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CAPITULO VIII

DECADENCIA Y CAIDA DEL IMPERIO BIZANTINO

(1282-1453)

1.

Bizancio convertido en potencia de segundo orden.

Andronikos

 

Miguel VIII había resultado vencedor en su lucha defensiva frente a la fiebre conquistadora occidental. Por el contrario, sus ofensivas en los antiguos territorios bizantinos, a pesar de todos sus esfuerzos, habían tenido muy poco éxito. La parte norte de la Península balcánica seguía estando en manos de los eslavos, y si bien Miguel VIII había podido recuperar algunos territorios a una Bulgaria debilitada, el creciente poder del Estado serbio amenazaba con nuevas pérdidas. El dominio del mar seguía estando en manos de las repúblicas marítimas italianas. Una parte del Peloponeso había sido recuperada por el Imperio Bizantino, aunque ello había supuesto un desproporcionado desgaste de fuerzas, pero la mayor parte del mismo seguía estando bajo la dominación franca, que se extendía además sobre el Ática y Beocia, así como sobre las islas próximas. Tesalia y Epiro, así como Etolia y Acarnania, seguían bajo la dominación de la familia Angel y resistían tenazmente a las pretensiones imperiales. En ninguna parte como en los Estados griegos separatistas habían alcanzado tan poco éxito las tentativas reconquistadoras del emperador Paleólogo. Del mismo modo que la catástrofe de 1204 había tenido como prólogo la fragmentación interna de Bizancio, eran ahora las fuerzas separatistas griegas las que se enfrentaban con mayor fuerza a la obra de unificación. Tesalia, tierra por excelencia de magnates griegos, desempeñaba, sin duda, un papel dirigente en la lucha contra los intentos de restauración del emperador bizantino en la Península Balcánica.

Por otra parte, las continuas guerras llevadas a cabo en los Balcanes y la agotadora lucha defensiva contra el imperialismo de Carlos de Anjou habían agotado completamente las fuerzas del Imperio Bizantino. La política de Miguel VIII recuerda en todo a la de Manuel I: tanto por sus planteamientos de principio y por sus métodos, por su audacia y la grandiosidad de sus planes como por su orientación, decididamente occidental, por sus realizaciones positivas como por sus consecuencias negativas. Fue una política de altos vuelos, que ejerció una gran influencia sobre la marcha general del mundo, desde Egipto hasta España. Pero, al mismo tiempo, hizo recaer sobre el Imperio Bizantino una carga insoportable. Como había sucedido cien años antes con las aspiraciones de Manuel I a la consecución de un imperio universal, en este momento los esfuerzos de Miguel VIII por garantizar a Bizancio el rango de gran potencia arrebataron al Imperio las últimas fuerzas que le quedaban. Como anteriormente, el Imperio Bizantino perdió sus medios defensivos en Asia, lo que tendría en estos momentos unas consecuencias de mucha mayor gravedad. También en esta ocasión el Imperio se vio sumido en un estado de agotamiento militar y financiero y también un terrible desastre se iba a producir después. Fue el inicio de una decadencia del Imperio, que sería, en el futuro, absolutamente irremediable. Hay, sin embargo, una enorme diferencia entre el Imperio orgulloso de Miguel VIII y el Estado miserable de sus sucesores. En tiempo de los sucesores de Miguel VIII Bizancio llegó a ser un Estado insignificante y, en definitiva, un objeto de juego para la política de sus vecinos.

Se ha solido dar a todo este proceso una explicación muy simplista, a tenor de la cual Miguel VIII habría sido un genial hombre de Estado, mientras que, por el contrario, su sucesor, Andrónico II sería un soberano débil e incapaz. En realidad, el rápido declive del Imperio Bizantino a partir de finales del siglo XIII tuvo causas más profundas. Los problemas internos del Imperio no tenían remedio y la situación exterior, que siguió deteriorándose sin cesar, empujaba a Bizancio hacia una catástrofe inevitable. El organismo de Estado estaba minado y el desmedido esfuerzo impuesto al Imperio por Miguel VIII produjo una reacción inevitable. Por otra parte, fue en este preciso momento cuando se produjeron los comienzos de la rápida expansión de otomanos y serbios, que caracteriza al periodo que se abre ahora. Ante esta doble presión en el este y en los Balcanes, el Imperio Bizantino, agotado militar y financieramente, se mostró impotente. Es, por tanto, en estas causas profundas de política interior y exterior y no en las cualidades personales de los emperadores, donde hay que buscar la explicación de la decadencia de la potencia bizantina.

Es cierto que Andrónico II (182-1328) no era un hombre de Estado de gran categoría, pero tampoco era el hombre débil e incapaz que los historiadores modernos suelen presentarnos. Su política no estuvo exenta de importantes errores, pero hay que reconocer también que tomó medidas importantes e inteligentes que demuestran que no carecía de un cierto sentido para captar las necesidades del Estado. No fue responsable de que, en situación tan lamentable, todas las tentativas de saneamiento no pudieran tener más que una eficacia limitada y de que los acontecimientos que se produjeron después las paralizaran. Poseía, además, una cultura extraordinaria y una destacada afición por la ciencia y las letras. Contó entre sus consejeros más próximos con colaboradores de cualidades muy notables, como Teodoro Metoquita y Nicéforo Grégoras. A Andrónico, emperador demasiado despreciado habitualmente, le corresponde un gran mérito en la perpetuación de Constantinopla, a pesar de su decadencia política, como centro intelectual de altura mundial y en la continuación de la gran inquietud intelectual de los Paleólogos.

Ya durante el reinado de su padre, Andrónico II había tomado parte activa, como coemperador, en las cuestiones de gobierno. Su hijo y emperador asociado, Miguel IX (muerto en 1320) desempeñaría durante su reinado un papel político todavía más importante. El incremento de importancia del cargo de emperador asociado es un fenómeno característico de la época de los Paleólogos y se plasmó, incluso, formalmente en la equiparación de los títulos de emperador principal y emperador asociado. A partir de estos momentos ya no es solamente el emperador principal quien tiene derecho a la utilización del título de autocrátor, sino también, con su autorización, el primer emperador asociado en calidad de presunto sucesor, a lo que no tenían derecho los otros posibles emperadores asociado. En este punto se pueden encontrar los primeros indicios de la transformación de un régimen personal centralizado en una soberanía colectiva de la familia imperial sobre las partes recuperadas del Imperio.

Se ve, también, abrirse camino a la idea de un reparto del Imperio, pero, en un principio, por influencia extranjera y occidental. Fue la segunda mujer del emperador Andrónico II, Irene (Yolanda) de Montferrat quien reclamó en beneficio de sus hijos un reparto del territorio imperial entre todos los príncipes herederos. La categórica negativa del emperador a los planes de la emperatriz es igualmente característica del estado de evolución en que se encontraba la cuestión. Andrónico II rechazó las pretensiones de su esposa, lo que fue motivo para un grave enfrentamiento. La emperatriz abandonó la capital, marchó a Tesalónica, donde se puso en contacto con Milutín, rey de Serbia, su yerno, intentando entonces conseguir para uno de sus hijos la sucesión al trono de Serbia. Pero también en este punto sus planes se vieron frustrados, pues la ruda vida de los serbios no agradó a unos príncipes demasiado acostumbrados a las comodidades. Se pudo apreciar perfectamente en Bizancio que la causa de este conflicto radicaba únicamente en el choque de concepciones estatales entre el mundo romano-bizantino y el mundo occidental y que en la raíz de las exigencias de la emperatriz sólo había una confusión entre las nociones de derecho público y derecho privado. Grégoras escribía, refiriéndose al problema: «Resulta inaudito que ella quisiera que los hijos del emperador no gobernasen monárquicamente, siguiendo la antigua costumbre romana, sino que se repartiesen, a imitación de los latinos, las ciudades y tierras del Imperio, que cada uno de sus hijos poseyera su propio territorio, sometido como un bien propio, y que las diversas partes del Imperio les fueran transmitidas por vía de sucesión, según la legislación aplicable a las propiedades de las personas privadas, de sus padres a ellos mismos y de ellos a sus hijos y sucesivamente a su descendencia. Esta emperatriz —añade Grégoras como explicación— era de origen latino y había tomado también de los latinos esta nueva costumbre, que intentaba también introducir entre los romanos» .

Bizancio seguía aferrándose a la idea de la unidad del Imperio. Pero la estructura del Estado evolucionaba hacia una mayor laxitud, a la vez que se iban haciendo más débiles los lazos entre el centro y las provincias. En el fondo, los lazos que en el futuro unirán a las provincias con el poder central residirán únicamente en la persona de los gobernadores, y por ello éstos se elegían, la mayor parte de las veces, entre miembros de la familia imperial o entre los cortesanos más próximos al emperador. Se les reemplazaba con cierta regularidad, pues no duraba mucho la confianza en ellos depositada. Pero, para destruir este último lazo de unión bastaba con que las provincias fueran cayendo en manos de los grandes propietarios locales. El sistema administrativo del Imperio Bizantino, que había constituido hasta entonces su orgullo y su máxima fortaleza fue perdiendo de este modo su carácter rigurosamente centralizado, así como su arquitectura claramente jerarquizada.

El advenimiento al poder imperial de la dinastía de los Paleólogos significó la victoria de la gran aristocracia bizantina. La tendencia a la feudalización tomó entonces un impulso renovado y alcanzó su punto culminante desde mediados del siglo XIV. Los grandes propietarios laicos y eclesiásticos fueron redondeando sus propiedades y fueron consiguiendo privilegios cada vez más amplios. Frecuentemente no se contentaban ya con una inmunidad financiera y reclamaban inmunidades judiciales, de forma que iban añadiendo a sus exenciones fiscales el derecho a administrar justicia dentro de sus dominios. En medio de una pobreza general, vivían en su confortable aislamiento, sustrayéndose progresivamente de las responsabilidades del Estado. Como contrapartida se produjo un hundimiento de la pequeña propiedad campesina y de las propiedades territoriales de la pequeña nobleza no privilegiada, ya que ésta iba perdiendo su tierra y su antigua mano de obra. La vida fácil de los grandes dominios privilegiados atraía tanto a los pequeños propietarios, sometidos a todo tipo de presiones, como a los parecos de los dominios de la pequeña nobleza, saturada de impuestos y de obligaciones públicas. Además, sólo los grandes dominios, provistos de abundantes capitales, eran capaces de sobrevivir a las terribles calamidades producidas por las invasiones enemigas.

Este proceso significaba no solamente la ruina política del Estado, sino también su ruina financiera y, lo que era mucho peor, también su hundimiento militar. Como la gran propiedad escapaba en creciente proporción a las obligaciones fiscales y, además, iba absorbiendo las propiedades imponibles de los campesinos y de la pequeña nobleza, los ingresos del Estado no cesaban de disminuir, a lo que también contribuía la creciente mala gestión de la administración financiera. Al igual que los otros grandes dominios, los bienes concedidos en pronoia obtenían también crecientes privilegios. Este tipo de bienes habían constituido en sus orígenes una propiedad de carácter condicional, con plazo fijo y sin carácter hereditario. Se concedía ya, en proporción creciente, a los pronoiarios el derecho de transmisión a sus herederos de los bienes en cuestión, así como de sus ingresos. Miguel VIII había transformado ya desde el momento de su acceso al trono, las concesiones pronoia de sus partidarios en bienes hereditarios. Según la expresión de Paquimero, había otorgado la inmortalidad a sus concesiones pronoiarias pasajeras hasta entonces. Sin duda, seguían siendo unos bienes de características especiales, semejantes a los feudos, ya que la posesión hereditaria del pronoiario no podía enajenarse y seguía estando gravado con cargas públicas que pasaban también a los herederos. Pero si bien el feudo hereditario del pronoiario no había dejado de ser un bien gravado e inalienable, su carácter hereditario, cada vez más frecuente, posibilitaba una cierta relajación de sus características originarias, a la vez que denotaba claramente el continuo debilitamiento del poder central y sus crecientes concesiones ante las exigencias de la gran aristocracia feudal.

La actual composición del ejército bizantino, casi exclusivamente a base de mercenarios extranjeros, en contraste con la época de los Comnenos, en que lo estaba sólo en parte, es también una prueba palpable de la insuficiente eficacia del sistema de la pronoia en la época de los Paleólogos. El mantenimiento de numerosos contingentes de tropas mercenarias, como exigían las ambiciones de Miguel VIII, y la constante multiplicación de los gastos militares habían arruinado las finanzas imperiales. Sabemos, además, con seguridad que todavía en tiempos de Miguel VIII las fuerzas armadas bizantinas contaban con varias decenas de miles de hombres, como confirma la noticia de la defensa del Peloponeso, en 1263, por 6.000 caballeros, o como la relativa a una campaña en Bulgaria, en 1279, llevada a cabo con más de 10.000 guerreros. En comparación con la época bizantina media o de los Comnenos, se trata de cifras va muy modestas. Pero para un Estado arruinado como el del Imperio final, este ejército, con sus bandas de mercenarios, significaba una carga verdaderamente aplastante. Hubo que proceder a una drástica reducción de las fuerzas armadas, llevada a cabo por Andrónico II. Comenzó llegando demasiado lejos en un punto. Creyó poder renunciar al mantenimiento de la flota que exigía unos gastos particularmente elevados, confiando en la potencia marítima de sus aliados genoveses, con lo que añadió una dependencia militar a la pesada carga de una dependencia económica. Pero limitó además drásticamente la potencia de las fuerzas de tierra, con lo que las fuerzas armadas bizantinas llegaron a un nivel tan bajo que, a juicio de los contemporáneos, «era un ejército que provocaba risa», o incluso, «que ya no existía». Tales juicios encierran, sin duda, una fuerte dosis de exageración, pero reproducen la impresión que produjo en la población una reducción de la potencia militar bizantina, imprescindible, pero llevada a cabo con excesiva rapidez. Había un contraste demasiado violento entre las fuerzas armadas, aún impresionantes, de Miguel VIII y los medios defensivos, mucho más modestos, de su sucesor. De hecho, a partir de finales del siglo XIII, no es fácil oír hablar en Bizancio de cuerpos de ejército que superen la cifra de algunos miles de guerreros. Y no es preciso mucho más para explicar que Bizancio había perdido ya su. carácter de gran potencia y se mostraba impotente ante la presión de las fuerzas, mucho más poderosas, de los osmanlíes.

Un síntoma muy importante de la crisis financiera vino dado por la devaluación de la moneda de oro bizantina, que se alteró con mezcla de otros metales de inferior calidad. Tras la fuerte devaluación que la moneda había sufrido a fines del siglo XI, en tiempos de Nicéforo III Botaniates y de su sucesor Alejo Comneno, el nomisma bizantino se había ido recuperando en tiempos de sus sucesores, ya que la mejoría de las condiciones generales había permitido la acuñación de monedas de una proporción de metal fino mucho más elevada, y parece que la moneda de oro bizantina llegó a poseer, a comienzos del siglo XIII, alrededor del 90 por 100 del metal que marcaba su valor nominal. Después, el hyperpyron, que es como se denominó a la moneda de oro bizantina desde la época de Alejo I Comneno, experimentó una nueva depreciación, que acabó definitivamente con la confianza que aún conservaba en los países extranjeros. La absoluta confianza de otros tiempos en la moneda bizantina se transformó, en estos momentos, en una desconfianza generalizada y creciente y, desde mediados del siglo XIII, la moneda de oro bizantina, que había dominado en otros tiempos sin ninguna rivalidad el mercado mundial, era progresivamente rechazada por las nuevas monedas de oro —«la buona moneta d’oro»— de las repúblicas italianas. En efecto, la proporción de metal fino del hyperpyron bizantino de tiempos de Juan Vatatzes llegaba solamente a las dos terceras partes de su valor nominal, o sea, a 16 carats. Tras la reconquista de Constantinopla, en tiempos de Miguel Paleólogo, sólo llegaba a los 15, y a 14 en los primeros momentos del reinado de Andrónico II y, tras su nueva crisis de comienzos del XIV el hyperpyron descendió a la mitad de su valor originario en metal fino. La consecuencia inmediata de tal evento fue una drástica elevación de los precios. El encarecimiento de los productos alimenticios significaba el hambre para las masas, y el hambre traía consigo, inevitablemente, la mendicidad para mucha gente

La situación ya no tenía solución posible. La moneda bizantina continuó descendiendo de valor a medida que empeoraba la situación general y que se hacía más profunda la crisis económica, y la crisis de los productos alimenticios fue hundiendo progresivamente al pueblo bizantino. Para elevar el bajísimo nivel de los ingresos estatales, Andrónico II adoptó medidas fiscales y consiguió llevar a cabo una elevación sustancial de sus ingresos, que llegaron a la cifra de 1.000.000 de hyperpyra anuales. Pero ello se consiguió con una elevación proporcional de la presión fiscal, con lo que las condiciones de la población empeoraron mucho más. Y fue aún más grave, pues, al mismo tiempo, las prestaciones en especie experimentaron una elevación con la introducción de un nuevo impuesto, el sitogrizon, que obligaba a todo cultivador agrario a la entrega, en especies, al Estado de una parte de su cosecha, consistente en seis modios de trigo y cuatro de cebada por cada zeugarion. Los ingresos suplementarios no fueron consecuencia únicamente de estos nuevos impuestos, sino que Andrónico II intentó igualmente limitar los derechos de inmunidad de los grandes dominios. Algunos impuestos, y en primer lugar el impuesto territorial, fueron con frecuencia excluidos de los derechos de inmunidad y tuvieron que pagarlos incluso aquellos que estaban en posesión de documentos de exención. Esta importante medida debió de contribuir en gran parte a la elevación del nivel de ingresos fiscales del Estado.

Pero el patente empobrecimiento de Bizancio viene claramente demostrado por el hecho de que la suma obtenida por Andrónico II pareció muy elevada a sus contemporáneos. Basta con recordar que los ingresos anuales del Estado bizantino en la alta Edad Media habían alcanzado ya la suma media de unos 7 u 8 millones de nomismata. En estos momentos los ingresos fiscales habían sido elevados, con grandes esfuerzos, hasta la cifra de un millón de piezas de oro anuales, aunque esta moneda de oro no representase sino la mitad del valor de la antigua. Pero, antes de las reformas fiscales de Andrónico, los ingresos eran mucho menores. Es cierto que el pago de impuestos no era ya la única fuente de ingresos del Imperio Bizantino aunque seguía constituyendo, con mucho, la parte más sustancial de las finanzas del Estado, teniendo en cuenta, sobre todo, que los ingresos aduaneros escapaban ya en la mayor parte del Imperio al control del Estado e iban a engrosar los beneficios de las grandes repúblicas italianas.

Los excedentes procedentes de los ingresos iban a parar, por una parte, a cubrir los gastos ordinarios de la administración, y, por otro, a cubrir los empréstitos de los poderosos vecinos del Imperio y al mantenimiento de una flota de 20 trirremes, así como de un ejército permanente de tres mil jinetes, dos mil de los cuales estaban destinados en las costas europeas y otros mil en Asia. Como se ve, el emperador intentaba compensar la desmedida reducción de las fuerzas armadas que había decretado en el momento de su acceso al poder, bajo la presión de la crisis financiera. Pero, a cambio, había concebido un programa de actuación nada halagüeño. No es de extrañar que los pagos a las potencias vecinas hubieran llegado a ser uno de los capítulos de gastos más importantes del presupuesto. Se intentaba así comprar la paz con el oro ahorrado, ya que no se podía seguir rechazando a los enemigos por la fuerza de las armas. Siguiendo la atractiva comparación de Nicéforo Grégoras, el Imperio se comportaba «como el hombre que, para conseguir la amistad de los lobos, se hubiera abierto las venas en diferentes partes de su cuerpo para saciar la sed de los lobos y apaciguarlos así». Bizancio se había convertido, por tanto, en un pequeño Estado, un pequeño Estado que vivía de su gran pasado y que se hundía por que no era ya capaz de hacer frente a unas obligaciones que había here­dado y no podía ya, en su posición geográfica, de defender su propia existencia.

La política religiosa de Andrónico II, como sucedió en otros varios aspectos, fue también muy diferente de la de su padre. La situación sufrió un vuelco completo en este reinado. La continuación de la política de unificación religiosa no tenía ya ningún sentido, ya que la unión estaba muerta, si no desde el advenimiento del Papa Martín IV, sin duda desde las Vísperas Sicilianas. Nada más acceder al trono, Andrónico II renunció solemnemente a ella, comprometiéndose en una línea abiertamente ortodoxa. Juan Bekkos fue expulsado del solio patriarcal de Constantinopla, volviendo a éste José, que había sido depuesto del cargo en el concilio de Lyon y, tras su muerte, que se produjo al poco tiempo, recayó en el docto Jorge de Chipre. Se superaba de esta forma la grave crisis religiosa y el Imperio se libraba de la agobiante atmósfera religiosa que le ahogaba desde los tiempos del concilio de Lyon. Pero la Iglesia bizantina tardó aún bastante tiempo en recuperar su equilibrio. Se reavivó el viejo conflicto que enfrentaba a los zelotas, partido rigorista, con la corriente moderada y gubernamental de los políticos. Los zelotas, que seguían manteniendo su fidelidad al patriarca Arsenio, muerto muchos años antes, seguían enfrentándose a la autoridad de la Iglesia y del propio Estado. Pero, a pesar de las formas molestas que este tipo de conflictos seguían adoptando, pronto los arsenitas quedaron como una pequeña minoría, y la mayor parte de ellos, a excepción de unos pocos fanáticos, reanudaron la comunicación religiosa con la tendencia mayoritaria a principios del siglo XIV. La importancia de la Iglesia y su influencia sobre la vida del Estado continuaron aumentando. La vida y el ceremonial de la corte adoptaron una apariencia más teocrática que en tiempos anteriores.

