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CAPITULO VII

LA DOMINACION LATINA Y LA RESTAURACION DEL IMPERIO BIZANTINO

(1204-1282)

1.

LA FORMACION DEL NUEVO SISTEMA DE ESTADOS

 

Raras veces en la historia se ha procedido de manera tan sistemática como se hizo en el caso del reparto del Imperio Bizantino. Se trató de cortar el nuevo sistema de Estado en el Oriente griego sobre el patrón del pacto firmado bajo los muros de Constantinopla entre cruzados y venecianos en marzo de 1204. El Gran Dogo Enrico Dándolo, cuya voluntad había dominado los sucesos de los últimos años y también había inspirado el acuerdo sobre el reparto, siguió teniendo la palabra decisiva en la ejecución del pacto. La primera e indispensable medida debía ser la elección de un emperador, y para este fin, según las estipulaciones del tratado, se reunió un Consejo compuesto por seis francos y seis venecianos. Todo parecía favorecer la elección del marqués Bonifacio de Montferrat: el papel que había jugado hasta entonces como jefe del ejército cruzado, sus relaciones con Bizancio, sus capacidades personales. El Dogo, sin embargo, favorecía un personaje menos perfilado, y, puesto que se habían formado varios bandos dentro del campo franco, mientras que los venecianos hacían gala de su unidad, logró imponer la elección del conde Balduino de Flandes. El día 16 de mayo, éste fue coronado emperador del Imperio Latino de Constantinopla en la Iglesia de Santa Sofía. Como señor de Santa Sofía y primer patriarca latino de Constantinopla fue elegido el veneciano Tomás Morosini, pues si el emperador había sido elegido entre los caballeros, el nuevo Patriarca de Constantinopla, según la estipulaciones del tratado de marzo, debía ser designado por los venecianos. En su calidad de Emperador del Imperio Latino, Balduino debía obtener la cuarta parte del territorio total del Imperio; de los tres cuartos restante la mitad debía ser adjudicada a los venecianos y la otra mitad ser repartida entre los caballeros como feudo imperial. A Balduino se le adjudicó Tracia y la parte noroccidental de Asia Menor, de forma que su territorio se extendía a ambos lados del Bósforo y del Helesponto. Igualmente eran propiedad del Emperador varias islas del Mar Egeo, entre ellas Lesbos, Quíos y Samos. Bonifacio de Montferrato debía recibir como compensación el territorio en Asia Menor, pero prefirió, sin embargo, posesiones en la parte europea. Después de vio­lentas controversias y luchas se apoderó de Tesalónica fundando su propio reino, que abarcaba las zonas de Macedonia y Tesalia que lindaban con Tesalónica.

Fueron los venecianos quienes extrajeron el mayor provecho de toda la empresa, pues el nuevo poder de Venecia se basó en la anexión de los más importantes puertos e islas. La república marítima renunció a ejercer la soberanía directa sobre los territorios de Epiro, Acarnania, Etolia y el Peloponeso que le fueron adjudicados, contentándose con tomar posesión de las ciudades portuarias de Corón y Modón en el Peloponeso y poco tiempo más tarde también de Dirraquio y Ragusa, en la costa del Adriático (1205). Igualmente se convirtieron en territorio veneciano las islas jónicas, la isla de Creta —que en un principio había sido adjudicada a Bonifacio de Montferrato—, la mayoría de las islas del archipiélago, comprendiendo Euboea, Andros y Naxos, las más importantes ciudades portuarias situadas en el Helesponto y en el Mar de Mármara: Gallípoli, Redesto y Heraclea, y también Adrianópolis, en el interior de la Tracia imperial. Lo mismo que se hizo al territorio del Imperio se aplicó a la ciudad misma de Constantinopla. Venecia recibió también de ella las tres octavas partes, mientras que las restantes cinco octavas partes de la capital se adjudicaron al emperador. Fue, por tanto, con justo derecho como el Dogo pudo denominare «Señor de la cuarta parte y media (de un cuarto) del Imperio Romano», y mientras que los príncipes regionales francos estaban obligados a prestar el juramento de vasallaje al emperador de Constantinopla, Dándolo quedó exento del vasallaje, conforme había quedado estipulado expresamente en el contrato. Había surgido un Imperio colonial de Venecia en Oriente. Los venecianos dominaban la vía marítima desde su capital hasta Constantinopla en toda su extensión, tenían en sus manos los estrechos y controlaban la entrada a Constantinopla, mientras que en ésta les pertenecían las tres octavas partes de la ciudad, incluyendo Santa Sofía.

A la vista de esta concentración de poder aparece la debilidad de dominio franco, con una cohesión muy diluida. Conforme a un orden típicamente feudal, el Imperio Latino se desintegró formando numerosos principados de mayor o menor tamaño. De las ruinas del Estado bizantino brotó un complicado sistema de vasallaje con innumerables lazos internos.

En la Grecia central y meridional surgieron principados de considerable tamaño, cuyo lazo de unión con el Imperio de Balduino era muy precario, pues sus gobernantes no eran vasallos inmediatos del emperador, sino del rey de Tesalónica. En su momento, Bonifacio había emprendido desde Tesalónica un avance sobre Atenas, y transferido el dominio sobre el Atica y Beocia al borgoñón Otón de la Roche. El Peloponeso fue sometido también con el apoyo del rey Bonifacio por Guillermo Champlitte y Godofredo Villehardouin; aquí se formó el principado francés de Acaya o Morea, el más singular de todos los principados que habían, surgido sobre las ruinas del Imperio Bizantino, puramente occidental en su modo de vivir, y también el más fuertemente diferenciado desde el punto de vista feudal. Fue un pedazo de Francia en tierra griega que llevó su existencia propia bajo Guillermo Champlitte primero y bajo la casa Villehardouin después.

Si bien el sistema estatal del feudalismo en el sentido occidental era algo extraño para el mundo bizantino, también era cierto que Bizancio había perdido, sin embargo, mucho de su centralización originaria y, sobre todo, todo su sistema económico y militar tenía, ya desde hacía mucho tiempo, una infraestructura feudal. Desde hacía siglos, el proceso de feudalización había avanzado victoriosamente en Bizancio. La estructura económica y las relaciones sociales del Imperio Bizantino ya no distaban ahora tanto de las occidentales, y esto facilitó enormemente el desarrollo del dominio latino.

Algunos elementos se podían adaptar sin necesidad de modificarlos. De hecho, prácticamente no existía diferencia alguna entre la pronoia bizantina y el feudo occidental. Los pronoiarios eran, sin embargo, el grupo de peso dentro del país y constituyeron el único poder de jacto con el cual el conquistador tuvo que contar seriamente. En la conquista de Morea, sobre cuyo desarropo se dispone de las informaciones más detalladas, la resistencia, por regla general, duró tanto como se resistieron los pronoiarios. Tan sólo se some­tieron sin luchar cuando se les garantizó que podían conservar su pronoia. Bajo esta condición, sin embargo, estaban, en la mayoría de los caso, perfectamente dispuestos a someterse. En el fondo, con ello simplemente cambiaban de señor feudal. La situación de las masas de la población se mantuvo esencialmente igual, ya que era lo mismo pagar los tributos al señor feudal latino que al griego.

A pesar de ello, la población bizantina soportó tan sólo a regañadientes la dominación extranjera de los latinos, y esto no sólo por la petulancia de los nuevos amos, sino también por la diferencia de credos que separaban a los conquistados de los conquistadores. La subordinación eclesiástica de los griegos a la autoridad romana había sido lograda formalmente, si no por la vía de la unión de las Iglesias a la cual aspiraba el Papado, por lo menos por medio de la coacción implícita en la conquista. La unión interna sin embargo estaba más lejana que nunca. La conciencia de la idiosincrasia cultural y religiosa se profundizó aún más a causa del dominio extranjero. Si bien es cierto que muchos señores feudales bizantinos se habían incorporado al sistema de dominación de los conquistadores y que las masas del pueblo, íntimamente irreconciliadas con el cambio, se habían quedado en su región natal, también sucedió que un número bastante elevado de importantes personajes bizantinos abandonó los territorios ocupados por los latinos refugiándose en regiones aún no afectadas por la conquista. Con el apoyo de la población local, los refugiados crearon nuevos Estados que salvaron al mundo bizantino de su extinción. En Asia Menor surgió el reino de Nicea bajo Teodoro Láscaris, yerno de Alejo III Angel, y en Epiro se estableció Miguel Angel, primo de los emperadores Isaac II y Alejo III.

Poco antes, y no como consecuencia de la conquista de Constantinopla, había surgido en la costa suroriental del Mar Negro el Imperio de Trebisonda, bajo el gobierno de los Grandes-Comnenos Alejo y David, nietos de Andrónico I. Probablemente ya después de la caída de Andrónico I, los niños Alejo y David habían sido llevados a la corte de la Casa Real de Georgia con la cual Ies unían lazos de parentesco. Con el eficaz apoyo de la gran reina Thamar (1184-1212) se apoderaron de Trebisonda en el mes de abril de 1204. Desde allí el menor de los hermanos, el audaz y belicoso David, avanzó hacia Occidente a lo largo de la costa, ocupando Sínope y sometiendo finalmente también Paflagonia y Heraclea del Ponto. Su posterior avance fue, sin embargo, frenado por Teodoro Láscaris.

El desconocimiento de la importancia que tenía Asia Menor fue un error de consecuencias fatales para el Imperio Latino. Dado que Bonifacio de Montferrat se había marchado a Tesalónica renunciando a Asia Menor, las fuerzas cuya meta era la conservación del Estado bizantino se agruparon alrededor de Teodoro Láscaris. Los primeros pasos fueron inmensamente difíciles. La vieja estructura estatal se había desintegrado y el proceso de formación de soberanías fragmentarias estaba en su apogeo. En Filadelfia se había establecido como señor independiente Teodoro Mankaphas, en el valle del Meandro, Manuel Maurozomis. En Sampson, cerca de Mileto, Sabbas Asideno. Desde el este avanzaba David Comneno a lo largo de la costa. Y, sobre todo, también los latinos intentaban ahora reparar su anterior omisión. El hermano de Balduino, Enrique de Flandes y los caballeros vasallos del conde Luis de Blois, quien por el contrato de reparto debía haber recibido Nicea, emprendieron, a fines del año 1204, la conquista de Asia Menor. Sin tiempo para establecerse sólidamente u organizarse política y militarmente, los bizantinos se vieron obligados a enfrentarse a las numéricamente superiores fuerzas latinas. Teodoro Láscaris sufrió una derrota cerca de Poimanenon y tras ella la mayoría de las ciudades de Bitinia cayeron en manos de los latinos. La causa bizantina parecía perdida también en Asia Menor. En este momento crítico la salvación llegó inesperadamente por medio de la catástrofe que sobrevino al Imperio Latino en los Balcanes.

En el primer momento la aristocracia rural bizantina asentada en Tracia se había mostrado perfectamente dispuesta a reconocer la dominación latina y —en caso de que se les permitiese conservar sus antiguas posiciones y feudos de pronoia— a entrar al servicio de los nuevos dueños del poder. Los latinos, haciendo gala de una presuntuosa falta de visión, rechazaron, sin embargo, el ofrecimiento de la adaptable nobleza griega y también creyeron poder rechazar con brusquedad la disposición a negociar del poderoso zar de Bulgaria. La ofendida aristocracia de Tracia se levantó contra la dominación latina y llamó en su ayuda al zar Kaloján, al que ofrecieron sus servicios y la corona imperial. La rebelión se propagó rápidamente. En la ciudad imperial de Didymoteichos (Demótica), posteriormente también en la veneciana Adrianópolis y en otras ciudades de Tracia, las tropas de ocupación latinas fueron masacradas u obligadas a retirarse. Kaloján penetró en Tracia, encontrándose con los latinos cerca de Adrianópolis. Allí, el 14 de abril de 1205, se libró la memorable batalla en la que la caballería latina fue aplastada por las tropas búlgaro-cumanas de Kaloján. El mismo emperador Balduino fue hecho prisionero —prisión de la cual nunca más se liberaría— y muchos destacados caballeros francos encontraron la muerte, entre ellos el pretendiente de Nicea, Luis de Blois. El poder de los latinos estaba quebrantado de base exactamente al año de la conquista de Constantinopla. La situación de Teodoro Láscaris cambió radicalmente. Los latinos se retiraron de Asia Menor, manteniéndose solamente ocupada la ciudad de Pegai.

