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CAPITULO VII
LA DOMINACION LATINA Y LA RESTAURACION DEL IMPERIO BIZANTINO(1204-1282)1.
LA FORMACION DEL NUEVO
SISTEMA DE ESTADOS
Raras veces en la historia se ha
procedido de manera tan sistemática como se hizo en el caso del reparto del
Imperio Bizantino. Se trató de cortar el nuevo sistema de Estado en el Oriente
griego sobre el patrón del pacto firmado bajo los muros de Constantinopla entre
cruzados y venecianos en marzo de 1204. El Gran Dogo Enrico Dándolo, cuya
voluntad había dominado los sucesos de los últimos años y también había
inspirado el acuerdo sobre el reparto, siguió teniendo la palabra decisiva en
la ejecución del pacto. La primera e indispensable medida debía ser la elección
de un emperador, y para este fin, según las estipulaciones del tratado, se
reunió un Consejo compuesto por seis francos y seis venecianos. Todo parecía
favorecer la elección del marqués Bonifacio de Montferrat:
el papel que había jugado hasta entonces como jefe del ejército cruzado, sus
relaciones con Bizancio, sus capacidades personales. El Dogo, sin embargo,
favorecía un personaje menos perfilado, y, puesto que se habían formado varios
bandos dentro del campo franco, mientras que los venecianos hacían gala de su
unidad, logró imponer la elección del conde Balduino de Flandes. El día 16 de
mayo, éste fue coronado emperador del Imperio Latino de Constantinopla en la
Iglesia de Santa Sofía. Como señor de Santa Sofía y primer patriarca latino de
Constantinopla fue elegido el veneciano Tomás Morosini,
pues si el emperador había sido elegido entre los caballeros, el nuevo
Patriarca de Constantinopla, según la estipulaciones del tratado de marzo,
debía ser designado por los venecianos. En su calidad de Emperador del Imperio
Latino, Balduino debía obtener la cuarta parte del territorio total del
Imperio; de los tres cuartos restante la mitad debía ser adjudicada a los
venecianos y la otra mitad ser repartida entre los caballeros como feudo
imperial. A Balduino se le adjudicó Tracia y la parte noroccidental de Asia
Menor, de forma que su territorio se extendía a ambos lados del Bósforo y del
Helesponto. Igualmente eran propiedad del Emperador varias islas del Mar Egeo,
entre ellas Lesbos, Quíos y Samos. Bonifacio de Montferrato debía recibir como compensación el territorio en Asia Menor, pero prefirió, sin
embargo, posesiones en la parte europea. Después de violentas controversias y
luchas se apoderó de Tesalónica fundando su propio reino, que abarcaba las
zonas de Macedonia y Tesalia que lindaban con Tesalónica.
Fueron los venecianos quienes extrajeron
el mayor provecho de toda la empresa, pues el nuevo poder de Venecia se basó en
la anexión de los más importantes puertos e islas. La república marítima
renunció a ejercer la soberanía directa sobre los territorios de Epiro, Acarnania, Etolia y el Peloponeso que le fueron
adjudicados, contentándose con tomar posesión de las ciudades portuarias de
Corón y Modón en el Peloponeso y poco tiempo más
tarde también de Dirraquio y Ragusa, en la costa del Adriático (1205).
Igualmente se convirtieron en territorio veneciano las islas jónicas, la isla
de Creta —que en un principio había sido adjudicada a Bonifacio de Montferrato—, la mayoría de las islas del archipiélago,
comprendiendo Euboea, Andros y Naxos,
las más importantes ciudades portuarias situadas en el Helesponto y en el Mar
de Mármara: Gallípoli, Redesto y Heraclea, y también Adrianópolis, en el interior de la Tracia imperial. Lo
mismo que se hizo al territorio del Imperio se aplicó a la ciudad misma de
Constantinopla. Venecia recibió también de ella las tres octavas partes,
mientras que las restantes cinco octavas partes de la capital se adjudicaron al
emperador. Fue, por tanto, con justo derecho como el Dogo pudo denominare «Señor
de la cuarta parte y media (de un cuarto) del Imperio Romano», y mientras que
los príncipes regionales francos estaban obligados a prestar el juramento de
vasallaje al emperador de Constantinopla, Dándolo quedó exento del vasallaje,
conforme había quedado estipulado expresamente en el contrato. Había surgido un
Imperio colonial de Venecia en Oriente. Los venecianos dominaban la vía
marítima desde su capital hasta Constantinopla en toda su extensión, tenían en
sus manos los estrechos y controlaban la entrada a Constantinopla, mientras que
en ésta les pertenecían las tres octavas partes de la ciudad, incluyendo Santa
Sofía.
A la vista de esta concentración de
poder aparece la debilidad de dominio franco, con una cohesión muy diluida.
Conforme a un orden típicamente feudal, el Imperio Latino se desintegró
formando numerosos principados de mayor o menor tamaño. De las ruinas del
Estado bizantino brotó un complicado sistema de vasallaje con innumerables
lazos internos.
En la Grecia central y meridional surgieron
principados de considerable tamaño, cuyo lazo de unión con el Imperio de
Balduino era muy precario, pues sus gobernantes no eran vasallos inmediatos del
emperador, sino del rey de Tesalónica. En su momento, Bonifacio había
emprendido desde Tesalónica un avance sobre Atenas, y transferido el dominio
sobre el Atica y Beocia al borgoñón Otón de la Roche.
El Peloponeso fue sometido también con el apoyo del rey Bonifacio por Guillermo Champlitte y Godofredo Villehardouin; aquí se formó
el principado francés de Acaya o Morea, el más
singular de todos los principados que habían, surgido sobre las ruinas del
Imperio Bizantino, puramente occidental en su modo de vivir, y también el más
fuertemente diferenciado desde el punto de vista feudal. Fue un pedazo de Francia
en tierra griega que llevó su existencia propia bajo Guillermo Champlitte primero y bajo la casa Villehardouin después.
Si bien el sistema estatal del
feudalismo en el sentido occidental era algo extraño para el mundo bizantino,
también era cierto que Bizancio había perdido, sin embargo, mucho de su
centralización originaria y, sobre todo, todo su sistema económico y militar
tenía, ya desde hacía mucho tiempo, una infraestructura feudal. Desde hacía
siglos, el proceso de feudalización había avanzado victoriosamente en Bizancio.
La estructura económica y las relaciones sociales del Imperio Bizantino ya no
distaban ahora tanto de las occidentales, y esto facilitó enormemente el
desarrollo del dominio latino.
Algunos elementos se podían adaptar sin
necesidad de modificarlos. De hecho, prácticamente no existía diferencia alguna
entre la pronoia bizantina y el feudo occidental. Los pronoiarios eran, sin embargo, el grupo de peso
dentro del país y constituyeron el único poder de jacto con el cual el
conquistador tuvo que contar seriamente. En la conquista de Morea,
sobre cuyo desarropo se dispone de las informaciones más detalladas, la
resistencia, por regla general, duró tanto como se resistieron los pronoiarios. Tan sólo se sometieron sin luchar cuando se
les garantizó que podían conservar su pronoia. Bajo
esta condición, sin embargo, estaban, en la mayoría de los caso, perfectamente
dispuestos a someterse. En el fondo, con ello simplemente cambiaban de señor
feudal. La situación de las masas de la población se mantuvo esencialmente
igual, ya que era lo mismo pagar los tributos al señor feudal latino que al
griego.
A pesar de ello, la población bizantina
soportó tan sólo a regañadientes la dominación extranjera de los latinos, y
esto no sólo por la petulancia de los nuevos amos, sino también por la
diferencia de credos que separaban a los conquistados de los conquistadores. La
subordinación eclesiástica de los griegos a la autoridad romana había sido
lograda formalmente, si no por la vía de la unión de las Iglesias a la cual
aspiraba el Papado, por lo menos por medio de la coacción implícita en la
conquista. La unión interna sin embargo estaba más lejana que nunca. La
conciencia de la idiosincrasia cultural y religiosa se profundizó aún más a
causa del dominio extranjero. Si bien es cierto que muchos señores feudales
bizantinos se habían incorporado al sistema de dominación de los conquistadores
y que las masas del pueblo, íntimamente irreconciliadas con el cambio, se habían quedado en su región natal, también sucedió que un
número bastante elevado de importantes personajes bizantinos abandonó los
territorios ocupados por los latinos refugiándose en regiones aún no afectadas
por la conquista. Con el apoyo de la población local, los refugiados crearon nuevos
Estados que salvaron al mundo bizantino de su extinción. En Asia Menor surgió
el reino de Nicea bajo Teodoro Láscaris, yerno de Alejo III Angel,
y en Epiro se estableció Miguel Angel, primo de los
emperadores Isaac II y Alejo III.
Poco antes, y no como consecuencia de la
conquista de Constantinopla, había surgido en la costa suroriental del Mar
Negro el Imperio de Trebisonda, bajo el gobierno de los Grandes-Comnenos Alejo
y David, nietos de Andrónico I. Probablemente ya después de la caída de
Andrónico I, los niños Alejo y David habían sido llevados a la corte de la Casa
Real de Georgia con la cual Ies unían lazos de
parentesco. Con el eficaz apoyo de la gran reina Thamar (1184-1212) se apoderaron de Trebisonda en el mes de abril de 1204. Desde allí
el menor de los hermanos, el audaz y belicoso David, avanzó hacia Occidente a
lo largo de la costa, ocupando Sínope y sometiendo
finalmente también Paflagonia y Heraclea del Ponto.
Su posterior avance fue, sin embargo, frenado por Teodoro Láscaris.
El desconocimiento de la importancia que
tenía Asia Menor fue un error de consecuencias fatales para el Imperio Latino.
Dado que Bonifacio de Montferrat se había marchado a
Tesalónica renunciando a Asia Menor, las fuerzas cuya meta era la conservación
del Estado bizantino se agruparon alrededor de Teodoro Láscaris. Los primeros
pasos fueron inmensamente difíciles. La vieja estructura estatal se había
desintegrado y el proceso de formación de soberanías fragmentarias estaba en su
apogeo. En Filadelfia se había establecido como señor independiente Teodoro Mankaphas, en el valle del Meandro, Manuel Maurozomis. En Sampson, cerca de Mileto, Sabbas Asideno. Desde el este
avanzaba David Comneno a lo largo de la costa. Y, sobre todo, también los
latinos intentaban ahora reparar su anterior omisión. El hermano de Balduino,
Enrique de Flandes y los caballeros vasallos del conde Luis de Blois, quien por el contrato de reparto debía haber
recibido Nicea, emprendieron, a fines del año 1204, la conquista de Asia Menor.
Sin tiempo para establecerse sólidamente u organizarse política y militarmente,
los bizantinos se vieron obligados a enfrentarse a las numéricamente superiores
fuerzas latinas. Teodoro Láscaris sufrió una derrota cerca de Poimanenon y tras ella la mayoría de las ciudades de
Bitinia cayeron en manos de los latinos. La causa bizantina parecía perdida
también en Asia Menor. En este momento crítico la salvación llegó
inesperadamente por medio de la catástrofe que sobrevino al Imperio Latino en
los Balcanes.
En el primer momento la aristocracia
rural bizantina asentada en Tracia se había mostrado perfectamente dispuesta a
reconocer la dominación latina y —en caso de que se les permitiese conservar
sus antiguas posiciones y feudos de pronoia— a entrar
al servicio de los nuevos dueños del poder. Los latinos, haciendo gala de una
presuntuosa falta de visión, rechazaron, sin embargo, el ofrecimiento de la
adaptable nobleza griega y también creyeron poder rechazar con brusquedad la
disposición a negociar del poderoso zar de Bulgaria. La ofendida aristocracia
de Tracia se levantó contra la dominación latina y llamó en su ayuda al zar Kaloján, al que ofrecieron sus servicios y la corona
imperial. La rebelión se propagó rápidamente. En la ciudad imperial de Didymoteichos (Demótica), posteriormente también en la
veneciana Adrianópolis y en otras ciudades de Tracia, las tropas de ocupación
latinas fueron masacradas u obligadas a retirarse. Kaloján penetró en Tracia, encontrándose con los latinos cerca de Adrianópolis. Allí,
el 14 de abril de 1205, se libró la memorable batalla en la que la caballería
latina fue aplastada por las tropas búlgaro-cumanas de Kaloján.
El mismo emperador Balduino fue hecho prisionero —prisión de la cual nunca más
se liberaría— y muchos destacados caballeros francos encontraron la muerte,
entre ellos el pretendiente de Nicea, Luis de Blois.
El poder de los latinos estaba quebrantado de base exactamente al año de la
conquista de Constantinopla. La situación de Teodoro Láscaris cambió
radicalmente. Los latinos se retiraron de Asia Menor, manteniéndose solamente
ocupada la ciudad de Pegai.