Andrónico II, emperador de acendrada ortodoxia, se ocupó activamente de los asuntos de la Iglesia a lo largo de su dilatado reinado y contribuyó, en forma muy importante, a realzar el prestigio del patriarcado de Constantinopla. Mediante un crisóbulo fechado en noviembre de 1312, sometió al patriarca a los monasterios del monte Athos, que, desde los tiempos de Alejo Comneno dependían de la propia autoridad del emperador. A partir de este momento, era el propio patriarca y no el emperador quien nombraba al protos de la montaña santa, que presidía el consejo de todos los abades de los monasterios atonitas. Se trataba de una concesión de gran importancia, ya que la influencia del monte Athos sobre el conjunto de la vida religiosa del Imperio no cesaba de aumentar. Se procedió, además, a una nueva distribución de los obispados y a una redistribución del orden de prelación de las diferentes sedes episcopales, para adaptar la antigua organización eclesiástica a la situación del momento, ya que aquélla, desde los tiempos de León VI, no había experimentado más que pequeños reajustes sí.

Poco a poco iba haciéndose más evidente la separación entre la esfera de influencia de la Iglesia bizantina y el territorio de un Estado que se iba hundiendo. Mientras que la esfera del Estado bizantino disminuía, el patriarcado de Constantinopla seguía siendo el centro del mundo ortodoxo, y seguía considerando como sedes metropolitanas y sufragáneas dependientes a obispados de los antiguos territorios imperiales de Asia Menor y de los Balcanes, así como los del Cáucaso, en Rusia, o los de Lituania. La Iglesia seguía siendo el elemento más estable del Imperio Bizantino.

La debilidad militar y financiera del Imperio aconsejó a Andrónico II una gran moderación en su política exterior. Hizo un gran esfuerzo por protegerse mediante tratados de paz y de amistad en todos sus puntos más débiles, incluso de aquellas potencias occidentales interesadas en los asuntos bizantinos, aunque desde las Vísperas Sicilianas no había peligros importantes e inminentes por parte de las potencias occidentales. Tras la prematura muerte de su primera mujer, Ana de Hungría, casó, en 1284, con Irene, hija del marqués de Montferrat. Este matrimonio puso fin a las pretensiones de la casa de Montferrat a la corona real de Tesalónica, ya que el marqués, que se titulaba hasta entonces rey de Tesalónica, abandonó estos títulos, por otra parte muy platónicos, en favor de su hija, convertida en Emperatriz de Bizancio. Esta misma política inspiraba los esfuerzos del emperador para casar a su hijo y sucesor, Miguel IX, con Catalina de Courtenay, hija de Felipe y nieta de Balduino II, que era generalmente considerada en Occidente la emperatriz titular de Constantinopla. Las negociaciones, iniciadas en 1288 y continuadas durante varios años, no dieron resultados positivos y Miguel IX casó finalmente con una princesa armenia. Los antiguos planes anti-bizantinos no habían sido olvidados en Occidente y no se dejó escapar la presa que servía de pretexto para llevarlos a cabo. Estos planes tenían su apoyo principal en Francia y en el reino de Nápoles, siendo sus campeones más activos Felipe de Tarento, hijo del rey de Nápoles Carlos II, y Carlos de Valois, hermano del rey de Francia Felipe el Hermoso. Los esfuerzos de los dos príncipes no constituían sino un débil eco de la política grandiosa de Carlos de Anjou y solamente tenían cierta importancia por la propia debilidad del Imperio Bizantino. Felipe de Tarento, a quien Carlos II había transmitido en 1294 los derechos y los territorios de la casa de Anjou en el Imperio, administraba la herencia angevina de Epiro y reivindicaba, en nombre del rey de Nápoles, la soberanía sobre los principados francos de Grecia e incluso sobre Tesalia. Se aseguró las posesiones epirotas mediante su matrimonio con Tamar, hija del déspota de Epiro, y, en 1295, los epirotas le cedieron también la posesión de las ciudades de Etolia.

La potencia de los Estados griegos secesionistas iba declinando con mayor rapidez incluso que la del propio Imperio Bizantino. Había que añadir a ello una fuerte tensión entre Epiro y Tesalia, que tuvo como resultado constantes enfrentamientos armados. En tales circunstancias, Bizancio había conseguido intervenir allí a partir de 1290, con éxito, ya que tropas bizantinas habían atravesado Tesalia, se internó profundamente en territorio epirota y puso sitio a la ciudad de Janina. Durante algún tiempo el Imperio reapareció a orillas del Adriático, ya que la propia Dirraquio cayó en manos, en los mismos momentos, de Bizancio.

La ayuda de Felipe de Tarento costó al despotado de Epiro una parte de su territorio, sin por ello conseguir consolidar su situación, y sólo sirvió para envenenar su enfrentamiento con Tesalia, ya que las pretensiones de Felipe a su soberanía producían vivos descontentos. En 1295, los hijos del sebastocrátor Juan atacaron el despotado, y los epirotas, viéndose en peligro, pidieron la ayuda del emperador bizantino. La evolución de los Estados secesionistas griegos parecía, de esta forma, favorecer a Bizancio, tanto más cuanto que en 1296 murieron Nicéforo, el déspota de Epiro y viejo enemigo de Bizancio, y el sebastocrátor Juan de Tesalia. Como consecuencia de ello, la princesa bizantina Ana, sobrina de Miguel VIII, asumió la regencia de Epiro en nombre de su hijo, menor de edad, Tomás, con lo que llegaba al poder el partido favorable a los bizantinos. Pero Serbia intervino con unas fuerzas superiores y se apoderó de Dirraquio, que poco tiempo antes había sido reconquistada por los bizantinos.

El avance serbio en el flanco meridional bizantino, iniciado ya en tiempos de Nemanja, entraba así en su fase decisiva. A partir del momento en que Milutín (1282-1321) arrebató a los bizantinos la ciudad de Skoplje, en el primer año de su reinado, los ataques serbios no se limitaron a Macedonia. En 1297 Bizancio acabó lanzando un contraataque, llevado a cabo por Miguel Glabas, el mejor general del Imperio, aunque este último esfuerzo no dio resultados, ya que el viejo imperio no podía enfrentarse militarmente con las fuerzas frescas del joven país eslavo. Andrónico II decidió, también, llegar a una paz sólida con el rey de los serbios, proponiéndole matrimonio con su hermana Eudocia, viuda del emperador Juan de Trebisonda. Esta alianza aportaba a Milutín un apoyo muy necesario para su lucha contra su hermano primogénito Dragutín. Su matrimonio con una princesa bizantina porfirogeneta le proporcionaba un aumento considerable de prestigio, ya que, a pesar de la pérdida de potencia del Imperio Bizantino, las viejas tradiciones seguían estando vivas y la familia imperial aún no había perdido su prestigio entre los países vecinos. Por ello, la cólera de Milutín fue mucho mayor cuando Eudocia no aceptó el matrimonio. Pero Bizancio no podía volverse atrás y, ante la actitud amenazadora del rey de los serbios, Andrónico II decidió darle como esposa a su propia nieta Simonis, una niña de cinco años. Hizo caso omiso de la oposición de la Iglesia al matrimonio de la pequeña princesa con el soberano serbio, que se había casado ya tres veces (la última con una búlgara). En cuanto a Milutín, tuvo que apaciguar la oposición de su propia nobleza, que se oponía a la conclusión de una paz con Bizancio. Por otra parte, era la gran nobleza serbia quien se beneficiaba fundamentalmente de la conquista de nuevas tierras bizantinas y quien era la gran animadora de las guerras contra Bizancio. Tras largas negociaciones con la corte serbia, llevadas a cabo por el plenipotenciario imperial Teodoro Metoquita, se firmó la paz en la primavera de 1299, y Milutín celebró su matrimonio con la pequeña princesa Simonis. Milutín adquiría, como dote, las tierras ya conquistadas más arriba de la línea Ochrida-Ptilep-Chtip.

El tratado de amistad con Bizancio y el matrimonio de Milutín contribuyeron de forma muy clara al aumento de la influencia bizantina en el reino serbio. Fue el comienzo de una helenización intensa de la corte y del Estado, que conocerá su máximo apogeo en el reinado de Dusan. Dicha orientación política sufriría, en el futuro, más de un cambio, pero la «bizantinización» cultural se consolidó e incluso se intensificó a medida que el reino serbio ampliaba sus fronteras a expensas de Bizancio y penetraba en sus conquistas más profundamente en los antiguos territorios bizantinos.

La debilidad de la posición bizantina en los Balcanes venía dada, desde el punto de vista interno, por el agotamiento militar y financiero, y en el exterior por los terribles acontecimientos de Asia Menor y, también en gran parte, por el gran embrollo que suponía la guerra entre Génova y Venecia, en la que Bizancio, muy a su pesar, no pudo permanecer neutral. Mientras que Miguel VIII había intentado no permitir una excesiva influencia de los genoveses o de los venecianos, Andrónico II apoyó unilateralmente y sin reservas —y éste fue su máximo error político— a los genoveses. Si bien Venecia seguía siendo dueña de la parte meridional del Mar Egeo, Génova había conseguido una posición extraordinariamente fuerte tanto en el norte del archipiélago y en el mar de Mármara como en el mar Negro, y desde Gálata controlaba las comunicaciones del Mediterráneo con el mar Negro y las zonas interiores del mismo. El auge de la potencia genovesa aumentó la vieja rivalidad entre venecianos y genoveses y, en 1294, estalló una guerra entre las dos repúblicas marítimas, a la que muy pronto se vio arrastrado el Imperio. Al dar el emperador protección en la capital a los genoveses atacados en Gálata, los venecianos llevaron a cabo represalias en los barrios exteriores de Constantinopla, a lo que replicaron los bizantinos con nuevas represalias contra los venecianos que vivían en Constantinopla. La guerra entre Génova y Venecia se convirtió, por tanto, pronto en una guerra entre Venecia y Bizancio. Pues los genoveses abandonaron rápidamente las hostilidades y, traicionando con toda frialdad a sus aliados, firmaron en 1299 con Venecia una «paz eterna». Bizancio, que carecía de flota, se encontró entonces en una posición extraordinariamente precaria. Aunque en un principio, y por razones de prestigio, se negó a admitir las reivindicaciones de daños y perjuicios presentadas por los venecianos, muy pronto, ante la amenaza de los barcos venecianos que penetraban por el Cuerno de Oro, tuvo que ceder ante la ley del más fuerte y pagar las sumas exigidas. La desgraciada guerra concluyó en 1302, con la firma de una tregua de diez años y la confirmación por parte de los venecianos de sus antiguos privilegios comerciales y la posesión de una serie de nuevas colonias en el archipiélago. Los genoveses aprovecharon la experiencia de la guerra para rodear Gálata con una sólida muralla, de modo que enfrente mismo de la capital bizantina se erigía una poderosa fortaleza genovesa. Por si esto fuera poco, el capitán genovés Benedetto Zacarías de Focea —que había adquirido un gran prestigio como almirante de la flota al servicio del rey de Francia Felipe el Hermoso y había amasado una inmensa fortuna con la explotación de las minas de alumbre de Focea— se apoderó en 1304 de la isla de Quíos. Ambas repúblicas marítimas salían fortalecidas de la guerra, y el Imperio Bizantino, que se había visto arrastrar a la misma de forma harto imprudente, sólo sacó de ella nuevos perjuicios y humillaciones.

Pero los acontecimientos más importantes y graves se desarrollaban en Asia Menor y fue aquí donde el Imperio sufrió mayores pérdidas. La invasión mongol que hacia mediados del siglo XIII había convulsionado todo el Asia Anterior, había empujado hacia Asia Menor a numerosas tribus turcas. Nuevas masas humanas habían llegado ante las fronteras bizantino-selyúcidas, y estos recién llegados, en busca de tierras y de botín, no habían tardado en lanzar ataques contra la parte occidental de Asia Menor. Poco a poco, las incursiones turcas habían adquirido un carácter más violento, mientras que la resistencia bizantina se hacía cada vez más débil. El sistema defensivo fronterizo creado por el Imperio de Nicea estaba ya destrozado, y se abandonaban los territorios, sin defensa, ante los ataques enemigos. No se puede dudar de que la restauración de 1261 había debilitado considerablemente las fuerzas defensivas en Asia Menor. Y ello se había producido por dos razones: en primer lugar, porque el centro político del Imperio se había alejado de nuevo de las fronteras orientales y, en segundo lugar, porque el punto de gravedad de la política imperial se había desplazado claramente hacia Occidente. Los nuevos compromisos a que el Imperio tuvo que hacer frente en los Balcanes y los peligros que le amenazaban por su flanco occidental exigieron una concentración de todas las fuerzas militares en la parte europea del Imperio. Para organizar la defensa de Asia se carecía tanto de medios militares como de medios financieros. En tiempos de Miguel VIII, los Akrites habían abandonado la frontera selyúcida al no recibir sus soldadas, o, en otros casos, estas tropas destinadas a la protección de las fronteras asiáticas, habían sido reclamadas a los campos de operación en Occidente. Como escribe un contemporáneo, «se produjo un debilitamiento de la región oriental, mientras que los persas (turcos) se hacían cada día más activos e invadían países desprovistos de cualquier tipo de defensa». Finalmente, la creciente feudalización del Imperio de los Paleólogos contribuyó a la ruina de las concesiones militares Hechas por Juan Vatatzes en las regiones fronterizas. En resumen, motivos financieros, sociales y políticos se unieron para, conjuntamente, debilitar el sistema defensivo de Asia Menor.

Las conquistas turcas fueron ampliándose en toda la región y, si bien algunas ciudades bizantinas aisladas ofrecieron alguna resistencia al enemigo, no sucedió lo mismo en las zonas rurales. En 1300 casi toda Asia Menor había caído ya en poder de los turcos. Sólo quedaron algunas ciudades como islotes en medio de la dominación turca, como Nicea, Nicomedia, Brusa, Sardes, Filadelfia, Magnesia y algunas ciudades costeras, como Heraclea del Ponto por un lado, y Focea y Esmirna por otro. Los jefes tribales turcos se repartieron las regiones conquistadas y Asia Menor se disgregó en una serie de principados turcos. La vieja provincia de Bitinia correspondió a Osman, el antepasado de la dinastía de los otomanos, que estaba destinada a unificar a todas las tribus turcas bajo su hegemonía y a someter tanto al Imperio Bizantino como a los países eslavos meridionales.

Bizancio, en medio de su impotencia militar, se vio abandonado ante la catástrofe. Asia Menor, el corazón del Imperio Bizantino, escapaba para siempre al control imperial. Andrónico II había esperado en vano la ayuda de los alanos, que le habían pedido asentarse en territorios del Imperio a cambio de promesas de luchar frente a los turcos. Conforme a lo pactado, llegaron diez mil hombres con sus mujeres e hijos, pero con un resultado completamente negativo. Las bandas de alanos, llevadas a Asia Menor por Miguel IX, el emperador asociado, sufrieron una terrible derrota en su primer enfrentamiento con los turcos y se retiraron precipitadamente, haciendo pagar a la población bizantina sus ansias de pillaje.

En este preciso momento se ofreció al emperador una nueva posibilidad inesperada. Roger de Flor, glorioso jefe de las compañías catalanas, le ofreció sus servicios y sus hombres para luchar contra los turcos. La valerosa compañía catalana había ayudado al rey Federico de Sicilia en su lucha contra los esfuerzos reconquistadores de los angevinos. Después de la paz de Caltabellota, que había puesto fin a la guerra entre angevinos y aragoneses y había significado la independencia de Sicilia, bajo la dominación de la dinastía aragonesa, los mercenarios catalanes se encontraban sin recursos y buscaban un nuevo campo de operaciones. El emperador bizantino acogió complaciente su ofrecimiento y, a finales de 1303 Roger de Flor llegó a Constantinopla con 6.500 hombres. Andrónico II, que había puesto todas sus esperanzas en los catalanes, les entregó, conforme se había acordado, cuatro meses de paga adelantada y concedió la mano de su sobrina, María Asen a Roger de Flor, nombrándole megaduque y concediéndole incluso, algo después, la dignidad de César. A comienzos del año 1304 los catalanes zarparon hacia Cyzico y en primavera marcharon sobre Filadelfia, sitiada por los turcos. Estos fueron aplastados y Roger de Flor entró victorioso en la ciudad liberada. Esta victoria demuestra que hubiera bastado, para salvar la situación, con un ejército pequeño pero fuerte. El trágico destino del Imperio Bizantino fue carecer de tal ejército y sólo poder obtenerlo mediante el reclutamiento de mercenarios extranjeros. Por otra parte, un ejército extranjero era un arma de dos filos, sobre todo porque constituía un cuerpo autónomo y podía sustraerse en todo momento al control del emperador, que no disponía de ningún medio de imponer su autoridad por la fuerza.

Tras la victoria, los catalanes iniciaron los saqueos, sembrando la inseguridad en toda la región, tanto por tierra como por mar, atacando indistintamente a turcos y bizantinos y terminando con un ataque contra la ciudad bizantina de Magnesia, en lugar de seguir combatiendo contra los turcos. En Constantinopla significó un respiro el invierno de 1304-1305 en Gallípoli, pensando, en la próxima primavera, reemprender sus campañas en Asia Menor. Pero la tensión entre el gobierno imperial y la compañía catalana no hacía más que aumentar. En Constantinopla crecía la irritación contra estos arrogantes mercenarios, y el emperador asociado, Miguel IX, tenía una especial hostilidad contra ellos. Los catalanes, por su parte, se quejaban de las demoras en los pagos de sus soldadas y empleaban este pretexto para justificar sus desmanes. En abril de 1305 Roger de Flor fue asesinado en el palacio de Miguel IX. De esta forma se creía poder desembarazarse de unos mercenarios que habían llegado a ser molestos, pero con ello comenzaba lo peor. Los catalanes, indignados, desencadenaron una terrible campaña de venganza contra los bizantinos, estallando una guerra abierta entre el Imperio y la compañía. Las tropas de Miguel IX, variopintas y reforzadas con alanos y turcos, sufrieron una terrible derrota en Apros. El mismo heredero del trono, que había luchado con arrojo en las primeras filas, había caído herido y no murió gracias a su huida de Didymoteichos. A partir de este momento tuvo que contentarse con defender las ciudades más importantes de Tracia, siendo abandonadas las zonas rurales a la furia del enemigo. Durante dos años, los catalanes, cuyas tropas habían compensado sus pérdidas por refuerzos de sus propios compatriotas y admisión de contingentes turcos, asoló y devastó sin piedad los campos tracios.

Se trataba de una calamidad tanto mayor cuanto que en los mismos momentos la presión búlgara por el norte se hacía más amenazadora. Bulgaria, que se había fragmentado en diversos reinos pequeños y parecía estar desde los últimos años del siglo  XIII en manos de los tártaros, había conseguido, aprovechando los problemas internos que atravesó la Horda de Oro tras la muerte de Nogai (1299), liberarse de la dominación tártara y, al mando de su rey, Teodoro Svetoslav (1300-1322), se disponía a afrontar tiempos mejores. Aprovechando la desesperada situación del Imperio Bizantino, el zar de los búlgaros amplió las fronteras de su territorio hasta la parte sur de la cordillera balcánica y se apoderó de varias fortalezas y de algunos puertos del mar Negro, entre otros, de Mesemvria y Anquialos, tan disputados en otros tiempos. El gobierno bizantino no tuvo más remedio que aceptar estas pérdidas, firmó con el zar búlgaro un tratado de paz y le reconoció estas conquistas (1307). Los catalanes, por tanto, tras haber devastado completamente Tracia, atravesaron la cordillera de los Rhodopes y se instalaron, en otoño de 1307, en Casandria. Desde allí continuaron sus salvajes «razzias». Los monasterios del monte Athos no se vieron libres de las mismas. Sin embargo, se rechazó su asalto contra la poderosa ciudad de Tesalónica (primavera de 1308).

En estos momentos de terribles catástrofes, volvían a replantearse los planes occidentales contra Bizancio. Felipe de Tarento, que intentaba ampliar sus posiciones en la región de Epiro y de Albania, se alió con los albaneses católicos y se apoderó de Dirraquio. Pero no alcanzó resultados positivos su ataque contra Ana, la despina probizantina de Epiro (1306). Pero había alguien más peligroso que este «Déspota de Romanía y Señor del reino de Albania», como se titulaba ahora Felipe; se trataba del inquieto Carlos de Valois. Este príncipe sin reino, que en 1301 se había casado con la autotitulada «emperatriz» Catalina de Courtenay, en otro tiempo pretendida por la corte bizantina, intentaba ardientemente resucitar los plañes de conquista de Carlos de Anjou y, ahora que Bizancio estaba sumido en el caos, mostraba claramente sus pretensiones a la corona imperial. En 1306 firmó un acuerdo con la república de Venecia, que no resistía la tentación de volver a la política de los tiempos de la Cuarta Cruzada. Este acuerdo fue seguido de la firma de otro, en 1308, con el rey Milutín de Serbia, quien, ante la desastrosa situación del Imperio Bizantino volvía así a su antigua política de alianza con las potencias occidentales y entraba en la coalición anti-bizantina. El Papa Clemente V ofreció su apoyo moral a la empresa al renovar, en 1307, su anatema contra el emperador bizantino. Carlos de Valois llegó, incluso, a encontrar complicidades entre grandes bizantinos, lo que es muy ilustrativo acerca del grado de descomposición interna del Imperio. El gobernador de Tesalónica, Juan Monómacos, y el comandante en jefe de Sardes, Constantino Ducas Limpidaris, se ofrecieron a reconocer al príncipe franco como su señor. Pero en la situación en que estaban las cosas, lo más importante era ganarse el apoyo de la compañía catalana, que dominaba casi completamente la situación del oriente bizantino. También en este punto tuvo éxito Carlos de Valois, a pesar de las insistentes reclamaciones del rey Federico de Sicilia acerca de la soberanía de los catalanes. En 1308 el mandatario de Carlos, Teobaldo de Cepoy, desembarcó en Eubea con once navíos venecianos y de allí se dirigió a Casandria, donde recibió, en nombre de su señor, el juramento de fidelidad de la compañía catalana.

