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CAPITULO IV
EL APOGEO DEL IMPERIO
BIZANTINO (843-1025)
1.
EL ALBA DE UNA NUEVA ERA
La crisis iconoclasta fue para la
reafirmación espiritual del Imperio Bizantino lo que fue para su existencia
como Estado la lucha contra la invasión persa y árabe, es decir, la época de la
gran decisión. La invasión militar fue seguida por una invasión espiritual de
Oriente, la cual se extendió por el Imperio bajo la forma de una querella
contra las imágenes. Su derrota tuvo para el desarrollo cultural del Imperio
Bizantino un significado comparable al del rechazo de la invasión militar en la
evolución del Estado. El derrumbamiento del movimiento iconoclasta significó la
victoria de la particularidad religiosa y cultural griega sobre el carácter
asiático encarnado en la iconoclasmia. Bizancio, en
su calidad de imperio greco-cristiano, afirmó ahora su lugar propio entre
Oriente y Occidente, también en cuanto a la cultura.
Una nueva era comenzó para Bizancio: la
era de un gran auge cultural al que siguió pronto un auge político. No es la
dinastía macedónica la que inauguró esta nueva era, sino el agitado gobierno
del último emperador de la dinastía amoriana, Miguel
III. Bardas, Focio y Constantino son las tres grandes figuras que anuncian el
comienzo de una nueva época.
Un recorte sensible del horizonte
político caracteriza la época de crisis iconoclasta, que coincide con el mayor
retroceso de la idea del Imperio Universal y con el hundimiento del poder
bizantino en Occidente. La política eclesiástica de los emperadores iconoclastas
y su falta de interés en la parte occidental del Imperio precipitó la
separación entre Bizancio y Occidente, provocando así las circunstancias que
llevaron, a través de la fundación de los Estados Pontificios, a la coronación
de Carlomagno. Pero si el universalismo del Estado bizantino había fracasado,
Oriente, por su parte, se escaparía ahora del universalismo de la Iglesia
romana; el iconoclasta León III ya había dado el primer paso en este sentido
cuando sometió la mayor parte de la Península Balcánica y el Sur de Italia a la
jurisdicción del patriarca de Constantinopla. Pero sólo después de superar la
crisis iconoclasta, el patriarcado de Constantinopla pudo enfrentarse al papado
como rival en pie de igualdad y emprender la lucha contra Roma. El Imperio
Occidental se había impuesto a expensas del universalismo político de Bizancio;
el patriarcado de Constantinopla, a su vez, se impuso a expensas del
universalismo de la Iglesia romana. La primera etapa de este proceso, que relegó
a Bizancio a un segundo término, coincide con el período de crisis; la segunda
etapa, que vuelve a establecer el equilibrio sobre una base nueva para
Bizancio, fue iniciada por la gran lucha de Focio.
Más importante aún es el hecho de que,
dentro del ámbito oriental al que el curso de la historia había restringido la
influencia directa de Bizancio, surgieran nuevas y grandes tareas tanto al Estado
como a la Iglesia bizantina. La cristianización de los eslavos del sur y del
este abre un nuevo mundo al Imperio Bizantino y amplía su horizonte de manera
inesperada. Por muy estrecho que hubiera estado el mundo bizantino en la época
de la crisis iconoclasta, empieza a ampliarse, no obstante, a partir de Focio,
Constantino y Metodio.
A la expansión cultural sigue entonces
la ofensiva política y militar. El Imperio, que hacia finales de la época
iconoclasta había llegado a una situación precaria de defensa tanto frente al
Califato como frente a Bulgaria, adelanta considerablemente sus fronteras hacia
el este —aunque al precio de largas y duras batallas— y somete de nuevo a su
gobierno a toda la Península Balcánica. También restablece su poder en el
Mediterráneo, donde, en la época de crisis, lo había visto derrumbarse.
Igual que la restauración pasajera de
las imágenes a finales del siglo VIII, la restauración definitiva del culto a
las imágenes después de la muerte de Teófilo tuvo también lugar bajo la
dilección de una mujer. Ya que cuando Teófilo murió, su hijo y sucesor Miguel
III (842-67) estaba en el sexto año de su vida, encargándose de la regencia en
su nombre la emperatriz viuda, Teodora Tecla, la mayor de las hermanas del
pequeño emperador aún vivas, formó parte de la regencia, ya que figura al lado
de Miguel y Teodora en las monedas, y está nombrada junto con aquéllos en el
protocolo imperial; pero parece que permaneció completamente apartada de los
asuntos políticos. Los miembros más importantes del consejo que asistía a
Teodora y que llevó a cabo la restauración de la veneración de las imágenes, de
acuerdo con el nuevo patriarca, fueron los hermanos de la emperatriz, Bardas y Petronas, el magistrado Sergio Nicetiates,
al parecer un tío de Teodora, y sobre todo su favorito, el logoteta del dromo Teoktistos. Es significativo que el nuevo gobierno, aun siendo sus
miembros en su mayor parte de origen oriental —la familia de la emperatriz
procedía de Paflagonia y era de origen armenio—
considerara la restauración del culto a las imágenes como su misión más
urgente. Después de la destitución de Juan el Gramático y la entronización de
Metodio en la silla patriarcal, un sínodo proclamó, en marzo de 843, el solemne
restablecimiento del culto a las imágenes.
En memoria de este acto, la Iglesia
greco-ortodoxa celebra cada año, el primer domingo de cuaresma, la «fiesta de
la ortodoxia», que conmemora la victoria sobre los enemigos de las imágenes y, al
mismo tiempo, la derrota de las herejías anteriores. De hecho, el declive de la iconoclasmia significa el final de la época de las
grandes luchas doctrinales en Bizancio. Para la relación entre Iglesia y Estado,
sin embargo, la derrota de la iconoclasmia significó
que había fracasado la tentativa de una sumisión completa de la Iglesia al poder
estatal. Por lo demás, no hay que creer que la Iglesia bizantina hubiera
alcanzado alguna vez, ni entonces ni en épocas posteriores, la libertad que los
zelotes encabezados por Teodoro de Studion reivindicaban para ésta. El sistema eclesiástico-estatal de Bizancio conservó
como característica fundamental una estrecha colaboración entre Estado e
Iglesia, adoptando esta colaboración, por regla general, su expresión en una
amplia tutela ejercida por el Estado sobre la Iglesia.
Pronto la dirección de toda la política
estatal llegó a manos del logoteta Teoktistos, que
había eclipsado a su rival más poderoso, Bardas, y se convirtió en único
consejero de la emperatriz. Hombre de gran cultura, Teoktistos fomentó la
educación en Bizancio y preparó así el camino al futuro auge cultural del
Imperio. Su hábil política financiera garantizó al Estado grandes reservas de
oro. A diferencia de lo ocurrido en tiempos de Irene, el cambio en la política
eclesiástica se produjo sin fricciones, puesto que el movimiento iconoclasta se
había derrumbado por su propio peso y ya no existía una verdadera oposición a
tener en cuenta. No obstante, Teodoro y Teoktistos, apoyados por el patriarca
Metodio, procedieron con gran cautela en cuanto a la liquidación del sistema
hasta entonces en vigor, y mostraron una gran moderación respecto de los
antiguos seguidores de la iconoclasmia. Pero esta
política no contó con la aprobación del partido de los zelotes, abriéndose de
nuevo el viejo cisma en el seno de la Iglesia bizantina, que había permanecido
unida, por algún tiempo, en su lucha contra la iconoclasmia.
Los monjes studitas lucharon contra el patriarca
Metodio con la misma destreza con la cual antaño habían hecho frente contra los
patriarcas Tarasio y Nicéforo. El conflicto cobró
formas bastante extremas y llevó a la excomunión de los studitas.
Pero Metodio murió pronto, el 14 de junio de 847. El trono patriarcal fue
ocupado por Ignacio, un hijo del emperador Miguel Rangabé,
que a la caída de su padre había sido hecho eunuco y había tomado el hábito. Su
elevación significó una concesión a los studitas ya
que, aun no habiendo tomado parte en la oposición contra la dirección de la Iglesia,
era un monje rígido y estaba próximo a los ideales de los zelotes. Pero
Ignacio, destinado a eliminar diferencias, fue arrastrado a un conflicto de
mucha mayor envergadura por ser enemigo de Focio.
Después de la restauración del culto a
las imágenes, fue inmediatamente reanudada la lucha contra los árabes. El logoteta Teoktistos se dirigió contra Creta con una gran
potencia naval y, aunque por un corto espacio de tiempo, la soberanía bizantina
fue restablecida en la isla (843-44). Este éxito pasajero tuvo un valor tanto
menor cuanto que en 844 Teoktistos, un estadista de grandes cualidades pero un
general mediocre, fue derrotado también en el continente, en el lugar donde el Mauropotamos desemboca en el Bósforo. Que los árabes
pudieran atreverse a penetrar tan profundamente en territorio bizantino era
una consecuencia de las campañas victoriosas en las regiones orientales de Asia
Menor, que no sólo el ortodoxo Miguel Rangabé, sino
también los sucesores iconoclastas de éste tuvieron que tomar medidas contra
ellos. Parece ser que ya entonces los paulicianos emigraron en número
considerable hacia la región del emir de Melitene y
lucharon, a partir de este momento, en las filas árabes contra Bizancio. Las
nuevas persecuciones bajo Teodora fueron especialmente duras: costaron la vida
a miles de paulicianos y fueron acompañadas de traslados de paulicianos a
Tracia. Por otra parte, el gobierno de Teodora se vio obligado a emprender una
nueva campaña contra las tribus eslavas rebeldes en Grecia. Sólo con ayuda de
las tropas de los themas de Tracia y Macedonia y «de los demás themas
occidentales» el estratega del Peloponeso Teoklistos Bryenios consiguió, después de una larga lucha, obligar a
las tribus eslavas del Peloponeso a reconocer la soberanía bizantina y a pagar
tributo.
Los combates contra los árabes ponen de
manifiesto un creciente aumento de audacia y de iniciativa por parte de la
estrategia bizantina. En el año 853 apareció, de pronto, una considerable flota
bizantina en las costas de Egipto, que seguía siendo el apoyo de los dueños de
Creta. La fortaleza de Damieta, situada cerca de la desembocadura del Nilo, fue
tomada e incendiada por los bizantinos. Desde el comienzo de la invasión árabe
fue la primera vez en que Bizancio se aventuró tan profundamente dentro de las
aguas enemigas. De momento, sin embargo, esta impresionante demostración tuvo
como única consecuencia el que los árabes egipcios emprendiesen con ahínco la
construcción de una flota, creando así la base de un poder marítimo que en el
siglo X llegaría a un gran despliegue bajo el califato de los Fatimitas.
Pero la época del gran auge político y
cultural del Imperio Bizantino no empezó hasta después del golpe de Estado de
856, que hizo llegar a ejercer los derechos soberanos al joven emperador Miguel
III, y puso en manos de su tío Bardas la dirección de los asuntos de Estado.
Ambos víctimas del régimen establecido por Teodora y Teoktistos, Bardas y
Miguel eran aliados naturales: a Bardas le dolía haber sido eliminado por
Teoktistos, que había llegado a ser omnipotente, y al emperador adolescente le
molestaba la tutela de su madre, ya que Teodora no sólo le privaba del gobierno,
sino que intervenía en su vida íntima separándole de su amante Eudocia Ingerina y obligándole a casarse con Eudocia Decapolita (855). De acuerdo con el joven emperador, pero
sin saberlo la emperatriz, Bardas volvió a la Corte. Teoktistos fue asesinado en
el palacio imperial, ante los ojos de Miguel III, y a continuación éste fue
proclamado autocrator por el Senado Teodora fue
obligada a soltar las riendas del gobierno, mientras que sus hijas fueron
encerradas en un convento; dos años más tarde y después de fracasar una
conspiración contra su hermano Bardas, Teodora tuvo que asumir el mismo
destino.
La imagen del joven emperador Miguel III
nos aparece hoy bajo una luz diferente de la que arrojó sobre ella la
historiografía más antigua, la cual, influenciada por la historiografía
tendenciosa de la época de la dinastía macedonia, sólo veía en Miguel III un
«beodo». Es verdad que su vida no fue precisamente el modelo de una moral
elevada, pero no le faltaban cualidades, y menos aún valor. Pero tampoco se
debe caer en el extremo opuesto y ver en Miguel III a un «gran soberano». De
hecho, se esforzó seriamente en defender el Imperio, y condujo personalmente su
ejército repetidas veces al campo de batalla. Pero esto lo habían hecho la
mayoría de los soberanos bizantinos. El no poseía una voluntad firme y
definida. Tanto en los asuntos importantes como en los pequeños, tanto en lo
bueno como en lo malo, se dejaba guiar por los demás, hacía caso de los
influencias y sugerencias oscilantes de la Corte y se mostraba impetuoso e
inconstante hasta el punto de no poder confiar en él. Las iniciativas para las
grandes hazañas, tan numerosas bajo su gobierno, no partieron de su persona. Él
no fue grande, sino su época, la época de Bardas y de Focio.
El verdadero jefe de Estado era ahora
Bardas, como lo había sido Teoktistos bajo Teodora. Su posición relevante se
manifestaba hacia fuera en la ostentación de las más altas dignidades; al final
revistió incluso el título de César. Sobrepasó aún a su predecesor y antiguo
rival en actividad y cualidades de hombre de Estado. En su época se
vislumbraban con claridad los síntomas del gran auge político que aguardaba al
Imperio Bizantino. El despliegue cultural, ya iniciado durante la regencia,
llega ahora a su plenitud, y se manifiesta la gran actividad y fuerza de
irradiación de la cultura bizantina. La universidad que el César Bardas fundó
al lado del palacio Magnaura, se convirtió en un
centro importante de las ciencias y de la civilización bizantina. Aquí se
cultivaron todas las ramas de la ciencia profana de la época. El ilustrado jefe
de Estado convocó en esta universidad a los científicos más relevantes y nombró
director al sabio enciclopédico León el Matemático, sin tener en cuenta que
éste, un sobrino del jefe iconoclasta Juan el Gramático, había destacado como
enemigo de las imágenes bajo Teófilo. Fue allí donde tuvo su campo de acción
Focio, el maestro y sabio más grande de su siglo.
El cambio en la dirección del Estado
trajo consigo otro cambio en la dirección de la Iglesia. No fue posible una
colaboración entre el nuevo regente e Ignacio, quien estaba ligado al gobierno
anterior y al partido de los zelotes. Ignacio fue obligado a abdicar, y el 25
de diciembre de 858, el docto Focio subió al trono patriarcal. Para la Iglesia
bizantina empezó una época agitada, pero al mismo tiempo la más grande de su
historia. Focio fue el espíritu más notable, el político más destacado y el
diplomático más hábil que jamás revistiera la dignidad patriarcal. Orientó su
política eclesiástica hacia los mismos objetivos que Tarasio,
Nicéforo y Metodio. Igual que aquéllos, fue atacado por los zelotes que,
encabezados por el abad studita Nicolás, objetaron
contra las irregularidades canónicas de su elección y guardaron fidelidad a
Ignacio. Se formaron dos partidos, uno a favor de Focio y el otro a favor del
depuesto Ignacio.
Mucho más significativa que esta lucha
interna fue, sin embargo, la que el nuevo patriarca tuvo que afrontar con Roma.
Después de los acontecimientos de la época iconoclasta, y sobre todo después de
la formación del Imperio Occidental, la relación entre ambos centros
eclesiásticos había entrado en una nueva fase de desarrollo. Sólo el dogmatismo
inflexible de los zelotes permaneció insensible ante esta situación: ciegos
para los signos del tiempo, seguían apelando a Roma en cualquier ocasión. La
posición estaba clara tanto para el emperador Nicéforo, que prohibió a su
patriarca el envío habitual de la carta sinódica al Papa como para la piadosa
emperatriz Teodora y para el patriarca Metodio, incluso que era todo menos un
enemigo de Roma. A diferencia de Irene antes de la controversia del concilio,
Teodora y Metodio no estimaron necesario solicitar de Roma el consentimiento
para restablecer el culto a las imágenes. Existía la necesidad histórica de que
Bizancio se liberara del universalismo de la Iglesia romana después de haberse
separado Occidente de la supremacía del Imperio Bizantino. Este paso decisivo
fue obra de Focio.
Absorbido por el conflicto con los
ignacianos, Focio —al menos en un principio— no deseaba ni esperaba la
confrontación con Roma. Envió su sínodo a Roma esperando que el reconocimiento
papal colocara en sus manos las armas contra sus adversarios bizantinos. Pero
pocos meses antes de su elevación al trono patriarcal había subido a la silla
de San Pedro Nicolás I; fue un político audaz y activo, cuya meta final era el
fortalecimiento del universalismo romano Interviniendo como juez supremo en el
conflicto interno de la Iglesia bizantina, se pronunció a favor de Ignacio y
negó a Focio su reconocimiento, señalando las circunstancias anticanónicas de
su elección. Efectivamente, el nombramiento de Focio había sido contrario a los
cánones, pero no se diferenciaba en nada de la manera en que Tarasio había sido reconocido y fomentado por Roma después
de una forzada abdicación de su predecesor. Pero Nicolás I tuvo gran interés en
que quedara establecido el principio según el cual le correspondiese la última
decisión sobre los asuntos eclesiásticos como cabeza de la cristiandad, tanto
en Occidente como en Oriente. Ni siquiera se dejó desviar de esta voluntad
cuando sus legados en Constantinopla capitularon ante la superior diplomacia de
Focio y dieron su consentimiento a la decisión de celebrar un concilio que
confirmara la elección de Focio y la deposición de Ignacio (861). Desautorizando
a sus representantes, Nicolás hizo tomar la decisión contraria en un sínodo
celebrado en Letrán (863), que declaró depuesto a Focio.
Pero el Papa había subestimado la fuerza
de su adversario. Focio aceptó la lucha. Si Roma veía su obligación en hacer
valer sus pretensiones universales, el patriarcado de Constantinopla la veía en
la afirmación de su autonomía. El ideal de una pentarquía eclesiástica, es
decir, de una jerarquía con cinco cabezas que había entusiasmado a Teodoro de Studion, pertenecía al pasado desde hacía mucho tiempo. La
época en que el Bizancio ortodoxo, desvanecido bajo la presión de emperadores
heréticos, creía depender del apoyo de Roma, había pasado ya; las otras tres
cabezas de la Iglesia, los jefes de los patriarcados orientales, estaban
condenados a una impotencia absoluta bajo el gobierno extranjero de los árabes.
La Iglesia bizantina sólo tenía un jefe: el patriarca de Constantinopla. A lo
largo de un ascenso que duró siglos, el patriarcado de Constantinopla había fundado
su poder y su crédito, había salido victorioso de sus pugnas con las herejías;
ahora se encontraba respaldado por un gobierno ortodoxo fuerte y consciente de
sus metas. Su poder se extendió por todo el territorio imperial bizantino, y
pronto desbordaría ampliamente estas fronteras. Al igual que el Estado
bizantino, la Iglesia bizantina fue también acercándose a su apogeo, a la época
de una arrolladora expansión de su radio de acción en el mundo eslavo. La
grandeza de Focio está en que hubiera comprendido, con más claridad que nadie,
la llegada de esta era de nuevas tareas y nuevas posibilidades, en cuya
preparación él trabajó como ningún otro.
Apoyado por sus eficientes generales,
Miguel III llevó adelante la lucha contra los árabes con gran energía. A pesar
de ello, Bizancio iba perdiendo una posición tras otra en Sicilia, sin poder
evitar, pese a todos sus esfuerzos, ni la conquista de la isla ni el avance de
los árabes en el sur de Italia, de manera que hacia el final del gobierno de
Miguel III sólo quedaban al Imperio las ciudades más importantes de Sicilia,
Siracusa y Taormina. En Asia Menor, en cambio, Bizancio pasó al ataque. Ya en
856, el estratega de los Tracenses, Petronas, hermano del César Bardas, emprendió una campaña
hacia la región de Samosata y avanzó hasta Amida. Desde allí marchó contra Tefriké y volvió con numerosos prisioneros. También parece
haber sido victoriosa la campaña que tuvo lugar tres años más tarde bajo la
dirección de Bardas y del joven emperador, y que llevó al ejército bizantino de
nuevo a la región de Samosata En esta misma época, la flota bizantina apareció
otra vez ante Damieta. Se prestó mayor atención a la construcción de fortalezas
en Asia Menor: el emperador mandó reconstruir Ancira, destruida por Mutasim, e hizo volver a erigir las fortificaciones de
Nicea.
Los éxitos recientes y los ataques
audaces por tierra y por mar levantaron, sin duda, el espíritu de lucha de los
bizantinos; por el contrario, no aportaron un beneficio palpable al Imperio, ya
que no faltaron contraofensivas por parte árabe, y la guerra fue interrumpida
varias veces mediante tratados de paz provisionales e intercambios de
prisioneros. En el año 863, los bizantinos, rechazando un ataque del emir de Melitene, Ornar, consiguieron alcanzar una importante y
decisiva victoria. Omar había cruzado el thema de los Armeniacos y había ocupado la importante ciudad portuaria de Amisos en la costa del Mar Negro. Pero en la frontera del thema de Paflagonia se le enfrentó el valiente Petronas con un gran
ejército. El 3 de septiembre tuvo lugar una terrible batalla en este sitio, en
la cual el ejército árabe fue derrotado hasta el aniquilamiento, y pereció el
mismo Omar. Fue la revancha de la derrota sufrida veinticinco años antes, bajo
Teófilo, ante Amorium. Esta gran victoria significó un giro en las guerras
bizantino-árabes. Si Bizancio había luchado por la supervivencia desde la
primera invasión de los árabes y hasta la victoria de León III cerca de
Constantinopla, si después había llevado por más de un siglo una difícil guerra
defensiva, su suerte cambió a raíz de la victoria de 863 y empezó la época de
la ofensiva bizantina en Asia, cuyo avance es lento al principio, pero que a
partir de la segunda mitad del siglo X cobra una gran intensidad.
La afirmación del poder en Oriente tenía
una importancia nada despreciable para la solución de los grandes problemas que
el mundo eslavo planteaba al Imperio. Desde Rusia, desde Moravia y desde los
países eslavos del sur, estos problemas abordaron al Imperio Bizantino. Ya en
el año 860, los rusos habían hecho, por vez primera, acto de presencia ante
Constantinopla. Desembarcaron, rodearon la ciudad y devastaron los alrededores.
El emperador, que acababa de emprender una campaña contra los árabes, regresó a
toda prisa y penetró en la ciudad sitiada, para encargarse personalmente de la
defensa de la ciudad y, junto con el patriarca, animar a la población asustada.
Durante mucho tiempo permaneció en la memoria de los bizantino el terrible
ataque, atribuyendo su salvación a la intervención de la madre de Dios A partir
de entonces, Bizancio entró en relaciones con el Estado ruso, en proceso de
formación, e inició una actividad misionera muy prometedora entre este pueblo
que, hasta entonces, le había sido casi desconocido. El gran patriarca se había
apercibido de que la conversión al cristianismo de este joven pueblo y su
introducción en la esfera de influencia bizantina era el medio más eficaz para
paliar el peligro que amenazaba al Imperio de este lado. Pocos años después
pudo señalar, con legítimo orgullo, los primeros éxitos de su labor misionera.
El ataque ruso impulsó al Imperio a
renovar sus relaciones con los jázaros mediante el
envío de una embajada. Es significativo para el nuevo espíritu reinante en
Bizancio, que esta embajada tuviera también una finalidad misionera y que su
realización fuera confiada a Constantino de Tesalónica que, gracias a su
genialidad filológica y su amplio saber, estaba en mejores condiciones que
nadie para representar los intereses de la religión y de la cultura cristianas,
frente a las influencias judías e islámicas en el reino.