En pugna con el poder rival de los
Grandes-Comnenos y con los señores de Asia Menor, Teodoro Láscaris consolidó su
dominio en la parte occidental de Asia Menor, emprendiendo luego la
organización del nuevo Estado bizantino con centro en Nicea. Exteriormente se
ciñó en cada detalle al ejemplo del antiguo Bizancio. El régimen administrativo,
el aparato de funcionarios, la Corte, fueron estructurados según los antiguos
principios bizantinos. Las tradiciones estatales y eclesiásticas del Imperio
cuya encarnación simbólica eran los sistemas imperial y patriarcal volvieron a
la vida en Nicea. En lugar del título de Déspota que había llevado hasta
entonces, Teodoro adoptó el título de emperador. El sabio Miguel Autoriano fue elevado a Patriarca y coronó y ungió a Teodoro.
Las pautas preliminares habían exigido mucho tiempo debido a lo complicado de
la situación; por ello la elección del Patriarca no se realizó hasta la tercera
semana de cuaresma y la unción del emperador, sin embargo, en Semana Santa del
año 1208. Si bien es cierto que Teodoro ya se sentía antes de ésta como
emperador, y sus fíeles le consideraban como tal, no fue, sin embargo, hasta
que fue solemnemente coronado y ungido por el Patriarca cuando le fue conferida
la consagración que otorgó a su cargo una significación bizantina universal.
Como Basileus y Autocrator de los Romanos era el sucesor de los emperadores bizantinos de Constantinopla.
Ahora se le consideraba como único emperador legítimo de los bizantinos y de
igual manera el Patriarca con residencia en Nicea, que llevaba el título de
Patriarca ecuménico de Constantinopla, era considerado el único jefe legítimo
de la Iglesia Griega. Al emperador latino y al Patriarca de Constantinopla se
les había opuesto en Nicea un emperador bizantino y un Patriarca ortodoxo.
Nicea se convirtió en el centro estatal y eclesiástico del mundo bizantino
expulsado de Constantinopla.
La destrucción de este centro griego
cuyo surgimiento no había sabido evitar, fue una cuestión de vida o muerte para
el Imperio Latino. El lugar de Balduino lo había tomado su eficiente hermano
Enrique. En un principio como administrador del Imperio y luego como emperador
(desde el 20 de agosto de 1206), condujo con gran sagacidad el gobierno de
Constantinopla. Restableció casi totalmente el dominio latino en Tracia, pues
la cooperación entre griegos y búlgaros no fue de larga duración, y a
diferencia de Balduino, Enrique adoptó frente a los griegos una actitud
conciliadora, logrando ganar para su causa a una parte de la nobleza griega.
Ya a fines del año 1206 Enrique volvió a
entrar en Asia Menor a la cabeza de las fuerzas latinas. Pero se vio obligado a
interrumpir la campaña debido a las nuevas incursiones de Kaloján,
firmando en la primavera de 1207 un armisticio de dos años con Teodoro
Láscaris. Por otra parte, el peligro búlgaro ya no ejerció por largo tiempo
presión sobre el Imperio Latino, pues Kaloján murió
en octubre de 1207 en el asedio de Tesalónica. En los últimos años, la
población griega de Tracia y Macedonia no había sufrido menos que la latina
bajo las devastadoras invasiones búlgaras. Los bizantinos guardaron un recuerdo
sombrío del «Romeicida», apodo que se autoaplicó Kaloján siguiendo el
ejemplo del «Bulgaricida» (Bulgaróctonos)
Basilio II. A pesar de ello es irrefutable que no fue otro que Kaloján quien salvó de la ruina al naciente Imperio
Bizantino de Asia Menor.
Al igual que contra la Constantinopla
Latina, el Imperio de Nicea tuvo también que librar una desesperada lucha
contra el sultanato del Rum. El desplazamiento del
centro bizantino a Asia Menor agravó las viejas diferencias
bizantino-selyúcidas, pues significaba un impedimento de mayor fuerza al avance selyúcida hacia la costa mediterránea. En 1209, el
sultanato firmó, usando a Venecia como intermediario, una alianza secreta con
el Imperio Latino. Por su parte, Teodoro Láscaris se puso en contacto con el
rey de la Pequeña Armenia, León II de Cilicia, quien también se sentía
amenazado por el sultanato de Ikonium. El ex
emperador Alejo III, el cual después de una estancia prolongada en la parte
europea había llegado a la corte de Ikonium, dio a
los selyúcidas un arma contra el joven Imperio Griego. Ahora el sultán podía
revestir sus planes de conquista con la exigencia de tono legitimista de que
Teodoro Láscaris debía ceder la corona imperial a su suegro. Las luchas que
estallaron cerca de Antioquía junto al río Meandro fueron duras y las pérdidas
sufridas por las sumamente reducidas fuerzas del emperador de Nicea, cuyo
núcleo consistía de un pequeño grupo de 800 mercenarios latinos, fueron muy
elevadas. A pesar de ello, la victoria fue suya (primavera de 1211). El sultán
cayó en la batalla y el ex emperador Alejo III fue hecho prisionero y terminó
su vida en un monasterio de Nicea. Al parecer la victoria no proporcionó
ventajas territoriales al Imperio de Nicea, pero su efecto psicológico fue, de
otro lado, extraordinario. El joven imperio había iniciado la lucha tradicional
contra los infieles y había salido victorioso de la prueba.
La lucha contra los latinos revivió al
poco tiempo. Ya entonces parece que Teodoro Láscaris —quien desde hacía algunos
años disponía de una flota— estaba planeando un ataque contra Constantinopla.
En realidad, sin embargo, se produjeron solamente pequeñas luchas en la región
occidental de Asia Menor, en las cuales la suerte favoreció al emperador
latino. Enrique ganó una batalla en Rhyndakos (15 de
octubre de 1211) y avanzó hasta Pérgamo y Ninfea. Pero esta pequeña guerra —que
por ambos lados era practicada por un número reducido de tropas—, no
condujo, sin embargo, a ninguna decisión. Ambos bandos estaban agotados, y así
sucedió que a fines de 1214 se firmó un tratado de paz en Ninfea por el cual se
establecían las fronteras entre el Imperio Bizantino y el Latino: los latinos
conservaban el ángulo nororiental de Asia Menor hasta Adramythion en el sur, mientras que el territorio restante hasta la frontera con los
selyúcidas quedaba para el Imperio de Nicea. De esta manera los dos Imperios
por el momento se habían concedido mutuamente el derecho a existir. Ninguno de
ellos era lo suficientemente fuerte como para destruir al otro. Se llegó a un
equilibrio y a una cierta estabilización de la situación.
Pero mientras que para el Imperio de
Nicea a la estabilización le siguió el auge, para la Constantinopla latina la
época de decadencia comenzó con la muerte de Enrique (1216). Teodoro Láscaris
se casó en terceras nupcias con María, hija de Yolanda y nieta de los dos
primeros emperadores latinos. En el mes de agosto de 1219 celebró un tratado
con el Podestá veneciano de Constantinopla por el cual se aseguró a los
venecianos, de manera parecida a como sucedió en Bizancio, la plena libertad de
comercio y la exoneración de tributos en el Imperio de Nicea. No tuvo reparos
en dar al dogo veneciano los títulos de Déspota y Dominador del Cuarto y de la
Mitad del Cuarto del Imperio Romano, pero a sí mismo se designó en este
documento oficial como Theodorus in Christo Deo fidelis Imperator et
Moderador Romeorum et semper Augustas Comnatius Lascaras.
El Imperio de Nicea se presentaba ya a
los ojos de los eslavos meridionales como el heredero de Bizancio y el centro
de la ortodoxia griega. El hijo de Nemasia, Sallas,
no recurrió al arzobispado de Ochrida, de quien dependía en aquel momento la
Iglesia serbia, y se dirigó a Nicea y recibir, en
1219, del patriarcado de Nicea la consagración como arzobispo autocéfalo de
Serbia. Dos años antes, su hermano Esteban, el primero en ser coronado, había
recibido su corona real de Roma. La consecución de la autonomía eclesiástica
constituía una gran ventaja para el joven reino serbio. Los beneficios también
eran grandes para el Imperio de Nicea. Este reconocimiento de la supremacía de
su patriarca, que otorgó la consagración al primer arzobispo de Serbia y cuyo
nombre se mencionaría, a partir de entonces, en las oraciones de la Iglesia
autocéfala de Serbia, era todo un síntoma del prestigio creciente de que
disfrutaba el Imperio de Nicea.
Una repercusión importante del acuerdo
entre Nicea y los latinos vino dada por la ruina del poder de los Comnenos en
el Ponto. David Comneno había emprendido la lucha contra Teodoro Láscaris con
la ayuda de los latinos, en su condición de vasallo del emperador de
Constantinopla. Abandonado a sus propias fuerzas, no pudo resistir frente al
soberano de Nicea. En 1214, Teodoro Láscaris se anexionó todos los territorios
de David situados al oeste de Sínope, con Heraclea y Amastrida, consiguiendo de esta forma una posición sólida
en el litoral meridional del Mar Negro. Pero en ese momento intervinieron los
selyúcidas, alarmados por la expansión del Imperio de Nicea. Se apoderaron de Sínope y derrotaron al emperador Alejo Comneno, que fue
hecho prisionero, y a quien le fue devuelto su trono de Trebisonda, pero esta
vez en calidad de vasallo del sultán de Ikonium. El
Imperio de Trebisonda consistió a partir de aquel momento solamente en una
pequeña franja de territorios, siendo separado de Asia Menor por Sínope, a partir de este momento en manos de los
selyúcidas. La evolución social, económica y política del Imperio de Trebisonda
ofrece, por sí misma, un gran interés histórico. Pero este pequeño y excéntrico
Imperio no ejerció una influencia importante sobre la evolución general de
Bizancio. Durante un cuarto de milenio llevó una vida independiente,
permaneciendo al margen de la lucha por Constantinopla y de la restauración del
Imperio Bizantino y sobreviviendo algún tiempo a la propia caída de Bizancio.
El despotado de Epiro adquirió una
importancia mucho mayor. Su jefe, un guerrero hábil y enérgico, Miguel Angel, había sometido a su autoridad todo el territorio
comprendido entre Dirraquio y el golfo de Corinto, imponiendo en el mismo, sin
abandonar totalmente la antigua administración bizantina, un riguroso régimen
militar. El despotado de Epiro, que comprendía todo el Epiro, Acarnania y Etolia se configuró como un Estado bizantino
autónomo frente al reino latino de Tesalónica al este, a los venecianos a
orillas del Adriático y a los eslavos del norte y del nordeste. Como el Imperio
de Nicea en Asia Menor, el despotado de Epiro llegó a ser un centro de
conservación y preservación de la influencia política bizantina en los
Balcanes. El período de formación del Estado y de consolidación interior fue
seguido, en ambos casos, de una victoriosa expansión. Los dos centros griegos
compartieron el mismo objetivo: la reconquista de Constantinopla y la
restauración del Imperio Bizantino.
El fundador del despotado de Epiro,
Miguel Angel, tuvo como sucesor, en 1215, a su
hermanastro Teodoro. Tras la caída de Constantinopla había pasado largas
temporadas en la región de Nicea, en la corte de Teodoro I Láscaris, por lo que
fue precisa una gran insistencia por parte de sus hermanos para hacerle volver
a la corte epirota de Arta. Juró fidelidad al
emperador de Nicea, con lo que reconocía su supremacía. Por ello no desaparecía
el riesgo de rivalidad entre ambos centros bizantinos, ya que, al estar
animados por el mismo ideal, también perseguían un propósito semejante. Una vez
llegado al poder, Teodoro olvidó el juramento prestado. Se puede valorar su
ambición por los tres nombres imperiales que se autoconcedió: Angel, Ducas y Comneno. Superó incluso a su antecesor
por su amor al peligro y su gran capacidad de acción. El Imperio griego
occidental conoció bajo su dirección una fulgurante expansión.
El primer hecho de armas que hizo que su
fama traspasase los estrechos límites del despotado de Epiro fue su osado
ataque contra el recién coronado emperador latino, Pedro de Courtenay, el
marido de Yolanda, la hermana de Balduino y de Enrique. Llamado al trono de
Constantinopla a la muerte de Enrique, Pedro, que se encontraba entonces en
Francia, partió hacia Roma, donde el Papa le otorgó la corona imperial, no en
la basílica de San Pedro, donde eran coronados los emperadores romanos, sino en
la modesta iglesia de San Lorenzo —tras lo que llegó con su comitiva a la
región de Dirraquio, desde donde pensaba dirigirse a Constantinopla. Pero, en
los desfiladeros de Albania cayó en poder de Teodoro y terminó sus días en un
confín de Epiro. La regencia de Constantinopla recayó en Yolanda, su mujer, y,
a la muerte de ésta, en 1219, la corona recayó en Roberto, el insignificante
hijo de Yolanda. A continuación, Teodoro lanzó una ofensiva en toda regla
contra los latinos. Para empezar, se dirigió contra el reino latino de
Tesalónica. La coyuntura le favorecía especialmente, ya que el reino fundado
por Bonifacio de Montferrat, que había muerto
luchando contra los búlgaros en 1207, se encontraba en una situación de extrema
debilidad, ya que muchos de sus caballeros habían vuelto a Occidente y ya no
contaba con el fuerte apoyo de otros tiempos, constituido, en tiempos de
Enrique, por el Imperio Latino de Constantinopla. Fue derrotado por el audaz
déspota de Epiro, que se apoderó de la ciudad de Tesalónica a finales de 1224,
tras un largo asedio. Dejaba así de existir el reino latino de Macedonia y
Tesalia. A partir de este momento, la autoridad de Teodoro Angel se extendió hasta el Adriático y el Egeo, comprendido el antiguo territorio del
despotado de Epiro, Tesalia y una gran parte de Macedonia. Embriagado de poder,
Teodoro tomó la púrpura. Pasó a titularse basileus y autocrátor de los Romanos, lo que significaba, en otros
términos, reivindicar para él la herencia de los emperadores de Bizancio y la
dirección de la lucha por Constantinopla, con lo que entraba en abierto
conflicto con Nicea, Fue coronado emperador y ungido por Demetrio Chomatianos, el sabio arzobispo de Ochrida. Chomatianos, que no había perdonado al patriarcado de Nicea
la consagración de Sabbas como arzobispo de Serbia,
devolvía de esta forma la jugada a Nicea
A partir de estos momentos había tres
imperios en los territorios del antiguo Imperio Bizantino, uno latino y dos
griegos. Un cuarto, el búlgaro, quedaba a la espera de acontecimientos. El
posterior desarrollo de acontecimientos en el mundo bizantino fue, desde
entonces, la consecuencia de la acción de estas cuatro potencias.