En pugna con el poder rival de los Grandes-Comnenos y con los señores de Asia Menor, Teodoro Láscaris consolidó su dominio en la parte occidental de Asia Menor, emprendiendo luego la organización del nuevo Estado bizantino con centro en Nicea. Exteriormente se ciñó en cada detalle al ejemplo del antiguo Bizancio. El régimen administrativo, el aparato de funcionarios, la Corte, fueron estructurados según los antiguos principios bizantinos. Las tradiciones estatales y eclesiásticas del Imperio cuya encarnación simbólica eran los sistemas imperial y patriarcal volvieron a la vida en Nicea. En lugar del título de Déspota que había llevado hasta entonces, Teodoro adoptó el título de emperador. El sabio Miguel Autoriano fue elevado a Patriarca y coronó y ungió a Teodoro. Las pautas preliminares habían exigido mucho tiempo debido a lo complicado de la situación; por ello la elección del Patriarca no se realizó hasta la tercera semana de cuaresma y la unción del emperador, sin embargo, en Semana Santa del año 1208. Si bien es cierto que Teodoro ya se sentía antes de ésta como emperador, y sus fíeles le consideraban como tal, no fue, sin embargo, hasta que fue solemnemente coronado y ungido por el Patriarca cuando le fue conferida la consagración que otorgó a su cargo una significación bizantina universal. Como Basileus y Autocrator de los Romanos era el sucesor de los emperadores bizantinos de Constantinopla. Ahora se le consideraba como único emperador legítimo de los bizantinos y de igual manera el Patriarca con residencia en Nicea, que llevaba el título de Patriarca ecuménico de Constantinopla, era considerado el único jefe legítimo de la Iglesia Griega. Al emperador latino y al Patriarca de Constantinopla se les había opuesto en Nicea un emperador bizantino y un Patriarca ortodoxo. Nicea se convirtió en el centro estatal y eclesiástico del mundo bizantino expulsado de Constantinopla.

La destrucción de este centro griego cuyo surgimiento no había sabido evitar, fue una cuestión de vida o muerte para el Imperio Latino. El lugar de Balduino lo había tomado su eficiente hermano Enrique. En un principio como administrador del Imperio y luego como emperador (desde el 20 de agosto de 1206), condujo con gran sagacidad el gobierno de Constantinopla. Restableció casi totalmente el dominio latino en Tracia, pues la cooperación entre griegos y búlgaros no fue de larga duración, y a diferencia de Balduino, Enrique adoptó frente a los griegos una actitud conciliadora, logrando ganar para su causa a una parte de la nobleza griega.

Ya a fines del año 1206 Enrique volvió a entrar en Asia Menor a la cabeza de las fuerzas latinas. Pero se vio obligado a interrumpir la campaña debido a las nuevas incursiones de Kaloján, firmando en la primavera de 1207 un armisticio de dos años con Teodoro Láscaris. Por otra parte, el peligro búlgaro ya no ejerció por largo tiempo presión sobre el Imperio Latino, pues Kaloján murió en octubre de 1207 en el asedio de Tesalónica. En los últimos años, la población griega de Tracia y Macedonia no había sufrido menos que la latina bajo las devastadoras invasiones búlgaras. Los bizantinos guardaron un recuerdo sombrío del «Romeicida», apodo que se autoaplicó Kaloján siguiendo el ejemplo del «Bulgaricida» (Bulgaróctonos) Basilio II. A pesar de ello es irrefutable que no fue otro que Kaloján quien salvó de la ruina al naciente Imperio Bizantino de Asia Menor.

Al igual que contra la Constantinopla Latina, el Imperio de Nicea tuvo también que librar una desesperada lucha contra el sultanato del Rum. El desplazamiento del centro bizantino a Asia Menor agravó las viejas diferencias bizantino-selyúcidas, pues significaba un impedimento de mayor fuerza al avance selyúcida hacia la costa mediterránea. En 1209, el sultanato firmó, usando a Venecia como intermediario, una alianza secreta con el Imperio Latino. Por su parte, Teodoro Láscaris se puso en contacto con el rey de la Pequeña Armenia, León II de Cilicia, quien también se sentía amenazado por el sultanato de Ikonium. El ex emperador Alejo III, el cual después de una estancia prolongada en la parte europea había llegado a la corte de Ikonium, dio a los selyúcidas un arma contra el joven Imperio Griego. Ahora el sultán podía revestir sus planes de conquista con la exigencia de tono legitimista de que Teodoro Láscaris debía ceder la corona imperial a su suegro. Las luchas que estallaron cerca de Antioquía junto al río Meandro fueron duras y las pérdidas sufridas por las sumamente reducidas fuerzas del emperador de Nicea, cuyo núcleo consistía de un pequeño grupo de 800 mercenarios latinos, fueron muy elevadas. A pesar de ello, la victoria fue suya (primavera de 1211). El sultán cayó en la batalla y el ex emperador Alejo III fue hecho prisionero y terminó su vida en un monasterio de Nicea. Al parecer la victoria no proporcionó ventajas territoriales al Imperio de Nicea, pero su efecto psicológico fue, de otro lado, extraordinario. El joven imperio había iniciado la lucha tradicional contra los infieles y había salido victorioso de la prueba.

La lucha contra los latinos revivió al poco tiempo. Ya entonces parece que Teodoro Láscaris —quien desde hacía algunos años disponía de una flota— estaba planeando un ataque contra Constantinopla. En realidad, sin embargo, se produjeron solamente pequeñas luchas en la región occidental de Asia Menor, en las cuales la suerte favoreció al emperador latino. Enrique ganó una batalla en Rhyndakos (15 de octubre de 1211) y avanzó hasta Pérgamo y Ninfea. Pero esta pequeña guerra —que por ambos lados era practicada por un número reducido de tropas—, no condujo, sin embargo, a ninguna decisión. Ambos bandos estaban agotados, y así sucedió que a fines de 1214 se firmó un tratado de paz en Ninfea por el cual se establecían las fronteras entre el Imperio Bizantino y el Latino: los latinos conservaban el ángulo nororiental de Asia Menor hasta Adramythion en el sur, mientras que el territorio restante hasta la frontera con los selyúcidas quedaba para el Imperio de Nicea. De esta manera los dos Imperios por el momento se habían concedido mutuamente el derecho a existir. Ninguno de ellos era lo suficientemente fuerte como para destruir al otro. Se llegó a un equilibrio y a una cierta estabilización de la situación.

Pero mientras que para el Imperio de Nicea a la estabilización le siguió el auge, para la Constantinopla latina la época de decadencia comenzó con la muerte de Enrique (1216). Teodoro Láscaris se casó en terceras nupcias con María, hija de Yolanda y nieta de los dos primeros emperadores latinos. En el mes de agosto de 1219 celebró un tratado con el Podestá veneciano de Constantinopla por el cual se aseguró a los venecianos, de manera parecida a como sucedió en Bizancio, la plena libertad de comercio y la exoneración de tributos en el Imperio de Nicea. No tuvo reparos en dar al dogo veneciano los títulos de Déspota y Dominador del Cuarto y de la Mitad del Cuarto del Imperio Romano, pero a sí mismo se designó en este documento oficial como Theodorus in Christo Deo fidelis Imperator et Moderador Romeorum et semper Augustas Comnatius Lascaras.

El Imperio de Nicea se presentaba ya a los ojos de los eslavos meridionales como el heredero de Bizancio y el centro de la ortodoxia griega. El hijo de Nemasia, Sallas, no recurrió al arzobispado de Ochrida, de quien dependía en aquel momento la Iglesia serbia, y se dirigó a Nicea y recibir, en 1219, del patriarcado de Nicea la consagración como arzobispo autocéfalo de Serbia. Dos años antes, su hermano Esteban, el primero en ser coronado, había recibido su corona real de Roma. La consecución de la autonomía eclesiástica constituía una gran ventaja para el joven reino serbio. Los beneficios también eran grandes para el Imperio de Nicea. Este reconocimiento de la supremacía de su patriarca, que otorgó la consagración al primer arzobispo de Serbia y cuyo nombre se mencionaría, a partir de entonces, en las oraciones de la Iglesia autocéfala de Serbia, era todo un síntoma del prestigio creciente de que disfrutaba el Imperio de Nicea.

Una repercusión importante del acuerdo entre Nicea y los latinos vino dada por la ruina del poder de los Comnenos en el Ponto. David Comneno había emprendido la lucha contra Teodoro Láscaris con la ayuda de los latinos, en su condición de vasallo del emperador de Constantinopla. Abandonado a sus propias fuerzas, no pudo resistir frente al soberano de Nicea. En 1214, Teodoro Láscaris se anexionó todos los territorios de David situados al oeste de Sínope, con Heraclea y Amastrida, consiguiendo de esta forma una posición sólida en el litoral meridional del Mar Negro. Pero en ese momento intervinieron los selyúcidas, alarmados por la expansión del Imperio de Nicea. Se apoderaron de Sínope y derrotaron al emperador Alejo Comneno, que fue hecho prisionero, y a quien le fue devuelto su trono de Trebisonda, pero esta vez en calidad de vasallo del sultán de Ikonium. El Imperio de Trebisonda consistió a partir de aquel momento solamente en una pequeña franja de territorios, siendo separado de Asia Menor por Sínope, a partir de este momento en manos de los selyúcidas. La evolución social, económica y política del Imperio de Trebisonda ofrece, por sí misma, un gran interés histórico. Pero este pequeño y excéntrico Imperio no ejerció una influencia importante sobre la evolución general de Bizancio. Durante un cuarto de milenio llevó una vida independiente, permaneciendo al margen de la lucha por Constantinopla y de la restauración del Imperio Bizantino y sobreviviendo algún tiempo a la propia caída de Bizancio.

El despotado de Epiro adquirió una importancia mucho mayor. Su jefe, un guerrero hábil y enérgico, Miguel Angel, había sometido a su autoridad todo el territorio comprendido entre Dirraquio y el golfo de Corinto, imponiendo en el mismo, sin abandonar totalmente la antigua administración bizantina, un riguroso régimen militar. El despotado de Epiro, que comprendía todo el Epiro, Acarnania y Etolia se configuró como un Estado bizantino autónomo frente al reino latino de Tesalónica al este, a los venecianos a orillas del Adriático y a los eslavos del norte y del nordeste. Como el Imperio de Nicea en Asia Menor, el despotado de Epiro llegó a ser un centro de conservación y preservación de la influencia política bizantina en los Balcanes. El período de formación del Estado y de consolidación interior fue seguido, en ambos casos, de una victoriosa expansión. Los dos centros griegos compartieron el mismo objetivo: la reconquista de Constantinopla y la restauración del Imperio Bizantino.

El fundador del despotado de Epiro, Miguel Angel, tuvo como sucesor, en 1215, a su hermanastro Teodoro. Tras la caída de Constantinopla había pasado largas temporadas en la región de Nicea, en la corte de Teodoro I Láscaris, por lo que fue precisa una gran insistencia por parte de sus hermanos para hacerle volver a la corte epirota de Arta. Juró fidelidad al emperador de Nicea, con lo que reconocía su supremacía. Por ello no desaparecía el riesgo de rivalidad entre ambos centros bizantinos, ya que, al estar animados por el mismo ideal, también perseguían un propósito semejante. Una vez llegado al poder, Teodoro olvidó el juramento prestado. Se puede valorar su ambición por los tres nombres imperiales que se autoconcedió: Angel, Ducas y Comneno. Superó incluso a su antecesor por su amor al peligro y su gran capacidad de acción. El Imperio griego occidental conoció bajo su dirección una fulgurante expansión.

El primer hecho de armas que hizo que su fama traspasase los estrechos límites del despotado de Epiro fue su osado ataque contra el recién coronado emperador latino, Pedro de Courtenay, el marido de Yolanda, la hermana de Balduino y de Enrique. Llamado al trono de Constantinopla a la muerte de Enrique, Pedro, que se encontraba entonces en Francia, partió hacia Roma, donde el Papa le otorgó la corona imperial, no en la basílica de San Pedro, donde eran coronados los emperadores romanos, sino en la modesta iglesia de San Lorenzo —tras lo que llegó con su comitiva a la región de Dirraquio, desde donde pensaba dirigirse a Constantinopla. Pero, en los desfiladeros de Albania cayó en poder de Teodoro y terminó sus días en un confín de Epiro. La regencia de Constantinopla recayó en Yolanda, su mujer, y, a la muerte de ésta, en 1219, la corona recayó en Roberto, el insignificante hijo de Yolanda. A continuación, Teodoro lanzó una ofensiva en toda regla contra los latinos. Para empezar, se dirigió contra el reino latino de Tesalónica. La coyuntura le favorecía especialmente, ya que el reino fundado por Bonifacio de Montferrat, que había muerto luchando contra los búlgaros en 1207, se encontraba en una situación de extrema debilidad, ya que muchos de sus caballeros habían vuelto a Occidente y ya no contaba con el fuerte apoyo de otros tiempos, constituido, en tiempos de Enrique, por el Imperio Latino de Constantinopla. Fue derrotado por el audaz déspota de Epiro, que se apoderó de la ciudad de Tesalónica a finales de 1224, tras un largo asedio. Dejaba así de existir el reino latino de Macedonia y Tesalia. A partir de este momento, la autoridad de Teodoro Angel se extendió hasta el Adriático y el Egeo, comprendido el antiguo territorio del despotado de Epiro, Tesalia y una gran parte de Macedonia. Embriagado de poder, Teodoro tomó la púrpura. Pasó a titularse basileus y autocrátor de los Romanos, lo que significaba, en otros términos, reivindicar para él la herencia de los emperadores de Bizancio y la dirección de la lucha por Constantinopla, con lo que entraba en abierto conflicto con Nicea, Fue coronado emperador y ungido por Demetrio Chomatianos, el sabio arzobispo de Ochrida. Chomatianos, que no había perdonado al patriarcado de Nicea la consagración de Sabbas como arzobispo de Serbia, devolvía de esta forma la jugada a Nicea

A partir de estos momentos había tres imperios en los territorios del antiguo Imperio Bizantino, uno latino y dos griegos. Un cuarto, el búlgaro, quedaba a la espera de acontecimientos. El posterior desarrollo de acontecimientos en el mundo bizantino fue, desde entonces, la consecuencia de la acción de estas cuatro potencias.

