, el cual hizo decapitar a 52 boyardos. Por muy importantes que fuesen, sin embargo, las ventajas de la cristianización para el progreso cultural y la unificación del reino búlgaro, los príncipes recientemente convertidos no tardaron en sentirse frustrados. La intención del Imperio Bizantino fue incorporar la Iglesia búlgara al patriarcado de Constantinopla, bajo la dirección de un obispo griego. Pero Boris-Miguel buscaba la plena autonomía para su joven Iglesia, puesta bajo el mando de su propio patriarca, y ya que todas sus reivindicaciones quedaban sin respuesta, volvió las espaldas a Bizancio y se dirigió a Roma. Nada podía agradar más al Papa Nicolás I que la posibilidad de sustraer Bulgaria a la Iglesia bizantina y someterla a la jurisdicción romana. Envió sus legados a Bulgaria, que con gran energía emprendieron la obra, de manera que Bulgaria parecía entrar en la órbita romana. Pero esta situación no iba a durar mucho, ya que pronto llegó la desilusión también de este lado, aunque de momento Roma parecía haber ganado la partida. Bizancio tuvo que contemplar cómo se le escapaba el reino eslavo vecino y de qué manera la esfera de influencia romana se extendía casi hasta su propio centro.

El conflicto entre Roma y Constantinopla alcanzó su punto álgido. Focio, en calidad de enemigo de Roma, se alzó en precursor no sólo de la independencia de la Iglesia bizantina, sino incluso de los intereses más vitales del Imperio Bizantino. El César Bardas y el Emperador Miguel III respaldaron sin reservas al gran patriarca. El emperador envió una carta al Papa expresando con orgullo sin par su conciencia de independencia y superioridad del mundo bizantino. En forma de ultimátum exigió la anulación de la sentencia papal contra Focio y rechazó con agudeza incisiva las pretensiones de Roma a la supremacía. El patriarca dio aún un paso más: se erigió en juez sobre la Iglesia occidental, reprochándole errores cometidos en cuestiones de liturgia y de disciplina eclesiástica, pero sobre todo atacando la doctrina occidental sobre la procedencia del Espíritu Santo del padre y del hijo (ex patre filioque). Focio, a quien el Papa creía poder citar ante su tribunal como acusado, acusó por su parte a Roma de herejía, en nombre de la ortodoxia. En 867 un sínodo celebrado en Constantinopla bajo la presidencia del emperador, excomulgó al Papa Nicolás, rechazó como herética la doctrina romana de la procedencia del Espíritu Santo y declaró ilegítima las intervenciones de Roma en asuntos de la Iglesia bizantina. El patriarca de Constantinopla envió una circular a los patriarcas orientales que comentaba detalladamente las doctrinas y costumbres disidentes de la Iglesia romana, denunciándolas con gran severidad, sobre todo y una vez más, el filioque.

En este preciso momento de mayor tensión en la lucha, se produjo una revolución de palacio en Constantinopla que deshizo todo el juego. Para su propia desgracia, Miguel III había trabado amistad con Basilio el Macedonio. Basilio era oriundo del thema de Macedonia y había crecido en la mayor pobreza. En busca de fortuna se trasladó a Constantinopla y, gracias a su excepcional fuerza física, fue mozo de cuadra en la corte imperial. Así empezó su legendario ascenso que debió tanto a sus destacadas cualidades como al capricho del emperador. El hijo de un campesino, avispado y astuto, se convirtió en el amigo más íntimo de Miguel III y se casó con Eudocia Ingerina, la antigua amante de éste. Con una obstinación férrea, sin retroceder ante nada, aspiraba a conseguir el poder supremo. En su trayectoria chocó con el César Bardas, pero tan fascinado estaba Miguel III por su favorito que sacrificó para él a su tío, sin vacilaciones. Acumulando una serie de falsos testimonios, Basilio y Miguel III prepararon una trampa al gran estadista: durante una expedición contra Creta, estando el César sentado en el trono al lado de su sobrino con ocasión de un descanso en el camino, Basilio lo mató con sus propias manos (21 de abril de 865). Su recompensa consistió en la corona de coemperador que Miguel III le ofreció al volver a Constantinopla el 26 de mayo de 866. Ahora Basilio había recibido de su protector todo lo que éste podía ofrecerle. El último acto de la tragedia sangrienta fue acelerado por el hecho de que Miguel III, lunático y caprichoso como era, empezó a cambiar de actitud hacia su coemperador. En la noche del 23 al 24 de septiembre de 867 Basilio, después de un banquete, mandó asesinar al embriagado emperador en su dormitorio.

2.

LA EPOCA DE LA CODIFICACION DEL DERECHO: BASILIO I Y LEÓN VI

 

Basilio I (867-886), el fundador de la dinastía macedónica, había llegado al trono imperial de Constantinopla por caminos siniestros. A su lado tenía a su esposa Eudocia Ingerina (+ 882), la antigua amante del asesinado Miguel III. Para asegurar la sucesión al trono, coronó a su hijo mayor, Constantino, el 6 de enero de 869; exactamente un año más tarde, su segundo hijo, León, recibió la corona, y hacia 879, después de la muerte prematura de Constantino, la recibió también su tercer hijo, Alejandro, mientras que Esteban, el más joven, eligió la carrera eclesiástica, con el fin de revestir la dignidad patriarcal bajo el reinado de su hermano León VI. Constantino, el primogénito e hijo preferido del emperador, había nacido de su matrimonio juvenil con la «macedoniana» María. León, Alejandro y Esteban eran hijos de Eudocia Ingerina; los dos más pequeños nacieron después de acceder Basilio al trono.

Como todos los soberanos bizantinos, Basilio I se ocupó muy activamente de los asuntos eclesiásticos. Pero al principio adoptó una política eclesiástica opuesta a la de Bardas y Miguel III. Apenas en el trono, mandó encerrar a Focio en un monasterio, atacando así por la espalda al gran patriarca en el momento más decisivo de su histórica lucha. Acto seguido, volvió a instaurar en el trono patriarcal a Ignacio (23 de noviembre de 867) y restableció las relaciones con Roma. En presencia de los legados de Adriano II se celebró un concilio en Constantinopla en 869-70 que la Iglesia romana considera el Octavo Concilio Ecuménico y en el que Focio fue excomulgado. Sin embargo, no hubo acuerdo entre Basilio I y los legados del Papa en un punto esencial, ya que ambos partidos tenían una opinión muy distinta sobre los derechos jurisdiccionales de la sede romana, y mientras para los legados de Roma el asunto de Focio, en el fondo, había sido decidido ya al pronunciar el Papa su veredicto, el emperador se empeñó en discutir de nuevo la cuestión en el sínodo presidido por él, para tomar la decisión por su cuenta. Además, el sínodo tuvo un epílogo completamente inesperado para Roma. Tres días antes de clausurarse las sesiones, una embajada búlgara se presentó en Constantinopla, la asamblea volvió a reunirse, y se le sometió a la pregunta de si la Iglesia búlgara debería pertenecer a Roma o a Constantinopla. Hay que decir que las esperanzas puestas por el príncipe Boris de Bulgaria en la alianza con Roma no se habían visto satisfechas. Su adhesión al Papado no le había acercado ni un paso a su verdadera meta que era la creación de una Iglesia independiente en Bulgaria: Roma había rechazado a los dos candidatos propuestos por él para la futura silla arzobispal búlgara por lo que se dirigió de nuevo a Constantinopla. Fue éste el telón de fondo de la embajada búlgara y de la pregunta planteada que a pesar de las más vivas protestas de los legados romanos fue decidida a favor de Bizancio por medio del arbitrio de los representantes de los tres patriarcados orientales. Bizancio había aprendido mucho de los acontecimientos de los últimos años y se mostró ahora más flexible: el emperador mandó consagrar por Ignacio a un arzobispo y varios obispos para Bulgaria. Si bien la Iglesia búlgara reconoció la soberanía del patriarcado de Constantinopla, consiguió, sin embargo, que se le concediera cierta autonomía.

El príncipe de los búlgaros había, pues, conseguido su objetivo aprovechándose con habilidad de la rivalidad romano-bizantina, y Bizancio, por su parte, había recuperado Bulgaria. Pese a las repetidas amonestaciones por parte romana, el reino búlgaro permaneció en el regazo de la Iglesia bizantina y en la esfera de influencia de la cultura bizantina. Pero al mismo tiempo se había deshecho la base para una amistad con Roma a la que tanta importancia había dado Basilio sacrificando a Focio para conseguirla. De hecho, sobre la misión del Imperio Bizantino en el mundo eslavo, Basilio tenía la misma visión que Focio, a quien había depuesto, y que Bardas, al que había asesinado. Basilio prosiguió la lucha por Bulgaria en el mismo espíritu, y la llevó a un final victorioso. También continuó la labor misionera en Rusia, aparte de conducir al cristianismo a los eslavos de la parte occidental de la Península Balcánica, sometiéndolos así a la influencia bizantina.

En la época de la crisis iconoclasta, la parte occidental de los Balcanes se sustrajo cada vez más a la influencia del Estado bizantino. En la primera mitad del siglo IX, las ciudades dálmatas y las tribus eslavas, tanto del litoral como del interior, parece que rompieron sus relaciones con Bizancio. En aquella época surgió también un reino serbio independiente bajo el príncipe Vlastimir. Mientras tanto, un nuevo peligro amenazó la costa adriática por parte de los árabes de Italia meridional, y en un momento así sólo la flota bizantina era capaz de prestar la ayuda necesaria. Cuando después de un ataque a Budva (Butna) y Kotor (Dakatera, Catarum), la flota árabe apareció ante Dubrovnik (Ragusa) en 867, asediando la ciudad, los asediados enviaron un mensaje de socorro a Constantinopla. La llegada de una gran escuadra bizantina obligó a los árabes a levantar el sitio, que había durado quince meses, y a retirarse a Italia del Sur. De esta manera la autoridad del Imperio Bizantino volvió a consolidarse, y la soberanía bizantina en la costa adriática oriental fue restablecida. En esta época se fundó el thema de Dalmacia, que abarcaba las ciudades e islas dálmatas dependientes de Bizancio. Sin duda, las ciudades e islas dálmatas dependían, de hecho, mucho más de su hinterland eslavo que de Constantinopla: entregaban sus tributos a las tribus eslavas, mientras que las insignificantes tasas entregadas al estratega imperial sólo tenían carácter simbólico. Por otra parte, las mismas tribus eslavas reconocían los derechos de soberanía bizantina y estaban comprometidas a prestar ayuda militar al Imperio. La influencia bizantina en la Península Balcánica se había fortalecido, lo que tuvo como consecuencia la rápida expansión del cristianismo. En esta época, recibieron el cristianismo los serbios y los pueblos eslavos del litoral de Bizancio, y por algún tiempo predominó incluso en Croacia la influencia bizantina sobre la del Imperio Franco y de la Iglesia romana. La labor misionera bizantina en la Península de los Balcanes recibió un nuevo y poderoso estímulo, sobre todo en Bulgaria y Macedonia, cuando los discípulos de Metodio (885), expulsados de Moravia, llegaron aquí para difundir la fe cristiana y la cultura bizantina entre los pueblos eslavos mediante su predicación y su enseñanza en lengua eslava. Así se estableció la situación histórica natural: Moldavia pasó a la esfera de influencia romana, mientras que Bulgaria, Macedonia y Serbia se colocaron al lado de Bizancio.

Después de que la flota imperial hubiera rechazado los ataques árabes a la costa dálmata y roto el cerco puesto a Dubrovnik, Bizancio atacó en Italia del Sur. Basilio I proyectaba una ofensiva conjunta con el emperador Luis II y con Roma contra el avance de los árabes sicilianos, y en este proyecto hay que buscar, en última instancia, la razón para la política prorromana que él había inaugurado. Sin embargo, en Sicilia no se consiguió nada, y en 870 los árabes ocuparon incluso Malta, lo que significó una nueva consolidación de su posición en el Mediterráneo. En 871, Luis II tomó Bari; esto significó una nueva desilusión para Bizancio, que se quedó con las manos vacías. Las relaciones entre ambos soberanos sufrieron un fuerte deterioro y Basilio, quien poco antes había consentido en el matrimonio de su primogénito con la hija de Luis, colmaba de reproches a su aliado y ponía en entredicho el derecho de aquél al título de emperador romano

Los años siguientes estuvieron consagrados a la guerra entre Oriente, donde los paulicianos iban ganando terreno y practicaban sus correrías por toda Asia Menor. Cristóforo, el cuñado del emperador que ostentaba el mando supremo en calidad de domestikon de las scholae, obtuvo una victoria decisiva sobre los paulicianos en 872, destruyó su citadela Tefriké, así como varias otras fortalezas y dispersó su ejército en una sangrienta batalla, en la que perdió la vida Chrysocheiros, el caudillo de los paulicianos. Esta victoria facilitó un nuevo avance de los bizantinos en Oriente. Ya en 873, Basilio penetró en la región del Eufrates apoderándose de Zapetra y Samosata. Pero el emperador no consiguió su principal objetivo, ya que, al intentar tomar la fortaleza de Metilene sufrió una sensible derrota. Aunque Basilio tuviera que contentarse con éxitos parciales tanto esta vez como en futuras campañas a la región del Eufrates y la frontera del Tauro, empezó, sin embargo, el período de avance sistemático del Imperio Bizantino en la frontera oriental. El debilitamiento del imperio árabe hizo posible el ascenso de Armenia. Ashot I fue reconocido rey tanto por el Califa (885) como por el emperador bizantino (887), y con ello empezó para Armenia la época de expansión bajo la dinastía indígena de los reyes Bagrátidas.

En Italia la posición bizantina experimentó también una consolidación. El príncipe de Benevento, que se había rebelado contra Luis II, se colocó bajo el protectorado de Bizancio (873), y después de la muerte de Luis II (875), también Bari abrió sus puertas al estratega bizantino (finales de 876). Bizancio fue capaz de rechazar nuevos ataques de los árabes a la región costera de Dalmacia, Grecia Central y el Peloponeso, ocupando incluso Chipre por un es pació de siete años. Ello no cambió el hecho de que los árabes siguiesen dominando en el Mediterráneo, y Bizancio no tardó en recibir un golpe muy duro en su punto más sensible, Sicilia: Siracusa, que durante mucho tiempo había resistido al enemigo, cayó en manos de los árabes en 878. A pesar de ello, era una considerable ventaja que Bizancio hubiera al menos vuelto a poner el pie en el sur de Italia continental, y durante los últimos años de gobierno de Basilio I empezó aquí, bajo el mandato del brillante general Nicéforo Focas, una ofensiva bizantina fuerte y afortunada. Italia meridional volvió a la soberanía bizantina. En medio de los pequeños Estados italianos enfrentados entre sí, Bizancio representaba el único factor sólido, e incluso Roma, que se veía amenazada por los permanentes ataques de los árabes a las costas italianas, tuvo que solicitar la ayuda del emperador bizantino. Esta situación explica la actitud flexible que el Papado adoptó en esta época hacia Bizancio en cuestiones eclesiásticas.

El emperador Basilio tuvo que reconocer que el giro en su política eclesiástica efectuado después de tomar el poder, había sido un golpe fallido. El intento de liquidar el conflicto eclesiástico alejando a Focio había fracasado, puesto que los adictos al patriarca depuesto no dejaron ponerse fuera de combate, y la lucha de los partidos continuó. Con Roma se había llegado a un conflicto por la cuestión búlgara, tanto con Focio como sin él, y después de los resultados decepcionantes en la colaboración con los poderes occidentales de la Italia meridional, el emperador se dio cuenta de que también se había quedado sin recompensa su giro en materia eclesiástica. Alrededor de 875 hizo volver a Focio a Constantinopla y le confió la educación de sus hijos. Muerto el anciano Ignacio el 23 de octubre de 877, Focio, tres días más tarde, subió al trono patriarcal por segunda vez y fue reconocido ahora por Roma. Las condiciones que el Papa Juan VIII unió a este reconocimiento no tuvieron ningún efecto práctico. En noviembre de 879 Focio celebró un sínodo ante 383 obispos y en presencia de los legados papales, que para él significó una extraordinaria satisfacción: su condena de 869-70 fue revocada solemnemente

Advenedizo y de baja cuna, Basilio I fue, no obstante, un ferviente admirador tanto de la cultura griega como del Derecho Romano. El ascenso cultural iniciado bajo Teoktístos y Bardas continuó bajo su gobierno. Su actividad de hombre de Estado fue en gran medida dirigida por la idea imperial romana: desde la extinción de la dinastía de Heraclio, fue el primer soberano bizantino que llevó a cabo una política activa en Italia. Pero el mayor elogio corresponde a la obra de Basilio I como legislador y renovador del Derecho Romano. Concibió el proyecto de una gran recopilación de leyes, de una revisión del Código de Justiniano redactado en lengua griega y ampliado con nuevas leyes. Esta gran obra, que el emperador llamó significativamente «purificación de las antiguas leyes» parece haber quedado inacabada y no fue publicada, pero suministró el fundamento de la obra legislativa de León VI y es la base de sus Basilika. Se han conservado dos pequeños códigos que Basilio I adelantó a la obra principal. En primer lugar, se redactó el Procheiron, que fue publicado en nombre de los emperadores Basilio, Constantino y León, apareciendo, por consiguiente, entre 870 y 879. Como ya indica el título, el Procheiron constituye un manual para el uso práctico. Del inmenso número de leyes, elige las prescripciones más importantes y más utilizadas del Derecho público y civil, y las ordena sistemáticamente en 40 títulos. La intención del Procheiron de ser un código accesible al público en general, implica la utilización de las Instituciones como fuente, sirviéndose en mucha menor medida de las demás partes de la codificación justinianea; pocas veces recurre a las fuentes mismas, utilizando más bien las traducciones y los comentarios griegos posteriores. En el fondo, el Procheiron prestaba el mismo servicio que la Egloga de León III, que también estaba concebida como código práctico para el uso diario de los jueces. Sin embargo, al perseguir un renacimiento del Derecho Romano, buscaba ante todo distanciarse de la obra del emperador iconoclasta que, según él, constituía un «atropello» de las buenas leyes». En realidad, el Procheiron debe mucho al código de León III, que era de gran utilidad y se había hecho popular. A pesar de todas sus invectivas, se nutre ampliamente de la Egloga, sobre todo en la segunda parte, que contiene el derecho sucesorio y el derecho público. El Procheiron conoció gran divulgación y conservó su validez hasta la caída del Imperio. Además, fue traducido muy pronto al eslavo, igual que la Egloga, y gozó de un gran crédito tanto entre los eslavos del Sur como entre los del Este.

En los años posteriores a 879 se sitúa la Epanagoge, compuesta en nombre de los emperadores Basilio, León y Alejandro, concebida como introducción a la gran recopilación proyectada. La Epanagoge reproduce en gran parte el Procheiron, pero presenta la materia no sólo en un nuevo orden, sino parcialmente con importantes modificaciones. Se sirve de la Egloga aún en mayor medida que el Procheiron, recurriendo en materia de derecho matrimonial al despreciado código de los iconoclastas, mientras que el Procheiron se atiene en esta materia al derecho justinianeo, y sólo en los demás apartados empieza a servirse de la Egloga. Por lo demás, la Epanagoge ofrece también partes completamente nuevas y dignas a tener en cuenta, que se ocupan de los derechos y obligaciones del emperador, del patriarca y de otros dignatarios civiles y eclesiásticos. El organismo estatal-eclesiástico aparece aquí como una unidad compuesta por muchas partes y miembros, sobre la cual el emperador y el patriarca se elevan como las dos cabezas de la Ecumene para procurar el bien de la humanidad en una estrecha y pacífica colaboración. Las funciones de ambos poderes se describen conforme a un perfecto paralelismo: el jefe supremo del poder civil se preocupa por el bienestar físico de los súbditos, el jefe supremo religioso por su bienestar espiritual. Sin lugar a dudas, el artífice de esta doctrina de los dos poderes no era otro que Focio, quien entonces había vuelto al trono patriarcal. A su influencia se debe el que la Epanagoge postule una relación ideal, entre el poder supremo civil y espiritual en el sentido de los círculos eclesiásticos-ortodoxos.