Pero Constantino y su hermano Metodio se
vieron ante un problema mucho mayor a raíz de una llamada del príncipe de
Moravia, Ratislao, quien envió una embajada a
Constantinopla solicitando el envío de misioneros. El hecho de que Ratislao se dirigiera a Bizancio parece tener su
explicación en el miedo a la influencia del clero franco y en el deseo de crear
un contrapeso a la amenaza de un cerco franco-búlgaro. Bizancio se vio ante la
oportunidad de llevar su influencia a un territorio nuevo y lejano, y de
ejercer presión sobre Bulgaria, que estaba situada en medio. Es una prueba para
la visión de la dirección estatal y eclesiástica bizantina el que confiara esta
importante misión a los hermanos de Tesalónica y que éstos hicieran divulgar en
tierras eslavas la nueva fe en lengua eslava. El mérito de haber ganado a los
eslavos para la fe cristiana corresponde tanto a Constantino y Metodio como al
patriarca Focio y al César Bardas. La cristianización de los eslavos asentados
en el Imperio se estaba llevando a cabo en el Imperio desde hacía bastante
tiempo. Pero ahora se iniciaba la era de una labor misionera en el amplio mundo
eslavo más allá de las fronteras imperiales. En primer lugar, Constantino creó
una escritura eslava (el llamado alfabeto glagolítico), pasando posteriormente
a la traducción de la Sagrada Escritura al idioma eslavo (al dialecto
macedonio-eslavo). En Moravia, los hermanos de Tesalónica celebraban igualmente
la liturgia en lengua eslava, lo que garantizaba el éxito de su misión. Si más
adelante Metodio —después de la muerte prematura de Constantino, que falleció
el 14 de febrero de 869 en un monasterio griego en Roma con el nombre monástico
de Cirilo— sucumbió en la pugna contra el clero franco, ya que el apoyo por
parte de Bizancio no tenía la eficacia necesaria en regiones tan lejanas, y
Roma le dejó de lado después de haberlo apoyado en un principio, sí los
discípulos de Metodio fueron expulsados del país, su obra y la de su genial hermano,
sin embargo, iban a echar raíces tanto más profundas y llevar fruto aún más
abundantemente en los países eslavos de cultura bizantina. Su significado para
los eslavos del sur y del este fue imperecedero. Estos pueblos deben su
escritura, los inicios de su literatura y cultura autóctona a los hermanos de
Tesalónica, a los apóstoles de los eslavos.
Después de la cristianización de
Moravia, Bulgaria ya no podía sustraerse por más tiempo a la necesidad de dar
una base más sólida a su existencia política y cultural mediante la adopción
del cristianismo. Pero si Moravia se había dirigido a Bizancio, el príncipe
búlgaro Boris envió una embajada a los francos. Bizancio intervino con rapidez,
ya que no podía permitir la adhesión del país vecino al reino franco y con ello
a Roma. La victoria recientemente obtenida sobre los árabes, que había
fortalecido la posición del Imperio y revalorizado su crédito, estimuló la
fuerza de resolución del gobierno bizantino y la eficacia de su modo de
proceder. La aparición del ejército bizantino en la frontera búlgara,
acompañada de una impresionante demostración de la flota imperial en las costas
búlgaras, determinó a Boris a ceder a las exigencias bizantinas. Pero Bizancio
se conformó con exigir que renunciase a la alianza con los francos y que
reivindicase la evangelización por Constantinopla. En el año 864, el soberano
búlgaro recibió el bautismo en Bizancio tomando al mismo tiempo el nombre de
Miguel, el del emperador bizantino que fuera su padrino. El clero griego
procedió de inmediato a la cristianización del pueblo búlgaro y a la
organización de la Iglesia búlgara.
Para Bulgaria, la cristianización no
significó sólo un gran progreso en el desarrollo cultural, sino que concluyó
también el proceso de eslavización y con ello su
unificación política y étnica. La oposición de la nobleza búlgara, que se
levantó contra la cristianización y eslavización del
país, fue derrotada por Boris-Miguel, el cual hizo decapitar a 52 boyardos. Por
muy importantes que fuesen, sin embargo, las ventajas de la cristianización
para el progreso cultural y la unificación del reino búlgaro, los príncipes
recientemente convertidos no tardaron en sentirse frustrados. La intención del
Imperio Bizantino fue incorporar la Iglesia búlgara al patriarcado de Constantinopla,
bajo la dirección de un obispo griego. Pero Boris-Miguel buscaba la plena
autonomía para su joven Iglesia, puesta bajo el mando de su propio patriarca, y
ya que todas sus reivindicaciones quedaban sin respuesta, volvió las espaldas a
Bizancio y se dirigió a Roma. Nada podía agradar más al Papa Nicolás I que la
posibilidad de sustraer Bulgaria a la Iglesia bizantina y someterla a la
jurisdicción romana. Envió sus legados a Bulgaria, que con gran energía emprendieron
la obra, de manera que Bulgaria parecía entrar en la órbita romana. Pero esta
situación no iba a durar mucho, ya que pronto llegó la desilusión también de
este lado, aunque de momento Roma parecía haber ganado la partida. Bizancio tuvo
que contemplar cómo se le escapaba el reino eslavo vecino y de qué manera la
esfera de influencia romana se extendía casi hasta su propio centro.
El conflicto entre Roma y Constantinopla
alcanzó su punto álgido. Focio, en calidad de enemigo de Roma, se alzó en
precursor no sólo de la independencia de la Iglesia bizantina, sino incluso de
los intereses más vitales del Imperio Bizantino. El César Bardas y el Emperador
Miguel III respaldaron sin reservas al gran patriarca. El emperador envió una
carta al Papa expresando con orgullo sin par su conciencia de independencia y
superioridad del mundo bizantino. En forma de ultimátum exigió la anulación de
la sentencia papal contra Focio y rechazó con agudeza incisiva las pretensiones
de Roma a la supremacía. El patriarca dio aún un paso más: se erigió en juez
sobre la Iglesia occidental, reprochándole errores cometidos en cuestiones de
liturgia y de disciplina eclesiástica, pero sobre todo atacando la doctrina
occidental sobre la procedencia del Espíritu Santo del padre y del hijo (ex patre filioque). Focio, a quien
el Papa creía poder citar ante su tribunal como acusado, acusó por su parte a
Roma de herejía, en nombre de la ortodoxia. En 867 un sínodo celebrado en
Constantinopla bajo la presidencia del emperador, excomulgó al Papa Nicolás,
rechazó como herética la doctrina romana de la procedencia del Espíritu Santo y
declaró ilegítima las intervenciones de Roma en asuntos de la Iglesia
bizantina. El patriarca de Constantinopla envió una circular a los patriarcas
orientales que comentaba detalladamente las doctrinas y costumbres disidentes
de la Iglesia romana, denunciándolas con gran severidad, sobre todo y una vez
más, el filioque.
En este preciso momento de mayor tensión
en la lucha, se produjo una revolución de palacio en Constantinopla que deshizo
todo el juego. Para su propia desgracia, Miguel III había trabado amistad con
Basilio el Macedonio. Basilio era oriundo del thema de Macedonia y había
crecido en la mayor pobreza. En busca de fortuna se trasladó a Constantinopla
y, gracias a su excepcional fuerza física, fue mozo de cuadra en la corte
imperial. Así empezó su legendario ascenso que debió tanto a sus destacadas
cualidades como al capricho del emperador. El hijo de un campesino, avispado y
astuto, se convirtió en el amigo más íntimo de Miguel III y se casó con Eudocia Ingerina, la antigua amante de éste. Con una
obstinación férrea, sin retroceder ante nada, aspiraba a conseguir el poder
supremo. En su trayectoria chocó con el César Bardas, pero tan fascinado estaba
Miguel III por su favorito que sacrificó para él a su tío, sin vacilaciones.
Acumulando una serie de falsos testimonios, Basilio y Miguel III prepararon una
trampa al gran estadista: durante una expedición contra Creta, estando el César
sentado en el trono al lado de su sobrino con ocasión de un descanso en el
camino, Basilio lo mató con sus propias manos (21 de abril de 865). Su
recompensa consistió en la corona de coemperador que
Miguel III le ofreció al volver a Constantinopla el 26 de mayo de 866. Ahora
Basilio había recibido de su protector todo lo que éste podía ofrecerle. El
último acto de la tragedia sangrienta fue acelerado por el hecho de que Miguel
III, lunático y caprichoso como era, empezó a cambiar de actitud hacia su coemperador. En la noche del 23 al 24 de septiembre de 867
Basilio, después de un banquete, mandó asesinar al embriagado emperador en su
dormitorio.
2.
LA EPOCA DE LA
CODIFICACION DEL DERECHO: BASILIO I Y LEÓN VI
Basilio I (867-886), el fundador de la
dinastía macedónica, había llegado al trono imperial de Constantinopla por
caminos siniestros. A su lado tenía a su esposa Eudocia Ingerina (+ 882), la antigua amante del asesinado Miguel III. Para asegurar la sucesión
al trono, coronó a su hijo mayor, Constantino, el 6 de enero de 869;
exactamente un año más tarde, su segundo hijo, León, recibió la corona, y hacia
879, después de la muerte prematura de Constantino, la recibió también su
tercer hijo, Alejandro, mientras que Esteban, el más joven, eligió la carrera
eclesiástica, con el fin de revestir la dignidad patriarcal bajo el reinado de
su hermano León VI. Constantino, el primogénito e hijo preferido del emperador,
había nacido de su matrimonio juvenil con la «macedoniana»
María. León, Alejandro y Esteban eran hijos de Eudocia Ingerina;
los dos más pequeños nacieron después de acceder Basilio al trono.
Como todos los soberanos bizantinos,
Basilio I se ocupó muy activamente de los asuntos eclesiásticos. Pero al principio
adoptó una política eclesiástica opuesta a la de Bardas y Miguel III. Apenas en
el trono, mandó encerrar a Focio en un monasterio, atacando así por la espalda
al gran patriarca en el momento más decisivo de su histórica lucha. Acto
seguido, volvió a instaurar en el trono patriarcal a Ignacio (23 de noviembre
de 867) y restableció las relaciones con Roma. En presencia de los legados de
Adriano II se celebró un concilio en Constantinopla en 869-70 que la Iglesia
romana considera el Octavo Concilio Ecuménico y en el que Focio fue
excomulgado. Sin embargo, no hubo acuerdo entre Basilio I y los legados del
Papa en un punto esencial, ya que ambos partidos tenían una opinión muy
distinta sobre los derechos jurisdiccionales de la sede romana, y mientras para
los legados de Roma el asunto de Focio, en el fondo, había sido decidido ya al
pronunciar el Papa su veredicto, el emperador se empeñó en discutir de nuevo la
cuestión en el sínodo presidido por él, para tomar la decisión por su cuenta.
Además, el sínodo tuvo un epílogo completamente inesperado para Roma. Tres días
antes de clausurarse las sesiones, una embajada búlgara se presentó en
Constantinopla, la asamblea volvió a reunirse, y se le sometió a la pregunta de
si la Iglesia búlgara debería pertenecer a Roma o a Constantinopla. Hay que
decir que las esperanzas puestas por el príncipe Boris de Bulgaria en la
alianza con Roma no se habían visto satisfechas. Su adhesión al Papado no le
había acercado ni un paso a su verdadera meta que era la creación de una
Iglesia independiente en Bulgaria: Roma había rechazado a los dos candidatos
propuestos por él para la futura silla arzobispal búlgara por lo que se dirigió
de nuevo a Constantinopla. Fue éste el telón de fondo de la embajada búlgara y
de la pregunta planteada que a pesar de las más vivas protestas de los legados
romanos fue decidida a favor de Bizancio por medio del arbitrio de los
representantes de los tres patriarcados orientales. Bizancio había aprendido
mucho de los acontecimientos de los últimos años y se mostró ahora más
flexible: el emperador mandó consagrar por Ignacio a un arzobispo y varios
obispos para Bulgaria. Si bien la Iglesia búlgara reconoció la soberanía del
patriarcado de Constantinopla, consiguió, sin embargo, que se le concediera
cierta autonomía.
El príncipe de los búlgaros había, pues,
conseguido su objetivo aprovechándose con habilidad de la rivalidad
romano-bizantina, y Bizancio, por su parte, había recuperado Bulgaria. Pese a
las repetidas amonestaciones por parte romana, el reino búlgaro permaneció en
el regazo de la Iglesia bizantina y en la esfera de influencia de la cultura
bizantina. Pero al mismo tiempo se había deshecho la base para una amistad con
Roma a la que tanta importancia había dado Basilio sacrificando a Focio para
conseguirla. De hecho, sobre la misión del Imperio Bizantino en el mundo
eslavo, Basilio tenía la misma visión que Focio, a quien había depuesto, y que
Bardas, al que había asesinado. Basilio prosiguió la lucha por Bulgaria en el
mismo espíritu, y la llevó a un final victorioso. También continuó la labor
misionera en Rusia, aparte de conducir al cristianismo a los eslavos de la
parte occidental de la Península Balcánica, sometiéndolos así a la influencia
bizantina.
En la época de la crisis iconoclasta, la
parte occidental de los Balcanes se sustrajo cada vez más a la influencia del
Estado bizantino. En la primera mitad del siglo IX, las ciudades dálmatas y las
tribus eslavas, tanto del litoral como del interior, parece que rompieron sus
relaciones con Bizancio. En aquella época surgió también un reino serbio
independiente bajo el príncipe Vlastimir. Mientras
tanto, un nuevo peligro amenazó la costa adriática por parte de los árabes de
Italia meridional, y en un momento así sólo la flota bizantina era capaz de
prestar la ayuda necesaria. Cuando después de un ataque a Budva (Butna) y Kotor (Dakatera, Catarum), la flota
árabe apareció ante Dubrovnik (Ragusa) en 867, asediando la ciudad, los
asediados enviaron un mensaje de socorro a Constantinopla. La llegada de una
gran escuadra bizantina obligó a los árabes a levantar el sitio, que había
durado quince meses, y a retirarse a Italia del Sur. De esta manera la
autoridad del Imperio Bizantino volvió a consolidarse, y la soberanía bizantina
en la costa adriática oriental fue restablecida. En esta época se fundó el
thema de Dalmacia, que abarcaba las ciudades e islas dálmatas dependientes de
Bizancio. Sin duda, las ciudades e islas dálmatas dependían, de hecho, mucho
más de su hinterland eslavo que de Constantinopla: entregaban sus
tributos a las tribus eslavas, mientras que las insignificantes tasas
entregadas al estratega imperial sólo tenían carácter simbólico. Por otra
parte, las mismas tribus eslavas reconocían los derechos de soberanía bizantina
y estaban comprometidas a prestar ayuda militar al Imperio. La influencia
bizantina en la Península Balcánica se había fortalecido, lo que tuvo como
consecuencia la rápida expansión del cristianismo. En esta época, recibieron el
cristianismo los serbios y los pueblos eslavos del litoral de Bizancio, y por
algún tiempo predominó incluso en Croacia la influencia bizantina sobre la del
Imperio Franco y de la Iglesia romana. La labor misionera bizantina en la Península
de los Balcanes recibió un nuevo y poderoso estímulo, sobre todo en Bulgaria y
Macedonia, cuando los discípulos de Metodio (885), expulsados de Moravia,
llegaron aquí para difundir la fe cristiana y la cultura bizantina entre los
pueblos eslavos mediante su predicación y su enseñanza en lengua eslava. Así se
estableció la situación histórica natural: Moldavia pasó a la esfera de
influencia romana, mientras que Bulgaria, Macedonia y Serbia se colocaron al
lado de Bizancio.
Después de que la flota imperial hubiera
rechazado los ataques árabes a la costa dálmata y roto el cerco puesto a
Dubrovnik, Bizancio atacó en Italia del Sur. Basilio I proyectaba una ofensiva
conjunta con el emperador Luis II y con Roma contra el avance de los árabes
sicilianos, y en este proyecto hay que buscar, en última instancia, la razón
para la política prorromana que él había inaugurado.
Sin embargo, en Sicilia no se consiguió nada, y en 870 los árabes ocuparon
incluso Malta, lo que significó una nueva consolidación de su posición en el
Mediterráneo. En 871, Luis II tomó Bari; esto significó una nueva desilusión
para Bizancio, que se quedó con las manos vacías. Las relaciones entre ambos
soberanos sufrieron un fuerte deterioro y Basilio, quien poco antes había
consentido en el matrimonio de su primogénito con la hija de Luis, colmaba de
reproches a su aliado y ponía en entredicho el derecho de aquél al título de
emperador romano
Los años siguientes estuvieron
consagrados a la guerra entre Oriente, donde los paulicianos iban ganando
terreno y practicaban sus correrías por toda Asia Menor. Cristóforo, el cuñado
del emperador que ostentaba el mando supremo en calidad de domestikon de las scholae, obtuvo una victoria decisiva
sobre los paulicianos en 872, destruyó su citadela Tefriké, así como varias otras fortalezas y dispersó su
ejército en una sangrienta batalla, en la que perdió la vida Chrysocheiros, el caudillo de los paulicianos. Esta
victoria facilitó un nuevo avance de los bizantinos en Oriente. Ya en 873,
Basilio penetró en la región del Eufrates apoderándose de Zapetra y Samosata. Pero el emperador no consiguió su principal objetivo, ya que, al
intentar tomar la fortaleza de Metilene sufrió una
sensible derrota. Aunque Basilio tuviera que contentarse con éxitos parciales
tanto esta vez como en futuras campañas a la región del Eufrates y la frontera
del Tauro, empezó, sin embargo, el período de avance sistemático del Imperio
Bizantino en la frontera oriental. El debilitamiento del imperio árabe hizo
posible el ascenso de Armenia. Ashot I fue reconocido
rey tanto por el Califa (885) como por el emperador bizantino (887), y con ello
empezó para Armenia la época de expansión bajo la dinastía indígena de los
reyes Bagrátidas.
En Italia la posición bizantina
experimentó también una consolidación. El príncipe de Benevento, que se había
rebelado contra Luis II, se colocó bajo el protectorado de Bizancio (873), y
después de la muerte de Luis II (875), también Bari abrió sus puertas al
estratega bizantino (finales de 876). Bizancio fue capaz de rechazar nuevos
ataques de los árabes a la región costera de Dalmacia, Grecia Central y el
Peloponeso, ocupando incluso Chipre por un es pació de siete años. Ello no
cambió el hecho de que los árabes siguiesen dominando en el Mediterráneo, y
Bizancio no tardó en recibir un golpe muy duro en su punto más sensible,
Sicilia: Siracusa, que durante mucho tiempo había resistido al enemigo, cayó en
manos de los árabes en 878. A pesar de ello, era una considerable ventaja que
Bizancio hubiera al menos vuelto a poner el pie en el sur de Italia
continental, y durante los últimos años de gobierno de Basilio I empezó aquí,
bajo el mandato del brillante general Nicéforo Focas, una ofensiva bizantina
fuerte y afortunada. Italia meridional volvió a la soberanía bizantina. En
medio de los pequeños Estados italianos enfrentados entre sí, Bizancio representaba
el único factor sólido, e incluso Roma, que se veía amenazada por los
permanentes ataques de los árabes a las costas italianas, tuvo que solicitar la
ayuda del emperador bizantino. Esta situación explica la actitud flexible que
el Papado adoptó en esta época hacia Bizancio en cuestiones eclesiásticas.
El emperador Basilio tuvo que reconocer
que el giro en su política eclesiástica efectuado después de tomar el poder,
había sido un golpe fallido. El intento de liquidar el conflicto eclesiástico
alejando a Focio había fracasado, puesto que los adictos al patriarca depuesto
no dejaron ponerse fuera de combate, y la lucha de los partidos continuó. Con
Roma se había llegado a un conflicto por la cuestión búlgara, tanto con Focio
como sin él, y después de los resultados decepcionantes en la colaboración con
los poderes occidentales de la Italia meridional, el emperador se dio cuenta de
que también se había quedado sin recompensa su giro en materia eclesiástica.
Alrededor de 875 hizo volver a Focio a Constantinopla y le confió la educación
de sus hijos. Muerto el anciano Ignacio el 23 de octubre de 877, Focio, tres
días más tarde, subió al trono patriarcal por segunda vez y fue reconocido
ahora por Roma. Las condiciones que el Papa Juan VIII unió a este
reconocimiento no tuvieron ningún efecto práctico. En noviembre de 879 Focio celebró
un sínodo ante 383 obispos y en presencia de los legados papales, que para él
significó una extraordinaria satisfacción: su condena de 869-70 fue revocada
solemnemente
Advenedizo y de baja cuna, Basilio I
fue, no obstante, un ferviente admirador tanto de la cultura griega como del
Derecho Romano. El ascenso cultural iniciado bajo Teoktístos y Bardas continuó bajo su gobierno. Su actividad de hombre de Estado fue en gran
medida dirigida por la idea imperial romana: desde la extinción de la dinastía
de Heraclio, fue el primer soberano bizantino que llevó a cabo una política
activa en Italia. Pero el mayor elogio corresponde a la obra de Basilio I como
legislador y renovador del Derecho Romano. Concibió el proyecto de una gran
recopilación de leyes, de una revisión del Código de Justiniano redactado en
lengua griega y ampliado con nuevas leyes. Esta gran obra, que el emperador
llamó significativamente «purificación de las antiguas leyes» parece haber
quedado inacabada y no fue publicada, pero suministró el fundamento de la obra
legislativa de León VI y es la base de sus Basilika.
Se han conservado dos pequeños códigos que Basilio I adelantó a la obra
principal. En primer lugar, se redactó el Procheiron,
que fue publicado en nombre de los emperadores Basilio, Constantino y León,
apareciendo, por consiguiente, entre 870 y 879. Como ya indica el título, el Procheiron constituye un manual para el uso
práctico. Del inmenso número de leyes, elige las prescripciones más importantes
y más utilizadas del Derecho público y civil, y las ordena sistemáticamente en
40 títulos. La intención del Procheiron de ser
un código accesible al público en general, implica la utilización de las
Instituciones como fuente, sirviéndose en mucha menor medida de las demás
partes de la codificación justinianea; pocas veces recurre a las fuentes
mismas, utilizando más bien las traducciones y los comentarios griegos
posteriores. En el fondo, el Procheiron prestaba el mismo servicio que la Egloga de
León III, que también estaba concebida como código práctico para el uso diario
de los jueces. Sin embargo, al perseguir un renacimiento del Derecho Romano,
buscaba ante todo distanciarse de la obra del emperador iconoclasta que, según
él, constituía un «atropello» de las buenas leyes». En realidad, el Procheiron debe mucho al código de León III, que era
de gran utilidad y se había hecho popular. A pesar de todas sus invectivas, se
nutre ampliamente de la Egloga, sobre todo en
la segunda parte, que contiene el derecho sucesorio y el derecho público. El Procheiron conoció gran divulgación y conservó su
validez hasta la caída del Imperio. Además, fue traducido muy pronto al eslavo,
igual que la Egloga, y gozó de un gran crédito
tanto entre los eslavos del Sur como entre los del Este.
En los años posteriores a 879 se sitúa
la Epanagoge, compuesta en nombre de los
emperadores Basilio, León y Alejandro, concebida como introducción a la gran
recopilación proyectada. La Epanagoge reproduce en gran parte el Procheiron, pero
presenta la materia no sólo en un nuevo orden, sino parcialmente con importantes
modificaciones. Se sirve de la Egloga aún en
mayor medida que el Procheiron, recurriendo en
materia de derecho matrimonial al despreciado código de los iconoclastas,
mientras que el Procheiron se atiene en esta
materia al derecho justinianeo, y sólo en los demás apartados empieza a
servirse de la Egloga. Por lo demás, la Epanagoge ofrece también partes completamente nuevas
y dignas a tener en cuenta, que se ocupan de los derechos y obligaciones del
emperador, del patriarca y de otros dignatarios civiles y eclesiásticos. El
organismo estatal-eclesiástico aparece aquí como una unidad compuesta por
muchas partes y miembros, sobre la cual el emperador y el patriarca se elevan
como las dos cabezas de la Ecumene para procurar el
bien de la humanidad en una estrecha y pacífica colaboración. Las funciones de
ambos poderes se describen conforme a un perfecto paralelismo: el jefe supremo
del poder civil se preocupa por el bienestar físico de los súbditos, el jefe supremo
religioso por su bienestar espiritual. Sin lugar a dudas, el artífice de esta
doctrina de los dos poderes no era otro que Focio, quien entonces había vuelto
al trono patriarcal. A su influencia se debe el que la Epanagoge postule una relación ideal, entre el poder supremo civil y espiritual en el
sentido de los círculos eclesiásticos-ortodoxos.
Focio era consciente de que la práctica
discrepaba fuertemente de la teoría, y pronto volvería a darse cuenta de ello,
ya que el próximo cambio de gobierno produjo de nuevo su caída. Después de la
temprana muerte de Constantino (879), los derechos al trono pasaron a León, a
pesar del desprecio y de la profunda desconfianza que mostraba hacia él su
padre. Basilio no pudo sobreponerse a la muerte de su primogénito y pasó los
últimos años de su vida en una profunda depresión. El 29 de agosto de 886
sufrió un accidente mortal en una cacería. Después de subir al trono, León VI
eliminó al gran patriarca y confió a su joven hermano Esteban la dignidad
patriarcal. Focio desaparece definitivamente del escenario histórico: murió en
el exilio, en Armenia.