2.
Apogeo y decadencia del
Epiro. Victoria de Nicea
La caída de Tesalónica privó al Imperio
Latino del más importante de sus Estados vasallos. El Imperio de
Constantinopla, limitado ya a la zona más próxima a la capital, debilitado
internamente y sin dirección y separado de los principados latinos de Grecia,
parecía ya maduro para su caída. Como contrapartida, la potencia bizantina
aumentaba con rapidez, tanto en Asia Menor como en los Balcanes. También el
Imperio Búlgaro experimentaba una gran expansión. Pero la desunión de los
adversarios —la rivalidad de los dos Imperios griegos y la participación de los
búlgaros— prolongó la existencia de la moribunda dominación latina.
El fundador del Estado de Nicea, Teodoro
I Láscaris, legó el trono imperial a su yerno Juan Ducas Vatatzes, marido de
Irene, mujer inteligente y cultivada. Juan III Vatatzes (1222-1254) fue, sin
ninguna duda, el más importante hombre de Estado del período de Nicea y uno de
los más grandes soberanos de la historia bizantina. Continuó, en mayor escala,
la obra política interna y externa de su predecesor. De un pequeño Imperio confinado
en una provincia hizo una gran potencia. La debilidad del Imperio Latino y los
errores de sus rivales griegos y búlgaros facilitaron su tarea.
Desde los primeros años de su reinado,
la correlación de fuerzas entre Nicea y los latinos se modificó de forma
decisiva a favor de Nicea. La revuelta de los hermanos de Teodoro I, que
intentaron, con la ayuda de los latinos, arrebatar la corona a Vatatzes,
benefició al emperador y a su Imperio. En Poimanénon,
donde veinte años antes Teodoro Láscaris había sido derrotado por los latinos,
Juan Vatatzes consiguió una gran victoria frente a las tropas latinas y de los
pretendientes, y casi todas las posesiones latinas de Asia Menor cayeron en su
poder. Por la paz de 1225, los latinos conservaban sólo en la costa de Asia
Menor el litoral situado en frente de Constantinopla y la región de Nicomedia
Al mismo tiempo, la flota de Nicea se apoderaba de las islas de Lesbos, Quíos,
Samos e Icaria. Poco después, Rodas fue también obligada a reconocer la
soberanía del emperador. El Imperio de Nicea había adquirido una sólida
posición, tanto, por tierra como por mar y comenzaba a aventurarse en la parte
europea. Una petición de socorro de la población de Adrianópolis dio la
oportunidad a Juan Vatatzes de enviar tropas a Tracia. Las tropas imperiales se
apoderaron se diversas ciudades costeras y entraron, sin violencia, en Adrianópolis.
El restablecimiento de la autoridad bizantina en Constantinopla parecía
inminente. Ya no cabía esperar una resistencia seria de parte del Imperio Latino.
Pero fue en ese preciso momento cuando el rival griego de Occidente obstaculizó
los planes del emperador de Nicea.
Teodoro Angel iba de victoria en victoria. A los territorios del antiguo reino de Tesalónica
había añadido, entre tanto, una parte de Tracia y avanzó hacia Adrianópolis,
obligando a replegarse a las tropas del emperador de Nicea. Seguro de su
victoria, avanzó hacia Constantinopla. Se encontraba, en este momento, más
cercano del gran objetivo que el emperador de Nicea Pero éste era también el
objetivo del zar de los búlgaros, Juan Asen II. La época de Juan Asen II
(1218-1241), hijo de Asen I, marca el apogeo del segundo Imperio Búlgaro. Como
había sucedido en otra época con Simeón, Juan Asen II aspiraba nada menos que a
la fundación de un Imperio Bizantino-Búlgaro con capital en Constantinopla, y
durante algún tiempo tuvo, él también, este objetivo al alcance de su mano. En
1228 moría el emperador latino de Constantinopla, Roberto de Courtenay, y la
coronal imperial recayó en su hermano menor, Balduino II. Privado de dirección
todavía y enfrentado a una coyuntura exterior peligrosa, el gobierno de
Constantinopla concibió el plan de ofrecer la regencia al soberano búlgaro, que
parecía el único capaz de salvar la ciudad imperial del asalto de los
bizantinos. La alianza de Asen II con la casa de Courtenay, que era
consecuencia del común parentesco con la casa real de Hungría, debía de
sellarse con el matrimonio del joven emperador latino con Elena, la hija del
zar. Este proyecto matrimonial parecía dar una base sólida a los planes de Juan
Asen. Como en tiempos de Simeón, Juan Asen se veía ya en posesión de
Constantinopla, en su condición de futuro suegro del joven emperador.
Pero se encontró en su camino con
Teodoro Angel, que se creía, a su vez, también dueño
de Constantinopla. Teodoro rompió la alianza que había firmado con Asen contra
Juan Vatatzes e inició las hostilidades contra el zar búlgaro. Su audacia le
perdió en esta ocasión. El ejército del emperador de Tesalónica fue derrotado
estrepitosamente en la primavera de 1230 en Klokonitsa,
a orillas del Maritsa. El mismo Teodoro cayó
prisionero y más tarde fue cegado. Su poder, que había crecido muy rápidamente,
se extinguió con igual rapidez.
Su hermano Manuel, que le sucedió en el
trono de Tesalónica, conservó, sin duda, la soberanía sobre la misma
Tesalónica, Tesalia y Epiro. Pero no pasaba de ser una sombra del antiguo poder
de Teodoro. El emperador griego de occidente dejó de contar como candidato al
trono de Constantinopla. Las regiones de Tracia y Macedonia, conquistadas por
Teodoro con tanta rapidez, así como una parte de Albania, cayeron sin
resistencia en manos de Asen II. La influencia del Imperio de Tesalónica sobre
Serbia pasó también sin dificultades al soberano búlgaro. Radoslav, el yerno de
Teodoro, fue destronado y la corona pasó a Vladislav,
que casó con una hija de Asen II. Este podía jactarse, con razón, en una
inscripción, de haber conquistado todas las tierras desde Adrianópolis hasta
Dirraquio. Y añade en ella, con la misma razón, que solamente Constantinopla y
las ciudades vecinas seguían permaneciendo en manos de los francos: «Pero,
incluso éstas —añade el zar búlgaro, aludiendo a la minoría de edad del
emperador latino y al proyecto de regencia— obedecen también a mi autoridad, ya
que no tienen otro emperador fuera de mí y viven según mi voluntad, porque Dios
así lo ha dispuesto»
La batalla de KIokonitsa, 9 de marzo de
1230, que había puesto fin al ascenso del Imperio Griego de
occidente, sirvió para hacer brillar en cambio la estrella del Imperio Búlgaro.
Asen II pareció ejercer una soberanía completa sobre la Península Balcánica.
Pero, observando la situación con mayor atención, el gran beneficiado de la
batalla de KIokonitsa no era el zar búlgaro, sino el
emperador de Nicea, que se había mantenido en una prudente reserva. La victoria
de Asen desembarazó al Imperio de Nicea de su rival griego occidental. Por el
contrario, la victoria del zar búlgaro significó para éste más un alejamiento
que un acercamiento a su objetivo. La idea de una regencia de Asen dejó de
tener interés para Constantinopla desde el momento en que ya no había nada que
temer de parte de Teodoro Angel, mientras que se
hacían mucho más evidentes los riesgos del plan a partir de este aumento de
poder de Bulgaria. Los latinos eligieron como emperador al viejo Juan de
Brienne, rey titular de Jerusalén. Se produjo un cambio radical en la posición
de Asen II, que no tenía ya otra alternativa que un enfrentamiento armado con
los latinos de Constantinopla. Entró en contacto con Juan Vatatzes y llegó a un
acuerdo con él para firmar una alianza greco-búlgara contra el Imperio Latino.
Manuel de Tesalónica entró igualmente en la alianza, pero sólo podía desempeñar
un papel de comparsa.
El viraje político de Asen II exigía
igualmente un cambio de orientación eclesiástica. La unión con la Iglesia
romana decretada por Kaloján no se había asentado,
sin duda, con profundas raíces. Pero la subordinación a la Iglesia romana,
aunque fuera nominal, era impensable para Asen II en un momento en que había
tomado la iniciativa de los emperadores ortodoxos en su pacto antilatino. Se hacía preciso constituir en Tirnovo un
patriarcado ortodoxo, para lo que hacía falta el acuerdo de Nicea y de los
patriarcados orientales. Tras prolongadas negociaciones, las autoridades
políticas y religiosas de Nicea otorgaron su consentimiento para la fundación
del patriarcado búlgaro. El Imperio Búlgaro obtenía, de esta forma, autonomía
eclesiástica. Pero, al igual que el arzobispado autocéfalo de Serbia, el
patriarcado búlgaro comenzó por reconocer la supremacía de Nicea, por lo que
tuvo que mencionar al patriarca bizantino en las oraciones de su Iglesia, así
como pagarle tributo. En la primavera de 1235 se firmó el tratado de alianza en Gallípoli, ciudad conquistada poco antes por
Vatatzes, y después se celebró con gran pompa en Lampsaca el matrimonio del hijo del emperador, Teodoro (II) Láscaris, con la hija del
zar búlgaro, en un principio destinada a ser la esposa de Balduino II. En esta
misma ocasión se pronunció el consentimiento solemne de los patriarcas
orientales a la nueva dignidad del jefe de la iglesia búlgara.
Los aliados pusieron manos a la obra
inmediatamente e iniciaron el sitio de Constantinopla por tierra y por mar. Las
hostilidades, interrumpidas ante la llegada del invierno, fueron reemprendidas
en 1236. La ciudad sitiada resistió gracias al auxilio de la flota veneciana.
Pero la situación era tan crítica que el joven Balduino abandonó Constantinopla
para pedir socorro en Occidente. La Constantinopla latina debió su salvación al
escaso entendimiento entre los asaltantes. El zar de los búlgaros cambió una
vez más de política Acababa de darse cuenta, un poco tarde, pero con toda
razón, que la caída de la dominación latina favorecería sobre todo al Imperio
de Nicea y que este Imperio era un vecino mucho más peligroso que el moribundo
Imperio Latino. Rompió su acuerdo con Vatatzes, entró en contacto con los
latinos y con su ayuda y la de los cumanos inició las hostilidades contra su
aliado de la víspera. Los aliados, búlgaros, latinos y cumanos sitiaban ya Tzurullon, una importante base tracia en Nicea cuando las
vacilaciones políticas de los búlgaros provocaron un nuevo y último viraje,
consecuencia, en esta ocasión, de una gran crisis interna. En Tornovo se produjo una peste y la esposa, uno de los hijos
de Asen y el patriarca murieron uno después de otro, y el zar vio en ello el
castigo divino a su perjurio a Juan Vatatzes. Se retiró de Tzurulón y firmó la paz con el emperador de Nicea (finales de 1237). Las tropas
latino-cumanas se apoderaron durante algún tiempo de esta plaza, pero este
hecho no pudo cambiar por sí solo la orientación favorable para el Imperio de
Nicea que habían tomado los acontecimientos. En 1241 moría Juan Asen II y, poco
después la invasión de los mongoles precipitó el hundimiento del poder búlgaro.
Juan Vatatzes no tenía, a partir de este momento, ningún competidor realmente
serio. Había saltado en pedazos la obsesión conquistadora del osado emperador
de Tesalónica, las ambiciones poderosas pero poco consistentes del zar búlgaro
habían perdido su primera fuerza y el Imperio Latino de Constantinopla no era
ya, desde hacía bastante tiempo, más que el envite de la política de las
potencias limítrofes y su existencia sólo perduraba por el desacuerdo de sus
enemigos. El emperador de Nicea podía recoger en estos momentos los frutos de
su superioridad política, de su inteligente contemporización y de su
ponderación.