Focio era consciente de que la práctica discrepaba fuertemente de la teoría, y pronto volvería a darse cuenta de ello, ya que el próximo cambio de gobierno produjo de nuevo su caída. Después de la temprana muerte de Constantino (879), los derechos al trono pasaron a León, a pesar del desprecio y de la profunda desconfianza que mostraba hacia él su padre. Basilio no pudo sobreponerse a la muerte de su primogénito y pasó los últimos años de su vida en una profunda depresión. El 29 de agosto de 886 sufrió un accidente mortal en una cacería. Después de subir al trono, León VI eliminó al gran patriarca y confió a su joven hermano Esteban la dignidad patriarcal. Focio desaparece definitivamente del escenario histórico: murió en el exilio, en Armenia.

Teóricamente, León VI (886-912) compartía el trono con su hermano Alejandro, pero éste vivía dedicado a sus placeres, sin ocuparse de los asuntos de gobierno. El consejero más importante del emperador durante el primer y más fértil período de su gobierno fue el padre de su amante y posterior esposa Zoé, el armenio Stylianos Zautzes (+ 896), a quien se le concedió la alta dignidad de basileopator, creada especialmente para él.

Lo que mejor caracteriza el reinado de León VI es el evidente contraste entre la amplitud de su obra política en el interior y el completo fracaso de su política exterior. A León el Sabio se le daba mejor la pluma que la espada. Como discípulo de Focio, León VI poseía una cultura excelente y un saber bastante multifacético. Era un escritor fecundo y, ante todo, un retor entusiasta. En mucho mayor grado que en su padre, al que comprensiblemente superaba ampliamente en cultura, se manifestaba en él un especial gusto por la Antigüedad. Pero en vez de exteriorizarse en la acción política, como en Basilio, esta tendencia se manifestaba en el terreno literario bajo un revestimiento teológico muy acusado. León fue un gobernante piadoso, con fuertes aficiones eclesiásticas y teológicas. De él se conservan poesías litúrgicas y numerosas homilías y discursos que solía pronunciar personalmente en fiestas religiosas, enlazando rebuscadas exposiciones dogmáticas con reminiscencias clásicas. También compuso un copioso sermón fúnebre dedicado a su padre, y una serie de poesías profanas muy artificiales. Parece ser que esta actividad literaria le valió, aún en vida, el glorioso sobrenombre de Sabio o de Filósofo. Más adelante, las leyendas se apoderaron de la persona de León el Sabio e hicieron del soberano, algo insulso, un profeta, un mago y un astrólogo. También se le consideró autor de una colección de oráculos sobre el destino del Imperio, compuestos mucho más tarde, y que disfrutaron de extraordinaria aceptación tanto en Bizancio como en el mundo latino y eslavo, en época bizantina y postbizantina.

Sin duda, León el Sabio fue también el legislador más fecundo desde Justiniano. La obra legislativa que se escribió durante su reinado es muy importante y extraordinariamente voluminosa. Sin embargo, no se debe supervalorar la participación personal de León en esta obra, aunque no cabe duda de que su sabiduría y su aplicación literaria beneficiaban la empresa. Existieron muchos trabajos preparatorios procedentes de la época de su padre, y, por otra parte, flama la atención el hecho de que la gran actividad legislativa tuviera lugar en el primer decenio de su reinado, es decir, en la época en que le asistía Stylianos Zautzes. Comparado con este primer período, la época posterior de León, la de su mayor madurez, fue poco fecunda.

A pesar de la profunda aversión existente entre padre e hijo, y pese a lo opuesto de sus naturalezas, las ambiciones de Basilio I y de León VI eran parecidas en muchos aspectos. La refundición del derecho justinianeo emprendida bajo Basilio I encontró su culminación en las Basilika de León VI. Las leyes imperiales de León el Sabio, divididas en 60 libros, distribuidos a su vez en seis tomos, constituyen la mayor recopilación de leyes del Imperio Bizantino medieval. Fueron elaboradas por una comisión jurídica bajo la presidencia del protospathario Symbatios y publicadas en los primeros años de León VI, lo que es otra prueba de que los preparativos para el Anakatharsis de Basilio se encontraban muy adelantados y fueron aprovechados para la obra de León VI. Las Basilika forman una colección tanto de derecho canónico como de derecho civil público. Se inspiran, ante todo, en el Codex Iustinianus y en los Digesta, en menor medida en las Instituciones, pero sí en las Novellae de Justiniano y en las de Justino II y de Tiberio, que habían sido añadidas a las de Justiniano en la colección posterior de las llamadas CLXVIII Novellae; finalmente, algunas cosas se tomaron del Procheiron. Igual que los juristas de Basilio I, los juristas de León VI no recurrieron a las fuentes latinas, sino que utilizaron las versiones y los comentarios griegos de los siglos VI y VII. Frente al Corpus iuris de Justiniano, las Basilika tenían para el usuario la gran ventaja de estar redactadas en lengua griega y, por otra parte, también la de estar clasificadas con mayor claridad. Las Basilika reúnen toda la materia, ordenada sistemáticamente, en una sola obra, mientras que el Corpus iuris —lo que le reprocha el prólogo de las Basilika como su mayor defecto— trataba del mismo asunto en varios lugares distintos. Por ello, no es de extrañar que las Basilika eliminasen casi por completo del uso la obra jurídica de Justiniano, convirtiéndose en la base de la ciencia jurídica. Pronto sus textos se vieron ampliados por numerosas scholias, de las que las más importantes, las llamadas «antiguas scholias», datan de la época de Constantino VII, y las «nuevas scholias» de los siglos XI, XII y XIII. En el siglo XII fue compuesto un registro correspondiente a las Basilika, que se conoce bajo el nombre de Tipukeitos, y cuyo valor para nosotros consiste en que informa sobre el contenido de los libros que no se han conservado.

Por muy importantes que sean las Basilika para el desarrollo del derecho bizantino, su valor de fuente histórica es, sin embargo, reducido. La gran recopilación jurídica no refleja nada, o casi nada, de la realidad histórica de su tiempo; más bien repite ante todo las antiguas y muchas veces trasnochadas prescripciones jurídicas de los siglos anteriores.

Las circunstancias de la época encuentran su expresión en las Novellae de León. León VI publicó una colección de 113 edictos que se han transmitido bajo el título de Colección de Novellae, a ejemplo de las Novellae de Justiniano. Pero el título original de la colección fue «rectificación y purificación de las antiguas leyes», lo que, una vez más, recuerda la estrecha vinculación de la obra legislativa de León VI con la de su padre. Las Novellae de León VI se refieren a varias cuestiones, que aparecen enumeradas sucesivamente, sin un sistema determinado, aportando, con la motivación correspondiente, aboliciones o modificaciones de las antiguas leyes al lado de prescripciones que dan fuerza de ley a prácticas consuetudinarias. Las disposiciones puramente eclesiásticas (Nov. 2 a 17 y 75) son dirigidas al patriarca Esteban; todas las demás —a excepción de las pocas piezas que no llevan destinatario-— son dirigidas a Stylianos Zautzes. Como en el caso de Justiniano y de su Prefecto de Pretoria Juan de Capadocia, el destinatario es probablemente también aquí el propio autor. Esto explicaría por qué la legislación de León fue tan abundante en vida de Zautze y tan escasa después de la muerte de éste.

Merecen especial atención aquellas Novellae de León VI que revocan los antiguos derechos de las curies urbanas y del Senado Indudablemente, el sistema curial había caducado desde hacía mucho tiempo, y las disposiciones administrativas y legislativas del Senado sólo existían sobre el papel. Aun así, su eliminación definitiva mediante edictos es significativa, ya que en cada una de las tres Novellae su abolición se basa expresamente en el hecho de que en adelante toda la administración descansaría en manos del soberano. La legislación de León VI significa el final de un proceso históricamente importante que reúne todo el poder político en la persona del soberano y que confía todos los asuntos de Estado al cuidado del aparato burocrático imperial. La omnipotencia del emperador y la burocratización del Estado llegan a su plenitud bajo la dinastía macedónica. El Senado, compuesto por los altos funcionarios del Imperio, lleva ahora una existencia quimérica, perdiendo no sólo sus antiguas funciones, sino también aquel significado que le correspondía en los siglos VII y VIII. El Estado se identifica con el emperador y su aparato militar y burocrático. El emperador es elegido por Dios, y en él descansa la providencia divina. Él es la cúspide de la administración imperial, jefe supremo del ejército, juez supremo y único legislador, protector de la Iglesia y guardián de la fe ortodoxa. El decide sobre guerra y paz, sus sentencias son definitivas e irrevocables, sus leyes se consideran inspiradas por Dios. No obstante, debe atenerse al derecho existente, pero le corresponde dictar nuevas leyes y revocar las antiguas. Como jefe supremo del Estado, el emperador posee un poder prácticamente ilimitado; y sólo está ligado por las exigencias de la moral y de las costumbres.

Sólo en materia religiosa el poder soberano encuentra una limitación real. Por muy grande que fuera la influencia del emperador sobre la configuración de la vida eclesiástica, éste era un laico y sólo podía ser protector, pero no jefe de la Iglesia. La Iglesia tenía su propio jefe, el patriarca de Constantinopla, cuyo poder y consideración crecían constantemente. Es verdad que el emperador decidía, de hecho, sobre quién ocuparía la silla patriarcal, y como legislador intervenía también en la administración de la Iglesia. Pero a diferencia de lo que ocurría con la revocación o instauración de los dignatarios civiles, que sólo correspondían al emperador, el nombramiento y en especial el destronamiento del príncipe de la Iglesia requerían la aprobación del clero, y al contrario de lo que sucedía con las leyes de sus predecesores, el emperador no podía abolir ni modificar las decisiones de los concilios eclesiásticos. La instancia más alta en la vida eclesiástica es el concilio, al que únicamente correspondía decidir en cuestiones de fe. Mientras los factores civiles, que antaño limitaban el poder soberano, pierden su importancia, el poder de la Iglesia crece al tiempo que aumenta el poder del emperador.

También alcanzaron cierta perfección el sistema administrativo y el aparato burocrático del Imperio Bizantino bajo la dinastía macedónica El desarrollo había proseguido en la dirección iniciada desde el siglo  y VIII ofrece en su resultado final una imagen que difiere fuertemente del antiguo punto de partida, que había sido el sistema romano de Estado.

La configuración de la organización en themas toca a su fin a principios del siglo X. A consecuencia de la progresiva división de los grandes themas originarios en unidades más pequeñas y de la introducción del sistema de themas en otras regiones, su número había aumentado considerablemente, al mismo tiempo que se producía una importante simplificación de la administración civil de las provincias. Puesto que los themas del siglo IX apenas superaban en extensión a las antiguas provincias, la función del procónsul del thema se fundía con el gobierno provincial. En la segunda mitad del siglo IX fue suprimida la función del procónsul del thema, desapareciendo con ello el último vestigio del orden diocleciano-constantiniano. A la cabeza de la administración civil, los anthipatis fueron sustituidos por los protonotari de los themas, los antiguos intendentes de la cancillería proconsular. De esta manera, el predominio del poder militar del estratega aparece aún con más claridad. Al mismo tiempo, la diversidad de las antiguas organizaciones en themas da paso a un sistema uniforme y fuertemente unificado: las diferentes circunscripciones militares más pequeñas —las kleisourai, arcontías, ducados, katepanatos, drungariados— que se habían formado paralelamente a los themas, fueron elevados poco a poco a la categoría de themas propiamente dichos.

A principios del siglo X el Imperio contaba, pues, con los siguientes themas. en Asia, el de Opsikion, de los Bucelarios, de los Optimates, de Paflagonia, Armenia, Caldea, Colonea, Carsiano, de los Anatolios, de los Tracesios, de Capadocia, Mesopotamia, Sebaste, Lykandos, Leontokomis, Seleucia y el thema marítimo de los Cibyrreotas; en el mar, los themas de Samos y de Aegaeon Pelagos; en Europa, los themas de Tracia, Macedonia, Strymon, Tesalónica, Hélade, Peloponeso, Cefalonia, Nicópolis, Dirraquio, Dalmacia, Sicilia, Langobardia y Querson. En el futuro, la constitución en themas experimentó modificaciones sobre todo a consecuencia de la instauración de nuevos themas en los territorios incorporados al Imperio por nuevas conquistas, mientras que la fundación de nuevos themas en los antiguos territorios se produciría pocas veces. La decadencia del sistema bizantino de Estado acarreará, a partir de finales del siglo XI, una nueva división o fraccionamiento de los themas existentes.

Al considerar el aparato de funcionarios bizantinos sobre el que nos informan para esta época las anotaciones de Filoteo y las listas de primacía de los siglos IX y X análogas a éstas, hay que distinguir claramente entre las funciones reales y los títulos honoríficos. Exteriormente, esta distinción se manifiesta en que las funciones se conceden mediante la expedición de un acta de nombramiento, mientras que los títulos se confieren mediante entrega de una insignia de honor. En su mayoría, los títulos no son otra cosa que funciones antiguas que, con el tiempo, han perdido su primer significado y han adquirido un carácter de título. No hay que olvidar que las listas mencionadas reflejan el aparato bizantino de funcionarios en un tiempo determinado y limitado, y que sólo tienen pleno valor para esta época, la cual, por otra parte, coincide con el apogeo del Estado bizantino. Porque en contraste con la opinión generalizada anteriormente, acerca de un supuesta rigidez del Estado bizantino, el organismo estatal de Bizancio y, por consiguiente también su aparato administrativo, se encontraban en constante transformación.

Según el Kletorologion de Filoteo, los títulos bizantinos se dividen en 18 escalafones; las tres dignidades más altas, césar, nobilísimo y curepalato, son escasas y se conceden, por regla general, son miembros de la familia imperial. A continuación vienen las Zoste Patrikia, la dignidad femenina más elevada de la corte, y luego las dignidades de los magistroi, anthypatoi, patrikoi, protospathario, disshypatoi, spatharekandidatoi, spanthario, hypatoi, etc. Ocho títulos honoríficos, empezando por el de patricio, pero que en su mayor parte llevan designaciones propias, corresponden a los eunucos, teniendo los eunucos patricios la primacía respecto de los demás patricios y anthypatoi. Los eunucos jugaban un papel importante en la corte bizantina. Ningún cargo eclesiástico o civil —a excepción de la función imperial misma —les estaba vedado en un principie, y varios hombres de Estado y generales que se distinguieron en la historia bizantina, así como diversos patricios, fueron eunucos. Hubo uno serie de cargos en la Corte que normalmente, aunque con excepciones, eran ostentados por eunucos. Entre ellos, los más importantes fueron los siguientes: el cargo de parakoimemenos, que dormía al lado de la alcoba imperial y que casi siempre era uno de los más íntimos confidentes del emperador (bajo Miguel III, sin embargo, esta función corrió a cargo de Basilio el Macedonio), y el cargo de protovestiario, jefe del guardarropa imperial. Funciones palaciegas muy importantes ejercían, además, el rector —uno de los funcionarios más altos de la Corte bizantina que sólo aparece con la dinastía macedónica—, el protopraiposito, así como el maestro de ceremonias; el protostrator imperial, el caballerizo mayor y otros.

Entre los funcionarios de la administración central destaca en particular el eparca de Constantinopla, que controla toda la vida de la capital, el «padre de la ciudad», como le llama el Libro de las ceremonias de Constantino VII. De importancia cada vez mayor es la función del logoteta del dromo, ejercida bajo Teodora por Teoktistos, y bajo León VI por Stylianos Zautzes. En esta época, el logoteta del dromo es, muchas veces, el verdadero jefe de la política del Estado, aunque la posición del primer ministro no parece estar ligada forzosamente a una función determinada. Teniendo en cuenta la gran importancia que correspondía a las finanzas en el Estado bizantino, no puede sorprender el que la administración de las finanzas ocupara un espacio particularmente amplio en el aparato burocrático de Bizancio. En la época bizantina media aparece como inspector de todos los departamentos financieros el sacelario. A partir del siglo VIl, los logotetas son los encargados de los diferentes departamentos financieros. Debido a su posición cercana al emperador, tuvieron gran importancia el jefe de la cancillería imperial el receptor de las cartas petitorias y el primer secretario, el «encargado del tintero imperial»; este último cargo se unía muchas veces al de logoteta del dromo, como lo hiciera Teoktistos.

Para la administración militar, es esencial una distinción entre los themas de las provincias y los tagmata estacionados en Constantinopla. Los soldados asentados en los themas representan en realidad la milicia campesina. Los tagmata de la capital se componen de soldados profesionales. A la cabeza de los themas están los estrategas como comandantes de las tropas locales y al mismo tiempo como jefes de la administración local. A la cabeza de los tagmata se encontraban los domestiko. En esta época, los más importantes son los cuatro tagmata de las scholae, de los excubitores, de los arithmoi (cuyo comandante no se llama domestikon, sino drungarios), y de los hikanati (que no fueron creados hasta Nicéforo I). El domestikos de las scholae aparece a veces como comandante de todo el ejército. Con la creciente diversidad de las obligaciones militares, el cargo se dividió, y más tarde en la segunda mitad del siglo X suele haber un domestikos de Oriente y uno de Occidente. En la marina hay que distinguir entre la flota imperial, dirigida por el Drungario de los mares, y las escuadras de los themas marítimos al mando de los estrategas locales. Es sorprendente que el drungarios de la flota imperial fuera de rango inferior al de todos los estrategas de los themas en el siglo IX e incluso en los años 20 del siglo X. Pero a mediados del siglo X ya es, al lado del domestikon de las scholae, el funcionario militar más importante del Imperio, lo que es un claro indicio de la creciente importancia de la flota.

Entre los funcionarios imperiales de categoría relativamente baja aparecen también los demarcas de los dos partidos, los Azules y Jos Verdes; los demás, tan poderosos, en el pasado, perdieron por completo su importancia política y ya sólo jugaron un papel decorativo en la corte imperial actuando en las fiestas palaciegas y aclamando a los gobernantes.

Las listas de primacía de Fíloteo presentan en total a unos 60 funcionarios de la administración militar, civil y palaciega directamente responsables ante el emperador, no teniendo otros superiores que el mismo emperador (a ellos hay que añadir ocho «funcionarios eunucos» que Filoteo clasifica en un grupo aparte). La mayoría de estos grandes dignatarios tenían a sus órdenes meros oficios de mayor o menor importancia. Todo este aparato fuertemente centralizado era dirigido por el emperador, quien nombraba personalmente a todos los funcionarios superiores, así como a sus subordinados más importantes, pudiendo revocar a su gusto a cualquier funcionario.

En una época más tardía, el aparato bizantino de funcionarios experimentó una nueva complicación: se crearon nuevas instituciones y cargos, mientras que las antiguas degeneraron o sufrieron una modificación en su significado. Un rasgo destacado del sistema administrativo de la época media bizantina es la fuerte preponderancia de los cargos militares y la posición dominante del estratega de los themas. La función extremadamente importante del eparca (o prefecto) de la ciudad ocupaba el lugar 18 en la lista de Filoteo, y le precedían 12 estrategas de los themas, así como los domestikoi de las scholae y de los excubitores. Pero por encima del sakelarios y de los logotetas estaban todos los 25 estrategas de themas de aquella época (sólo el domestikos de los Optimates posee un rango inferior). Entre los estrategas, la primacía pertenecía, significativamente, a los comandantes de los themas de Asia Menor, que formaban la espina dorsal del poder militar del Imperio Bizantino: casi todos los estrategas de los themas de Asia Menor tenían un rango superior al de los estrategas de Macedonia y Tracia, los dos comandantes europeos más importantes. Esto se refleja también, hasta cierto punto, en los sueldos que cobraban los estrategas. Bajo León VI, por ejemplo, los estrategas de los Anatolios, Armeniacos y Tracesios cobraban al año 40 libras de oro (según el valor del metal, 44.438,40 francos de oro); los del Oposikion, de los Bucelarios y de Macedonia, 30 libras; los de Capadocia, Carsiano, Paflagonia, Tracia y Colonia, 20 libras cada uno; los demás, 10 ó 5 libras cada uno. Pero las diferentes categorías de los funcionarios no estaban delimitadas entre sí por criterios demasiado estrictos, de manera que el paso del servicio civil al servicio militar, e incluso la atribución del comandante del ejército a funcionarios civiles o palatinos fue un fenómeno frecuente. En todo eran decisivas la confianza y la voluntad del emperador.