Teóricamente, León VI (886-912)
compartía el trono con su hermano Alejandro, pero éste vivía dedicado a sus
placeres, sin ocuparse de los asuntos de gobierno. El consejero más importante
del emperador durante el primer y más fértil período de su gobierno fue el
padre de su amante y posterior esposa Zoé, el armenio Stylianos Zautzes (+ 896), a quien se le concedió la alta
dignidad de basileopator, creada especialmente para
él.
Lo que mejor caracteriza el reinado de
León VI es el evidente contraste entre la amplitud de su obra política en el
interior y el completo fracaso de su política exterior. A León el Sabio se le
daba mejor la pluma que la espada. Como discípulo de Focio, León VI poseía una
cultura excelente y un saber bastante multifacético. Era un escritor fecundo y,
ante todo, un retor entusiasta. En mucho mayor grado
que en su padre, al que comprensiblemente superaba ampliamente en cultura, se
manifestaba en él un especial gusto por la Antigüedad. Pero en vez de
exteriorizarse en la acción política, como en Basilio, esta tendencia se
manifestaba en el terreno literario bajo un revestimiento teológico muy acusado.
León fue un gobernante piadoso, con fuertes aficiones eclesiásticas y
teológicas. De él se conservan poesías litúrgicas y numerosas homilías y discursos
que solía pronunciar personalmente en fiestas religiosas, enlazando rebuscadas
exposiciones dogmáticas con reminiscencias clásicas. También compuso un copioso
sermón fúnebre dedicado a su padre, y una serie de poesías profanas muy
artificiales. Parece ser que esta actividad literaria le valió, aún en vida, el
glorioso sobrenombre de Sabio o de Filósofo. Más adelante, las leyendas se
apoderaron de la persona de León el Sabio e hicieron del soberano, algo
insulso, un profeta, un mago y un astrólogo. También se le consideró autor de
una colección de oráculos sobre el destino del Imperio, compuestos mucho más
tarde, y que disfrutaron de extraordinaria aceptación tanto en Bizancio como en
el mundo latino y eslavo, en época bizantina y postbizantina.
Sin duda, León el Sabio fue también el
legislador más fecundo desde Justiniano. La obra legislativa que se escribió
durante su reinado es muy importante y extraordinariamente voluminosa. Sin embargo,
no se debe supervalorar la participación personal de León en esta obra, aunque
no cabe duda de que su sabiduría y su aplicación literaria beneficiaban la
empresa. Existieron muchos trabajos preparatorios procedentes de la época de su
padre, y, por otra parte, flama la atención el hecho de que la gran actividad
legislativa tuviera lugar en el primer decenio de su reinado, es decir, en la época
en que le asistía Stylianos Zautzes.
Comparado con este primer período, la época posterior de León, la de su mayor
madurez, fue poco fecunda.
A pesar de la profunda aversión
existente entre padre e hijo, y pese a lo opuesto de sus naturalezas, las
ambiciones de Basilio I y de León VI eran parecidas en muchos aspectos. La
refundición del derecho justinianeo emprendida bajo Basilio I encontró su culminación
en las Basilika de León VI. Las leyes
imperiales de León el Sabio, divididas en 60 libros, distribuidos a su vez en
seis tomos, constituyen la mayor recopilación de leyes del Imperio Bizantino
medieval. Fueron elaboradas por una comisión jurídica bajo la presidencia del protospathario Symbatios y
publicadas en los primeros años de León VI, lo que es otra prueba de que los
preparativos para el Anakatharsis de Basilio
se encontraban muy adelantados y fueron aprovechados para la obra de León VI.
Las Basilika forman una colección tanto de derecho
canónico como de derecho civil público. Se inspiran, ante todo, en el Codex Iustinianus y en los Digesta,
en menor medida en las Instituciones, pero sí en las Novellae de Justiniano y en las de Justino II y de Tiberio, que habían sido añadidas a
las de Justiniano en la colección posterior de las llamadas CLXVIII Novellae; finalmente, algunas cosas se tomaron del Procheiron. Igual que los juristas de Basilio I, los
juristas de León VI no recurrieron a las fuentes latinas, sino que utilizaron
las versiones y los comentarios griegos de los siglos VI y VII. Frente al Corpus
iuris de Justiniano, las Basilika tenían
para el usuario la gran ventaja de estar redactadas en lengua griega y, por
otra parte, también la de estar clasificadas con mayor claridad. Las Basilika reúnen toda la materia, ordenada sistemáticamente,
en una sola obra, mientras que el Corpus iuris —lo que le reprocha el
prólogo de las Basilika como su mayor defecto—
trataba del mismo asunto en varios lugares distintos. Por ello, no es de extrañar
que las Basilika eliminasen casi por completo
del uso la obra jurídica de Justiniano, convirtiéndose en la base de la ciencia
jurídica. Pronto sus textos se vieron ampliados por numerosas scholias, de las que las más importantes, las
llamadas «antiguas scholias», datan de la época de
Constantino VII, y las «nuevas scholias» de los
siglos XI, XII y XIII. En el siglo XII fue compuesto un registro correspondiente
a las Basilika, que se conoce bajo el nombre
de Tipukeitos, y cuyo valor para nosotros
consiste en que informa sobre el contenido de los libros que no se han
conservado.
Por muy importantes que sean las Basilika para el desarrollo del derecho bizantino,
su valor de fuente histórica es, sin embargo, reducido. La gran recopilación
jurídica no refleja nada, o casi nada, de la realidad histórica de su tiempo;
más bien repite ante todo las antiguas y muchas veces trasnochadas prescripciones
jurídicas de los siglos anteriores.
Las circunstancias de la época
encuentran su expresión en las Novellae de
León. León VI publicó una colección de 113 edictos que se han transmitido bajo
el título de Colección de Novellae, a ejemplo
de las Novellae de Justiniano. Pero el título
original de la colección fue «rectificación y purificación de las antiguas
leyes», lo que, una vez más, recuerda la estrecha vinculación de la obra
legislativa de León VI con la de su padre. Las Novellae de León VI se refieren a varias cuestiones, que aparecen enumeradas
sucesivamente, sin un sistema determinado, aportando, con la motivación
correspondiente, aboliciones o modificaciones de las antiguas leyes al lado de
prescripciones que dan fuerza de ley a prácticas consuetudinarias. Las
disposiciones puramente eclesiásticas (Nov. 2 a 17 y 75) son dirigidas al
patriarca Esteban; todas las demás —a excepción de las pocas piezas que no
llevan destinatario-— son dirigidas a Stylianos Zautzes. Como en el caso de Justiniano y de su Prefecto de
Pretoria Juan de Capadocia, el destinatario es probablemente también aquí el
propio autor. Esto explicaría por qué la legislación de León fue tan abundante
en vida de Zautze y tan escasa después de la muerte
de éste.
Merecen especial atención aquellas Novellae de León VI que revocan los antiguos
derechos de las curies urbanas y del Senado Indudablemente,
el sistema curial había caducado desde hacía mucho tiempo, y las disposiciones
administrativas y legislativas del Senado sólo existían sobre el papel. Aun
así, su eliminación definitiva mediante edictos es significativa, ya que en
cada una de las tres Novellae su abolición se basa
expresamente en el hecho de que en adelante toda la administración descansaría
en manos del soberano. La legislación de León VI significa el final de un
proceso históricamente importante que reúne todo el poder político en la
persona del soberano y que confía todos los asuntos de Estado al cuidado del
aparato burocrático imperial. La omnipotencia del emperador y la burocratización
del Estado llegan a su plenitud bajo la dinastía macedónica. El Senado,
compuesto por los altos funcionarios del Imperio, lleva ahora una existencia
quimérica, perdiendo no sólo sus antiguas funciones, sino también aquel
significado que le correspondía en los siglos VII y VIII. El Estado se
identifica con el emperador y su aparato militar y burocrático. El emperador es
elegido por Dios, y en él descansa la providencia divina. Él es la cúspide de
la administración imperial, jefe supremo del ejército, juez supremo y único
legislador, protector de la Iglesia y guardián de la fe ortodoxa. El decide
sobre guerra y paz, sus sentencias son definitivas e irrevocables, sus leyes se
consideran inspiradas por Dios. No obstante, debe atenerse al derecho
existente, pero le corresponde dictar nuevas leyes y revocar las antiguas. Como
jefe supremo del Estado, el emperador posee un poder prácticamente ilimitado; y
sólo está ligado por las exigencias de la moral y de las costumbres.
Sólo en materia religiosa el poder
soberano encuentra una limitación real. Por muy grande que fuera la influencia
del emperador sobre la configuración de la vida eclesiástica, éste era un laico
y sólo podía ser protector, pero no jefe de la Iglesia. La Iglesia tenía su
propio jefe, el patriarca de Constantinopla, cuyo poder y consideración crecían
constantemente. Es verdad que el emperador decidía, de hecho, sobre quién
ocuparía la silla patriarcal, y como legislador intervenía también en la
administración de la Iglesia. Pero a diferencia de lo que ocurría con la
revocación o instauración de los dignatarios civiles, que sólo correspondían al
emperador, el nombramiento y en especial el destronamiento del príncipe de la
Iglesia requerían la aprobación del clero, y al contrario de lo que sucedía con
las leyes de sus predecesores, el emperador no podía abolir ni modificar las
decisiones de los concilios eclesiásticos. La instancia más alta en la vida
eclesiástica es el concilio, al que únicamente correspondía decidir en
cuestiones de fe. Mientras los factores civiles, que antaño limitaban el poder
soberano, pierden su importancia, el poder de la Iglesia crece al tiempo que
aumenta el poder del emperador.
También alcanzaron cierta perfección el
sistema administrativo y el aparato burocrático del Imperio Bizantino bajo la
dinastía macedónica El desarrollo había proseguido en la dirección iniciada desde
el siglo y VIII ofrece en su resultado
final una imagen que difiere fuertemente del antiguo punto de partida, que
había sido el sistema romano de Estado.
La configuración de la organización en
themas toca a su fin a principios del siglo X. A consecuencia de la progresiva
división de los grandes themas originarios en unidades más pequeñas y de la
introducción del sistema de themas en otras regiones, su número había aumentado
considerablemente, al mismo tiempo que se producía una importante
simplificación de la administración civil de las provincias. Puesto que los
themas del siglo IX apenas superaban en extensión a las antiguas provincias, la
función del procónsul del thema se fundía con el gobierno provincial. En la
segunda mitad del siglo IX fue suprimida la función del procónsul del thema,
desapareciendo con ello el último vestigio del orden diocleciano-constantiniano.
A la cabeza de la administración civil, los anthipatis fueron sustituidos por los protonotari de
los themas, los antiguos intendentes de la cancillería proconsular. De esta
manera, el predominio del poder militar del estratega aparece aún con más
claridad. Al mismo tiempo, la diversidad de las antiguas organizaciones en
themas da paso a un sistema uniforme y fuertemente unificado: las diferentes
circunscripciones militares más pequeñas —las kleisourai, arcontías, ducados, katepanatos, drungariados— que se habían formado paralelamente a
los themas, fueron elevados poco a poco a la categoría de themas propiamente
dichos.
A principios del siglo X el Imperio
contaba, pues, con los siguientes themas. en Asia, el de Opsikion,
de los Bucelarios, de los Optimates, de Paflagonia,
Armenia, Caldea, Colonea, Carsiano,
de los Anatolios, de los Tracesios, de Capadocia,
Mesopotamia, Sebaste, Lykandos, Leontokomis,
Seleucia y el thema marítimo de los Cibyrreotas; en
el mar, los themas de Samos y de Aegaeon Pelagos; en Europa, los themas de Tracia, Macedonia, Strymon, Tesalónica, Hélade, Peloponeso, Cefalonia,
Nicópolis, Dirraquio, Dalmacia, Sicilia, Langobardia y Querson. En el futuro, la constitución en themas
experimentó modificaciones sobre todo a consecuencia de la instauración de nuevos
themas en los territorios incorporados al Imperio por nuevas conquistas,
mientras que la fundación de nuevos themas en los antiguos territorios se
produciría pocas veces. La decadencia del sistema bizantino de Estado
acarreará, a partir de finales del siglo XI, una nueva división o
fraccionamiento de los themas existentes.
Al considerar el aparato de funcionarios
bizantinos sobre el que nos informan para esta época las anotaciones de Filoteo
y las listas de primacía de los siglos IX y X análogas a éstas, hay que distinguir
claramente entre las funciones reales y los títulos honoríficos. Exteriormente,
esta distinción se manifiesta en que las funciones se conceden mediante la
expedición de un acta de nombramiento, mientras que los títulos se confieren
mediante entrega de una insignia de honor. En su mayoría, los títulos no son
otra cosa que funciones antiguas que, con el tiempo, han perdido su primer
significado y han adquirido un carácter de título. No hay que olvidar que las
listas mencionadas reflejan el aparato bizantino de funcionarios en un tiempo
determinado y limitado, y que sólo tienen pleno valor para esta época, la cual,
por otra parte, coincide con el apogeo del Estado bizantino. Porque en
contraste con la opinión generalizada anteriormente, acerca de un supuesta
rigidez del Estado bizantino, el organismo estatal de Bizancio y, por
consiguiente también su aparato administrativo, se encontraban en constante
transformación.
Según el Kletorologion de Filoteo, los títulos bizantinos se dividen en 18 escalafones; las tres
dignidades más altas, césar, nobilísimo y curepalato,
son escasas y se conceden, por regla general, son miembros de la familia
imperial. A continuación vienen las Zoste Patrikia, la dignidad femenina más elevada de la corte, y
luego las dignidades de los magistroi, anthypatoi, patrikoi, protospathario, disshypatoi, spatharekandidatoi, spanthario, hypatoi, etc. Ocho títulos honoríficos, empezando por el de
patricio, pero que en su mayor parte llevan designaciones propias, corresponden
a los eunucos, teniendo los eunucos patricios la primacía respecto de los demás
patricios y anthypatoi. Los eunucos jugaban un papel
importante en la corte bizantina. Ningún cargo eclesiástico o civil —a
excepción de la función imperial misma —les estaba vedado en un principie, y
varios hombres de Estado y generales que se distinguieron en la historia
bizantina, así como diversos patricios, fueron eunucos. Hubo uno serie de
cargos en la Corte que normalmente, aunque con excepciones, eran ostentados por
eunucos. Entre ellos, los más importantes fueron los siguientes: el cargo de parakoimemenos, que dormía al lado de la alcoba imperial y
que casi siempre era uno de los más íntimos confidentes del emperador (bajo
Miguel III, sin embargo, esta función corrió a cargo de Basilio el Macedonio),
y el cargo de protovestiario, jefe del guardarropa
imperial. Funciones palaciegas muy importantes ejercían, además, el rector —uno
de los funcionarios más altos de la Corte bizantina que sólo aparece con la
dinastía macedónica—, el protopraiposito, así como el
maestro de ceremonias; el protostrator imperial, el
caballerizo mayor y otros.
Entre los funcionarios de la
administración central destaca en particular el eparca de Constantinopla, que controla toda la vida de la capital, el «padre de la
ciudad», como le llama el Libro de las ceremonias de Constantino VII. De
importancia cada vez mayor es la función del logoteta del dromo, ejercida bajo Teodora por Teoktistos, y bajo León VI por Stylianos Zautzes. En esta época,
el logoteta del dromo es, muchas veces,
el verdadero jefe de la política del Estado, aunque la posición del primer
ministro no parece estar ligada forzosamente a una función determinada.
Teniendo en cuenta la gran importancia que correspondía a las finanzas en el
Estado bizantino, no puede sorprender el que la administración de las finanzas
ocupara un espacio particularmente amplio en el aparato burocrático de
Bizancio. En la época bizantina media aparece como inspector de todos los
departamentos financieros el sacelario. A partir del
siglo VIl, los logotetas son
los encargados de los diferentes departamentos financieros. Debido a su
posición cercana al emperador, tuvieron gran importancia el jefe de la cancillería
imperial el receptor de las cartas petitorias y el primer secretario, el
«encargado del tintero imperial»; este último cargo se unía muchas veces al de logoteta del dromo, como lo hiciera
Teoktistos.
Para la administración militar, es
esencial una distinción entre los themas de las provincias y los tagmata estacionados en Constantinopla. Los soldados
asentados en los themas representan en realidad la milicia campesina. Los tagmata de la capital se componen de soldados
profesionales. A la cabeza de los themas están los estrategas como comandantes
de las tropas locales y al mismo tiempo como jefes de la administración local. A
la cabeza de los tagmata se encontraban los domestiko. En esta época, los más importantes son
los cuatro tagmata de las scholae,
de los excubitores, de los arithmoi (cuyo comandante no se llama domestikon, sino drungarios), y de los hikanati (que no fueron creados hasta Nicéforo I). El domestikos de las scholae aparece a veces como comandante de
todo el ejército. Con la creciente diversidad de las obligaciones militares, el
cargo se dividió, y más tarde en la segunda mitad del siglo X suele haber un domestikos de Oriente y uno de Occidente. En la marina hay
que distinguir entre la flota imperial, dirigida por el Drungario de los mares, y las escuadras de los themas marítimos al mando de los
estrategas locales. Es sorprendente que el drungarios de la flota imperial fuera de rango inferior al de todos los estrategas de los
themas en el siglo IX e incluso en los años 20 del siglo X. Pero a mediados del
siglo X ya es, al lado del domestikon de las scholae, el funcionario militar más importante del Imperio,
lo que es un claro indicio de la creciente importancia de la flota.
Entre los funcionarios imperiales de
categoría relativamente baja aparecen también los demarcas de los dos partidos,
los Azules y Jos Verdes; los demás, tan poderosos, en el pasado, perdieron por
completo su importancia política y ya sólo jugaron un papel decorativo en la
corte imperial actuando en las fiestas palaciegas y aclamando a los
gobernantes.
Las listas de primacía de Fíloteo presentan en total a unos 60 funcionarios de la
administración militar, civil y palaciega directamente responsables ante el
emperador, no teniendo otros superiores que el mismo emperador (a ellos hay que
añadir ocho «funcionarios eunucos» que Filoteo clasifica en un grupo aparte).
La mayoría de estos grandes dignatarios tenían a sus órdenes meros oficios de
mayor o menor importancia. Todo este aparato fuertemente centralizado era
dirigido por el emperador, quien nombraba personalmente a todos los
funcionarios superiores, así como a sus subordinados más importantes, pudiendo
revocar a su gusto a cualquier funcionario.
En una época más tardía, el aparato
bizantino de funcionarios experimentó una nueva complicación: se crearon nuevas
instituciones y cargos, mientras que las antiguas degeneraron o sufrieron una
modificación en su significado. Un rasgo destacado del sistema administrativo
de la época media bizantina es la fuerte preponderancia de los cargos militares
y la posición dominante del estratega de los themas. La función extremadamente
importante del eparca (o prefecto) de la ciudad
ocupaba el lugar 18 en la lista de Filoteo, y le precedían 12 estrategas de los
themas, así como los domestikoi de las scholae y de los excubitores.
Pero por encima del sakelarios y de los logotetas estaban todos los 25 estrategas de themas de
aquella época (sólo el domestikos de los Optimates
posee un rango inferior). Entre los estrategas, la primacía pertenecía,
significativamente, a los comandantes de los themas de Asia Menor, que formaban
la espina dorsal del poder militar del Imperio Bizantino: casi todos los estrategas
de los themas de Asia Menor tenían un rango superior al de los estrategas de
Macedonia y Tracia, los dos comandantes europeos más importantes. Esto se
refleja también, hasta cierto punto, en los sueldos que cobraban los
estrategas. Bajo León VI, por ejemplo, los estrategas de los Anatolios, Armeniacos y Tracesios cobraban
al año 40 libras de oro (según el valor del metal, 44.438,40 francos de oro);
los del Oposikion, de los Bucelarios y de Macedonia,
30 libras; los de Capadocia, Carsiano, Paflagonia, Tracia y Colonia, 20 libras cada uno; los
demás, 10 ó 5 libras cada uno. Pero las diferentes
categorías de los funcionarios no estaban delimitadas entre sí por criterios
demasiado estrictos, de manera que el paso del servicio civil al servicio
militar, e incluso la atribución del comandante del ejército a funcionarios
civiles o palatinos fue un fenómeno frecuente. En todo eran decisivas la
confianza y la voluntad del emperador.
La centralización autocrática del Estado
bizantino imprimió un sello particular a la vida y la economía urbanas. Toda la
vida económica de la capital bizantina estaba sometida al control del eparca de Constantinopla y, como demuestra el
llamado Libro del eparca, este control era
especialmente severo en el siglo X, en la época de la omnipotencia del Estado
bizantino. Los comerciantes y artesanos de Constantinopla, y seguramente
también los de las demás ciudades, estaban organizados en gremios. De
particular importancia eran aquellos gremios relacionados con el
aprovisionamiento de la ciudad: los tratantes de ganado, carniceros,
pescaderos, panaderos y taberneros. El comercio floreciente de cera, perfumes v
especias era atendido por los gremios de los perfumistas, de los comerciantes y
productores de jabones, de los productores de velas y de los comerciantes de
especias. A la vista de la destacada importancia del comercio de seda en
Bizancio, un número considerable de gremios estaba ocupado con la elaboración y
la distribución de artículos de seda; en este sector se manifiesta con más
claridad la especialización y división entre productores y comerciantes: los
(torcedores) de seda, los tejedores, los tintores, los comerciantes de seda
cruda, los comerciantes de tejidos de seda sirios, y, finalmente, los
comerciantes de vestidos de seda formaban un gremio propio cada uno. También
los comerciantes de lino y los artesanos de cuero constituían corporaciones
particulares. Pero, sin duda alguna, el Libro del eparca,
que carece de una redacción sistemática concluyente, sólo trata de una parte de
los gremios existentes, de hecho, en Constantinopla. De la extensión del
sistema bizantino de gremios da una idea la circunstancia de que también los
notarios, cambistas y orfebres pertenecían a corporaciones particulares.
Las corporaciones bizantinas enlazan en
su origen con los collegia romanos, pero se diferencian
de éstas en muchos aspectos y tienen el carácter típico de las organizaciones
gremiales de la Edad Media. Así, en la época bizantina, la sujeción de la
persona a la profesión no es de ninguna manera tan severa como en la época
romana tardía. La pertenencia al gremio ya no es hereditaria; la integración
obligatoria de los ciudadanos a los gremios ya no existe; la admisión en el
gremio exige más bien ciertas condiciones y depende de la demostración de unas
aptitudes. Esto requiere, por otra parte, una potenciación del control por el
Estado. Porque si la sujeción del individuo a la profesión experimentó un
relajamiento considerable como consecuencia de la transformación general en la
época bizantina, la sujeción al Estado, en cambio, fue aumentando. No sólo los
gremios eran obligados por el Estado al cumplimiento de unos cánones como en
época romana, sino que también toda la actividad de los gremios se supervisaba
y se regulaba cuidadosamente a través de los órganos del eparca de la ciudad. En especial, se controlaba la labor de aquellos gremios que
tenían a su cargo el aprovisionamiento de la capital. Para garantizar el
abastecimiento de los víveres necesarios, el gobierno determinaba la cantidad
de mercancías a comprar, controlaba su calidad y fijaba el precio de venta. La
importación a Constantinopla, tanto desde las provincias como desde el
extranjero, fue fomentada sistemáticamente, mientras que, por otra parte, se
restringía al máximo la exportación, y en especial la exportación al extranjero.
El sistema gremial bizantino está menos al servicio de los intereses del
productor y del comerciante; más bien sirve para controlar con mayor facilidad
la vida económica por parte del gobierno, salvaguardando así los intereses del
Estado y de los consumidores. A través de los gremios, cuyos jefes nombraba el
gobierno e inspecciona por medio de funcionarios especiales, el Estado
controlaba toda la economía urbana y el proceso económico que se desarrollaba
en la ciudad.