2.

Apogeo y decadencia del Epiro. Victoria de Nicea

 

La caída de Tesalónica privó al Imperio Latino del más importante de sus Estados vasallos. El Imperio de Constantinopla, limitado ya a la zona más próxima a la capital, debilitado internamente y sin dirección y separado de los principados latinos de Grecia, parecía ya maduro para su caída. Como contrapartida, la potencia bizantina aumentaba con rapidez, tanto en Asia Menor como en los Balcanes. También el Imperio Búlgaro experimentaba una gran expansión. Pero la desunión de los adversarios —la rivalidad de los dos Imperios griegos y la participación de los búlgaros— prolongó la existencia de la moribunda dominación latina.

El fundador del Estado de Nicea, Teodoro I Láscaris, legó el trono imperial a su yerno Juan Ducas Vatatzes, marido de Irene, mujer inteligente y cultivada. Juan III Vatatzes (1222-1254) fue, sin ninguna duda, el más importante hombre de Estado del período de Nicea y uno de los más grandes soberanos de la historia bizantina. Continuó, en mayor escala, la obra política interna y externa de su predecesor. De un pequeño Imperio confinado en una provincia hizo una gran potencia. La debilidad del Imperio Latino y los errores de sus rivales griegos y búlgaros facilitaron su tarea.

Desde los primeros años de su reinado, la correlación de fuerzas entre Nicea y los latinos se modificó de forma decisiva a favor de Nicea. La revuelta de los hermanos de Teodoro I, que intentaron, con la ayuda de los latinos, arrebatar la corona a Vatatzes, benefició al emperador y a su Imperio. En Poimanénon, donde veinte años antes Teodoro Láscaris había sido derrotado por los latinos, Juan Vatatzes consiguió una gran victoria frente a las tropas latinas y de los pretendientes, y casi todas las posesiones latinas de Asia Menor cayeron en su poder. Por la paz de 1225, los latinos conservaban sólo en la costa de Asia Menor el litoral situado en frente de Constantinopla y la región de Nicomedia Al mismo tiempo, la flota de Nicea se apoderaba de las islas de Lesbos, Quíos, Samos e Icaria. Poco después, Rodas fue también obligada a reconocer la soberanía del emperador. El Imperio de Nicea había adquirido una sólida posición, tanto, por tierra como por mar y comenzaba a aventurarse en la parte europea. Una petición de socorro de la población de Adrianópolis dio la oportunidad a Juan Vatatzes de enviar tropas a Tracia. Las tropas imperiales se apoderaron se diversas ciudades costeras y entraron, sin violencia, en Adrianópolis. El restablecimiento de la autoridad bizantina en Constantinopla parecía inminente. Ya no cabía esperar una resistencia seria de parte del Imperio Latino. Pero fue en ese preciso momento cuando el rival griego de Occidente obstaculizó los planes del emperador de Nicea.

Teodoro Angel iba de victoria en victoria. A los territorios del antiguo reino de Tesalónica había añadido, entre tanto, una parte de Tracia y avanzó hacia Adrianópolis, obligando a replegarse a las tropas del emperador de Nicea. Seguro de su victoria, avanzó hacia Constantinopla. Se encontraba, en este momento, más cercano del gran objetivo que el emperador de Nicea Pero éste era también el objetivo del zar de los búlgaros, Juan Asen II. La época de Juan Asen II (1218-1241), hijo de Asen I, marca el apogeo del segundo Imperio Búlgaro. Como había sucedido en otra época con Simeón, Juan Asen II aspiraba nada menos que a la fundación de un Imperio Bizantino-Búlgaro con capital en Constantinopla, y durante algún tiempo tuvo, él también, este objetivo al alcance de su mano. En 1228 moría el emperador latino de Constantinopla, Roberto de Courtenay, y la coronal imperial recayó en su hermano menor, Balduino II. Privado de dirección todavía y enfrentado a una coyuntura exterior peligrosa, el gobierno de Constantinopla concibió el plan de ofrecer la regencia al soberano búlgaro, que parecía el único capaz de salvar la ciudad imperial del asalto de los bizantinos. La alianza de Asen II con la casa de Courtenay, que era consecuencia del común parentesco con la casa real de Hungría, debía de sellarse con el matrimonio del joven emperador latino con Elena, la hija del zar. Este proyecto matrimonial parecía dar una base sólida a los planes de Juan Asen. Como en tiempos de Simeón, Juan Asen se veía ya en posesión de Constantinopla, en su condición de futuro suegro del joven emperador.

Pero se encontró en su camino con Teodoro Angel, que se creía, a su vez, también dueño de Constantinopla. Teodoro rompió la alianza que había firmado con Asen contra Juan Vatatzes e inició las hostilidades contra el zar búlgaro. Su audacia le perdió en esta ocasión. El ejército del emperador de Tesalónica fue derrotado estrepitosamente en la primavera de 1230 en Klokonitsa, a orillas del Maritsa. El mismo Teodoro cayó prisionero y más tarde fue cegado. Su poder, que había crecido muy rápidamente, se extinguió con igual rapidez.

Su hermano Manuel, que le sucedió en el trono de Tesalónica, conservó, sin duda, la soberanía sobre la misma Tesalónica, Tesalia y Epiro. Pero no pasaba de ser una sombra del antiguo poder de Teodoro. El emperador griego de occidente dejó de contar como candidato al trono de Constantinopla. Las regiones de Tracia y Macedonia, conquistadas por Teodoro con tanta rapidez, así como una parte de Albania, cayeron sin resistencia en manos de Asen II. La influencia del Imperio de Tesalónica sobre Serbia pasó también sin dificultades al soberano búlgaro. Radoslav, el yerno de Teodoro, fue destronado y la corona pasó a Vladislav, que casó con una hija de Asen II. Este podía jactarse, con razón, en una inscripción, de haber conquistado todas las tierras desde Adrianópolis hasta Dirraquio. Y añade en ella, con la misma razón, que solamente Constantinopla y las ciudades vecinas seguían permaneciendo en manos de los francos: «Pero, incluso éstas —añade el zar búlgaro, aludiendo a la minoría de edad del emperador latino y al proyecto de regencia— obedecen también a mi autoridad, ya que no tienen otro emperador fuera de mí y viven según mi voluntad, porque Dios así lo ha dispuesto»

La batalla de KIokonitsa, 9 de marzo de 1230, que había puesto fin al ascenso del Imperio Griego de occidente, sirvió para hacer brillar en cambio la estrella del Imperio Búlgaro. Asen II pareció ejercer una soberanía completa sobre la Península Balcánica. Pero, observando la situación con mayor atención, el gran beneficiado de la batalla de KIokonitsa no era el zar búlgaro, sino el emperador de Nicea, que se había mantenido en una prudente reserva. La victoria de Asen desembarazó al Imperio de Nicea de su rival griego occidental. Por el contrario, la victoria del zar búlgaro significó para éste más un alejamiento que un acercamiento a su objetivo. La idea de una regencia de Asen dejó de tener interés para Constantinopla desde el momento en que ya no había nada que temer de parte de Teodoro Angel, mientras que se hacían mucho más evidentes los riesgos del plan a partir de este aumento de poder de Bulgaria. Los latinos eligieron como emperador al viejo Juan de Brienne, rey titular de Jerusalén. Se produjo un cambio radical en la posición de Asen II, que no tenía ya otra alternativa que un enfrentamiento armado con los latinos de Constantinopla. Entró en contacto con Juan Vatatzes y llegó a un acuerdo con él para firmar una alianza greco-búlgara contra el Imperio Latino. Manuel de Tesalónica entró igualmente en la alianza, pero sólo podía desempeñar un papel de comparsa.

El viraje político de Asen II exigía igualmente un cambio de orientación eclesiástica. La unión con la Iglesia romana decretada por Kaloján no se había asentado, sin duda, con profundas raíces. Pero la subordinación a la Iglesia romana, aunque fuera nominal, era impensable para Asen II en un momento en que había tomado la iniciativa de los emperadores ortodoxos en su pacto antilatino. Se hacía preciso constituir en Tirnovo un patriarcado ortodoxo, para lo que hacía falta el acuerdo de Nicea y de los patriarcados orientales. Tras prolongadas negociaciones, las autoridades políticas y religiosas de Nicea otorgaron su consentimiento para la fundación del patriarcado búlgaro. El Imperio Búlgaro obtenía, de esta forma, autonomía eclesiástica. Pero, al igual que el arzobispado autocéfalo de Serbia, el patriarcado búlgaro comenzó por reconocer la supremacía de Nicea, por lo que tuvo que mencionar al patriarca bizantino en las oraciones de su Iglesia, así como pagarle tributo. En la primavera de 1235 se firmó el tratado de alianza en Gallípoli, ciudad conquistada poco antes por Vatatzes, y después se celebró con gran pompa en Lampsaca el matrimonio del hijo del emperador, Teodoro (II) Láscaris, con la hija del zar búlgaro, en un principio destinada a ser la esposa de Balduino II. En esta misma ocasión se pronunció el consentimiento solemne de los patriarcas orientales a la nueva dignidad del jefe de la iglesia búlgara.

Los aliados pusieron manos a la obra inmediatamente e iniciaron el sitio de Constantinopla por tierra y por mar. Las hostilidades, interrumpidas ante la llegada del invierno, fueron reemprendidas en 1236. La ciudad sitiada resistió gracias al auxilio de la flota veneciana. Pero la situación era tan crítica que el joven Balduino abandonó Constantinopla para pedir socorro en Occidente. La Constantinopla latina debió su salvación al escaso entendimiento entre los asaltantes. El zar de los búlgaros cambió una vez más de política Acababa de darse cuenta, un poco tarde, pero con toda razón, que la caída de la dominación latina favorecería sobre todo al Imperio de Nicea y que este Imperio era un vecino mucho más peligroso que el moribundo Imperio Latino. Rompió su acuerdo con Vatatzes, entró en contacto con los latinos y con su ayuda y la de los cumanos inició las hostilidades contra su aliado de la víspera. Los aliados, búlgaros, latinos y cumanos sitiaban ya Tzurullon, una importante base tracia en Nicea cuando las vacilaciones políticas de los búlgaros provocaron un nuevo y último viraje, consecuencia, en esta ocasión, de una gran crisis interna. En Tornovo se produjo una peste y la esposa, uno de los hijos de Asen y el patriarca murieron uno después de otro, y el zar vio en ello el castigo divino a su perjurio a Juan Vatatzes. Se retiró de Tzurulón y firmó la paz con el emperador de Nicea (finales de 1237). Las tropas latino-cumanas se apoderaron durante algún tiempo de esta plaza, pero este hecho no pudo cambiar por sí solo la orientación favorable para el Imperio de Nicea que habían tomado los acontecimientos. En 1241 moría Juan Asen II y, poco después la invasión de los mongoles precipitó el hundimiento del poder búlgaro. Juan Vatatzes no tenía, a partir de este momento, ningún competidor realmente serio. Había saltado en pedazos la obsesión conquistadora del osado emperador de Tesalónica, las ambiciones poderosas pero poco consistentes del zar búlgaro habían perdido su primera fuerza y el Imperio Latino de Constantinopla no era ya, desde hacía bastante tiempo, más que el envite de la política de las potencias limítrofes y su existencia sólo perduraba por el desacuerdo de sus enemigos. El emperador de Nicea podía recoger en estos momentos los frutos de su superioridad política, de su inteligente contemporización y de su ponderación.