La centralización autocrática del Estado bizantino imprimió un sello particular a la vida y la economía urbanas. Toda la vida económica de la capital bizantina estaba sometida al control del eparca de Constantinopla y, como demuestra el llamado Libro del eparca, este control era especialmente severo en el siglo X, en la época de la omnipotencia del Estado bizantino. Los comerciantes y artesanos de Constantinopla, y seguramente también los de las demás ciudades, estaban organizados en gremios. De particular importancia eran aquellos gremios relacionados con el aprovisionamiento de la ciudad: los tratantes de ganado, carniceros, pescaderos, panaderos y taberneros. El comercio floreciente de cera, perfumes v especias era atendido por los gremios de los perfumistas, de los comerciantes y productores de jabones, de los productores de velas y de los comerciantes de especias. A la vista de la destacada importancia del comercio de seda en Bizancio, un número considerable de gremios estaba ocupado con la elaboración y la distribución de artículos de seda; en este sector se manifiesta con más claridad la especialización y división entre productores y comerciantes: los (torcedores) de seda, los tejedores, los tintores, los comerciantes de seda cruda, los comerciantes de tejidos de seda sirios, y, finalmente, los comerciantes de vestidos de seda formaban un gremio propio cada uno. También los comerciantes de lino y los artesanos de cuero constituían corporaciones particulares. Pero, sin duda alguna, el Libro del eparca, que carece de una redacción sistemática concluyente, sólo trata de una parte de los gremios existentes, de hecho, en Constantinopla. De la extensión del sistema bizantino de gremios da una idea la circunstancia de que también los notarios, cambistas y orfebres pertenecían a corporaciones particulares.

Las corporaciones bizantinas enlazan en su origen con los collegia romanos, pero se diferencian de éstas en muchos aspectos y tienen el carácter típico de las organizaciones gremiales de la Edad Media. Así, en la época bizantina, la sujeción de la persona a la profesión no es de ninguna manera tan severa como en la época romana tardía. La pertenencia al gremio ya no es hereditaria; la integración obligatoria de los ciudadanos a los gremios ya no existe; la admisión en el gremio exige más bien ciertas condiciones y depende de la demostración de unas aptitudes. Esto requiere, por otra parte, una potenciación del control por el Estado. Porque si la sujeción del individuo a la profesión experimentó un relajamiento considerable como consecuencia de la transformación general en la época bizantina, la sujeción al Estado, en cambio, fue aumentando. No sólo los gremios eran obligados por el Estado al cumplimiento de unos cánones como en época romana, sino que también toda la actividad de los gremios se supervisaba y se regulaba cuidadosamente a través de los órganos del eparca de la ciudad. En especial, se controlaba la labor de aquellos gremios que tenían a su cargo el aprovisionamiento de la capital. Para garantizar el abastecimiento de los víveres necesarios, el gobierno determinaba la cantidad de mercancías a comprar, controlaba su calidad y fijaba el precio de venta. La importación a Constantinopla, tanto desde las provincias como desde el extranjero, fue fomentada sistemáticamente, mientras que, por otra parte, se restringía al máximo la exportación, y en especial la exportación al extranjero. El sistema gremial bizantino está menos al servicio de los intereses del productor y del comerciante; más bien sirve para controlar con mayor facilidad la vida económica por parte del gobierno, salvaguardando así los intereses del Estado y de los consumidores. A través de los gremios, cuyos jefes nombraba el gobierno e inspecciona por medio de funcionarios especiales, el Estado controlaba toda la economía urbana y el proceso económico que se desarrollaba en la ciudad.

Aparte de la consolidación de la omnipotencia imperial, en la legislación de León VI se expresa también el fortalecimiento de la aristocracia bizantina, proceso que en su evolución posterior minará la estructura estatal y arruinará igualmente el absolutismo imperial. Los inicios de esta evolución remontan al siglo VIII, puesto que entonces ya empiezan a aparecer algunas familias de magnates en Bizancio. En época de León VI, la aristocracia posee ya tal poder y se ha impuesto ya hasta tal punto como clase particular haciendo valer sus privilegios, que las taktika de León recomiendan expresamente la entrega del cargo de estratega y de los puestos de oficiales superiores a personas distinguidas y poderosas. Es así como se manifiesta, cada vez con más ímpetu, una diferenciación social, a la que el gobierno mismo rinde tributo. El gobierno de León VI no supo reconocer el alcance de este fenómeno y favoreció las ambiciones de la nobleza incluso en asuntos económicos. Las antiguas disposiciones que prohibían a los funcionarios la adquisición de bienes durante el ejercicio de sus funciones, así como la aceptación de herencias y donaciones sin una autorización especial del emperador, fueron suspendidas del todo para los funcionarios de Constantinopla y muy suavizadas para los funcionarios de la provincia, de manera que únicamente seguían en vigor para los estrategas de los temas. Una Novella posterior de León VI abolió, además, el derecho de preferencia de los vecinos que impedía la venta de las pequeñas propiedades de los campesinos a los latifundistas; sólo en los primeros seis meses los vecinos tendrían el derecho de evicción contra el reembolso del precio de compra. Estas disposiciones facilitaron en gran medida la adquisición de pequeñas propiedades campesinas por la nobleza, lo que significó un nuevo fortalecimiento de la aristocracia latifundista y la aceleración del proceso de feudalización, contra la cual los sucesores de León VI tuvieron que llevar una pugna desesperada.

En contraste con Basilio I, León VI tuvo un programa de política exterior muy definido. Otra diferencia entre la época de León y la de su padre, desfavorable para el Imperio, consistía en que va no era posible delimitar la guerra a los árabes solamente. Después de una larga época de paz, se produjo un giro en las relaciones bizantino-búlgaras. Al renunciar a la corona el primer soberano búlgaro cristiano, Boris-Miguel (889) y cayendo su hijo Vladimir víctima de un intento de reacción pagana (893), el hijo menor de Boris, Simeón (893-927) tomó el poder en Bulgaria; fue el soberano más grande que conociera la Bulgaria medieval. Poco después de su llegada al trono, estalló una querella entre el reino búlgaro y Bizancio que, significativamente, tenía un trasfondo de política comercial. El monopolio del comercio búlgaro fue concedido a dos comerciantes bizantinos. Estos, de acuerdo con Stylianos Zautzes, trasladaron el mercado búlgaro de Constantinopla a Tesalónica y aumentaron considerablemente los derechos aduaneros. Los intereses comerciales de Bulgaria parecían afectados por esta medida, y al quedar sin efecto las protestas búlgaras, Simeón irrumpió en territorio bizantino e infringió una derrota al ejército imperial (894). Bizancio, cuyos contingentes militares en los Balcanes eran insuficientes, intentó esquivar el peligro por medio de una jugada diplomática, llamando en su ayuda a los húngaros que entonces ocupaban el territorio entre el Dniéper y el Danubio.

Esta llamada bizantina hizo intervenir a los húngaros, por vez primera, en la política de los Estados europeos. Respondiendo a la llamada de Bizancio, los húngaros atacaron a Simeón por la espalda, le infringieron diversas derrotas y devastaron la región septentrional de Bulgaria. Mientras tanto, el general bizantino Nicéforo Focas ocupó la frontera sur de Bulgaria, al mismo tiempo que el drungario de la flota imperial, Eustacio, bloqueó la desembocadura del Danubio. Simeón firmó un armisticio con Bizancio. De esta manera ganó tiempo, y lo mismo que el emperador bizantino se había dirigido a los húngaros, él se dirigió al pueblo nómada guerrero de los pechenegos en la planicie meridional rusa. Con ayuda de los pechenegos pudo vencer a los húngaros, volvió a atacar a los bizantinos y consiguió una victoria decisiva cerca de Bulgarophygo (896). Entonces se firmó la paz, y Bizancio tuvo que comprometerse al pago de tributos al reino búlgaro. Ante la presión de los pechenegos, los húngaros se dirigieron hacia el oeste y se establecieron en la llanura danubiana que aún hoy es su país, penetrando como una especie de cuña en medio del territorio ocupado por los eslavos y separando a los eslavos del sur de sus hermanos tribales del norte y del este.

La guerra con Simeón había paralizado el poder del Imperio Bizantino frente a los árabes, tanto en Oriente como en Occidente. Nicéforo Focas tuvo que interrumpir su campaña victoriosa en Italia meridional para hacerse cargo del mando en los Balcanes. En Oriente, Armenia era víctima de las incursiones de saqueo árabes, y en Cilicia empezó el avance de éstos, acompañado de amplias operaciones marítimas en la costa sur de Asia Menor. Sin embargo, la situación bizantina en el continente de Asia Menor experimentó una estabilización alrededor del 900, después de que Nicéforo Focas, en su calidad de estratega del thema de los Tracesios, se encargara del mando de los puertos de montaña de Cilicia y consiguiera una victoria sobre los árabes cerca de Adana. Tanto en Occidente como en el mar, sin embargo, el Imperio sufrió una derrota tras otra. El 1 de agosto de 902, Taormina, último punto de apoyo del Imperio Bizantino en Sicilia, sucumbió, con lo que la conquista de Sicilia quedó prácticamente concluida después de graves luchas que habían durado setenta y cinco años y habían costado grandes sacrificios. En Oriente, los árabes no sólo dominaban el Mediterráneo, sino también el Mar Egeo rodeado por posesiones bizantinas. Una vez el Archipiélago, otra vez las costas del Peloponeso y de Tesalia, fueron devastadas, y en 902 fue destruida la próspera ciudad de Demetria. Consecuencias especialmente funestas tuvo, dos años más tarde, el gran ataque árabe bajo el mando del griego renegado León de Trípoli. Este se dirigió primero desde Trípoli hacia Constantinopla. Después de apoderarse de Abydos, que abría el camino a la capital bizantina, cambió súbitamente su plan y tocó Tesalónica. Este gran centro cultural y comercial, después de Constantinopla la ciudad más importante y más rica del Imperio Bizantino, cayó en manos de los árabes a los tres días de asedio, el 31 de julio de 904. Los vencedores se entregaron a una terrible matanza y se alejaron con numerosos prisioneros y un enorme botín. La derrota bizantina fue aprovechada por Simeón: Bizancio tuvo que acceder a un nuevo trazado de fronteras, que llevó la frontera búlgara a las puertas de Tesalónica

Escarmentado por los golpes adversos, el gobierno bizantino mandó levantar fortalezas más resistentes en Tesalónica y Attalia y tomó medidas enérgicas para reforzar su flota. Los resultados no tardaron en manifestarse: el 6 de octubre de 908 el logoteta del dromo, Himerios, consiguió una brillante victoria sobre la flota árabe en el Mar Egeo. Unos años más tarde desembarcó en Chipre, atacó la costa siria desde allí y tomó por asalto Laodicea. Pero la mayor empresa tuvo lugar en 911. Una poderosa expedición naval se dirigió contra Creta, bajo el mando del mismo Himerios. Sin embargo, aquí le alcanzó un gran revés. Después de una lucha larga e inútil, la flota bizantina tuvo que retirarse. En su camino de regreso fue atacaba y destruida, en la primavera de 912, por una escuadra árabe bajo el mando de León de Trípoli y de Damianos, también un renegado griego. Así fracasó la gran empresa marítima; los extraordinarios esfuerzos militares y financieros del Imperio habían sido en vano.

La descripción detallada de esta expedición, contenida en el Libro de las Ceremonias de Constantino VII, cita a 700 marineros rusos entre la tripulación bizantina, a los que el Imperio tuvo que pagar un sueldo de un centenarion de oro. La participación de los rusos en una campaña bizantina es un reflejo de las nuevas relaciones bizantino-rusas. El príncipe ruso Oleg, que se había establecido en Kiev, asegurándose la «ruta de los Veregos a los griegos», había aparecido ante Constantinopla en 907 con una poderosa flota y había obligado al gobierno bizantino a firmar un tratado que aseguraba la situación jurídica de los comerciantes rusos que llegaban a Bizancio. Este tratado, firmado oficialmente en septiembre de 911, significa el inicio de unas relaciones comerciales regulares entre Bizancio y el joven reino ruso y garantizaba a los rusos, entre otras cosas, el derecho a tomar parte en las campañas militares del Imperio.

A los infortunios de la política exterior se añadieron las complicaciones internas provocadas por los cuatro matrimonios de León VI. El enlace de su juventud con Teófano contraído por deseo de Basilio I, no fue feliz. Después de morir la piadosa emperatriz (10 de noviembre de 897), venerada como santa por la Iglesia griega, León se casó con su amante Zoé, hija de Stylianos Zautzes. Pero Zoé Zautzina murió a finales de 899 sin haber dejado un heredero masculino, y en verano de 900 el emperador tomó una tercera mujer, la frigia Eudocia Baiana. Este acto fue una violación abierta de las prescripciones tanto de la Iglesia como del Estado bizantinos, y la situación fue tanto más embarazosa cuanto que León VI mismo, pocos años antes, había prohibido por una ley especial un tercer matrimonio, desaprobando incluso un segundo matrimonio. Pero la mala fortuna perseguía al emperador: Eudocia Baiana murió el 12 de abril de 901, León enviudó de nuevo y volvió a pensar en un cuarto matrimonio, para el cual se había fijado en la bella Zoé Carbonopsina. Puesto que su tercer matrimonio ya había provocado un conflicto con la Iglesia y su nuevo proyecto matrimonial chocaba con una fortísima oposición generalizada, el emperador seguramente no se hubiera decidido a cometer una infracción aún más grave de los cánones eclesiásticos y de las leyes. Pero en 905, Zoé Carbonopsina le dio un hijo, y entonces se trataba de legalizar el nacimiento del sucesor al trono. El día 6 de enero de 906, éste fue bautizado en Santa Sofía por el patriarca Nicolás el Místico con el nombre de Constantino, a condición de que el emperador se separase de Zoé. Pese a ello, León se casó, tres días más tarde, con la madre de su único hijo y la nombró Augusta. Este hecho provocó la mayor indignación por todas partes. La tensión entre León VI y la jerarquía de la Iglesia iba en aumento. El patriarca prohibió al emperador la entrada en la iglesia: el día de Navidad de 906 y el día de la Epifanía de 907, el basileus bizantino tuvo que dar media vuelta en las puertas de Santa Sofía. Sin embargo, le quedaba abierto el camino que los emperadores bizantinos solían tomar cuando necesitaban un apoyo contra su propia Iglesia: León se dirigió a Roma y obtuvo una dispensa del Papa Sergio III. Por su parte, la legislación matrimonial romana era menos severa que la bizantina, y por otra —que es lo que importaba— la Iglesia romana no podía rechazar al emperador, quien, pasando por alto a su patriarca, apelaba a ella, reconociendo así, aparentemente, la supremacía romana. Apoyado en el votum romano, León consiguió forzar la abdicación de Nicolás el Místico y elevó en su lugar al tan piadoso como poco inteligente Eutimio (febrero de 907). Esto provocó, sin embargo, un nuevo cisma en la Iglesia bizantina que volvió a reanimar la viejas discordias de los partidos eclesiásticos. León VI había conseguido su propósito, su hijo recibió la corona imperial (parece que fue el día 15 de mayo de 908); así quedó garantizada, a duras penas, la continuidad de la dinastía. Pero la eliminación provisional del patriarca no terminó en absoluto con el conflicto, sino que éste perduró más allá del reinado de León VI, siendo decidido, finalmente, a favor del punto de vista del patriarca.

3.

BIZANCIO Y SIMEÓN DE BULGARIA

 

León VI murió el 12 de mayo de 912. Se encargó del poder el frívolo y libertino Alejandro, tío de Constantino, que entonces sólo tenía seis años. El mayor esfuerzo de su política fue dirigido a liquidar la herencia de su difunto hermano. Mandó encerrar a la emperatriz Zoé en un convento y privó de sus funciones a los colaboradores más notables de León, sustituyéndolos por personas adictas a él. A esta línea de actuación pertenece la restitución de Nicolás el Místico, a favor del cual Eutimio tuvo que dejar el trono patriarcal. El modo de proceder del nuevo soberano tuvo graves consecuencias en la política exterior. En su despreocupación negó a Bulgaria los tributos que Bizancio, según el tratado de paz de 896, tenía que pagar anualmente, dando así el deseado pretexto para iniciar la guerra a Simeón, cuyo poder estaba en constante auge. Mayor desgracia no hubiera podido caer sobre el Imperio. Alejandro murió poco después de estallar la guerra provocada por él, es decir, el 6 de junio de 913. Constantino, de siete años de edad, quedó como único representante de la dinastía macedónica. Un consejo de regencia encabezado por el patriarca Nicolás el Místico debía llevar los asuntos de gobierno.

La situación era tan complicada como insegura. Combatido por una oposición fuerte compuesta por elementos fieles a la dinastía y agrupada en torno a la persona de la viuda del emperador, Zoé, enemistado con parte del clero que guardaba fidelidad al depuesto Eutimio, Nicolás el Místico llevaba la regencia para un niño cuya procedencia no podía considerar legítima ni válida su coronación. La confusión aumentó al intentar la usurpación el comandante en jefe del ejército, el doméstico de las scholae Constantino Ducas.

Sin encontrar mayor resistencia, Simeón atravesó el territorio bizantino, y en agosto de 913 ya estaba ante las murallas de la capital. Su empresa no fue una simple incursión en busca de botín, ni siquiera una simple guerra de conquista. Su objetivo era la corona imperial romana. Como buen pupilo de Bizancio, Simeón estaba hondamente convencido de la sublimidad inherente a la dignidad imperial y sabía tan bien como lo sabían los mismos bizantinos, que en la tierra sólo podía existir un único Imperio. Lo que él anhelaba no era la fundación de un Imperio Búlgaro, étnica y regionalmente limitado, al lado del bizantino, sino la institución de un nuevo Imperio Universal en lugar del de Bizancio. Es esta ambición la que imprime un sello especial a la lucha de Simeón contra Bizancio; es lo que coloca la pugna más allá del eterno vaivén de los conflictos bélicos del Imperio Bizantino con sus inquietos vecinos y la convierte en una de las pruebas más duras con que jamás tuvo que enfrentarse el Imperio de Bizancio. En la Edad Media, la lucha por el Imperio significaba la lucha por la hegemonía. Bizancio tenía que defender, frente a Simeón, su liderazgo en la jerarquía de los Estados cristianos.

Pero si bien Simeón había aparecido ante las puertas de Constantinopla con intenciones muy diferentes a las de los anteriores enemigos del Imperio, compartió, no obstante, la suerte de sus predecesores en tener que convencerse pronto de la invencibilidad de la mayor fortaleza del mundo de entonces. Entabló negociaciones con el gobierno bizantino y fue recibido con gran solemnidad en la ciudad imperial por el patriarca Nicolás el Místico y en presencia del joven emperador Constantino VII. El resultado de las conversaciones de Simeón con la intimidada regencia bizantina fueron unas concesiones extraordinarias. De hecho, la regencia había capitulado ante el poderoso soberano búlgaro. Una hija de Simeón iba a ser la esposa del joven emperador, y él mismo recibió la corona imperial de manos del patriarca. Si con ello Simeón aún no era reconocido como coemperador de Constantino VII, sino sólo como basileus de Bulgaria, parecía haber llegado, sin embargo, al umbral de su meta: ostentando el título de basileus y en calidad de suegro del emperador menor de edad tendría en sus manos la soberanía del Imperio Bizantino. En estas condiciones podía, por el momento, regresar a su país y prometer una paz duradera a Bizancio.

No obstante, poco después de su partida se produjo un giro en Bizancio que habría de enterrar todas sus orgullosas esperanzas. El exorbitado alcance de las concesiones hechas a Simeón parece que minaron la regencia del patriarca Nicolás. Zoé, la madre del emperador, volvió a palacio y tomó el poder en sus manos. El proyecto de alianza matrimonial bizantino-búlgaro fue desechado y puesta en entredicho la validez de la coronación de Simeón. El resultado fue un nuevo estallido de las hostilidades búlgaro-bizantinas. El territorio de Tracia se vio inundado por los búlgaros, y Simeón exigió que el pueblo bizantino le reconociese como su emperador 131. En septiembre de 914 Adrianópolis se le rindió, y en los años siguientes devastó las regiones de Dirraquio y Tesalónica. El gobierno de la emperatriz Zoé se vio obligado a efectuar un contrataque. Llevaba el mando supremo del ejército el domestikos de las scholae, León Focas, hijo del victorioso Nicéforo, pero que no había heredado de su padre el talento militar. A su lado estaba su hermano Bardas, padre del posterior emperador Nicéforo Focas, así como una serie de otros representantes de las grandes familias bizantinas. La aristocratización del mando del ejército recomendada por las Taktika de León VI ya estaba muy adelantada. La marina, sin embargo, estaba encabezada por Romano Lecapeno en calidad de drungario de la flota imperial, quien, aun siendo hijo de un campesino armenio, eclipsaría a sus rivales de la nobleza. Después de amplios preparativos, el ejército bizantino penetró en tierra enemiga a lo largo de la costa del Mar Negro. Pero el 20 de agosto de 917 fue sorprendido por Simeón en Acheloos, no lejos de Anguialos, y vencido hasta el aniquilamiento. A esta catástrofe siguió pronto una nueva derrota cerca de Katasyrtai, en las cercanías de la capital bizantina. Simeón era dueño de la Pennínsula Balcánica. En 918 cruzó el norte de Grecia y avanzó hasta el golfo de Corinto.