Aparte de la consolidación de la
omnipotencia imperial, en la legislación de León VI se expresa también el
fortalecimiento de la aristocracia bizantina, proceso que en su evolución
posterior minará la estructura estatal y arruinará igualmente el absolutismo
imperial. Los inicios de esta evolución remontan al siglo VIII, puesto que entonces
ya empiezan a aparecer algunas familias de magnates en Bizancio. En época de
León VI, la aristocracia posee ya tal poder y se ha impuesto ya hasta tal punto
como clase particular haciendo valer sus privilegios, que las taktika de León recomiendan expresamente la entrega
del cargo de estratega y de los puestos de oficiales superiores a personas
distinguidas y poderosas. Es así como se manifiesta, cada vez con más ímpetu,
una diferenciación social, a la que el gobierno mismo rinde tributo. El gobierno
de León VI no supo reconocer el alcance de este fenómeno y favoreció las
ambiciones de la nobleza incluso en asuntos económicos. Las antiguas
disposiciones que prohibían a los funcionarios la adquisición de bienes durante
el ejercicio de sus funciones, así como la aceptación de herencias y donaciones
sin una autorización especial del emperador, fueron suspendidas del todo para
los funcionarios de Constantinopla y muy suavizadas para los funcionarios de la
provincia, de manera que únicamente seguían en vigor para los estrategas de los
temas. Una Novella posterior de León VI abolió, además, el derecho de
preferencia de los vecinos que impedía la venta de las pequeñas propiedades de
los campesinos a los latifundistas; sólo en los primeros seis meses los vecinos
tendrían el derecho de evicción contra el reembolso del precio de compra. Estas
disposiciones facilitaron en gran medida la adquisición de pequeñas propiedades
campesinas por la nobleza, lo que significó un nuevo fortalecimiento de la
aristocracia latifundista y la aceleración del proceso de feudalización, contra
la cual los sucesores de León VI tuvieron que llevar una pugna desesperada.
En contraste con Basilio I, León VI tuvo
un programa de política exterior muy definido. Otra diferencia entre la época
de León y la de su padre, desfavorable para el Imperio, consistía en que va no
era posible delimitar la guerra a los árabes solamente. Después de una larga
época de paz, se produjo un giro en las relaciones bizantino-búlgaras. Al
renunciar a la corona el primer soberano búlgaro cristiano, Boris-Miguel (889)
y cayendo su hijo Vladimir víctima de un intento de reacción pagana (893), el
hijo menor de Boris, Simeón (893-927) tomó el poder en Bulgaria; fue el
soberano más grande que conociera la Bulgaria medieval. Poco después de su
llegada al trono, estalló una querella entre el reino búlgaro y Bizancio que,
significativamente, tenía un trasfondo de política comercial. El monopolio del
comercio búlgaro fue concedido a dos comerciantes bizantinos. Estos, de acuerdo
con Stylianos Zautzes,
trasladaron el mercado búlgaro de Constantinopla a Tesalónica y aumentaron
considerablemente los derechos aduaneros. Los intereses comerciales de Bulgaria
parecían afectados por esta medida, y al quedar sin efecto las protestas
búlgaras, Simeón irrumpió en territorio bizantino e infringió una derrota al
ejército imperial (894). Bizancio, cuyos contingentes militares en los Balcanes
eran insuficientes, intentó esquivar el peligro por medio de una jugada
diplomática, llamando en su ayuda a los húngaros que entonces ocupaban el
territorio entre el Dniéper y el Danubio.
Esta llamada bizantina hizo intervenir a
los húngaros, por vez primera, en la política de los Estados europeos.
Respondiendo a la llamada de Bizancio, los húngaros atacaron a Simeón por la
espalda, le infringieron diversas derrotas y devastaron la región septentrional
de Bulgaria. Mientras tanto, el general bizantino Nicéforo Focas ocupó la
frontera sur de Bulgaria, al mismo tiempo que el drungario de la flota imperial, Eustacio, bloqueó la
desembocadura del Danubio. Simeón firmó un armisticio con Bizancio. De esta
manera ganó tiempo, y lo mismo que el emperador bizantino se había dirigido a
los húngaros, él se dirigió al pueblo nómada guerrero de los pechenegos en la planicie meridional rusa. Con ayuda de los pechenegos pudo vencer a los húngaros, volvió a
atacar a los bizantinos y consiguió una victoria decisiva cerca de Bulgarophygo (896). Entonces se firmó la paz, y Bizancio
tuvo que comprometerse al pago de tributos al reino búlgaro. Ante la presión de
los pechenegos, los húngaros se dirigieron hacia el
oeste y se establecieron en la llanura danubiana que aún hoy es su país,
penetrando como una especie de cuña en medio del territorio ocupado por los
eslavos y separando a los eslavos del sur de sus hermanos tribales del norte y
del este.
La guerra con Simeón había paralizado el
poder del Imperio Bizantino frente a los árabes, tanto en Oriente como en
Occidente. Nicéforo Focas tuvo que interrumpir su campaña victoriosa en Italia
meridional para hacerse cargo del mando en los Balcanes. En Oriente, Armenia
era víctima de las incursiones de saqueo árabes, y en Cilicia empezó el avance
de éstos, acompañado de amplias operaciones marítimas en la costa sur de Asia
Menor. Sin embargo, la situación bizantina en el continente de Asia Menor
experimentó una estabilización alrededor del 900, después de que Nicéforo
Focas, en su calidad de estratega del thema de los Tracesios,
se encargara del mando de los puertos de montaña de Cilicia y consiguiera una
victoria sobre los árabes cerca de Adana. Tanto en Occidente como en el mar,
sin embargo, el Imperio sufrió una derrota tras otra. El 1 de agosto de 902,
Taormina, último punto de apoyo del Imperio Bizantino en Sicilia, sucumbió, con
lo que la conquista de Sicilia quedó prácticamente concluida después de graves
luchas que habían durado setenta y cinco años y habían costado grandes
sacrificios. En Oriente, los árabes no sólo dominaban el Mediterráneo, sino
también el Mar Egeo rodeado por posesiones bizantinas. Una vez el Archipiélago,
otra vez las costas del Peloponeso y de Tesalia, fueron devastadas, y en 902
fue destruida la próspera ciudad de Demetria. Consecuencias especialmente
funestas tuvo, dos años más tarde, el gran ataque árabe bajo el mando del
griego renegado León de Trípoli. Este se dirigió primero desde Trípoli hacia
Constantinopla. Después de apoderarse de Abydos, que
abría el camino a la capital bizantina, cambió súbitamente su plan y tocó
Tesalónica. Este gran centro cultural y comercial, después de Constantinopla la
ciudad más importante y más rica del Imperio Bizantino, cayó en manos de los
árabes a los tres días de asedio, el 31 de julio de 904. Los vencedores se
entregaron a una terrible matanza y se alejaron con numerosos prisioneros y un
enorme botín. La derrota bizantina fue aprovechada por Simeón: Bizancio tuvo
que acceder a un nuevo trazado de fronteras, que llevó la frontera búlgara a
las puertas de Tesalónica
Escarmentado por los golpes adversos, el
gobierno bizantino mandó levantar fortalezas más resistentes en Tesalónica y Attalia y tomó medidas enérgicas para reforzar su flota.
Los resultados no tardaron en manifestarse: el 6 de octubre de 908 el logoteta del dromo, Himerios,
consiguió una brillante victoria sobre la flota árabe en el Mar Egeo. Unos años
más tarde desembarcó en Chipre, atacó la costa siria desde allí y tomó por
asalto Laodicea. Pero la mayor empresa tuvo lugar en
911. Una poderosa expedición naval se dirigió contra Creta, bajo el mando del
mismo Himerios. Sin embargo, aquí le alcanzó un gran
revés. Después de una lucha larga e inútil, la flota bizantina tuvo que
retirarse. En su camino de regreso fue atacaba y destruida, en la primavera de
912, por una escuadra árabe bajo el mando de León de Trípoli y de Damianos, también un renegado griego. Así fracasó la gran
empresa marítima; los extraordinarios esfuerzos militares y financieros del
Imperio habían sido en vano.
La descripción detallada de esta
expedición, contenida en el Libro de las Ceremonias de Constantino VII, cita a
700 marineros rusos entre la tripulación bizantina, a los que el Imperio tuvo
que pagar un sueldo de un centenarion de oro. La
participación de los rusos en una campaña bizantina es un reflejo de las nuevas
relaciones bizantino-rusas. El príncipe ruso Oleg, que se había establecido en
Kiev, asegurándose la «ruta de los Veregos a los
griegos», había aparecido ante Constantinopla en 907 con una poderosa flota y
había obligado al gobierno bizantino a firmar un tratado que aseguraba la
situación jurídica de los comerciantes rusos que llegaban a Bizancio. Este tratado,
firmado oficialmente en septiembre de 911, significa el inicio de unas
relaciones comerciales regulares entre Bizancio y el joven reino ruso y
garantizaba a los rusos, entre otras cosas, el derecho a tomar parte en las
campañas militares del Imperio.
A los infortunios de la política
exterior se añadieron las complicaciones internas provocadas por los cuatro
matrimonios de León VI. El enlace de su juventud con Teófano contraído por
deseo de Basilio I, no fue feliz. Después de morir la piadosa emperatriz (10 de
noviembre de 897), venerada como santa por la Iglesia griega, León se casó con
su amante Zoé, hija de Stylianos Zautzes.
Pero Zoé Zautzina murió a finales de 899 sin haber
dejado un heredero masculino, y en verano de 900 el emperador tomó una tercera
mujer, la frigia Eudocia Baiana. Este acto fue una
violación abierta de las prescripciones tanto de la Iglesia como del Estado
bizantinos, y la situación fue tanto más embarazosa cuanto que León VI mismo,
pocos años antes, había prohibido por una ley especial un tercer matrimonio,
desaprobando incluso un segundo matrimonio. Pero la mala fortuna perseguía al
emperador: Eudocia Baiana murió el 12 de abril de
901, León enviudó de nuevo y volvió a pensar en un cuarto matrimonio, para el
cual se había fijado en la bella Zoé Carbonopsina.
Puesto que su tercer matrimonio ya había provocado un conflicto con la Iglesia
y su nuevo proyecto matrimonial chocaba con una fortísima oposición
generalizada, el emperador seguramente no se hubiera decidido a cometer una
infracción aún más grave de los cánones eclesiásticos y de las leyes. Pero en
905, Zoé Carbonopsina le dio un hijo, y entonces se
trataba de legalizar el nacimiento del sucesor al trono. El día 6 de enero de
906, éste fue bautizado en Santa Sofía por el patriarca Nicolás el Místico con
el nombre de Constantino, a condición de que el emperador se separase de Zoé.
Pese a ello, León se casó, tres días más tarde, con la madre de su único hijo y
la nombró Augusta. Este hecho provocó la mayor indignación por todas partes. La
tensión entre León VI y la jerarquía de la Iglesia iba en aumento. El patriarca
prohibió al emperador la entrada en la iglesia: el día de Navidad de 906 y el
día de la Epifanía de 907, el basileus bizantino tuvo
que dar media vuelta en las puertas de Santa Sofía. Sin embargo, le quedaba
abierto el camino que los emperadores bizantinos solían tomar cuando
necesitaban un apoyo contra su propia Iglesia: León se dirigió a Roma y obtuvo
una dispensa del Papa Sergio III. Por su parte, la legislación matrimonial
romana era menos severa que la bizantina, y por otra —que es lo que importaba—
la Iglesia romana no podía rechazar al emperador, quien, pasando por alto a su
patriarca, apelaba a ella, reconociendo así, aparentemente, la supremacía
romana. Apoyado en el votum romano, León consiguió
forzar la abdicación de Nicolás el Místico y elevó en su lugar al tan piadoso
como poco inteligente Eutimio (febrero de 907). Esto provocó, sin embargo, un
nuevo cisma en la Iglesia bizantina que volvió a reanimar la viejas discordias
de los partidos eclesiásticos. León VI había conseguido su propósito, su hijo
recibió la corona imperial (parece que fue el día 15 de mayo de 908); así quedó
garantizada, a duras penas, la continuidad de la dinastía. Pero la eliminación
provisional del patriarca no terminó en absoluto con el conflicto, sino que
éste perduró más allá del reinado de León VI, siendo decidido, finalmente, a
favor del punto de vista del patriarca.
3.
BIZANCIO Y SIMEÓN DE
BULGARIA
León VI murió el 12 de mayo de 912. Se
encargó del poder el frívolo y libertino Alejandro, tío de Constantino, que
entonces sólo tenía seis años. El mayor esfuerzo de su política fue dirigido a
liquidar la herencia de su difunto hermano. Mandó encerrar a la emperatriz Zoé
en un convento y privó de sus funciones a los colaboradores más notables de
León, sustituyéndolos por personas adictas a él. A esta línea de actuación
pertenece la restitución de Nicolás el Místico, a favor del cual Eutimio tuvo
que dejar el trono patriarcal. El modo de proceder del nuevo soberano tuvo
graves consecuencias en la política exterior. En su despreocupación negó a
Bulgaria los tributos que Bizancio, según el tratado de paz de 896, tenía que
pagar anualmente, dando así el deseado pretexto para iniciar la guerra a
Simeón, cuyo poder estaba en constante auge. Mayor desgracia no hubiera podido
caer sobre el Imperio. Alejandro murió poco después de estallar la guerra
provocada por él, es decir, el 6 de junio de 913. Constantino, de siete años de
edad, quedó como único representante de la dinastía macedónica. Un consejo de
regencia encabezado por el patriarca Nicolás el Místico debía llevar los
asuntos de gobierno.
La situación era tan complicada como
insegura. Combatido por una oposición fuerte compuesta por elementos fieles a
la dinastía y agrupada en torno a la persona de la viuda del emperador, Zoé,
enemistado con parte del clero que guardaba fidelidad al depuesto Eutimio,
Nicolás el Místico llevaba la regencia para un niño cuya procedencia no podía
considerar legítima ni válida su coronación. La confusión aumentó al intentar
la usurpación el comandante en jefe del ejército, el doméstico de las scholae Constantino Ducas.
Sin encontrar mayor resistencia, Simeón
atravesó el territorio bizantino, y en agosto de 913 ya estaba ante las
murallas de la capital. Su empresa no fue una simple incursión en busca de
botín, ni siquiera una simple guerra de conquista. Su objetivo era la corona
imperial romana. Como buen pupilo de Bizancio, Simeón estaba hondamente
convencido de la sublimidad inherente a la dignidad imperial y sabía tan bien
como lo sabían los mismos bizantinos, que en la tierra sólo podía existir un
único Imperio. Lo que él anhelaba no era la fundación de un Imperio Búlgaro,
étnica y regionalmente limitado, al lado del bizantino, sino la institución de
un nuevo Imperio Universal en lugar del de Bizancio. Es esta ambición la que
imprime un sello especial a la lucha de Simeón contra Bizancio; es lo que coloca
la pugna más allá del eterno vaivén de los conflictos bélicos del Imperio
Bizantino con sus inquietos vecinos y la convierte en una de las pruebas más
duras con que jamás tuvo que enfrentarse el Imperio de Bizancio. En la Edad
Media, la lucha por el Imperio significaba la lucha por la hegemonía. Bizancio
tenía que defender, frente a Simeón, su liderazgo en la jerarquía de los
Estados cristianos.
Pero si bien Simeón había aparecido ante
las puertas de Constantinopla con intenciones muy diferentes a las de los
anteriores enemigos del Imperio, compartió, no obstante, la suerte de sus predecesores
en tener que convencerse pronto de la invencibilidad de la mayor fortaleza del
mundo de entonces. Entabló negociaciones con el gobierno bizantino y fue recibido
con gran solemnidad en la ciudad imperial por el patriarca Nicolás el Místico y
en presencia del joven emperador Constantino VII. El resultado de las conversaciones
de Simeón con la intimidada regencia bizantina fueron unas concesiones
extraordinarias. De hecho, la regencia había capitulado ante el poderoso
soberano búlgaro. Una hija de Simeón iba a ser la esposa del joven emperador, y
él mismo recibió la corona imperial de manos del patriarca. Si con ello Simeón
aún no era reconocido como coemperador de Constantino
VII, sino sólo como basileus de Bulgaria, parecía
haber llegado, sin embargo, al umbral de su meta: ostentando el título de basileus y en calidad de suegro del emperador menor de edad
tendría en sus manos la soberanía del Imperio Bizantino. En estas condiciones
podía, por el momento, regresar a su país y prometer una paz duradera a
Bizancio.
No obstante, poco después de su partida
se produjo un giro en Bizancio que habría de enterrar todas sus orgullosas
esperanzas. El exorbitado alcance de las concesiones hechas a Simeón parece que
minaron la regencia del patriarca Nicolás. Zoé, la madre del emperador, volvió
a palacio y tomó el poder en sus manos. El proyecto de alianza matrimonial
bizantino-búlgaro fue desechado y puesta en entredicho la validez de la
coronación de Simeón. El resultado fue un nuevo estallido de las hostilidades
búlgaro-bizantinas. El territorio de Tracia se vio inundado por los búlgaros, y
Simeón exigió que el pueblo bizantino le reconociese como su emperador 131. En septiembre
de 914 Adrianópolis se le rindió, y en los años siguientes devastó las regiones
de Dirraquio y Tesalónica. El gobierno de la emperatriz Zoé se vio obligado a
efectuar un contrataque. Llevaba el mando supremo del ejército el domestikos de las scholae, León
Focas, hijo del victorioso Nicéforo, pero que no había heredado de su padre el
talento militar. A su lado estaba su hermano Bardas, padre del posterior
emperador Nicéforo Focas, así como una serie de otros representantes de las
grandes familias bizantinas. La aristocratización del mando del ejército
recomendada por las Taktika de León VI ya estaba muy
adelantada. La marina, sin embargo, estaba encabezada por Romano Lecapeno en
calidad de drungario de la flota imperial, quien, aun
siendo hijo de un campesino armenio, eclipsaría a sus rivales de la nobleza.
Después de amplios preparativos, el ejército bizantino penetró en tierra
enemiga a lo largo de la costa del Mar Negro. Pero el 20 de agosto de 917 fue
sorprendido por Simeón en Acheloos, no lejos de Anguialos, y vencido hasta el aniquilamiento. A esta
catástrofe siguió pronto una nueva derrota cerca de Katasyrtai,
en las cercanías de la capital bizantina. Simeón era dueño de la Pennínsula Balcánica. En 918 cruzó el norte de Grecia y
avanzó hasta el golfo de Corinto.
Si la regencia del patriarca Nicolás
había naufragado por excederse en concesiones a las exigencias de Simeón, el
gobierno de la emperatriz Zoé necesariamente tuvo que fracasar, porque su
actitud intransigente no correspondía en absoluto a sus fuerzas y aptitudes. La
situación desesperada en que se encontraba el Imperio requería el
establecimiento de un régimen militar fuerte y decidido. El único que parecía
estar a la altura de esta tarea era el drungario Romano
Lecapeno. Había conseguido adelantarse al candidato de la emperatriz, León
Focas, y tomar las riendas del gobierno. Con gran destreza alejó, poco a poco,
a la emperatriz Zoé y a sus colaboradores reafirmando su propio mando. En mayo
de 919 el joven emperador Constantino VII se casó con Elena, hija del nuevo regente.
Igual que Stylianos Zautzes bajo León VI, Romano Lecapeno obtuvo ahora el título de basileopator.
Pero no tardó en subir más alto: el 24 de septiembre de 920, su yerno le elevó
a César, y el 17 de diciembre del mismo año le coronó coemperador.
Lo que Simeón había anhelado en vano, lo consiguió Romano Lecapeno: fue suegro
y corregente del joven emperador legítimo y con ello soberano del Imperio
Bizantino.
La elevación de Romano Lecapeno fue un
golpe terrible para Simeón. El patriarca Nicolás el Místico intentó en vano
mediar con su intervención y aplacar el ánimo del soberano búlgaro a través de
numerosas cartas. Simeón pidió nada menos que la destitución de su aventajado
rival, ya que si Romano Lecapeno conservaba la posición de protector y suegro
del joven legítimo emperador, se le cerraban a Simeón todos los caminos para
alcanzar la meta última de su vida. Pero únicamente la conquista de la capital
imperial hubiera podido dar paso a sus exigencias. El hecho de que devastara
repetidas veces el territorio bizantino y que se volviera a apoderar de
Adrianópolis (923), no cambió en nada la situación existente. Romano, inalcanzable
tras las murallas de su capital, esperó tranquilamente. El que poseyera la
capital era dueño de la situación; esto lo sabía muy bien Simeón, pero le
faltaba la flota necesaria para asaltar la ciudad. Por esta razón firmó una
alianza con los árabes de Egipto, que eran excelentes marineros, con vistas a
un ataque conjunto contra Constantinopla. Pero este proyecto fue abortado por
la vigilante diplomacia de Bizancio. No le costó esfuerzo al emperador
bizantino superar las promesas del soberano búlgaro y hacer cambiar de opinión
a los árabes mediante regalos y la perspectiva de tributos regulares. Cuando
Simeón volvió a aparecer ante Constantinopla en 924 tuvo que reconocer —igual
que en 913— que las murallas de la capital imperial significaban una barrera
infranqueable para su poder, y, lo mismo que entonces, solicitó una entrevista
con el jefe del Estado bizantino. En otoño de 924 tuvo lugar un encuentro entre
ambos soberanos que perduró durante largo tiempo en la memoria de
contemporáneos y sucesores y que fue adornado por la leyenda. Pero si en 913 la
recepción de Simeón por el patriarca Nicolás el Místico era un principio lleno
de promesas, el encuentro celebrado once años más tarde con el emperador Romano
significó el fin de sus grandes esperanzas .
A diferencia del gobierno de la
emperatriz Zoé, Romano I intentó no provocar nunca al poderoso adversario. En
una carta a Simeón del año 925 protestó enérgicamente porque Simeón se atribuía
el título de basileus de los búlgaros y de los
romanos, explicando, sin embargo, en otra carta que su protesta se refería
menos a la dignidad imperial que a su pretensión al Imperio Romano. Aunque a
disgusto, Bizancio se conformó con que el soberano búlgaro ostentara la dignidad
imperial, siempre que el alcance del título se limitara a los territorios
búlgaros. También se le ofreció a Simeón, ya en 920 y a través del patriarca
Nicolás el Místico, el enlace matrimonial con la nueva casa reinante de los Lecapenos, que le conferiría una posición honorable pero
que, al mismo tiempo, le tendría alejado de cualquier influencia en los
destinos de! Imperio Bizantino. Romano rechazó, sin embargo, otras concesiones
adicionales y ni siquiera quiso oír hablar de concesiones territoriales. De
hecho, la experiencia de los años transcurridos demostraban que Simeón, a pesar
de su superioridad militar, no estaba en situación de imponer su programa
mediante la fuerza de las armas. En cambio, el arte diplomático de los
bizantinos le iba acorralando de manera creciente.
La guerra bizantino-búlgara, que
dominaba todos los acontecimientos de la Península Balcánica, atrajo también a
su órbita a los demás países de los Balcanes. Mientras que Miguel de Zachlumia era un aliado de Simeón, Bizancio se ganó,
mediante importantes concesiones, la amistad de Croacia, que entonces disponía
de un poder considerable bajo su primer rey Tomislav (910-928, rey desde 925). El gobierno bizantino confió a Tomislav,
en calidad de procónsul, la administración de las ciudades e islas de Dalmacia
que, por lo demás, habían pasado a la jurisdicción eclesiástica de Roma. En
Serbia se entrecruzaban y luchaban entre sí las influencias del Imperio
Bizantino y del búlgaro. Los representantes de la dinastía principesca serbia
dependían del apoyo de una de las dos grandes potencias que eran utilizadas por
ellos una contra otra. Tan pronto era Simeón, tan pronto Romano Lecapeno el que
conseguía facilitar a uno de sus protegidos la soberanía de Serbia y eliminar
al protegido del adversario. Después de una lucha prolongada y de varios
cambios en el trono, la influencia bizantina comenzó a predominar y el príncipe
Zacarías, elevado al trono serbio con apoyo búlgaro, se pasó al lado de
Bizancio; entonces Simeón decidió eliminar el foco de agitación que tenía a sus
espaldas. Pero el ejército búlgaro enviado a Serbia fue vencido y había que
movilizar fuerzas mayores que, finalmente, sometieron el país a la soberanía de
Simeón después de devastarlo terriblemente (hacia 924). La sumisión de Serbia
llevó al soberano búlgaro a las fronteras de Croacia, y pronto se vio ante la
necesidad de una nueva confrontación bélica y, en consecuencia, ante la
obligación de retirarse del escenario bélico principal: el territorio
bizantino. Pero al irrumpir en Croacia, el ejército de Simeón sufrió su mayor
derrota (hacia 926). Por mediación del Papa, Simeón se vio obligado a firmar
una paz con Croacia. Posteriormente parece haber proyectado una nueva campaña
contra Bizancio, pero el 27 de mayo de 927 le sobrevino una muerte repentina.