A partir de 1242 inició una campaña
contra Tesalónica, donde reinaba a la sazón Juan Angel,
asistido por su padre Teodoro, puesto en libertad por Asen II. Una marcha
triunfal le había llevado a las puertas de la capital de Grecia occidental
cuando la invasión de Asia Menor por los mongoles exigió su presencia y le
forzó a firmar la paz. A pesar de esta interrupción prematura, esta guerra tuvo
sus resultados positivos.
A partir de estos momentos, el Imperio
griego de occidente renunció a su rivalidad con el Imperio de Nicea, sin duda
mucho más poderoso. El soberano de Tesalónica dejó de emplear las insignias
imperiales y se contentó con el título de déspota que le había sido concedido
por Vatatzes.
La invasión mongola trastornó
profundamente toda Europa oriental y el Asia anterior. El poder ruso sucumbió a
los conquistadores y cayó durante más de dos siglos bajo el yugo de los
tártaros, que fundaron en el curso inferior del Volga y del Don la Horda de
Oro. Polonia, Silesia, Bohemia y Moravia, Hungría, toda la región danubiana
fueron devastadas por los mongoles, que llegaron hasta el litoral adriático. Al
regreso, atravesaron la Península Balcánica, devastaron los países eslavos
meridionales y sometieron a Bulgaria al pago de tributo. Al mismo tiempo
penetraron con el mismo desenfrenado furor en Asia anterior. El vecino oriental
del Imperio de Nicea, el sultanato de Rum, así como
el pequeño Imperio de Trebisonda, vieron su existencia amenazada, y la misma
Nicea se vio amenazada. Para defenderse frente al enemigo común, Juan Vatatzes
concluyó una alianza con el sultán de Ikonium (1243).
Pero, ¿qué resistencia seria hubieran podido oponer estos pequeños Estados de
Asia Menor a un enemigo cuyo poder se extendía desde el océano Pacífico hasta
Europa central? Derrotado estrepitosamente por los mongoles, el Imperio de Trebisonda
pasó a ser su vasallo tributario y el sultán de Ikonium se comprometió a pagar tributo. A este precio, tanto el Imperio de Trebisonda
como el sultanato de Ikonium vieron su existencia
garantizada, pues otras empresas mayores desviaron a los mongoles de Asia
Menor. En cuanto al Imperio de Nicea no se vio amenazado y consiguió una
ventaja importante frente al debilitamiento de sus vecinos orientales.
Juan Vatatzes se pudo volver de nuevo
hacia los Balcanes y consiguió en 1246, con un despliegue modesto de fuerzas,
una victoria decisiva, tanto sobre los búlgaros como sobre el Imperio griego
occidental. El Imperio Búlgaro, todavía no hace mucho la principal potencia de
los Balcanes, en estos momentos tributario de los mongoles y gobernado por los
hijos, menores de edad, de Asen II, se encontraba en una situación desesperada.
La repentina muerte de Kolomán (1241-1246), al que
sucedió su hermanastro, aún más joven, Miguel (1246-1256), aumentó todavía más
la confusión reinante. Sin encontrar ninguna oposición, Vatatzes se apoderó de
las regiones que Juan Asen II había arrebatado en otros tiempos al Imperio
griego occidental y extendió su dominación, en Tracia, hasta el curso superior
de Maritza y, en Macedonia, hasta las orillas del Vardar.
Después se volvió, con un éxito
parecido, contra Tesalónica, donde los descendientes de Teodoro detentaban una
autoridad ficticia. Contando con el apoyo de un importante partido de oposición
que deseaba su llegada, Vatatzes entró, sin combate, en Tesalónica en diciembre
de 1246. Despojado de su antiguo poder y después de su mismo título imperial,
el Imperio de Teodoro Angel acababa su existencia. El
mismo Teodoro tuvo que conformarse con una propiedad en la región de Vodena, mientras que su hijo Demetrio, el último soberano
de Tesalónica (1244-1246) fue llevado como prisionero a Asia Menor. Tesalónica
fue, a partir de entonces, la residencia del gobernador general de las
posesiones europeas del Imperio de Nicea, Andrónico Paleólogo. Su hijo, el
futuro emperador Miguel VIII Paleólogo, asumió el mando sobre Serres y Melnik. El antiguo núcleo del Imperio griego occidental,
Epiro, se había separado ya de Tesalónica desde hacía unos diez años y mantuvo,
así como Tesalia, su independencia, bajo el mando del déspota Miguel II, hijo
natural de Miguel I Angel. Para evitar nuevas
complicaciones, Vatatzes concluyó con Miguel II un tratado de amistad y casó a
su nieta, María, con su hijo y heredero, Nicéforo (1249). Bajo la influencia de
Teodoro, cuyo temperamento inquieto no se detenía ante nada, Miguel rompió el
acuerdo y se apoderó de numerosas ciudades del Imperio de Nicea en Macedonia.
El conflicto armado que provocó tomó, de esta forma, un cariz negativo, por lo
que tuvo que aceptar unas condiciones de paz dictadas por los emisarios
imperiales en Larisa y cedió al emperador de Nicea, además de las ciudades
recientemente ocupadas, la porción de Macedonia occidental conquistada a los
búlgaros, así como Kroja, en Albania, y le envió como
rehén a su hijo Nicéforo (1252). Tuvo también que entregar a Teodoro Angel, que terminó así su accidentada existencia en una
cárcel de Nicea.
Juan Vatatzes mantuvo relaciones muy
vivas con los dos poderes hegemónicos en Occidente, el Papado y el Imperio
alemán. Tuvo relaciones particularmente amistosas con Federico II de
Hohenstaufen, el soberano más importante del siglo XIII. El conflicto que el
uno mantenía con el Papado y el otro con el Imperio Latino les aproximaron
mucho y les convirtieron en aliados. Para sellar esta alianza, Juan Vatatzes
casó, a la muerte de su primera esposa, Irene Láscaris, con Constanza, hija de
Federico. Este expresa en sus cartas a Juan Vatatzes una abierta admiración y
simpatía por los griegos, a los que «éste que se califica de sumo sacerdote (se
refiere al Papa) no se avergüenza de condenar como herejes y a quienes se
extiende la fe cristiana, llegando así a los remotos confines de la tierra»
Esta alianza, que no tuvo consecuencias decisivas, aumentó sin ninguna duda el
prestigio del Imperio de Nicea.
Como casi todos los emperadores
bizantinos de los últimos siglos del Imperio, Juan Vatatzes llevó a cabo
negociaciones tendentes a la consecución de la unión de las Iglesias. Ponía
como condición previa a la unión, el sacrificio del Imperio Latino. En un principio,
los contactos no dieron mayor fruto que otras conversaciones unionistas de
épocas anteriores y el acercamiento entre el emperador griego y Federico II
contribuyó a agravar las dificultades. Pero durante el pontificado de Inocencio
IV, las negociaciones llegaron a un punto prometedor, sobre todo después de la
muerte de Federico II. Inocencio IV, como clarividente político que era, era
consciente de que la adquisición de un Imperio como el de Nicea, en pleno auge,
sería mucho más útil para la causa romana que la conservación de un Imperio,
como el latino, en plena descomposición. De la misma forma que el emperador
griego estaba dispuesto a comprar Constantinopla pagando el precio de la
independencia de su Iglesia, así también el Papa lo estaba a abandonar al
Imperio Latino a cambio de esta unión de las Iglesias. La proximidad de las
posiciones parecía mayor que nunca. Pero tampoco en esta ocasión se dio el paso
definitivo. El apoyo de Roma, comprado con concesiones importantes, dejó de ser
preciso. Los días de la Constantinopla latina estaban contados. Gracias a las
grandes victorias de Juan Vatatzes, el restablecimiento del Imperio Bizantino a
orillas del Bósforo era sólo una cuestión de tiempo.
Vatatzes había más que doblado la
extensión del Imperio de Nicea. Sus posesiones de Asia Menor estaban
sólidamente asentadas y una gran porción de la Península Balcánica estaba en su
poder. Habían sido eliminados los antiguos rivales del Imperio de Nicea, como
el Imperio griego occidental, que había dejado de existir, y el despotado de
Epiro, que había quedado marginado, mientras que el exhausto Imperio Búlgaro ya
no representaba ningún peligro. El Imperio Latino, por su parte, estaba
agonizando. Su situación era tan miserable que Balduino II había tenido que entregar
a su hijo único y heredero, Felipe, a los mercaderes venecianos para obtener un
empréstito que paliase su constante necesidad de dinero. En lo referente a los
territorios, el Imperio Latino quedaba reducido a los arrabales de
Constantinopla y estaba rodeado por las posesiones de Nicea. Bastaba un último
esfuerzo para apoderarse de la ciudad imperial y coronar de este modo toda la
empresa. Gracias a Vatatzes, se reunían ya todas las condiciones para lograrlo
y fue merced a él, sobre todo, por lo que el Imperio Bizantino consiguió su
restablecimiento.
La acción interior de Vatatzes no es
menos importante que su obra de política exterior. Se esforzó por elevar el
nivel de la aplicación de justicia y combatió los tradicionales abusos de la
administración. Con la ayuda de su mujer, Irene Láscaris, se ocupó en la
disminución de la miseria de las clases más desheredadas y fundó numerosos
hospitales e instituciones de caridad. La construcción de magníficas iglesias
llenó las exigencias religiosas de los bizantinos, del mismo modo que la
erección de fortalezas colmó sus exigencias militares. Siguiendo las mejores
tradiciones del Estado bizantino, Juan Vatatzes instituyó bienes militares y
reforzó los efectivos del ejército instalando como stratiotes en las regiones fronterizas —Tracia y Macedonia por una parte y el valle del
Meandro y Frigia por otra— a los cumanos rechazados por los mongoles. De esta
forma se restableció en Oriente el sistema defensivo fronterizo. El historiador
bizantino Jorge Paquimero ve en ello, con razón, una
de las más importantes realizaciones del Estado de Nicea
Particularmente importantes fueron las
medidas económicas de Juan Vatatzes, que produjeron un bienestar como el
Imperio Bizantino no había conocido desde hacía mucho tiempo. El emperador se
ocupó preferentemente en la recuperación de las actividades agrícolas y
ganaderas y en el terreno agrario predicó con el ejemplo. Los dominios
imperiales sirvieron de modelo y demostraron a los súbditos cuáles podían ser
los rendimientos de una gestión atenta y cuidadosa de los campos, viñedos o de
los rebaños. El emperador regaló a su esposa una corona adornada con perlas y
piedras preciosas que había mandado hacer con el producto de la venta de los
huevos de sus granjas. Esta «corona de huevos», como el mismo emperador gustaba
llamarla, simbolizaba para él todo un programa. El principio supremo de su
política económica era la consecución de la independencia económica de su país.
Se esforzó por liberar al Imperio de las importaciones de productos extranjeros
y, al mismo tiempo, de la hegemonía económica de las ciudades italianas.
Prohibió totalmente a sus súbditos la compra de artículos suntuarios
extranjeros. Todo el mundo debía de contentarse «con lo que produce el suelo
romano y con lo que fabrican las manos romanas». Este proteccionismo, a pesar
de sus justificaciones de carácter moral, iba dirigido, sin duda, contra
Venecia. La adopción de medidas aduaneras contra las importaciones venecianas
hubieran provocado graves complicaciones, al ir en contra de los arreglos
comerciales que llevaban la firma de todos los emperadores bizantinos, desde
Alejo I Comneno hasta Teodoro I Láscaris. Por el contrario, nadie podía culpar
al emperador por prohibir a sus súbditos gozar de un lujo excesivo. Sin embargo,
las telas preciosas y los metales llegaban al Imperio desde el vecino sultanato
de Ikonium. La invasión mongola, que se había
detenido ante el Imperio de Nicea pero había producido desastres en los Estados
vecinos, favoreció enormemente a la economía bizantina. Los turcos tuvieron que
comprar a los bizantinos productos alimenticios que pagaban a elevados precios
o con mercancías de valor. De este modo, el Imperio de Nicea, a pesar de las
frecuentes guerras, no atravesó una situación de crisis de numerario. La
situación financiera y económica del Estado de Nicea fue mucho más saneada en
tiempos de Juan Vatatzes que la del Imperio bizantino en la época de los
últimos Comneno y de los Angel. El mismo Estado
estuvo en situación más saneada, lo cual es una prueba fehaciente de que aún no
estaba agotada la vitalidad de Bizancio y que era, por tanto, posible una
regeneración del Imperio Bizantino.
Juan Vatatzes, que sufrió en sus últimos
días graves ataques epilépticos, murió el 3 de noviembre de 1254. Sus extraordinarias
cualidades obtuvieron un total reconocimiento. Medio siglo después de su muerte
fue proclamado santo y, desde entonces hasta una época muy reciente se ha
celebrado anualmente la memoria del emperador Juan el Misericordioso en la
iglesia de Magnesia, erigida por él y que se convirtió en su última morada, así
como en el Ninfea, su residencia preferida.
3.