Pero pronto se presentaron las primeras desilusiones. Sin tener en cuenta en absoluto los puntos de vista y los planes del Valois, los catalanes de Casandria se dirigieron hacia Tesalia. Reinaba en ella en estos momentos Juan II (1303-1318), nieto del sebastocrátor Juan. Este adolescente de escasa salud, tras haber estado bajo la tutela del duque de Atenas, Guido II de la Roch, a la muerte de éste (1308), se había inclinado hacia el emperador bizantino y se había prometido en matrimonio con una hija ilegítima de éste, Irene. La debilidad de su gobierno y de su relación con el ducado franco de Atenas dieron un nuevo impulso a las fuerzas feudales de Tesalia. El país se vio pronto sometido al poder de los señores feudales. El Estado de Tesalia agonizaba. Sólo quedaba un vago recuerdo del imponente poder que había tenido en tiempos del sebastocrátor Juan I. Ni se podía imaginar resistir a los catalanes. Durante todo un año, la compañía catalana vivió sin ningún tipo de preocupaciones de los productos que le proporcionaba esta tierra fértil. Después, en la primavera de 1310, bien provista de numerario de Tesalia, la compañía descendió a Grecia central y se puso al servicio de Gualter de Atenas. Como había sucedido antes con los bizantinos, los catalanes se enfrentaron pronto a los francos y la situación terminó en una guerra abierta. El 15 de marzo de 1311 obtuvieron una aplastante victoria sobre las fuerzas, numéricamente muy superiores, de sus enemigos en Cefiso de Beocia. El duque Gualter de Brienne y la mayor parte de sus caballeros encontraron la muerte en este sangriento combate. La dominación franca en Atenas y en Tebas fue aniquilada y dejó paso a un principado catalán. Atenas, que había estado durante un siglo bajo la dominación franca, caía así en setenta años de poder catalán.

Este fue el curioso final de la singular expedición de los catalanes. Un puñado de aventureros llegados del lejano occidente, a base de constantes batallas, se habían abierto camino desde Constantinopla y Filadelfia hasta Atenas, para fundar en esta ciudad, uno de los más antiguos y gloriosos focos de la civilización, un principado propio. Las devastaciones de los catalanes en Asia Menor, en Tracia y en Macedonia, en la Grecia del norte y del centro, y sus victoriosos enfrentamientos con turcos, bizantinos y francos son testimonio vivo del grado de debilidad a que se veían en aquel momento sometidos tanto Bizancio como los Estados disidentes griegos y latinos. Los catalanes habían llegado a Oriente en un momento de vacío de poder, ya que el poder bizantino estaba ya en ruinas y el turco acababa de nacer.

La marcha de los catalanes hacia la Grecia franca había despejado sensiblemente el panorama del Imperio Bizantino. Los planes de ataque de Carlos de Valois habían perdido, de esta forma, su punto de apoyo. Ya en Tesalia, Cepoy se había distanciado de los catalanes, de quienes ni él ni su señor tenían ya nada que esperar. Por otra parte, las pretensiones del Valois a la corona imperial de Constantinopla quedaban ahogadas por la muerte, en 1308, de su mujer, la emperatriz titular Catalina de Courtenay. El título imperial pasó a su hija Catalina de Valois, que siendo niña, casó con Felipe de Tarento (1313). Este consideró tan importante esta unión con la emperatriz titular que rompió su matrimonio con Tamar de Epiro. Pero los planes de Felipe, a pesar del apoyo de Francia y del reino de Nápoles, no superaron el grado de simples preparativos. Los planes de Carlos de Valois y de Felipe de Tarento —pálidas reminiscencias de la polí­tica de Carlos de Anjou— habían acabado en simples quimeras. En 1310 Venecia firmó con Bizancio un armisticio de doce años y nunca más volvería a intentar volver a la política de 1204. Igualmente, el rey de Serbia, decepcionado y desengañado, renunció a su alianza con Carlos de Valois, volviéndose de nuevo hacia Bizancio. Las relaciones entre el reino de Serbia y Bizancio incluso se estrecharon en el transcurso de los años siguientes, en que el rey de Serbia envió al emperador contingentes de tropas que alcanzaron la cifra de dos mil jinetes. Cuando estalló la guerra abierta entre Milutín y su herma­no Dragutín, Andrónico II intentó una intervención a favor de su yerno, y cuando, al poco tiempo, Esteban, el hijo de Milutín, se rebeló contra su padre, fue cegado, tras su sumisión y enviado a la corte bizantina

Bizancio consolidó también su posición en el Peloponeso. A partir de 1308, Andrónico II introdujo una importante modificación en la administración de esta provincia, poniendo fin a una práctica, poco eficaz, de cambiar anualmente los gobiernos de Morea. A partir de este momento, Miguel Cantacuceno, padre del futuro emperador Juan VI, administró las posesiones bizantinas en Morea hasta su muerte prematura, ocurrida en 1316, y cuyo gobierno marcó el inicio del renacimiento del poder bizantino en el Peloponeso. Su obra fue continuada por Andrónico Asen (1316-1323), hijo del antiguo emperador búlgaro Juan Asen III y de Irene Paleólogo, hermana del emperador. Andrónico consiguió consolidar e incluso aumentar el poder bizantino en Morea mediante sus guerras contra los francos. Por otra parte, Andrónico concedió a Monemvasia, el puerto bizantino más importante de toda Morea, amplios privilegios comerciales, destinados a crear en el Peloponeso un centro comercial bizantino capaz de hacer frente a los emporios venecianos de Coron y Modon.

En ambos Estados separatistas griegos se produjeron alteraciones sustanciales: en 1318, la dinastía de los Angel se extinguió a un tiempo en Epiro y en Tesalia. El déspota Tomás fue asesinado por su sobrino Nicolás Orsini de Cefalonia. Este, enemigo de los angevinos, se convirtió a la religión ortodoxa griega y se proclamó sucesor en Epiro de su propia víctima, con cuya mujer, Ana, hija de Miguel IX, contrajo matrimonio. Janina y otras varias ciudades pasaron a estar bajo el control del emperador bizantino. Los cambios fueron aún mayores en Tesalia, ya que la muerte del sebastocrátor Juan II significó el final de la independencia política del país. El emperador bizantino reclamó la posesión de la provincia en su condición de feudo imperial vacante, pero sólo consiguió imponer su soberanía en la parte norte del país, y ésta no pasó de tener un carácter puramente nominal. Los más poderosos magnates de Tesalia pugnaron por convertirse en independientes y fabricarse cada uno un principado autónomo, en particular la antigua familia aristocrática de los Melisenos. Por otra parte, importantes contingentes de albaneses entraron en Tesalia, iniciándose la gran migración albanesa que iba a extenderse a toda Grecia durante los decenios siguientes. Pero la mayor parte del principado, con su capital, Neopatria, fue unida al ducado catalán de Atenas, si bien el puerto de Pteleon pasó a poder de los venecianos. Bizancio había perdido, una vez más, una buena oportunidad. Y los atisbos de mejora de la situación, manifestados durante los diez años siguientes a la estabilización de la invasión catalana, quedaron pronto anulados por el funesto enfrentamiento que se produjo entre el viejo emperador y su nieto Andrónico III, que sumergió al Imperio en una prolongada guerra civil.

 

2.

La época de las guerras civiles. La hegemonía serbia en los Balcanes

 

La desintegración del Imperio Bizantino halló su máximo exponente en una larga serie de guerras civiles, en las que el conflicto entre los dos Andrónicos, el viejo y el joven, no constituyó más que un comienzo. Este litigio dinástico y familiar inaugura una época de graves luchas intestinas que acabaron con las últimas fuerzas del Imperio y terminaron de abrir las puertas del mismo a la expansión de los turcos y de los serbios. El enfrentamiento entre abuelo y nieto tuvo como origen motivos personales. Andrónico III, hijo primogénito de Miguel IX, joven de gran hermosura y dotado de una gran capacidad de seducción, había sido en otros tiempos el preferido del viejo emperador. Había recibido muy pronto la dignidad de co-emperador y ocupaba el segundo lugar, tras su padre, en el orden sucesorio. Pero con el tiempo surgió entre ellos el desacuerdo. La conducta ligera del joven Andrónico, su libertinaje y sus dilapidaciones colmaban la paciencia del rígido anciano, así como la tutela de su padre y de su abuelo se hacía cada vez más pesada al joven. Las desgraciadas consecuencias de una de sus aventuras amorosas precipitó la ruptura. Debido a un descuido trágico, los hombres de Andrónico que perseguían a un rival amoroso de su amo mataron al hermano de éste, Manuel. La terrible noticia apresuró la muerte de Miguel IX, gravemente enfermo en Tesalónica (12 de octubre de 1320) y provocó la cólera del emperador, que decidió privar a Andrónico de sus derechos al trono.

La única dificultad para ello arrancaba del hecho de que Andrónico contaba con numerosos partidarios, especialmente entre la generación joven de la aristocracia bizantina, por lo que se formó un fuerte grupo de oposición contra el anciano emperador, que no gozaba de mucha popularidad. Al frente de la misma estaba Juan Cantacuceno, joven magnate de grandes dotes y el mejor amigo de Andrónico III, y el ambicioso aventurero Syrgiannes, de ascendencia cumana por parte de padre y emparentado con la familia imperial por su madre. También desempeñaron un papel muy importante en la conjuración Teodoro Synadenos y el advenedizo Alejo Apokaukos, que estaban al frente de los importantes contingentes militares de Tracia y de Macedonia. Mediante compra, Syrgiannes y Cantacuceno habían obtenido, por su parte, importantes puestos administrativos en Tracia. La nefasta costumbre de vender los cargos públicos se había desarrollado considerablemente en tiempos de los Paleólogos y parece que incluso sucumbió a ella el gran e ilustrado logotheta Teodoro Metoquita. En esta ocasión, iba a costar muy cara al gobierno, ya que Syrgiannes y Cantacuceno convirtieron las jurisdicciones administrativas que habían comprado en bases para organizar su lucha. Apoyándose en el descontento de la provincia, abrumada por los impuestos, la aristocracia bizantina consiguió desencadenar un poderoso movimiento contra el gobierno de Constantinopla, Durante la Pascua de 1321, Andrónico III abandonó la capital y fue a reunirse con las tropas que sus amigos habían reunido en Adrianópolis. En la guerra que ya parecía inevitable, su posición era mucho mejor, desde el punto de vista psicológico, que la del viejo emperador, cuyo reinado había significado para el Imperio tantas pérdidas y tan pesadas privaciones. Presionado por las exigencias financieras, Andrónico II se había visto obligado a tomar medidas económicas muy rigurosas, lo que nunca ha servido para hacer popular a un príncipe. Andrónico III, que se veía libre de cualquier tipo de responsabilidad, podía permitirse el lujo de hacer las más maravillosas promesas y adoptar todas las medidas demagógicas que le parecían convenientes. Para reclutar partidarios, prodigó las donaciones de tierras y privilegios. Al parecer, prometió una total exención de impuestos para toda Tracia. Esta actuación tuvo mayor influencia sobre el resultado de la guerra civil que la importancia de las fuerzas militares de uno y otro bando. No tiene nada de extraño que la población tracia se uniera al joven emperador, que se mostraba tan liberal, y así, cuando su ejército avanzó hacia Constantinopla, al mando de Syrgiannes, el viejo emperador se apresuró a firmar la paz, temeroso de que se produjera un levantamiento en la capital.

Andrónico III conservó en su poder Tracia y una parte de Macedonia, que ya había repartido entre sus partidarios. El resto del Imperio, así como la capital quedaron bajo el dominio de Andrónico II. Se había así llegado a este reparto del territorio imperial que en otros tiempos se había rechazado con energía. Para salvaguardar la unidad del Imperio, por lo menos de cara al exterior, Andrónico II se reservaba el derecho de tratar con las potencias extranjeras. Pero tal acuerdo no tardó en ser violado y cada uno de los dos emperadores practicó su propia política exterior, opuesta a la del otro, cuando no dirigida contra su enemigo. Asimismo, la paz no se prolongó durante mucho tiempo y en el año 1322 volvía a prenderse la mecha de la guerra civil. En el partido del joven Andrónico había surgido un enfrentamiento provocado por la rivalidad entre el megaduque Syrgiannes y el gran doméstico Cantacuceno. Cuando Andrónico III tomó partido a favor de su amigo Cantacuceno, Syrgiannes, que había dirigido hasta el momento toda la operación, se puso al servicio del viejo emperador y asumió la dirección de la lucha contra su antiguo señor y protector. Pero la opinión pública del Imperio se inclinaba cada vez con mayor claridad del lado del joven Andrónico. Numerosas ciudades, muy próximas a Constantinopla, le prestaron su sumisión y el viejo emperador tuvo que ceder una vez más y firmar una nueva paz en los mismos términos que la anterior. Esta paz fue seguida de una tranquilidad bastante prolongada y el 2 de febrero de 1325, Andrónico III era coronado como emperador asociado a su abuelo. Esta guerra civil, que se había desarrollado sin grandes batallas, tuvo repercusiones políticas bastante graves, tanto en el interior como en el exterior. La situación de guerra constante, con los continuos desplazamientos de tropas, impedía el cultivo de la tierra, especialmente en Tracia, paralizando en todas partes la vida económica. La autoridad del poder central fue peligrosamente quebrantada incluso en las regiones en que el tratado reconocía la soberanía del emperador. El gobernador de Tesalónica, el panhipersebasto Juan Paleólogo, sobrino de Andrónico II y yerno del gran logotheta Teodoro Metoquita, decidió no obedecer al gobierno imperial. Su decisión fue apoyada por los dos hijos del gran logotheta, que tenían autoridad en Strumitsa y Melnik. La situación se hizo particularmente peligrosa debido a la petición de ayuda por parte del panhipersebasto a su yerno, el rey de los serbios Esteban Detchansky, a cuya corte de Skoplje se trasladó. El gobierno imperial, preocupado, le ofreció el título de César, pero murió en la misma corte serbia (1327).

En Asia Menor, los turcos continuaban sus conquistas. El 6 de abril de 1326, Brusa, sometida por hambre, se rindió. Orján, hijo de Osman, convirtió la ciudad en su capital y llegó a ser un lugar santo para los osmanlíes al ser enterrado allí el propio Osman.

En esta tesitura, en la primavera de 1327 estalló por tercera vez la guerra abierta entre ambos emperadores y los reinos eslavos meridionales intervinieron en esta ocasión de forma más activa en el conflicto interno bizantino. La rivalidad existente entre Serbia y Bulgaria vino a sumarse a la que dividía a la dinastía imperial bizantina y, con ella, a todo el Imperio. Como Andrónico II, aprovechando sus antiguas relaciones con la casa real de Serbia había firmado un tratado con este reino, Andrónico III estableció una alianza con el zar de los búlgaros, Miguel Chichman, que había repudiado a su mujer, hermana del rey serbio, casando con la viuda de su antecesor y hermana del joven Andrónico, Teodora. También en esta ocasión la fortuna sonrió a Andrónico III, ya que la desastrosa situación del Imperio no hacía más que aumentar el descontento y, a la vez, aumentar el número de los partidarios del joven emperador, que seguía haciendo las promesas más desorbitadas y distribuyendo generosamente privilegios a ciudades y aldeas La actuación iniciada en Macedonia por los partidarios de Andrónico II fracasó antes mismo de que el rey serbio tuviera tiempo de intervenir. Toda la Macedonia bizantina se puso de parte del joven Andrónico, incluida la propia Tesalónica. Andrónico III dejó su ejército al mando de Synadenos, acampado ya cerca de Constantinopla, y marchó a Tesalónica en compañía de Cantacuceno, donde fue acogido solemnemente como emperador (enero de 1328). Al mismo tiempo, la oposición iba aumentando peligrosamente en la misma capital y Andrónico II pensaba iniciar nuevas negociaciones de paz cuando inesperadamente el zar búlgaro Miguel Chichman cambió de actitud y le envió un contingente de refuerzos búlgaro y tártaro. Esta ayuda dio al viejo emperador nuevas esperanzas, pero también empujó a Andrónico III a actuar enérgicamente. Mediante negociaciones y amenazas obligó al zar búlgaro a retirar las fuerzas que había enviado e inició al mismo tiempo negociaciones con sus partidarios en Constantinopla. El 24 de mayo de 1328 entró en la capital y se apoderó del poder pacíficamente. Obligó a abdicar a su abuelo, aunque le permitió, en principio, residir en el palacio imperial. Dos años más tarde, los partidarios del joven Andrónico le obligaron a adoptar el hábito de monje. Murió el 13 de febrero de 1332, con el nombre monástico de Antonio.

Con Andrónico III (1328-1341) llegaba al poder una nueva generación, cuyo más típico representante era Juan Cantacuceno. El, que había sido el auténtico jefe del movimiento revolucionario durante los últimos años, se convirtió en el dueño del Estado. Sus cualidades políticas le hacían estar por encima de todos sus contemporáneos, incluyendo al valiente militar, pero inconstante emperador, que era Andrónico III. Este último demostró ser un activo general, que consiguió algunos éxitos, pero la dirección política recayó en Cantacuceno. El fin de la guerra civil significó también el final de las promesas demagógicas. Andrónico III y Cantacuceno, que junto con el poder ostentaban la pesada carga de sus responsabilidades, reanudaron la actuación política del gobierno anterior. No obstante, muchas de las consecuencias de la guerra civil ya no podían remediarse. La crisis financiera era más agobiante que nunca y el valor del hyperperon había disminuido aún más durante los años de la guerra. Sin embargo, el nuevo gobierno tuvo bastante fortuna en la reforma llevada a cabo del derecho.

La corrupción proverbial de los tribunales bizantinos había ya impulsado a Andrónico II a emprender una reforma de la justicia. En 1296 había creado en Constantinopla un colegio de doce jueces, formado por miembros del alto clero y por dignatarios civiles, que constituía la más alta instancia judicial y debía de contribuir al triunfo de la justicia. Los resultados de estas medidas fueron decepcionantes. Este alto tribunal de justicia, recién creado, perdió muy pronto todo su crédito y suspendió sus actuaciones. Del mismo modo, Andrónico III creó en 1329 un nuevo colegio de jueces, compuesto de cuatro miembros, dos eclesiásticos y dos laicos. Provistos de unas competencias amplísimas, estos cuatro «jueces generales de los Romanos» eran los encargados de controlar la administración de justicia en todo el Imperio. Sus sentencias tenían carácter irrevocable y sin apelación posible. También Andrónico III experimentaría la misma decepción por parte de estos cuatro jueces. En 1337, tres de ellos, convictos de corrupción, fueron depuestos y condenados al exilio. Pero no por ello desapareció la institución de los jueces generales, sino que sobrevivió hasta la caída del Imperio, aunque con transformaciones a lo largo del tiempo, que respondían a las necesidades prácticas del momento. Los cuatro jueces no podían, obviamente, asistir siempre a los procesos provinciales, y muy pronto hubo que contentarse con la sentencia de uno de los jueces generales, que la pronunciaba en nombre de todo el colegio. Como consecuencia del debilitamiento de los lazos de unión entre las diferentes partes del Imperio, muy acentuada a partir de mediados del siglo XIV, este sistema demasiado centralizado de administrar justicia tuvo que ser sustituido por otro más flexible. Junto a los jueces generales de los Romanos de Constantinopla, aparecieron otros jueces generales locales, como podría llamárseles. Sabemos de la existencia de estos jueces generales en Tesalónica, en Morea y Lemnos, Un rasgo característico de la justicia en tiempos de los Paleólogos es la importante participación del clero en el ejercicio de la justicia laica. La influencia de la Iglesia sobre los tribunales era enorme, pues, además de los dos miembros eclesiásticos entre los jueces generales del tribunal de justicia imperial, otro tribunal eclesiástico, con sede en el patriarcado, colaboraba con el primero, le aportaba su colaboración y completaba sus funciones, en algunas ocasiones se enfrentaba a él y, en momentos de crisis, incluso podía sustituirle a todos los efectos.

La situación exterior del Imperio se caracterizaba, en estos momentos, por el constante avance de los osmanlíes en Asia Menor y de los serbios en Macedonia, al mismo tiempo que por el constante debilitamiento de los Estados disidentes griegos y latinos. Mientras que Bizancio se mostró impotente ante turcos y serbios, consiguió algunos éxitos en el norte de Grecia, por un lado, y en el Egeo por otro. La ayuda de los turcos selyúcidas tuvo que ser bastante en estos éxitos. Un rasgo que caracteriza la política del nuevo gobierno y le otorga cierta peculiaridad viene dado por la colaboración iniciada por Cantacuceno con los emires selyúcidas, que se sentían tan amenazados por los avances osmanlíes como el propio Imperio Bizantino. Por el contrario, el gobierno intentaba librarse de la alianza de Génova para poder recobrar así su independencia marítima y comercial. Para ello era esencial reforzar la flota imperial, por lo que la construcción naval se convirtió en uno de los primeros objetivos de las preocupaciones del emperador Andrónico y de su gran doméstico Juan Cantacuceno. Como los medios financieros del Estado no bastaban para ello, parece que Cantacuceno y otros magnates colaboraron, con sus propios recursos económicos, a las construcciones navales llevadas a cabo en el período. Pero este sistema tuvo como consecuencia inevitable situar al Estado y a su ejército bajo la dependencia, incluso financiera, de los grandes del Imperio.