Con la muerte de Simeón, toda la
situación cambió de golpe. A su hijo y sucesor Pedro le eran completamente
ajenas tanto la orgullosa ambición como el incansable espíritu de lucha de
Simeón. Parecía inútil seguir luchando. Pedro se apresuró a firmar la paz con
Bizancio; fue reconocido zar de los búlgaros y recibió la mano de la princesa
María Lecapena, una nieta del emperador Romano, hija
de su hijo mayor Cristóforo. También fue reconocido el patriarcado búlgaro que
parece que Simeón creó en sus últimos años. Los grandes éxitos bélicos de
Simeón dejaron su huella. Si bien no alcanzó su meta suprema, tampoco era
realizable la opción de Zoé, consistente en rechazar radicalmente todas las
exigencias búlgaras. Venció la política del justo medio practicada por el
clarividente emperador Romano. El soberano búlgaro recibió el título de basileus, pero limitado expresamente al Imperio Búlgaro;
también se le autorizó a contraer matrimonio con la casa bizantina reinante,
pero no con la casa legítima de los Porfirogenetas, sino con la de los Lecapenos. En cierto modo, los papeles estaban invertidos:
no fue el soberano búlgaro el que se convirtió en suegro y protector del
emperador de Bizancio tal como había soñado Simeón; más bien fueron los
emperadores bizantinos Romano y Cristóforo quienes encontraron un yerno
obediente en el zar de los búlgaros, Pedro. Las considerables concesiones que
Romano I —ahora sin coacción exterior— hizo a los búlgaros provocaron una
configuración extremadamente favorable de las relaciones bizantino-búlgaras. La
tranquilidad en la frontera bizantino-búlgara nunca fue más completa, nunca la
influencia de Bizancio en Bulgaria tan omnipotente como durante los decenios
que siguieron a la paz de 927.
La posición bizantina experimentó
también una consolidación en los demás países eslavos del sur. Serbia, sometida
y devastada por Simeón, despertó a una nueva vida propia bajo el príncipe Caslav, que escapó de Preslav a su tierra poco después de
la muerte de Simeón y tomó allí el poder reconociendo la soberanía bizantina.
También Miguel de Zachlumia, un aliado de Simeón,
entabló relaciones con Bizancio y recibió de Constantinopla el título de Anthypatos y patricio La influencia bizantina se reafirmó,
pues, en todas partes, mientras que la influencia búlgara disminuía. Bulgaria
misma fue víctima del encanto de Bizancio. La bizantinización cultural del Imperio Búlgaro, en franco avance desde la cristianización, llegó
a su apogeo. Pero política y económicamente el país estaba arruinado, agotado
por las guerras constantes de la época de Simeón. Al rápido ascenso de los
últimos decenios siguió una época de crisis. Igual que en Bizancio mismo,
también en Bulgaria se van perfilando contrastes sociales más acusados. Al lado
de la gran propiedad laica, la gran propiedad eclesiástica se encontraba en
constante crecimiento, ya que desde la cristianización del país, la fundación
de iglesias y, sobre todo, de monasterios estaban en pleno desarrollo, tanto en
Bulgaria como en Macedonia, que había sido absorbida por la primera. Pero al
lado de la vida monástica, fomentada por la Iglesia oficial, florecía también
el sectarismo antieclesiástico que en épocas de
crisis solía ejercer un atractivo especial sobre las almas insatisfechas y
espíritus descontentos.
Es así como surge en Bulgaria, bajo el
gobierno del zar Pedro, la secta radicalmente anti eclesiástica de los bogomilos. La doctrina del pope Bogomil,
fundador de la herejía, parte de la doctrina de los mesalianos y especialmente de los paulicianos que, trasladados en número considerable a Tracia
por el gobierno bizantino, vivían desde hacía algún tiempo lado a lado con
la población eslava de Bulgaria y Macedonia. Igual que el paulicianismo que, a su vez, se basa en el antiguo maniqueísmo, el bogomilismo es una doctrina dualista, según la cual el mundo se encuentra gobernado por dos
principios, el Bien (Dios) y el Mal (Satanael), y la
lucha entre ambas fuerzas opuestas determina tanto el transcurso de los acontecimientos
universales como toda existencia humana. El mundo visible es una obra de
Satanás y, como tal, objeto del mal. A ejemplo de sus antecesores orientales,
los bogomilos anhelaban una religiosidad puramente
espiritual y un régimen de vida rigurosamente ascético. De manera categórica
rechazaban todo culto externo, todo rito eclesiástico e incluso toda la
organización de la Iglesia cristiana. La oposición bogomilita contra la Iglesia reinante significaba también un rechazo del orden universal
existente, cuyo mayor apoyo espiritual era la Iglesia. El movimiento bogomilita encarnaba, pues, la expresión de una protesta
contra los gobernantes, los poderosos y los ricos.
El bogomilismo arraigó fuertemente en Bulgaria y especialmente en Macedonia, y encontró
también un fuerte eco mucho más allá de las fronteras del Imperio Búlgaro,
manifestándose bajo diferentes denominaciones incluso en el mismo Bizancio, en
Serbia y, sobre todo, en Bosnia, Italia y Sur de Francia. Las sectas de los bogomilos, bahúnos, patarinos,
cátaros, albigenses, así como sus antecesores de Asia Menor, son diferentes
manifestaciones de un gran movimiento que se extiende desde las montañas de
Armenia hasta el sur de Francia y que renace ora aquí, ora allá. La herejía se
propagó con mayor fuerza en épocas de crisis y de privaciones, ya que su
cosmovisión, profundamente pesimista, que no sólo rechazaba un orden
determinado, sino el mundo visible en general, encontraba un terreno muy bien
abonado en estas épocas, al tiempo que su protesta dejaría una profunda huella.
4.
LA LUCHA DEL PODER
CENTRALCONTRA LAS FUERZAS FEUDALES Y EL
APOGEO CULTURAL EN LA CORTE IMPERIAL BIZANTINA:
ROMANO LECAPENO Y
CONSTANTINO PORFIROGENETA
Romano Lecapeno se había creado una
posición firme en el interior del Imperio, lo que explica la gran seguridad con
que actuaba en política exterior. No se contentó por mucho tiempo con la posición
de coemperador de su yerno. La jerarquía oficial no
tardó en modificarse: Romano I se convirtió en emperador principal, y el joven
Constantino VII en coemperador de su padre político.
También los hijos de Romano Lecapeno fueron elevados a coemperadores:
Cristóforo el día 20 de mayo de 921, Esteban y Constantino el 25 de diciembre
de 924, recibiendo Cristóforo, además, la preeminencia sobre el emperador
Constantino VII. Al lado de su padre, Cristóforo ocupó el rango de segundo
emperador y presunto heredero del trono, mientras que el representante de la
dinastía macedónica tuvo que conformarse con el papel decorativo de tercer
emperador. Romano I había fundado, pues, una dinastía propia al lado de la casa
imperial de Macedonia y se había asegurado la prioridad. Tres de sus hijos
llevaban la corona imperial; el cuarto, Teofilacto, estaba predestinado para la
carrera eclesiástica revistiendo, ya de niño, la dignidad de sincelo de Nicolás el Místico; más tarde sería
patriarca. El sistema de gobierno de Romano I recuerda en muchos aspectos él
orden creado, tiempo atrás, por Basilio I. Pero a diferencia de Basilio I,
Romano no eliminó al representante de la dinastía legítima por la fuerza, sino
que le ató a su casa por medio de lazos familiares relegándole, poco a poco,
casi imperceptiblemente, a segundo término.
Siendo un político y diplomático hábil,
Romano I fue la encarnación de una moderación juiciosa. Enérgico y de carácter
firme, pero enemigo de cualquier radicalismo, perseguía sus planes con una fría
perseverancia, sin precipitarse, pero también sin vacilaciones. Poseía, además,
una de las virtudes más importantes para un soberano: la facultad de elegir con
acierto a sus colaboradores. Encontró un ministro extraordinario en el protovestiario y posterior parakoimómeno Teófanes y un brillante general en Juan Curcuas, al
que elevó a doméstico de las scholae en 923. A la aristocracia bizantina no podía
agradar, por supuesto, un advenedizo de baja cuna. Pero al casar sus hijas menores,
las hermanas de la esposa de Constantino VII Porfirogeneta, con representantes
de las familias más prestigiosas, había establecido lazos de parentesco con
familias de magnates tales como los Argyroi y los Moseles.
La Iglesia era su fiel devota: con el
patriarca Nicolás el Místico le unía amistad y comunidad de intereses; el
mermado grupo de seguidores del difunto Eutimio (+ 917) ya no tenía
importancia; la Iglesia romana, que estaba viviendo uno de los períodos más
tristes de su historia, estaba siempre dispuesta a satisfacer los deseos del
emperador. Aun antes del ascenso oficial de Romano, se decidió en un concilio,
en julio de 920 y en presencia del legado papal, sobre la cuestión de los
cuatro matrimonios de León VI conforme al concepto del patriarca Nicolás el
Místico, prohibiendo el cuarto matrimonio y condenando el tercero, admitido
éste sólo bajo determinadas circunstancias. Esta decisión significó para el
patriarca una extraordinaria satisfacción moral, pero a Romano le procuró una
doble ventaja, ya que restaba mérito a la dinastía macedónica y confería a su
persona el nimbo de un unificador de la Iglesia. Después de largas y estériles
disputas, la Iglesia bizantina estaba por fin unida, y Nicolás el Místico pudo
proclamar su triunfo. Siguieron años de colaboración pacífica entre el poder
temporal y el espiritual, que recuerdan la imagen ideal de la Epanagogé. El jefe del Estado había contribuido a
hacer justicia al patriarca, y éste, en compensación, fue el auxiliar y
consejero más fiel del emperador durante la lucha contra Simeón.
Sin embargo, la situación eclesiástica
en Bizancio carecía de estabilidad, ya que la posición de la Iglesia dependía
en gran parte de la personalidad de su jefe, sobre cuyo nombramiento decidía,
de hecho, la voluntad del emperador. Después de morir Nicolás el Místico (+
925), la relación Iglesia-Estado cambió básicamente y la gran consideración que
había disfrutado la Iglesia bizantina se desvaneció sin dejar rastro. Después
de dos pontificados insignificantes, Romano I provocó una prolongada vacante de
la sede para instaurar después a su hijo de dieciséis años en el trono
patriarcal. El adolescente fue consagrado el 2 de febrero de 933 por los
enviados papales que el emperador había mandado llamar a Constantinopla expresamente
con este fin. El joven patriarca cumplía a ciegas la voluntad de su padre. Por
lo demás, pasaba más tiempo en los establos ecuestres que en la iglesia, y esta
situación indigna duró hasta su muerte en 956, sin que el espíritu y las
inclinaciones del patriarca experimentasen algún cambio en todo este tiempo.
La categoría de hombre de Estado que fue
Romano Lecapeno se demuestra con especial claridad en su legislación destinada
a proteger la pequeña propiedad. El Estado bizantino se encontraba ante un
problema extremadamente serio: a ritmo acelerado, los «poderosos» compraban las
tierras de los «pobres», y los convertían en sus siervos. Este proceso, un
corolario del fortalecimiento de la aristocracia bizantina, representaba un
gran peligro para el Estado bizantino, cuyo poder económico-financiero y
militar descansaba en pequeña propiedad de los campesinos y los estratiotas.
Romano Lecapeno fue el primero en reconocer el peligro para el que sus
predecesores habían estado ciegos por completo. «La pequeña propiedad aporta
grandes beneficios mediante el pago de impuestos y prestación de servicio
militar; estas ventajas desaparecen cuando disminuya el número de pequeños
propietarios». Estas palabras del emperador Romano demuestran con qué claridad
reconoció la naturaleza y la gravedad del problema. Si había de perdurar el
sistema comprobado durante siglos de lucha, si había de conservarse el
potencial financiero y militar del Imperio Bizantino, el poder estatal tenía
que hacer frente a la absorción de la pequeña propiedad por los «poderosos». Se
entabló una pugna encarnizada entre el poder central y la aristocracia latifundista
que caracterizó toda la evolución posterior del Estado bizantino.
Para empezar, Romano Lecapeno publicó
una Novella en abril de 922, que restablecía el derecho de preferencia de los
vecinos restringido por León VI. Al desprenderse de tierras de labranza
mediante venta o arrendamiento, había cinco categorías que, por un determinado
orden, disfrutarían del derecho de preferencia, a saber: 1) los parientes
copropietarios; 2) los demás copropietarios; 3) los propietarios de parcelas
mezcladas con la propiedad a vender; 4) los vecinos que entregaban las tasas en
común; 5) los demás vecinos. Sólo en caso de rechazar la compra todas estas
cinco categorías, el terreno podía venderse a extraños. Este sistema, muy
meditado y ponderado en todos sus detalles, tenía la finalidad de proteger a la
pequeña propiedad contra la adquisición por parte de los poderosos, así como de
evitar un parcelamiento excesivo. Se les impedía a
los poderosos la compra o el arrendamiento de tierras de labranza, excepto en
el caso de poseer fincas en las aldeas en cuestión, es decir, de pertenecer a
una de las cinco categorías; tampoco podían aceptar donaciones y herencias de
los pobres, a menos que estuviesen emparentados con ellos. El que violara estas
disposiciones —a menos que estuviera protegido por una prescripción de diez
años— tenía que devolver el terreno sin compensación alguna y satisfacer una
multa a favor de las arcas del Estado. En caso de bienes de estratiotas, la
obligación de restituirlos sin compensación se extendía también a los terrenos
vendidos en los últimos treinta años en caso de y en la medida en que el bien
militar, a consecuencia de estas enajenaciones, hubiera caído por debajo del
valor necesario para equipar a un soldado.
Sin embargo, esta disposición no tuvo el
efecto esperado. A consecuencia de un invierno excepcionalmente largo y duro en
el año 927-28, el Imperio tuvo una cosecha deficitaria, acarreando una escasez
de víveres y una epidemia devastadora. Sin embargo, los poderosos aprovecharon
la situación para comprar a precios irrisorios las tierras a la población
hambrienta o le privaron de ellas a cambio de adelantarle víveres. Estos
acontecimientos provocaron la publicación de una nueva Novella de Romano I en
septiembre de 934. Con gran indignación, el emperador se dirige contra el
egoísmo de los poderosos que se habían mostrado «más despiadados que el hambre
y las epidemias». A pesar de ello, no dispone la expropiación general de las
tierras adquiridas, como se podía haber esperado en cumplimiento de las
disposiciones anteriores. Todas las donaciones, herencias y acuerdos similares,
en cambio, fueron declarados nulos. También debieron restituirse, sin
compensación alguna, los bienes para los que se había pagado una suma inferior
a la mitad del precio estipulado como justo. Pero si se trataba de una compra
en regla, la devolución del bien estaba ligada a la condición de que se
restituyera el precio de compra en el plazo de tres años. Para el futuro, se
volvió a prohibir cualquier adquisición de tierra de labranza por parte de los
poderosos y se dispuso la restitución, sin compensación, de los bienes
adquiridos y el pago de una multa a las arcas estatales. Para terminar, el
emperador expresó su convencimiento de que, mediante el poder de la ley,
vencería a los enemigos del interior de la misma manera que había vencido a los
enemigos del exterior.
Por muy duro que fuera el lenguaje del
emperador, esta Novella demostraba precisamente la imposibilidad de aplicar las
medidas del gobierno con el rigor previsto. Con toda seguridad puede suponerse
que gran parte de los bienes de campesinos, adquiridos durante la carestía,
quedó en manos de los poderosos. Porque es casi inimaginable que aquel
campesino que se había visto forzado a desprenderse de su bien, estuviera en
condiciones de reunir los medios necesarios para devolver la suma recibida en
el plazo de tres años. Incluso en los casos de tina compra injusta que, según
la ley, tendría como consecuencia la restitución gratuita del bien adquirido,
el campesino, en la realidad, se vería pocas veces restituido en su derecho de
propietario, teniendo en cuenta que los compradores injustos cuya culpabilidad
había que demostrar, eran todavía en la mayoría de los casos los funcionarios
locales a los que el campesino estaba sometido, o bien parientes o amigos de
éstos. Los latifundistas y los funcionarios formaban una sola casta. Lo mismo
que la adquisición de bienes en provincia formaba parte de la ambición natural
de un funcionario bien situado, los propietarios terratenientes ricos
ambicionaban su ascenso al estamento de los funcionarios para procurarse la
importancia social y las relaciones necesarias, ya sea por medio de ocupar un
puesto como funcionario, ya sea sólo mediante la adquisición de un título de
funcionario. En general, el «poderoso» era terrateniente y funcionario en una
sola persona. A la voluntad del poder central se oponía la voluntad cerrada de
los elementos económica y socialmente más considerados. Los que estaban encargados
de llevar a la práctica la ejecución de las disposiciones imperiales eran,
pues, casi siempre los que estaban interesados en que no se cumpliesen.
Pero también los mismos pequeños
propietarios, a los que el gobierno imperial pretendía proteger contra la
codicia de los poderosos, se oponían a veces a sus intenciones. La carga
tributaria excesiva provocó un movimiento tendente al patrocinio. El campesinado
económicamente arruinado renunciaba a su dolorosa libertad y se colocaba bajo
el patronato de un señor poderoso, lo que prometía un alivio de las pesadas
obligaciones y cargas. Esto explica que los campesinos no sólo vendieran, sino
que a veces incluso regalaban sus tierras a los poderosos, según se desprende
de las mismas leyes imperiales, lo que no significaba otra cosa que su libre
decisión de someterse a un patrono para escapar así de la inseguridad y de la
miseria y protegerse contra las excesivas exigencias tributarias del Estado, y
ante todo contra las extorsiones de los recaudadores de impuestos. En realidad,
el poder central no defendía los derechos v la independencia de los pequeños
propietarios, como intentan demostrar las Novellae imperiales. Lo que defendía el gobierno eran sus propios derechos a los
impuestos y a las prestaciones de los pequeños propietarios que la aristocracia
latifundista quería arrebatarle. La magnitud de la crisis residía en que la
aristocracia feudal, fortalecida, pretendía arrancar al Estado sus campesinos y
sus soldados, aumentando así su propiedad territorial y el número de sus paroikoi. El objeto de la lucha entre el poder
central y las fuerzas feudales no era sólo la propiedad territorial de
campesinos y ostratiotas, sino también, e incluso en mayor grado, estos
pequeños propietarios mismos en los que ambas partes tenían, de hecho, un
interés especial.
En lo que se refiere a política
exterior, el Imperio, hasta 927, estaba sobre todo comprometido en la lucha
contra Simeón. Sin embargo, en este período ya se hace notar una cierta
afirmación de la fuerza militar bizantina. El poder naval en particular se
había fortalecido bajo la soberanía del antiguo drungario de la flota, Romano Lecapeno. Ya en 924, la flota imperial destruyó, cerca de
Lemnos, la escuadra de León de Trípoli, el conquistador de Tesalónica, y restableció
su soberanía en el Mar Egeo. Pero después de eliminar el peligro búlgaro, se
inició también en Oriente una ofensiva bizantina najo el mando del excelente
general Juan Curcuas. La frontera del Tauro permaneció
sin alteraciones, siendo el escenario de las confrontaciones bélicas Armenia y,
ante todo, el norte de Mesopotamia. El primer gran triunfo fue la toma de Melitene: la importante ciudad que repetidas veces había
sido objetivo de las expediciones bizantinas, fue ocupada por Juan Curcuas en 931 por primera vez, volviendo a caer en manos
de los árabes para rendirse de nuevo al general bizantino el 19 de mayo de
.934, quedando entonces bajo soberanía bizantina por un tiempo prolongado. Juan Curcuas encontró un contrincante digno en la persona
del emir de Mosul y Alepo, Saif-ad-Dawlah, un miembro de la dinastía de los Hamdaníes. Mientras el poder del Califa de los Abbasidas de Bagdad decaía constantemente, el poder de los Hamdaníes aumentaba, de manera que la dirección de la
guerra contra Bizancio correspondía a Saíd-ad-Dawlah,
viéndose Bizancio ante la necesidad de establecer
relaciones amistosas con el Califato de Bagdad y con los Ijsidíes de Egipto, para defenderse del nuevo enemigo. En septiembre
de 938, el Hamdánida consiguió una gran victoria
sobre Juan Curcuas en la región superior del
Eufrates, invadió después Armenia, obligó a varios príncipes armenios e íberos
a reconocer su soberanía y, después de pasar por el país sometido, apareció en
territorio bizantino con el fin de devastar la región cerca de Colonea (940). Mientras tanto estallaron conflictos en el
Califato, y Saif-ad-Dawlah inició la retirada para no perder la ocasión de intervenir en los
acontecimientos de Bagdad.
Para Bizancio, esta interrupción fue
tanto más favorable cuanto que se vio sorprendido, en junio de 941, por un
ataque de los rusos. Estos desembarcaron en la costa de Bitinia y devastaron
todo el litoral asiático del Bósforo. La calma en Oriente permitió a Juan Curcuas aparecer en el campo de batalla del Bósforo
afrontando eficazmente al enemigo. Los rusos sufrieron varias derrotas, y
cuando se disponían a la retirada, sus barcos fueron destruidos por el fuego
griego en una batalla naval dirigida por el parakoimómeno Teófanes. La diferencia en el desenlace de los ataques rusos de 907 y 941 deja
entrever hasta qué punto había aumentado el poder militar del Estado bizantino
en el tiempo intermedio. Pero cuando en 943 el príncipe ruso Igor hizo acto de
presencia en el Danubio con un gran ejército de rusos y pechenegos,
el gobierno bizantino consideró oportuno llegar a un acuerdo con el enemigo y
renovar el tratado comercial con Kiev. Este tratado, firmado en 944, enlaza en
lo esencial con el tratado de 911, concluido después del ataque de Oleg a
Constantinopla, pero en algunos puntos resulta más favorable para Bizancio.
Después de vencer a los rusos en el Bósforo,
Juan Curcuas pudo regresar a Oriente y reanudar sus
operaciones en Mesopotamia. En una rápida marcha victoriosa conquistó Martirópolis, Amida, Dara y Nisibis (943) y se dirigió después hacia Edesa, donde se conservaba una de las
reliquias cristianas más insignes, la imagen milagrosa de Cristo conocida por
la leyenda de Abgar. Un duro asedio obligó a la
ciudad a entregar el santo «mandylion» «no hecho por
mano de hombre». La reliquia liberada del poder de los infieles por la fuerza
de las armas bizantinas fue llevada con gran solemnidad a Constantinopla. Su
acogida en la capital bizantina el 15 de agosto de 944 revistió el carácter de
una impresionante ceremonia religiosa.
Las victorias de Juan Curcuas habían trasladado la frontera bizantina de manera
considerable hacia Oriente, había mejorado la imagen de Bizancio en Asia y
sentado las bases para la ofensiva decisiva bajo Nicéforo Focas y Juan
Tzimisces. Impresionadas por el despliegue de fuerza del Imperio Bizantino,
tribus enteras de árabes se pasaron al Imperio para ser asentadas en las
provincias bizantinas después de haber abrazado el cristianismo. Esta
despoblación de la región fronteriza facilitó considerablemente el posterior
avance de los bizantinos.
La conquista del santo «mandylion» fue el último triunfo del emperador Romano I. El
destino le reservó un final extrañamente trágico, poniendo de manifiesto la
veracidad de la frase bíblica de que «los peores enemigos del hombre son los
que tiene más próximos». Romano, cuya posición parecía ser imperturbable, fue
víctima de la ambición de poder de sus propios hijos. El mayor, Cristóforo, al
que había destinado como sucesor suyo en el trono, había muerto en 931. Romano
había juzgado bien a sus hijos más jóvenes al no darles la primacía sobre el
emperador legítimo. Por esta razón, y temiendo que después de la muerte de su
envejecido padre el gobierno recaería en Constantino Porfirogeneta, Esteban y
Constantino decidieron dar un golpe de Estado. El 16 de diciembre de 944, el
viejo emperador fue capturado por orden de sus hijos y deportado a la isla de Proti. En este solitario exilio, Romano, uno de los soberanos
más importante de la historia bizantina, concluyó su vida como monje el 15 de
junio de 948.
Pronto se mostró que los dos jóvenes Lecapenos habían cometido un grave error de cálculo. Es
posible que hubieran seguido las sugerencias de Constantino VII. En cualquier
caso, todo el beneficio fue para el Porfirogeneta, ya que encontró apoyo en el
sentimiento de legitimidad dinástica del pueblo bizantino, mientras que nadie
respaldaba a los dos artífices del golpe; alejando a su viejo padre, ellos
mismos se habían privado del único apoyo firme del que disponían. Pero no
llegaron a realizar la segunda parte de su proyecto, que consistía en eliminar
al emperador legítimo. El 27 de enero de 945 fueron detenidos por orden de
Constantino VII y enviados a exilio, donde más tarde ambos murieron de muerte
violenta.