A partir de 1242 inició una campaña contra Tesalónica, donde reinaba a la sazón Juan Angel, asistido por su padre Teodoro, puesto en libertad por Asen II. Una marcha triunfal le había llevado a las puertas de la capital de Grecia occidental cuando la invasión de Asia Menor por los mongoles exigió su presencia y le forzó a firmar la paz. A pesar de esta interrupción prematura, esta guerra tuvo sus resultados positivos.

A partir de estos momentos, el Imperio griego de occidente renunció a su rivalidad con el Imperio de Nicea, sin duda mucho más poderoso. El soberano de Tesalónica dejó de emplear las insignias imperiales y se contentó con el título de déspota que le había sido concedido por Vatatzes.

La invasión mongola trastornó profundamente toda Europa oriental y el Asia anterior. El poder ruso sucumbió a los conquistadores y cayó durante más de dos siglos bajo el yugo de los tártaros, que fundaron en el curso inferior del Volga y del Don la Horda de Oro. Polonia, Silesia, Bohemia y Moravia, Hungría, toda la región danubiana fueron devastadas por los mongoles, que llegaron hasta el litoral adriático. Al regreso, atravesaron la Península Balcánica, devastaron los países eslavos meridionales y sometieron a Bulgaria al pago de tributo. Al mismo tiempo penetraron con el mismo desenfrenado furor en Asia anterior. El vecino oriental del Imperio de Nicea, el sultanato de Rum, así como el pequeño Imperio de Trebisonda, vieron su existencia amenazada, y la misma Nicea se vio amenazada. Para defenderse frente al enemigo común, Juan Vatatzes concluyó una alianza con el sultán de Ikonium (1243). Pero, ¿qué resistencia seria hubieran podido oponer estos pequeños Estados de Asia Menor a un enemigo cuyo poder se extendía desde el océano Pacífico hasta Europa central? Derrotado estrepitosamente por los mongoles, el Imperio de Trebisonda pasó a ser su vasallo tributario y el sultán de Ikonium se comprometió a pagar tributo. A este precio, tanto el Imperio de Trebisonda como el sultanato de Ikonium vieron su existencia garantizada, pues otras empresas mayores desviaron a los mongoles de Asia Menor. En cuanto al Imperio de Nicea no se vio amenazado y consiguió una ventaja importante frente al debilitamiento de sus vecinos orientales.

Juan Vatatzes se pudo volver de nuevo hacia los Balcanes y consiguió en 1246, con un despliegue modesto de fuerzas, una victoria decisiva, tanto sobre los búlgaros como sobre el Imperio griego occidental. El Imperio Búlgaro, todavía no hace mucho la principal potencia de los Balcanes, en estos momentos tributario de los mongoles y gobernado por los hijos, menores de edad, de Asen II, se encontraba en una situación desesperada. La repentina muerte de Kolomán (1241-1246), al que sucedió su hermanastro, aún más joven, Miguel (1246-1256), aumentó todavía más la confusión reinante. Sin encontrar ninguna oposición, Vatatzes se apoderó de las regiones que Juan Asen II había arrebatado en otros tiempos al Imperio griego occidental y extendió su dominación, en Tracia, hasta el curso superior de Maritza y, en Macedonia, hasta las orillas del Vardar.

Después se volvió, con un éxito parecido, contra Tesalónica, donde los descendientes de Teodoro detentaban una autoridad ficticia. Contando con el apoyo de un importante partido de oposición que deseaba su llegada, Vatatzes entró, sin combate, en Tesalónica en diciembre de 1246. Despojado de su antiguo poder y después de su mismo título imperial, el Imperio de Teodoro Angel acababa su existencia. El mismo Teodoro tuvo que conformarse con una propiedad en la región de Vodena, mientras que su hijo Demetrio, el último soberano de Tesalónica (1244-1246) fue llevado como prisionero a Asia Menor. Tesalónica fue, a partir de entonces, la residencia del gobernador general de las posesiones europeas del Imperio de Nicea, Andrónico Paleólogo. Su hijo, el futuro emperador Miguel VIII Paleólogo, asumió el mando sobre Serres y Melnik. El antiguo núcleo del Imperio griego occidental, Epiro, se había separado ya de Tesalónica desde hacía unos diez años y mantuvo, así como Tesalia, su independencia, bajo el mando del déspota Miguel II, hijo natural de Miguel I Angel. Para evitar nuevas complicaciones, Vatatzes concluyó con Miguel II un tratado de amistad y casó a su nieta, María, con su hijo y heredero, Nicéforo (1249). Bajo la influencia de Teodoro, cuyo temperamento inquieto no se detenía ante nada, Miguel rompió el acuerdo y se apoderó de numerosas ciudades del Imperio de Nicea en Macedonia. El conflicto armado que provocó tomó, de esta forma, un cariz negativo, por lo que tuvo que aceptar unas condiciones de paz dictadas por los emisarios imperiales en Larisa y cedió al emperador de Nicea, además de las ciudades recientemente ocupadas, la porción de Macedonia occidental conquistada a los búlgaros, así como Kroja, en Albania, y le envió como rehén a su hijo Nicéforo (1252). Tuvo también que entregar a Teodoro Angel, que terminó así su accidentada existencia en una cárcel de Nicea.

Juan Vatatzes mantuvo relaciones muy vivas con los dos poderes hegemónicos en Occidente, el Papado y el Imperio alemán. Tuvo relaciones particularmente amistosas con Federico II de Hohenstaufen, el soberano más importante del siglo XIII. El conflicto que el uno mantenía con el Papado y el otro con el Imperio Latino les aproximaron mucho y les convirtieron en aliados. Para sellar esta alianza, Juan Vatatzes casó, a la muerte de su primera esposa, Irene Láscaris, con Constanza, hija de Federico. Este expresa en sus cartas a Juan Vatatzes una abierta admiración y simpatía por los griegos, a los que «éste que se califica de sumo sacerdote (se refiere al Papa) no se avergüenza de condenar como herejes y a quienes se extiende la fe cristiana, llegando así a los remotos confines de la tierra» Esta alianza, que no tuvo consecuencias decisivas, aumentó sin ninguna duda el prestigio del Imperio de Nicea.

Como casi todos los emperadores bizantinos de los últimos siglos del Imperio, Juan Vatatzes llevó a cabo negociaciones tendentes a la consecución de la unión de las Iglesias. Ponía como condición previa a la unión, el sacrificio del Imperio Latino. En un principio, los contactos no dieron mayor fruto que otras conversaciones unionistas de épocas anteriores y el acercamiento entre el emperador griego y Federico II contribuyó a agravar las dificultades. Pero durante el pontificado de Inocencio IV, las negociaciones llegaron a un punto prometedor, sobre todo después de la muerte de Federico II. Inocencio IV, como clarividente político que era, era consciente de que la adquisición de un Imperio como el de Nicea, en pleno auge, sería mucho más útil para la causa romana que la conservación de un Imperio, como el latino, en plena descomposición. De la misma forma que el emperador griego estaba dispuesto a comprar Constantinopla pagando el precio de la independencia de su Iglesia, así también el Papa lo estaba a abandonar al Imperio Latino a cambio de esta unión de las Iglesias. La proximidad de las posiciones parecía mayor que nunca. Pero tampoco en esta ocasión se dio el paso definitivo. El apoyo de Roma, comprado con concesiones importantes, dejó de ser preciso. Los días de la Constantinopla latina estaban contados. Gracias a las grandes victorias de Juan Vatatzes, el restablecimiento del Imperio Bizantino a orillas del Bósforo era sólo una cuestión de tiempo.

Vatatzes había más que doblado la extensión del Imperio de Nicea. Sus posesiones de Asia Menor estaban sólidamente asentadas y una gran porción de la Península Balcánica estaba en su poder. Habían sido eliminados los antiguos rivales del Imperio de Nicea, como el Imperio griego occidental, que había dejado de existir, y el despotado de Epiro, que había quedado marginado, mientras que el exhausto Imperio Búlgaro ya no representaba ningún peligro. El Imperio Latino, por su parte, estaba agonizando. Su situación era tan miserable que Balduino II había tenido que entregar a su hijo único y heredero, Felipe, a los mercaderes venecianos para obtener un empréstito que paliase su constante necesidad de dinero. En lo referente a los territorios, el Imperio Latino quedaba reducido a los arrabales de Constantinopla y estaba rodeado por las posesiones de Nicea. Bastaba un último esfuerzo para apoderarse de la ciudad imperial y coronar de este modo toda la empresa. Gracias a Vatatzes, se reunían ya todas las condiciones para lograrlo y fue merced a él, sobre todo, por lo que el Imperio Bizantino consiguió su restablecimiento.

La acción interior de Vatatzes no es menos importante que su obra de política exterior. Se esforzó por elevar el nivel de la aplicación de justicia y combatió los tradicionales abusos de la administración. Con la ayuda de su mujer, Irene Láscaris, se ocupó en la disminución de la miseria de las clases más desheredadas y fundó numerosos hospitales e instituciones de caridad. La construcción de magníficas iglesias llenó las exigencias religiosas de los bizantinos, del mismo modo que la erección de fortalezas colmó sus exigencias militares. Siguiendo las mejores tradiciones del Estado bizantino, Juan Vatatzes instituyó bienes militares y reforzó los efectivos del ejército instalando como stratiotes en las regiones fronterizas —Tracia y Macedonia por una parte y el valle del Meandro y Frigia por otra— a los cumanos rechazados por los mongoles. De esta forma se restableció en Oriente el sistema defensivo fronterizo. El historiador bizantino Jorge Paquimero ve en ello, con razón, una de las más importantes realizaciones del Estado de Nicea

Particularmente importantes fueron las medidas económicas de Juan Vatatzes, que produjeron un bienestar como el Imperio Bizantino no había conocido desde hacía mucho tiempo. El emperador se ocupó preferentemente en la recuperación de las actividades agrícolas y ganaderas y en el terreno agrario predicó con el ejemplo. Los dominios imperiales sirvieron de modelo y demostraron a los súbditos cuáles podían ser los rendimientos de una gestión atenta y cuidadosa de los campos, viñedos o de los rebaños. El emperador regaló a su esposa una corona adornada con perlas y piedras preciosas que había mandado hacer con el producto de la venta de los huevos de sus granjas. Esta «corona de huevos», como el mismo emperador gustaba llamarla, simbolizaba para él todo un programa. El principio supremo de su política económica era la consecución de la independencia económica de su país. Se esforzó por liberar al Imperio de las importaciones de productos extranjeros y, al mismo tiempo, de la hegemonía económica de las ciudades italianas. Prohibió totalmente a sus súbditos la compra de artículos suntuarios extranjeros. Todo el mundo debía de contentarse «con lo que produce el suelo romano y con lo que fabrican las manos romanas». Este proteccionismo, a pesar de sus justificaciones de carácter moral, iba dirigido, sin duda, contra Venecia. La adopción de medidas aduaneras contra las importaciones venecianas hubieran provocado graves complicaciones, al ir en contra de los arreglos comerciales que llevaban la firma de todos los emperadores bizantinos, desde Alejo I Comneno hasta Teodoro I Láscaris. Por el contrario, nadie podía culpar al emperador por prohibir a sus súbditos gozar de un lujo excesivo. Sin embargo, las telas preciosas y los metales llegaban al Imperio desde el vecino sultanato de Ikonium. La invasión mongola, que se había detenido ante el Imperio de Nicea pero había producido desastres en los Estados vecinos, favoreció enormemente a la economía bizantina. Los turcos tuvieron que comprar a los bizantinos productos alimenticios que pagaban a elevados precios o con mercancías de valor. De este modo, el Imperio de Nicea, a pesar de las frecuentes guerras, no atravesó una situación de crisis de numerario. La situación financiera y económi­ca del Estado de Nicea fue mucho más saneada en tiempos de Juan Vatatzes que la del Imperio bizantino en la época de los últimos Comneno y de los Angel. El mismo Estado estuvo en situación más saneada, lo cual es una prueba fehaciente de que aún no estaba agotada la vitalidad de Bizancio y que era, por tanto, posible una regeneración del Imperio Bizantino.

Juan Vatatzes, que sufrió en sus últimos días graves ataques epilépticos, murió el 3 de noviembre de 1254. Sus extraordinarias cualidades obtuvieron un total reconocimiento. Medio siglo después de su muerte fue proclamado santo y, desde entonces hasta una época muy reciente se ha celebrado anualmente la memoria del emperador Juan el Misericordioso en la iglesia de Magnesia, erigida por él y que se convirtió en su última morada, así como en el Ninfea, su residencia preferida.

3.