El fortalecimiento del reino serbio aproximó a Bizancio y Bulgaria. El enfrentamiento que se había producido, entre Andrónico III y su cuñado búlgaro al final de la guerra civil bizantina tuvo repercusiones en una serie de violaciones fronterizas y de razzias de uno y otro lado. Pero muy pronto se volvió a la paz, firmándose entre ambas potencias un tratado destinado a unir sus fuerzas contra Serbia. Sin embargo, no se pudo llegar a conseguir una actuación conjunta entre bizantinos y búlgaros. Andrónico III llegó a cruzar la frontera serbia, pero la gran batalla enfrentó a Bulgaria y Serbia el 28 de julio de 1330, en Velbuz (Kustendil), y el emperador tuvo que replegarse al conocer la derrota de su aliado. El ejército búlgaro fue aniquilado y el mismo zar Miguel Chichinan fue mortalmente herido en el combate. El rey serbio imponía en el trono de Tirnovo a su hermana Ana y al hijo de ésta, Juan Esteban, mientras que la hermana de Andrónico, Teodora, tenía que huir.

La batalla de Velbuz significa un momento decisivo en el destino de los países balcánicos. Significó una decisión final en la lucha por Macedonia y puso los cimientos de la hegemonía serbia, bajo el signo de la cual se desarrollará, en los siguientes decenios, la evolución del sudeste europeo. Andrónico III intentó, por lo menos, obtener beneficios para su Imperio de la derrota de su aliado búlgaro. Con el pretexto de vengar a su hermana Teodora se apoderó de diversas ciudades de la frontera bizantino-búlgara y penetró también en los puertos, siempre disputados, de Mesemvria y Anquialos. En esta tesitura, nuevos cambios se produjeron, primero en Bulgaria, y poco tiempo después en Serbia. Los boyardos búlgaros expulsaron a la zarina Ana y a su hijo y eligieron rey al sobrino de Miguel Chichinan, Juan Alejandro (1331-1371). En Serbia, la nobleza se rebeló contra el rey Esteban Detchansky y dio el poder a su hijo, Esteban Dusan (1331-1353). Los dos soberanos eslavos firmaron una paz estable y Dusan casó con la hermana del zar, Elena. Juan Alejandro reemprendió inmediatamente la guerra contra Bizancio y consiguió volver a apoderarse de las ciudades ocupadas por Andrónico y restablecer, mediante un tratado (1332), las antiguas fronteras. En cuanto a los magnates serbios, tras haber asesinado a su viejo rey, penetraron como conquistadores en el territorio bizantino al mando de su nuevo soberano.

Durante todo su glorioso reinado, Esteban Dusan supo protagonizar y encauzar los poderosos impulsos expansionistas de la gran nobleza serbia, aprovechando la descomposición interna del Imperio Bizantino para la conquista de nuevos territorios. Las dificultades internas del Imperio Bizantino contribuyeron, por tanto, de forma creciente a este impulso conquistador. En la primavera de 1334, un distinguido fugitivo se ponía al servicio del soberano serbio. Se trataba de Syrgiannes, que en la guerra civil pasada había desempeñado un papel importante en los dos bandos, había huido de Constantinopla, había pasado mucho tiempo en Gálata, en Eubea y Albania y, finalmente, aparecía en la corte de Dusan. Este hombre, enérgico y buen militar, rindió al rey de los serbios los mayores servicios en su lucha contra el Imperio Bizantino. En esta época, Bizancio perdió sus más importantes ciudades en Macedonia, como Ochrida, Prilep, Strumitsa, Kastoria y Vodena. Solamente las poderosas defensas de Tesalónica fueron capaces de detener el avance victorioso del rey de los serbios. Finalmente, un hombre próximo al emperador pudo asesinar a Syrgiannes; y Dusan, en agosto de 1334, aceptó las proposiciones de paz del emperador bizantino al estar amenazado, al mismo tiempo su reino por una invasión húngara desde el norte. Bizancio pudo librarse sin mayores pérdidas de este problema gracias a esta afortunada circunstancia, ya que Dusan sólo conservó una parte de sus antiguas conquistas

Si bien en los territorios europeos la catástrofe no había hecho más que empezar, en los asiáticos estaba ya en su fase final. Y ello a pesar de los esfuerzos de Andrónico III y de Juan Cantacuceno por hacer frente al desastre. En 1329 iniciaron una campaña contra los osmanlíes con un ejército compuesto por dos mil hombres, con el objetivo de liberar Nicea, sitiada en ese momento. Pero los bizantinos fueron vencidos en una desigual batalla y un enemigo muy superior en número les derrotó en Filokrene, y el 2 de marzo de 1331. Orján se apoderó de la ciudad que todavía hacía dos generaciones había sido el centro del mundo bizantino. Seis años más tarde era Nicomedia la que caía en poder de los turcos. El Imperio sólo conservaba en Asia Menor algunas ciudades aisladas, muy distantes unas de otras como Filadelfia y Heraclea del Ponto. Resulta sorprendente y admirable, aunque, por desgracia, no tuviera ningún reflejo sobre el curso de los acontecimientos, que los bizantinos pudieran mantenerse durante tantos años en medio de esta oleada invasora de los turcos. Tras la conquista de las costas de Bitinia, los osmanlíes que, con el tiempo, habían acrecentado considerablemente su poder a expensas de las tribus turcas vecinas, comenzaron a hacer expediciones marítimas y a lanzar ataques continuos contra el litoral europeo del Imperio. Andrónico III consiguió rechazar estos primeros ataques, pero éstos preludiaban los grandes peligros futuros.

Del mismo modo que los turcos osmanlíes hacían incursiones en el norte del Egeo, los selyúcidas de los emiratos costeros de Asia Menor las llevaban también a cabo en su parte meridional. Sus ataques afectaban sobre todo a los latinos, que dominaban en este sector marítimo. Apenas rozaban las posesiones griegas, que en esta zona se limitaban a la costa de Tracia y de Asia Menor. Esta situación animó la idea de una posible cooperación entre selyúcidas y bizantinos. Con el apoyo de emiratos selyúcidas cuyos enemigos eran, al igual que los del Imperio bizantino, los otomanos y latinos, Andrónico y Cantacuceno iniciaron la consolidación de la situación marítima de Bizancio, gracias a la nueva flota con que contaban. En 1329, la flota imperial zarpó hacia la isla de Quíos, que estaba bajo el dominio de la familia genovesa de los Zacearía y que, tras haber reconocido en un primer momento la soberanía imperial, se había alejado rápidamente de su órbita. Se conquistó la isla, de gran importancia, y permaneció en poder del Imperio hasta 1346. El emperador consiguió también, con la eficaz ayuda de los emires selyúcidas vecinos, imponer el reconocimiento de la soberanía bizantina sobre Focea, que hasta entonces se encontraba igualmente bajo dominio genovés. Finalmente, consiguió salvar a Lesbos de las pretensiones conquistadoras occidentales. En este asunto, asistimos a una repetición, en limitado, de la situación de 1204. La liga formada por las potencias cristianas para luchar contra los turcos se dirigió contra una isla bizantina, sin tener en cuenta que el emperador bizantino se había adherido formalmente a la propia liga. No tuvo más remedio que llamar a su auxilio a los selyúcidas para defender la isla contra sus hermanos cristianos, consiguiéndolo tras un dramático combate.

Pero los éxitos más importantes del Imperio se consiguieron en Tesalia y en Epiro. Después de la muerte del más poderoso de los príncipes de Tesalia, Esteban Gabrielópulos Meliseno, muerto en 1333, la región se sumió en el caos más absoluto. El gobernador imperial de Tesalónica, Juan Monómaco, la invadió rápidamente, seguido inmediatamente por las fuerzas del propio emperador, y la parte septentrional de Tesalia, hasta la frontera con los catalanes, quedó incorporada al Imperio Bizantino. Las mismas tribus albanesas que se habían establecido en Tesalia y que hasta el momento habían mantenido su independencia, se sometieron a la autoridad del emperador. El déspota de Epiro, Juan Orsini (1323-1335), que había intentado apoderarse de la parte occidental de Tesalia, fue rechazado y tuvo que abandonar el territorio. Una vez consumada la incorporación de Tesalia, urgía solucionar el problema epirota. Las constantes luchas partidistas, las pretensiones contrapuestas y los ataques continuos de los vecinos habían creado una profunda agitación en la región epirota y el hundimiento violento del despotado era solamente una cuestión de tiempo. La victoria del partido bizantino en Arta precipitó su final. El déspota Juan fue envenenado por su esposa y la despina Ana, que asumió la regencia en nombre de su hijo Nicéforo II, inició negociaciones con el emperador. Andrónico y Cantacuceno, al frente de un ejército bastante numeroso, cuyo núcleo estaba formado por tropas turcas, atravesaron Tesalia, aplastaron, en un primer momento, un levantamiento que había estallado en Albania y recibieron la sumisión del despotado (1337). Epiro y Acarnania fueron incorporados al Imperio de forma pacífica. La despina había calculado mal las cosas, pensando que bastaba con el reconocimiento de la autoridad bizantina para seguir gobernando en el país en nombre de su hijo, pero el emperador no quiso ni oír hablar del mantenimiento en el trono de la antigua dinastía de los déspotas que estaba unida a las tradiciones de autonomía política de Epiro. La administración del país fue confiada al protostrator Synadenos en calidad de gobernador imperial. Ana y Nicéforo tuvieron que trasladarse a Tesalónica, donde se les proporcionó una residencia y algunos bienes.

Pero las potencias occidentales, que tenían intereses en la región epirota, intentaron neutralizar este fácil éxito de la política imperial. Disponían de un útil instrumento en la persona de Nicéforo, que se sentía frustrado, y a quien enfrentaron a partir de este momento con el emperador bizantino. Por orden de la emperatriz titular, Catalina de Valois, que reinaba en estos momentos en el principado de Acaya, el gobernador angevino de Dirraquio desencadenó una revuelta favorable al déspota destronado. Nicéforo II fue proclamado déspota en Arta y el protostrator Synadenos fue hecho prisionero. Pero solamente unas pocas ciudades se unieron al movimiento, mientras que la mayor parte del país permaneció fiel al emperador griego. La aparición, en la primavera de 1340, de Andrónico III y Cantacuceno con un pequeño ejército, provocó la caída instantánea del movimiento revolucionario. Nicéforo volvió a su exilio dorado de Tesalónica y tuvo que contentarse con el título de panhypersebastor y de un halagador matrimonio con una hija de Cantacuceno a cambio de la pérdida de su soberanía. El gobierno de Epiro fue confiado a Juan Angel, que se había distinguido en la represión de la revuelta, aunque Synadenos fue nombrado gobernador de Tesalónica. Se liquidaba de esta forma una de las consecuencias más graves de la catástrofe bizantina de 1204. Subsistían todavía algunos principados latinos en Grecia, pero habían desaparecido los principados griegos disidentes en la Península Balcánica. Los antiguos Estados separatistas se habían unido al Imperio, formando provincias del mismo. Cantacuceno celebra en su historia, de forma solemne, este éxito que no había podido conseguirse en los reinados anteriores, a pesar de todos los esfuerzos realizados.

Realmente, este éxito fue menos consecuencia del poder conquistador de Bizancio que fruto de la desintegración interna de los propios Estados separatistas que, tras haber conseguido desafiar en otro tiempo el impresionante poder de Miguel VIII, se rendían ahora sin lucha frente a un Imperio mucho más débil. Por otra parte, los bizantinos no disfrutarían mucho tiempo de la posesión de sus nuevas adquisiciones. Debido a una trágica coincidencia, en el mismo momento en que se realizaba la vinculación al Imperio de las regiones disidentes, el impulso conquistador serbio alcanzaba a estas mismas regiones. Dusan sometió Albania durante aquellos mismos años y poco tiempo después, Epiro y Tesalia, sin haber tenido siquiera tiempo de adaptarse a su vinculación al Imperio, cayeron igualmente en manos del rey serbio. Bizancio podía todavía, si las circunstancias le eran medianamente favorables, conseguir algunos éxitos mediante una política hábil y una certera diplomacia de alianzas, pero no estaba en condiciones, como se vio, de conservar durante mucho tiempo las ventajas adquiridas. El Imperio acababa de reponerse de los desastres de las guerras civiles de los años veinte como para poder remprender sus grandes ambiciones políticas y hacer frente con eficacia, no ya a los turcos otomanos y a los serbios, pero sí a adversarios más débiles, cuando todo se hundió repentinamente. El reinado de Andrónico III no fue más que un respiro en mitad de un período de luchas intestinas. Después de su muerte estalló una nueva guerra civil, que fue mucho más terrible y sangrienta que las agitaciones anteriores y cuyas consecuencias serían mucho mayores. El Imperio nunca se repondría, en realidad, de los efectos de esta guerra.

Tras la muerte de Andrónico III, el 15 de junio de 1341, su hijo Juan V contaba nueve años. El Gran Doméstico, Juan Cantacuceno, que había dirigido en la práctica el Estado en vida de Andrónico III, hizo valer su condición de amigo íntimo del difunto para fundamentar sus pretensiones a la regencia. Pero se formó en su contra una fuerte oposición dirigida por la emperatriz madre, Ana de Saboya, y por el patriarca Juan Calecas. El enemigo más peligroso del gran doméstico era ahora su antiguo partidario Alejo Apokaukos, que se había distinguido en la última guerra civil entre los partidarios de Andrónico III y había sido colmado de riquezas y de honores por el propio Cantacuceno. La capital bizantina se vio sumida en medio de intrigas cortesanas y luchas de partidos. Pronto aparecieron peligros exteriores. Los turcos saquearon la costa de Tracia y los serbios avanzaron, una vez más, hacia Tesalónica, mientras que los búlgaros amenazaban también con entrar en guerra. Cantacuceno hizo frente a los enemigos del Imperio con tropas que había reclutado con sus propios recursos y consiguió muy pronto restablecer la situación. Incluso las cosas mejoraron, ya que se le presentó la oportunidad de consolidar la posición del Imperio en Grecia. Los señores feudales de Acaya enviaron una embajada al gran doméstico, anunciándole que estaban dispuestos a reconocer la soberanía bizantina, ya que la región estaba en plena agitación y los barones franceses preferían someterse al emperador bizantino que a los representantes de la familia de los Acciajuoli, grandes banqueros florentinos, que gobernaban desde hacía algún tiempo el principado en nombre de la emperatriz titular Catalina. Cantacuceno concibió, de este modo, las esperanzas más ambiciosas. Ello le llevaba a hablar en un consejo de guerra de esta forma: «Si sucede, con la ayuda de Dios, que los latinos del Peloponeso se someten al Imperio, los catalanes del Ática y de Beocia no tendrán más remedio que unirse a nosotros, por su gusto o contra su voluntad. Entonces, el poder de los Romanos se extenderá, como en otros tiempos, desde el Peloponeso hasta Bizancio, y será, por lo tanto, factible que los serbios y otros pueblos bárbaros vecinos concedan reparaciones por todos los ultrajes que nos han infringido desde hace tanto tiempo»

Pero estas esperanzas no se cumplieron, al igual que todo el grandioso programa de restablecimiento de la autoridad bizantina en el Peloponeso. El estallido de la guerra civil no solamente tuvo como consecuencia frenar cualquier tipo de expansión, sino que debilitó lo que aún poseía Bizancio. El partido de la oposición aprovechó la ausencia de Cantacuceno para dar un golpe de Estado. El Gran Doméstico, que concebía tan grandes planes patrióticos, fue declarado enemigo de la patria, su casa fue destruida, sus bienes saqueados y aquellos de sus partidarios que no habían tenido tiempo de huir de Constantinopla, hechos prisioneros. El patriarca Juan asumió la dirección del consejo de regencia. Apokaukos, elevado a cargo de megaduque, pasó a ser gobernador de la capital, así como de las ciudades y de las islas vecinas, y todos sus cómplices fueron colmados de cargos y dignidades. Cantacuceno hizo frente al desafío que se le planteaba y se hizo proclamar emperador en Didymoteichos el 26 de octubre de 1341. Pero por una fidelidad rigurosa al principio de legitimidad, que mantuvo a lo largo de toda la guerra civil, situó en primer lugar los nombres de la emperatriz Ana y del emperador legítimo Juan V, y en un segundo lugar el suyo propio y el de su mujer, Irene. Con ello quería significar que su lucha no iba dirigida contra la legítima familia imperial, sino contra la usurpación de Apokaukos, que muy pronto asumió el carácter de una dictadura. Como había hecho en otro tiempo Andrónico III en su lucha contra su abuelo, Cantacuceno se apoyó, sobre todo en su lucha por conquistar Constantinopla, en la nobleza tracia y, a igual que en la guerra anterior, la provincia actuó como su capital.

Bizancio se encontraba en el umbral de una de las peores crisis por las que había pasado. La guerra civil de los años veinte había debilitado considerablemente al Imperio, mientras que ésta de los cuarenta iba a acabar con las pocas fuerzas que aún le quedaban. Las potencias extranjeras intervinieron, en esta ocasión, de forma mucho más activa en las luchas internas de los bizantinos y, por si fuera poco, la lucha de los partidos políticos se vio complicada por conflictos sociales y religiosos. Bizancio sumó, de este modo, a la crisis política una terrible crisis social. El movimiento de los zelotas fue la expresión de una poderosa corriente de revolución social y las luchas sociales y políticas se complicaron aún más con el conflicto religioso más importante que conoció la baja época bizantina: la querella hesicasta.

Desde épocas muy antiguas, se daba en Bizancio el nombre de hesicastas a los monjes que, en una santa soledad practicaban una rigurosa vida eremítica. En el siglo XIV el movimiento hesicasta adoptó un significado particular, de una corriente ascético-mística. Los orígenes remotos de dicha corriente se remontan al gran místico del siglo XI, Simeón, el «nuevo teólogo», con cuyo pensamiento coincide en muchos puntos doctrinales y prácticos. De forma más inmediata, la corriente hesicasta bizantina hay que relacionarla con Gregorio el Sinaita, que recorrió las provincias bizantinas en los años treinta del siglo XIV. Las doctrinas ascéticas y místicas de Gregorio encontraron un fuerte eco en los monasterios bizantinos. El entusiasmo fue particularmente intenso en el monte Athos, y este lugar santo dentro de la ortodoxia bizantina se convirtió en el foco de la corriente hesicasta. Los hesicastas situaban su ideal supremo en la visión de la luz divina. Y disponían de métodos apropiados para llegar a ella. El hesicasta, en su retiro, debía, en una posición encogida, con la barbilla contra el pecho y mirando fijamente su ombligo, pronunciar la oración de Jesús («Señor mío, Jesucristo, Hijo de Dios, sé propicio a mis súplicas»), sin dejar escapar el aliento mientras pronunciaba la plegaria. Poco a poco, un sentimiento de inefable felicidad invadía al que rezaba y se veía envuelto por los rayos de una divina luz supraterrestre, la misma luz increada que los testigos de la transfiguración de Jesús habían contemplado en el monte Tabor.

La fe en la visibilidad eterna de la luz del Tabor fue objeto de contradicciones y, sobre todo, el método practicado por los hesicastas provocó críticas irónicas. La campaña en contra de los hesicastas fue iniciada por Barlaam, un monje de procedencia calabresa. Espíritu inquieto, muy cultivado pero liante y marrullero, se unían en él la altivez occidental con la pasión, auténticamente griega, por los enfrentamientos oratorios. Había viajado a Constantinopla con el deseo de medir sus fuerzas con las grandes figuras de la ciencia bizantina, pero había salido malparado en una discusión pública con el gran enciclopedista Nicéforo Grégoras, al no haber encontrado ningún eco entre el público bizantino su lógica racionalista impregnada de aristotelismo. Fue en este momento cuando el ardor polemista del monje calabrés, herido en su amor propio, se dirigió contra el misticismo de los monjes atonitas, que aparecían ante sus ojos como la expresión de las supersticiones más groseras. Pero se encontró frente a un gran teólogo, Gregorio Palamás, el campeón de la mística hesicasta. Se inició así una gran controversia. El problema de las prácticas ascéticas llevadas a cabo por los hesicastas, que en principio había sido contra la que Barlaam había dirigido sus hirientes sarcasmos, quedó muy pronto en un segundo plano frente a los principios filosófico-teológicos de fondo de la propia doctrina hesicasta. Barlaam pasó a poner en duda la visibilidad de la luz de Tabor, alegando que, al no ser idéntica a Dios, solamente podía tener una existencia temporal, como la de cualquier otra criatura divina. Si se admitía la existencia de una luz eterna, ésta sólo podía ser la misma divinidad, que es la única eterna e inmutable, pero, entonces, era absolutamente imposible llegar a percibir esta luz, ya que Dios es invisible. A estos argumentos Palamás replicaba estableciendo una distinción entre la substancia divina trascendental (oúoía) y las propias energías divinas que operan en el mundo y se manifiestan a la humanidad y que no son criaturas, sino operaciones eternas de Dios. Para él, la supresión de toda operación de la substancia divina significaba eliminar cualquier relación entre el mundo inmanente y la divinidad trascendente. La Sabiduría, el Amor, la Gracia de Dios, por ejemplo, no son otra cosa que energía divina, y la luz contemplada por los apóstoles en el monte Tabor sigue siendo visible para los que disfrutan de la iluminación mística y no es en sí misma otra cosa que manifestación de la energía divina. Mientras que Barlaam establecía una separación tajante entre el mundo de la eternidad y el del tiempo presente, el sistema de Palamás afirmaba la existencia de algo intermedio entre Dios y el hombre, que emanaba de Dios y se comunicaba al hombre. El sistema hesicasta se convirtió, de este modo, en el medio de expresión de aquella vieja nostalgia de la religiosidad griega que ya estaba presente en la actitud de la iglesia bizantina en la época de las controversias cristológicas y de la querella de las imágenes. Era la nostalgia de encontrar un puente que llenara el abismo existente entre el más allá con el mundo sensible. Por esta razón, la doctrina hesicasta, que fue abiertamente condenada por Roma, fue canonizada por la Iglesia bizantina.