Así, Constantino VII Porfirogeneta, ya
con cerca de los cuarenta años, llegó a ejercer los derechos de soberano
después de haber ostentado la corona imperial desde su más tierna infancia
durante treinta y tres años. El Domingo de Resurrección, el 6 de abril de 945,
su hijo Romano recibió también la dignidad imperial. El hecho de que
Constantino VII permaneciera tanto tiempo excluido del gobierno y que aceptara
esta humillación que tan profundamente hería a su amor propio, era menos el
resultado de las circunstancias externas que el producto del carácter personal
del emperador Porfirogeneta. Más aún que en su padre León VI, se notaba en él
un predominio del literato docto sobre el estadista. Amigo ávido de lecturas,
investigador vivamente interesado en la historia cuya única pasión era el
estudio y la composición de obras, vivía más en el pasado que en el presente.
También le interesaba la política e incluso el arte bélico, pero sólo de manera
teórica, igual que le interesaba cualquier rama del saber. En la época de su
gobierno en solitario, pues, se dejó llevar siempre por la voluntad de otros,
en especial por la de su esposa Elena, en cuyas venas pulsaba la sangre
ambiciosa de poder propia de los Lecapenos.
El papel histórico de Constantino VII no
está en su insignificante actividad como hombre de Estado, sino en su trabajo
extremadamente intenso y fecundo en el campo de la cultura y de la ciencia. El
compuso una enciclopedia bajo el título de Libro de las ceremonias, de
incalculable valor como fuente histórica; también redactó una disertación
histórico-geográfica sobre las provincias del Imperio, un tratado
importantísimo sobre países y pueblos y una biografía de su abuelo Basilio I.
Varias obras históricas importantes, así como una serie de diversos escritos
científicos y tratados prácticos nacieron por orden o iniciativa suya; también
fomentó con gran entusiasmo la recopilación de resúmenes tomados de antiguos
escritores, sobre todo de los historiadores. El escritor y mecenas portador de
corona dio un impulso poderoso a las fuerzas espirituales del Imperio,
suscitando una actividad científica sin par. La época de su efímero gobierno fue
una era brillante y sin duda significativa para la evolución global bizantina,
si bien la actividad docta del emperador se concentró ante todo en la
compilación. Le faltaba poder creativo, productor de nuevos valores culturales.
Lo que le importaba era la recopilación de lo transmitido como materia de
cultura y de enseñanza. La actividad literaria de Constantino VII tenía una
finalidad práctico-didáctica: las obras redactadas y fomentadas por él habrían
de servir de instrucción e iniciación práctica a sus contemporáneos y a la
posteridad, pero en primer lugar a su hijo y sucesor Romano. La enciclopedia,
el tratado, el relato de hechos históricos: éstas son las formas literarias
cultivadas por Constantino VII y su círculo.
Después de la caída de los Lecapenos se produjo, como era de esperar, un importante
cambio de personas en la corte bizantina. Constantino VII se echó en brazos de
la poderosa familia de los Focas. Bardas Focas, hermano del anterior rival de
Romano Lecapeno, se encargó del mando supremo del ejército, en calidad de domestikos de las scholae. A su
lado, sus tres hijos jugaron el más importante papel en el ejército imperial.
Pero a pesar del cambio de personas, y aunque Constantino VII alimentara
durante toda su vida un sentimiento de amargura hacia su suegro, la línea
política del gran soberano fue respetada sin modificaciones tanto en el
interior como hacia el exterior. Incluso en política agraria el gobierno de
Constantino VII se atuvo a la tendencia marcada por Romano Lecapeno y promulgó
leyes adicionales para proteger la pequeña propiedad, pero sin referirse
expresamente al promotor de esta legislación.
Una ley de marzo, de 947, redactada por
el patricio y cuestor Teófilo y destinada, en primer término, a los themas de
los Anatolios y de los Tracesios, impuso la inmediata
restitución, sin compensación, de todos los bienes campesinos que los poderosos
hubieran adquirido después de iniciar Constantino VII su gobierno en solitario,
o los que adquiriesen en el futuro. También en caso de venta de bienes por
parte de los poderosos, los campesinos deberían, de ahora en adelante, tener el
derecho de preferencia en condiciones por lo demás iguales. Pero para compras
más antiguas regían las disposiciones anteriores, lo que significa que la
obligación de restituir el precio de la compra —lo que sin duda era una
importante concesión a los poderosos— se extendía a las ventas realizadas
durante todo el tiempo hasta 945. No obstante, la ley de Constantino VII
excluye de esta obligación a todos los vendedores cuyos medios no sobrepasaran
las 50 piezas de oro. En cambio, una Novella de su hijo demuestra que
Constantino VII, a instancias de los poderosos, tuvo que revocar esta
restricción mediante una ley posterior que no nos ha llegado y por la cual sólo
se prolongaba el plazo de la restitución del precio de la compra de tres a
cinco años.
Otra ley de Constantino VII, procedente
de la pluma del patricio y cuestor Teodoro el Decapolites,
se refiere a los bienes militares y determina que aquellos bienes de los cuales
los soldados sacaban los medios para su manutención y su equipo, no podían ser
vendidos; las parcelas de los estratiotas a caballo, así como las de los
marineros de los themas (de los Cibyrreotas, del Aegaeon Pelagos y de la isla de
Samos), deberían tener, según su procedencia, el valor de al menos cuatro
libras de oro cada una, las de los marineros de la flota imperial a sueldo de
dos libras cada una. Se admitían divisiones de los bienes militares por
herencia, a condición de que los herederos respondieran conjuntamente a la
obligación de prestar servicio. Si el valor del bien de un soldado sobrepasaba
el mínimo marcado por la ley, sólo podía venderse la parte sobrante en caso de
que ésta no se encontrase anotada en las listas de los estratiotas. La
prescripción para una posesión incontestada de un antiguo bien militar era de
cuarenta años. El antiguo derecho, según el cual los bienes militares vendidos
ilegalmente habían de ser restituidos sin compensación alguna, debía observarse
con más severidad; el derecho a la restitución no sólo correspondía al
propietario anterior, sino también —conforme al derecho de preferencia— a los
familiares hasta el sexto grado; después también a aquellos que habían de
cumplir la obligación de prestar servicio conjuntamente con el antiguo
propietario o que prestaban servicio de armas junto con éste, así como a los estratiotas
más pobres que pagaban los impuestos colectivos con él, y, finalmente, a los
campesinos pertenecientes a la misma comunidad rural.
El mismo Teodoro Decapolites redactó también una Novella publicada bajo el gobierno del hijo de Constantino
VII, Romano II, en la cual explica las disposiciones anteriores y se ocupa del
problema —aún sin resolver definitivamente— de los bienes comprados a partir de
la epidemia de hambre de 927-28, confirmando, una vez más, que las parcelas
vendidas después de iniciarse el gobierno en solitario de Constantino VII,
habían de ser restituidas sin compensación alguna. Una Novella de marzo de 962
del mismo emperador contiene aclaraciones de las disposiciones más antiguas
sobre los bienes de los estratiotas y establecía el principio de que los
compradores de buena fe estaban sólo sometidos a una devolución sin
compensación, mientras que los compradores de mala fe habían de pagar, además,
una multa. En política exterior, la guerra contra los árabes de Oriente siguió
ocupando el primer lugar durante el reinado personal de Constantino VII. Las
monótonas luchas en el sur de Italia iban sucediéndose sin ejercer una mayor
influencia en la evolución general. En la frontera búlgara predominó una paz
inalterable; las incursiones húngaras fueron rechazadas con éxito (tanto en 934
y 943 como en 959 y 961). Bizancio concentraba, pues, sus fuerzas militares en
Asia y en el Mediterráneo oriental. En 949, el gobierno de Constantino VII
emprendió una ofensiva contra el nido de piratas de Creta, cuya envergadura y
volumen de gastos recuerdan las grandes expediciones de la época de León VI.
También esta vez, sin embargo, todos los esfuerzos militares y sacrificios
económicos fueron en vano. La empresa fracasó lamentablemente a consecuencia de
la incapacidad del comandante en jefe, Constantino Gongylas.
Las luchas transcurrieron con mejor suerte, aunque con éxito variable en Siria
del norte y Mesopotamia, donde el Imperio se enfrentaba con su viejo enemigo Saif-ad-Dawlah. En 949 los
bizantinos conquistaron Germanicea, asestaron varias
derrotas al ejército enemigo y cruzaron el Eufrates en 952. Pero a continuación
la suerte cambió y Saif-ad-Dawlah volvió a apoderarse de Germanicea, penetró en
territorio imperial e hizo prisionero al hijo del domestikos,
Constantino Focas (953). Durante los años siguientes, Saif-ad-Dawlah se mantuvo victorioso, y sólo poco a poco el
ejército bizantino volvió a la ofensiva bajo el mando de Nicéforo Focas, al que
su padre había confiado la dirección del ejército. En junio de 957 se entregaba Hadath en la Siria del norte y en 958 Juan Tzimisces,
después de una violenta batalla, ocupaba Samosata en la Mesopotamia del norte.
Uno de los rasgos característicos de la
época de Constantino VII fue las relaciones diplomáticas extremadamente
intensas con las cortes extranjeras. Aparte de las numerosas embajadas
encargadas de negociar con los estados árabes beligerantes y sus vecinos, se
intercambiaron embajadas suntuosas con el califa Omeya Abd-el-Rahman III de
Córdoba y con Otón el Grande. El mayor significado histórico correspondió, sin
embargo, al solemne recibimiento de la princesa rusa Olga, que en otoño de 957
pasó una larga temporada en la corte imperial. La visita personal de la regente
del joven Estado de Kiev, que poco antes había abrazado el cristianismo,
adoptando en su bautismo el nombre de Elena —el de la esposa del emperador bizantino
, abrió una nueva era en las relaciones bizantino-rusas y dio nuevos impulsos
esperanzadores a la labor misionera de la Iglesia bizantina en Rusia.
5.
LA ÉPOCA DE LAS CONQUISTAS:
NICÉFORAS FOCAS Y JUAN
TZIMISCES
A la muerte de Constantino VII (+ 9 de
noviembre de 959), ocupó el trono su hijo Romano II, un adolescente bien
parecido y simpático pero frívolo y de voluntad débil, que había heredado la
incapacidad política de su padre pero no la seriedad científica de aquél. Por
deseo de Romano Lecapeno, se había casado de niño con una hija ilegítima de
Hugo de Provenza, pero la muerte prematura de la pequeña princesa disolvió esta
unión deshonrosa para el hijo porfirogeneta antes de convertirse en un
verdadero matrimonio. Hacia 956, Romano se casó, por inclinación propia, con la
hija de un tabernero, Anastasio, que, como emperatriz, tomó el nombre de
Teófano. Esta mujer, extremadamente bella pero desprovista de moral alguna y
ambiciosa sin límites, estaba destinada a jugar un papel extraordinario en la
historia del Imperio Bizantino. Romano II estaba completamente dominado por
ella. La emperatriz madre, Elena, tuvo que retirarse para complacerla; las cinco
hermanas del emperador fueron enviadas por la fuerza a un monasterio. Romano
nunca se ocupó realmente de los asuntos de Estado, dejándolos al cuidado del
inteligente eunuco José Bringas, que al final ocupó la función de parakoimomenos y actuó como paradynasteon.
El emperador descansó, sobre todo, en los laureles cosechados por el glorioso domestikos Nicéforo Focas, y su corto reinado sólo merece
atención como transición al gobierno de este excelente general.
En verano de 960, Nicéforo Focas embarcó
hacia Creta, a la cabeza de una gran flota. Después de un asedio extremadamente
duro durante todo el invierno, sus tropas asaltaron Chandax (Kandía = Herakleion), la capital de la isla. La
isla, que había pertenecido a los árabes durante siglo y medio constituyendo el
apoyo más importante de su poder naval en el Mediterráneo oriental, volvió a
ser dominio del Imperio Bizantino. Desde hacía siglos, Bizancio no había
registrado una victoria de tanta envergadura.
Después de un recibimiento triunfal en
Constantinopla, Nicéforo Focas volvió a la lucha contra Saíf-ad-Dawlah en Asia. Allí su ofensiva fue la disputada Germanicea, Anazarbos, Raban y Duluk (Doliche, Teluch); en diciembre de
962 se rindió también Alepo, la capital de Saíf-ad-Dawlah, después de un difícil asedio. Aunque la conquista
de estas ciudades no implicaba su posesión, el victorioso avance del general
bizantino demostró su gran superioridad. A partir de este momento, la lucha con
los Hamdaníes, centro de atención de la política
exterior bizantina desde hacía tres décadas, estaba decidida a favor de los
bizantinos. La conquista de Creta en el Mediterráneo oriental y la victoria en
Asia Menor sobre Saif-ad-Dawlah habían destruido el centro de poder más peligroso para Bizancio, despejando el
camino para una penetración más profunda en Oriente.
En recompensa, el glorioso general
recibió la corona imperial. La muerte prematura de Romano II, ocurrida el 15 de
marzo de 963, puso primero el poder en manos de la emperatriz Teófano, que
asumió la regencia de sus hijos menores de edad, Basilio II y Constantino VIII.
La inteligente emperatriz sabía muy bien que este arreglo no podía durar mucho
tiempo. Traicionando los planes de José Bringas, se puso de acuerdo con
Nicéforo Focas. Este fue proclamado emperador por sus tropas en Cesárea, entró
en Constantinopla el 14 de agosto, venció la resistencia de Bringas en una
sangrienta lucha callejera y fue coronado en Santa Sofía el 16 de agosto. La
joven emperatriz ofreció su mano al guerrero envejecido en los combates. El
usurpador entró así en relación con la dinastía macedónica legítima, y como
padrastro de los dos príncipes porfirogenetas, se convirtió en su protector. En
el lugar de Bringas, se encargó de la dirección de la administración civil el
eunuco Basilio, un hijo ilegítimo de Romano Lecapeno, hombre de una astucia
típicamente bizantina y de una codicia ilimitada, pero al mismo tiempo dotado
de cualidades extraordinarias como hombre de Estado. Ya había jugado un papel
importante bajo Constantino VII; ahora fue premiado, como parakoimomenos,
con el título recién creado de un proedros, la mano
derecha del nuevo emperador. El mando supremo en Oriente corrió a cargo del
brillante general Juan Tzimisces como domestikos de
Oriente; era el representante de una noble familia armenia y, junto con el
emperador, el general bizantino más destacado de su tiempo. El hermano y viejo
amigo de armas del emperador, León Focas, recibió el título de curopalate como domestikos de
Occidente, mientras que su viejo padre, antaño domestikos de las scholae, Bardas Focas, fue condecorado con la
dignidad de César.
Con Nicéforo Focas (963-69) llegó al
gobierno una de las más importantes familias de magnates de Asia Menor, sin que
ni la apariencia ni el comportamiento del nuevo emperador confirmaran su
procedencia aristocrática. Su aspecto externo era poco atractivo, su naturaleza
áspera y sombría, su modo de vida de una sencillez ascética. Su única pasión
era la lucha en el campo de batalla; la oración y el trato con hombres de vida
santa su única necesidad espiritual. Guerrero y monje en una misma persona, fue
un ferviente admirador de San Atanasio, fundador de la gran Laura monástica en
la montaña de Athos. Bajo su mando empezó el apogeo de este importante centro
del monacato griego, y durante toda su vida Nicéforo, «la muerte pálida de los
Sarracenos», pareció jugar con la idea de retirarse del mundo y hacerse monje.
Pero a pesar de sus costumbres poco
aristocráticas, Nicéforo era y seguirá siendo un auténtico representante de los
poderosos, y su advenimiento al poder supremo significó una victoria de la
aristocracia bizantina. Si hasta entonces el gobierno bizantino había luchado
contra el afán expansionista de los grandes terratenientes, los poderosos iban
ahora a devolver el golpe. Una ley de Nicéforo Focas que parece datar del año
967: empieza con la constatación de que sus antecesores habían demostrado una
parcialidad a favor de los campesinos, pecando así contra el principio de una
justicia igual para todos los súbditos. Nicéforo retiraba a los pobres el
derecho de preferencia en caso de venta de bienes por parte de los poderosos.
Por lo demás, seguía siendo válido el antiguo derecho, pero se cancelaba
cualquier reclamación referente a la época antes del año de hambre de 927-28,
ya que había caducado el plazo de prescripción de los 40 años. En realidad,
estas disposiciones no eran demasiado incisivas, teniendo en cuenta de que
parece dudoso si los campesinos tuvieron realmente alguna vez la oportunidad de
hacer valer su derecho de preferencia ante los poderosos. De todas formas, la
nueva ley tuvo un efecto psicológico extraordinario por proteger contra la
legislación anterior a los poderosos, en nombre de la justicia. Nicéforo Focas
se distanció claramente de la política antiaristocrática de sus predecesores.
Sin embargo, el emperador soldado
procuró consolidar y aumentar la propiedad de los estratiotas. En caso de
reclamaciones de las ventas en épocas anteriores, el bien militar debía tener,
según la antigua norma, un valor mínimo de cuatro libras de oro; la devolución tenía
que ser gratuita hasta alcanzar este mínimo, y consistir en la restitución del
precio de compra por la cantidad que sobrepasaba dicho mínimo. Pero, teniendo
en cuenta el aumento de los costos para el nuevo y pesado equipamiento de los
soldados, en el futuro el mínimo inalienable de los bienes de estratiotas no
debía ser inferior a doce libras de oro, de manera que el estratiota no pudiera vender nada de sus parcelas si su valor global no sobrepasaba este
límite, teniendo que restituir sin compensación cualquier alienación de
parcelas que hubiera reducido el valor de sus bienes por debajo de este mínimo.
Sólo al efectuar una alienación por encima de este nivel mínimo, se le obligaba
a reembolsar el precio de compra en caso de presentarse una reclamación. El
aumento al triple de la propiedad militar por Nicéforo tuvo que producir, necesariamente,
un cambio en la composición social del ejército bizantino. Esta disposición
significó igualmente una disgresión fundamental de la
política anterior que se había basado en la pequeña propiedad de los «pobres».
Los estratiotas bien armados de Nicéforo, a los que él deseaba asegurar una
propiedad por valor de doce libras de oro, ya no podían ser «pobres». Sólo
podían ser reclutados entre los miembros de la pequeña nobleza de formación
reciente y a la que hace referencia, una vez más, la legislación de la dinastía
macedónica
Por otra parte, Nicéforo procuró evitar
el crecimiento de las propiedades eclesiásticas y monásticas, siguiendo en este
caso el ejemplo de Romano Lecapeno. Pero mientras que éste último sólo había
conseguido avivar el problema, Nicéforo, en 964, promulgó una ley especial
contra el crecimiento de la gran propiedad eclesiástica que representa uno de
los monumentos más audaces de la legislación bizantina. La gran propiedad religiosa
crecía casi tan deprisa como la laica, constantemente alimentada por donaciones
y legados testamentarios de bizantinos piadosos de todas las capas sociales.
Continuamente se fundaban nuevos monasterios con las correspondientes
atribuciones de tierras. Aunque la propiedad territorial de mano muerta estaba,
en principio, sujeta a impuestos, el Estado no podía esperar de ella las mismas
prestaciones que de otros tipos de propiedad, ya que la base de la
obligatoriedad tributaria quedaba frecuentemente suspendida por la concesión de
privilegios. En el momento en que se hacía sentir un ansia de tierras en el
Imperio —la encarnizada lucha .por los bienes de los campesinos y de los
soldados demuestra su existencia incluso en el siglo X—, el incremento de la
propiedad religiosa era desfavorable para el Estado, siempre que se producía a
costa de la propiedad de tierra más productiva. Pero estas consideraciones no
fueron las únicas que determinaron aquellas medidas: el piadoso emperador actuó
también por motivos religiosos y morales. Sin piedad castigó la codicia que
hacía olvidar su voto a los monjes que sólo pensaban en la acumulación de
bienes, convirtiendo la vida monacal en un «espectáculo vano y deshonroso para
el nombre de Cristo». La donación de tierras a monasterios, a instituciones
eclesiásticas, así como a personas religiosas habían de suspenderse. También
prohibió la fundación de nuevos monasterios e instituciones eclesiásticas,
puesto que su creación solía ser dictada por un vano afán de gloria. El que quisiera
practicar la caridad era libre de ayudar a refortalecer las antiguas fundaciones venidas a menos, aunque tampoco podía regalar tierras
a éstas, sino que debía vender los bienes destinados a tal fin y entregar la
suma obtenida, pudiendo vender a cualquier terrateniente, es decir también a un
poderoso. En cambio, la instalación de celdas y lauras en regiones desérticas que no pretendieran la adquisición de otras tierras,
sería no sólo permitida, sino incluso recomendada, como un acto digno de
elogio. Esta ley tan audaz no permaneció mucho tiempo en vigor, pero fue
altamente significativa tanto de los principios fundamentales de la política
estatal del emperador Nicéforo como de su piedad puritana.
El hecho de que este impulso
expansionista de los elementos económicamente más fuertes se concentrara sobre
todo en la agricultura y en la adquisición de los bienes campesinos, tiene su
explicación en la situación de la economía urbana. En las ciudades el poder
estatal puso trabas aún más severas al libre juego de las fuerzas económicas
que en el campo. La economía urbana, fuertemente controlada, no dejaba margen
alguno al despliegue de una iniciativa privada, de manera que la inversión de
fondos libres en la adquisición de propiedades rurales constituía prácticamente
la única salida.
El empuje expansivo de la nobleza
terrateniente se manifestó de dos maneras. Por un lado, absorbió la pequeña
propiedad en las provincias bizantinas minando así el orden económico-social de
Bizancio, y por otro ensanchó las fronteras del Imperio sabiendo cómo hacerse
incluso con las tierras de los enemigos del Imperio. La expansión bizantina en
Oriente durante el siglo X es, en primer lugar, obra de la aristocracia de Asia
Menor. Pero al mismo tiempo, las conquistas son un reflejo del fuerte entusiasmo
religioso que impulsó a Bizancio en la lucha contra los infieles.
Nicéforo Focas estaba lleno de este
entusiasmo. La guerra contra el Islam era para él una especie de misión
sagrada. Incluso exigió que se declarase mártires a todos los guerreros muertos
en la lucha contra el infiel. Esta exigencia expresaba, en una extraña exaltación
del sentimiento bizantino, que la guerra contra los musulmanes era una guerra
santa, sentimiento que confería un importante impulso a los planes
expansionistas del Estado bizantino.
Siendo emperador, continuó las
conquistas iniciadas por él como domestikos bajo
Romano II. El reinado de Nicéforo Focas y los de sus sucesores constituye la
más gloriosa época militar del Estado bizantino medieval. La frontera del
Tauro, establecida desde hacía siglos, cedió ante el poderoso avance de su
ejército. Los dos primeros años de su gobierno estuvieron dedicados a la guerra
en las montañas de Cilicia, una guerra muy penosa y agotadora, cuyo acontecimiento
central fue el asedio de Tarso y Mopsuestia. Sólo en
el verano de 965 se rindieron las dos plazas, agotadas por el hambre. En el
mismo año, la flota bizantina ocupó Chipre, lo que supuso un nuevo y
considerable fortalecimiento de la posición bizantina en el Mediterráneo
oriental. Pero la conquista de Cilicia y de Chipre preparó sobre todo el camino
para la realización del objetivo principal de Nicéforo Focas: la sumisión de
Siria. En octubre de 966, el emperador se encontraba ante las murallas de
Antioquía, pero tuvo que retirarse sin conseguir nada. Sólo en 968 volvió a
aparecer en Siria, penetró hacia el sur a lo largo de la costa conquistando una
ciudad tras otra, y se dirigió de nuevo contra Antioquía. A pesar de todos los
esfuerzos, el sitio se prolongó y el emperador ya había regresado a
Constantinopla, cuando el 28 de octubre de 969 los generales Pedro Focas y
Miguel Burtzes consiguieron finalmente apoderarse de
la capital siria. Pocos meses después cayó también Alepo, cuyo emir, el segundo
sucesor de Saif-ad-Dawlah (+ 967) tuvo que firmar una paz humillante con Bizancio. Una parte de Siria,
con Antioquía, fue anexionada al Imperio, la otra parte, con Alepo, reconoció
la soberanía de Bizancio.