Si la regencia del patriarca Nicolás había naufragado por excederse en concesiones a las exigencias de Simeón, el gobierno de la emperatriz Zoé necesariamente tuvo que fracasar, porque su actitud intransigente no correspondía en absoluto a sus fuerzas y aptitudes. La situación desesperada en que se encontraba el Imperio requería el establecimiento de un régimen militar fuerte y decidido. El único que parecía estar a la altura de esta tarea era el drungario Romano Lecapeno. Había conseguido adelantarse al candidato de la emperatriz, León Focas, y tomar las riendas del gobierno. Con gran destreza alejó, poco a poco, a la emperatriz Zoé y a sus colaboradores reafirmando su propio mando. En mayo de 919 el joven emperador Constantino VII se casó con Elena, hija del nuevo regente. Igual que Stylianos Zautzes bajo León VI, Romano Lecapeno obtuvo ahora el título de basileopator. Pero no tardó en subir más alto: el 24 de septiembre de 920, su yerno le elevó a César, y el 17 de diciembre del mismo año le coronó coemperador. Lo que Simeón había anhelado en vano, lo consiguió Romano Lecapeno: fue suegro y corregente del joven emperador legítimo y con ello soberano del Imperio Bizantino.

La elevación de Romano Lecapeno fue un golpe terrible para Simeón. El patriarca Nicolás el Místico intentó en vano mediar con su intervención y aplacar el ánimo del soberano búlgaro a través de numerosas cartas. Simeón pidió nada menos que la destitución de su aventajado rival, ya que si Romano Lecapeno conservaba la posición de protector y suegro del joven legítimo emperador, se le cerraban a Simeón todos los caminos para alcanzar la meta última de su vida. Pero únicamente la conquista de la capital imperial hubiera podido dar paso a sus exigencias. El hecho de que devastara repetidas veces el territorio bizantino y que se volviera a apoderar de Adrianópolis (923), no cambió en nada la situación existente. Romano, inalcanzable tras las murallas de su capital, esperó tranquilamente. El que poseyera la capital era dueño de la situación; esto lo sabía muy bien Simeón, pero le faltaba la flota necesaria para asaltar la ciudad. Por esta razón firmó una alianza con los árabes de Egipto, que eran excelentes marineros, con vistas a un ataque conjunto contra Constantinopla. Pero este proyecto fue abortado por la vigilante diplomacia de Bizancio. No le costó esfuerzo al emperador bizantino superar las promesas del soberano búlgaro y hacer cambiar de opinión a los árabes mediante regalos y la perspectiva de tributos regulares. Cuando Simeón volvió a aparecer ante Constantinopla en 924 tuvo que reconocer —igual que en 913— que las murallas de la capital imperial significaban una barrera infranqueable para su poder, y, lo mismo que entonces, solicitó una entrevista con el jefe del Estado bizantino. En otoño de 924 tuvo lugar un encuentro entre ambos soberanos que perduró durante largo tiempo en la memoria de contemporáneos y sucesores y que fue adornado por la leyenda. Pero si en 913 la recepción de Simeón por el patriarca Nicolás el Místico era un principio lleno de promesas, el encuentro celebrado once años más tarde con el emperador Romano significó el fin de sus grandes es­peranzas .

A diferencia del gobierno de la emperatriz Zoé, Romano I intentó no provocar nunca al poderoso adversario. En una carta a Simeón del año 925 protestó enérgicamente porque Simeón se atribuía el título de basileus de los búlgaros y de los romanos, explicando, sin embargo, en otra carta que su protesta se refería menos a la dignidad imperial que a su pretensión al Imperio Romano. Aunque a disgusto, Bizancio se conformó con que el soberano búlgaro ostentara la dignidad imperial, siempre que el alcance del título se limitara a los territorios búlgaros. También se le ofreció a Simeón, ya en 920 y a través del patriarca Nicolás el Místico, el enlace matrimonial con la nueva casa reinante de los Lecapenos, que le conferiría una posición honorable pero que, al mismo tiempo, le tendría alejado de cualquier influencia en los destinos de! Imperio Bizantino. Romano rechazó, sin embargo, otras concesiones adicionales y ni siquiera quiso oír hablar de concesiones territoriales. De hecho, la experiencia de los años transcurridos demostraban que Simeón, a pesar de su superioridad militar, no estaba en situación de imponer su programa mediante la fuerza de las armas. En cambio, el arte diplomático de los bizantinos le iba acorralando de manera creciente.

La guerra bizantino-búlgara, que dominaba todos los acontecimientos de la Península Balcánica, atrajo también a su órbita a los demás países de los Balcanes. Mientras que Miguel de Zachlumia era un aliado de Simeón, Bizancio se ganó, mediante importantes concesiones, la amistad de Croacia, que entonces disponía de un poder considerable bajo su primer rey Tomislav (910-928, rey desde 925). El gobierno bizantino confió a Tomislav, en calidad de procónsul, la administración de las ciudades e islas de Dalmacia que, por lo demás, habían pasado a la jurisdicción eclesiástica de Roma. En Serbia se entrecruzaban y luchaban entre sí las influencias del Imperio Bizantino y del búlgaro. Los representantes de la dinastía principesca serbia dependían del apoyo de una de las dos grandes potencias que eran utilizadas por ellos una contra otra. Tan pronto era Simeón, tan pronto Romano Lecapeno el que conseguía facilitar a uno de sus protegidos la soberanía de Serbia y eliminar al protegido del adversario. Después de una lucha prolongada y de varios cambios en el trono, la influencia bizantina comenzó a predominar y el príncipe Zacarías, elevado al trono serbio con apoyo búlgaro, se pasó al lado de Bizancio; entonces Simeón decidió eliminar el foco de agitación que tenía a sus espaldas. Pero el ejército búlgaro enviado a Serbia fue vencido y había que movilizar fuerzas mayores que, finalmente, sometieron el país a la soberanía de Simeón después de devastarlo terriblemente (hacia 924). La sumisión de Serbia llevó al soberano búlgaro a las fronteras de Croacia, y pronto se vio ante la necesidad de una nueva confrontación bélica y, en consecuencia, ante la obligación de retirarse del escenario bélico principal: el territorio bizantino. Pero al irrumpir en Croacia, el ejército de Simeón sufrió su mayor derrota (hacia 926). Por mediación del Papa, Simeón se vio obligado a firmar una paz con Croacia. Posteriormente parece haber proyectado una nueva campaña contra Bizancio, pero el 27 de mayo de 927 le sobrevino una muerte repentina.

Con la muerte de Simeón, toda la situación cambió de golpe. A su hijo y sucesor Pedro le eran completamente ajenas tanto la orgullosa ambición como el incansable espíritu de lucha de Simeón. Parecía inútil seguir luchando. Pedro se apresuró a firmar la paz con Bizancio; fue reconocido zar de los búlgaros y recibió la mano de la princesa María Lecapena, una nieta del emperador Romano, hija de su hijo mayor Cristóforo. También fue reconocido el patriarcado búlgaro que parece que Simeón creó en sus últimos años. Los grandes éxitos bélicos de Simeón dejaron su huella. Si bien no alcanzó su meta suprema, tampoco era realizable la opción de Zoé, consistente en rechazar radicalmente todas las exigencias búlgaras. Venció la política del justo medio practicada por el clarividente emperador Romano. El soberano búlgaro recibió el título de basileus, pero limitado expresamente al Imperio Búlgaro; también se le autorizó a contraer matrimonio con la casa bizantina reinante, pero no con la casa legítima de los Porfirogenetas, sino con la de los Lecapenos. En cierto modo, los papeles estaban invertidos: no fue el soberano búlgaro el que se convirtió en suegro y protector del emperador de Bizancio tal como había soñado Simeón; más bien fueron los emperadores bizantinos Romano y Cristóforo quienes encontraron un yerno obediente en el zar de los búlgaros, Pedro. Las considerables concesiones que Romano I —ahora sin coacción exterior— hizo a los búlgaros provocaron una configuración extremadamente favorable de las relaciones bizantino-búlgaras. La tranquilidad en la frontera bizantino-búlgara nunca fue más completa, nunca la influencia de Bizancio en Bulgaria tan omnipotente como durante los decenios que siguieron a la paz de 927.

La posición bizantina experimentó también una consolidación en los demás países eslavos del sur. Serbia, sometida y devastada por Simeón, despertó a una nueva vida propia bajo el príncipe Caslav, que escapó de Preslav a su tierra poco después de la muerte de Simeón y tomó allí el poder reconociendo la soberanía bizantina. También Miguel de Zachlumia, un aliado de Simeón, entabló relaciones con Bizancio y recibió de Constantinopla el título de Anthypatos y patricio La influencia bizantina se reafirmó, pues, en todas partes, mientras que la influencia búlgara disminuía. Bulgaria misma fue víctima del encanto de Bizancio. La bizantinización cultural del Imperio Búlgaro, en franco avance desde la cristianización, llegó a su apogeo. Pero política y económicamente el país estaba arruinado, agotado por las guerras constantes de la época de Simeón. Al rápido ascenso de los últimos decenios siguió una época de crisis. Igual que en Bizancio mismo, también en Bulgaria se van perfilando contrastes sociales más acusados. Al lado de la gran propiedad laica, la gran propiedad eclesiástica se encontraba en constante crecimiento, ya que desde la cristianización del país, la fundación de iglesias y, sobre todo, de monasterios estaban en pleno desarrollo, tanto en Bulgaria como en Macedonia, que había sido absorbida por la primera. Pero al lado de la vida monástica, fomentada por la Iglesia oficial, florecía también el sectarismo antieclesiástico que en épocas de crisis solía ejercer un atractivo especial sobre las almas insatisfechas y espíritus descontentos.

Es así como surge en Bulgaria, bajo el gobierno del zar Pedro, la secta radicalmente anti eclesiástica de los bogomilos. La doctrina del pope Bogomil, fundador de la herejía, parte de la doctrina de los mesalianos y especialmente de los paulicianos que, trasladados en número considerable a Tracia por el gobierno bizantino, vivían desde hacía algún tiempo lado a lado con la población eslava de Bulgaria y Macedonia. Igual que el paulicianismo que, a su vez, se basa en el antiguo maniqueísmo, el bogomilismo es una doctrina dualista, según la cual el mundo se encuentra gobernado por dos principios, el Bien (Dios) y el Mal (Satanael), y la lucha entre ambas fuerzas opuestas determina tanto el transcurso de los acontecimientos universales como toda existencia humana. El mundo visible es una obra de Satanás y, como tal, objeto del mal. A ejemplo de sus antecesores orientales, los bogomilos anhelaban una religiosidad puramente espiritual y un régimen de vida rigurosamente ascético. De manera categórica rechazaban todo culto externo, todo rito eclesiástico e incluso toda la organización de la Iglesia cristiana. La oposición bogomilita contra la Iglesia reinante significaba también un rechazo del orden universal existente, cuyo mayor apoyo espiritual era la Iglesia. El movimiento bogomilita encarnaba, pues, la expresión de una protesta contra los gobernantes, los poderosos y los ricos.

El bogomilismo arraigó fuertemente en Bulgaria y especialmente en Macedonia, y encontró también un fuerte eco mucho más allá de las fronteras del Imperio Búlgaro, manifestándose bajo diferentes denominaciones incluso en el mismo Bizancio, en Serbia y, sobre todo, en Bosnia, Italia y Sur de Francia. Las sectas de los bogomilos, bahúnos, patarinos, cátaros, albigenses, así como sus antecesores de Asia Menor, son diferentes manifestaciones de un gran movimiento que se extiende desde las montañas de Armenia hasta el sur de Francia y que renace ora aquí, ora allá. La herejía se propagó con mayor fuerza en épocas de crisis y de privaciones, ya que su cosmovisión, profundamente pesimista, que no sólo rechazaba un orden determinado, sino el mundo visible en general, encontraba un terreno muy bien abonado en estas épocas, al tiempo que su protesta dejaría una profunda huella.

4.

LA LUCHA DEL PODER CENTRALCONTRA LAS FUERZAS FEUDALES  Y EL APOGEO CULTURAL EN LA CORTE IMPERIAL BIZANTINA:

ROMANO LECAPENO Y CONSTANTINO PORFIROGENETA  

 

Romano Lecapeno se había creado una posición firme en el interior del Imperio, lo que explica la gran seguridad con que actuaba en política exterior. No se contentó por mucho tiempo con la posición de coemperador de su yerno. La jerarquía oficial no tardó en modificarse: Romano I se convirtió en emperador principal, y el joven Constantino VII en coemperador de su padre político. También los hijos de Romano Lecapeno fueron elevados a coemperadores: Cristóforo el día 20 de mayo de 921, Esteban y Constantino el 25 de diciembre de 924, recibiendo Cristóforo, además, la preeminencia sobre el emperador Constantino VII. Al lado de su padre, Cristóforo ocupó el rango de segundo emperador y presunto heredero del trono, mientras que el representante de la dinastía macedónica tuvo que conformarse con el papel decorativo de tercer emperador. Romano I había fundado, pues, una dinastía propia al lado de la casa imperial de Macedonia y se había asegurado la prioridad. Tres de sus hijos llevaban la corona imperial; el cuarto, Teofilacto, estaba predestinado para la carrera eclesiástica revistiendo, ya de niño, la dignidad de sincelo de Nicolás el Místico; más tarde sería patriarca. El sistema de gobierno de Romano I recuerda en muchos aspectos él orden creado, tiempo atrás, por Basilio I. Pero a diferencia de Basilio I, Romano no eliminó al representante de la dinastía legítima por la fuerza, sino que le ató a su casa por medio de lazos familiares relegándole, poco a poco, casi imperceptiblemente, a segundo término.

Siendo un político y diplomático hábil, Romano I fue la encarnación de una moderación juiciosa. Enérgico y de carácter firme, pero enemigo de cualquier radicalismo, perseguía sus planes con una fría perseverancia, sin precipitarse, pero también sin vacilaciones. Poseía, además, una de las virtudes más importantes para un soberano: la facultad de elegir con acierto a sus colaboradores. Encontró un ministro extraordinario en el protovestiario y posterior parakoimómeno Teófanes y un brillante general en Juan Curcuas, al que elevó  a doméstico de las scholae en 923. A la aristocracia bizantina no podía agradar, por supuesto, un advenedizo de baja cuna. Pero al casar sus hijas menores, las hermanas de la esposa de Constantino VII Porfirogeneta, con representantes de las familias más prestigiosas, había establecido lazos de parentesco con familias de magnates tales como los Argyroi y los Moseles.

La Iglesia era su fiel devota: con el patriarca Nicolás el Místico le unía amistad y comunidad de intereses; el mermado grupo de seguidores del difunto Eutimio (+ 917) ya no tenía importancia; la Iglesia romana, que estaba viviendo uno de los períodos más tristes de su historia, estaba siempre dispuesta a satisfacer los deseos del emperador. Aun antes del ascenso oficial de Romano, se decidió en un concilio, en julio de 920 y en presencia del legado papal, sobre la cuestión de los cuatro matrimonios de León VI conforme al concepto del patriarca Nicolás el Místico, prohibiendo el cuarto matrimonio y condenando el tercero, admitido éste sólo bajo determinadas circunstancias. Esta decisión significó para el patriarca una extraordinaria satisfacción moral, pero a Romano le procuró una doble ventaja, ya que restaba mérito a la dinastía macedónica y confería a su persona el nimbo de un unificador de la Iglesia. Después de largas y estériles disputas, la Iglesia bizantina estaba por fin unida, y Nicolás el Místico pudo proclamar su triunfo. Siguieron años de colaboración pacífica entre el poder temporal y el espiritual, que recuerdan la imagen ideal de la Epanagogé. El jefe del Estado había contribuido a hacer justicia al patriarca, y éste, en compensación, fue el auxiliar y consejero más fiel del emperador durante la lucha contra Simeón.

Sin embargo, la situación eclesiástica en Bizancio carecía de estabilidad, ya que la posición de la Iglesia dependía en gran parte de la personalidad de su jefe, sobre cuyo nombramiento decidía, de hecho, la voluntad del emperador. Después de morir Nicolás el Místico (+ 925), la relación Iglesia-Estado cambió básicamente y la gran consideración que había disfrutado la Iglesia bizantina se desvaneció sin dejar rastro. Después de dos pontificados insignificantes, Romano I provocó una prolongada vacante de la sede para instaurar después a su hijo de dieciséis años en el trono patriarcal. El adolescente fue consagrado el 2 de febrero de 933 por los enviados papales que el emperador había mandado llamar a Constantinopla expresamente con este fin. El joven patriarca cumplía a ciegas la voluntad de su padre. Por lo demás, pasaba más tiempo en los establos ecuestres que en la iglesia, y esta situación indigna duró hasta su muerte en 956, sin que el espíritu y las inclinaciones del patriarca experimentasen algún cambio en todo este tiempo.

La categoría de hombre de Estado que fue Romano Lecapeno se demuestra con especial claridad en su legislación destinada a proteger la pequeña propiedad. El Estado bizantino se encontraba ante un problema extremadamente serio: a ritmo acelerado, los «poderosos» compraban las tierras de los «pobres», y los convertían en sus siervos. Este proceso, un corolario del fortalecimiento de la aristocracia bizantina, representaba un gran peligro para el Estado bizantino, cuyo poder económico-financiero y militar descansaba en pequeña propiedad de los campesinos y los estratiotas. Romano Lecapeno fue el primero en reconocer el peligro para el que sus predecesores habían estado ciegos por completo. «La pequeña propiedad aporta grandes beneficios mediante el pago de impuestos y prestación de servicio militar; estas ventajas desaparecen cuando disminuya el número de pequeños propietarios». Estas palabras del emperador Romano demuestran con qué claridad reconoció la naturaleza y la gravedad del problema. Si había de perdurar el sistema comprobado durante siglos de lucha, si había de conservarse el potencial financiero y militar del Imperio Bizantino, el poder estatal tenía que hacer frente a la absorción de la pequeña propiedad por los «poderosos». Se entabló una pugna encarnizada entre el poder central y la aristocracia latifundista que caracterizó toda la evolución posterior del Estado bizantino.

Para empezar, Romano Lecapeno publicó una Novella en abril de 922, que restablecía el derecho de preferencia de los vecinos restringido por León VI. Al desprenderse de tierras de labranza mediante venta o arrendamiento, había cinco categorías que, por un determinado orden, disfrutarían del derecho de preferencia, a saber: 1) los parientes copropietarios; 2) los demás copropietarios; 3) los propietarios de parcelas mezcladas con la propiedad a vender; 4) los vecinos que entregaban las tasas en común; 5) los demás vecinos. Sólo en caso de rechazar la compra todas estas cinco categorías, el terreno podía venderse a extraños. Este sistema, muy meditado y ponderado en todos sus detalles, tenía la finalidad de proteger a la pequeña propiedad contra la adquisición por parte de los poderosos, así como de evitar un parcelamiento excesivo. Se les impedía a los poderosos la compra o el arrendamiento de tierras de labranza, excepto en el caso de poseer fincas en las aldeas en cuestión, es decir, de pertenecer a una de las cinco categorías; tampoco podían aceptar donaciones y herencias de los pobres, a menos que estuviesen emparentados con ellos. El que violara estas disposiciones —a menos que estuviera protegido por una prescripción de diez años— tenía que devolver el terreno sin compensación alguna y satisfacer una multa a favor de las arcas del Estado. En caso de bienes de estratiotas, la obligación de restituirlos sin compensación se extendía también a los terrenos vendidos en los últimos treinta años en caso de y en la medida en que el bien militar, a consecuencia de estas enajenaciones, hubiera caído por debajo del valor necesario para equipar a un soldado.