Sin embargo, la doctrina hesicasta tuvo que mantener una larga lucha para imponerse en el mismo Bizancio, ya que se produjo en el mismo seno de su Iglesia una viva resistencia frente a una doctrina, que aunque era muy antigua en su esencia, parecía una novedad. Si bien el movimiento hesicasta tuvo el firme apoyo del partido zelota, encontró resistencia, en un principio, en el partido moderado de los políticos. Es cierto que Gregorio Palamás consiguió ver reconocida su doctrina en un sínodo celebrado en Constantinopla a comienzos de 1341 y que el monje bizantino Gregorio Akindynos, un adepto de la escolástica occidental, fue poco después condenado por haberse querido enfrentar a la doctrina hesicasta, sustituyendo a Barlaam, decepcionado y amargado. Pero la victoria de los hesicastas no fue completa, ya que la Iglesia evitaba pronunciarse tajantemente sobre el tema y llevar a cabo una condenación rotunda de los enemigos de la doctrina. El viraje político de 1341 cambió la situación. Por sus orígenes occidentales, la emperatriz Ana se oponía a los hesicastas y el mismo patriarca Juan Calecas era un declarado adversario del movimiento. A partir de este momento, tanto el poder religioso como el civil se pusieron, en Constantinopla, en contra de los hesicastas. La doctrina fue prohibida en la capital imperial. El mismo Gregorio Palamás fue encarcelado. La consecuencia de ello fue que se estableció una firme alianza entre los hesicastas y Juan Cantacuceno. En la lucha que dividía al Imperio en dos bandos políticos, de un lado estaban los hesicastas y del otro sus adversarios. Tanto en el campo religioso como en el político, el imperio se veía dividido en dos facciones contrarias.

La división social tenía también una gran profundidad. Y la particular gravedad y energía destructiva que se manifestó en la guerra civil fue consecuencia de esta misma división. La crisis económica galopante envenenaba los antagonismos sociales. En la misma medida en que el Imperio iba decayendo y empobreciéndose, la miseria de las masas se hacía mucho mayor, tanto en el campo como en las ciudades. En el campo y en las ciudades, la riqueza estaba concentrada en manos de una pequeña minoría aristocrática, y contra ella se dirigía el odio y la ambición de las masas empobrecidas.

En los momentos de su máximo esplendor, el absolutismo bizantino había sustituido la ruina de la antigua administración municipal por el poder omnímodo de su aparato burocrático, sometiendo toda la vida urbana a una centralización de la que ningún aspecto escapaba. Pero, con el debilitamiento del poder central, las fuerzas locales habían resurgido de nuevo, con lo que parecía resucitar el viejo particularismo municipal, Sin embargo, no era la aparición de nuevas fuerzas sociales lo que había producido la resurrección de la autonomía urbana en Bizancio, sino el debilitamiento del poder central, mantenido a raya por las fuerzas feudales. Al contrario que Occidente, no fue la clase de comerciantes y artesanos, en pleno desarrollo, la que dominó la vida urbana bajomedieval, sino la aristocracia terrateniente local. Se trata de una diferencia que no hay que perder de vista, sin que por ello haya que olvidar tampoco que muchos de los fenómenos que agitaron la vida urbana hacia mediados del siglo XIV encuentran paralelos en la historia contemporánea de las ciudades flamencas e italianas y se inscriben en el marco general de las luchas sociales de las ciudades europeas. Esta diferencia fundamental explica que la antigua hegemonía económica de Bizancio fuera tan rápidamente superada, y finalmente completamente paralizada por las ciudades comerciales italianas.

El conflicto entre la regencia de Constantinopla y el jefe de la aristocracia, Cantacuceno, liberó el agudo antagonismo social que socavaba el Imperio. En su pulso con Cantacuceno, Alejo Apokaukos se apoyó en las masas populares, agitando su espíritu de antagonismo social contra el partido aristocrático de su adversario. Era un problema demasiado peligroso como para que no estallara. En Adrianópolis estalló una revuelta contra la aristocracia local y muy pronto el problema se extendió a las demás ciudades de Tracia. Los representantes de las grandes familias aristocráticas y partidarios del magnate Cantacuceno fueron asesinados en todas partes.

La lucha de clases asumió las mayores proporciones y el carácter más encarnizado en Salónica, ciudad portuaria de población abigarrada, en la que la máxima riqueza coexistía con la más profunda miseria. Salónica, cuya situación en el Imperio era muy particular y seguía siendo un lugar de expresión de las antiguas aspiraciones a la libertad, contaba con un partido popular dotado de una sólida organización y de una ideología bastante clara: el partido zelota. Del mismo modo, el movimiento anti-aristocrático no asumía en la ciudad el carácter de una simple efervescencia de sentimientos populares, sino que, tras la toma del poder por los zelotas en 1342, impuso su sistema durante algún tiempo. Tras la huida de los partidarios de Cantacuceno de la ciudad, el gobernador Synadenos, a la cabeza de los zelotas, impuso en la ciudad un régimen dominado por este partido.

El punto esencial del programa de los zelotas, así como la medida fundamental de su gobierno consistió en la expropiación de los poderosos. Fueron confiscados los bienes de los grandes propietarios laicos, así como los de los monasterios y las iglesias. Ello contribuyó a crear un enorme foso entre los zelotas y el clero ortodoxo. Los zelotas, que entre los medios conservadores de la Iglesia eran considerados como discípulos de Barlaam y de Akindynos, eran particularmente hostiles a los hesicastas, los aliados de Cantacuceno. Los zelotas políticos eran adversarios de los zelotas religiosos. Los zelotas añadían a su espíritu de revolución social un cierto legitimismo propio. Como adversarios de Cantacuceno, reconocían como emperador legítimo a Juan Paleólogo, y los dirigentes más conocidos de este partido radicalmente anti-aristocrático eran miembros de la familia de los Paleólogos. Un gobernador nombrado por Constantinopla y el jefe del partido de los zelotas se repartieron el control de la administración. Pero era el jefe de los zelotas quien detentaba la influencia decisiva, de forma que la ciudad vivía, de hecho, según su propia ley y gozaba de una independencia casi total. Los métodos de gobierno de los zelotas se distinguían por su violencia extrema, lo que explica el recuerdo particularmente amargo que dejó a sus contemporáneos.

El poder de la aristocracia, desde Salónica a Constantinopla, había sido completamente quebrantado. La causa de Cantacuceno parecía perdida. Sus más próximos partidarios, entre otros el mismo Synadenos, se apartaron de él como único medio para salvar sus vidas y sus bienes. Privado por el levantamiento popular de todo apoyo en el Imperio, Cantacuceno se replegó con unos dos mil hombres hacia la frontera serbia y pidió ayuda a Dusan. La participación en la guerra civil bizantina entraba completamente en los planes expansionistas del rey y de la aristocracia serbia, necesitada de conquistas. El rey y la reina de Serbia recibieron en Prichtina, en medio de grandes honores, al emperador rival (julio de 1342). Cantacuceno permaneció en Serbia bastante tiempo. Sus negociaciones con Dusan y los magnates serbios finalizaron con la firma de una alianza en la que cada uno de los partidos buscaba sus propios beneficios. Pero los ataques lanzados por los aliados contra la fortaleza de Serres en 1342 y 1343 no tuvieron éxito. Las tropas de Cantacuceno quedaron reducidas a unos 500 hombres. En este preciso momento le llegó la noticia de que Tesalia le reconocía como emperador. De esta forma, la región de los grandes propietarios se unía al jefe de la aristocracia bizantina. Cantacuceno confió la provincia para su administración de por vida a su gran amigo Juan Angel. Este reinó en una semi independencia, aunque reconociendo siempre los derechos soberanos de su señor, tanto sobre Epiro, con Acarnania y Etolia, como sobre la misma Tesalia. Poco tiempo después conseguía ampliar sus ya importantes dominios con la anexión de las posesiones catalanas en Tesalia. Si, por una parte, Cantacuceno se veía rechazado en los antiguos territorios del Imperio, por otra veía cómo se le unían las regiones griegas recién conquistadas, por las que siempre había mostrado un vivo interés y cuya anexión al Imperio fue, en el fondo, obra suya.

Este éxito del usurpador bizantino precipitó su ruptura con el rey de los serbios. La victoria de uno de los partidos en lucha no entraba en los planes de Dusan. Abandonó a Cantacuceno y dirigió su ayuda a la regencia de Constantinopla, que la acogió muy favorablemente. De este modo, en lugar de un compañero de armas, Cantacuceno tenía ahora en Dusan un poderoso enemigo. Pero le quedaban aún otro aliado, el emir Omur, con el que había establecido ya antes, en el reinado de Andrónico III, una cooperación muy estrecha. A finales de 1342, Omur había acudido en su auxilio y, a partir de este momento, Cantacuceno contó siempre con la ayuda de los turcos, primeros de los selyúcidas y luego de los osmanlíes. Este apoyo le garantizaba la superioridad sobre el partido contrario y no es exagerado afirmar que le dio la victoria en la guerra civil bizantina. Sin embargo, no pudo, ni siquiera con la ayuda de Omur, recuperar la ciudad de Salónica. La ciudad opuso al usurpador una resistencia encarnizada, y la amenaza del peligro exterior sólo sirvió para endurecer aún más el régimen de los zelotas. Cantacuceno se vio, por tanto, obligado a renunciar a Salónica y a ceder a Dusan el resto de Macedonia, pero llevó a cabo, con la ayuda de los selyúcidas, la sumisión de Tracia. En el otoño de 1343 hizo su entrada solemne en Didymoteichos. Ello le costó, sin embargo, el saqueo del territorio conquistado por las bandas de su aliado turco.

La regencia de Constantinopla, por su parte, consiguió más apoyo de los eslavos meridionales. Aparte del de Dusan, atrajo a su partido al zar búlgaro, Juan Alejandro, y lo mismo hizo con un antiguo aliado de Cantacuceno, el valiente Momtchilo, que deambulaba por las fronteras bizantino-búlgaras con su propio ejército. Pero la amistad de los soberanos eslavos no ayudó gran cosa al emperador legítimo, a pesar de los enormes sacrificios que costó al Imperio. La situación se hacía cada vez más dramática. Mientras los aliados de Cantacuceno saqueaban el territorio bizantino, los aliados de Apokaukos le arrancaban importantes regiones. Dusan prosiguió sus conquistas en Macedonia, conservando para sí mismo los territorios que conquistaba al usurpador, que quedaban así incorporados a su reino. El zar búlgaro exigió como precio de su ayuda una zona bastante extensa del Maritsa superior, con las ciudades de Filipópolis y Stanimachos, pero no prestó la mínima ayuda al gobierno que le había permitido, irresponsablemente, tan desmesurada cesión. Momtchilo, tras cambiar de bando en varias ocasiones, se talló su propio principado al sur de los Rhodopes. Desde allí, este audaz aventurero, a quien Cantacuceno había otorgado el título de sebastocrator y la regente incluso el de déspota, se dedicó a intranquilizar toda esta región, hasta el momento en que Omur, por orden de Cantacuceno, le aplastó en 1345.

En el verano de 1345 Cantacuceno había concluido la sumisión de Tracia. En la misma Constantinopla, el partido de sus adversarios había sufrido un rudo golpe. El 11 de julio de 1345, su más importante jefe, Alejo Apokaukos, encontraba la muerte cuando inspeccionaba la prisión del palacio imperial en que estaban encerrados sus enemigos. En un momento determinado, fue atacado por los prisioneros y asesinado. En Salónica se produjo, por las mismas fechas, un intento de reacción contra el régimen de los zelotas, sin que consiguiera otro objetivo que exasperar aún más a los revolucionarios. Es significativo que el intento de reacción fuera dirigido por el propio gobernador imperial, que no era otro que el gran primicerio Juan Apokaukos, hijo del dictador de Constantinopla. Aunque su cometido era apoyar al régimen antiaristocrático de Salónica, no tardó en enfrentarse con el partido de los zelotas y con su jefe, Miguel Paleólogo, que se había convertido en el dueño de la ciudad. Mandó asesinar al jefe de los zelotas, tomó las riendas del gobierno como único gobernante y, al morir su padre asesinado en Constantinopla, se pasó abiertamente al partido de Cantacuceno. Pero en ese momento el partido zelota, bajo la jefatura de Andrés Paleólogo, pasó al contraataque. Juan Apokaukos perdió la partida y con cien de sus partidarios sufrió una espantosa muerte. Uno tras otro, los prisioneros fueron arrojados desde lo alto de la ciudadela y linchados por los zelotas que estaban al pie de las murallas. A continuación se inició un ajuste de cuentas general con representantes de las clases superiores: «Eran arrastrados por las calles con una soga al cuello, como esclavos. A veces un criado empujaba a su amo, otras un esclavo al que lo había comprado. El rústico empujaba al general, el campesino al guerrero». El régimen de los zelotas fue restablecido y se mantuvo en el poder todavía algunos años, en una independencia casi absoluta. Los lazos que unían a Salónica con el resto del Imperio eran ahora más laxos que en cualquier otro momento.

A pesar de estos acontecimientos, Cantacuceno podía estar ya seguro de su victoria, sobre todo tras la muerte del megaduque Apokaukos. Apoyado por los elementos más fuertes política y económicamente y por un poderoso movimiento religioso, como era el de los hesicastas, parecía alcanzar irresistiblemente su objetivo, mientras que las posibilidades con que contaba la regencia se iban hundiendo a simple vista. Es cierto que el usurpador no contaba ya, en la misma medida, con el apoyo de Omur, que muy pronto perdería completamente. En efecto, Omur estaba completamente absorbido por la guerra contra la liga de potencias occidentales que se había desencadenado, y en 1344 se había apoderado de Esmirna. Esta guerra, que tuvo diferentes alternativas, ocupó en gran medida a Omur, que moriría finalmente en ella, en 1348. Pero Cantacuceno había concluido, en el invierno de 1344-45, un tratado con el sultán otomano Orján y contaba desde ese momento con el apoyo de este poderoso y peligroso aliado. Llegó incluso a conceder al sultán la mano de su hija Teodora. ¡Cómo habían cambiado los tiempos! En otros momentos se había considerado incluso indigno de una princesa bizantina un matrimonio con los más grandes príncipes cristianos y ahora se veía a una princesa bizantina en el harem de un sultán turco.

Es muy frecuente responsabilizar a Cantacuceno de la penetración de los turcos en Europa. Según esta interpretación, sería culpable de haber abierto las puertas a los turcos, al haber pedido ayuda primero a Omur y más tarde a Orján. Pero no es menos cierto que la regencia de Constantinopla había solicitado igualmente la ayuda turca y pretendía los favores de Orján con el mismo celo, aunque con menos éxito. Los dueños de Constantinopla carecían del talento diplomático de su adversario y, sobre todo, Cantacuceno disponía, gracias al apoyo de los magnates más ricos del Imperio, de los medios más considerables con que contaba el ya empobrecido poder central de Constantinopla. El comportamiento de ambos partidos, muy parecido en su inspiración aunque no en sus resultados prácticos, era consecuencia de la propia coyuntura. No fueron, por tanto, los errores de un solo hombre los que prepararon el camino a los turcos, sino la propia decadencia del Imperio Bizantino, gestada por una evolución muy larga y que se precipitó como consecuencia de las recientes guerras civiles. Por otra parte, ¿cómo se podría imaginar que hubieran atacado al Imperio si no hubieran visto camino para ello?

Seguro de su victoria, Cantacuceno se coronó emperador en Adrianópolis el 21 de mayo de 1346. Esta solemne coronación, realizada por el patriarca de Jerusalén, significaba la legalización del levantamiento de Didymoteichos, que había iniciado la guerra civil en 1341. La emperatriz Ana sólo disponía ahora de la capital y sus alrededores. Pero no por ello abandonó la lucha esta ambiciosa mujer. Sus intentos por reclutar tropas turcas tuvieron finalmente resultados. Durante el verano de 1346 llegaron a la capital seis mil selyúcidas del emirato de Saruján, pero en vez de atacar a Cantacuceno invadieron Bulgaria, que les ofrecía un botín más rico que Tracia, ya devastada, y a su regreso, saquearon brutalmente los alrededores de la capital. En el último momento la emperatriz hizo concesiones ya inútiles, como intentar un acercamiento a los hesicastas, deponer al patriarca Juan Calecas (2 de febrero de 1347), sacar a Palamás de su prisión o promover al patriarcado a Isidoro, su partidario. El 3 de febrero de 1347 Constantinopla abría sus puertas a Juan Cantacuceno. La guarnición de la ciudad se puso de su lado y la emperatriz muy pronto tuvo que cesar cualquier resistencia. Cantacuceno fue reconocido como emperador. Durante diez años dirigiría los asuntos del Imperio, tras los cuales asociaría al trono al soberano legítimo Juan V. Cantacuceno le casó con su hija Elena. El 13 de mayo tuvo lugar una nueva ceremonia de coronación. En esta ocasión, Cantacuceno fue coronado por el patriarca de Constantinopla, ya que sólo el acto celebrado por el patriarca de la capital tenía un valor jurídico completo e indudable. Para legitimar la posición del nuevo emperador se inventó un parentesco espiritual entre Cantacuceno y la familia de los Paleólogos. Cantacuceno asumió, en cierto sentido, el lugar del difunto Andrónico III, se le consideró como el hermano «espiritual» y como «padre común» de Juan Paleólogo y de sus propios hijos y, al mismo tiempo, como jefe de la casa reinante.

La victoria de Cantacuceno terminó durante algún tiempo con la guerra civil. Sin embargo, los zelotas conservaron el poder en Salónica, se negaron obstinadamente a reconocer a Cantacuceno y rechazaron cualquier orden llegada desde Constantinopla. Pero su caída era sólo cuestión de tiempo. Dispuestos a entregar la ciudad al rey de los serbios antes que a Juan Cantacuceno, iniciaron infructuosas negociaciones en este sentido con Esteban Dusan. En 1350, su poder se hundió. Mientras que el jefe del partido, Andrés Paleólogo, huía a Serbia, el gobernador Alejo Metoquita apeló a Juan Cantacuceno. Hacia finales del año, éste, acompañado de Juan Paleólogo, hizo su entrada solemne en la ciudad que había desafiado su poder durante tanto tiempo y de forma tan obstinada. Gregorio Palamás, que cuando había sido nombrado metropolitano de Salónica había sido vetado por los zelotas, hizo también en este momento su solemne entrada en la ciudad de San Demetrio.

La instalación de Cantacuceno en el trono de Constantinopla consagró la victoria del movimiento hesicasta. Sin embargo, la controversia religiosa no terminó con ello, y el gran sabio Nicéforo Grégoras, que en otro tiempo había llevado a cabo un duelo filosófico con Barlaam, el monje calabrés, se puso ahora al frente del partido anti-hesicasta. Pero un concilio, celebrado en el palacio de Blaquerna en 1351, reconoció de forma solemne la ordotoxia de los hesicastas y excomulgó fulminantemente a Barlaam y Akindynos. A pesar de la larga oposición de que aún fue objeto, la doctrina hesicasta fue en adelante considerada como la doctrina oficial de la Iglesia griega ortodoxa. Gregorio Palamás fue canonizado poco tiempo después de su muerte (ocurrida en 1357 ó 1358) y las ideas hesicastas fueron el fundamento de la posterior evolución de la Iglesia ortodoxa griega. Los hesicastas tuvieron entre sus miembros a un famoso místico, Nicolás Casabilas, un sabio canonista, Simeón de Tesalónica y al campeón de la ortodoxia contra la unión con la Iglesia romana en el siglo XIV, Marco Eugénikos. Para el Imperio Bizantino, el reconocimiento del hesicasmo no constituía únicamente una profesión de fe religiosa, sino que se trataba también de una profesión de fe cultural. Tras la intensa latinización experimentada durante los siglos XII y XIII, la tendencia conservadora griega se impuso en la primera mitad del siglo XIV. Se trataba, en otras palabras, del triunfo de la tendencia abiertamente opuesta a la Iglesia romana y a la propia cultura occidental. Manuel I Comneno y Miguel VIII Paleólogo habían sido los representantes de la actitud latinófila, mientras que Andrónico II y Juan VI Cantacuceno —este adversario de Andrónico el viejo, que, en muchos aspectos, fue su discípulo más fiel—, se presentan como los símbolos del pensamiento bizantino ortodoxo y conservador.