Las posesiones territoriales del Imperio
Bizantino habían aumentado considerablemente a consecuencia de la anexión de
Cilicia y de una gran parte de Siria. Sus fronteras abarcaban uno de los
centros más importantes de Oriente, la ciudad patriarcal Antioquía, que había
permanecido bajo el dominio musulmán durante más de tres siglos y que el
Imperio parecía haber perdido para siempre. Ahora esta metrópoli, tan rica en
recuerdos históricos y tradiciones religiosas, volvió a ser bizantina. Más allá
de esta posesión directa, el protectorado del emperador bizantino alcanzaba el
territorio de la capital de los Hamdaníes, tan
poderosa en el pasado: el emir de Alepo era un vasallo de Bizancio, sus
súbditos no cristianos pagaban tributo al Imperio.
Esta época de gran expansión del Imperio
Bizantino coincide con la renovación del Imperio Occidental. Volvió a surgir la
rivalidad entre ambos Imperios, basada ideológicamente en el exclusivismo de la
idea del Imperio y en la misma pretensión, por ambas partes, de ser los
herederos de Roma; políticamente estaba fundamentada en los intereses
entrelazados de las dos potencias en los territorios de Italia del sur. Un año
antes de subir al trono Nicéforo Focas, Otón el Grande, que había recibido la
corona imperial en Roma y había sometido a su poder casi toda Italia, envió una
embajada a Constantinopla, en 968, con el propósito de llegar a un acuerdo
amistoso sobre las posesiones italianas que aún no eran suyas. Su embajador, el
obispo Liutprando de Cremona, que ya había venido a
la capital bizantina bajo Constantino VII con una misión de Berengario II,
ofreció al gobierno bizantino el proyecto de un enlace matrimonial entre el
hijo de Otón I y una hermana del joven emperador porfirogeneta de Bizancio,
cuya dote debían ser las posesiones del Imperio Bizantino en la Italia
meridional. Esta propuesta fue considerada un insulto y contestada como tal. A
los ojos del soberano bizantino, los acontecimientos más recientes de Occidente
habían ofendido de muchas maneras los intereses y la dignidad de su Imperio. El
que Otón se hubiera apoderado de la corona imperial, que se hiciera jefe de
Roma y de la Iglesia romana, que posara su mano sobre casi toda Italia, que se
uniera a los condes de Capua y Benevento, vasallos del Imperio Bizantino, y que
incluso lanzara un ataque —si bien en vano —contra la ciudad bizantina de Bari,
todo ello enfureció al máximo al emperador bizantino, cuya conciencia de poder
había aumentado enormemente después de los extraordinarios éxitos obtenidos en
sus más recientes empresas en Oriente. El valiente embajador de Otón el Grande,
tratado en Constantinopla como un prisionero, tuvo que aceptar la lección de
que su amo no era ni emperador ni romano, sino un rey bárbaro, y que quedaba
descartada la posibilidad de un matrimonio entre el hijo de un soberano bárbaro
y una hija porfirogeneta del emperador.
En un principio, tampoco la vecina
Bulgaria había captado la importancia que tenía el gran incremento de poder del
Estado bizantino. Después de la conquista de Cilicia y Chipre, en otoño de 965,
embajadores búlgaros llegaron a Constantinopla para reclamar los tributos
asegurados por los gobiernos bizantinos precedentes 180. Indignado por esta
pretensión, el emperador mandó azotar a los embajadores y los mandó a casa bajo
insultos y amenazas. Nicéforo arrasó algunas fortalezas fronterizas búlgaras,
pero se abstuvo de una confrontación bélica inmediata con Bulgaria para no
distraerse de las empresas en Oriente. Dirigió una llamada al príncipe ruso
Sviatoslav, para que pusiera en su lugar a los búlgaros, a cambio de una buena
retribución. La solicitud del emperador bizantino vino muy oportunamente al
belicoso hijo de Olga, cristiana y amiga de Bizancio, que había destruido el
imperio Jázaro y se había creado un enorme poder. En
968 Sviatoslav cruzó el Danubio y derrotó sin esfuerzo a Bulgaria, desmoralizada
interiormente, aunque no lo hiciera para prestar un servicio al emperador
bizantino, sino para instaurar su propio poder en el Danubio. Un ataque de los pechenegos contra Kiev le obligó a regresar a su país en
969, pero en el verano del mismo año volvió a aparecer en los Balcanes destronó
al zar Boris, hijo de Pedro que había muerto entre tanto y se hizo dueño de
Bulgaria. Nicéforo tuvo que reconocer que él mismo había sustituido a un adversario
débil por un enemigo mucho más fuerte y más peligroso. Entonces intentó aliarse
con los búlgaros contra Sviatoslav e incluso proyectó un matrimonio de los
jóvenes príncipes porfirogenetas con dos princesas búlgaras 182. Pero el grave
error cometido por él no tuvo tan fácil remedio: Nicéforo dejó una herencia
pesada a su sucesor en los Balcanes.
Seis semanas después de la toma de
Antioquía, Nicéforo Focas fue víctima de un atentado. A pesar de sus grandiosos
éxitos, no había podido llegar a ser un príncipe popular. El régimen militar
del emperador, que subordinaba toda la vida del Estado a los intereses del ejército
y que aumentaba sin compasión la presión fiscal para poder hacer frente a los
gastos de las grandes campañas, representaba una dura carga para la población.
De su época nos han llegado noticias de un gran incremento en el coste de vida
y de una importante devaluación monetaria. Pero lo que provocó su caída no fue
la indignación del pueblo, sino la desavenencia con su antiguo amigo Juan
Tzimisces y la traición de su esposa Teófano. Ella se convirtió en amante y
cómplice del joven general glorioso que, aun pequeño de estatura, era muy
hermoso y, a diferencia del emperador Nicéforo, de naturaleza agradable y
atractiva. Fue ella la que preparó el atentado contra su esposo, siendo los
ejecutores Tzimisces y sus amigos: en la noche del 10 al 11 de diciembre de
969, Nicéforo Focas fue asesinado en su alcoba.
Al trono imperial subió Juan Tzimisces
(969-976). Pero Teófano quedó profundamente decepcionada en su esperanza de
poder darle la mano como esposa. El asesinado encontró un vengador en el patriarca Polyeuctes, firmemente decidido a no dejar este
crimen sin castigo. Exigió que Tzimisces hiciera penitencia, que echara a la emperatriz
Teófano del palacio y castigara a los asesinos del emperador Nicéforo, sus
cómplices. El emperador no tuvo más remedio que obedecer y cumplir las
exigencias del patriarca. Sólo entonces el patriarca le permitió entrar en la
iglesia y le coronó.
Este Canossa bizantino no pudo dejar de
tener consecuencias en las relaciones Iglesia-Estado. El triunfo moral de la
Iglesia se vio coronado por la revocación de la ley de su predecesor contra la
propiedad monástica y eclesiástica a la que Tzimisces tuvo que acceder. Se
conserva de él, uno de los emperadores más grandes y poderosos, un discurso que
suena como una profesión de la doctrina fociana de la Epanagoge: «Conozco dos poderes en esta vida: el Sacerdocio
y el Imperio; al primero, el Creador del mundo confió el cuidado de las almas, al segundo la autoridad sobre los cuerpos; si ambas
partes no sufren daño alguno, el bienestar reina en el mundo».
Teófano fue enviada al exilio, del que no regresaría
hasta la entronización de sus hijos. Así terminó el papel histórico de esta
mujer que ocupa un lugar especial en la historia bizantina como esposa y
asesina de Nicéforo Focas, como amante de Juan Tzimisces y como madre de
Basilio II. Tzimisces contrajo matrimonio de conveniencia que tenía en cuenta
al máximo el principio de la legitimidad: casó con Teodora, la hija, ya no tan
joven, de Constantino VII, tía de los pequeños emperadores Basilio y
Constantino. Como antaño Nicéforo Focas, Tzimisces jugó ahora el papel de
protector de los dos porfirogenetas. La dirección de la administración
civil permaneció en manos del parakoimomenos Basilio, que se había pasado a tiempo al lado de Tzimisces y que, en el
futuro, gozó de mayor influencia aún. Los familiares del
emperador asesinado intentaron en vano arrebatar el trono a Tzimisces. Bardas
Focas, un sobrino del emperador Nicéforo e hijo del curopalate León se hizo proclamar emperador
en Cesárea, la acrópolis de los Focas, pero fue
vencido por Bardas Skleros, un cuñado de Juan
Tzimisces, y encerrado con su familia en un monasterio de la isla de Quíos. El curopalate León fue cegado después de una rebelión fallida.
Igual que Nicéforo Focas, Tzimisces
pertenecía a la más alta nobleza. Por parte de su padre estaba emparentado con
los Curcuas, por parte de su madre con los mismos
Focas; su primera mujer fue una Sklerina. Pero a
diferencia de su antecesor, no hizo concesiones a la nobleza en cuanto a
política agraria. Se conservan dos documentos que demuestran que Tzimisces dio
orden a sus funcionarios en los themas de inspeccionar las propiedades rurales
de los monasterios, y en caso de encontrar en ellas a antiguos estratiotas o
campesinos comprometidos con el Estado, entregarlos a la autoridad estatal.
Este ejemplo pone claramente de manifiesto que el poder central bizantino
defendía sus propios intereses y derechos contra el crecimiento de la gran
propiedad. Para no perder a los campesinos y soldados comprometidos con él, el
gobierno bizantino se sirvió de medidas policiales, mandó efectuar redadas en
las fincas e hizo regresar por la fuerza a sus antiguos lugares de residencia a
los estratiotas y campesinos estatales que se habían asentado allí. Esta medida
convertía a los pequeños propietarios independientes en paraikoi del Estado, ya que no sólo se les privada del derecho de disponer libremente de
su propiedad territorial, sino también de la libertad de movimiento.
Igual que Nicéforo Focas, Juan Tzimisces
fue un general de facultades realmente geniales, y como hombre de Estado superó
a su predecesor, que había sido demasiado impulsivo. La complicada situación en
los Balcanes, creada a raíz de la llamada hecha a Sviatoslav, requería una
rápida solución, ya que la actitud del poderoso príncipe ruso era cada vez más
amenazante, y los búlgaros parecían unirse a él para una guerra conjunta contra
Bizancio. No tuvieron éxito los esfuerzos del emperador para llegar a un
acuerdo pacífico con Sviatoslav: el nuevo soberano de Bulgaria pidió nada menos
que la retirada de los bizantinos a Asia, cediéndole la parte europea del
Imperio con Constantinopla. En estas condiciones, Tzimisces se vio obligado a
encomendar la decisión a las armas. Su campaña contra Sviatoslav cuenta entre
las hazañas más brillantes en la historia militar de Bizancio. En abril de
971167 marchó contra Gran Preslav y tomó la capital búlgara después de una
lucha corta pero intensa. El emperador saludó como soberano de Bulgaria al zar
destronado, que había caído en sus manos durante el combate. Esta actitud
hábilmente calculada y el victorioso avance del ejército bizantino no dejaron
de impresionar a los búlgaros, que empezaron a distanciarse de Sviatoslav. Desde
Preslav, Tzimisces se dirigió, a marchas forzadas, contra la ciudad danubiana
de Silistria (Dorostolon),
tras cuyas murallas se había refugiado Sviatoslav. La ciudad fue rodeada, y al
mismo tiempo apareció en el Danubio la flota bizantina con su terrible fuego
griego. Los rusos ofrecieron una resistencia desesperada, pero el ejército
imperial rechazó todas sus intentivas para salir,
siendo cada vez más insoportable el hambre reinante en la asediada ciudad. A finales
de julio, y después de que los rusos fracasaran en un último intento de romper
el cerco, siendo de nuevo empujados hacia dentro de las murallas en una lucha
durísima que por parte bizantina supuso también un último esfuerzo, Sviatoslav
se entregó al vencedor. Se comprometió a evacuar Bulgaria y no volver a
aparecer nunca en los Balcanes, y también a no atacar el territorio bizantino
del Querson, sino al contrario apoyar a los
bizantinos a defenderse de posibles adversarios. A cambio de estas garantías,
el emperador suministró víveres a sus agotados guerreros y renovó los viejos
privilegios comerciales de los rusos. Después de un encuentro personal con su
vencedor, Sviatoslav se retiró a su país, pero en el camino encontró la muerte
en un enfrentamiento con los pechenegos, cerca de los
rápidos del Dniéper. La gran victoria de Juan Tzimisces significó un doble
éxito para Bizancio: por un lado, libró al Imperio de un peligroso adversario,
que había demostrado su gran poder conquistando el reino jázaro y aplastando Bulgaria, y, por otro, sometió Bulgaria a la soberanía bizantina.
Porque si bien durante la lucha Tzimisces se había atribuido el papel de
liberador de los búlgaros, no estaba dispuesto a restaurar el reino de
Bulgaria. Anexionó el territorio que estaba a sus pies; el zar Boris fue traído
prisionero a Constantinopla y el patriarcado búlgaro fue abolido.
El otro problema que su predecesor había
dejado sin resolver pudo ser arreglado por vía diplomática. Juan Tzimisces no
envió a Otón el Grande a la princesa porfirogeneta que había reclamado, sino a
su propia pariente Teófano, con la que Otón contrajo matrimonio en Roma el 14
de abril de 972. El conflicto con el Imperio Occidental, que se había agudizado
demasiado por la arrogancia de Nicéforo Focas, quedaba aplacado, al menos por
el momento y, según parece, mediante el establecimiento del statu quo
territorial.
En 972 volvió a reanudarse la guerra en
Oriente, iniciada por un ataque del emperador al territorio mesopotámico de Nisibis y Mayafariqin. La
principal batalla tuvo lugar en Siria, donde se trataba de fortalecer y
continuar la obra de Nicéforo Focas. Los Fatimitas, que poco antes habían
establecido su soberanía en Egipto, extendieron su poder al territorio de Asia
Menor y emprendieron un ataque a Antioquía en 971. La campaña que inició Juan
Tzimisces en 974 y, sobre todo, en 975, dentro de un verdadero espíritu de
cruzada, representó un duro contragolpe. Desde Antioquía, el emperador marchó
contra Emesa a principios de abril, y desde allí contra Baalbek, que cayó
después de una breve resistencia. También Damasco se rindió al victorioso
emperador, reconociendo su soberanía y comprometiéndose a pagar tributos. A
continuación, Tzimisces, penetrando en Tierra Santa, se apoderó de Tiberiades, de Nazaret, de la ciudad costera de Acre y,
finalmente, de Cesárea, el principal punto de apoyo de los árabes egipcios.
Jerusalén, la ciudad santa, no estaba lejos, pero el emperador reconoció los
peligros que encerraba un avance precipitado. Se retiró hacia el norte y ocupó
una serie de importantes ciudades costeras en el camino, entre ellas Beirut y
Sidón. En todas las ciudades incautadas instauraba un comandante imperial.
Tzimisces mandó un mensaje de victoria a su aliado, el rey armenio Ashot III, que empezó con las siguientes palabras: «Toda
Fenicia, Palestina y Siria han sido liberadas del yugo de los sarracenos y
reconocen la soberanía de los romanos». Esta frase contiene, obviamente,
fuertes exageraciones y no caracteriza lo verdaderamente alcanzado, sino el
objetivo que el emperador se había propuesto para su cruzada. Pero incluso lo
que alcanzó en su rápida campaña victoriosa significó un éxito arrollador: las
conquistas de Nicéforo Focas no sólo quedaron aseguradas, sino considerablemente
ampliadas, y de esta manera se encontró firmemente establecida la hegemonía del
Imperio Bizantino en Asia Menor. Juan Tzimisces regresó de su gran campaña a
Constantinopla con una enfermedad mortal, probablemente el tifus. El 10 de
enero de 976 moría: su glorioso reinado tocó a su fin de manera inesperada y
sólo después de seis años de duración.
6.
LA CULMINACION DEL PODER BIZANTINO:
BASILIO II
Si bien los derechos imperiales de los
representantes legítimos de la dinastía macedónica quedaron formalmente
intactos tanto bajo Nicéforo Focas como bajo Juan Tzimisces, la idea de que el
trono pertenecía en realidad a los porfirogenetas se había ido borrando, poco a
poco, de la conciencia de los grandes de Bizancio. Se habían acostumbrado a ver
el poder estatal en manos de un general procedente de las filas de las familias
de magnates; así, a la muerte de Juan Tzimisces, apareció como candidato a la
vacante de regente su cuñado Bardas Sitieros. El destino de la casa imperial
macedónica parecía ser el mismo que el de los antiguos merovingios, es decir,
ser víctima de los mayordomos de palacio más vitales, o ser condenada
permanentemente a una existencia efímera puramente decorativa, igual que los
Califas de Bagdad al lado de un sultanato militar todopoderoso. El que escapara
a este destino se debe a la energía singular del joven emperador Basilio II.
Los hijos de Romano II habían alcanzado
la edad de reinar: Basilio contaba dieciocho años, Constantino, dieciséis.
Ellos tomaron el poder, apoyados eficazmente por el eunuco Basilio, su tío
abuelo. Pero, de hecho, sólo gobernaría el hermano mayor, puesto que Constantino
VIII, como buen hijo de su padre, era un frívolo vividor que sólo aspiraba al
placer y a la disipación. Muy distinto a él era Basilio II, que pronto mostró
ser un hombre de férrea voluntad y singular actividad: entre todos los
sucesores de Basilio I, fue el único con naturaleza de soberano y el único
estadista verdaderamente grande. Sin embargo, no estaba preparado en absoluto
para el ejercicio del oficio de soberano. Desde su infancia había sido tratado
como un simple figurante de las ceremonias cortesanas, como un accesorio
decorativo, aunque inútil, de los poderosos usurpadores, y se encontraba, al
principio, desamparado ante el ajetreo del mundo exterior. Sólo las graves
tribulaciones que tuvo que padecer después de encargarse del poder, le hicieron
maduro y templaron su carácter. El parakoimomenos Basilio tomó en sus manos expertas el timón del Estado. Contra él, más que
contra sus sobrinos segundos que parecían inofensivos en sí, se dirigió, pues,
el movimiento sedicioso.
Un miembro de una de las más antiguas y
más ricas de Bizancio y un excelente general, que bajo Tzimisces había ejercido
la función militar más alta, la de domestikos de
Oriente, se hizo proclamar emperador por sus tropas en verano de 976. Repetidas
veces victorioso frente a generales adictos al emperador enviados contra él,
pudo someter paulatinamente toda Asia Menor a su poder y, después de apoderarse
de Nicea, aproximarse a la capital a principios de 978. En este momento de
mayor peligro, el eunuco Basilio se dirigió a Bardas Focas, sobrino del emperador
Nicéforo, un guerrero intrépido de gigantesca estatura, que bajo Juan Tzimisces
había llevado a cabo un intento de usurpación. Igual que Bardas Skleros, al servicio de Juan Tzimisces, le había vencido
entonces, él vencería ahora a Skleros por cuenta del
nuevo emperador. Efectivamente, Bardas Focas aniquiló a su antiguo rival, pero
no tanto como servidor del emperador legítimo, sino más bien como representante
de la poderosa familia de los Focas. Sin ofrecer una batalla cerca de
Constantinopla, se fue a Cesárea, la acrópolis de los Focas, lo que obligó al
usurpador a retirarse. Skleros ganó las primeras
batallas, pero el 24 de mayo de 979 Focas consiguió vencer a su rival en la llanura
de Pancalea, no lejos de Amorium, primero en un duelo
y después, decisivamente, a su ejército. Skleros se
refugió en la corte califal, y así terminó una guerra civil de tres años de
duración, a la que pronto seguirían otras graves complicaciones.
Pocos años después, se produjo una
ruptura entre el joven emperador Basilio y su todopoderoso tío abuelo. Basilio
ya no era el adolescente sin experiencia necesitado de apoyo, para el que una
dirección desde fuera no sólo era imprescindible, sino incluso agradable. Su
energía y su voluntad de gobernar salieron a la luz: la tutela a que se había
entregado buenamente en un principio, le resultó cada vez más molesta hasta
que, finalmente, el ansia insatisfecha de poder y la irritación producida por
el constante aislamiento se concentraron en un sentimiento de odio contra aquel
hombre al que debía su formación política e incluso el trono. Ocurrió, pues,
que el gran estadista que había sabido arreglárselas con los poderosos emperadores
soldados, fue víctima de la juvenil pasión por el poder de su sobrino segundo.
Parece que Basilio, al ver cómo iba cayendo en desgracia, planeó una
conjuración contra su ingrato pupilo uniéndose a Bardas Focas y otros
generales. Pero el emperador se le adelantó: fue detenido como un vulgar
rebelde y, después de confiscarse su inmensa fortuna, deportado al exilio donde
murió pronto, vencido por la crueldad del destino.
Aunque oficialmente el reinado de
Basilio II se contabiliza a partir de 976, su gobierno personal no se inició
hasta la caída del gran eunuco en 985. Hasta dónde había llegado la
omnipotencia del parakoimomenos, y cuán grande y
profundo había sido el rencor del emperador postergado, lo demuestra el hecho
de que éste estimó oportuno declarar nulas todas las leyes promulgadas antes de
la separación de su tío abuelo, al menos que éstas fueran confirmadas posteriormente
por su propia firma, ya que en el período que se extiende desde el principio de
nuestro reinado hasta la. destitución del parakoimomenos Basilio... muchas cosas no ocurrieron de acuerdo con nuestra voluntad, sino que
fue la suya la que determinó y decidió todo.
La primera empresa personal de Basilio
II fue su campaña por los Balcanes en 986. La muerte de Juan Tzimisces había
librado a los enemigos del Imperio de una pesadilla. La guerra civil que estalló
después y los graves conflictos en Bizancio habían dado rienda suelta a sus
actividades durante varios años. Si los ataques del lejano califa fatimita de
Egipto —ahora el único enemigo serio del Imperio en Oriente— pudieron ser
rechazados fácilmente desde la periferia, la paralización del poder central
bizantino tuvo, sin embargo, consecuencias muy graves en los Balcanes. Después
de la muerte de Tzimisces, se produjo una insurrección en la región macedónica,
encabezada por los cuatro hijos del conde Nicolás, un gobernador provincial de
Macedonia. Esta insurrección cobró proporciones importantes y se convirtió en
una guerra de liberación que desbordó ampliamente las fronteras de Macedonia, y
arrancó gran parte de la Península Balcánica de la dominación bizantina. Al
enterarse Boris del levantamiento en los Balcanes, el destronado zar búlgaro
huyó de Constantinopla en compañía de su hermano Romano, pero fue asesinado en
la frontera por centinelas búlgaros a raíz de un trágico malentendido. Romano
llegó a su destino, pero no pudo hacer valer sus pretensiones a la corona,
puesto que los bizantinos le habían castrado. El mando y más tarde la corona de
zar recayeron en el hijo menor del conde, el valiente Samuel, ya que sus dos
hermanos mayores murieron en el combate y el tercero encontró, más tarde, la
muerte a manos del mismo Samuel.
Samuel se convirtió en el creador de un
poderoso Imperio cuyo centro fue primero Prespa y
luego Ochrida. Poco a poco fue reuniendo bajo su cetro el territorio
macedónico, excepto Tesalónica, el antiguo territorio búlgaro entre el Danubio
y la Cordillera Balcánica, Tesalia, Epiro, parte de Albania con Dirraquio y,
finalmente, también Rascia y Dioclea.
El patriarca búlgaro suprimido por Tzimisces celebró su resurrección en el
Imperio de Samuel. Después de cambiar varias veces de lugar, encontró,
finalmente, su sede permanente en Ochrida, la capital de Samuel, que, como
nuevo centro eclesiástico, iba a sobrevivir en varios siglos al Imperio de
Samuel. El nuevo Imperio enlazó con el de Simeón y el de Pedro en cuanto a la
dirección del Estado y de la Iglesia y fue, tanto para sus creadores como para
los bizantinos, el Imperio Búlgaro sin más, ya que en esta época, aparte de Bizancio,
sólo Bulgaria disponía de las tradiciones de un Imperio y de un patriarcado
propio. Samuel se apoderó plenamente de estas tradiciones. Pero en la realidad
su Imperio macedónico se distinguía bastante del antiguo Imperio de los
búlgaros. Por su composición y su carácter fue una configuración nueva y singular.
Su centro de gravedad se había desplazado por completo hacia el oeste y el sur;
Macedonia, un territorio periférico en el antiguo Imperio Búlgaro, se convirtió
ahora en su verdadero núcleo.