Sin embargo, esta disposición no tuvo el efecto esperado. A consecuencia de un invierno excepcionalmente largo y duro en el año 927-28, el Imperio tuvo una cosecha deficitaria, acarreando una escasez de víveres y una epidemia devastadora. Sin embargo, los poderosos aprovecharon la situación para comprar a precios irrisorios las tierras a la población hambrienta o le privaron de ellas a cambio de adelantarle víveres. Estos acontecimientos provocaron la publicación de una nueva Novella de Romano I en septiembre de 934. Con gran indignación, el emperador se dirige contra el egoísmo de los poderosos que se habían mostrado «más despiadados que el hambre y las epidemias». A pesar de ello, no dispone la expropiación general de las tierras adquiridas, como se podía haber esperado en cumplimiento de las disposiciones anteriores. Todas las donaciones, herencias y acuerdos similares, en cambio, fueron declarados nulos. También debieron restituirse, sin compensación alguna, los bienes para los que se había pagado una suma inferior a la mitad del precio estipulado como justo. Pero si se trataba de una compra en regla, la devolución del bien estaba ligada a la condición de que se restituyera el precio de compra en el plazo de tres años. Para el futuro, se volvió a prohibir cualquier adquisición de tierra de labranza por parte de los poderosos y se dispuso la restitución, sin compensación, de los bienes adquiridos y el pago de una multa a las arcas estatales. Para terminar, el emperador expresó su convencimiento de que, mediante el poder de la ley, vencería a los enemigos del interior de la misma manera que había vencido a los enemigos del exterior.

Por muy duro que fuera el lenguaje del emperador, esta Novella demostraba precisamente la imposibilidad de aplicar las medidas del gobierno con el rigor previsto. Con toda seguridad puede suponerse que gran parte de los bienes de campesinos, adquiridos durante la carestía, quedó en manos de los poderosos. Porque es casi inimaginable que aquel campesino que se había visto forzado a desprenderse de su bien, estuviera en condiciones de reunir los medios necesarios para devolver la suma recibida en el plazo de tres años. Incluso en los casos de tina compra injusta que, según la ley, tendría como consecuencia la restitución gratuita del bien adquirido, el campesino, en la realidad, se vería pocas veces restituido en su derecho de propietario, teniendo en cuenta que los compradores injustos cuya culpabilidad había que demostrar, eran todavía en la mayoría de los casos los funcionarios locales a los que el campesino estaba sometido, o bien parientes o amigos de éstos. Los latifundistas y los funcionarios formaban una sola casta. Lo mismo que la adquisición de bienes en provincia formaba parte de la ambición natural de un funcionario bien situado, los propietarios terratenientes ricos ambicionaban su ascenso al estamento de los funcionarios para procurarse la importancia social y las relaciones necesarias, ya sea por medio de ocupar un puesto como funcionario, ya sea sólo mediante la adquisición de un título de funcionario. En general, el «poderoso» era terrateniente y funcionario en una sola persona. A la voluntad del poder central se oponía la voluntad cerrada de los elementos económica y socialmente más considerados. Los que estaban encargados de llevar a la práctica la ejecución de las disposiciones imperiales eran, pues, casi siempre los que estaban interesados en que no se cumpliesen.

Pero también los mismos pequeños propietarios, a los que el gobierno imperial pretendía proteger contra la codicia de los poderosos, se oponían a veces a sus intenciones. La carga tributaria excesiva provocó un movimiento tendente al patrocinio. El campesinado económicamente arruinado renunciaba a su dolorosa libertad y se colocaba bajo el patronato de un señor poderoso, lo que prometía un alivio de las pesadas obligaciones y cargas. Esto explica que los campesinos no sólo vendieran, sino que a veces incluso regalaban sus tierras a los poderosos, según se desprende de las mismas leyes imperiales, lo que no significaba otra cosa que su libre decisión de someterse a un patrono para escapar así de la inseguridad y de la miseria y protegerse contra las excesivas exigencias tributarias del Estado, y ante todo contra las extorsiones de los recaudadores de impuestos. En realidad, el poder central no defendía los derechos v la independencia de los pequeños propietarios, como intentan demostrar las Novellae imperiales. Lo que defendía el gobierno eran sus propios derechos a los impuestos y a las prestaciones de los pequeños propietarios que la aristocracia latifundista quería arrebatarle. La magnitud de la crisis residía en que la aristocracia feudal, fortalecida, pretendía arrancar al Estado sus campesinos y sus soldados, aumentando así su propiedad territorial y el número de sus paroikoi. El objeto de la lucha entre el poder central y las fuerzas feudales no era sólo la propiedad territorial de campesinos y ostratiotas, sino también, e incluso en mayor grado, estos pequeños propietarios mismos en los que ambas partes tenían, de hecho, un interés especial.

En lo que se refiere a política exterior, el Imperio, hasta 927, estaba sobre todo comprometido en la lucha contra Simeón. Sin embargo, en este período ya se hace notar una cierta afirmación de la fuerza militar bizantina. El poder naval en particular se había fortalecido bajo la soberanía del antiguo drungario de la flota, Romano Lecapeno. Ya en 924, la flota imperial destruyó, cerca de Lemnos, la escuadra de León de Trípoli, el conquistador de Tesalónica, y restableció su soberanía en el Mar Egeo. Pero después de eliminar el peligro búlgaro, se inició también en Oriente una ofensiva bizantina najo el mando del excelente general Juan Curcuas. La frontera del Tauro permaneció sin alteraciones, siendo el escenario de las confrontaciones bélicas Armenia y, ante todo, el norte de Mesopotamia. El primer gran triunfo fue la toma de Melitene: la importante ciudad que repetidas veces había sido objetivo de las expediciones bizantinas, fue ocupada por Juan Curcuas en 931 por primera vez, volviendo a caer en manos de los árabes para rendirse de nuevo al general bizantino el 19 de mayo de .934, quedando entonces bajo soberanía bizantina por un tiempo prolongado. Juan Curcuas encontró un contrincante digno en la persona del emir de Mosul y Alepo, Saif-ad-Dawlah, un miembro de la dinastía de los Hamdaníes. Mientras el poder del Califa de los Abbasidas de Bagdad decaía constantemente, el poder de los Hamdaníes aumentaba, de manera que la dirección de la guerra contra Bizancio correspondía a Saíd-ad-Dawlah, viéndose Bizancio ante la necesidad de establecer relaciones amistosas con el Califato de Bagdad y con los Ijsidíes de Egipto, para defenderse del nuevo enemigo. En septiembre de 938, el Hamdánida consiguió una gran victoria sobre Juan Curcuas en la región superior del Eufrates, invadió después Armenia, obligó a varios príncipes armenios e íberos a reconocer su soberanía y, después de pasar por el país sometido, apareció en territorio bizantino con el fin de devastar la región cerca de Colonea (940). Mientras tanto estallaron conflictos en el Califato, y Saif-ad-Dawlah inició la retirada para no perder la ocasión de intervenir en los acontecimientos de Bagdad.

Para Bizancio, esta interrupción fue tanto más favorable cuanto que se vio sorprendido, en junio de 941, por un ataque de los rusos. Estos desembarcaron en la costa de Bitinia y devastaron todo el litoral asiático del Bósforo. La calma en Oriente permitió a Juan Curcuas aparecer en el campo de batalla del Bósforo afrontando eficazmente al enemigo. Los rusos sufrieron varias derrotas, y cuando se disponían a la retirada, sus barcos fueron destruidos por el fuego griego en una batalla naval dirigida por el parakoimómeno Teófanes. La diferencia en el desenlace de los ataques rusos de 907 y 941 deja entrever hasta qué punto había aumentado el poder militar del Estado bizantino en el tiempo intermedio. Pero cuando en 943 el príncipe ruso Igor hizo acto de presencia en el Danubio con un gran ejército de rusos y pechenegos, el gobierno bizantino consideró oportuno llegar a un acuerdo con el enemigo y renovar el tratado comercial con Kiev. Este tratado, firmado en 944, enlaza en lo esencial con el tratado de 911, concluido después del ataque de Oleg a Constantinopla, pero en algunos puntos resulta más favorable para Bizancio.

Después de vencer a los rusos en el Bósforo, Juan Curcuas pudo regresar a Oriente y reanudar sus operaciones en Mesopotamia. En una rápida marcha victoriosa conquistó Martirópolis, Amida, Dara y Nisibis (943) y se dirigió después hacia Edesa, donde se conservaba una de las reliquias cristianas más insignes, la imagen milagrosa de Cristo conocida por la leyenda de Abgar. Un duro asedio obligó a la ciudad a entregar el santo «mandylion» «no hecho por mano de hombre». La reliquia liberada del poder de los infieles por la fuerza de las armas bizantinas fue llevada con gran solemnidad a Constantinopla. Su acogida en la capital bizantina el 15 de agosto de 944 revistió el carácter de una impresionante ceremonia religiosa.

Las victorias de Juan Curcuas habían trasladado la frontera bizantina de manera considerable hacia Oriente, había mejorado la imagen de Bizancio en Asia y sentado las bases para la ofensiva decisiva bajo Nicéforo Focas y Juan Tzimisces. Impresionadas por el despliegue de fuerza del Imperio Bizantino, tribus enteras de árabes se pasaron al Imperio para ser asentadas en las provincias bizantinas después de haber abrazado el cristianismo. Esta despoblación de la región fronteriza facilitó considerablemente el posterior avance de los bizantinos.

La conquista del santo «mandylion» fue el último triunfo del emperador Romano I. El destino le reservó un final extrañamente trágico, poniendo de manifiesto la veracidad de la frase bíblica de que «los peores enemigos del hombre son los que tiene más próximos». Romano, cuya posición parecía ser imperturbable, fue víctima de la ambición de poder de sus propios hijos. El mayor, Cristóforo, al que había destinado como sucesor suyo en el trono, había muerto en 931. Romano había juzgado bien a sus hijos más jóvenes al no darles la primacía sobre el emperador legítimo. Por esta razón, y temiendo que después de la muerte de su envejecido padre el gobierno recaería en Constantino Porfirogeneta, Esteban y Constantino decidieron dar un golpe de Estado. El 16 de diciembre de 944, el viejo emperador fue capturado por orden de sus hijos y deportado a la isla de Proti. En este solitario exilio, Romano, uno de los soberanos más importante de la historia bizantina, concluyó su vida como monje el 15 de junio de 948.

Pronto se mostró que los dos jóvenes Lecapenos habían cometido un grave error de cálculo. Es posible que hubieran seguido las sugerencias de Constantino VII. En cualquier caso, todo el beneficio fue para el Porfirogeneta, ya que encontró apoyo en el sentimiento de legitimidad dinástica del pueblo bizantino, mientras que nadie respaldaba a los dos artífices del golpe; alejando a su viejo padre, ellos mismos se habían privado del único apoyo firme del que disponían. Pero no llegaron a realizar la segunda parte de su proyecto, que consistía en eliminar al emperador legítimo. El 27 de enero de 945 fueron detenidos por orden de Constantino VII y enviados a exilio, donde más tarde ambos murieron de muerte violenta.

Así, Constantino VII Porfirogeneta, ya con cerca de los cuarenta años, llegó a ejercer los derechos de soberano después de haber ostentado la corona imperial desde su más tierna infancia durante treinta y tres años. El Domingo de Resurrección, el 6 de abril de 945, su hijo Romano recibió también la dignidad imperial. El hecho de que Constantino VII permaneciera tanto tiempo excluido del gobierno y que aceptara esta humillación que tan profundamente hería a su amor propio, era menos el resultado de las circunstancias externas que el producto del carácter personal del emperador Porfirogeneta. Más aún que en su padre León VI, se notaba en él un predominio del literato docto sobre el estadista. Amigo ávido de lecturas, investigador vivamente interesado en la historia cuya única pasión era el estudio y la composición de obras, vivía más en el pasado que en el presente. También le interesaba la política e incluso el arte bélico, pero sólo de manera teórica, igual que le interesaba cualquier rama del saber. En la época de su gobierno en solitario, pues, se dejó llevar siempre por la voluntad de otros, en especial por la de su esposa Elena, en cuyas venas pulsaba la sangre ambiciosa de poder propia de los Lecapenos.

El papel histórico de Constantino VII no está en su insignificante actividad como hombre de Estado, sino en su trabajo extremadamente intenso y fecundo en el campo de la cultura y de la ciencia. El compuso una enciclopedia bajo el título de Libro de las ceremonias, de incalculable valor como fuente histórica; también redactó una disertación histórico-geográfica sobre las provincias del Imperio, un tratado importantísimo sobre países y pueblos y una biografía de su abuelo Basilio I. Varias obras históricas importantes, así como una serie de diversos escritos científicos y tratados prácticos nacieron por orden o iniciativa suya; también fomentó con gran entusiasmo la recopilación de resúmenes tomados de antiguos escritores, sobre todo de los historiadores. El escritor y mecenas portador de corona dio un impulso poderoso a las fuerzas espirituales del Imperio, suscitando una actividad científica sin par. La época de su efímero gobierno fue una era brillante y sin duda significativa para la evolución global bizantina, si bien la actividad docta del emperador se concentró ante todo en la compilación. Le faltaba poder creativo, productor de nuevos valores culturales. Lo que le importaba era la recopilación de lo transmitido como materia de cultura y de enseñanza. La actividad literaria de Constantino VII tenía una finalidad práctico-didáctica: las obras redactadas y fomentadas por él habrían de servir de instrucción e iniciación práctica a sus contemporáneos y a la posteridad, pero en primer lugar a su hijo y sucesor Romano. La enciclopedia, el tratado, el relato de hechos históricos: éstas son las formas literarias cultivadas por Constantino VII y su círculo.

Después de la caída de los Lecapenos se produjo, como era de esperar, un importante cambio de personas en la corte bizantina. Constantino VII se echó en brazos de la poderosa familia de los Focas. Bardas Focas, hermano del anterior rival de Romano Lecapeno, se encargó del mando supremo del ejército, en calidad de domestikos de las scholae. A su lado, sus tres hijos jugaron el más importante papel en el ejército imperial. Pero a pesar del cambio de personas, y aunque Constantino VII alimentara durante toda su vida un sentimiento de amargura hacia su suegro, la línea política del gran soberano fue respetada sin modificaciones tanto en el interior como hacia el exterior. Incluso en política agraria el gobierno de Constantino VII se atuvo a la tendencia marcada por Romano Lecapeno y promulgó leyes adicionales para proteger la pequeña propiedad, pero sin referirse expresamente al promotor de esta legislación.

Una ley de marzo, de 947, redactada por el patricio y cuestor Teófilo y destinada, en primer término, a los themas de los Anatolios y de los Tracesios, impuso la inmediata restitución, sin compensación, de todos los bienes campesinos que los poderosos hubieran adquirido después de iniciar Constantino VII su gobierno en solitario, o los que adquiriesen en el futuro. También en caso de venta de bienes por parte de los poderosos, los campesinos deberían, de ahora en adelante, tener el derecho de preferencia en condiciones por lo demás iguales. Pero para compras más antiguas regían las disposiciones anteriores, lo que significa que la obligación de restituir el precio de la compra —lo que sin duda era una importante concesión a los poderosos— se extendía a las ventas realizadas durante todo el tiempo hasta 945. No obstante, la ley de Constantino VII excluye de esta obligación a todos los vendedores cuyos medios no sobrepasaran las 50 piezas de oro. En cambio, una Novella de su hijo demuestra que Constantino VII, a instancias de los poderosos, tuvo que revocar esta restricción mediante una ley posterior que no nos ha llegado y por la cual sólo se prolongaba el plazo de la restitución del precio de la compra de tres a cinco años.

Otra ley de Constantino VII, procedente de la pluma del patricio y cuestor Teodoro el Decapolites, se refiere a los bienes militares y determina que aquellos bienes de los cuales los soldados sacaban los medios para su manutención y su equipo, no podían ser vendidos; las parcelas de los estratiotas a caballo, así como las de los marineros de los themas (de los Cibyrreotas, del Aegaeon Pelagos y de la isla de Samos), deberían tener, según su procedencia, el valor de al menos cuatro libras de oro cada una, las de los marineros de la flota imperial a sueldo de dos libras cada una. Se admitían divisiones de los bienes militares por herencia, a condición de que los herederos respondieran conjuntamente a la obligación de prestar servicio. Si el valor del bien de un soldado sobrepasaba el mínimo marcado por la ley, sólo podía venderse la parte sobrante en caso de que ésta no se encontrase anotada en las listas de los estratiotas. La prescripción para una posesión incontestada de un antiguo bien militar era de cuarenta años. El antiguo derecho, según el cual los bienes militares vendidos ilegalmente habían de ser restituidos sin compensación alguna, debía observarse con más severidad; el derecho a la restitución no sólo correspondía al propietario anterior, sino también —conforme al derecho de preferencia— a los familiares hasta el sexto grado; después también a aquellos que habían de cumplir la obligación de prestar servicio conjuntamente con el antiguo propietario o que prestaban servicio de armas junto con éste, así como a los estratiotas más pobres que pagaban los impuestos colectivos con él, y, finalmente, a los campesinos pertenecientes a la misma comunidad rural.

El mismo Teodoro Decapolites redactó también una Novella publicada bajo el gobierno del hijo de Constantino VII, Romano II, en la cual explica las disposiciones anteriores y se ocupa del problema —aún sin resolver definitivamente— de los bienes comprados a partir de la epidemia de hambre de 927-28, confirmando, una vez más, que las parcelas vendidas después de iniciarse el gobierno en solitario de Constantino VII, habían de ser restituidas sin compensación alguna. Una Novella de marzo de 962 del mismo emperador contiene aclaraciones de las disposiciones más antiguas sobre los bienes de los estratiotas y establecía el principio de que los compradores de buena fe estaban sólo sometidos a una devolución sin compensación, mientras que los compradores de mala fe habían de pagar, además, una multa. En política exterior, la guerra contra los árabes de Oriente siguió ocupando el primer lugar durante el reinado personal de Constantino VII. Las monótonas luchas en el sur de Italia iban sucediéndose sin ejercer una mayor influencia en la evolución general. En la frontera búlgara predominó una paz inalterable; las incursiones húngaras fueron rechazadas con éxito (tanto en 934 y 943 como en 959 y 961). Bizancio concentraba, pues, sus fuerzas militares en Asia y en el Mediterráneo oriental. En 949, el gobierno de Constantino VII emprendió una ofensiva contra el nido de piratas de Creta, cuya envergadura y volumen de gastos recuerdan las grandes expediciones de la época de León VI. También esta vez, sin embargo, todos los esfuerzos militares y sacrificios económicos fueron en vano. La empresa fracasó lamentablemente a consecuencia de la incapacidad del comandante en jefe, Constantino Gongylas. Las luchas transcurrieron con mejor suerte, aunque con éxito variable en Siria del norte y Mesopotamia, donde el Imperio se enfrentaba con su viejo enemigo Saif-ad-Dawlah. En 949 los bizantinos conquistaron Germanicea, asestaron varias derrotas al ejército enemigo y cruzaron el Eufrates en 952. Pero a continuación la suerte cambió y Saif-ad-Dawlah volvió a apoderarse de Germanicea, penetró en territorio imperial e hizo prisionero al hijo del domestikos, Constantino Focas (953). Durante los años siguientes, Saif-ad-Dawlah se mantuvo victorioso, y sólo poco a poco el ejército bizantino volvió a la ofensiva bajo el mando de Nicéforo Focas, al que su padre había confiado la dirección del ejército. En junio de 957 se entregaba Hadath en la Siria del norte y en 958 Juan Tzimisces, después de una violenta batalla, ocupaba Samosata en la Mesopotamia del norte.

Uno de los rasgos característicos de la época de Constantino VII fue las relaciones diplomáticas extremadamente intensas con las cortes extranjeras. Aparte de las numerosas embajadas encargadas de negociar con los estados árabes beligerantes y sus vecinos, se intercambiaron embajadas suntuosas con el califa Omeya Abd-el-Rahman III de Córdoba y con Otón el Grande. El mayor significado histórico correspondió, sin embargo, al solemne recibimiento de la princesa rusa Olga, que en otoño de 957 pasó una larga temporada en la corte imperial. La visita personal de la regente del joven Estado de Kiev, que poco antes había abrazado el cristianismo, adoptando en su bautismo el nombre de Elena —el de la esposa del emperador bizantino , abrió una nueva era en las relaciones bizantino-rusas y dio nuevos impulsos esperanzadores a la labor misionera de la Iglesia bizantina en Rusia.

5.