Pero quien obtuvo los mayores beneficios de la guerra civil bizantina fue el rey de Serbia. La guerra civil, al mutilar y arruinar al Imperio Bizantino, había fortalecido a Dusan. Con excepción de Salónica, dominaba toda Macedonia casi hasta las orillas del río Nestos y, tras repetidos ataques, la poderosa ciudad de Serres cayó también en su poder el 25 de septiembre de 1345. Poco después, Dusan asumió la dignidad imperial y se autodenominó en adelante «emperador de los serbios y de los griegos». Esto quería decir que, en su pensamiento, el viejo Imperio Bizantino debía desaparecer para siempre y dejar su lugar a un nuevo Imperio serbio-griego. Como había ocurrido en otro tiempo, con el zar Simeón, la lucha de Dusan contra Bizancio desembocaba en sus abiertas pretensiones al Imperio, símbolo supremo de la hegemonía política y religiosa de Bizancio. El 16 de abril de 1346, domingo de Pascua, el recién nombrado patriarca de Serbia procedió a la solemne coronación en Skoplje. Pues, como había sucedido antes con Bulgaria, la misma Serbia tuvo al lado de su Imperio, y estrechamente ligado a él, un patriarcado propio. Como no cabía pensar en la obtención del consentimiento de Constantinopla, el acto de la coronación tuvo lugar en presencia del patriarca de Tirnovo, del arzobispo autocéfalo de Ochrida y de representantes de los monasterios de Athos. El monte Athos se encontraba también bajo el control del zar de los serbios y éste no ahorró esfuerzos para conservar el favor y el reconocimiento de este lugar, santo entre todos los demás. Incluso hizo una larga visita personal a la montaña santa y colmó a sus venerables monasterios con concesiones de tierras y de los más generosos privilegios. Tres años después de la coronación imperial, en mayo de 1349, se promulgó en una dieta imperial celebrada en Skoplje, en mayo de 1349, y luego, en 1354, en una versión más extensa en Serres, el código de Dusan, que dio una base jurídica sólida al nuevo Imperio.

La tregua alcanzada en la guerra civil bizantina no afectó para nada al avance serbio. Por el contrario, fue durante los primeros años del reinado de Cantacuceno cuando Dusan terminó la conquista de Albania y de Epiro, se apoderó de Acarnania y de Etolia y comenzó a estar presente, finalmente, en Tesalia. Es cierto que, tras la sumisión de Salónica, Cantacuceno consiguió llevar a cabo una invasión de Macedonia, pero las ciudades reconquistadas no tardaron mucho tiempo en ser recuperadas por Dusan.

Con un modesto despliegue de fuerzas y sin librar ninguna gran batalla, Dusan había arrebatado al Imperio Bizantino más de la mitad del territorio que aún le quedaba y había casi doblado el de su imperio. Las operaciones militares se limitaron, en general, a sitiar ciudades que casi nunca ofrecieron resistencia prolongada al soberano serbio Su autoridad se extendía desde el Danubio al golfo de Corinto y desde el Adriático hasta el mar Egeo. Su Imperio era, en realidad, un imperio medio griego, que se componía en gran parte de zonas griegas o de habla griega y el nuevo imperio incluso tuvo su centro de gravedad en países griegos. Dusan, en su condición de emperador de los serbios y de los griegos, colocó bajo su directa autoridad la administración de la parte meridional del Imperio, que era en su mayor parte griega, mientras que dejaba en manos de su hijo, el rey Uros, la administración del antiguo territorio septentrional serbio. Tanto en la organización de la corte y de la administración como en el aspecto jurídico, el Imperio de Dusan imitó, en gran medida, al bizantino, en especial en la parte meridional de su territorio. Pero los grandes funcionarios de la administración, a pesar de sus títulos griegos, fueron casi siempre elegidos, incluso para administrar los territorios griegos conquistados, entre miembros de la nobleza serbia, los compañeros de armas de Dusan y los primeros beneficiarios de sus guerras victoriosas y conquistas. En resumen, se seguía viviendo bajo el régimen antiguo, con un simple cambio de la clase dominante.

Si bien la aristocracia griega estaba todavía consiguiendo mantener, tras una terrible guerra civil, su dominio sobre los restos del Imperio Bizantino, llevaba la peor parte en su lucha contra los enemigos exteriores y había tenido que ceder su lugar y sus bienes a la aristocracia serbia en una gran parte de su antiguo territorio. Por otra parte, incluso los mismos restos del Imperio Bizantino estaban amenazados. El soberano serbio, que se autodenominaba como «fere totius imperii romani dominus», parecía estar consiguiendo todos sus objetivos. Sólo faltaba el último esfuerzo para entrar en Constantinopla y realizar su gran programa al apoderarse de la ciudad imperial. Como en otro tiempo a Simeón, tampoco Dusan pudo conseguir este último éxito. El también carecía de flota, y sin ella la conquista de Constantinopla no tenía sentido. Todos sus intentos para conseguir el apoyo de los venecianos fracasaron. Los venecia­nos no eran partidarios de la sustitución del debilitado Imperio Bizantino por el de un poderoso zar serbio.

También en el mar, la guerra civil había infligido al Imperio severas pérdidas. En 1346 los genoveses habían recuperado la isla de Quíos, que muy pronto se convirtió en la base principal de la compañía comercial de los Giustiniani, en cuyas manos permaneció hasta mediados del siglo XVI. La flota bizantina, cuya reconstrucción había costado tan grandes sacrificios en tiempos de Andrónico III, había quedado destruida durante los años de la guerra civil. La total y humillante impotencia del Imperio en tierra, en beneficio de los osmanlíes y serbios, tenía como parangón su impotencia marítima frente a Génova y Venecia.

El territorio bizantino estaba reducido en estos momentos a Tracia y a las islas del norte del Egeo, a Salónica, aislada por las conquistas de Dusan, y a las posesiones del lejano Peloponeso. Pero mucho peor que estas amputaciones territoriales era la ruina económica y financiera del Estado bizantino. La población no estaba en condiciones de seguir pagando sus impuestos, pues los años de la guerra civil habían interrumpido todas las labores agrícolas de Tracia, que constituía ahora la posesión más importante del Imperio. El país, que a los horrores de la guerra civil había añadido los terribles saqueos de las bandas turcas, parecía un desierto. El comercio bizantino languidecía, pues mientras que las aduanas genovesas ingresaban en Gálata doscientos mil hiperperos anuales, los ingresos anuales de las aduanas de Constantinopla habían descendido hasta los treinta mil hiperperos. El mismo hiperpero era ya una unidad monetaria completamente indefinida, ya que, en opinión de los contemporáneos, su poder adquisitivo descendía día a día. Si los ingresos del Estado no representaban, a comienzos del siglo XIV, más que una parte muy pequeña del presupuesto del antiguo Imperio Bizantino, los ingresos del Imperio representaban sólo una parte muy pequeña de los de la época de Andrónico II. No existía, por otra parte, ni siquiera un presupuesto regular, pues el gobierno recurría, para afrontar sus gastos más importantes, a fuentes especiales, bien apelando a la generosidad de las clases ricas o bien recurriendo a empréstitos o donativos extranjeros. A comienzos de la guerra civil, ya la emperatriz Ana había dado las joyas de la corona para obtener un empréstito veneciano de treinta mil ducados. Pero a pesar de las insistentes reclamaciones venecianas de esta deuda no se llegó a la devolución, por lo que las joyas de la corona imperial permanecieron en el tesoro de San Marcos. Hacia 1350, el gran príncipe de Moscú envió fondos para la restauración de Santa Sofía. Como si no constituyese ya suficiente humillación verse obligados a admitir tales donativos extranjeros para estos fines, la piadosa ofrenda del gran príncipe ruso fue desviada por el gobierno bizantino y gastada en beneficio de los infieles, ya que fue destinada al reclutamiento de tropas auxiliares turcas. Esto puede dar una idea del grado de hundimiento bizantino. En el mismo palacio imperial, en el que antes todo era lujo y riqueza, reinaba una pobreza tan grande que, en una fiesta celebrada después de la coronación de Cantacuceno, los asistentes tuvieron que beber en recipientes de plomo y barro, en vez de en las copas de oro y plata de otros tiempos. Para colmo de infortunios, el Imperio sufrió en 1348 el azote de la peste, que fue particularmente mortífera en la capital y que después se paseó por toda Europa

Por extraño que pueda parecer, cuanto más disminuía la extensión del Imperio más se hacía sentir la necesidad de un reparto del poder supremo dentro del mismo. Estos territorios, a pesar de ser tan reducidos, no podían ser gobernados desde un centro único, y la antigua autoridad imperial única se transformó en un régimen familiar en el que participaban varios miembros de la dinastía reinante, bien como consecuencia de un acuerdo amistoso, bien por una secesión en el curso de una guerra civil. En tiempos de Juan Cantacuceno, la soberanía colectiva dinástica se convirtió en un sistema político. En el Peloponeso, Cantacuceno, continuando y llevando mucho más allá las medidas de Andrónico II, estableció un nuevo orden de cosas. Transformó el territorio bizantino de Morea en despotado autónomo, que fue confiado al gobierno de su segundo hijo, Manuel. Su hijo primogénito, Mateo, recibió un dominio propio, que comprendía desde Cristópolis a Didymotichos, situado en Tracia occidental, en las mismas fronteras de lo que en ese momento era Serbia. Las auténticas intenciones de estas medidas de Cantacuceno eran el reforzamiento de la posición de su nueva dinastía frente a la legítima de los Paleólogos. Pero la causa determinante radicaba en que en estos momentos no había otra forma de conservar la cohesión de los diferentes partidos dentro del Imperio más que creando un sólido poder familiar. Este sistema de Cantacuceno, que contaba ya con numerosos precedentes en la época anterior, será más tarde adoptado y desarrollado aún más por sus sucesores de la dinastía Paleólogo. Frente a los grandes señores feudales, el soberano se esforzaba por fortalecer el poder de los miembros de su dinastía, ya que en el Estado feudal la dinastía reinante no es, en el fondo, sino la más poderosa de las numerosas familias rivales de grandes magnates.

La política exterior de Cantacuceno tuvo una notable continuidad. La actuación del gran doméstico de Andrónico III, del usurpador de la época de la guerra civil y, finalmente, del soberano reinante obedeció de forma general a los mismos principios. Este rasgo destaca tanto en su alianza con los turcos, a la que se mantendrá fiel hasta el final de su reinado, como en su vivo interés hacia las provincias griegas, manifestado una vez más con la fundación del despotado de Morea y en su hostilidad contra los genoveses, la cual, a pesar de ciertos cambios, fue siempre un rasgo particular de su política. Para hacer frente a la superioridad de los genoveses era necesario contar con una flota propia, con lo que este problema volvía a aparecer como el primero y más urgente. Puesto que las arcas estatales estaban exhaustas, Cantacuceno pidió ayuda a los propietarios privados. Pero incluso la propiedad privada había sufrido graves quebrantos en los terribles años de la guerra civil y la generosidad de las clases ricas era muy limitada. Con grandes dificultades se consiguió reunir 50.000 hiperperos, que se dedicaron a la construcción de navios. El emperador no quería aceptar una situación en la que casi el 87 por 100 de los ingresos aduaneros por el paso del Bósforo iban a parar a las arcas genovesas y buscó afanosamente acabar con este hecho humillante. Rebajó las tarifas aduaneras de Constantinopla para la mayor parte de los productos de importación, lo que tuvo el efecto de atraer a un número cada vez mayor de barcos de comercio al puerto bizantino, que evitaban así el puerto genovés de Gálata. Como cabía esperar, los genoveses, que se habían visto gravemente perjudicados por estas medidas, actuaron con energía y atacaron militarmente y, a pesar de todas las medidas que se adoptaron, el Imperio llevó la peor parte en una lucha tan desigual. La flota bizantina fue aniquilada en la primavera de 1349, con lo que todos los esfuerzos realizados se venían abajo. Parecía que el destino del Imperio era permanecer siempre bajo la dependencia de los genoveses.

Nada más terminar la guerra entre Constantinopla y Gálata estalló una nueva lucha, en aguas bizantinas, entre Génova y Venecia. Génova intentaba controlar todo el comercio del mar Negro. Los genoveses intentaron cerrar el paso a los navíos extranjeros y llegaron a confiscar, en Caffa, las mercancías de varios barcos venecianos que habían conseguido escapar al control (1350). Venecia llegó a un acuerdo con Pedro IV de Aragón y con el propio Cantacuceno, que, a pesar de sus dudas iniciales debido al incierto final de la guerra, terminó por aliarse con ella. El 13 de febrero de 1352 tuvo lugar una gran batalla naval en el Bósforo entre la flota genovesa de un lado y los navíos venecianos y aragoneses del otro, a los que se había unido una pequeña escuadra de catorce navíos equipados por Cantacuceno con ayuda de los venecianos. La batalla se prolongó hasta la noche sin un final claro, lo que permitió que ambos bandos se adjudicasen la victoria. El siguiente enfrentamiento tuvo como escenario aguas occidentales y, finalmente, el agotamiento de ambos bandos llevó a los adversarios a la firma de la paz de 1355. El repliegue de la flota veneciano-aragonesa tras la batalla del Bósforo dejó a Cantacuceno en una posición difícil. En su aislamiento se vio obligado a firmar la paz con los genoveses, especialmente al haber firmado éstos una alianza con Orján. Pero esta obligada defección tuvo como consecuencia un acuerdo de los venecianos con Juan V. El Paleólogo recibió de Venecia un préstamo de veinte mil ducados, a cambio del cual prometía la entrega a los venecianos de la isla de Tenedos. El poderoso zar de los serbios le empujaba, por su parte, a romper con Cantacuceno. Bizancio estaba en el umbral de una nueva guerra civil.

El emperador legítimo había sido, desde un principio, el punto de encuentro de todos los adversarios de Cantacuceno y, al llegar a edad adulta, el mismo Juan V comenzó a rebelarse contra su marginación. Mediante una hábil maniobra, Cantacuceno intentó eludir el conflicto. El gobierno de Mateo Cantacuceno en los Rhódopes fue entregado al Paleólogo, y Mateo recibió en la circunscripción de Adrianópolis un gobierno nuevo y más importante. Pero el entendimiento no duró mucho tiempo, y cuando se produjo la inevitable ruptura, las hostilidades adoptaron la forma caracterizada de una guerra entre los principados autónomos del Paleólogo y del propio Mateo Cantacuceno. Provistos de fondos venecianos, Juan V invadió durante el otoño de 1352 el territorio de su cuñado al frente de un pequeño ejército. No encontró resistencia por ningún lado y la misma Adrianópolis abrió sus puertas al emperador legítimo, mientras que Mateo se encerraba en la acrópolis de la ciudad. Pero Juan Cantacuceno, que llegó con tropas turcas, restableció fácilmente la situación. Adrianópolis y las otras ciudades que habían abandonado a Cantacuceno tuvieron que sufrir un saqueo de los turcos en toda regla. En esa situación, el Paleólogo, acorralado, llamó en su auxilio a los búlgaros y serbios y obtuvo de Esteban Dusan, al que envió como rehén a su propio hermano, el déspota Miguel, la ayuda de un contingente de caballería de cuatro mil hombres. Pero tampoco Orján abandonó a su amigo Cantacuceno y le envió, al frente de su hijo Solimán, un nuevo contingente de tropas que llegaba a los diez mil hombres. El resultado del enfrentamiento entre los dos emperadores bizantinos se encontraba, de esta forma, en manos de los osmanlíes y de los serbios. Las fuerzas, superiores en número, de los turcos decidieron la lucha. Mientras que los búlgaros se retiraban ante la proximidad de las poderosas bandas turcas, las fuerzas serbias y de Juan V eran completamente derrotadas.

Si hasta aquel momento Cantacuceno había intentado salvaguardar el principio de la legitimidad, a pesar de la lucha que le enfrentaba desde hacía diez años al emperador Paleólogo, creyó llegado el momento de asegurar el poder de su familia sobre unas bases más sólidas, excluyendo definitivamente al emperador legítimo. Proclamó emperador a su hijo Mateo (1353). Hasta el momento, Mateo no había tenido una titulatura definida, ya que poseía una dignidad «que era más elevada que la de déspota y seguía inmediatamente a la del emperador».

Este escalón intermedio entre el emperador y el déspota, para cuya provisión no había ningún tipo de designación específica, había sido ya ostentado, por primera vez, por Constantino Paleólogo, hijo de Miguel VIII. Tenemos con ello un ejemplo más, el más significativo, de las consecuencias de la creciente depreciación y diferenciación de los títulos. La jerarquía de las dignidades más altas se había hecho tan complicada que era ya imposible definirla en términos comprensibles. Mateo fue realzado en estos momentos al rango de coemperador y heredero de su padre. Y, en cuanto a Juan V Paleólogo, se prohibió expresamente que su nombre fuera pronunciado en el futuro en las oraciones de la Iglesia y en las aclamaciones de las fiestas oficiales. Juan Cantacuceno hizo caso omiso de las protestas del patriarca Calixto, hizo deponer en un sínodo al recalcitrante jefe de la Iglesia y elegir en su lugar a Filoteo. En 1354, Mateo recibió de manos del emperador y del nuevo patriarca la corona imperial en la iglesia de Blaquerna.

El triunfo de la dinastía Cantacuceno no tuvo gran duración. La oposición se hacía cada vez más fuerte. El desarrollo de la guerra entre Mateo Cantacuceno y Juan Paleólogo era ya testimonio de un profundo y radical cambio de opinión dentro del Imperio. Gracias a la ayuda de los turcos, Juan Cantacuceno había conseguido una vez más imponerse a sus adversarios, pero esta ayuda turca era un arma de doble filo. La época de las razzias turcas sin un objetivo definido estaba tocando a su fin. Comenzaba en estos momentos la instalación firme de los osmanlíes en suelo europeo. En 1352 se habían instalado en la fortaleza de Tzympe, cerca de Gallípoli, y en marzo de 1354 —como consecuencia de un temblor de tierra que había alejado a los bizantinos de la región—, Solimán, hijo de Orján, se apoderó de la misma Gallípoli. Cantacuceno apeló en vano a la amistad de Orján, proponiéndole el pago de elevadas sumas, a pesar de la situación de extrema pobreza del Imperio, para que desalojara la ciudad. Los osmanlíes ni siquiera se planteaban la devolución de una fortaleza que les garantizaba una excelente cabeza de puente para sus futuras conquistas en Tracia. La población de Constantinopla fue presa del pánico, creyendo que la misma capital estaba amenazada por los turcos. La posición de Cantacuceno era en este momento dificilísima y la coyuntura iba a desembocar en su caída.

Entre tanto, Juan V había llegado a un acuerdo con los genoveses, los viejos enemigos de Cantacuceno, y había conseguido fácilmente su ayuda. Un corsario genovés, Francesco Gattilusio, que poseía dos galeras con las que surcaba el mar Egeo en busca de botín y de aventuras, prometió reponer al Paleólogo en el trono de sus padres. A cambio de sus servicios, Juan V Paleólogo le prometió la mano de su hermana María y como dote la isla de Lesbos, la mayor y más importante de las islas que aún estaban bajo el dominio del Imperio. En noviembre de 1354, los conjurados entraban en Constantinopla. Juan Cantacuceno fue obligado a abdicar y tomó el hábito monástico. Viviría aún treinta años (murió el 15 de junio de 1383) —período casi igual al de su actividad política— bajo el nombre monástico de Joasaph, sin tomar parte directa en los acontecimientos políticos. Escribió en esta época su célebre Historia, así como tratados teológicos en los que defendía la doctrina hesicasta.

La caída de Juan VI Cantacuceno no ponía término al poder ni al protagonismo histórico de la dinastía. El emperador rival, Mateo Cantacuceno, se mantuvo todavía durante algún tiempo en la región de los Rhódopes, y más tarde, derrotado por los serbios, caerá en poder de Juan V y será obligado a renunciar a todos sus derechos soberanos (1357). Por el contrario, los esfuerzos de Juan V para arrebatar a Manuel Cantacuceno de la soberanía sobre Morea no tuvieron éxito y el gobierno del Paleólogo se vio finalmente obligado a reconocer al inteligente déspota. Manuel administró, de esta forma, las posesiones bizantinas en el Péloponeso hasta su muerte, en 1380. Tuvo como sucesor (hasta 1382) a su hermano Mateo, quien, tras su caída, se había refugiado en Morea. En el transcurso de su largo gobierno, Manuel Cantacuceno puso orden en la administración de Morea y aseguró la dominación griega mediante victoriosos combates librados contra los turcos. En una época de tan lamentable decadencia del poder bizantino, el esplendor de la Morea griega constituye el único aspecto positivo. Pero al estar el país bajo la dominación autónoma de la dinastía de los Cantacuceno, estuvo, de hecho, largo tiempo separado del poder central bizantino.

La impotencia del Imperio Bizantino era ahora mayor incluso que en el momento en que Cantacuceno había conquistado el trono. La fragmentación del territorio del Imperio se había agravado y la crisis económica y financiera era más terrible que nunca. No cabía ningún tipo de remedio para un Imperio, como el bizantino, que había sufrido tres guerras civiles en el transcurso de una generación. El antiguo poder del Estado bizantino se había basado en los dos pilares constituidos por su riqueza monetaria y la perfección de su sistema administrativo. En estos momentos las arcas estatales estaban exhaustas y la organización administrativa estaba en plena descomposición. La moneda se había devaluado totalmente, todas las fuentes de ingresos se habían agotado y los tesoros acumulador en su mayor parte habían sido ya gastados. De los themas y los logothesias, las dos base de la administración provincial y central de Bizancio, sólo quedaban los nombres. Las funciones más elevadas se habían convertido en títulos honoríficos e incluso el recuerdo de las antiguas funciones que correspondían a estos títulos, se había disipado. Basta con leer a Codino para darse cuenta que incluso se desconocía ya la significación de funciones como las del logotetis yenijú y del logotetis tu dromu. Si se piensa en la antigua importancia de estos cargos y que Teodoro Metoquita había ejercido todavía en tiempos de Andrónico II, en los años 20 del siglo XIV, los cargos de logotetis yenijú, primero. y luego el de megas logotetas, se puede valorar la rapidez de la decadencia de la organización política bizantina en los fatales decenios de las guerras civiles. La ruina de la capacidad financiera y la descomposición del sistema administrativo impedían la supervivencia del Imperio Bizantino. Este proceso de decadencia se continuó todavía durante largo tiempo, pues Bizancio conservó hasta el final su sorprendente tenacidad. Pero la historia de los últimos cien años de Bizancio no es otra cosa que la historia de una irresistible decadencia.