En VISPERAS DE LA
RESTAURACION
Si Juan Vatatzes había reunido tras sus
grandes victorias una gran parte de los territorios bizantinos y había constituido
en ellas un sólido Estado, como hacía tiempo que no conocía otro el Imperio
Bizantino, el reinado de Teodoro II Láscaris (1254-58) demostró que el Imperio
de Nicea no desmerecía tampoco en el terreno cultural en relación con la
antigua Bizancio. Juan Vatatzes había dado un fuerte impulso a la enseñanza en
el Imperio y mostrado un vivo interés por la ciencia. Su hijo, que había sido
discípulo de un hombre de tan amplios conocimientos como Nicéforo Blemmydes, era también un sabio y un escritor fecundo.
Antes de su acceso al trono se había dedicado a la investigación científica, a
los estudios filosóficos y a las meditaciones teológicas. Cuando llegó al
poder, Teodoro II, que había heredado de su madre el apellido imperial de
Láscaris, convirtió la corte de Nicea en un centro científico, Nicea se
parangonó en aquel momento con la Atenas antigua. Alrededor de este soberano,
ávido de conocimientos científicos, se reunieron muchos espíritus cultivados.
El Imperio de Nicea conoció, de este modo, un renacimiento intelectual que
recordaba a la época de Constantino VII Porfirogeneta. Pero, en contraste con
Constantino Porfirogeneta, Teodoro II no era solamente un hombre de libros,
sino que era al mismo tiempo un hombre de acción, a pesar de la terrible enfermedad
que le consumía, ya que, como su padre, pero en un grado mucho más grave,
sufría ataques epilépticos. Teodoro II estaba imbuido de elevadas ideas en tomo
a la dignidad imperial y gobernó el Estado personalmente y a voluntad. Su
carácter autoritario y voluntarioso le hizo apartar de él a los hombres más
poderosos del Imperio, que se convirtieron así en sus enemigos. No quiso saber
nada de los privilegios de la aristocracia. Su principal consejero era Jorge Mulazón, un hombre de baja extracción social. Intentó
dominar a la Iglesia del mismo modo que al Estado. Elevó al solio patriarcal al
monje Arsenio, asceta de limitada inteligencia. Se mostró muy reservado en sus
relaciones con Roma, manifestando una gran frialdad hacia los planes de unión
concebidos por su padre. No se planteó en ningún momento la subordinación de la
iglesia griega a la latina. Solamente se podría llegar a la unión sobre la base
de una plena igualdad, y correspondería al emperador la resolución de las
posibles controversias, en su calidad de árbitro imparcial. Esta orgullosa
actitud era consecuencia, como es lógico, de los grandes éxitos de la política
exterior de Juan Vatatzes, que había demostrado la inutilidad del apoyo del
Papado en la lucha por recuperar Constantinopla,
El corto reinado de Teodoro II no supuso
cambios importantes en la política exterior, aunque tampoco aproximó a los
bizantinos a su objetivo final: la reconquista de Constantinopla. Consiguió,
por lo menos, conservar las posiciones conquistadas frente a todos aquellos
enemigos a quienes la muerte de Juan Vatatzes había animado, al parecer, en sus
ataques contra el Imperio. Cabía esperar graves complicaciones de la alianza
entre los selyúcidas y Miguel Paleólogo, que, sospechoso de alta traición se
había refugiado en la corte del sultán de Ikonium,
que apoyaba sus aspiraciones al trono. Pero una nueva invasión de los mongoles
dio la vuelta a la situación y el sultán, en vez de atacar a los griegos
solicitó su apoyo y Miguel Paleólogo tuvo que reconciliarse con el emperador.
En esta ocasión, los bizantinos hicieron una alianza más estrecha con los
mongoles, que les enviaron una embajada, a la que recibieron con un boato
teatral, destinado a convencer a los dueños del Asia anterior del poder
invencible y las riquezas inagotables del Imperio de Nicea.
En los Balcanes, el Imperio tuvo que
luchar contra Bulgaria y el despotado de Epiro. El joven zar de los búlgaros,
Miguel Asen, se había apoderado de una gran parte de los territorios
conquistados a los búlgaros por Juan Vatatzes en Tracia y en Macedonia. Tras
dos sangrientas campañas, fue rechazado en 1256 y firmó un tratado de paz
ventajoso para el Imperio de Nicea. Poco después, la distensión se vio
favorecida por la caída de Miguel Asen, por los problemas internos que se
produjeron a continuación en Bulgaria y por el acceso al trono de Constantino Tich (1257-1277), un vástago de los Nemánjidas,
que contrajo matrimonio con Irene, hija de Teodoro II. También con el Epiro se
llegó a una alianza matrimonial, ya planeada por Juan Vatatzes, casando
Nicéforo, hijo del déspota Miguel II, con la hija del emperador, María, y
Teodoro aprovechó la oportunidad para extender su soberanía hasta Dyrraquio y la plaza macedonia de Serbia. Pero esta ventaja
le costó la amistad del Despotado y en 1257 estalló una guerra difícil y
cambiante entre los dos Estados griegos. En el transcurso de la guerra de
Bulgaria, y en especial en la del Epiro, se hizo patente un factor peligroso:
la creciente oposición del emperador y las familias aristocráticas del Imperio,
que ocupaban los puestos más importantes dentro del ejército. Teodoro II les
hizo responsables de algunos fracasos, y existían realmente razones para dudar
de la lealtad de los jefes del ejército respecto a un emperador enemigo de la
nobleza. Pero los numerosos procesos emprendidos contra los representantes de
la aristocracia y los duros castigos que les infringía el emperador, inspirado
por una irritación morbosa, sólo sirvieron para envenenar aún más las
relaciones. Al luchar contra las aspiraciones de la aristocracia, Teodoro II
forzó en exceso la situación y provocó un conflicto que tuvo como desenlace la
caída de la dinastía de los Láscaris.
Cuando finalmente murió, a los treinta y
seis años, víctima de su terrible enfermedad (agosto de 1258), la corona recayó
en su hijo Juan IV, que contaba siete años. Teodoro II había nombrado como
regente de su hijo a su amigo Jorge Muzalón, sin
tener en cuenta el odio encarnizado que la aristocracia profesaba a este advenedizo.
Este odio fue más fuerte que el juramento prestado al emperador en su lecho de
muerte y al propio Jorge Muzalón por los grandes y
Miguel Paleólogo al frente de ellos. El noveno día después de la muerte de
Teodoro II, en el transcurso de la misa celebrada por el alma del emperador difunto,
Jorge Muzalón y su hermano fueron atacados en la
iglesia y muertos ante el altar. La regencia pasó a Miguel Paleólogo, el
representante más capaz y más conocido de la aristocracia. Procedente de una
vieja familia aristocrática, había casado con Teodora, sobrina-nieta de Juan
Vatatzes, y contaba entre sus antepasados a miembros de antiguas familias imperiales;
general brillante, gozaba del afecto de las tropas y en particular de los
mercenarios latinos. Hombre de carácter conciliador, contaba con partidarios en
todos los medios y en especial entre el alto clero. De este modo fue promovido
al cargo de Megaduque y más tarde al de Déspota, pero
estas dignidades no eran para él sino un primer paso hacia la dignidad suprema:
en el transcurso de los años 1258-1259 recibió la corona imperial en calidad de
emperador asociado al pequeño Juan Láscaris.
La fulgurante ascensión de Miguel
Paleólogo no se debía únicamente a su extraordinaria habilidad, sino también a
las dificultades exteriores, que exigían un gobierno sólido. Manfredo de
Sicilia, al revés que su padre Federico II, era un enemigo declarado del Imperio
de Nicea. El creciente poder del Imperio Bizantino, que desde mediados del
siglo se encaminaba a marchas forzadas hacia una restauración y que había
reducido al Imperio Latino al perímetro urbano de Constantinopla, llevó a
Manfredo a volver a la política antibizantina de
Enrique VI y de los reyes normandos de Sicilia. En 1258 se había apoderado de
Corfú y a continuación de las ciudades más importantes de la costa del Epiro,
como Dirraquio, adquirida poco antes por Teodoro II Láscaris, y Avlona y Butrinto, que
pertenecían al déspota Miguel II. Para el déspota de Epiro valía más la amistad
del rey de Sicilia que estas dos ciudades, por lo que firmó con él una alianza
contra el Imperio de Nicea, concediéndole a su hija como esposa y las ciudades
conquistadas en calidad de dote. Guillermo Villehardouin, príncipe de Acaya, se
incorporó también a la alianza, casándose también con una hija de Miguel II. La
estrella del príncipe de Acaya estaba en auge en aquellos momentos, ya que el
vecino ducado de Atenas y el triunvirato de Euboea le
habían reconocido como soberano. Esta triple alianza encontró también el apoyo
del rey de los servios Uros I, cuyo poder estaba
también aumentado. El resultado de ello fue una fuerte coalición que amenazaba
con hacer fracasar en el último momento la obra restauradora de Nicea. Las
fuerzas separatistas del Estado rival de Grecia occidental, así como las
fuerzas latinas de Grecia, se habían aliado con el rey de Sicilia con el
propósito de llevar una guerra de destrucción contra el Imperio de Nicea.
La lucha contra la triple alianza fue la
primera gran prueba que tuvo que afrontar Miguel VIII, y supo salir brillante
vencedor de la situación en que estaba en juego la suerte del Imperio. Su hermano,
el sebastocrátor Juan Paleólogo, se lanzó contra las
fuerzas de la coalición con un numeroso ejército en el que había numerosos
contingentes de cumanos y selyúcidas. En el otoño de 1259, los aliados
sufrieron una derrota aplastante en el valle de Pelagonia,
donde murieron los cuatrocientos caballeros que había enviado el rey Manfredo,
y Guillermo de Villehardouin fue hecho prisionero. El despotado de Epiro
parecía perdido con la entrada en Arta de las tropas
imperiales, y su recuperación se debió únicamente a la ayuda llegada desde
Sicilia. Ya no existía en las proximidades ningún poder territorial capaz de
frenar la restauración bizantina. La única fuente posible de conflictos estaba
en la república marítima de Venecia, que había sido la responsable de la
aparición del Imperio Latino de Constantinopla y había sido la principal
beneficiada de la situación originada en 1204. Para protegerse de esta amenaza,
Miguel VIII inició conversaciones con los genoveses, rivales de Venecia. El 13
de marzo de 1261 se firmó el famosísimo tratado de Ninfea, que puso los
cimientos de la grandeza de los genoveses en Oriente, al igual que el de 1082
había servido de punto de arranque de la de Venecia. Los genoveses se
comprometían a prestar ayuda militar al Imperio en tiempo de guerra, obteniendo
como contrapartida unos privilegios desorbitantes, como la exención de impuestos
en todo el Imperio, al mismo tiempo que se les garantizaban los mercados en los
puertos más importantes del Imperio, comprendida Constantinopla a partir del
momento de su reconquista. En resumen, Genova obtenía
de esta forma la hegemonía comercial en Oriente, que desde finales del siglo XI
había correspondido a Venecia. De hecho Bizancio se convirtió en prisionera de
ambas repúblicas marítimas, que fueron dejando progresivamente en segundo plano
la cuestión de su potencia marítima y de su comercio.
El gran acontecimiento al que durante
dos generaciones se habían subordinado todos los pensamientos de los
bizantinos, cuyos preparativos diplomáticos y militares habían llevado a cabo
con la mayor circunspección, se llevó a cabo, finalmente, con la mayor facilidad.
Fue casi una casualidad la que acabó con el último suspiro del moribundo
Imperio Latino y permitió a los bizantinos la recuperación de Constantinopla.
El general bizantino Alejo Strategopulos, que había
sido enviado a Tracia con escasas fuerzas para vigilar la frontera búlgara,
pasó cerca de Constantinopla y constató, con gran sorpresa, que la capital
apenas estaba defendida. La tregua de un año de duración, firmada en agosto de
1260, aún no había expirado y la flota veneciana, así como una parte importante
de la guarnición latina, habían ido a poner sitio a la ciudad de Daphnousion, en una isla meridional del Mar Negro. Sin
esperar más, Strategopulos se lanzó contra la ciudad
indefensa y se apoderó de ella en las primeras horas del día 25 de julio de
1261, prácticamente sin lucha. La huida de Balduino II y de sus tropas puso fin
a la dominación latina de Constantinopla,
El 15 de agosto, el emperador Miguel
VIII hizo su entrada solemne en la ciudad fundada por Constantino el Grande. A
lo largo de los cincuenta y siete años de dominación latina, Constantinopla había
perdido gran parte de su esplendor y riqueza. El bárbaro saqueo de 1204 había
sido continuado de un pillaje sistemático de los tesoros bizantinos que habían
sido enviados hacia Occidente, pues el Imperio Latino, debido a los temores de
su supervivencia y a la falta de recursos, había encontrado en este
procedimiento un medio para conseguir el apoyo de las potencias occidentales.
Las iglesias estaban vacías y habían sido despojados de sus ornamentos y de sus
reliquias más preciadas y el palacio de Blaquerna había sido devastado. La alegría del pueblo bizantino era por ello inmensa en
este memorable día. La recepción del emperador en la ciudad liberada revistió
el carácter de una fiesta religiosa. Una comitiva portando la imagen de la Hodigritia, atribuida a San Lucas, salió a su encuentro.