 LA ÉPOCA DE LAS CONQUISTAS:

NICÉFORAS FOCAS Y JUAN TZIMISCES

 

A la muerte de Constantino VII (+ 9 de noviembre de 959), ocupó el trono su hijo Romano II, un adolescente bien parecido y simpático pero frívolo y de voluntad débil, que había heredado la incapacidad política de su padre pero no la seriedad científica de aquél. Por deseo de Romano Lecapeno, se había casado de niño con una hija ilegítima de Hugo de Provenza, pero la muerte prematura de la pequeña princesa disolvió esta unión deshonrosa para el hijo porfirogeneta antes de convertirse en un verdadero matrimonio. Hacia 956, Romano se casó, por inclinación propia, con la hija de un tabernero, Anastasio, que, como emperatriz, tomó el nombre de Teófano. Esta mujer, extremadamente bella pero desprovista de moral alguna y ambiciosa sin límites, estaba destinada a jugar un papel extraordinario en la historia del Imperio Bizantino. Romano II estaba completamente dominado por ella. La emperatriz madre, Elena, tuvo que retirarse para complacerla; las cinco hermanas del emperador fueron enviadas por la fuerza a un monasterio. Romano nunca se ocupó realmente de los asuntos de Estado, dejándolos al cuidado del inteligente eunuco José Bringas, que al final ocupó la función de parakoimomenos y actuó como paradynasteon. El emperador descansó, sobre todo, en los laureles cosechados por el glorioso domestikos Nicéforo Focas, y su corto reinado sólo merece atención como transición al gobierno de este excelente general.

En verano de 960, Nicéforo Focas embarcó hacia Creta, a la cabeza de una gran flota. Después de un asedio extremadamente duro durante todo el invierno, sus tropas asaltaron Chandax (Kandía = Herakleion), la capital de la isla. La isla, que había pertenecido a los árabes durante siglo y medio constituyendo el apoyo más importante de su poder naval en el Mediterráneo oriental, volvió a ser dominio del Imperio Bizantino. Desde hacía siglos, Bizancio no había registrado una victoria de tanta envergadura.

Después de un recibimiento triunfal en Constantinopla, Nicéforo Focas volvió a la lucha contra Saíf-ad-Dawlah en Asia. Allí su ofensiva fue la disputada Germanicea, Anazarbos, Raban y Duluk (Doliche, Teluch); en diciembre de 962 se rindió también Alepo, la capital de Saíf-ad-Dawlah, después de un difícil asedio. Aunque la conquista de estas ciudades no implicaba su posesión, el victorioso avance del general bizantino demostró su gran superioridad. A partir de este momento, la lucha con los Hamdaníes, centro de atención de la política exterior bizantina desde hacía tres décadas, estaba decidida a favor de los bizantinos. La conquista de Creta en el Mediterráneo oriental y la victoria en Asia Menor sobre Saif-ad-Dawlah habían destruido el centro de poder más peligroso para Bizancio, despejando el camino para una penetración más profunda en Oriente.

En recompensa, el glorioso general recibió la corona imperial. La muerte prematura de Romano II, ocurrida el 15 de marzo de 963, puso primero el poder en manos de la emperatriz Teófano, que asumió la regencia de sus hijos menores de edad, Basilio II y Constantino VIII. La inteligente emperatriz sabía muy bien que este arreglo no podía durar mucho tiempo. Traicionando los planes de José Bringas, se puso de acuerdo con Nicéforo Focas. Este fue proclamado emperador por sus tropas en Cesárea, entró en Constantinopla el 14 de agosto, venció la resistencia de Bringas en una sangrienta lucha callejera y fue coronado en Santa Sofía el 16 de agosto. La joven emperatriz ofreció su mano al guerrero envejecido en los combates. El usurpador entró así en relación con la dinastía macedónica legítima, y como padrastro de los dos príncipes porfirogenetas, se convirtió en su protector. En el lugar de Bringas, se encargó de la dirección de la administración civil el eunuco Basilio, un hijo ilegítimo de Romano Lecapeno, hombre de una astucia típicamente bizantina y de una codicia ilimitada, pero al mismo tiempo dotado de cualidades extraordinarias como hombre de Estado. Ya había jugado un papel importante bajo Constantino VII; ahora fue premiado, como parakoimomenos, con el título recién creado de un proedros, la mano derecha del nuevo emperador. El mando supremo en Oriente corrió a cargo del brillante general Juan Tzimisces como domestikos de Oriente; era el representante de una noble familia armenia y, junto con el emperador, el general bizantino más destacado de su tiempo. El hermano y viejo amigo de armas del emperador, León Focas, recibió el título de curopalate como domestikos de Occidente, mientras que su viejo padre, antaño domestikos de las scholae, Bardas Focas, fue condecorado con la dignidad de César.

Con Nicéforo Focas (963-69) llegó al gobierno una de las más importantes familias de magnates de Asia Menor, sin que ni la apariencia ni el comportamiento del nuevo emperador confirmaran su procedencia aristocrática. Su aspecto externo era poco atractivo, su naturaleza áspera y sombría, su modo de vida de una sencillez ascética. Su única pasión era la lucha en el campo de batalla; la oración y el trato con hombres de vida santa su única necesidad espiritual. Guerrero y monje en una misma persona, fue un ferviente admirador de San Atanasio, fundador de la gran Laura monástica en la montaña de Athos. Bajo su mando empezó el apogeo de este importante centro del monacato griego, y durante toda su vida Nicéforo, «la muerte pálida de los Sarracenos», pareció jugar con la idea de retirarse del mundo y hacerse monje.

Pero a pesar de sus costumbres poco aristocráticas, Nicéforo era y seguirá siendo un auténtico representante de los poderosos, y su advenimiento al poder supremo significó una victoria de la aristocracia bizantina. Si hasta entonces el gobierno bizantino había luchado contra el afán expansionista de los grandes terratenientes, los poderosos iban ahora a devolver el golpe. Una ley de Nicéforo Focas que parece datar del año 967: empieza con la constatación de que sus antecesores habían demostrado una parcialidad a favor de los campesinos, pecando así contra el principio de una justicia igual para todos los súbditos. Nicéforo retiraba a los pobres el derecho de preferencia en caso de venta de bienes por parte de los poderosos. Por lo demás, seguía siendo válido el antiguo derecho, pero se cancelaba cualquier reclamación referente a la época antes del año de hambre de 927-28, ya que había caducado el plazo de prescripción de los 40 años. En realidad, estas disposiciones no eran demasiado incisivas, teniendo en cuenta de que parece dudoso si los campesinos tuvieron realmente alguna vez la oportunidad de hacer valer su derecho de preferencia ante los poderosos. De todas formas, la nueva ley tuvo un efecto psicológico extraordinario por proteger contra la legislación anterior a los poderosos, en nombre de la justicia. Nicéforo Focas se distanció claramente de la política antiaristocrática de sus predecesores.

Sin embargo, el emperador soldado procuró consolidar y aumentar la propiedad de los estratiotas. En caso de reclamaciones de las ventas en épocas anteriores, el bien militar debía tener, según la antigua norma, un valor mínimo de cuatro libras de oro; la devolución tenía que ser gratuita hasta alcanzar este mínimo, y consistir en la restitución del precio de compra por la cantidad que sobrepasaba dicho mínimo. Pero, teniendo en cuenta el aumento de los costos para el nuevo y pesado equipamiento de los soldados, en el futuro el mínimo inalienable de los bienes de estratiotas no debía ser inferior a doce libras de oro, de manera que el estratiota no pudiera vender nada de sus parcelas si su valor global no sobrepasaba este límite, teniendo que restituir sin compensación cualquier alienación de parcelas que hubiera reducido el valor de sus bienes por debajo de este mínimo. Sólo al efectuar una alienación por encima de este nivel mínimo, se le obligaba a reembolsar el precio de compra en caso de presentarse una reclamación. El aumento al triple de la propiedad militar por Nicéforo tuvo que producir, necesariamente, un cambio en la composición social del ejército bizantino. Esta disposición significó igualmente una disgresión fundamental de la política anterior que se había basado en la pequeña propiedad de los «pobres». Los estratiotas bien armados de Nicéforo, a los que él deseaba asegurar una propiedad por valor de doce libras de oro, ya no podían ser «pobres». Sólo podían ser reclutados entre los miembros de la pequeña nobleza de formación reciente y a la que hace referencia, una vez más, la legislación de la dinastía macedónica

Por otra parte, Nicéforo procuró evitar el crecimiento de las propiedades eclesiásticas y monásticas, siguiendo en este caso el ejemplo de Romano Lecapeno. Pero mientras que éste último sólo había conseguido avivar el problema, Nicéforo, en 964, promulgó una ley especial contra el crecimiento de la gran propiedad eclesiástica que representa uno de los monumentos más audaces de la legislación bizantina. La gran propiedad religiosa crecía casi tan deprisa como la laica, constantemente alimentada por donaciones y legados testamentarios de bizantinos piadosos de todas las capas sociales. Continuamente se fundaban nuevos monasterios con las correspondientes atribuciones de tierras. Aunque la propiedad territorial de mano muerta estaba, en principio, sujeta a impuestos, el Estado no podía esperar de ella las mismas prestaciones que de otros tipos de propiedad, ya que la base de la obligatoriedad tributaria quedaba frecuentemente suspendida por la concesión de privilegios. En el momento en que se hacía sentir un ansia de tierras en el Imperio —la encarnizada lucha .por los bienes de los campesinos y de los soldados demuestra su existencia incluso en el siglo X—, el incremento de la propiedad religiosa era desfavorable para el Estado, siempre que se producía a costa de la propiedad de tierra más productiva. Pero estas consideraciones no fueron las únicas que determinaron aquellas medidas: el piadoso emperador actuó también por motivos religiosos y morales. Sin piedad castigó la codicia que hacía olvidar su voto a los monjes que sólo pensaban en la acumulación de bienes, convirtiendo la vida monacal en un «espectáculo vano y deshonroso para el nombre de Cristo». La donación de tierras a monasterios, a instituciones eclesiásticas, así como a personas religiosas habían de suspenderse. También prohibió la fundación de nuevos monasterios e instituciones eclesiásticas, puesto que su creación solía ser dictada por un vano afán de gloria. El que quisiera practicar la caridad era libre de ayudar a refortalecer las antiguas fundaciones venidas a menos, aunque tampoco podía regalar tierras a éstas, sino que debía vender los bienes destinados a tal fin y entregar la suma obtenida, pudiendo vender a cualquier terrateniente, es decir también a un poderoso. En cambio, la instalación de celdas y lauras en regiones desérticas que no pretendieran la adquisición de otras tierras, sería no sólo permitida, sino incluso recomendada, como un acto digno de elogio. Esta ley tan audaz no permaneció mucho tiempo en vigor, pero fue altamente significativa tanto de los principios fundamentales de la política estatal del emperador Nicéforo como de su piedad puritana.

El hecho de que este impulso expansionista de los elementos económicamente más fuertes se concentrara sobre todo en la agricultura y en la adquisición de los bienes campesinos, tiene su explicación en la situación de la economía urbana. En las ciudades el poder estatal puso trabas aún más severas al libre juego de las fuerzas económicas que en el campo. La economía urbana, fuertemente controlada, no dejaba margen alguno al despliegue de una iniciativa privada, de manera que la inversión de fondos libres en la adquisición de propiedades rurales constituía prácticamente la única salida.

El empuje expansivo de la nobleza terrateniente se manifestó de dos maneras. Por un lado, absorbió la pequeña propiedad en las provincias bizantinas minando así el orden económico-social de Bizancio, y por otro ensanchó las fronteras del Imperio sabiendo cómo hacerse incluso con las tierras de los enemigos del Imperio. La expansión bizantina en Oriente durante el siglo X es, en primer lugar, obra de la aristocracia de Asia Menor. Pero al mismo tiempo, las conquistas son un reflejo del fuerte entusiasmo religioso que impulsó a Bizancio en la lucha contra los infieles.

Nicéforo Focas estaba lleno de este entusiasmo. La guerra contra el Islam era para él una especie de misión sagrada. Incluso exigió que se declarase mártires a todos los guerreros muertos en la lucha contra el infiel. Esta exigencia expresaba, en una extraña exaltación del sentimiento bizantino, que la guerra contra los musulmanes era una guerra santa, sentimiento que confería un importante impulso a los planes expansionistas del Estado bizantino.

Siendo emperador, continuó las conquistas iniciadas por él como domestikos bajo Romano II. El reinado de Nicéforo Focas y los de sus sucesores constituye la más gloriosa época militar del Estado bizantino medieval. La frontera del Tauro, establecida desde hacía siglos, cedió ante el poderoso avance de su ejército. Los dos primeros años de su gobierno estuvieron dedicados a la guerra en las montañas de Cilicia, una guerra muy penosa y agotadora, cuyo acontecimiento central fue el asedio de Tarso y Mopsuestia. Sólo en el verano de 965 se rindieron las dos plazas, agotadas por el hambre. En el mismo año, la flota bizantina ocupó Chipre, lo que supuso un nuevo y considerable fortalecimiento de la posición bizantina en el Mediterráneo oriental. Pero la conquista de Cilicia y de Chipre preparó sobre todo el camino para la realización del objetivo principal de Nicéforo Focas: la sumisión de Siria. En octubre de 966, el emperador se encontraba ante las murallas de Antioquía, pero tuvo que retirarse sin conseguir nada. Sólo en 968 volvió a aparecer en Siria, penetró hacia el sur a lo largo de la costa conquistando una ciudad tras otra, y se dirigió de nuevo contra Antioquía. A pesar de todos los esfuerzos, el sitio se prolongó y el emperador ya había regresado a Constantinopla, cuando el 28 de octubre de 969 los generales Pedro Focas y Miguel Burtzes consiguieron finalmente apoderarse de la capital siria. Pocos meses después cayó también Alepo, cuyo emir, el segundo sucesor de Saif-ad-Dawlah (+ 967) tuvo que firmar una paz humillante con Bizancio. Una parte de Siria, con Antioquía, fue anexionada al Imperio, la otra parte, con Alepo, reconoció la soberanía de Bizancio.

Las posesiones territoriales del Imperio Bizantino habían aumentado considerablemente a consecuencia de la anexión de Cilicia y de una gran parte de Siria. Sus fronteras abarcaban uno de los centros más importantes de Oriente, la ciudad patriarcal Antioquía, que había permanecido bajo el dominio musulmán durante más de tres siglos y que el Imperio parecía haber perdido para siempre. Ahora esta metrópoli, tan rica en recuerdos históricos y tradiciones religiosas, volvió a ser bizantina. Más allá de esta posesión directa, el protectorado del emperador bizantino alcanzaba el territorio de la capital de los Hamdaníes, tan poderosa en el pasado: el emir de Alepo era un vasallo de Bizancio, sus súbditos no cristianos pagaban tributo al Imperio.

Esta época de gran expansión del Imperio Bizantino coincide con la renovación del Imperio Occidental. Volvió a surgir la rivalidad entre ambos Imperios, basada ideológicamente en el exclusivismo de la idea del Imperio y en la misma pretensión, por ambas partes, de ser los herederos de Roma; políticamente estaba fundamentada en los intereses entrelazados de las dos potencias en los territorios de Italia del sur. Un año antes de subir al trono Nicéforo Focas, Otón el Grande, que había recibido la corona imperial en Roma y había sometido a su poder casi toda Italia, envió una embajada a Constantinopla, en 968, con el propósito de llegar a un acuerdo amistoso sobre las posesiones italianas que aún no eran suyas. Su embajador, el obispo Liutprando de Cremona, que ya había venido a la capital bizantina bajo Constantino VII con una misión de Berengario II, ofreció al gobierno bizantino el proyecto de un enlace matrimonial entre el hijo de Otón I y una hermana del joven emperador porfirogeneta de Bizancio, cuya dote debían ser las posesiones del Imperio Bizantino en la Italia meridional. Esta propuesta fue considerada un insulto y contestada como tal. A los ojos del soberano bizantino, los acontecimientos más recientes de Occidente habían ofendido de muchas maneras los intereses y la dignidad de su Imperio. El que Otón se hubiera apoderado de la corona imperial, que se hiciera jefe de Roma y de la Iglesia romana, que posara su mano sobre casi toda Italia, que se uniera a los condes de Capua y Benevento, vasallos del Imperio Bizantino, y que incluso lanzara un ataque —si bien en vano —contra la ciudad bizantina de Bari, todo ello enfureció al máximo al emperador bizantino, cuya conciencia de poder había aumentado enormemente después de los extraordinarios éxitos obtenidos en sus más recientes empresas en Oriente. El valiente embajador de Otón el Grande, tratado en Constantinopla como un prisionero, tuvo que aceptar la lección de que su amo no era ni emperador ni romano, sino un rey bárbaro, y que quedaba descartada la posibilidad de un matrimonio entre el hijo de un soberano bárbaro y una hija porfirogeneta del emperador.

En un principio, tampoco la vecina Bulgaria había captado la importancia que tenía el gran incremento de poder del Estado bizantino. Después de la conquista de Cilicia y Chipre, en otoño de 965, embajadores búlgaros llegaron a Constantinopla para reclamar los tributos asegurados por los gobiernos bizantinos precedentes 180. Indignado por esta pretensión, el emperador mandó azotar a los embajadores y los mandó a casa bajo insultos y amenazas. Nicéforo arrasó algunas fortalezas fronterizas búlgaras, pero se abstuvo de una confrontación bélica inmediata con Bulgaria para no distraerse de las empresas en Oriente. Dirigió una llamada al príncipe ruso Sviatoslav, para que pusiera en su lugar a los búlgaros, a cambio de una buena retribución. La solicitud del emperador bizantino vino muy oportunamente al belicoso hijo de Olga, cristiana y amiga de Bizancio, que había destruido el imperio Jázaro y se había creado un enorme poder. En 968 Sviatoslav cruzó el Danubio y derrotó sin esfuerzo a Bulgaria, desmoralizada interiormente, aunque no lo hiciera para prestar un servicio al emperador bizantino, sino para instaurar su propio poder en el Danubio. Un ataque de los pechenegos contra Kiev le obligó a regresar a su país en 969, pero en el verano del mismo año volvió a aparecer en los Balcanes destronó al zar Boris, hijo de Pedro que había muerto entre tanto y se hizo dueño de Bulgaria. Nicéforo tuvo que reconocer que él mismo había sustituido a un adversario débil por un enemigo mucho más fuerte y más peligroso. Entonces intentó aliarse con los búlgaros contra Sviatoslav e incluso proyectó un matrimonio de los jóvenes príncipes porfirogenetas con dos princesas búlgaras 182. Pero el grave error cometido por él no tuvo tan fácil remedio: Nicéforo dejó una herencia pesada a su sucesor en los Balcanes.

Seis semanas después de la toma de Antioquía, Nicéforo Focas fue víctima de un atentado. A pesar de sus grandiosos éxitos, no había podido llegar a ser un príncipe popular. El régimen militar del emperador, que subordinaba toda la vida del Estado a los intereses del ejército y que aumentaba sin compasión la presión fiscal para poder hacer frente a los gastos de las grandes campañas, representaba una dura carga para la población. De su época nos han llegado noticias de un gran incremento en el coste de vida y de una importante devaluación monetaria. Pero lo que provocó su caída no fue la indignación del pueblo, sino la desavenencia con su antiguo amigo Juan Tzimisces y la traición de su esposa Teófano. Ella se convirtió en amante y cómplice del joven general glorioso que, aun pequeño de estatura, era muy hermoso y, a diferencia del emperador Nicéforo, de naturaleza agradable y atractiva. Fue ella la que preparó el atentado contra su esposo, siendo los ejecutores Tzimisces y sus amigos: en la noche del 10 al 11 de diciembre de 969, Nicéforo Focas fue asesinado en su alcoba.

Al trono imperial subió Juan Tzimisces (969-976). Pero Teófano quedó profundamente decepcionada en su esperanza de poder darle la mano como esposa. El asesinado encontró un vengador en el patriarca Polyeuctes, firmemente decidido a no dejar este crimen sin castigo. Exigió que Tzimisces hiciera penitencia, que echara a la emperatriz Teófano del palacio y castigara a los asesinos del emperador Nicéforo, sus cómplices. El emperador no tuvo más remedio que obedecer y cumplir las exigencias del patriarca. Sólo entonces el patriarca le permitió entrar en la iglesia y le coronó.