En VISPERAS DE LA RESTAURACION

 

Si Juan Vatatzes había reunido tras sus grandes victorias una gran parte de los territorios bizantinos y había constituido en ellas un sólido Estado, como hacía tiempo que no conocía otro el Imperio Bizantino, el reinado de Teodoro II Láscaris (1254-58) demostró que el Imperio de Nicea no desmerecía tampoco en el terreno cultural en relación con la antigua Bizancio. Juan Vatatzes había dado un fuerte impulso a la enseñanza en el Imperio y mostrado un vivo interés por la ciencia. Su hijo, que había sido discípulo de un hombre de tan amplios conocimientos como Nicéforo Blemmydes, era también un sabio y un escritor fecundo. Antes de su acceso al trono se había dedicado a la investigación científica, a los estudios filosóficos y a las meditaciones teológicas. Cuando llegó al poder, Teodoro II, que había heredado de su madre el apellido imperial de Láscaris, convirtió la corte de Nicea en un centro científico, Nicea se parangonó en aquel momento con la Atenas antigua. Alrededor de este soberano, ávido de conocimientos científicos, se reunieron muchos espíritus cultivados. El Imperio de Nicea conoció, de este modo, un renacimiento intelectual que recordaba a la época de Constantino VII Porfirogeneta. Pero, en contraste con Constantino Porfirogeneta, Teodoro II no era solamente un hombre de libros, sino que era al mismo tiempo un hombre de acción, a pesar de la terrible enfermedad que le consumía, ya que, como su padre, pero en un grado mucho más grave, sufría ataques epilépticos. Teodoro II estaba imbuido de elevadas ideas en tomo a la dignidad imperial y gobernó el Estado personalmente y a voluntad. Su carácter autoritario y voluntarioso le hizo apartar de él a los hombres más poderosos del Imperio, que se convirtieron así en sus enemigos. No quiso saber nada de los privilegios de la aristocracia. Su principal consejero era Jorge Mulazón, un hombre de baja extracción social. Intentó dominar a la Iglesia del mismo modo que al Estado. Elevó al solio patriarcal al monje Arsenio, asceta de limita­da inteligencia. Se mostró muy reservado en sus relaciones con Roma, manifestando una gran frialdad hacia los planes de unión concebidos por su padre. No se planteó en ningún momento la subordinación de la iglesia griega a la latina. Solamente se podría llegar a la unión sobre la base de una plena igualdad, y correspondería al emperador la resolución de las posibles controversias, en su calidad de árbitro imparcial. Esta orgullosa actitud era consecuencia, como es lógico, de los grandes éxitos de la política exterior de Juan Vatatzes, que había demostrado la inutilidad del apoyo del Papado en la lucha por recuperar Constantinopla,

El corto reinado de Teodoro II no supuso cambios importantes en la política exterior, aunque tampoco aproximó a los bizantinos a su objetivo final: la reconquista de Constantinopla. Consiguió, por lo menos, conservar las posiciones conquistadas frente a todos aquellos enemigos a quienes la muerte de Juan Vatatzes había animado, al parecer, en sus ataques contra el Imperio. Cabía esperar graves complicaciones de la alianza entre los selyúcidas y Miguel Paleólogo, que, sospechoso de alta traición se había refugiado en la corte del sultán de Ikonium, que apoyaba sus aspiraciones al trono. Pero una nueva invasión de los mongoles dio la vuelta a la situación y el sultán, en vez de atacar a los griegos solicitó su apoyo y Miguel Paleólogo tuvo que reconciliarse con el emperador. En esta ocasión, los bizantinos hicieron una alianza más estrecha con los mongoles, que les enviaron una embajada, a la que recibieron con un boato teatral, destinado a convencer a los dueños del Asia anterior del poder invencible y las riquezas inagotables del Imperio de Nicea.

En los Balcanes, el Imperio tuvo que luchar contra Bulgaria y el despotado de Epiro. El joven zar de los búlgaros, Miguel Asen, se había apoderado de una gran parte de los territorios conquistados a los búlgaros por Juan Vatatzes en Tracia y en Macedonia. Tras dos sangrientas campañas, fue rechazado en 1256 y firmó un tratado de paz ventajoso para el Imperio de Nicea. Poco después, la distensión se vio favorecida por la caída de Miguel Asen, por los problemas internos que se produjeron a continuación en Bulgaria y por el acceso al trono de Constantino Tich (1257-1277), un vástago de los Nemánjidas, que contrajo matrimonio con Irene, hija de Teodoro II. También con el Epiro se llegó a una alianza matrimonial, ya planeada por Juan Vatatzes, casando Nicéforo, hijo del déspota Miguel II, con la hija del emperador, María, y Teodoro aprovechó la oportunidad para extender su soberanía hasta Dyrraquio y la plaza macedonia de Serbia. Pero esta ventaja le costó la amistad del Despotado y en 1257 estalló una guerra difícil y cambiante entre los dos Estados griegos. En el transcurso de la guerra de Bulgaria, y en especial en la del Epiro, se hizo patente un factor peligroso: la creciente oposición del emperador y las familias aristocráticas del Imperio, que ocupaban los puestos más importantes dentro del ejército. Teodoro II les hizo responsables de algunos fracasos, y existían realmente razones para dudar de la lealtad de los jefes del ejército respecto a un emperador enemigo de la nobleza. Pero los numerosos procesos emprendidos contra los representantes de la aristocracia y los duros castigos que les infringía el emperador, inspirado por una irritación morbosa, sólo sirvieron para envenenar aún más las relaciones. Al luchar contra las aspiraciones de la aristocracia, Teodoro II forzó en exceso la situación y provocó un con­flicto que tuvo como desenlace la caída de la dinastía de los Láscaris.

Cuando finalmente murió, a los treinta y seis años, víctima de su terrible enfermedad (agosto de 1258), la corona recayó en su hijo Juan IV, que contaba siete años. Teodoro II había nombrado como regente de su hijo a su amigo Jorge Muzalón, sin tener en cuenta el odio encarnizado que la aristocracia profesaba a este advenedizo. Este odio fue más fuerte que el juramento prestado al emperador en su lecho de muerte y al propio Jorge Muzalón por los grandes y Miguel Paleólogo al frente de ellos. El noveno día después de la muerte de Teodoro II, en el transcurso de la misa celebrada por el alma del emperador difunto, Jorge Muzalón y su hermano fueron atacados en la iglesia y muertos ante el altar. La regencia pasó a Miguel Paleólogo, el representante más capaz y más conocido de la aristocracia. Procedente de una vieja familia aristocrática, había casado con Teodora, sobrina-nieta de Juan Vatatzes, y contaba entre sus antepasados a miembros de antiguas familias imperiales; general brillante, gozaba del afecto de las tropas y en particular de los mercenarios latinos. Hombre de carácter conciliador, contaba con partidarios en todos los medios y en especial entre el alto clero. De este modo fue promovido al cargo de Megaduque y más tarde al de Déspota, pero estas dignidades no eran para él sino un primer paso hacia la dignidad suprema: en el transcurso de los años 1258-1259 recibió la corona imperial en calidad de emperador asociado al pequeño Juan Láscaris.

La fulgurante ascensión de Miguel Paleólogo no se debía únicamente a su extraordinaria habilidad, sino también a las dificultades exteriores, que exigían un gobierno sólido. Manfredo de Sicilia, al revés que su padre Federico II, era un enemigo declarado del Imperio de Nicea. El creciente poder del Imperio Bizantino, que desde mediados del siglo se encaminaba a marchas forzadas hacia una restauración y que había reducido al Imperio Latino al perímetro urbano de Constantinopla, llevó a Manfredo a volver a la política antibizantina de Enrique VI y de los reyes normandos de Sicilia. En 1258 se había apoderado de Corfú y a continuación de las ciudades más importantes de la costa del Epiro, como Dirraquio, adquirida poco antes por Teodoro II Láscaris, y Avlona y Butrinto, que pertenecían al déspota Miguel II. Para el déspota de Epiro valía más la amistad del rey de Sicilia que estas dos ciudades, por lo que firmó con él una alianza contra el Imperio de Nicea, concediéndole a su hija como esposa y las ciudades conquistadas en calidad de dote. Guillermo Villehardouin, príncipe de Acaya, se incorporó también a la alianza, casándose también con una hija de Miguel II. La estrella del príncipe de Acaya estaba en auge en aquellos momentos, ya que el vecino ducado de Atenas y el triunvirato de Euboea le habían reconocido como soberano. Esta triple alianza encontró también el apoyo del rey de los servios Uros I, cuyo poder estaba también aumentado. El resultado de ello fue una fuerte coalición que amenazaba con hacer fracasar en el último momento la obra restauradora de Nicea. Las fuerzas separatistas del Estado rival de Grecia occidental, así como las fuerzas latinas de Grecia, se habían aliado con el rey de Sicilia con el propósito de llevar una guerra de destrucción contra el Imperio de Nicea.

La lucha contra la triple alianza fue la primera gran prueba que tuvo que afrontar Miguel VIII, y supo salir brillante vencedor de la situación en que estaba en juego la suerte del Imperio. Su hermano, el sebastocrátor Juan Paleólogo, se lanzó contra las fuerzas de la coalición con un numeroso ejército en el que había numerosos contingentes de cumanos y selyúcidas. En el otoño de 1259, los aliados sufrieron una derrota aplastante en el valle de Pelagonia, donde murieron los cuatrocientos caballeros que había enviado el rey Manfredo, y Guillermo de Villehardouin fue hecho prisionero. El despotado de Epiro parecía perdido con la entrada en Arta de las tropas imperiales, y su recuperación se debió únicamente a la ayuda llegada desde Sicilia. Ya no existía en las proximidades ningún poder territorial capaz de frenar la restauración bizantina. La única fuente posible de conflictos estaba en la república marítima de Venecia, que había sido la responsable de la aparición del Imperio Latino de Constantinopla y había sido la principal beneficiada de la situación originada en 1204. Para protegerse de esta amenaza, Miguel VIII inició conversaciones con los genoveses, rivales de Venecia. El 13 de marzo de 1261 se firmó el famosísimo tratado de Ninfea, que puso los cimientos de la grandeza de los genoveses en Oriente, al igual que el de 1082 había servido de punto de arranque de la de Venecia. Los genoveses se comprometían a prestar ayuda militar al Imperio en tiempo de guerra, obteniendo como contrapartida unos privilegios desorbitantes, como la exención de impuestos en todo el Imperio, al mismo tiempo que se les garantizaban los mercados en los puertos más importantes del Imperio, comprendida Constantinopla a partir del momento de su reconquista. En resumen, Genova obtenía de esta forma la hegemonía comercial en Oriente, que desde finales del siglo XI había correspondido a Venecia. De hecho Bizancio se convirtió en prisionera de ambas repúblicas marítimas, que fueron dejando progresivamente en segundo plano la cuestión de su potencia marítima y de su comercio.

El gran acontecimiento al que durante dos generaciones se habían subordinado todos los pensamientos de los bizantinos, cuyos preparativos diplomáticos y militares habían llevado a cabo con la mayor circunspección, se llevó a cabo, finalmente, con la mayor facilidad. Fue casi una casualidad la que acabó con el último suspiro del moribundo Imperio Latino y permitió a los bizantinos la recuperación de Constantinopla. El general bizantino Alejo Strategopulos, que había sido enviado a Tracia con escasas fuerzas para vigilar la frontera búlgara, pasó cerca de Constantinopla y constató, con gran sorpresa, que la capital apenas estaba defendida. La tregua de un año de duración, firmada en agosto de 1260, aún no había expirado y la flota veneciana, así como una parte importante de la guarnición latina, habían ido a poner sitio a la ciudad de Daphnousion, en una isla meridional del Mar Negro. Sin esperar más, Strategopulos se lanzó contra la ciudad indefensa y se apoderó de ella en las primeras horas del día 25 de julio de 1261, prácticamente sin lucha. La huida de Balduino II y de sus tropas puso fin a la dominación latina de Constantinopla,

El 15 de agosto, el emperador Miguel VIII hizo su entrada solemne en la ciudad fundada por Constantino el Grande. A lo largo de los cincuenta y siete años de dominación latina, Constantinopla había perdido gran parte de su esplendor y riqueza. El bárbaro saqueo de 1204 había sido continuado de un pillaje sistemático de los tesoros bizantinos que habían sido enviados hacia Occidente, pues el Imperio Latino, debido a los temores de su supervivencia y a la falta de recursos, había encontrado en este procedimiento un medio para conseguir el apoyo de las potencias occidentales. Las iglesias estaban vacías y habían sido despojados de sus ornamentos y de sus reliquias más preciadas y el palacio de Blaquerna había sido devastado. La alegría del pueblo bizantino era por ello inmensa en este memorable día. La recepción del emperador en la ciudad liberada revistió el carácter de una fiesta religiosa. Una comitiva portando la imagen de la Hodigritia, atribuida a San Lucas, salió a su encuentro. A pie, «en calidad más de cristiano que de emperador», el emperador Miguel VIII se dirigió en solemne procesión al monasterio de Studios y de allí a Santa Sofía. En ella, convertida de nuevo en iglesia ortodoxa, y en la que los últimos emperadores de Bizancio habían recibido la corona, el patriarca procedió, en el mes de septiembre, a una nueva coronación de Miguel y de su esposa Teodora. Este solemne acto simbolizaba la restauración del Imperio Bizantino en la ciudad imperial, en la que empezaba una vida nueva. En el mismo acto fue proclamado basileus y presunto heredero el hijo, aún menor, del emperador, Andrónico, que contaba solamente tres años. Con ello se había dado el paso decisivo para la fundación de la nueva dinastía

El emperador legítimo Juan IV Láscaris fue, por el contrario, apartado de todas las celebraciones y algunos meses más tarde fue cegado por orden de Miguel VIII. De la misma manera que Andrónico Comneno se había deshecho del hijo de Manuel, Miguel se había librado del último Láscaris cuyos derechos había jurado defender. Pero mientras que Andrónico había conocido un desgraciado y terrible final, el hábil Paleólogo consiguió establecer una autoridad duradera y fundar la dinastía más larga de toda la historia bizantina, la dinastía que debía de regir los destinos del Imperio hasta su desaparición.