A pie, «en calidad más de cristiano que de emperador», el emperador Miguel VIII
se dirigió en solemne procesión al monasterio de Studios y de allí a Santa Sofía. En ella, convertida de nuevo en iglesia ortodoxa, y en
la que los últimos emperadores de Bizancio habían recibido la corona, el
patriarca procedió, en el mes de septiembre, a una nueva coronación de Miguel y
de su esposa Teodora. Este solemne acto simbolizaba la restauración del Imperio
Bizantino en la ciudad imperial, en la que empezaba una vida nueva. En el mismo
acto fue proclamado basileus y presunto
heredero el hijo, aún menor, del emperador, Andrónico, que contaba solamente
tres años. Con ello se había dado el paso decisivo para la fundación de la
nueva dinastía
El emperador legítimo Juan IV Láscaris
fue, por el contrario, apartado de todas las celebraciones y algunos meses más
tarde fue cegado por orden de Miguel VIII. De la misma manera que Andrónico
Comneno se había deshecho del hijo de Manuel, Miguel se había librado del
último Láscaris cuyos derechos había jurado defender. Pero mientras que
Andrónico había conocido un desgraciado y terrible final, el hábil Paleólogo
consiguió establecer una autoridad duradera y fundar la dinastía más larga de
toda la historia bizantina, la dinastía que debía de regir los destinos del
Imperio hasta su desaparición.
4.
Bizancio convertida de nuevo
en una gran potencia:
Miguel VIII
El Imperio Bizantino había recuperado su
hegemonía en el sudeste a partir del reinado de Juan Vatatzes, pero no recuperó
el rango de gran potencia hasta la conquista de Constantinopla. Es cierto que
la reconquista de la capital no fue, en sí misma, más que el resultado final de
los éxitos políticos y militares iniciados muchos años antes, ya que cayó en manos
bizantinas como fruta madura. Pero, tras la reconquista de la ciudad imperial
del Bósforo, la posición internacional del Imperio Bizantino cambió
repentinamente. Bizancio recuperó su decisiva influencia sobre la configuración
política del sistema de Estados europeos y volvió a ser uno de los principales
focos de la política de las potencias mediterráneas.
La recuperación del rango de gran
potencia comportaba también sus riesgos. Eran precisos, para mantenerlos,
medios y fuerzas mayores que los que poseía el imperio en aquel momento.
Significaba echarse encima nuevas tareas y nuevas cargas, lo que provocaba la
necesidad de contar con un ejército más numeroso y una flota más poderosa. Al
mismo tiempo, la capital recuperada estaba destrozada y exigía reparaciones,
con lo que se gastaba en ella enormes sumas, imponiéndose a las provincias una
pesada carga. Desde finales del siglo XII se había hecho también patente que
los bizantinos ya no estaban en condiciones de hacer valer su antigua posición
de gran potencia. Tras la pérdida de Asia Menor, fundaron un Estado que tuvo
una fortaleza interior mayor que la del antiguo Imperio. Pero este Estado
provincial no constituyó nunca para ellos un fin en sí mismo, sino que no era
más que una cabeza de puente para intentar recobrar su antigua hegemonía, y fue
así como consiguieron restablecer, pagando el precio de una heroica lucha, la
situación que ya en otro tiempo se había manifestado como insostenible.
Pero la dominación latina había dejado
huellas muy profundas y el organismo del Estado bizantino tenía unas heridas
que la restauración de su cabeza no era capaz de curar por sí sola. Una enorme
cabeza, Constantinopla, se apoyaba sobre un cuerpo debilitado y amenazado por
todas partes. Las ciudades marítimas italianas detentaban la soberanía de las
aguas bizantinas y sus colonias estaban repartidas por todo el Imperio. La
mayor parte de las islas de la cuenca oriental del Mediterráneo estaban bajo su
dependencia. Grecia continuaba estando bajo la dominación latina y, por su
parte, el despotado de Epiro, bajo autoridad griega, se había alejado, juntamente
con Tesalia, de la empresa de unificación y perseveraba en su hostilidad con
respecto al Imperio Bizantino. El norte de la Península Balcánica estaba en
manos de los dos reinos eslavos de los búlgaros y los serbios, que se habían
formado a expensas del Imperio Bizantino. Es cierto que ninguna de estas
potencias estaba en condiciones de lanzar un ataque en gran escala contra
Bizancio, pero todas estaban dispuestas a apoyar cualquier empresa occidental
dirigida contra Bizancio. El restablecido Imperio Bizantino tampoco carecía de
enemigos en Occidente, ya que todas las potencias occidentales habían mostrado
interés en la perduración del Imperio Latino. De esta forma, cabía esperar de
ellas un ataque en cualquier momento. La coalición de las potencias antibizantinas de Occidente y de los Balcanes hubiera
constituido un peligro mortal para el Imperio recién restaurado. Sólo se podía
evitar este riesgo con unas hábiles maniobras y, por fortuna, los manejos
diplomáticos eran el fuerte de Miguel VIII.
La doble tarea que se impuso el
emperador Paleólogo consistió, por una parte, en llevar a cabo medidas
diplomáticas contra los planes de ataque occidentales y, por otra, en el
restablecimiento de la dominación bizantina en los antiguos territorios imperiales
mediante la liquidación del despotado de Epiro y de los restos latinos de
Grecia. Para tener éxito en este segundo punto era preciso, previamente,
solucionar favorablemente el primero. El punto central de los ataques contra
Bizancio estaba en Sicilia, tanto en tiempos de Manfredo como de Carlos de
Anjou. Y fue precisamente por ello por lo que las relaciones con Sicilia constituyeron
el eje sobre el que giró la política de Miguel VIII a lo largo de todo su
reinado. Por otra parte, los planes de conquista sicilianos no podían tener
eficacia real si el Papa no les daba su apoyo, y por ello el Paleólogo dedicó
sus mejores esfuerzos a impedir la coalición del reino de Sicilia con Roma.
Mientras Manfredo reinó en Sicilia, todo fue muy fácil. Es cierto que la
opinión romana se mostró, en un principio, hostil hacia el Imperio restaurado,
ya que el Papado no podía ver con buenos ojos cómo la Iglesia romana perdía
Constantinopla, así como un Imperio griego cismático en sustitución de otro
latino. Urbano IV (1261-1264) comenzó dando su apoyo moral a los francos de
Grecia que luchaban contra Bizancio y excomulgó a los genoveses, que no habían
querido renunciar a su alianza con el emperador bizantino. Pero el viejo odio
de Roma contra los Hohenstaufen obstaculizaba la posibilidad de una alianza del
Papado con el rey Manfredo. Lejos de apoyar los planes de conquista de
Manfredo, Urbano IV se esforzó, por el contrario, en terminar con la dominación
de los Hohenstaufen en Italia meridional y ofreció el reino de Sicilia a Carlos
de Anjou, hermano del rey de Francia. AI explotar la oposición entre Roma y los
Hohenstaufen, Miguel VIII se fue ganando la confianza de Roma mediante promesas
de unión —cebo mantenido constantemente en reserva por la política romana de
Bizancio— y fue provocando en el Papa un cambio de opinión.
Este se había convertido en un punto
tanto más importante cuanto que los esfuerzos de recuperación de los Balcanes,
que obligaban al Imperio a combatir en diferentes frentes a la vez y a dispersar
sus fuerzas, no siempre llegaron a feliz término. En un principio, el emperador
había parecido estar en una posición muy favorable con respecto a la Grecia
franca, ya que Guillermo II Villehardouin había sido hecho prisionero en la
batalla de Pelagonia. Y Miguel VIII le había impuesto
condiciones para dejarle volver a Acaya —a fines de 1261— y recuperar el poder.
Guillermo II prestó juramento de fidelidad y homenaje al emperador, recibió el
título de Gran Doméstico y tuvo que ceder a Bizancio las ciudades de Monemvasia, Mistra, Maína y Hierakon. Pero
Villehardouin no cumplió su juramento durante mucho tiempo. Obtuvo de Roma —ya
que aún no se había roto el hielo entre Bizancio y Roma— dispensa a su
juramento prestado en Constantinopla. Además, encontró una eficaz ayuda en la
república de Venecia, la poderosa adversario del Imperio Bizantino, y cuyos
intereses se habían visto gravemente perjudicados por la caída del Imperio
Latino, por la aparición del nuevo Imperio Griego y la alianza entre Bizancio y
Génova. La guerra estalló. Miguel VIII envió al Peloponeso un poderoso ejército,
que contaba, entre otras fuerzas, con cinco mil mercenarios selyúcidas, al
mando de su hermano el sebastocrátor Constantino y
comenzó entonces la rápida y victoriosa ofensiva de los bizantinos. Al mismo
tiempo, una flota bizantino-genovesa atacaba a las islas latinas.
Simultáneamente, se ampliaban las hostilidades contra Epiro y Bulgaria.
Aprovechando las dificultades internas búlgaras, Miguel VIII se apoderó, en
1262, de los puertos importantes de la costa occidental del Mar Negro, Anquialos y Mesemvria, y
consiguió ampliar sensiblemente sus territorios hacia el interior a expensas de
Bulgaria. En Epiro, por el contrario, el conquistador de Constantinopla, Alejo Strategopulos, que era un jefe militar muy mediocre, no
tuvo mayor éxito en sus operaciones de 1262 que el que había conseguido en las
primeras hostilidades de 1260. Pero el hermano del emperador, el déspota Juan
Paleólogo, consiguió una importante victoria en el verano de 1264 y obligó al
déspota de Epiro, Miguel II, a firmar la paz y reconocer la soberanía del
emperador. El hijo de Miguel II, el déspota Nicéforo I, anteriormente casado
con María, la hija de Teodoro II Láscaris, casó entonces con una sobrina de
Miguel VIII.
Los combates en la Grecia meridional
tomaron, por el contrario, un sesgo desfavorable, tras los primeros éxitos. La
guerra se alargó, comenzaron a faltar los fondos precisos y las tropas auxiliares
turcas, cuya soldada no había sido pagada con regularidad, se pasaron a los
francos. Los bizantinos, que habían penetrado en el país como vencedores,
sufrieron una grave derrota en Makri-Plagi, en 1264,
y tuvieron que retirarse. Por otra parte, los aliados del Imperio fueron
también derrotados en el mar, ya que en la primavera de 1263 la flota genovesa
había sido derrotada por los venecianos frente a Settepozzi,
en el golfo de Nauplia. Este acontecimiento impulsó al emperador a modificar su
actitud respecto a las repúblicas marítimas italianas. Denunció el tratado de
alianza con los genoveses, que le costaba grandes sumas y no le había procurado
las ventajas calculadas, envió a sus puertos a los barcos genoveses y abrió
negociaciones con la república de Venecia, más poderosa. El 18 de junio de 1265
se redactó un tratado de alianza con Venecia, según el cual los venecianos
volvían a obtener grandes privilegios en el Imperio. Pero la ruptura con los
genoveses fue pasajera. Las perspectivas se hacían más sombrías en Occidente,
los venecianos demoraban indefinidamente la ratificación del tratado y Miguel
VIII se apoyó de nuevo en los genoveses. Estos, a los que Venecia acababa de
infligir una segunda derrota (1266), acogieron con satisfacción la propuesta
del emperador. Obtenían de nuevo la libertad de comercio en todo el Imperio y
la posesión de un barrio propio en Gálata, zona cercana a Constantinopla, en el
Cuerno de Oro. Permanecieron en él hasta la conquista turca y Gálata se
convirtió muy pronto en un floreciente emporio comercial genovés. La reanudación
de las relaciones de Génova con Bizancio puso fin a las dudas de Venecia, y el
14 de abril de 1268 fue ratificado el tratado de Venecia con Bizancio, aunque
sus cláusulas sobre la retirada de los genoveses carecían ya de actualidad.
Pero es importante señalar que el tratado tuvo, en principio, una validez de
cinco años, ya que Venecia había comenzado a practicar un nuevo sistema de
acuerdos a corto plazo y revocables. Al contrario de la política que se había
practicado hasta el momento, según la cual Bizancio se unía unilateralmente con
una de las dos repúblicas marítimas y automáticamente se convertía en enemigo
de la otra, la alianza simultánea con Génova y Venecia constituía un beneficio,
en la medida en que disminuía los riesgos de una coalición, tanto de la flota
genovesa como de la veneciana, con las potencias occidentales hostiles a Bizancio,
al mismo tiempo que daba al emperador la posibilidad de continuar explotando la
rivalidad de las repúblicas marítimas italianas y enfrentándolas entre sí.