Este Canossa bizantino no pudo dejar de tener consecuencias en las relaciones Iglesia-Estado. El triunfo moral de la Iglesia se vio coronado por la revocación de la ley de su predecesor contra la propiedad monástica y eclesiástica a la que Tzimisces tuvo que acceder. Se conserva de él, uno de los emperadores más grandes y poderosos, un discurso que suena como una profesión de la doctrina fociana de la Epanagoge: «Conozco dos poderes en esta vida: el Sacerdocio y el Imperio; al primero, el Creador del mundo confió el cuidado de las almas, al segundo la autoridad sobre los cuerpos; si ambas partes no sufren daño alguno, el bienestar reina en el mundo». Teófano fue enviada al exilio, del que no regresaría hasta la entronización de sus hijos. Así terminó el papel histórico de esta mujer que ocupa un lugar especial en la historia bizantina como esposa y asesina de Nicéforo Focas, como amante de Juan Tzimisces y como madre de Basilio II. Tzimisces contrajo matrimonio de conveniencia que tenía en cuenta al máximo el principio de la legitimidad: casó con Teodora, la hija, ya no tan joven, de Constantino VII, tía de los pequeños emperadores Basilio y Constantino. Como antaño Nicéforo Focas, Tzimisces jugó ahora el papel de protector de los dos porfirogenetas. La dirección de la administración civil permaneció en manos del parakoimomenos Basilio, que se había pasado a tiempo al lado de Tzimisces y que, en el futuro, gozó de mayor in­fluencia aún. Los familiares del emperador asesinado intentaron en vano arrebatar el trono a Tzimisces. Bardas Focas, un sobrino del emperador Nicéforo e hijo del curopalate León se hizo proclamar emperador en Cesárea, la acrópolis de los Focas, pero fue vencido por Bardas Skleros, un cuñado de Juan Tzimisces, y encerrado con su familia en un monasterio de la isla de Quíos. El curopalate León fue cegado después de una rebelión fallida.

Igual que Nicéforo Focas, Tzimisces pertenecía a la más alta nobleza. Por parte de su padre estaba emparentado con los Curcuas, por parte de su madre con los mismos Focas; su primera mujer fue una Sklerina. Pero a diferencia de su antecesor, no hizo concesiones a la nobleza en cuanto a política agraria. Se conservan dos documentos que demuestran que Tzimisces dio orden a sus funcionarios en los themas de inspeccionar las propiedades rurales de los monasterios, y en caso de encontrar en ellas a antiguos estratiotas o campesinos comprometidos con el Estado, entregarlos a la autoridad estatal. Este ejemplo pone claramente de manifiesto que el poder central bizantino defendía sus propios intereses y derechos contra el crecimiento de la gran propiedad. Para no perder a los campesinos y soldados comprometidos con él, el gobierno bizantino se sirvió de medidas policiales, mandó efectuar redadas en las fincas e hizo regresar por la fuerza a sus antiguos lugares de residencia a los estratiotas y campesinos estatales que se habían asentado allí. Esta medida convertía a los pequeños propietarios independientes en paraikoi del Estado, ya que no sólo se les privada del derecho de disponer libremente de su propiedad territorial, sino también de la libertad de movimiento.

Igual que Nicéforo Focas, Juan Tzimisces fue un general de facultades realmente geniales, y como hombre de Estado superó a su predecesor, que había sido demasiado impulsivo. La complicada situación en los Balcanes, creada a raíz de la llamada hecha a Sviatoslav, requería una rápida solución, ya que la actitud del poderoso príncipe ruso era cada vez más amenazante, y los búlgaros parecían unirse a él para una guerra conjunta contra Bizancio. No tuvieron éxito los esfuerzos del emperador para llegar a un acuerdo pacífico con Sviatoslav: el nuevo soberano de Bulgaria pidió nada menos que la retirada de los bizantinos a Asia, cediéndole la parte europea del Imperio con Constantinopla. En estas condiciones, Tzimisces se vio obligado a encomendar la decisión a las armas. Su campaña contra Sviatoslav cuenta entre las hazañas más brillantes en la historia militar de Bizancio. En abril de 971167 marchó contra Gran Preslav y tomó la capital búlgara después de una lucha corta pero intensa. El emperador saludó como soberano de Bulgaria al zar destronado, que había caído en sus manos durante el combate. Esta actitud hábilmente calculada y el victorioso avance del ejército bizantino no dejaron de impresionar a los búlgaros, que empezaron a distanciarse de Sviatoslav. Desde Preslav, Tzimisces se dirigió, a marchas forzadas, contra la ciudad danubiana de Silistria (Dorostolon), tras cuyas murallas se había refugiado Sviatoslav. La ciudad fue rodeada, y al mismo tiempo apareció en el Danubio la flota bizantina con su terrible fuego griego. Los rusos ofrecieron una resistencia desesperada, pero el ejército imperial rechazó todas sus intentivas para salir, siendo cada vez más insoportable el hambre reinante en la asediada ciudad. A finales de julio, y después de que los rusos fracasaran en un último intento de romper el cerco, siendo de nuevo empujados hacia dentro de las murallas en una lucha durísima que por parte bizantina supuso también un último esfuerzo, Sviatoslav se entregó al vencedor. Se comprometió a evacuar Bulgaria y no volver a aparecer nunca en los Balcanes, y también a no atacar el territorio bizantino del Querson, sino al contrario apoyar a los bizantinos a defenderse de posibles adversarios. A cambio de estas garantías, el emperador suministró víveres a sus agotados guerreros y renovó los viejos privilegios comerciales de los rusos. Después de un encuentro personal con su vencedor, Sviatoslav se retiró a su país, pero en el camino encontró la muerte en un enfrentamiento con los pechenegos, cerca de los rápidos del Dniéper. La gran victoria de Juan Tzimisces significó un doble éxito para Bizancio: por un lado, libró al Imperio de un peligroso adversario, que había demostrado su gran poder conquistando el reino jázaro y aplastando Bulgaria, y, por otro, sometió Bulgaria a la soberanía bizantina. Porque si bien durante la lucha Tzimisces se había atribuido el papel de liberador de los búlgaros, no estaba dispuesto a restaurar el reino de Bulgaria. Anexionó el territorio que estaba a sus pies; el zar Boris fue traído prisionero a Constantinopla y el patriarcado búlgaro fue abolido.

El otro problema que su predecesor había dejado sin resolver pudo ser arreglado por vía diplomática. Juan Tzimisces no envió a Otón el Grande a la princesa porfirogeneta que había reclamado, sino a su propia pariente Teófano, con la que Otón contrajo matrimonio en Roma el 14 de abril de 972. El conflicto con el Imperio Occidental, que se había agudizado demasiado por la arrogancia de Nicéforo Focas, quedaba aplacado, al menos por el momento y, según parece, mediante el establecimiento del statu quo territorial.

En 972 volvió a reanudarse la guerra en Oriente, iniciada por un ataque del emperador al territorio mesopotámico de Nisibis y Mayafariqin. La principal batalla tuvo lugar en Siria, donde se trataba de fortalecer y continuar la obra de Nicéforo Focas. Los Fatimitas, que poco antes habían establecido su soberanía en Egipto, extendieron su poder al territorio de Asia Menor y emprendieron un ataque a Antioquía en 971. La campaña que inició Juan Tzimisces en 974 y, sobre todo, en 975, dentro de un verdadero espíritu de cruzada, representó un duro contragolpe. Desde Antioquía, el emperador marchó contra Emesa a principios de abril, y desde allí contra Baalbek, que cayó después de una breve resistencia. También Damasco se rindió al victorioso emperador, reconociendo su soberanía y comprometiéndose a pagar tributos. A continuación, Tzimisces, penetrando en Tierra Santa, se apoderó de Tiberiades, de Nazaret, de la ciudad costera de Acre y, finalmente, de Cesárea, el principal punto de apoyo de los árabes egipcios. Jerusalén, la ciudad santa, no estaba lejos, pero el emperador reconoció los peligros que encerraba un avance precipitado. Se retiró hacia el norte y ocupó una serie de importantes ciudades costeras en el camino, entre ellas Beirut y Sidón. En todas las ciudades incautadas instauraba un comandante imperial. Tzimisces mandó un mensaje de victoria a su aliado, el rey armenio Ashot III, que empezó con las siguientes palabras: «Toda Fenicia, Palestina y Siria han sido liberadas del yugo de los sarracenos y reconocen la soberanía de los romanos». Esta frase contiene, obviamente, fuertes exageraciones y no caracteriza lo verdaderamente alcanzado, sino el objetivo que el emperador se había propuesto para su cruzada. Pero incluso lo que alcanzó en su rápida campaña victoriosa significó un éxito arrollador: las conquistas de Nicéforo Focas no sólo quedaron aseguradas, sino considerablemente ampliadas, y de esta manera se encontró firmemente establecida la hegemonía del Imperio Bizantino en Asia Menor. Juan Tzimisces regresó de su gran campaña a Constantinopla con una enfermedad mortal, probablemente el tifus. El 10 de enero de 976 moría: su glorioso reinado tocó a su fin de manera inesperada y sólo después de seis años de duración.

6.

LA CULMINACION DEL PODER BIZANTINO: BASILIO II

 

Si bien los derechos imperiales de los representantes legítimos de la dinastía macedónica quedaron formalmente intactos tanto bajo Nicéforo Focas como bajo Juan Tzimisces, la idea de que el trono pertenecía en realidad a los porfirogenetas se había ido borrando, poco a poco, de la conciencia de los grandes de Bizancio. Se habían acostumbrado a ver el poder estatal en manos de un general procedente de las filas de las familias de magnates; así, a la muerte de Juan Tzimisces, apareció como candidato a la vacante de regente su cuñado Bardas Sitieros. El destino de la casa imperial macedónica parecía ser el mismo que el de los antiguos merovingios, es decir, ser víctima de los mayordomos de palacio más vitales, o ser condenada permanentemente a una existencia efímera puramente decorativa, igual que los Califas de Bagdad al lado de un sultanato militar todopoderoso. El que escapara a este destino se debe a la energía singular del joven emperador Basilio II.

Los hijos de Romano II habían alcanzado la edad de reinar: Basilio contaba dieciocho años, Constantino, dieciséis. Ellos tomaron el poder, apoyados eficazmente por el eunuco Basilio, su tío abuelo. Pero, de hecho, sólo gobernaría el hermano mayor, puesto que Constantino VIII, como buen hijo de su padre, era un frívolo vividor que sólo aspiraba al placer y a la disipación. Muy distinto a él era Basilio II, que pronto mostró ser un hombre de férrea voluntad y singular actividad: entre todos los sucesores de Basilio I, fue el único con naturaleza de soberano y el único estadista verdaderamente grande. Sin embargo, no estaba preparado en absoluto para el ejercicio del oficio de soberano. Desde su infancia había sido tratado como un simple figurante de las ceremonias cortesanas, como un accesorio decorativo, aunque inútil, de los poderosos usurpadores, y se encontraba, al principio, desamparado ante el ajetreo del mundo exterior. Sólo las graves tribulaciones que tuvo que padecer después de encargarse del poder, le hicieron maduro y templaron su carácter. El parakoimomenos Basilio tomó en sus manos expertas el timón del Estado. Contra él, más que contra sus sobrinos segundos que parecían inofensivos en sí, se dirigió, pues, el movimiento sedicioso.

Un miembro de una de las más antiguas y más ricas de Bizancio y un excelente general, que bajo Tzimisces había ejercido la función militar más alta, la de domestikos de Oriente, se hizo proclamar emperador por sus tropas en verano de 976. Repetidas veces victorioso frente a generales adictos al emperador enviados contra él, pudo someter paulatinamente toda Asia Menor a su poder y, después de apoderarse de Nicea, aproximarse a la capital a principios de 978. En este momento de mayor peligro, el eunuco Basilio se dirigió a Bardas Focas, sobrino del emperador Nicéforo, un guerrero intrépido de gigantesca estatura, que bajo Juan Tzimisces había llevado a cabo un intento de usurpación. Igual que Bardas Skleros, al servicio de Juan Tzimisces, le había vencido entonces, él vencería ahora a Skleros por cuenta del nuevo emperador. Efectivamente, Bardas Focas aniquiló a su antiguo rival, pero no tanto como servidor del emperador legítimo, sino más bien como representante de la poderosa familia de los Focas. Sin ofrecer una batalla cerca de Constantinopla, se fue a Cesárea, la acrópolis de los Focas, lo que obligó al usurpador a retirarse. Skleros ganó las primeras batallas, pero el 24 de mayo de 979 Focas consiguió vencer a su rival en la llanura de Pancalea, no lejos de Amorium, primero en un duelo y después, decisivamente, a su ejército. Skleros se refugió en la corte califal, y así terminó una guerra civil de tres años de duración, a la que pronto seguirían otras graves complicaciones.

Pocos años después, se produjo una ruptura entre el joven emperador Basilio y su todopoderoso tío abuelo. Basilio ya no era el adolescente sin experiencia necesitado de apoyo, para el que una dirección desde fuera no sólo era imprescindible, sino incluso agradable. Su energía y su voluntad de gobernar salieron a la luz: la tutela a que se había entregado buenamente en un principio, le resultó cada vez más molesta hasta que, finalmente, el ansia insatisfecha de poder y la irritación producida por el constante aislamiento se concentraron en un sentimiento de odio contra aquel hombre al que debía su formación política e incluso el trono. Ocurrió, pues, que el gran estadista que había sabido arreglárselas con los poderosos emperadores soldados, fue víctima de la juvenil pasión por el poder de su sobrino segundo. Parece que Basilio, al ver cómo iba cayendo en desgracia, planeó una conjuración contra su ingrato pupilo uniéndose a Bardas Focas y otros generales. Pero el emperador se le adelantó: fue detenido como un vulgar rebelde y, después de confiscarse su inmensa fortuna, deportado al exilio donde murió pronto, vencido por la crueldad del destino.

Aunque oficialmente el reinado de Basilio II se contabiliza a partir de 976, su gobierno personal no se inició hasta la caída del gran eunuco en 985. Hasta dónde había llegado la omnipotencia del parakoimomenos, y cuán grande y profundo había sido el rencor del emperador postergado, lo demuestra el hecho de que éste estimó oportuno declarar nulas todas las leyes promulgadas antes de la separación de su tío abuelo, al menos que éstas fueran confirmadas posteriormente por su propia firma, ya que en el período que se extiende desde el principio de nuestro reinado hasta la. destitución del parakoimomenos Basilio... muchas cosas no ocurrieron de acuerdo con nuestra voluntad, sino que fue la suya la que determinó y decidió todo.

La primera empresa personal de Basilio II fue su campaña por los Balcanes en 986. La muerte de Juan Tzimisces había librado a los enemigos del Imperio de una pesadilla. La guerra civil que estalló después y los graves conflictos en Bizancio habían dado rienda suelta a sus actividades durante varios años. Si los ataques del lejano califa fatimita de Egipto —ahora el único enemigo serio del Imperio en Oriente— pudieron ser rechazados fácilmente desde la periferia, la paralización del poder central bizantino tuvo, sin embargo, consecuencias muy graves en los Balcanes. Después de la muerte de Tzimisces, se produjo una insurrección en la región macedónica, encabezada por los cuatro hijos del conde Nicolás, un gobernador provincial de Macedonia. Esta insurrección cobró proporciones importantes y se convirtió en una guerra de liberación que desbordó ampliamente las fronteras de Macedonia, y arrancó gran parte de la Península Balcánica de la dominación bizantina. Al enterarse Boris del levantamiento en los Balcanes, el destronado zar búlgaro huyó de Constantinopla en compañía de su hermano Romano, pero fue asesinado en la frontera por centinelas búlgaros a raíz de un trágico malentendido. Romano llegó a su destino, pero no pudo hacer valer sus pretensiones a la corona, puesto que los bizantinos le habían castrado. El mando y más tarde la corona de zar recayeron en el hijo menor del conde, el valiente Samuel, ya que sus dos hermanos mayores murieron en el combate y el tercero encontró, más tarde, la muerte a manos del mismo Samuel.

Samuel se convirtió en el creador de un poderoso Imperio cuyo centro fue primero Prespa y luego Ochrida. Poco a poco fue reuniendo bajo su cetro el territorio macedónico, excepto Tesalónica, el antiguo territorio búlgaro entre el Danubio y la Cordillera Balcánica, Tesalia, Epiro, parte de Albania con Dirraquio y, finalmente, también Rascia y Dioclea. El patriarca búlgaro suprimido por Tzimisces celebró su resurrección en el Imperio de Samuel. Después de cambiar varias veces de lugar, encontró, finalmente, su sede permanente en Ochrida, la capital de Samuel, que, como nuevo centro eclesiástico, iba a sobrevivir en varios siglos al Imperio de Samuel. El nuevo Imperio enlazó con el de Simeón y el de Pedro en cuanto a la dirección del Estado y de la Iglesia y fue, tanto para sus creadores como para los bizantinos, el Imperio Búlgaro sin más, ya que en esta época, aparte de Bizancio, sólo Bulgaria disponía de las tradiciones de un Imperio y de un patriarcado propio. Samuel se apoderó plenamente de estas tradiciones. Pero en la realidad su Imperio macedónico se distinguía bastante del antiguo Imperio de los búlgaros. Por su composición y su carácter fue una configuración nueva y singular. Su centro de gravedad se había desplazado por completo hacia el oeste y el sur; Macedonia, un territorio periférico en el antiguo Imperio Búlgaro, se convirtió ahora en su verdadero núcleo.

Su afán expansionista se orientó primero hacia el Sur. A los ataques contra Serres y Tesalónica siguieron repetidas incursiones en Tesalia, que, finalmente, llevaron a un importante triunfo: Larissa cayó en manos de Samuel después de un largo asedio a fines de 985 o principios de 986, lo que instigó a Basilio II a emprender una contraofensiva; sin embargo, su primer encuentro con Samuel fue poco afortunado. El emperador penetró en la región de Sardica por la llamada Puerta de Trajano, pero el intento de apoderarse de la ciudad no tuvo éxito y el ejército imperial, al retirarse, fue sorprendido y vencido (agosto de 986). Posteriormente, Samuel pudo establecer su poder sin ser molestado y ampliar las fronteras de su Imperio hasta el Mar Negro, por un lado, y el Adriático, por otro, puesto que en Bizancio estallaba una nueva y dura guerra civil.

Animados por los fracasos del emperador, los grandes de Bizancio se levantaron contra él. A principios de 987, Bardas Skleros reapareció en territorio bizantino y tomó la púrpura una vez más. Bardas Focas, degradado por su relación con el parakoimomenos Basilio, volvió a ser encargado del mando supremo en Asia con la misión de reemprender la lucha contra su homónimo. Pero él mismo se volvió contra el emperador, al que no había perdonado el aislamiento de los últimos años: con la imagen de su gran tío ante sus ojos, se hizo proclamar emperador el 15 de agosto de 987. Lo que dio un cariz especialmente peligroso a su insurrección fue el hecho de que con anterioridad había tenido lugar una asamblea de los altos mandos del ejército y numerosos representantes de las grandes familias terratenientes de Asia Menor. El usurpador estaba respaldado por los mandos supremos militares que estaban disgustados con el joven emperador y su ambición autocrática, y por la nobleza terrateniente que veía limitadas sus aspiraciones a raíz de la actuación de éste. Bardas Focas buscó primero un acuerdo con su antiguo rival: se proyectó la división del Imperio, obteniendo Focas el territorio europeo de Constantinopla, y Skleros el territorio asiático. Pero la colaboración duró muy poco, ya que Bardas Focas, consciente de su supremacía, hizo encarcelar al otro candidato al trono, apareciendo desde entonces como único pretendiente. Toda Asia Menor era suya, y a principios de 988 se acercaba a Constantinopla. Una parte de su ejército tomó posición cerca de Crisópolis, la otra cerca de Abydas; se preparaba un ataque simultáneo por tierra y por mar a la capital.

La situación del emperador legítimo era desesperada. Sólo una ayuda desde el exterior podía salvarle de la ruina. Basilio II se dio cuenta de ello a tiempo y dirigió una llamada de socorro al príncipe Vladimiro de Kiev. En la primavera de 988, un contingente de seis mil hombres llegó a territorio bizantino; esta famosa druzhina Varego-rusa salvó la situación en el último momento. Bajo el mando personal del emperador, asestaron a los rebeldes una derrota contundente cerca de Crisópolis. La batalla de Abydos, en la que Bardas Focas encontró la muerte —por lo visto a consecuencia de un ataque al corazón— aportó la decisión final el 13 de abril de 989. El movimiento sedicioso había fracasado. Un nuevo levantamiento de Bardas Skleros terminó con un acuerdo pacífico y con la sumisión del usurpador. La druzhina varego-rusa permaneció al servicio de Bizancio y jugó un papel importante en el ejército bizantino, siendo completado con frecuencia por nuevos varegos y otros normandos

En recompensa por su acción de socorro, el príncipe de Kiev debía de recibir como esposa a Ana Porfirogeneta, la hermana del emperador, a condición de que él y su pueblo aceptasen el cristianismo. Este hecho representó una gran concesión: nunca hasta entonces una princesa bizantina legítima se había casado en el extranjero. El zar búlgaro Pedro había tenido que conformarse con una Lecapeno, Otón II con una pariente del emperador Tzimisces, y sólo al soberano del joven reino ruso se le concedió el insigne honor de emparentarse con la legítima casa imperial de los porfirogenetas. Tal alianza contradecía la tradición y orgullo bizantinos hasta el punto de que en Constantinopla se pretendió retirar la promesa dada en un momento crítico, una vez que el peligro había pasado. Vladimiro tuvo que invadir el Querson y las posesiones bizantinas en Crimea para forzar la entrega de la princesa (verano de 989).