 

4.

Bizancio convertida de nuevo en una gran potencia:

Miguel VIII

 

El Imperio Bizantino había recuperado su hegemonía en el sudeste a partir del reinado de Juan Vatatzes, pero no recuperó el rango de gran potencia hasta la conquista de Constantinopla. Es cierto que la reconquista de la capital no fue, en sí misma, más que el resultado final de los éxitos políticos y militares iniciados muchos años antes, ya que cayó en manos bizantinas como fruta madura. Pero, tras la reconquista de la ciudad imperial del Bósforo, la posición internacional del Imperio Bizantino cambió repentinamente. Bizancio recuperó su decisiva influencia sobre la configuración política del sistema de Estados europeos y volvió a ser uno de los principales focos de la política de las potencias mediterráneas.

La recuperación del rango de gran potencia comportaba también sus riesgos. Eran precisos, para mantenerlos, medios y fuerzas mayores que los que poseía el imperio en aquel momento. Significaba echarse encima nuevas tareas y nuevas cargas, lo que provocaba la necesidad de contar con un ejército más numeroso y una flota más poderosa. Al mismo tiempo, la capital recuperada estaba destrozada y exigía reparaciones, con lo que se gastaba en ella enormes sumas, imponiéndose a las provincias una pesada carga. Desde finales del siglo XII se había hecho también patente que los bizantinos ya no estaban en condiciones de hacer valer su antigua posición de gran potencia. Tras la pérdida de Asia Menor, fundaron un Estado que tuvo una fortaleza interior mayor que la del antiguo Imperio. Pero este Estado provincial no constituyó nunca para ellos un fin en sí mismo, sino que no era más que una cabeza de puente para intentar recobrar su antigua hegemonía, y fue así como consi­guieron restablecer, pagando el precio de una heroica lucha, la situación que ya en otro tiempo se había manifestado como insostenible.

Pero la dominación latina había dejado huellas muy profundas y el organismo del Estado bizantino tenía unas heridas que la restauración de su cabeza no era capaz de curar por sí sola. Una enorme cabeza, Constantinopla, se apoyaba sobre un cuerpo debilitado y amenazado por todas partes. Las ciudades marítimas italianas detentaban la soberanía de las aguas bizantinas y sus colonias estaban repartidas por todo el Imperio. La mayor parte de las islas de la cuenca oriental del Mediterráneo estaban bajo su dependencia. Grecia continuaba estando bajo la dominación latina y, por su parte, el despotado de Epiro, bajo autoridad griega, se había alejado, juntamente con Tesalia, de la empresa de unificación y perseveraba en su hostilidad con respecto al Imperio Bizantino. El norte de la Península Balcánica estaba en manos de los dos reinos eslavos de los búlgaros y los serbios, que se habían formado a expensas del Imperio Bizantino. Es cierto que ninguna de estas potencias estaba en condiciones de lanzar un ataque en gran escala contra Bizancio, pero todas estaban dispuestas a apoyar cualquier empresa occidental dirigida contra Bizancio. El restablecido Imperio Bizantino tampoco carecía de enemigos en Occidente, ya que todas las potencias occidentales habían mostrado interés en la perduración del Imperio Latino. De esta forma, cabía esperar de ellas un ataque en cualquier momento. La coalición de las potencias antibizantinas de Occidente y de los Balcanes hubiera constituido un peligro mortal para el Imperio recién restaurado. Sólo se podía evitar este riesgo con unas hábiles maniobras y, por fortuna, los manejos diplomáticos eran el fuerte de Miguel VIII.

La doble tarea que se impuso el emperador Paleólogo consistió, por una parte, en llevar a cabo medidas diplomáticas contra los planes de ataque occidentales y, por otra, en el restablecimiento de la dominación bizantina en los antiguos territorios imperiales mediante la liquidación del despotado de Epiro y de los restos latinos de Grecia. Para tener éxito en este segundo punto era preciso, previamente, solucionar favorablemente el primero. El punto central de los ataques contra Bizancio estaba en Sicilia, tanto en tiempos de Manfredo como de Carlos de Anjou. Y fue precisamente por ello por lo que las relaciones con Sicilia constituyeron el eje sobre el que giró la política de Miguel VIII a lo largo de todo su reinado. Por otra parte, los planes de conquista sicilianos no podían tener eficacia real si el Papa no les daba su apoyo, y por ello el Paleólogo dedicó sus mejores esfuerzos a impedir la coalición del reino de Sicilia con Roma. Mientras Manfredo reinó en Sicilia, todo fue muy fácil. Es cierto que la opinión romana se mostró, en un principio, hostil hacia el Imperio restaurado, ya que el Papado no podía ver con buenos ojos cómo la Iglesia romana perdía Constantinopla, así como un Imperio griego cismático en sustitución de otro latino. Urbano IV (1261-1264) comenzó dando su apoyo moral a los francos de Grecia que luchaban contra Bizancio y excomulgó a los genoveses, que no habían querido renunciar a su alianza con el emperador bizantino. Pero el viejo odio de Roma contra los Hohenstaufen obstaculizaba la posibilidad de una alianza del Papado con el rey Manfredo. Lejos de apoyar los planes de conquista de Manfredo, Urbano IV se esforzó, por el contrario, en terminar con la dominación de los Hohenstaufen en Italia meridional y ofreció el reino de Sicilia a Carlos de Anjou, hermano del rey de Francia. AI explotar la oposición entre Roma y los Hohenstaufen, Miguel VIII se fue ganando la confianza de Roma mediante promesas de unión —cebo mantenido constantemente en reserva por la política romana de Bizancio— y fue provocando en el Papa un cambio de opinión.

Este se había convertido en un punto tanto más importante cuanto que los esfuerzos de recuperación de los Balcanes, que obligaban al Imperio a combatir en diferentes frentes a la vez y a dispersar sus fuerzas, no siempre llegaron a feliz término. En un principio, el emperador había parecido estar en una posición muy favorable con respecto a la Grecia franca, ya que Guillermo II Villehardouin había sido hecho prisionero en la batalla de Pelagonia. Y Miguel VIII le había impuesto condiciones para dejarle volver a Acaya —a fines de 1261— y recuperar el poder. Guillermo II prestó juramento de fidelidad y homenaje al emperador, recibió el título de Gran Doméstico y tuvo que ceder a Bizancio las ciudades de Monemvasia, Mistra, Maína y Hierakon. Pero Villehardouin no cumplió su juramento durante mucho tiempo. Obtuvo de Roma —ya que aún no se había roto el hielo entre Bizancio y Roma— dispensa a su juramento prestado en Constantinopla. Además, encontró una eficaz ayuda en la república de Venecia, la poderosa adversario del Imperio Bizantino, y cuyos intereses se habían visto gravemente perjudicados por la caída del Imperio Latino, por la aparición del nuevo Imperio Griego y la alianza entre Bizancio y Génova. La guerra estalló. Miguel VIII envió al Peloponeso un poderoso ejército, que contaba, entre otras fuerzas, con cinco mil mercenarios selyúcidas, al mando de su hermano el sebastocrátor Constantino y comenzó entonces la rápida y victoriosa ofensiva de los bizantinos. Al mismo tiempo, una flota bizantino-genovesa atacaba a las islas latinas. Simultáneamente, se ampliaban las hostilidades contra Epiro y Bulgaria. Aprovechando las dificultades internas búlgaras, Miguel VIII se apoderó, en 1262, de los puertos importantes de la costa occidental del Mar Negro, Anquialos y Mesemvria, y consiguió ampliar sensiblemente sus territorios hacia el interior a expensas de Bulgaria. En Epiro, por el contrario, el conquistador de Constantinopla, Alejo Strategopulos, que era un jefe militar muy mediocre, no tuvo mayor éxito en sus operaciones de 1262 que el que había conseguido en las primeras hostilidades de 1260. Pero el hermano del emperador, el déspota Juan Paleólogo, consiguió una importante victoria en el verano de 1264 y obligó al déspota de Epiro, Miguel II, a firmar la paz y reconocer la soberanía del emperador. El hijo de Miguel II, el déspota Nicéforo I, anteriormente casado con María, la hija de Teodoro II Láscaris, casó entonces con una sobrina de Miguel VIII.

Los combates en la Grecia meridional tomaron, por el contrario, un sesgo desfavorable, tras los primeros éxitos. La guerra se alargó, comenzaron a faltar los fondos precisos y las tropas auxiliares turcas, cuya soldada no había sido pagada con regularidad, se pasaron a los francos. Los bizantinos, que habían penetrado en el país como vencedores, sufrieron una grave derrota en Makri-Plagi, en 1264, y tuvieron que retirarse. Por otra parte, los aliados del Imperio fueron también derrotados en el mar, ya que en la primavera de 1263 la flota genovesa había sido derrotada por los venecianos frente a Settepozzi, en el golfo de Nauplia. Este acontecimiento impulsó al emperador a modificar su actitud respecto a las repúblicas marítimas italianas. Denunció el tratado de alianza con los genoveses, que le costaba grandes sumas y no le había procurado las ventajas calculadas, envió a sus puertos a los barcos genoveses y abrió negociaciones con la república de Venecia, más poderosa. El 18 de junio de 1265 se redactó un tratado de alianza con Venecia, según el cual los venecianos volvían a obtener grandes privilegios en el Imperio. Pero la ruptura con los genoveses fue pasajera. Las perspectivas se hacían más sombrías en Occidente, los venecianos demoraban indefinidamente la ratificación del tratado y Miguel VIII se apoyó de nuevo en los genoveses. Estos, a los que Venecia acababa de infligir una segunda derrota (1266), acogieron con satisfacción la propuesta del emperador. Obtenían de nuevo la libertad de comercio en todo el Imperio y la posesión de un barrio propio en Gálata, zona cercana a Constantinopla, en el Cuerno de Oro. Permanecieron en él hasta la conquista turca y Gálata se convirtió muy pronto en un floreciente emporio comercial genovés. La reanudación de las relaciones de Génova con Bizancio puso fin a las dudas de Venecia, y el 14 de abril de 1268 fue ratificado el tratado de Venecia con Bizancio, aunque sus cláusulas sobre la retirada de los genoveses carecían ya de actualidad. Pero es importante señalar que el tratado tuvo, en principio, una validez de cinco años, ya que Venecia había comenzado a practicar un nuevo sistema de acuerdos a corto plazo y revocables. Al contrario de la política que se había practicado hasta el momento, según la cual Bizancio se unía unilateralmente con una de las dos repúblicas marítimas y automáticamente se convertía en enemigo de la otra, la alianza simultánea con Génova y Venecia constituía un beneficio, en la medida en que disminuía los riesgos de una coalición, tanto de la flota genovesa como de la veneciana, con las potencias occidentales hostiles a Bizancio, al mismo tiempo que daba al emperador la posibilidad de continuar explotando la rivalidad de las repúblicas marítimas italianas y enfrentándolas entre sí.