En Occidente se habían producido
importantes acontecimientos. El conde de Provenza, Carlos de Anjou, aceptando
el ofrecimiento del Papa, había invadido Italia y sustituido a Manfredo en su
reino, tras ser derrotado y muerto en la batalla de Benevento, el 26 de febrero
de 1266. Para el Imperio Bizantino, el nuevo rey de Nápoles y Sicilia era un
enemigo mucho más peligroso de lo que nunca lo fuera Manfredo. El Hohenstaufen
era enemigo del Papa, mientras que el angevino, por el contrario, era su
protegido, por lo que cabía el inminente peligro de una agresión contra
Bizancio apoyado por Roma. De hecho, el 27 de mayo de 1267, Carlos de Anjou, de
acuerdo y en presencia del mismo Papa, había firmado en Viterbo un tratado con
Balduino II, el emperador latino expulsado de Constantinopla, donde se preveía
un futuro reparto del Imperio Bizantino entre ambos, mientras que un matrimonio
entre Beatriz, la hija de Carlos, y Felipe, el hijo de Balduino, sellaba la
alianza. De este modo, Carlos de Anjou mostraba sus apetencias conquistadoras
nada más apoderarse del reino de Sicilia. Muy pronto invadió Grecia, se apoderó
de las posesiones de Manfredo en el Epiro y estableció una alianza con
Guillermo Villehardouin. El príncipe de Acaya, cuyas fuerzas militares habían
quedado exhaustas tras los combates con las tropas bizantinas, se lanzó en
brazos del angevino y colocó sus territorios bajo su soberanía, estableciendo
un compromiso matrimonial entre su hija heredera Isabel y un hijo de Carlos de
Anjou Pero el rey de Sicilia encontró aún más aliados, pues el emperador
bizantino contaba con más enemigos. Serbia y Bulgaria le ofrecieron complacidas
su alianza, ya que razones políticas y dinásticas impulsaban la entrada de los
eslavos meridionales en este frente antibizantino, ya
que el zar de los búlgaros, Constantino Tich, era cuñado
de Juan Láscaris, destronado y cegado por Miguel VIII, mientras que el rey
serbio Uros I estaba casado con una princesa francesa y veía en la alianza con
Carlos de Anjou el mejor medio para realizar sus apetencias expansionistas a
expensas de Bizancio. Mientras tanto, la situación de Carlos de Anjou en Italia
se había consolidado definitivamente y comenzó a enviar tropas y dinero a
Acaya.
El Imperio Bizantino se encontraba en
una situación extremadamente difícil. Sin embargo, Miguel VIII no desesperó y,
ni siquiera en este momento, perdió la esperanza de ganarse al Papa, y de
hecho, éste, Clemente IV, aceptó su proposición de entablar nuevas
negociaciones acerca de la unión de las iglesias. Roma intentaba acabar con el
cisma griego y conseguir la liberación de Tierra Santa y no la conquista del
Imperio Bizantino, que era el verdadero propósito del rey de Sicilia. Los
acontecimientos de 1204 habían mostrado que la ocupación pura y simple del
Imperio Bizantino no había bastado para volver a unir las Iglesias. Esta
clarividente política oriental de Roma no podía estar de acuerdo con los planes
de conquista de Carlos de Anjou y, si en un principio, Clemente IV pareció
apoyar los planes de este último, solamente fue con la intención de presionar
al emperador bizantino para forzarle a una sumisión eclesiástica, lo que
coadyuvaba a la victoria de la política romana y no de la angevina. A la muerte
de Clemente IV (1268), y durante el largo interregno que siguió, el hábil
emperador Paleólogo encontró un valioso apoyo en el rey de Francia, ya que el
piadoso Luis IX alimentaba las mismas aspiraciones que el Pana: liberar los
Santos Lugares y restablecer la paz entre los desunidos cristianos. Debidamente
aleccionado por las embajadas del emperador bizantino, supo contener los
impulsos de su belicoso hermano para que no entrase en guerra con los
cristianos de Oriente. Carlos de Anjou tuvo que unirse a la cruzada contra
Túnez, en el verano de 1270, de forma que su proyectada empresa contra Bizancio
se vio frenada en su momento culminante. En septiembre de 1271 finalizó el
interregno pontificio y, a pesar de los esfuerzos contrarios de Carlos de
Anjou, en esta ocasión fue elevado al trono de San Pedro un italiano, Gregorio
X, y no un francés. Gregorio no veía con simpatía los planes de conquista de
Carlos de Anjou, ya que era celoso paladín de la idea de cruzada y de la unión
religiosa. La unión con los griegos ocupó, más que nunca, un lugar preferente
en la política oriental del Papado
Durante la ausencia de Carlos de Anjou,
que había marchado a la Cruzada, la situación en la Grecia franca evolucionó de
forma favorable a los bizantinos, que consiguieron fortalecer de nuevo su
posición en el Peloponeso. Pero la Cruzada de Túnez fue solamente un episodio
efímero y poco después de su llegada a África, Luis IX moría por la peste,
mientras que Carlos de Anjou, tras una corta guerra victoriosa, volvía a
Sicilia. Nuevos envíos de tropas realizados a lo largo de los años 1271-72
frenaron los avances bizantinos.
Miguel VIII se empeñó en una política de
neutralización de la influencia de Carlos de Anjou en los territorios griegos y
eslavos mediante la conclusión de alianzas dinásticas. El Estado griego occidental
se había desmembrado a la muerte del déspota Miguel II (1271), pasando el
gobierno de Epiro al heredero legítimo, el déspota Nicéforo, casado con una
sobrina del emperador, mientras que Tesalia recaía en Juan, hijo ilegítimo de
Miguel II. El emperador concedió a este último el título de sebastocrátor y casó a la hija de Juan con su propio sobrino, Andrónico Tarchaniotes.
Todas las precauciones fueron pocas y pronto el enérgico y belicoso soberano de
Tesalia se convirtió en el más encarnizado enemigo del imperio, mientras que Tarchaniotes hizo causa común con su suegro. La conclusión
de una alianza entre Bizancio y el reino separatista griego era tanto más
difícil cuanto que la anexión de este reino constituía un objetivo esencial de
la política imperial. Estos planes reunificadores del emperador bizantino
dificultaban, al mismo tiempo, cualquier aproximación con los reinos eslavos.
En el fondo del pensamiento imperial no eran sólo los pequeños reinos griegos y
latinos de los Balcanes los que debían unirse al Imperio restaurado, sino
también los países eslavos del sur. Y este punto de vista se deducía claramente
del importante ordenamiento de política eclesiástica de 1272 —que, por otra
parte, no llegó a cumplirse— mediante la que Miguel VIII proyectaba arrebatar
la autocefalía a las Iglesias serbia y búlgara y, siguiendo el ejemplo de
Basilio II, someter a las Iglesias eslavas del sur al arzobispado griego de
Ochrida. La alianza matrimonial con Serbia no pudo llegar a buen término, a
pesar de que las negociaciones llegaron a estar muy avanzadas. Por el contrario,
Miguel VIII consiguió una alianza con Hungría, con lo que encontraba un
contrapeso a la alianza de Serbia con Carlos de Anjou. El heredero del trono
bizantino, Andrónico, casó con la hija del rey de Hungría, Esteban V, siendo
coronado coemperador al poco tiempo, en noviembre de
1272, y consiguiendo en el mismo momento derechos amplísimos, mayores que los
que nunca hasta entonces habían poseído en Bizancio los emperadores asociados.
En Bulgaria, la tensión pareció distenderse cuando en 1270 murió la zarina
Irene Láscaris, y el zar de los Búlgaros, Constantino, casó con una sobrina del
emperador, María, hermana de la mujer del déspota de Epiro. Pero en 1272
estalló la guerra entre búlgaros y bizantinos, penetrando aquéllos en
territorio imperial, al no haber devuelto Miguel VIII al zar búlgaro los
puertos de Anquialos y Mesemvria,
que habían pasado bajo dominio griego en 1262 y que se habían estipulado como
dote. Los búlgaros, presionados por los tártaros, cuya alianza supo ganarse
hábilmente Miguel, tuvieron que retirarse y renunciar a las ciudades en
litigio.
En Oriente, tres eran en aquel momento
los grandes poderes políticos: los tártaros de la Horda de Oro, asentados al
sur de Rusia, los mongoles del khan Hulagu, situados
en Asia Anterior, y los mamelucos de Egipto. Los mongoles de Rusia y del Asia
Anterior no constituían ninguna unidad que hubiera superado la separación
producida en 1259. Poco después, en 1260, los mongoles de Hulagu que, en 1258,
se habían apoderado de la ciudad califal de Bagdad y habían extendido su
dominio sobre toda Asia Anterior, desde la India al Mediterráneo, sufrieron una
grave derrota frente a los mamelucos de Egipto. Los mamelucos, que habían sido
en sus inicios la guardia de los ayubíes egipcios, compuesta especialmente de
cumanos y de otras tribus de las estepas de Rusia meridional, se habían
convertido en 1250 en los amos de Egipto, sustituyendo la dinastía ayubí por
una propia, que reinaría en Egipto hasta el siglo XVI. A partir de este
momento, sus congéneres de Rusia meridional llegaron a Egipto en número
creciente, lo que puso a los mamelucos en relaciones con la Horda de Oro.
Debido a la común hostilidad con respecto a los mongoles de Asia Anterior, sólo
podían relacionarse a través del mar. Pero el dominio del mar estaba en manos
bizantinas, de forma que los mamelucos y los mongoles del sur de Rusia no
podían prescindir de la alianza con el emperador de Bizancio, lo que demuestra
una vez más el aumento de peso específico en la política mundial que había
adquirido el Imperio recuperando Constantinopla. Esta alianza se encontró en un
principio, en su contra las amistosas relaciones que Miguel VIII mantenía con
los mongoles de Asia Anterior, ya que la amistad de Hulagu le proporcionaba un
medio de presión sobre el sultanato de Ikonium. De
esta forma, los tártaros de Rusia meridional, aliados a los búlgaros, lanzaron
en 1264 una terrible ofensiva contra el imperio bizantino. El ejército griego
sufrió una terrible derrota, Miguel VIII estuvo a punto de morir en la batalla
y los campos de Tracia fueron devastados hasta tal punto que no podían verse en
ellos «ni bueyes ni campesinos». Los tártaros llevaron a cabo en 1271 una nueva
incursión devastadora, a petición de Juan de Tesalia y Andrónico Tarchaniotes. Estas incursiones y los problemas búlgaros
forzaron a Miguel a solucionar sus relaciones con los tártaros de Rusia del
sur. En 1272 concluyó un tratado de amistad con Nogai,
gran jefe del ejército tártaro, que ejercía una influencia dominante dentro de
la Horda de Oro y consiguió, como se vio después, paralizar toda acción hostil
de los búlgaros contra el Imperio Bizantino. El emperador le entregó como
esposa a su hija natural Eufrosina, y le envió ricos presentes. A partir de
este momento, las relaciones del emperador bizantino con la Horda de Oro, así
como con los mamelucos, no se vieron nuevamente turbadas y se multiplicaron las
embajadas entre Bizancio y Egipto. Alrededor del círculo de alianzas antibizantinas que se cernían contra el Imperio, Miguel
VIII tejió una red más amplia destinada a mantener en jaque a los enemigos del
Imperio. Al igual que hacían los mongoles de Hulagu sobre el sultanato de Rum, los tártaros de Nogai ejercían ahora una presión sobre Bulgaria, mientras que los serbios tenían a
sus espaldas a los húngaros, aliados del emperador, mientras que Carlos de
Anjou, el gran enemigo del Imperio Bizantino, era retenido en sus deseos de
atacar al Imperio por un Papado animado por la esperanza de llegar a una unión
eclesiástica.
Pero desde hacía más de diez años Miguel
VIII deslumbraba a Roma con sus promesas de unión, y Gregorio X deseaba, en adelante,
algo más consistente. Colocó al emperador ante la alternativa de dar un sí o un
no. Si se producía una sumisión eclesiástica, el Papado daba todo tipo de
garantías por parte de las potencias católicas, mientras que, en caso
contrario, declaraba no poder seguir frenando durante más tiempo el impulso de
Carlos de Anjou. El Papa aprovechó también la oportunidad que le brindaba el
vencimiento del tratado bizantino-veneciano para ejercer, también en este
punto, una fuerte presión sobre Miguel. Recomendó a los venecianos la no
renovación del tratado hasta que la unión no se hubiera hecho realidad. Carlos
de Anjou, por su parte, llevaba a cabo ímprobos esfuerzos para atraer a
Bizancio al campo de los enemigos de Bizancio. Al mismo tiempo, desplegaba la
mayor actividad en los Balcanes. Concluyó un tratado de amistad con el soberano
de Tesalia, furibundo anti-imperial, y envió a Morea, en el curso del año 1273, efectivos más numerosos que
hasta el momento. En Albania, puerta de Bizancio, tenía ya una sólida cabeza de
puente, ya que la parte católica del reino le reconocía como soberano. Reforzó
aún más su alianza con Serbia y Bulgaria y, en 1273, recibió en su corte a los
emisarios del zar de Bulgaria y del rey de Serbia. Todos los enemigos del
Imperio, latinos y griegos, eslavos y albaneses, habían formado una gran
coalición dirigida por Carlos de Anjou, que, por su alianza y parentesco que el
emperador titular de Constantinopla y con el dueño de la Grecia franca,
extendía sus ambiciones a la corona imperial de Bizancio.