 

3.

La conquista de la Península Balcánica por los osmanlíes. Bizancio, Estado vasallo de los turcos

 

 

El 6 de agosto de 1354 el embajador de Venecia en Constantinopla comunicaba al dogo Andrés Dándolo que los bizantinos estaban dispuestos, ante la amenaza de los turcos y de los genoveses, a someterse a cualquiera de las potencias siguientes: A Venecia, al rey de los serbios o al de Hungría 153, Y el 4 de abril de 1355, Marino Faliero aconsejaba a la República anexionarse simplemente todo el Imperio, ya que si no se hacía esto, teniendo en cuenta la situación lamentable en que se encontraba, sería presa de los turcos. No constituía ningún secreto para nadie que Bizancio estaba al borde de su hundimiento y el único interrogante que aún había que despejar era saber si los restos del Imperio irían a parar a los turcos o a una potencia cristiana.

Uno de los candidatos mejor situados para recoger la herencia bizantina desapareció pronto de la escena. El 20 de diciembre de 1355 moría a edad avanzada Esteban Dusan y su obra política desaparecía con él. El joven zar Uros (1355-1371), que carecía de la energía y de la autoridad de su padre, no pudo mantener la cohesión de las partes heterogéneas del imperio serbio, cuyos lazos de unión eran muy débiles. El imperio levantado por la poderosa mano de Dusan y forjado con demasiada velocidad se hundió. Por todas partes se constituyeron principados independientes o semi independientes, y de las ruinas del imperio greco-serbio de Dusan surgió una serie variada de Estados. Pero la descomposición del antiguo imperio serbio no significó ningún respiro verdadero para el Imperio Bizantino. La muerte del zar le había desembarazado de un poderoso enemigo, pero el Imperio estaba hasta tal punto debilitado que le resultaba imposible obtener la menor ventaja de la descomposición del Estado serbio, y ni siquiera intentó recuperar los territorios que en otro tiempo habían pertenecido a Bizancio. Sólo el antiguo déspota de Epiro, Nicéforo II, intentó recuperar la herencia de su padre, pero tras algunos éxitos iniciales, cayó luchando frente a los albaneses (1358). Por el contrario, el riesgo de una conquista turca se hizo mayor como consecuencia de la muerte de Dusan, ya que a partir de este momento ya no había en la Península Balcánica ningún poder capaz de emprender la lucha contra los osmanlíes.

Es justo reconocer que Juan V fue en todo momento consciente de la seriedad de la situación. Por otra parte, no hubiera sido fácil engañarse al respecto cuando los turcos se encontraban en el umbral de Tracia, la única provincia que había permanecido bajo el control imperial. Para desviar este peligro tan amenazador, el emperador recurrió a la solución ya intentada antes de entablar negociaciones de alianzas, que en otro tiempo el fundador de la dinastía había llevado a cabo con verdadero virtuosismo. Pero existía una diferencia abismal entre la situación de aquellos momentos y la de éstos. En tiempos de Miguel VIII, el Imperio se hallaba amenazado por una potencia occidental, contra la que el Papado disponía de armas espirituales. Juan V tenía que vérselas con infieles contra los que no había más recursos que el de las armas y las experiencias llevadas a cabo recientemente por la Liga de potencias cristianas en el Egeo, dirigida por el Papado, no habían sido muy positivas. El espejismo de la Unión de las Iglesias era en el juego político bizantino una especie de cebo que la corte imperial mostraba continuamente. Tras el fracaso de la unión de Lyon, las negociaciones con Roma habían quedado frenadas durante cuarenta años, pero el mismo Andrónico II las había reanudado durante algún tiempo en el transcurso del difícil período de la guerra civil. Después, tanto en el reinado de Andrónico III como, muy en especial, en el de la reina Ana e incluso en las horas más críticas de Juan Cantacuceno, volvió a hablarse de la unión de las Iglesias, aunque sin resultado positivo. Juan V, por el contrario, se tomó en serio el asunto. Persiguió con ardor esta unión religiosa, en la que creía sinceramente por la educación recibida de su madre católica. El 15 de diciembre de 1355, apenas un año después de su acceso al trono, envió a Aviñón una carta muy detallada e ingenua en la que pedía al Papa el envío de cinco galeras y quince barcos de transporte de tropas con mil soldados de a pie y 500 jinetes. Como contrapartida, se comprometía a llevar a su pueblo a la fe romana en el plazo de seis meses y daba al Papa tantas garantías del cumplimiento de esta promesa que ni siquiera el estado calamitoso en que se encontraba el Imperio puede explicarlas. Entre otras, el hijo segundo del emperador, Manuel, que contaba a la sazón cinco o seis años, sería enviado como rehén a la corte pontificia para ser educado por el Papa. En el caso en que no mantuviera sus promesas, el emperador se comprometía a abdicar y el gobierno del Imperio pasaría al pupilo del Papa, Manuel, y, a la espera de su mayoría de edad, al propio Papa, en su calidad de padre adoptivo. Parece obvio que el Papa Inocencio VI no tomó muy en serio tan exorbitantes promesas y, en todo caso, su contestación no entraba en los detalles de las proposiciones de Juan V, sino que se contentaba con dirigirle elogios muy cálidos, aunque con enunciados muy generales, y le anunciaba el envío a Bizancio de legados pontificios. El emperador se vio muy pronto obligado a comunicar a Roma que no podía, por lo menos por el momento, arrastrar a la unión a todo el pueblo de Bizancio, ya que la embajada papal, que no había llegado acompañada por las galeras equipadas, carecía de la fuerza de persuasión suficiente y muchos de sus súbditos no compartían sus puntos de vista al respecto. Como consecuencia de ello, las negociaciones para la unión quedaron congeladas durante varios años.

A decir verdad, la oposición a la que aludía el emperador en su carta era muy fuerte. Es cierto que existía en Bizancio un partido importante partidario de la unión, cuyo representante más brillante era a la sazón el gran intelectual Demetrio Cydones, pero la inmensa mayoría del clero y del pueblo bizantinos permanecían aferrados irresistiblemente a sus antiguas tradiciones dogmáticas El patriarca Calixto, que había conseguido recuperar su trono patriarcal gracias a su enemistad personal con Cantacuceno, con el advenimiento de Juan V era un espíritu conservador, constantemente preocupado por la salvaguarda de sus privilegios patriarcales. La Iglesia griega estaba en mucho mejores condiciones de preservar sus derechos que el Imperio aletargado. Durante su primer patriarcado, Calixto había excomulgado al patriarcado serbio, creado por su propia autoridad y obtenía en estos momentos el reconocimiento de la soberanía de la sede de Constantinopla de parte del patriarcado búlgaro. A partir de este momento, en el patriarcado de Tirnovo, el nombre del patriarca de Constantinopla era mencionado en el primer lugar en las oraciones de su Iglesia. Este acto abría la vía para un arreglo del mismo tipo con la Iglesia serbia. La Iglesia bizantina recuperaba sus posiciones, mientras que el Estado bizantino perdía las suyas, una tras otra.

Poco después de la conquista de Gallípoli por Solimán, los turcos emprendieron la conquista sistemática de los países balcánicos. En 1359, Constantinopla asistía por primera vez a la presencia de las tropas turcas a los pies de sus murallas. El Imperio, exhausto, no podía oponer resistencia y, si bien la capital, con sus poderosas fortificaciones, no corría todavía ningún peligro inminente, el resto de Tracia, que se había visto vaciada de sus últimas fuerzas merced a las guerras civiles, fue abandonado al enemigo. Las ciudades caían una tras otra. En 1361 Didymoteichos caía definitivamente en manos de los turcos y aproximadamente un año más tarde le tocaba el turno a Adrianópolislse. El nuevo sultán, Murad I (1362-1389), enérgico hombre de Estado y gran general, continuó la conquista de los Balcanes con mayor energía todavía que su padre, Orján, y que su hermano Solimán. No se contentó con la conquista de las provincias griegas, sino que se dirigió, en particular, contra los Estados eslavos meridionales. Al igual que Bizancio, los eslavos meridionales se mostraron impotentes para frenar el avance de un enemigo superior. El Imperio Serbio, por su parte, también estaba en plena descomposición desde la muerte de Dusan. La situación era todavía más sombría en Bulgaria, que, fragmentada en pequeños reinos y paralizada por una grave crisis económica y por la agitación religiosa, se hallaba completamente hundida. El brillante general Lala Sahin entró en Filipópolis hacia 1363, estableció allí su gobierno y fue el primer beglerberg de Rumelia. El mismo sultán trasladó su residencia a los Balcanes y fijó la corte primero en Didymoteichos y después (más o menos a partir de 1365) en Adrianópolis. De este modo, los otomanos se establecían firmemente en Europa, tanto más cuanto que la penetración turca iba seguida de medidas sistemáticas de colonización. Una gran parte de la población indígena era transportada a Asia Menor, como esclavos, mientras que se instalaban colonos turcos en los territorios conquistados, y los grandes turcos, sobre todo los generales del sultán, recibían ricos dominios en forma de feudos.

Bulgaria, intimidada por el dinamismo del avance turco, buscó su salvación apoyando al poderoso conquistador y se enfrentó tanto con Hungría como con el Imperio Bizantino. En 1364 tuvo lugar incluso un enfrentamiento armado entre Bizancio y Bulgaria y el emperador bizantino consiguió apoderarse del puerto de Anquialos, a orillas del mar Negro. De esta forma, esta guerra completamente intempestiva, proporcionó, al menos, alguna satisfacción a los bizantinos, la constatación de que existía aún algún Estado más débil que su propio Imperio, castigado por el infortunio.

Fracasadas las esperanzas depositadas en la alianza con Roma, el emperador bizantino pasó revista a los otros aliados posibles para hacer frente al avance turco. El patriarca Calixto en persona marchó a Serres, donde se reunió con la viuda de Dusan, pero poco después moría víctima de una enfermedad inesperada. Las negociaciones con las repúblicas marítimas italianas no llevaron a resultados concretos. Entonces, el emperador se dirigió de nuevo hacia Aviñón. Occidente parecía, en este momento, prepararse seriamente para la cruzada y la expedición tuvo lugar, en efecto, durante el otoño de 1365, bajo la dirección del rey Pedro de Chipre, pero se dirigió contra Egipto y una vez más Juan V quedaba decepcionado en sus esperanzas. Entonces, se dirigió personalmente a Hungría para obtener la ayuda del poderoso rey Luis el Grande (primavera de 1366).

Era la primera vez que un emperador bizantino visitaba un país extranjero no ya en calidad de general de su ejército, sino como un simple peticionario de ayuda. Pero todo fue inútil y el rey de Hungría se mantuvo fiel al axioma romano, según el cual primero era la con­versión y luego la ayuda. Juan V volvió con las manos vacías y en su camino de vuelta, le esperaba un nuevo infortunio. Cuando hubo llegado a Vidin, ocupada por los húngaros, se vio obligado a interrumpir su viaje, ya que los búlgaros le cerraron el camino. Ello debió de suceder con conocimiento de su hijo Andrónico, casado con una hija del zar de los búlgaros. En todo caso, Andrónico no hizo nada para liberar a su padre y fue precisa la intervención del «conde verde», Amadeo de Saboya, para solucionar la situación del infortunado emperador. El conde verde, primo del emperador, había llegado durante el verano de 1366 con un ejército de cruzados, a las aguas bizantinas. Al primer asalto, arrebató a los turcos Gallípoli y a continuación, dirigiéndose contra los búlgaros, les arrancó no sólo la puesta en libertad del emperador, sino también la cesión de Mesemvria y de Sozópolis, lo que tuvo como resultado la consolidación clara de la posición bizantina en el litoral occidental del mar Negro.

Pero también para el mismo Amadeo de Saboya la cruzada era inseparable de los planes de unión religiosa y, si bien su acción contra los turcos se limitó a la toma de Gallípoli, las conversaciones acerca de la unión que mantuvo con su primo en 1367 parecen haber tenido un resultado importante, ya que decidieron a Juan V a visitar personalmente Roma. La ejecución de este proyecto se vio dificultada por la fuerte oposición interna contra el viaje y Juan V no pudo llegar a Roma hasta agosto de 1369, pasando por Nápoles. En su comitiva iban varios dignatarios del Estado y un solo representante del clero bizantino. La Iglesia bizantina había solicitado la convocatoria de un concilio ecuménico para llegar a un acuerdo en las diferencias doctrinales y, al no obtener satisfacción su petición, se mantuvo completamente al margen de las negociaciones. Y, mientras que el emperador abjuraba en Roma de la fe de sus padres, el patriarca Filoteo, que había vuelto a ocupar la sede de Constantinopla a la muerte de Calixto, se esforzaba mediante cartas y exhortaciones por confirmar en su fe no sólo a la población bizantina, sino también a los cristianos ortodoxos fuera de las fronteras, en Siria y en Egipto, e incluso a los de los países eslavos meridionales y de la propia Rusia. La solemne conversión de Juan V a la fe romana, celebrada en octubre de 1369, no pasó de ser un acto individual que sólo comprometía a la persona del emperador. No significó, de ningún modo, la Unión de las Iglesias, y nada cambió en las relaciones entre las mismas. Los resultados políticos del viaje fueron igualmente completamente negativos ya que todas las esperanzas del emperador de obtener ayuda occidental quedaron frustradas.

El mismo objetivo del viaje y de la conversión había fracasado y el emperador tuvo que sufrir en el viaje de vuelta una nueva y grave humillación. Mientras que Urbano V se había apresurado a volver a Aviñón, Juan V se dirigió por mar a Venecia, donde tuvo lugar un episodio que arroja luz sobre el grado de empobrecimiento del Imperio Bizantino y la poca consideración que merecía ya la persona del emperador. Como éste tenía deudas con la comuna veneciana cuyo pago no podía hacer frente, fue encarcelado como cualquier otro deudor no solvente. Su hijo Andrónico, que detentaba la regencia en Constantinopla durante su ausencia, rehusó, con toda frialdad, prestarle ayuda para conservar el poder en sus manos. Juan V podía estar en estos momentos agradecido de que sus planes de 1355 no se hubieran cumplido y no hubiera enviado al joven Manuel como rehén a Aviñón, tal y como había entonces proyectado. Pues, Manuel, desde su posición de mando en Salónica, acudió en ayuda de su padre y le sacó de tan desagradable coyuntura. En octubre de 1371, el emperador, tras esta dura prueba y humillación, volvía a Constantinopla tras más de dos años de ausencia y sin haber obtenido ningún resultado positivo. En tales circunstancias resultaba inútil intentar conducir al imperio a la unión religiosa, por lo que se abstuvo siquiera de intentarlo.

Una nueva y gran victoria turca iba a encargarse de demostrar la urgencia de la ayuda que Juan V se había esforzado por obtener. Tras el asentamiento de los turcos otomanos en Tracia, Macedonia era la provincia más amenazada. El rey Vukasin, el más poderoso de los príncipes serbios y su hermano Juan Ugliesa, que reinaba en la parte meridional de Macedonia, se dirigieron contra los invasores a la cabeza de un gran ejército. Pero sus tropas fueron aniquiladas por los otomanos el 26 de septiembre de 1371 en la famosa batalla de Tchernomen, a orillas del Maritsa, en la que Vukasin y Ugliesa encontraron la muerte. Como consecuencia de este desastre la región de Macedonia perdió su independencia. Los príncipes locales, entre otros el propio hijo de Vukasin, el héroe de la epopeya popular serbia Kraljevitcj Marko, tuvieron que reconocer la soberanía del sultán y comprometerse a pagar tributo y garantizar el cumplimiento del ban.

Este fue el comienzo de la sumisión de las provincias eslavas meridionales. Pero el mismo Bizancio se veía amenazado en su existencia. Manuel de Salónica consiguió penetrar en los dominios del déspota muerto, Ugliesa, y entrar en Serres (noviembre de 1371 ), pero se trataba de un pequeño consuelo y una ventaja provisional. Como índice para valorar el agravamiento de la situación del Imperio Bizantino tras la batalla del Maritsa basta pensar que el gobierno imperial, como se desprende de un acta posterior de Manuel, se vio obligado entonces a confiscar la mitad de las tierras de los monasterios bizantinos para hacer con ellas concesiones en pronoia. Se había pensado, en un principio, en una mejora de la situación que permitiera la devolución de los bienes confiscados, pero en vez de ello, como lo testimonia el mismo Manuel, se produjo un empeoramiento de la situación general que obligó, incluso, a la rápida imposición de nuevas cargas a las mismas tierras que los monasterios habían conservado. A decir verdad, la misma Bizancio pasó a estar muy pronto bajo la dependencia formal del soberano turco y tuvo que prestarle el servicio de ban. Hacia la misma época, Bulgaria reconoció igualmente la soberanía turca. De este modo, en un plazo inferior a veinte años tras el primer establecimiento de los turcos otomanos en suelo europeo, el Imperio Bizantino, al igual que su poderoso enemigo de antaño, el Imperio Búlgaro, descendían a la condición de vasallos de los turcos.

En la primavera de 1373, el emperador Juan V tuvo que acompañar al sultán en una campaña en Asia Menor, en cumplimiento de sus deberes de vasallo. Andrónico aprovechó esta ausencia de Constantinopla para rebelarse abiertamente contra su padre. Se alió con el príncipe turco Saudji Tchelebi y ello tuvo como consecuencia una singular revuelta común de dos príncipes, bizantino uno y otomano otro, contra sus respectivos padres (mayo de 1373}. Pero Murad aplastó la rebelión con toda rapidez. Cegó a su propio hijo y pidió a Juan V que hiciera lo mismo con el suyo. El emperador no pudo desobedecer la orden del sultán, pero mientras que Saudji moría como consecuencia de la terrible mutilación, Andrónico y su joven hijo Juan sufrieron solamente una forma mitigada de castigo, de forma que no perdieron completamente la vista y los dos —para desgracia futura del Imp­rio— todavía pudieron desempeñar un papel político importante. Manuel sucedió al rebelde en su condición de presunto heredero, mientras que Andrónico era encerrado en prisión y privado de todos sus derechos sucesorios. El 25 de septiembre de 1373, Manuel recibía la corona de coemperador.

La discordia en el seno de la familia reinante en Bizancio se mezcló pronto con el conflicto entre Venecia y Génova por la isla de Tenedos. Esta isla, situada a la entrada de los Dardanelos, era ambicionada desde hacía largo tiempo por las dos potencias. Como Juan V la había prometido a los venecianos, los genoveses decidieron, sin más contemplaciones, provocar un cambio de gobierno en Constantinopla para impedir que Venecia se hiciera con la isla, importante base comercial a la par que estratégica. Ayudaron a Andrónico a escapar a Gálata y le hicieron entrar en acción contra Juan V, y, lo que era lo mismo, contra Venecia. El 12 de agosto de 1376, Andrónico entró en Constantinopla, tras un asedio de treinta y dos días y mandó a prisión a su padre y a su hermano. Pero su proyecto de entrega de Tenedos a Génova no se puso en práctica y la isla, cuya población era partidaria de Juan V, llegó incluso a ser ocupada por los venecianos en octubre de 1376. Por el contrario, para ganarse el apoyo de los turcos, les devolvió la ciudad de Gallípoli, reconquistada diez años antes por Amadeo de Saboya.

Juan V y Manuel, por su parte, consiguieron, con ayuda veneciana, escapar de la prisión y reconquistar el trono con el consentimiento de los turcos. Los sentimientos populares parecen haberles apoyado, pero ello no fue más que un factor secundario. El juego interno de fuerzas ya no tendrá incidencia sobre los destinos del Imperio, sino que todo dependía de la influencia de las potencias extranjeras, pues Bizancio no era ya más que un envite en la pugna política que se jugaba entre las grandes potencias con intereses en oriente: las dos repúblicas marítimas italianas y el imperio otomano. En el combate por el trono que estaban librando Juan V y Andrónico IV, ellos no eran más que los símbolos de los intereses contrapuestos de Venecia y de Génova. La decisión dependía, a fin de cuentas, de la voluntad del sultán y fue gracias al apoyo de los turcos como Juan V y Manuel II entraron en la ciudad el 1 de julio de 1379. Habían conseguido este apoyo al renovar sus compromisos relativos al han y al pago de un tributo.

Pero la guerra de Génova y Venecia por la posesión de Tenedos no se detuvo en este punto. Adoptó, de una y de otra parte, un carácter cada vez más encarnizado, hasta el momento en que ambos adversarios, agotados, concluyeron por mediación de Amadeo de Saboya, la paz de Turín, el 8 de abril de 1381. Llegaron a una solución de compromiso: Tenedos no sería ni para Génova ni para Venecia, sino que sus fortificaciones serían derruidas, sus habitantes serían trasladados a Creta y a Euboea y la isla, neutralizada, sería confiada a un mandatario del conde de Saboya. Pero el gobernador de Tenedos, Za-nachi Mudazzo, se negó a la entrega de la isla, de forma que el tratado no llegó a entrar en vigor hasta el invierno de 1383-84. Venecia siguió, por otra parte, utilizando esta importante isla como base marítima.