La cristianización del Estado de Kiev significó no sólo el inicio de una nueva era en el desarrollo de Rusia, sino también un inmenso triunfo para Bizancio. La esfera de influencia bizantina experimentó una expansión insospechada; el mayor y más prometedor reino eslavo se sometió a la dirección espiritual de Constantinopla. La nueva Iglesia rusa estaba subordinada al patriarca de Constantinopla y fue dirigida, en un principio, por metropolitanos griegos enviados desde Bizancio. A partir de este instante, el desarrollo cultural de Rusia iba a estar condicionado, durante siglos, por una fuerte influencia bizantina.

Basilio II había salido victorioso de la lucha con la aristocracia de Asia Menor. Después de una pugna desesperada, después de terribles guerras civiles, todos sus enemigos y adversarios estaban vencidos. Pero la lucha había durado muchos años, y en este período de experiencias muy amargas, el carácter del emperador había experimentado un fuerte cambio. Todas las alegrías de la vida, a las que se había entregado con desenfrenada pasión en su juventud, ya no existían para él. Se convirtió en un ser sombrío y suspicaz, no confiaba en nadie, no conocía ni amistad ni amor. El emperador permaneció soltero toda su vida. Vivía solo, ensimismado, y en este espíritu de soledad gobernó su Imperio, esquivando todo consejo: fue un autócrata en el verdadero sentido de la palabra. Su modo de vida fue el de un asceta o de un guerrero. No le agradaba la ostentación, y ni siquiera sentía inclinación hacia el arte y las ciencias, aun siendo nieto del docto Constantino Porfirogeneta. Le repugnaba el arte de la retórica, tan apreciado en Bizancio. Su elocuencia era simple y breve; para la sensibilidad del refinado bizantino, ruda y descuidada. Aunque era enemigo de la nobleza, no buscaba ganarse el favor del pueblo. De sus súbditos esperaba obediencia, no amor. Todos sus esfuerzos estaban dedicados al aumento del poder del Estado y a la lucha contra los enemigos, tanto internos como externos, del Imperio.

AI tiempo que las ambiciones políticas de los grandes bizantinos habían sido quebrantadas en una sangrienta guerra civil, era necesario frenar también las pretensiones económicas de la nobleza. Romano Lecapeno ya había comprendido hasta qué punto el afán expansionista de la gran propiedad provincial hacía peligrar la estructura del Estado bizantino. Basilio II, después de las experiencias de su infancia y de su juventud, estaba en condiciones de calibrar a dónde, políticamente hablando, llevaba este afán. El emperador recogió la política agraria antiaristocrática inaugurada por Romano Lecapeno, no sólo con la idea de continuar consecuentemente, sino incluso para endurecerla. A su clarividencia como estadista, que le indujo a tomar partido a favor del mantenimiento de los bienes de campesinos y soldados, se juntó un odio personal contra las familias de los magnates que le habían disputado el trono de sus padres. En su intransigencia pasaba a veces por alto los preceptos del derecho y de la justicia. Así ocurrió en el caso de Eustacio Maleinos, un antiguo compañero de armas de Bardas Focas, de cuya hospitalidad se había servido en el viaje de regreso de una campaña en Siria. La extraordinaria riqueza de este magnate de Capadocia, sus gigantescas propiedades, y, ante todo, el gran número de esclavos y siervos capaces de formar una leva de varios miles de hombres, impresionaron de tal forma al emperador que invitó a su anfitrión a Constantinopla, donde le retuvo de por vida en un cautiverio dorado. Sus bienes fueron confiscados por el Estado.

En una Novella del año 996, Basilio II alude expresamente a las familias de los Focas y de los Maleinoi como los representantes más destacados de la nobleza rural que habían cobrado un poder excesivo. La disposición más importante que su Novella viene a añadir a la antigua legislación es la derogación de la prescripción de cuarenta años que, una vez caducada, invalidaba cualquier reclamación con respecto a la devolución de tierras adquiridas ilegalmente. La Novella de Basilio II subraya que para los poderosos, gracias a su influencia, era muy fácil pasar por alto sin perjuicio el plazo de prescripción para luego asegurarse definitivamente la posesión del bien injustamente adquirido. En consecuencia, el emperador determinó que todas las adquisiciones hechas por los poderosos a los pobres y que hubieran tenido lugar después de la primera ley de Romano Lecapeno sobre esta materia en 922, habrían de restituirse gratuitamente a los antiguos propietarios, sin compensación alguna. Sin embargo, no existe ninguna prescripción frente al fisco, según Basilio II: ¡el derecho de evicción del Estado remontaba a la época de Augusto!

Mediante esta Novella, Basilio II intentó también limitar el crecimiento de la propiedad territorial eclesiástica a costa de las tierras campesinas. Los monasterios establecidos en las aldeas a consecuencia de los donativos de los campesinos y con pocos monjes no debían considerarse monasterios, sino casas de oración y estar sometidos a la comunidad aldeana, sin que entregaran impuestos al obispo. En cambio, los monasterios mayores, con ocho o más monjes, quedaban sometidos al obispo, pero no tenían el derecho de adquirir nuevas tierras. Con esta determinación, Basilio enlaza de nuevo con una antigua disposición de su bisabuelo Romano Lecapeno. Por el contrario, evita cualquier alusión a la ley más radical de Nicéforo Focas, que había sido abolida por Juan Tzimisces.

Contra los poderosos, Basilio II actuó con un rigor cada vez mayor. Pocos años después de suspender el derecho de prescripción, les impuso la obligación de pagar el allelengyon para los pobres, es decir, de hacerse cargo de las contribuciones pendientes de los campesinos. El paso del sistema del allelengyon que, según el principio del pago solidario de los impuestos por toda la comunidad aldeana, había recaído hasta entonces en los vecinos de los contribuyentes insolventes pasaba ahora unilateralmente a la gran propiedad. Esta medida incisiva fue doblemente efectiva: asestó un duro golpe a los poderosos y ofreció al fisco una mayor garantía de que el dinero del allelengyon entrara en sus arcas. El pago de los impuestos para los bienes abandonados por los vecinos sobrepasaba muchas veces los medios de los campesinos y les obligaba a marcharse, lo que causaba un nuevo perjuicio al Estado. Basilio II no se dejó impresionar por las protestas de los poderosos, aunque las apoyara el mismo patriarca Sergio. Era su firme propósito acabar con la omnipotencia de la nobleza contra la cual sus antepasados habían luchado en vano.

Después de haber concluido la guerra civil, Basilio emprendió, con la misma energía, la lucha contra sus enemigos del exterior. El adversario más peligroso de todos era el zar Samuel. La guerra contra él se convirtió en el objetivo principal del emperador; la destrucción de su reino era la finalidad de su vida. Parece que buscó el apoyo de los soberanos de otros países balcánicos contra el poderoso reino macedoniano. Envió las insignias reales al soberano croata Esteban Drzhislav y le encomendó —como antaño Romano Lecapeno a Tomislav en la guerra contra Simeón— la administración de las ciudades dálmatas nombrándole eparca y concediéndole el título de patricio. Una delegación serbia, probablemente de Dioclea, llegó en 992 a Bizancio por vía marítima y después de muchas aventuras, pero el emperador ya se encontraba en el campo de batalla, puesto que en la primavera de 991 Basilio II había marchado contra Macedonia, donde dirigió durante varios años la guerra contra Samuel.

Complicaciones en Oriente le obligaron a interrumpir la lucha en Macedonia. Los fatimitas habían invadido Siria infringiendo una grave derrota en el Orontes al comandante imperial de Antioquia (994); a continuación, Alepo fue asediado y Antioquía parecía estar en peligro. Desde siempre, el destino del Imperio Bizantino había sido el tener que luchar en dos frentes a la vez. Cada intento de sustraerse a este destino traía consigo graves pérdidas. Para Basilio II, el problema de los Balcanes era tan primordial como antaño el de Siria para Nicéforo Focas. Sin embargo, no cometió el error de su gran padrastro, a quien la guerra en Oriente había hecho descuidar los problemas de los Balcanes. En 995 apareció personalmen­te bajo las murallas de Alepo, sorprendió y rechazó al enemigo y ocupó Rafanea y Emesa. En 999 regresó de nuevo a Siria para intervenir en la guerra con los fatimitas, salvando la situación después de otra derrota del duque de Antioquía. También esta vez falló en su intento de apoderarse de Trípoli. Una vez restablecida la situación en Siria, volvió a la región del Cáucaso para arreglar la situación en Armería e Iberia.

Samuel aprovechó la ausencia del emperador para emprender una expedición contra Grecia y avanzó hasta el Peloponeso. Pero a su regreso fue sorprendido y vencido por el notable general bizantino Nicéforo Uranos; él mismo fue herido y escapó a duras penas de la muerte (997). A pesar de la derrota, Samuel continuó su ascenso: en el transcurso del año siguiente, tuvieron lugar, según parece, la toma de Dirraquio y la incorporación de Rascia y Dioclea. La alianza con Bizancio no había servido de mucho al príncipe Vladimiro. Su país fue anexionado al Imperio de Samuel, él mismo hecho prisionero en un principio, pero luego casado con la hija del poderoso zar y restaurado en el trono de Diaclea como vasallo de aquél.

Cuando Basilio II, a su regreso de Asia en 1001, volvió a aparecer en los Balcanes, empezó la gran contraofensiva bizantina que, dirigida personalmente por el emperador según un plan perfectamente premeditado, privaría sin piedad al enemigo de su base vital. Basilio empezó por atacar la región de Sardica y se apoderó de las fortalezas circundantes. Así, Samuel quedó separado de los antiguos países búlgaros en el Danubio, y las viejas capitales búlgaras, Pliska y Gran Preslav, así como Pequeña Preslav, fueron ocupadas por los generales bizantinos. Entonces Basilio II entró en Macedonia; Berea se rindió y Serbia fue tomada por asalto, lo que abrió el acceso a la Grecia del Norte. El dominio bizantino en Tesalia fue restablecido rápidamente, Basilio reapareció en Macedonia y, después de una lucha ardua, tomó la ciudad de Vodena fuertemente fortificada. Su próximo objetivo fue Vidin, la importante fortaleza del Danubio, a la que obligó a rendirse después de ocho meses de asedio, sin dejarse desconcertar por la audaz maniobra de diversión de Samuel —la toma y el saqueo de Adrianópolis. Desde Vidin, el emperador se dirigió a marchas forzadas hacia el Sur. En la orilla del Vardar, cerca de Skoplje, obtuvo una victoria decisiva sobre el ejército de Samuel, por lo que Skoplje le abrió sus puertas (1004). La toma de Skoplje, por un lado, y la de Vodena, por otro, atenazaba el núcleo del Imperio de Samuel. Después de cuatro años de lucha ininterrumpida, que aportó a Bizancio una victoria tras otra, el adversario había perdido más de la mitad de su territorio. Sólo entonces Basilio se decidió a interrumpir el combate y a invernar en Constantinopla, pasando en su camino por Filipópolis. Como dijo un contemporáneo: «Basilio II no llevaba las guerras al estilo de la mayoría de los emperadores que salen en primavera y regresan a finales de verano; su hora de volver a casa la fijaba el logro del objetivo que había motivado su salida».

Realmente, ya no podía dudarse del resultado de la guerra. El Estado bizantino, apoyado en tradiciones seculares, había demostrado, una vez más, su superioridad. La audacia del zar no pudo nada contra el arte bizantino de llevar la guerra, ni contra la organización del ejército, ni contra los medios técnicos. Sus generales y sus gobernadores empezaron a distanciarse de él; en el año 1005, Dirraquio se pasó al emperador bizantino por traición. Pero Samuel no recibió el golpe final hasta julio de 1014, después de largas luchas sobre las que se sabe poco. Su ejército fue rodeado en un pasadizo de las montañas del Clidion, en la región superior del Strymom. El zar pudo escapar a Prilep, pero gran número de sus guerreros encontró la muerte, y un número aún mayor fueron hechos prisioneros. Basilio, el «matador de búlgaros», celebró su victoria de un modo terrible: los prisioneros —se pretende que fueron 14.000— fueron cegados; de cada cien, uno conservaba un ojo y fue encargado de conducir a los demás ante su zar en Prilep. Al ver llegar el terrible cortejo, Samuel cayó al suelo sin sentido. Dos días más tarde, el valiente zar moría (6 de octubre de 1014).

Su Imperio sólo le sobrevivió unos años. Conflictos internos facilitaron la labor del conquistador. El hijo y sucesor de Samuel, Gabriel Radomir, fue asesinado en 1015 por su primo Juan Vladislav, corriendo la misma suerte su mujer y su cuñado, Juan Vladimiro de Diaclesa. El país fue sometido sistemáticamente, hasta que la muerte de Juan Vladislav, ocurrida en febrero de 1018 en un ataque a Dirraquio, puso fin a la guerra. Con gran solemnidad, Basilio hizo su entrada en Ochrida y recibió el homenaje de la zarina viuda y de los miembros supervivientes de la familia del zar Vladislav. Había alcanzado su meta: el país rebelde, contra el que había iniciado la guerra más de treinta años antes, estaba ahora a los pies del soberano sexagenario y era incorporado al Imperio. Toda la Península Balcánica estaba de nuevo bajo el cetro bizantino por vez primera desde la ocupación por los eslavos. Después de recorrer el país sometido y de establecer en todas partes su autoridad, Basilio visitó la vieja ciudad de Atenas. El entusiasmo provocado por la restauración del Imperio encontró su impresionante expresión en un acto solemne que el victorioso emperador celebró en el Partenon, entonces convertido en una iglesia de la Madre de Dios.

El «matador de búlgaros», cruel e inflexible en el campo de batalla, fue, sin embargo, comedido y comprensible en su política con el país sometido. Teniendo en consideración la situación y las costumbres de éste, permitió que sus nuevos súbditos pagaran los impuestos en especie y no en metálico, como lo venía haciendo la población en las regiones económicamente más desarrolladas del Imperio. El patriarcado de Ochrida fue degradado a arzobispado; sin embargo, este nuevo arzobispado era autocéfalo y recibió importantes privilegios, encontrándose bajo su jurisdicción todos los obispados que habían pertenecido al Imperio de Samuel. En la práctica, esta autocefalía del arzobispado de Ochrida significaba que éste, con sus diócesis, si bien independiente del patriarcado de Constantinopla, estaba, no obstante, sometido a la voluntad del emperador, ya que éste se reservó el derecho de nombrar al arzobispo de Ochrida. Esta regulación —una verdadera obra de arte de la política imperial— aseguró a Bizancio el control sobre las iglesias de los pueblos eslavos del sur, al mismo tiempo que evitaba un nuevo incremento de poder del patriarca de Constantinopla, ya de por sí enorme, acentuando al mismo tiempo de manera adecuada los derechos particulares del centro eclesiástico de Ochrida, cuyos arzobispos autocéfalos tuvieron un rango mucho más alto en la jerarquía eclesiástica griega que los demás príncipes de la Iglesia sometidos al patriarcado de Constantinopla.

Formando parte integrante del Imperio Bizantino, el país conquistado, como cualquier territorio bizantino, fue constituido en thema. Las regiones centrales del antiguo Imperio de Samuel fueron agrupadas en el thema de Bulgaria que, por su gran importancia, recibió el nombre de catepanato y, más tarde, el de ducado. Su centro era Skoplje. Los países búlgaros en el curso sur del Danubio formaban el thema de Paristrion o Paradunavon, cuyo centro era la ciudad danubiana de Silistria y que, posteriormente, fue también elevado a catepanato y después a ducado. Parece ser que la región fronteriza del Danubio y del Sava también fue organizada como thema, con centro en Sirmium. La costa adriática, con Zadar (Zara) al norte y Dubrovnik (Ragusa) al sur, formaba, come antaño, el thema de Dalmacia. En cambio, la región limítrofe de Dioclea (con Trevinia, Zachlumia, Rascia y Bosnia) no estaban organizadas en themas, sino que se encontraban sometidas, igual que Croacia, a sus príncipes indígenas, por lo que no formaban realmente provincias, sino países vasallos del Imperio Bizantino 215. Pero la región al sur del lago Skadar seguía perteneciendo al ducado de Dirraquio, que constituía el punto de apoyo estratégico más importante del Imperio Bizantino en el Adriático, lo mismo que el thema de Tesalónica, elevado a ducado, era el punto de apoyo más importante en el Mar Egeo.

La reconquista de toda la Península Balcánica fue también de vital importancia con respecto a la política interior. Seguramente no es casual el que las conquistas del magnate de Asia Menor, Nicéforo Focas, hubiesen tenido como escenario el territorio de Asia Menor, mientras que Basilio II, el gran enemigo de la nobleza terrateniente en esta región, fijara su atención en la parte europea del Imperio. Desde que el Imperio volvió a extenderse hasta el Danubio y el Mar Adriático, la eminente importancia que Asia Menor había tenido para el Imperio durante los siglos pasados había tocado a su fin 218.

Sin embargo, Basilio II no cerró los ojos ante las obligaciones que surgieron al Imperio en Asia. En sus últimos años, su actividad se desarrolló en el otro extremo del Orbis bizantino, en la región del Cáucaso. Después de la muerte de Gagik I (990-1020), bajo el cual el reino de los Bagrátidas había conocido su apogeo, estallaron conflictos en Armenia, que dieron al emperador la oportunidad de intervenir con éxito: la región de Vaspurkan, así como parte de Iberia, fueron incorporadas a Bizancio; el reino armenio de Ani debía permanecer bajo el rey Juan Smbat, hijo del sucesor de Gagik, mientras éste viviese, pasando después igualmente al dominio bizantino. Como resultado de las gloriosas conquistas de los últimos tres reinados en Asia, se extendieron, pasando en mucho al antiguo territorio bizantino y formando un amplio arco hacia el sur y el este, los nuevos temas : Antioquía, Teluch, las ciudades del Eufrates (más tarde «Edesa»), Melitene, a continuación el thema de Taron y, más lejos, las nuevas provincias adquiridas de Vaspurkan, Iberia y Teodosiópolis. Mientras que los antiguos themas de Asia Menor perdieron importancia, las nuevas provincias cobraron gran valor como circunscripciones fronterizas y recibieron el nombre de ducados, como Antioquía y más tarde Mesopotamia, o el de catepanatos, como Edesa y las provincias armenio-íberas.

Antes de morir, el incansable emperador dirigió su mirada hacia el oeste. La posición de Bizancio en la Italia meridional, que parecía en peligro desde Otón el Grande y la penetración del Imperio Germánico, había encontrado una consolidación después del fatal desenlace de la guerra entre Otón II y los árabes. La idea de una renovación romana bajo el juvenil emperador Otón III, hijo de la bizantina Teófano, llevó a una acentuación de la influencia bizantina en el ámbito del Imperio Occidental. La unificación de todas las posesiones bizantinas en Italia en un catepanato había dado una base más sólida tanto al poder como a la organización de Bizancio en este territorio. El valioso catepán Basilio Boíoanes obtuvo varias victorias sobre los enemigos del Imperio Bizantino, éxito que Basilio II pensaba explotar, por lo que preparó una gran campaña contra los árabes en Sicilia. Pero el 15 de diciembre de 1025 moría Basilio II. Dejó tras él un imperium que se extendía de las montañas de Armenia al Mar Adriático, y del Eufrates al Danubio. Había incorporado un gran imperio eslavo al suyo; otro, aún mayor, estaba bajo su soberanía espiritual.

Un escritor del siglo XIII aún calificó a Heraclio y a Basilio II como los emperadores más grandes de Bizancio. Estos dos nombres, de hecho los más importantes de la historia bizantina, simbolizan la era heroica de Bizancio, inaugurada por el primero y concluida por el segundo.

 

CAPITULO V.

LA HEGEMONIA DE LA ARISTOCRACIA CIVIL

(1025-1081)