En estas circunstancias, las amenazadas
de Gregorio X significaban un tremendo deterioro de la situación, y la única
salida que le quedaba al emperador griego era la sumisión a la voluntad del
Papa. A pesar de la apasionada resistencia del clero bizantino, Miguel VIII
llegó a un acuerdo con los legados romanos que se encontraban en Constantinopla
en 1273 y consiguió, finalmente, obligar a una parte de su propio clero a la
aceptación de la unión. El histórico acto tuvo lugar en el Concilio de Lyon, el
6 de julio de 1274. El gran logoteta, Jorge Akropolites, reconoció bajo juramento, en nombre del
emperador, no solamente la primacía del Papa, sino también la fe romana y los
miembros eclesiásticos de la embajada bizantina, el antiguo patriarca de
Constantinopla Germán y el metropolitano Teófanes de Nicea, estamparon su firma
al pie de la declaración imperial. Se había así convertido en realidad la unión
de las Iglesias, objetivo preferente de la política romana desde hacía más de
dos siglos, así como objeto de estériles negociaciones hasta el momento.
Las ventajas políticas que Miguel VIII
esperaba conseguir con su sumisión a Roma no tardaron en hacerse patentes. Bajo
la presión pontificia, Carlos de Anjou se vio obligado a renunciar a la empresa
de su proyectada conquista de Bizancio y a comprometerse a una suspensión de
hostilidades hasta el 1 de mayo de 1276. En marzo de 1275, Venecia renovó su
tratado con el emperador bizantino, aunque solamente con una duración de dos
años. Bizancio, que hacía muy poco tiempo se había encontrado en una difícil
posición a la defensiva, recuperó la iniciativa y pasó al ataque en todos los
frentes. Todavía estaba reunido el concilio de Lyon cuando las tropas angevinas
eran asediadas en Albania. Los bizantinos se apoderaron de las importantes
posiciones de Berat y de Butrinto y comenzaron el
sitio de Dirraquio y de Avlona. En 1275, el emperador
envió a su hermano Juan al frente de un gran ejército dirigido contra Tesalia,
que se había convertido, al mando del sebastocrátor Juan Angel, en un centro de oposición al emperador.
La campaña se inició con victorias, llegando las tropas hasta las murallas de
la capital de Tesalia, Neopatria, aunque luego se detuvieron ante el valor
personal y la astucia del sebastocrátor Juan, que, en
el momento decisivo, consiguió el apoyo de un ejército de refuerzo enviado por
el ducado franco de Atenas. En 1277, una nueva campaña dirigida también contra
Tesalia terminó con los mismos resultados. Como contrapartida, el Imperio consiguió
importantes éxitos por mar. Las campañas navales del italiano Licario, elevado al cargo de megaduque,
fueron particularmente afortunadas a partir de 1276, cayendo en sus manos Euboea y un gran número de otras islas del mar Egeo, con lo
que la flota bizantina recuperó la iniciativa en dicha zona. En el Peloponeso
se produjeron cambios importantes, ya que al morir Guillermo II Villehardouin,
en 1278, el principado de Morea pasó a estar bajo la
directa autoridad de Carlos de Anjou. A primera vista este cambio debería de
haber sido muy negativo para Bizancio, pero, en la práctica, sólo produjo un
debilitamiento del poder franco y un subsiguiente beneficio para el Imperio.
Aumentaron las dificultades a las que ya Guillermo II había tenido que hacer frente
y los gobernadores de Carlos de Anjou se vieron desbordados por los
acontecimientos. La región se veía agotada por las constantes guerras y la
población griega se rebelaba ya contra la dominación extranjera de los latinos.
Esta coyuntura tan favorable permitió a los bizantinos ampliar sus posesiones
hasta Arcadia, lo que, tras los éxitos obtenidos recientemente en el
archipiélago, significaba una consolidación importante de la posición lograda
por el Imperio.
Pero esta mejoría en la posición exterior
del Imperio se había conseguido a costa de un deterioro de la situación
interna. El pueblo bizantino y la gran mayoría del clero se habían opuesto con
todas sus fuerzas a la unión religiosa y ofrecieron una resistencia feroz a la
iniciativa del emperador. Ya en épocas anteriores, las relaciones de Miguel
VIII con la Iglesia griega habían atravesado por graves dificultades. Cuando el
joven Juan Láscaris había sido cegado, el patriarca Arsenio había excomulgado
al Paleólogo. Miguel VIII había encontrado grandes dificultades para poder
conseguir el alejamiento del riguroso asceta en 1266, obteniendo a duras penas
una dispensa de parte de su segundo sucesor, el patriarca José, pero una
importante fracción del clero y del pueblo había seguido siendo fiel al
desterrado Arsenio. Se constituyó, de esta forma, el llamado partido de los «arsenitas», que se enfrentó al emperador y a la nueva
política de la Iglesia griega. Pero con la sumisión de Miguel VIII al Papa y a
la exigencia de que su Iglesia reconociera la supremacía romana, la inquietud
se extendió a todo el pueblo. La cerrada negativa del patriarca José a aceptar
la unión y la necesidad forzosa de llevar a cabo un nuevo cambio en los asuntos
eclesiásticos aumentaron aún más las dificultades anteriormente existentes. Se
confió el trono patriarcal al Chartophylax Juan Bekkos, hombre hábil y de grandes cualidades, que se había
pasado a los partidarios de la unión tras haber defendido en un principio el
punto de vista contrario. Dos partidos enemigos se encontraban, de esta forma,
enfrentados y la abolición del cisma greco-latino mediante decreto de la autoridad
imperial, había engendrado un profundo cisma en el seno del mismo Imperio
Bizantino. El pueblo griego, para el que la ortodoxia había significado desde
tiempos inmemoriales algo sagrado y que llevaba en su sangre un odio terrible
contra los latinos, se rebeló contra un emperador que había traicionado la fe
de sus padres. Pero el emperador superó todos los obstáculos y se mantuvo tenazmente
aferrado a la unión religiosa, en la que veía la única salvación posible para
el Imperio Se iniciaron crueles persecuciones, que no respetaron personas ni
clases sociales. Las prisiones se llenaron de clérigos y de laicos, de gente
del pueblo y de aristócratas, pues el cisma afectó a todos los niveles
sociales, e incluso la propia familia imperial se vio dividida.
Incluso fuera de las fronteras del
Imperio la política de unión provocó graves complicaciones. Eulogia (Irene), la
hermana preferida de Miguel y enemiga declarada de la unión, se presentó en la
corte de su hija, la zarina María de Bulgaria y la corte búlgara, empujada por
estas dos mujeres, se convirtió en un centro de iniciativas hostiles contra el
emperador. Se produjo una alteración de la situación, por este lado, aunque
sólo pasajera. En el imperio de Tirnovo, sometido al tremendo azote de las
continuas razzias de los mongoles y presa de las
convulsiones y antagonismos sociales, estallaron violentos levantamientos
populares y luchas intestinas graves. Una intervención armada bizantina en el
caos búlgaro permitió enfrentar al victorioso cabecilla popular, Ivanjo, a un vástago de los helenizados Asen, casado con
Irene, la hija del emperador, permitiendo su acceso al trono no muy seguro de
los zares búlgaros, con el nombre de Juan Asen III.
El resentimiento contra el emperador
partidario de la unión tuvo también funestas repercusiones en los pequeños
reinos griegos. Incluso el pacífico Nicéforo de Epiro se sublevó contra el
emperador, apoderándose del puerto de Butrinto,
conquistado poco tiempo antes por los bizantinos y que, poco tiempo después, en
1279, entregaría a Carlos de Anjou. Juan de Tesalia, el viejo enemigo de Miguel
VIII, que durante muchos años había luchado contra el Imperio Bizantino al lado
de las potencias occidentales, se erigió en jefe de los griegos ortodoxos y
agrupó en su torno a todos los enemigos de la unión que quisieron unírsele. En
1278 llegó incluso a convocar un concilio que condenó al emperador como hereje.
No era Miguel el único que se encontraba
aislado para hacer frente al problema de la unión, ya que el Papado se hallaba
en parecida situación. Tras la muerte de Gregorio X (1276), la influencia del
rey de Sicilia volvió a ser predominante en Roma, interrumpiéndose la
colaboración romano-bizantina, Poco después, Nicolás III (1277-1280) volvió a
dar un fuerte impulso al universalismo romano y de paso a la política
unionista. Para realzar la potencia universal de la Iglesia romana por encima
de todos los poderes terrenales, se esforzó por conseguir un equilibrio en
Occidente entre Rodolfo de Habsburgo y Carlos de Anjou, y en Oriente entre el
mismo angevino y el emperador bizantino. Mientras duró su pontificado, Miguel
VIII se sintió a salvo por su flanco occidental, y en esta época se produjeron
los mayores éxitos bizantinos, tanto en Morea como en
las islas. Pero la posterior elección pontifical fue consecuencia de la
victoriosa influencia de Carlos de Anjou y significó un cambio completo de la
situación. El 22 de febrero de 1281 accedió al trono de San Pedro el francés
Martín IV, instrumento incondicional de la voluntad del rey de Sicilia. La Curia
renunció a su posición de árbitro soberano y se puso enteramente al servicio de
la política conquistadora del angevino. Bajo los auspicios pontificios, el 3 de
julio de 1281, Carlos de Anjou y Felipe, hijo de Balduino II, que se titulaba
emperador latino, firmaron con Venecia el tratado de Orvieto «para conseguir el
restablecimiento del Imperio romano usurpado por el Paleólogo». Y lo que significaba
mucho más, Martín IV abandonó completamente la política de sus predecesores y
siguió ciegamente las directrices de Carlos de Anjou, llegando a condenar como
hereje al emperador bizantino que había aceptado la unión y había tenido que
librar por ello una dura batalla contra su propio pueblo, le depuso y prohibió
a los príncipes cristianos toda relación con él.
De esta forma, la política unionista de
Miguel VIII había desembocado en un fracaso total. La misma Roma abjuraba de
ella. Las potencias occidentales se unían contra Bizancio: Venecia proporcionó
al angevino su flota y el Papa su apoyo moral. Las potencias balcánicas se
integraron también en el frente anti-bizantino. De
acuerdo con Carlos de Anjou, en 1282, Juan de Tesalia y el nuevo rey de los
serbios, Milutín (1282-1321), invadieron Macedonia.
El rey serbio se apoderó de la importante ciudad de Skoplje,
que fue perdida por los bizantinos para siempre. En Bulgaria, el protegido de
los bizantinos, Juan Asen III, había perdido su corona de zar en 1280. Le había
arrebatado el poder el cumano Jorge I Terter (1280-1292), el jefe de los boyardos búlgaros, que se convirtió en su sucesor.
Como era lógico, se volvió contra Bizancio y se alió con los angevinos y con
Juan de Tesalia. Nunca anteriormente había estado Carlos de Anjou tan cerca de
alcanzar sus objetivos ni Miguel VIII en una posición tan crítica. El Imperio
Bizantino parecía condenado.
Y fue precisamente en este momento tan
crítico cuando se produjo el gran viraje. Una terrible catástrofe se abatió
sobre el angevino, seguro de su victoria y la diplomacia del Paleólogo alcanzó
con ello su mayor victoria. Desde el Pontificado de Nicolás III, el genial
diplomático había establecido una alianza, por intermedio de Génova, con Pedro
de Aragón, yerno de Manfredo. El acuerdo suponía que Pedro se lanzaría contra
el angevino y recuperaría el reino que éste había arrebatado a Manfredo en
1266. El Imperio Bizantino puso a su disposición todos los medios requeridos
para la construcción de una flota. Al mismo tiempo, los agentes imperiales,
provistos de abundante dinero bizantino, atizaban en Sicilia el espíritu de
revuelta contra el invasor angevino. Una profunda agitación turbaba el país,
exhausto y exasperado por los gastos de los preparativos bélicos incesantes de
Carlos de Anjou y por los abusos de la administración local. Pero fue preciso
el dinero bizantino para hacer estallar la crisis, de igual forma que lo fue
para posibilitar los preparativos del rey de Aragón. «Si me atreviera a afirmar
—rezan los términos de la autobiografía de Miguel VIII— que fue Dios quien
dispuso su libertad (de los sicilianos) actual y que esto lo hizo a través de
mis manos, diría la verdad». En el preciso momento en que el peligro que
amenazaba al Paleólogo era mayor, estalló la revuelta en Palermo, el 31 de
marzo de 1282. Se extendió por la isla con la velocidad del rayo y la
dominación angevina concluyó con la sangre de las famosas Vísperas
Sicilianas. En el mes de agosto, Pedro de Aragón apareció en el escenario
con su flota. Recuperó en Palermo el trono de Manfredo y se convirtió en dueño
de Sicilia, aunque Carlos de Anjou conseguía a duras penas salvar sus posesiones
de Italia continental. Ya no era posible seguir alimentando la idea de una
campaña contra Bizancio, ya que el reino de Italia meridional se había
desmembrado. Carlos de Anjou renunció a la empresa tras esta terrible
catástrofe. El Papa quedó profundamente afectado por el desastre, y en cuanto
al emperador latino no fue ya tomado en serio por nadie y Venecia inició una
aproximación al emperador bizantino y al rey de Aragón. La tormenta que se
cernía desde hacía veinte años sobre el Imperio Bizantino quedaba así disipada
gracias al genio diplomático del Paleólogo.
CAPITULO VIII
DECADENCIA Y CAIDA DEL IMPERIO BIZANTINO(1282-1453)
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