En Occidente se habían producido importantes acontecimientos. El conde de Provenza, Carlos de Anjou, aceptando el ofrecimiento del Papa, había invadido Italia y sustituido a Manfredo en su reino, tras ser derrotado y muerto en la batalla de Benevento, el 26 de febrero de 1266. Para el Imperio Bizantino, el nuevo rey de Nápoles y Sicilia era un enemigo mucho más peligroso de lo que nunca lo fuera Manfredo. El Hohenstaufen era enemigo del Papa, mientras que el angevino, por el contrario, era su protegido, por lo que cabía el inminente peligro de una agresión contra Bizancio apoyado por Roma. De hecho, el 27 de mayo de 1267, Carlos de Anjou, de acuerdo y en presencia del mismo Papa, había firmado en Viterbo un tratado con Balduino II, el emperador latino expulsado de Constantinopla, donde se preveía un futuro reparto del Imperio Bizantino entre ambos, mientras que un matrimonio entre Beatriz, la hija de Carlos, y Felipe, el hijo de Balduino, sellaba la alianza. De este modo, Carlos de Anjou mostraba sus apetencias conquistadoras nada más apoderarse del reino de Sicilia. Muy pronto invadió Grecia, se apoderó de las posesiones de Manfredo en el Epiro y estableció una alianza con Guillermo Villehardouin. El príncipe de Acaya, cuyas fuerzas militares habían quedado exhaustas tras los combates con las tropas bizantinas, se lanzó en brazos del angevino y colocó sus territorios bajo su soberanía, estableciendo un compromiso matrimonial entre su hija heredera Isabel y un hijo de Carlos de Anjou Pero el rey de Sicilia encontró aún más aliados, pues el emperador bizantino contaba con más enemigos. Serbia y Bulgaria le ofrecieron complacidas su alianza, ya que razones políticas y dinásticas impulsaban la entrada de los eslavos meridionales en este frente antibizantino, ya que el zar de los búlgaros, Constantino Tich, era cuñado de Juan Láscaris, destronado y cegado por Miguel VIII, mientras que el rey serbio Uros I estaba casado con una princesa francesa y veía en la alianza con Carlos de Anjou el mejor medio para realizar sus apetencias expansionistas a expensas de Bizancio. Mientras tanto, la situación de Carlos de Anjou en Italia se había consolidado definitivamente y comenzó a enviar tropas y dinero a Acaya.

El Imperio Bizantino se encontraba en una situación extremadamente difícil. Sin embargo, Miguel VIII no desesperó y, ni siquiera en este momento, perdió la esperanza de ganarse al Papa, y de hecho, éste, Clemente IV, aceptó su proposición de entablar nuevas negociaciones acerca de la unión de las iglesias. Roma intentaba acabar con el cisma griego y conseguir la liberación de Tierra Santa y no la conquista del Imperio Bizantino, que era el verdadero propósito del rey de Sicilia. Los acontecimientos de 1204 habían mostrado que la ocupación pura y simple del Imperio Bizantino no había bastado para volver a unir las Iglesias. Esta clarividente política oriental de Roma no podía estar de acuerdo con los planes de conquista de Carlos de Anjou y, si en un principio, Clemente IV pareció apoyar los planes de este último, solamente fue con la intención de presionar al emperador bizantino para forzarle a una sumisión eclesiástica, lo que coadyuvaba a la victoria de la política romana y no de la angevina. A la muerte de Clemente IV (1268), y durante el largo interregno que siguió, el hábil emperador Paleólogo encontró un valioso apoyo en el rey de Francia, ya que el piadoso Luis IX alimentaba las mismas aspiraciones que el Pana: liberar los Santos Lugares y restablecer la paz entre los desunidos cristianos. Debidamente aleccionado por las embajadas del emperador bizantino, supo contener los impulsos de su belicoso hermano para que no entrase en guerra con los cristianos de Oriente. Carlos de Anjou tuvo que unirse a la cruzada contra Túnez, en el verano de 1270, de forma que su proyectada empresa contra Bizancio se vio frenada en su momento culminante. En septiembre de 1271 finalizó el interregno pontificio y, a pesar de los esfuerzos contrarios de Carlos de Anjou, en esta ocasión fue elevado al trono de San Pedro un italiano, Gregorio X, y no un francés. Gregorio no veía con simpatía los planes de conquista de Carlos de Anjou, ya que era celoso paladín de la idea de cruzada y de la unión religiosa. La unión con los griegos ocupó, más que nunca, un lugar preferente en la política oriental del Papado

Durante la ausencia de Carlos de Anjou, que había marchado a la Cruzada, la situación en la Grecia franca evolucionó de forma favorable a los bizantinos, que consiguieron fortalecer de nuevo su posición en el Peloponeso. Pero la Cruzada de Túnez fue solamente un episodio efímero y poco después de su llegada a África, Luis IX moría por la peste, mientras que Carlos de Anjou, tras una corta guerra victoriosa, volvía a Sicilia. Nuevos envíos de tropas realizados a lo largo de los años 1271-72 frenaron los avances bizantinos.

Miguel VIII se empeñó en una política de neutralización de la influencia de Carlos de Anjou en los territorios griegos y eslavos mediante la conclusión de alianzas dinásticas. El Estado griego occidental se había desmembrado a la muerte del déspota Miguel II (1271), pasando el gobierno de Epiro al heredero legítimo, el déspota Nicéforo, casado con una sobrina del emperador, mientras que Tesalia recaía en Juan, hijo ilegítimo de Miguel II. El emperador concedió a este último el título de sebastocrátor y casó a la hija de Juan con su propio sobrino, Andrónico Tarchaniotes. Todas las precauciones fueron pocas y pronto el enérgico y belicoso soberano de Tesalia se convirtió en el más encarnizado enemigo del imperio, mientras que Tarchaniotes hizo causa común con su suegro. La conclusión de una alianza entre Bizancio y el reino separatista griego era tanto más difícil cuanto que la anexión de este reino constituía un objetivo esencial de la política imperial. Estos planes reunificadores del emperador bizantino dificultaban, al mismo tiempo, cualquier aproximación con los reinos eslavos. En el fondo del pensamiento imperial no eran sólo los pequeños reinos griegos y latinos de los Balcanes los que debían unirse al Imperio restaurado, sino también los países eslavos del sur. Y este punto de vista se deducía claramente del importante ordenamiento de política eclesiástica de 1272 —que, por otra parte, no llegó a cumplirse— mediante la que Miguel VIII proyectaba arrebatar la autocefalía a las Iglesias serbia y búlgara y, siguiendo el ejemplo de Basilio II, someter a las Iglesias eslavas del sur al arzobispado griego de Ochrida. La alianza matrimonial con Serbia no pudo llegar a buen término, a pesar de que las negociaciones llegaron a estar muy avanzadas. Por el contrario, Miguel VIII consiguió una alianza con Hungría, con lo que encontraba un contrapeso a la alianza de Serbia con Carlos de Anjou. El heredero del trono bizantino, Andrónico, casó con la hija del rey de Hungría, Esteban V, siendo coronado coemperador al poco tiempo, en noviembre de 1272, y consiguiendo en el mismo momento derechos amplísimos, mayores que los que nunca hasta entonces habían poseído en Bizancio los emperadores asociados. En Bulgaria, la tensión pareció distenderse cuando en 1270 murió la zarina Irene Láscaris, y el zar de los Búlgaros, Constantino, casó con una sobrina del emperador, María, hermana de la mujer del déspota de Epiro. Pero en 1272 estalló la guerra entre búlgaros y bizantinos, penetrando aquéllos en territorio imperial, al no haber devuelto Miguel VIII al zar búlgaro los puertos de Anquialos y Mesemvria, que habían pasado bajo dominio griego en 1262 y que se habían estipulado como dote. Los búlgaros, presionados por los tártaros, cuya alianza supo ganarse hábilmente Miguel, tuvieron que retirarse y renunciar a las ciudades en litigio.

En Oriente, tres eran en aquel momento los grandes poderes políticos: los tártaros de la Horda de Oro, asentados al sur de Rusia, los mongoles del khan Hulagu, situados en Asia Anterior, y los mamelucos de Egipto. Los mongoles de Rusia y del Asia Anterior no constituían ninguna unidad que hubiera superado la separación producida en 1259. Poco después, en 1260, los mongoles de Hulagu que, en 1258, se habían apoderado de la ciudad califal de Bagdad y habían extendido su dominio sobre toda Asia Anterior, desde la India al Mediterráneo, sufrieron una grave derrota frente a los mamelucos de Egipto. Los mamelucos, que habían sido en sus inicios la guardia de los ayubíes egipcios, compuesta especialmente de cumanos y de otras tribus de las estepas de Rusia meridional, se habían convertido en 1250 en los amos de Egipto, sustituyendo la dinastía ayubí por una propia, que reinaría en Egipto hasta el siglo XVI. A partir de este momento, sus congéneres de Rusia meridional llegaron a Egipto en número creciente, lo que puso a los mamelucos en relaciones con la Horda de Oro. Debido a la común hostilidad con respecto a los mongoles de Asia Anterior, sólo podían relacionarse a través del mar. Pero el dominio del mar estaba en manos bizantinas, de forma que los mamelucos y los mongoles del sur de Rusia no podían prescindir de la alianza con el emperador de Bizancio, lo que demuestra una vez más el aumento de peso específico en la política mundial que había adquirido el Imperio recuperando Constantinopla. Esta alianza se encontró en un principio, en su contra las amistosas relaciones que Miguel VIII mantenía con los mongoles de Asia Anterior, ya que la amistad de Hulagu le proporcionaba un medio de presión sobre el sultanato de Ikonium. De esta forma, los tártaros de Rusia meridional, aliados a los búlgaros, lanzaron en 1264 una terrible ofensiva contra el imperio bizantino. El ejército griego sufrió una terrible derrota, Miguel VIII estuvo a punto de morir en la batalla y los campos de Tracia fueron devastados hasta tal punto que no podían verse en ellos «ni bueyes ni campesinos». Los tártaros llevaron a cabo en 1271 una nueva incursión devastadora, a petición de Juan de Tesalia y Andrónico Tarchaniotes. Estas incursiones y los problemas búlgaros forzaron a Miguel a solucionar sus relaciones con los tártaros de Rusia del sur. En 1272 concluyó un tratado de amistad con Nogai, gran jefe del ejército tártaro, que ejercía una influencia dominante dentro de la Horda de Oro y consiguió, como se vio después, paralizar toda acción hostil de los búlgaros contra el Imperio Bizantino. El emperador le entregó como esposa a su hija natural Eufrosina, y le envió ricos presentes. A partir de este momento, las relaciones del emperador bizantino con la Horda de Oro, así como con los mamelucos, no se vieron nuevamente turbadas y se multiplicaron las embajadas entre Bizancio y Egipto. Alrededor del círculo de alianzas antibizantinas que se cernían contra el Imperio, Miguel VIII tejió una red más amplia destinada a mantener en jaque a los enemigos del Imperio. Al igual que hacían los mongoles de Hulagu sobre el sultanato de Rum, los tártaros de Nogai ejercían ahora una presión sobre Bulgaria, mientras que los serbios tenían a sus espaldas a los húngaros, aliados del emperador, mientras que Carlos de Anjou, el gran enemigo del Imperio Bizantino, era retenido en sus deseos de atacar al Imperio por un Papado animado por la esperanza de llegar a una unión eclesiástica.

Pero desde hacía más de diez años Miguel VIII deslumbraba a Roma con sus promesas de unión, y Gregorio X deseaba, en adelante, algo más consistente. Colocó al emperador ante la alternativa de dar un sí o un no. Si se producía una sumisión eclesiástica, el Papado daba todo tipo de garantías por parte de las potencias católicas, mientras que, en caso contrario, declaraba no poder seguir frenando durante más tiempo el impulso de Carlos de Anjou. El Papa aprovechó también la oportunidad que le brindaba el vencimiento del tratado bizantino-veneciano para ejercer, también en este punto, una fuerte presión sobre Miguel. Recomendó a los venecianos la no renovación del tratado hasta que la unión no se hubiera hecho realidad. Carlos de Anjou, por su parte, llevaba a cabo ímprobos esfuerzos para atraer a Bizancio al campo de los enemigos de Bizancio. Al mismo tiempo, desplegaba la mayor actividad en los Balcanes. Concluyó un tratado de amistad con el soberano de Tesalia, furibundo anti-imperial, y envió a Morea, en el curso del año 1273, efectivos más numerosos que hasta el momento. En Albania, puerta de Bizancio, tenía ya una sólida cabeza de puente, ya que la parte católica del reino le reconocía como soberano. Reforzó aún más su alianza con Serbia y Bulgaria y, en 1273, recibió en su corte a los emisarios del zar de Bulgaria y del rey de Serbia. Todos los enemigos del Imperio, latinos y griegos, eslavos y albaneses, habían formado una gran coalición dirigida por Carlos de Anjou, que, por su alianza y parentesco que el emperador titular de Constantinopla y con el dueño de la Grecia franca, extendía sus ambiciones a la corona imperial de Bizancio.