Su afán expansionista se orientó primero
hacia el Sur. A los ataques contra Serres y Tesalónica siguieron repetidas
incursiones en Tesalia, que, finalmente, llevaron a un importante triunfo:
Larissa cayó en manos de Samuel después de un largo asedio a fines de 985 o
principios de 986, lo que instigó a Basilio II a emprender una contraofensiva;
sin embargo, su primer encuentro con Samuel fue poco afortunado. El emperador
penetró en la región de Sardica por la llamada Puerta de Trajano, pero el
intento de apoderarse de la ciudad no tuvo éxito y el ejército imperial, al
retirarse, fue sorprendido y vencido (agosto de 986). Posteriormente, Samuel
pudo establecer su poder sin ser molestado y ampliar las fronteras de su
Imperio hasta el Mar Negro, por un lado, y el Adriático, por otro, puesto que
en Bizancio estallaba una nueva y dura guerra civil.
Animados por los fracasos del emperador,
los grandes de Bizancio se levantaron contra él. A principios de 987, Bardas Skleros reapareció en territorio bizantino y tomó la
púrpura una vez más. Bardas Focas, degradado por su relación con el parakoimomenos Basilio, volvió a ser encargado del mando
supremo en Asia con la misión de reemprender la lucha contra su homónimo. Pero
él mismo se volvió contra el emperador, al que no había perdonado el
aislamiento de los últimos años: con la imagen de su gran tío ante sus ojos, se
hizo proclamar emperador el 15 de agosto de 987. Lo que dio un cariz
especialmente peligroso a su insurrección fue el hecho de que con anterioridad
había tenido lugar una asamblea de los altos mandos del
ejército y numerosos representantes de las grandes familias terratenientes de
Asia Menor. El usurpador estaba respaldado por los mandos supremos militares
que estaban disgustados con el joven emperador y su ambición autocrática, y por
la nobleza terrateniente que veía limitadas sus aspiraciones a raíz de la
actuación de éste. Bardas Focas buscó primero un acuerdo con su antiguo rival:
se proyectó la división del Imperio, obteniendo Focas el territorio europeo de
Constantinopla, y Skleros el territorio asiático.
Pero la colaboración duró muy poco, ya que Bardas Focas, consciente de su supremacía,
hizo encarcelar al otro candidato al trono, apareciendo desde entonces como
único pretendiente. Toda Asia Menor era suya, y a principios de 988 se acercaba
a Constantinopla. Una parte de su ejército tomó posición cerca de Crisópolis, la otra cerca de Abydas;
se preparaba un ataque simultáneo por tierra y por mar a la capital.
La situación del emperador legítimo era
desesperada. Sólo una ayuda desde el exterior podía salvarle de la ruina.
Basilio II se dio cuenta de ello a tiempo y dirigió una llamada de socorro al
príncipe Vladimiro de Kiev. En la primavera de 988, un contingente de seis mil
hombres llegó a territorio bizantino; esta famosa druzhina Varego-rusa salvó la situación en el último momento.
Bajo el mando personal del emperador, asestaron a los rebeldes una derrota
contundente cerca de Crisópolis. La batalla de Abydos, en la que Bardas Focas encontró la muerte —por lo
visto a consecuencia de un ataque al corazón— aportó la decisión final el 13 de
abril de 989. El movimiento sedicioso había fracasado. Un nuevo levantamiento
de Bardas Skleros terminó con un acuerdo pacífico y
con la sumisión del usurpador. La druzhina varego-rusa permaneció al servicio de Bizancio y jugó un
papel importante en el ejército bizantino, siendo completado con frecuencia por
nuevos varegos y otros normandos
En recompensa por su acción de socorro,
el príncipe de Kiev debía de recibir como esposa a Ana Porfirogeneta, la
hermana del emperador, a condición de que él y su pueblo aceptasen el
cristianismo. Este hecho representó una gran concesión: nunca hasta entonces
una princesa bizantina legítima se había casado en el extranjero. El zar
búlgaro Pedro había tenido que conformarse con una Lecapeno, Otón II con una
pariente del emperador Tzimisces, y sólo al soberano del joven reino ruso se le
concedió el insigne honor de emparentarse con la legítima casa imperial de los
porfirogenetas. Tal alianza contradecía la tradición y orgullo bizantinos hasta
el punto de que en Constantinopla se pretendió retirar la promesa dada en un
momento crítico, una vez que el peligro había pasado. Vladimiro tuvo que
invadir el Querson y las posesiones bizantinas en
Crimea para forzar la entrega de la princesa (verano de 989).
La cristianización del Estado de Kiev
significó no sólo el inicio de una nueva era en el desarrollo de Rusia, sino
también un inmenso triunfo para Bizancio. La esfera de influencia bizantina
experimentó una expansión insospechada; el mayor y más prometedor reino eslavo
se sometió a la dirección espiritual de Constantinopla. La nueva Iglesia rusa
estaba subordinada al patriarca de Constantinopla y fue dirigida, en un
principio, por metropolitanos griegos enviados desde Bizancio. A partir de este
instante, el desarrollo cultural de Rusia iba a estar condicionado, durante
siglos, por una fuerte influencia bizantina.
Basilio II había salido victorioso de la
lucha con la aristocracia de Asia Menor. Después de una pugna desesperada,
después de terribles guerras civiles, todos sus enemigos y adversarios estaban
vencidos. Pero la lucha había durado muchos años, y en este período de
experiencias muy amargas, el carácter del emperador había experimentado un
fuerte cambio. Todas las alegrías de la vida, a las que se había entregado con
desenfrenada pasión en su juventud, ya no existían para él. Se convirtió en un
ser sombrío y suspicaz, no confiaba en nadie, no conocía ni amistad ni amor. El
emperador permaneció soltero toda su vida. Vivía solo, ensimismado, y en este
espíritu de soledad gobernó su Imperio, esquivando todo consejo: fue un
autócrata en el verdadero sentido de la palabra. Su modo de vida fue el de un
asceta o de un guerrero. No le agradaba la ostentación, y ni siquiera sentía
inclinación hacia el arte y las ciencias, aun siendo nieto del docto
Constantino Porfirogeneta. Le repugnaba el arte de la retórica, tan apreciado
en Bizancio. Su elocuencia era simple y breve; para la sensibilidad del
refinado bizantino, ruda y descuidada. Aunque era enemigo de la nobleza, no
buscaba ganarse el favor del pueblo. De sus súbditos esperaba obediencia, no
amor. Todos sus esfuerzos estaban dedicados al aumento del poder del Estado y a
la lucha contra los enemigos, tanto internos como externos, del Imperio.
AI tiempo que las ambiciones políticas
de los grandes bizantinos habían sido quebrantadas en una sangrienta
guerra civil, era necesario frenar también las pretensiones económicas de la
nobleza. Romano Lecapeno ya había comprendido hasta qué punto el afán expansionista
de la gran propiedad provincial hacía peligrar la estructura del Estado
bizantino. Basilio II, después de las experiencias de su infancia y de su
juventud, estaba en condiciones de calibrar a dónde, políticamente hablando,
llevaba este afán. El emperador recogió la política agraria antiaristocrática inaugurada por Romano Lecapeno, no sólo con la idea de continuar
consecuentemente, sino incluso para endurecerla. A su clarividencia como
estadista, que le indujo a tomar partido a favor del mantenimiento de los
bienes de campesinos y soldados, se juntó un odio personal contra las familias
de los magnates que le habían disputado el trono de sus padres. En su
intransigencia pasaba a veces por alto los preceptos del derecho y de la justicia.
Así ocurrió en el caso de Eustacio Maleinos, un antiguo compañero de armas de Bardas Focas, de
cuya hospitalidad se había servido en el viaje de regreso de una campaña en
Siria. La extraordinaria riqueza de este magnate de Capadocia, sus gigantescas
propiedades, y, ante todo, el gran número de esclavos y siervos capaces de
formar una leva de varios miles de hombres, impresionaron de tal forma al
emperador que invitó a su anfitrión a Constantinopla, donde le retuvo de por
vida en un cautiverio dorado. Sus bienes fueron confiscados por el Estado.
En una Novella del año 996, Basilio II
alude expresamente a las familias de los Focas y de los Maleinoi como los representantes más destacados de la nobleza rural que habían cobrado
un poder excesivo. La disposición más importante que su Novella viene a añadir
a la antigua legislación es la derogación de la prescripción de cuarenta años
que, una vez caducada, invalidaba cualquier reclamación con respecto a la
devolución de tierras adquiridas ilegalmente. La Novella de Basilio II subraya
que para los poderosos, gracias a su influencia, era muy fácil pasar por alto
sin perjuicio el plazo de prescripción para luego asegurarse definitivamente la
posesión del bien injustamente adquirido. En consecuencia, el emperador
determinó que todas las adquisiciones hechas por los poderosos a los pobres y
que hubieran tenido lugar después de la primera ley de Romano Lecapeno sobre
esta materia en 922, habrían de restituirse gratuitamente a los antiguos
propietarios, sin compensación alguna. Sin embargo, no existe ninguna
prescripción frente al fisco, según Basilio II: ¡el derecho de evicción del
Estado remontaba a la época de Augusto!
Mediante esta Novella, Basilio II
intentó también limitar el crecimiento de la propiedad territorial eclesiástica
a costa de las tierras campesinas. Los monasterios establecidos en las aldeas a
consecuencia de los donativos de los campesinos y con pocos monjes no debían
considerarse monasterios, sino casas de oración y estar sometidos a la
comunidad aldeana, sin que entregaran impuestos al obispo. En cambio, los
monasterios mayores, con ocho o más monjes, quedaban sometidos al obispo, pero
no tenían el derecho de adquirir nuevas tierras. Con esta determinación,
Basilio enlaza de nuevo con una antigua disposición de su bisabuelo Romano Lecapeno.
Por el contrario, evita cualquier alusión a la ley más radical de Nicéforo Focas,
que había sido abolida por Juan Tzimisces.
Contra los poderosos, Basilio II actuó
con un rigor cada vez mayor. Pocos años después de suspender el derecho de prescripción,
les impuso la obligación de pagar el allelengyon para los pobres, es decir, de hacerse cargo de las contribuciones pendientes de
los campesinos. El paso del sistema del allelengyon que, según el principio del pago solidario de los impuestos por toda la
comunidad aldeana, había recaído hasta entonces en los vecinos de los
contribuyentes insolventes pasaba ahora unilateralmente a la gran propiedad.
Esta medida incisiva fue doblemente efectiva: asestó un duro golpe a los
poderosos y ofreció al fisco una mayor garantía de que el dinero del allelengyon entrara en sus arcas. El pago de los
impuestos para los bienes abandonados por los vecinos sobrepasaba muchas veces
los medios de los campesinos y les obligaba a marcharse, lo que causaba un
nuevo perjuicio al Estado. Basilio II no se dejó impresionar por las protestas
de los poderosos, aunque las apoyara el mismo patriarca Sergio. Era su firme
propósito acabar con la omnipotencia de la nobleza contra la cual sus
antepasados habían luchado en vano.
Después de haber concluido la guerra
civil, Basilio emprendió, con la misma energía, la lucha contra sus enemigos
del exterior. El adversario más peligroso de todos era el zar Samuel. La guerra
contra él se convirtió en el objetivo principal del emperador; la destrucción
de su reino era la finalidad de su vida. Parece que buscó el apoyo de los
soberanos de otros países balcánicos contra el poderoso reino macedoniano. Envió las insignias reales al soberano croata
Esteban Drzhislav y le encomendó —como antaño Romano
Lecapeno a Tomislav en la guerra contra Simeón— la
administración de las ciudades dálmatas nombrándole eparca y concediéndole el título de patricio. Una delegación serbia, probablemente de Dioclea, llegó en 992 a Bizancio por vía marítima y después
de muchas aventuras, pero el emperador ya se encontraba en el campo de batalla,
puesto que en la primavera de 991 Basilio II había marchado contra Macedonia,
donde dirigió durante varios años la guerra contra Samuel.
Complicaciones en Oriente le obligaron a
interrumpir la lucha en Macedonia. Los fatimitas habían invadido Siria
infringiendo una grave derrota en el Orontes al comandante imperial de Antioquia
(994); a continuación, Alepo fue asediado y Antioquía parecía estar en peligro.
Desde siempre, el destino del Imperio Bizantino había sido el tener que luchar
en dos frentes a la vez. Cada intento de sustraerse a este destino traía
consigo graves pérdidas. Para Basilio II, el problema de los Balcanes era tan
primordial como antaño el de Siria para Nicéforo Focas. Sin embargo, no cometió
el error de su gran padrastro, a quien la guerra en Oriente había hecho descuidar
los problemas de los Balcanes. En 995 apareció personalmente bajo las murallas
de Alepo, sorprendió y rechazó al enemigo y ocupó Rafanea y Emesa. En 999 regresó de nuevo a Siria para intervenir en la guerra con los
fatimitas, salvando la situación después de otra derrota del duque de
Antioquía. También esta vez falló en su intento de apoderarse de Trípoli. Una
vez restablecida la situación en Siria, volvió a la región del Cáucaso para
arreglar la situación en Armería e Iberia.
Samuel aprovechó la ausencia del
emperador para emprender una expedición contra Grecia y avanzó hasta el
Peloponeso. Pero a su regreso fue sorprendido y vencido por el notable general
bizantino Nicéforo Uranos; él mismo fue herido y
escapó a duras penas de la muerte (997). A pesar de la derrota, Samuel continuó
su ascenso: en el transcurso del año siguiente, tuvieron lugar, según parece,
la toma de Dirraquio y la incorporación de Rascia y Dioclea. La alianza con Bizancio no había servido de mucho
al príncipe Vladimiro. Su país fue anexionado al Imperio de Samuel, él mismo
hecho prisionero en un principio, pero luego casado con la hija del poderoso
zar y restaurado en el trono de Diaclea como vasallo
de aquél.
Cuando Basilio II, a su regreso de Asia
en 1001, volvió a aparecer en los Balcanes, empezó la gran contraofensiva
bizantina que, dirigida personalmente por el emperador según un plan perfectamente
premeditado, privaría sin piedad al enemigo de su base vital. Basilio empezó
por atacar la región de Sardica y se apoderó de las fortalezas circundantes.
Así, Samuel quedó separado de los antiguos países búlgaros en el Danubio, y las
viejas capitales búlgaras, Pliska y Gran Preslav, así
como Pequeña Preslav, fueron ocupadas por los generales bizantinos. Entonces
Basilio II entró en Macedonia; Berea se rindió y Serbia fue tomada por asalto,
lo que abrió el acceso a la Grecia del Norte. El dominio bizantino en Tesalia
fue restablecido rápidamente, Basilio reapareció en Macedonia y, después de una
lucha ardua, tomó la ciudad de Vodena fuertemente
fortificada. Su próximo objetivo fue Vidin, la
importante fortaleza del Danubio, a la que obligó a rendirse después de ocho
meses de asedio, sin dejarse desconcertar por la audaz maniobra de diversión de
Samuel —la toma y el saqueo de Adrianópolis. Desde Vidin,
el emperador se dirigió a marchas forzadas hacia el Sur. En la orilla del Vardar, cerca de Skoplje, obtuvo
una victoria decisiva sobre el ejército de Samuel, por lo que Skoplje le abrió sus puertas (1004). La toma de Skoplje, por un lado, y la de Vodena,
por otro, atenazaba el núcleo del Imperio de Samuel. Después de cuatro años de
lucha ininterrumpida, que aportó a Bizancio una victoria tras otra, el
adversario había perdido más de la mitad de su territorio. Sólo entonces
Basilio se decidió a interrumpir el combate y a invernar en Constantinopla,
pasando en su camino por Filipópolis. Como dijo un contemporáneo:
«Basilio II no llevaba las guerras al estilo de la mayoría de los emperadores
que salen en primavera y regresan a finales de verano; su hora de volver a casa
la fijaba el logro del objetivo que había motivado su salida».
Realmente, ya no podía dudarse del
resultado de la guerra. El Estado bizantino, apoyado en tradiciones seculares,
había demostrado, una vez más, su superioridad. La audacia del zar no pudo nada
contra el arte bizantino de llevar la guerra, ni contra la organización del ejército,
ni contra los medios técnicos. Sus generales y sus gobernadores empezaron a
distanciarse de él; en el año 1005, Dirraquio se pasó al emperador bizantino
por traición. Pero Samuel no recibió el golpe final hasta julio de 1014,
después de largas luchas sobre las que se sabe poco. Su ejército fue rodeado en
un pasadizo de las montañas del Clidion, en la región
superior del Strymom. El zar pudo escapar a Prilep,
pero gran número de sus guerreros encontró la muerte, y un número aún mayor
fueron hechos prisioneros. Basilio, el «matador de búlgaros», celebró su
victoria de un modo terrible: los prisioneros —se pretende que fueron 14.000—
fueron cegados; de cada cien, uno conservaba un ojo y fue encargado de conducir
a los demás ante su zar en Prilep. Al ver llegar el terrible cortejo, Samuel
cayó al suelo sin sentido. Dos días más tarde, el valiente zar moría (6 de
octubre de 1014).
Su Imperio sólo le sobrevivió unos años.
Conflictos internos facilitaron la labor del conquistador. El hijo y sucesor de
Samuel, Gabriel Radomir, fue asesinado en 1015 por su
primo Juan Vladislav, corriendo la misma suerte su
mujer y su cuñado, Juan Vladimiro de Diaclesa. El
país fue sometido sistemáticamente, hasta que la muerte de Juan Vladislav, ocurrida en febrero de 1018 en un ataque a Dirraquio,
puso fin a la guerra. Con gran solemnidad, Basilio hizo su entrada en Ochrida y
recibió el homenaje de la zarina viuda y de los miembros supervivientes de la
familia del zar Vladislav. Había alcanzado su meta:
el país rebelde, contra el que había iniciado la guerra más de treinta años
antes, estaba ahora a los pies del soberano sexagenario y era incorporado al
Imperio. Toda la Península Balcánica estaba de nuevo bajo el cetro bizantino por
vez primera desde la ocupación por los eslavos. Después de recorrer el país sometido
y de establecer en todas partes su autoridad, Basilio visitó la vieja ciudad de
Atenas. El entusiasmo provocado por la restauración del Imperio encontró su
impresionante expresión en un acto solemne que el victorioso emperador celebró
en el Partenon, entonces convertido en una iglesia de
la Madre de Dios.
El «matador de búlgaros», cruel e
inflexible en el campo de batalla, fue, sin embargo, comedido y comprensible en
su política con el país sometido. Teniendo en consideración la situación y las
costumbres de éste, permitió que sus nuevos súbditos pagaran los impuestos en
especie y no en metálico, como lo venía haciendo la población en las regiones
económicamente más desarrolladas del Imperio. El patriarcado de Ochrida fue
degradado a arzobispado; sin embargo, este nuevo arzobispado era autocéfalo y
recibió importantes privilegios, encontrándose bajo su jurisdicción todos los
obispados que habían pertenecido al Imperio de Samuel. En la práctica, esta
autocefalía del arzobispado de Ochrida significaba que éste, con sus diócesis,
si bien independiente del patriarcado de Constantinopla, estaba, no obstante,
sometido a la voluntad del emperador, ya que éste se reservó el derecho de
nombrar al arzobispo de Ochrida. Esta regulación —una verdadera obra de arte de
la política imperial— aseguró a Bizancio el control sobre las iglesias de los
pueblos eslavos del sur, al mismo tiempo que evitaba un nuevo incremento de
poder del patriarca de Constantinopla, ya de por sí enorme, acentuando al mismo
tiempo de manera adecuada los derechos particulares del centro eclesiástico de
Ochrida, cuyos arzobispos autocéfalos tuvieron un rango mucho más alto en la
jerarquía eclesiástica griega que los demás príncipes de la Iglesia sometidos
al patriarcado de Constantinopla.
Formando parte integrante del Imperio
Bizantino, el país conquistado, como cualquier territorio bizantino, fue
constituido en thema. Las regiones centrales del antiguo Imperio de Samuel fueron
agrupadas en el thema de Bulgaria que, por su gran importancia, recibió el
nombre de catepanato y, más tarde, el de
ducado. Su centro era Skoplje. Los países búlgaros en
el curso sur del Danubio formaban el thema de Paristrion o Paradunavon, cuyo centro era la ciudad danubiana de Silistria y que, posteriormente, fue también elevado
a catepanato y después a ducado. Parece ser
que la región fronteriza del Danubio y del Sava también fue organizada como thema, con centro en Sirmium. La costa adriática,
con Zadar (Zara) al norte y Dubrovnik (Ragusa) al
sur, formaba, come antaño, el thema de Dalmacia. En cambio, la región limítrofe
de Dioclea (con Trevinia, Zachlumia, Rascia y Bosnia) no
estaban organizadas en themas, sino que se encontraban sometidas, igual que
Croacia, a sus príncipes indígenas, por lo que no formaban realmente
provincias, sino países vasallos del Imperio Bizantino 215. Pero la región al
sur del lago Skadar seguía perteneciendo al ducado de
Dirraquio, que constituía el punto de apoyo estratégico más importante del
Imperio Bizantino en el Adriático, lo mismo que el thema de Tesalónica, elevado
a ducado, era el punto de apoyo más importante en el Mar Egeo.
La reconquista de toda la Península
Balcánica fue también de vital importancia con respecto a la política interior.
Seguramente no es casual el que las conquistas del magnate de Asia Menor,
Nicéforo Focas, hubiesen tenido como escenario el territorio de Asia Menor,
mientras que Basilio II, el gran enemigo de la nobleza terrateniente en esta
región, fijara su atención en la parte europea del Imperio. Desde que el
Imperio volvió a extenderse hasta el Danubio y el Mar Adriático, la eminente
importancia que Asia Menor había tenido para el Imperio durante los siglos
pasados había tocado a su fin 218.
Sin embargo, Basilio II no cerró los
ojos ante las obligaciones que surgieron al Imperio en Asia. En sus últimos
años, su actividad se desarrolló en el otro extremo del Orbis bizantino, en la
región del Cáucaso. Después de la muerte de Gagik I
(990-1020), bajo el cual el reino de los Bagrátidas había conocido su apogeo, estallaron conflictos en Armenia, que dieron al
emperador la oportunidad de intervenir con éxito: la región de Vaspurkan, así como parte de Iberia, fueron incorporadas a
Bizancio; el reino armenio de Ani debía permanecer bajo el rey Juan Smbat, hijo del sucesor de Gagik,
mientras éste viviese, pasando después igualmente al dominio bizantino. Como
resultado de las gloriosas conquistas de los últimos tres reinados en Asia, se
extendieron, pasando en mucho al antiguo territorio bizantino y formando un
amplio arco hacia el sur y el este, los nuevos temas : Antioquía, Teluch, las ciudades del Eufrates (más tarde «Edesa»), Melitene, a continuación el thema de Taron y, más lejos,
las nuevas provincias adquiridas de Vaspurkan, Iberia
y Teodosiópolis. Mientras que los antiguos themas de
Asia Menor perdieron importancia, las nuevas provincias cobraron gran valor como
circunscripciones fronterizas y recibieron el nombre de ducados, como Antioquía
y más tarde Mesopotamia, o el de catepanatos, como
Edesa y las provincias armenio-íberas.
Antes de morir, el incansable emperador
dirigió su mirada hacia el oeste. La posición de Bizancio en la Italia
meridional, que parecía en peligro desde Otón el Grande y la penetración del
Imperio Germánico, había encontrado una consolidación después del fatal
desenlace de la guerra entre Otón II y los árabes. La idea de una renovación
romana bajo el juvenil emperador Otón III, hijo de la bizantina Teófano, llevó
a una acentuación de la influencia bizantina en el ámbito del Imperio
Occidental. La unificación de todas las posesiones bizantinas en Italia en un catepanato había dado una base más sólida tanto al poder
como a la organización de Bizancio en este territorio. El valioso catepán Basilio Boíoanes obtuvo
varias victorias sobre los enemigos del Imperio Bizantino, éxito que Basilio II
pensaba explotar, por lo que preparó una gran campaña contra los árabes en
Sicilia. Pero el 15 de diciembre de 1025 moría Basilio II. Dejó tras él un imperium que se extendía de las montañas de Armenia al Mar
Adriático, y del Eufrates al Danubio. Había incorporado un gran imperio eslavo
al suyo; otro, aún mayor, estaba bajo su soberanía espiritual.
Un escritor del siglo XIII aún calificó
a Heraclio y a Basilio II como los emperadores más grandes de Bizancio. Estos
dos nombres, de hecho los más importantes de la historia bizantina, simbolizan
la era heroica de Bizancio, inaugurada por el primero y concluida por el
segundo.
LA HEGEMONIA DE LA
ARISTOCRACIA CIVIL
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