En estas circunstancias, las amenazadas de Gregorio X significaban un tremendo deterioro de la situación, y la única salida que le quedaba al emperador griego era la sumisión a la voluntad del Papa. A pesar de la apasionada resistencia del clero bizantino, Miguel VIII llegó a un acuerdo con los legados romanos que se encontraban en Constantinopla en 1273 y consiguió, finalmente, obligar a una parte de su propio clero a la aceptación de la unión. El histórico acto tuvo lugar en el Concilio de Lyon, el 6 de julio de 1274. El gran logoteta, Jorge Akropolites, reconoció bajo juramento, en nombre del emperador, no solamente la primacía del Papa, sino también la fe romana y los miembros eclesiásticos de la embajada bizantina, el antiguo patriarca de Constantinopla Germán y el metropolitano Teófanes de Nicea, estamparon su firma al pie de la declaración imperial. Se había así convertido en realidad la unión de las Iglesias, objetivo preferente de la política romana desde hacía más de dos siglos, así como objeto de estériles negociaciones hasta el momento.

Las ventajas políticas que Miguel VIII esperaba conseguir con su sumisión a Roma no tardaron en hacerse patentes. Bajo la presión pontificia, Carlos de Anjou se vio obligado a renunciar a la empresa de su proyectada conquista de Bizancio y a comprometerse a una suspensión de hostilidades hasta el 1 de mayo de 1276. En marzo de 1275, Venecia renovó su tratado con el emperador bizantino, aunque solamente con una duración de dos años. Bizancio, que hacía muy poco tiempo se había encontrado en una difícil posición a la defensiva, recuperó la iniciativa y pasó al ataque en todos los frentes. Todavía estaba reunido el concilio de Lyon cuando las tropas angevinas eran asediadas en Albania. Los bizantinos se apoderaron de las importantes posiciones de Berat y de Butrinto y comenzaron el sitio de Dirraquio y de Avlona. En 1275, el emperador envió a su hermano Juan al frente de un gran ejército dirigido contra Tesalia, que se había convertido, al mando del sebastocrátor Juan Angel, en un centro de oposición al emperador. La campaña se inició con victorias, llegando las tropas hasta las murallas de la capital de Tesalia, Neopatria, aunque luego se detuvieron ante el valor personal y la astucia del sebastocrátor Juan, que, en el momento decisivo, consiguió el apoyo de un ejército de refuerzo enviado por el ducado franco de Atenas. En 1277, una nueva campaña dirigida también contra Tesalia terminó con los mismos resultados. Como contrapartida, el Imperio consiguió importantes éxitos por mar. Las campañas navales del italiano Licario, elevado al cargo de megaduque, fueron particularmente afortunadas a partir de 1276, cayendo en sus manos Euboea y un gran número de otras islas del mar Egeo, con lo que la flota bizantina recuperó la iniciativa en dicha zona. En el Peloponeso se produjeron cambios importantes, ya que al morir Guillermo II Villehardouin, en 1278, el principado de Morea pasó a estar bajo la directa autoridad de Carlos de Anjou. A primera vista este cambio debería de haber sido muy negativo para Bizancio, pero, en la práctica, sólo produjo un debilitamiento del poder franco y un subsiguiente beneficio para el Imperio. Aumentaron las dificultades a las que ya Guillermo II había tenido que hacer frente y los gobernadores de Carlos de Anjou se vieron desbordados por los acontecimientos. La región se veía agotada por las constantes guerras y la población griega se rebelaba ya contra la dominación extranjera de los latinos. Esta coyuntura tan favorable permitió a los bizantinos ampliar sus posesiones hasta Arcadia, lo que, tras los éxitos obtenidos recientemente en el archipiélago, significaba una consolidación importante de la posición lograda por el Imperio.

Pero esta mejoría en la posición exterior del Imperio se había conseguido a costa de un deterioro de la situación interna. El pueblo bizantino y la gran mayoría del clero se habían opuesto con todas sus fuerzas a la unión religiosa y ofrecieron una resistencia feroz a la iniciativa del emperador. Ya en épocas anteriores, las relaciones de Miguel VIII con la Iglesia griega habían atravesado por graves dificultades. Cuando el joven Juan Láscaris había sido cegado, el patriarca Arsenio había excomulgado al Paleólogo. Miguel VIII había encontrado grandes dificultades para poder conseguir el alejamiento del riguroso asceta en 1266, obteniendo a duras penas una dispensa de parte de su segundo sucesor, el patriarca José, pero una importante fracción del clero y del pueblo había seguido siendo fiel al desterrado Arsenio. Se constituyó, de esta forma, el llamado partido de los «arsenitas», que se enfrentó al emperador y a la nueva política de la Iglesia griega. Pero con la sumisión de Miguel VIII al Papa y a la exigencia de que su Iglesia reconociera la supremacía romana, la inquietud se extendió a todo el pueblo. La cerrada negativa del patriarca José a aceptar la unión y la necesidad forzosa de llevar a cabo un nuevo cambio en los asuntos eclesiásticos aumentaron aún más las dificultades anteriormente existentes. Se confió el trono patriarcal al Chartophylax Juan Bekkos, hombre hábil y de grandes cualidades, que se había pasado a los partidarios de la unión tras haber defendido en un principio el punto de vista contrario. Dos partidos enemigos se encontraban, de esta forma, enfrentados y la abolición del cisma greco-latino mediante decreto de la autoridad imperial, había engendrado un profundo cisma en el seno del mismo Imperio Bizantino. El pueblo griego, para el que la ortodoxia había significado desde tiempos inmemoriales algo sagrado y que llevaba en su sangre un odio terrible contra los latinos, se rebeló contra un emperador que había traicionado la fe de sus padres. Pero el emperador superó todos los obstáculos y se mantuvo tenazmente aferrado a la unión religiosa, en la que veía la única salvación posible para el Imperio Se iniciaron crueles persecuciones, que no respetaron personas ni clases sociales. Las prisiones se llenaron de clérigos y de laicos, de gente del pueblo y de aristócratas, pues el cisma afectó a todos los niveles sociales, e incluso la propia familia imperial se vio dividida.

Incluso fuera de las fronteras del Imperio la política de unión provocó graves complicaciones. Eulogia (Irene), la hermana preferida de Miguel y enemiga declarada de la unión, se presentó en la corte de su hija, la zarina María de Bulgaria y la corte búlgara, empujada por estas dos mujeres, se convirtió en un centro de iniciativas hostiles contra el emperador. Se produjo una alteración de la situación, por este lado, aunque sólo pasajera. En el imperio de Tirnovo, sometido al tremendo azote de las continuas razzias de los mongoles y presa de las convulsiones y antagonismos sociales, estallaron violentos levantamientos populares y luchas intestinas graves. Una intervención armada bizantina en el caos búlgaro permitió enfrentar al victorioso cabecilla popular, Ivanjo, a un vástago de los helenizados Asen, casado con Irene, la hija del emperador, permitiendo su acceso al trono no muy seguro de los zares búlgaros, con el nombre de Juan Asen III.

El resentimiento contra el emperador partidario de la unión tuvo también funestas repercusiones en los pequeños reinos griegos. Incluso el pacífico Nicéforo de Epiro se sublevó contra el emperador, apoderándose del puerto de Butrinto, conquistado poco tiempo antes por los bizantinos y que, poco tiempo después, en 1279, entregaría a Carlos de Anjou. Juan de Tesalia, el viejo enemigo de Miguel VIII, que durante muchos años había luchado contra el Imperio Bizantino al lado de las potencias occidentales, se erigió en jefe de los griegos ortodoxos y agrupó en su torno a todos los enemigos de la unión que quisieron unírsele. En 1278 llegó incluso a convocar un concilio que condenó al emperador como hereje.

No era Miguel el único que se encontraba aislado para hacer frente al problema de la unión, ya que el Papado se hallaba en parecida situación. Tras la muerte de Gregorio X (1276), la influencia del rey de Sicilia volvió a ser predominante en Roma, interrumpiéndose la colaboración romano-bizantina, Poco después, Nicolás III (1277-1280) volvió a dar un fuerte impulso al universalismo romano y de paso a la política unionista. Para realzar la potencia universal de la Iglesia romana por encima de todos los poderes terrenales, se esforzó por conseguir un equilibrio en Occidente entre Rodolfo de Habsburgo y Carlos de Anjou, y en Oriente entre el mismo angevino y el emperador bizantino. Mientras duró su pontificado, Miguel VIII se sintió a salvo por su flanco occidental, y en esta época se produjeron los mayores éxitos bizantinos, tanto en Morea como en las islas. Pero la posterior elección pontifical fue consecuencia de la victoriosa influencia de Carlos de Anjou y significó un cambio completo de la situación. El 22 de febrero de 1281 accedió al trono de San Pedro el francés Martín IV, instrumento incondicional de la voluntad del rey de Sicilia. La Curia renunció a su posición de árbitro soberano y se puso enteramente al servicio de la política conquistadora del angevino. Bajo los auspicios pontificios, el 3 de julio de 1281, Carlos de Anjou y Felipe, hijo de Balduino II, que se titulaba emperador latino, firmaron con Venecia el tratado de Orvieto «para conseguir el restablecimiento del Imperio romano usurpado por el Paleólogo». Y lo que significaba mucho más, Martín IV abandonó completamente la política de sus predecesores y siguió ciegamente las directrices de Carlos de Anjou, llegando a condenar como hereje al emperador bizantino que había aceptado la unión y había tenido que librar por ello una dura batalla contra su propio pueblo, le depuso y prohibió a los príncipes cristianos toda relación con él.

De esta forma, la política unionista de Miguel VIII había desembocado en un fracaso total. La misma Roma abjuraba de ella. Las potencias occidentales se unían contra Bizancio: Venecia proporcionó al angevino su flota y el Papa su apoyo moral. Las potencias balcánicas se integraron también en el frente anti-bizantino. De acuerdo con Carlos de Anjou, en 1282, Juan de Tesalia y el nuevo rey de los serbios, Milutín (1282-1321), invadieron Macedonia. El rey serbio se apoderó de la importante ciudad de Skoplje, que fue perdida por los bizantinos para siempre. En Bulgaria, el protegido de los bizantinos, Juan Asen III, había perdido su corona de zar en 1280. Le había arrebatado el poder el cumano Jorge I Terter (1280-1292), el jefe de los boyardos búlgaros, que se convirtió en su sucesor. Como era lógico, se volvió contra Bizancio y se alió con los angevinos y con Juan de Tesalia. Nunca anteriormente había estado Carlos de Anjou tan cerca de alcanzar sus objetivos ni Miguel VIII en una posición tan crítica. El Imperio Bizantino parecía condenado.

Y fue precisamente en este momento tan crítico cuando se produjo el gran viraje. Una terrible catástrofe se abatió sobre el angevino, seguro de su victoria y la diplomacia del Paleólogo alcanzó con ello su mayor victoria. Desde el Pontificado de Nicolás III, el genial diplomático había establecido una alianza, por intermedio de Génova, con Pedro de Aragón, yerno de Manfredo. El acuerdo suponía que Pedro se lanzaría contra el angevino y recuperaría el reino que éste había arrebatado a Manfredo en 1266. El Imperio Bizantino puso a su disposición todos los medios requeridos para la construcción de una flota. Al mismo tiempo, los agentes imperiales, provistos de abundante dinero bizantino, atizaban en Sicilia el espíritu de revuelta contra el invasor angevino. Una profunda agitación turbaba el país, exhausto y exasperado por los gastos de los preparativos bélicos incesantes de Carlos de Anjou y por los abusos de la administración local. Pero fue preciso el dinero bizantino para hacer estallar la crisis, de igual forma que lo fue para posibilitar los preparativos del rey de Aragón. «Si me atreviera a afirmar —rezan los términos de la autobiografía de Miguel VIII— que fue Dios quien dispuso su libertad (de los sicilianos) actual y que esto lo hizo a través de mis manos, diría la verdad». En el preciso momento en que el peligro que amenazaba al Paleólogo era mayor, estalló la revuelta en Palermo, el 31 de marzo de 1282. Se extendió por la isla con la velocidad del rayo y la dominación angevina concluyó con la sangre de las famosas Vísperas Sicilianas. En el mes de agosto, Pedro de Aragón apareció en el escenario con su flota. Recuperó en Palermo el trono de Manfredo y se convirtió en dueño de Sicilia, aunque Carlos de Anjou conseguía a duras penas salvar sus posesiones de Italia continental. Ya no era posible seguir alimentando la idea de una campaña contra Bizancio, ya que el reino de Italia meridional se había desmembrado. Carlos de Anjou renunció a la empresa tras esta terrible catástrofe. El Papa quedó profundamente afectado por el desastre, y en cuanto al emperador latino no fue ya tomado en serio por nadie y Venecia inició una aproximación al emperador bizantino y al rey de Aragón. La tormenta que se cernía desde hacía veinte años sobre el Imperio Bizantino quedaba así disipada gracias al genio diplomático del Paleólogo.

 

 

CAPITULO VIII

DECADENCIA Y CAIDA DEL IMPERIO BIZANTINO

(1282-1453)