Tras la recuperación del trono, Juan V se vio obligado, sin duda por deseo expreso del sultán, a reconocer como sus herederos legítimos a Andrónico IV y al hijo de éste Juan VII y cederles Selimvria, Heraclea, Redesto y Panidos. Los restos del Imperio Bizantino se fragmentaban de esta forma en diversos principados autónomos administrados por miembros de la familia imperial: en Constantinopla reinaba Juan V, las ciudades costeras del Mármara que seguían en posesión del Imperio pasaron bajo la jurisdicción de Andrónico IV, con una mayor dependencia práctica del sultán que de su padre, mientras que Manuel II recuperó la administración de Salónica y Morea, a partir de 1382, pasó a estar bajo el gobierno del déspota de Mistra, Teodoro I, tercer hijo del emperador.

Hay que resaltar el hecho de que los Paleólogos habían conseguido arrebatar a los Cantacucenos el territorio bizantino del Peloponeso. Se trata del único éxito que obtuvieron los Paleólogos en el curso de este período tan negativo. Teodoro I (1382-1406) se vio obligado a reconocer la soberanía del sultán y su condición de fiel vasallo de los turcos le valió, en un principio, el apoyo de éstos frente a sus adversarios tanto internos como externos. En su lucha contra la aristocracia local y los pequeños Estados latinos vecinos, consiguió la consolidación, de forma apreciable, de la dominación bizantina en Morea. Introdujo en la región nuevos elementos étnicos, instalando grupos masivos de albaneses, que presionaban hacia el sur. La Morea griega se convertirá, en tiempos de sus sucesores, en el apoyo más sólido de un Bizancio moribundo. En el corazón del mundo bizantino, por el contrario, el espectáculo será terrorífico. La presión exterior aumentaba y la aparente paz que parecía reinar en la familia imperial no duró mucho tiempo. Andrónico volvió a tomar las armas, pero su muerte (junio de 1385) desembarazó al imperio de este problema y Manuel recuperó su condición de presunto heredero.

Se iba aproximando la hora decisiva de la lucha que mantenían los turcos otomanos contra los países cristianos. La mayor resistencia la seguían ofreciendo los serbios. Entre los magnates que reinaban en los restos de lo que había sido el Imperio serbio, destacaba el príncipe Lázaro como el hombre de Estado de personalidad más fuerte y sobresaliente. A la muerte del zar Uros (1371), Lázaro, el último descendiente directo de los Nemanja, se había apoderado del gobierno de Rascia. Consiguió, gracias a una política de alianzas matrimoniales, ganarse a su causa a los jefes locales más influyentes y su solidaridad frente al ataque conquistador de los turcos. Las mismas relaciones con Bizancio adoptaron una forma más amistosa. En 1375 se llegó a un acuerdo en el conflicto eclesiástico provocado por la proclamación unilateral del patriarcado de Pec, llegándose a un compromiso, tras el que se abolía la excomunión lanzada contra la Iglesia serbia, a la vez que se reconocía a su representante como patriarca. Pero el resultado más importante de la preparación de la guerra contra los turcos fue la alianza de Lázaro con Tvrtko de Bosnia, cuyo poder había aumentado con gran rapidez. Tvrtko era descendiente en línea colateral de la dinastía de los Nemanja y había recibido en 1377 la corona real y, tras la muerte de Luis de Hungría (1382) había iniciado sus avances en Croacia y Dalmacia, lo que muy pronto le permito la creación de un gran reino eslavo, que le iba a convertir en el más importante de los soberanos cristianos de los Balcanes. El que el título real de Tvrtko llevase consigo unas ciertas pretensiones a los territorios de Lázaro en Rascia no fue un impedimento para la colaboración de ambos príncipes. Mientras que Lázaro apoyaba las campañas del rey de Bosnia en Croacia, este último le prestaba su apoyo en la lucha frente a los turcos.

Los ataques otomanos se iban haciendo cada vez más audaces y destructivos, tanto para los griegos como para los eslavos. Las ciudades más importantes iban cayendo una tras otra: Serres (1383), Sofía (hacia 1385), Nis (1386) y, tras un largo sitio, la misma Salónica (1387). Como contrapartida, un ejército turco que había penetrado en Bosnia fue derrotado en una batalla en campo abierto en 1388. Pero entonces Murad reunió un gran ejército en su lucha decisiva contra los eslavos meridionales. El primer golpe se dirigió contra el zar de los búlgaros, el cual, animado por la resistencia de Lázaro, se había atrevido a desafiar al sultán y le había rehusado el ban solicitado por éste. Los turcos invadieron la parte oriental de Bulgaria (1388), ocuparon durante algún tiempo Tirnovo, se apoderaron de varias fortalezas a orillas del Danubio y obligaron al zar a someterse y a ceder Silistria. A continuación, el sultán se volvió contra los serbios.

El príncipe Lázaro le hizo frente con tropas serbias y de Bosnia en la llanura de Kosovo (el «Campo de los mirlos»). Allí tuvo lugar el 15 de junio de 1389 la histórica batalla que iba a decidir la suerte de los países eslavos de los Balcanes. Al comienzo de la batalla, la situación parecía favorable a los serbios. El sultán fue apuñalado por un héroe serbio, el ala izquierda del ejército turco se hundió ante el empuje de la caballería serbia y una gran confusión hizo presa en el lado turco. Desde el campo de batalla se mandaron mensajes al rey Tvrtko hablándole de la victoria, que fue comunicada inmediatamente a Occidente. En ese preciso momento se produjo el cambio de la situación. Las fuerzas superiores en número de los otomanos, al mando del heredero del trono, Bayaceto, se impusieron. El príncipe Lázaro fue hecho prisionero y ejecutado con todos sus nobles. Sus sucesores tuvieron que inclinarse ante el vencedor, comprometerse a pagar un tributo y prestarle el servicio de ban. Se hundía de esta forma el último foco de resistencia y la conquista turca en los Balcanes iba a recuperar e incluso aumentar su ritmo anterior.

Como consecuencia de la batalla de Kosovo y del advenimiento de Bayaceto I, la presión otomana sobre Bizancio se acentuó aún más. A la vez que la situación interna del Imperio se iba haciendo más lamentable, su dependencia con respecto al sultán se hacía más estrecha, ya que éste no se contentaba ya con reinar sobre todo el territorio que rodeaba Constantinopla, sino que imponía su voluntad en la misma ciudad imperial y ahogaba en embrión cualquier veleidad de independencia del gobierno imperial. Disponía para ello de un instrumento dócil en la persona del joven Juan VII, el cual, como buen hijo de Andrónico IV, daba todos los triunfos al sultán, al manifestar pretensiones al trono. Bayaceto hizo entrar en acción al pretendiente, el cual el 14 de abril de 1390 se apoderó de la capital y del trono imperial. Como Andrónico IV, Juan VII parece haber tenido el apoyo de los genoveses, pero mientras que Génova y Venecia habían jugado un papel protagonista en la usurpación de Andrónico IV en 1376, la influencia de las repúblicas marítimas italianas, agotadas por la reciente guerra de Tenedos, fue en esta ocasión secundaria y fue el sultán quien decidió de forma soberana quién iba a ocupar el trono en Constantinopla. Es preciso señalar que Juan VII disponía además del apoyo de un fuerte partido en Constantinopla que reconocía sus derechos dinásticos y le facilitó considerablemente su entrada en la ciudad imperial y su conquista del poder

La revuelta de Juan VII parecía ser el primer paso para la ocupación de Constantinopla por el sultán. El Senado de Venecia, que preparaba en esos momentos una embajada para enviar a Constantinopla, dio instrucciones especiales a sus plenipotenciarios para el caso de que encontrasen ya en Constantinopla «al hijo de Murad». Pero el reinado de Juan VII no duró mucho. Manuel, que había huido a Lemnos, pasó al contrataque. Tras dos asaltos fracasados, consiguió apoderarse de Constantinopla el 17 de septiembre de 1390, expulsar a su rival y tomar posesión del poder al unísono con su padre. Pero se era ya consciente en la capital de que la corona no podía recaer más que en aquel que se plegase sin rechistar a la voluntad del todopoderoso sultán y aceptase todas sus exigencias. Mientras que Juan V proseguía en Constantinopla su apariencia de gobierno, Manuel residía en la corte del sultán y soportaba todas las humillaciones con la deferencia de un vasallo. Es cierto que ya su padre le había prestado a Murad I el servicio de han, pero sólo para luchar contra los turcos selyúcidas. En este momento Manuel tuvo que ir en el ejército del sultán en el ataque de éste contra la ciudad bizantina de Filadelfia y ayudar al sultán a conquistar la última ciudad bizantina, procurándole tropas bizantinas. En Constantinopla, el viejo emperador sufrió una humillación en esa misma época no menos cruel. Bayaceto le obligó a derruir las nuevas defensas que había mandado construir ante los peligros que amenazaban en estos momentos a la capital. Juan V murió el 16 de febrero de 1391, tras una vida llena de dificultades sin cuento.

Al conocer la noticia de la muerte de su padre, Manuel huyó de Brusa y se apresuró para llegar a Constantinopla antes que su ambicioso sobrino Juan VII le hubiese desbancado del trono imperial. Manuel II (1391-1425) fue un soberano culto y de grandes cualidades. Era aficionado al arte y a la ciencia y escribía mucho y con gran habilidad. Humanamente es una de las figuras más atractivas de la baja época bizantina. A pesar de su deshonrosa posición en la corte del sultán, que el destino le había deparado, su actitud inspiró incluso el respecto de los mismos turcos. Se atribuyen, refiriéndose a él, estas palabras de Bayaceto: «Incluso quien no supiese lo que es un emperador se daría cuenta de que es un auténtico emperador sólo por su aspecto». Entraba como soberano en la capital del Bósforo en uno de los momentos más sombríos de la historia bizantina.

La ciudad imperial constituía ahora todo el Imperio, ya que, a excepción del despotado de Morea, los bizantinos no tenían ninguna otra posesión en el continente salvo la capital, que debía la prolongación de su existencia, en medio de las conquistas turcas, a la solidez de sus murallas. Muy pronto Bayaceto no se contentó con explotar y humillar a sus intimidados vasallos de Constantinopla y Morea, y no tardó en pasar a las hostilidades directas en ambos frentes. El viraje se manifestó en la dramática entrevista de Serres, a la que convocó a sus vasallos tanto bizantinos como eslavos durante el invierno de 1393-94. A continuación decretó el bloqueo de Constantinopla, intentando cortar todo aprovisionamiento por tierra a la capital. La miseria de la capital bizantina y la crisis alimenticia que pesaba sobre Bizancio desde hacía varios decenios alcanzaron su punto culminante. En cuanto a Morea, tuvo que sufrir las devastadoras incursiones de los turcos.

En 1393, el gran general Evrenoz-beg se había apoderado de Tesalia y más tarde los osmalíes empezaron la conquista del resto de Grecia. La desunión de los diferentes príncipes de la zona les facilitó la tarea. La dominación de los catalanes en Grecia había ya tocado a su fin. Ya en 1379, la compañía navarra les había arrebatado Tebas. En el Ática gobernaba desde hacía poco, con el título de duque, Nerio I Acciajuoli (1388-1394), miembro de esta familia de mercaderes florentinos que había venido teniendo un protagonismo importante en Grecia desde mediados del siglo XIV y dominaba desde hacía algún tiempo en Corinto. Nerio y el déspota Teodoro Paleólogo, su yerno, mantenían relaciones amistosas. Por el contrario, las relaciones de ambos príncipes con Venecia fueron casi siempre tormentosas y el déspota bizantino de Mistra estaba en guerra casi constante con los navarros de Acaya. En septiembre de 1394, Nerio murió y la casi totalidad de sus posesiones recayó en su otro yerno, el conde Cario Tocco, de Cefalonia. Teodoro, que se sintió decepcionado por el testamento, se puso en conflicto abierto con él e intentó arrebatar Corinto al afortunado heredero. Cario Tocco pidió entonces ayuda a los osmalíes. Las fuerzas de Evrenoz-beg derrotaron al Paleólogo ante las murallas de Corinto, invadieron a continuación la Morea bizantina y con la presurosa ayuda de los navarros se apoderaron de las fortalezas bizantinas de Leontarion y Akova (comienzos de 1395).

Las conquistas turcas avanzaban a un ritmo semejante en el norte de la Península Balcánica. En el año 1393 se produjo la sumisión definitiva del Imperio Búlgaro. La ciudad imperial de Tirnovo cayó el 17 de julio, tras un duro asedio, y fue sometida al furor destructor de los vencedores. El resto del país no tardó en caer en posesión de los turcos . Bulgaria iniciaba así un período de cinco siglos en que sería una simple provincia del Imperio Otomano.

Los turcos encontraron más dificultades para acabar con la re­sistencia del príncipe Mircea, el Viejo de Valaquia, que contaba con el poderoso apoyo de Hungría. El 17 de mayo de 1395 tuvo lugar en la llanura de Rovina una batalla tremendamente cruel. Al lado de los turcos lucharon, cumpliendo sus deberes vasalláticos, los príncipes serbios Esteban Lazarevítch, hijo y sucesor del héroe de Kosovo, Marko, hijo de Vukasin, que poseían un pequeño dominio cerca de Prilep, y el sobrino de Dusan, Constantino Dejanovitch, que reinaba en Macedonia oriental. El rey Marko, el héroe más famoso de la epopeya popular serbia, y Constantino Dejanovitch encontraron la muerte en la batalla. Desde el punto de vista militar, la victoria parece haber sido de Mircea, pero no sirvió para evitar su sometimiento al poder del sultán y el pago de un tributo 13S. La Dobrudja, que había constituido en las últimas décadas una región separada del Imperio Búlgaro y que Mircea había unido recientemente a sus dominios, pasó bajo el poder de los turcos y los puntos de paso del Danubio fueron vigilados por guarniciones turcas.

Estos últimos éxitos de los turcos produjeron una vivísima impresión incluso en Occidente. Tras la ocupación de Bulgaria, Hungría se veía directamente amenazada y los principados latinos de Grecia habían empezado a conocer de cerca la potencia de los impulsos conquistadores de los turcos. Aunque las constantes peticiones de ayuda bizantinas y las exhortaciones papales habían resultado hasta el momento inútiles, ahora parecía imprescindible llevar a cabo una acción concertada de todas las naciones cristianas contra los turcos. La petición de ayuda del rey Segismundo de Hungría encontró un eco favorable entre la caballería de varios países europeos y en especial de la caballería francesa, siempre presta a movilizarse ante la convocatoria de una cruzada. La misma Venecia, tras algunas dudas, se unió a la coalición y envió a los Dardanelos una pequeña flota para la vigilancia de los estrechos y permitir la unión entre Bizancio y el ejército cruzado reunido en Hungría. La empresa, que prometía grandes logros, constituyó un estrepitoso fracaso. El 25 de septiembre de 1396, en la batalla de Nicópolis, el poderoso aunque heterogéneo ejército cruzado fue derrotado por los turcos, que supieron aprovechar la falta de cohesión entre las tropas húngaras y las francesas. El rey Segismundo se libró de caer prisionero mediante la huida y pudo llegar a Constantinopla en barco acompañado del gran maestre de los Hospitalarios y de varios caballeros alemanes. Desde allí volvió a su país por el Egeo y el Adriático. Atravesó los Dardanelos, teniendo que presenciar el coro de lamentaciones de los prisioneros cristianos que el sultán había mandado alinear a lo largo de ambas orillas para humillación del rey vencido.

Tras esta nueva catástrofe, la situación de los países balcánicos se hizo todavía más peligrosa. En estos momentos cayó en poder de los turcos lo que aún quedaba del territorio búlgaro y el pequeño reino de Vidin. Las consecuencias de la batalla se dejaron también sentir en Grecia. En 1397, la misma Atenas estuvo algún tiempo bajo dominación turca y el despotado bizantino de Morea fue presa de una nueva y devastadora incursión. Los turcos atravesaron el istmo, se apoderaron del enclave veneciano de Argos, derrotaron a las tropas bizantinas del déspota y continuaron con sus saqueos hasta la misma costa meridional. Las consecuencias del desastre provocaron el pánico en Constantinopla y la caída de la capital, bloqueada hacía tiempo por los turcos, parecía ya inminente.

 

4.

La caída

 

Los acontecimientos de las últimas décadas habían quebrantado no solamente la condición política, sino sobre todo el crédito espiritual del Imperio Bizantino ante el mundo. El mismo reino moscovita, famoso por su tradicional fidelidad hacia el Imperio, se negó a reconocer al vasallo de los turcos como heredero de Constantino el Grande y jefe supremo del mundo ortodoxo. El gran duque Vasilij I, hijo del gran vencedor de los tártaros Dimitri Donskoj, prohibió la mención del nombre del emperador bizantino en las iglesias de Rusia: «Tenemos una iglesia —decía—, pero carecemos de emperador.» Si bien los derechos soberanos de la Iglesia griega seguían siendo sagrados para él, el soberano de un reino ruso en plena expansión creía no poder seguir reconociendo la supremacía ideal del lastimoso Imperio Bizantino. Se constata con ello una vez más el fenómeno tan sobradamente comprobado durante las últimas décadas de la historia bizantina: los organismos eclesiásticos de Bizancio seguían teniendo una gran vitalidad, mucho mayor que los políticos, y el crédito de la Iglesia bizantina estaba mucho más firmemente asentado en los países ortodoxos que el del Estado bizantino. La protesta bizantina no se hizo esperar, pero no fue el emperador quien la formuló, sino el mismo patriarca de Constantinopla. En otros momentos había sido la Iglesia bizantina la que se había apoyado en la autoridad del Estado contra las fuerzas del mundo exterior, mientras que en estos momentos era el patriarca de Constantinopla quien tenía que apoyar al Imperio Bizantino, cuya autoridad se estaba hundiendo. Los papeles se habían invertido: ya no era el Estado quien protegía a la Iglesia, sino que era ésta la que lo hacía con el Estado. «Está muy mal, hijo mío —escribía el patriarca Antonio al gran duque Vasili Dimitrevitch—, afirmar que tenemos una Iglesia, pero no tenemos un emperador. Es absolutamente imposible que los cristianos digan que tienen una Iglesia sin tener un emperador. Pues el Imperio y la Iglesia forman una unidad y una comunión y es absolutamente imposible separar al uno de la otra... Escucha al príncipe de los apóstoles, Pedro, que te dice en su primera epístola: Temed a Dios y honrad al emperador. No dice a los emperadores, para que no pueda haber confusión en los que se califican a sí mismos "emperadores” de diversos pueblos, sino que dice "emperador”, para demostrar que sólo hay un emperador en el mundo... Si algunos otros cristianos se han apoderado del nombre de emperador, ello se ha hecho contra la propia naturaleza y la ley, y mediante tiranía y violencia. ¿Qué padres, qué concilios y qué decisiones canónicas nos hablan de estos emperadores? Por el contrario, por todas partes y siempre sus voces nos hablan de un solo emperador por naturaleza, cuyas leyes, edictos y ordenanzas tienen fuerza legal en el mundo entero y que es el único entre todos los cristianos cuyo nombre mencionan en todos los lugares los cristianos». Nunca hasta el momento se había defendido con un énfasis y elocuencia tan apasionados la doctrina de un único y ecuménico emperador como en esta carta dirigida por el patriarca a Moscú desde una Constantinopla dominada por los turcos. Hasta el final y a pesar de todas las dificultades, los bizantinos continuaron aferrándose a su dogma, según el cual su soberano era el único emperador legítimo y, como tal, el jefe natural del «ecumene» cristiano. Y continúa diciendo el patriarca: «Y si en este momento, por los designios divinos, los paganos han invadido el Imperio del emperador, éste no por ello deja de recibir como hasta el presente, por parte de la Iglesia, la misma consagración, el mismo honor y las mismas oraciones, y es ungido con el mismo bálsamo y consagrado emperador y autócrata de los romanos, es decir, de todos los cristianos». Bizancio se aferraba, por tanto, a las ideas que le habían servido de apoyo para reinar en otros tiempos sobre todo el mundo oriental. Pero la dura realidad quitaba a estas ideas, sin piedad, todo punto de apoyo. Tras la batalla de Nicópolis, la situación del Imperio Bizantino se había ensombrecido aún más y desde 1398 pedía apoyo a los príncipes rusos y en especial al mismo Vasili de Moscú, así como limosnas para los hermanos cristianos de Constantinopla que «languidecían en la miseria y en la adversidad bajo el asedio de los turcos.

A decir verdad, el quebrantamiento de Bizancio era tan grande en los últimos años del siglo XIV que el emperador no podía hacer otra cosa que lanzar nuevas peticiones de ayuda al mundo. A la vez que a Rusia, Manuel II dirigía sus peticiones de ayuda al Papa, al dogo de Venecia, a los reyes de Francia, de Inglaterra y de Aragón. En esta línea, Juan VII intentó —y ello tiene la misma significación acerca de la situación del Imperio que las peticiones de ayuda de Ma­nuel II— vender al rey de Francia sus derechos al trono bizantino, pidiendo solamente un castillo fortificado en Francia y una renta anual de 25.000 florines. Carlos VI no parece haber dado mucha importancia a los derechos que se le ofrecían. Por el contrario, atendió las peticiones de Manuel y envió a Bizancio bajo el mando del mariscal Boucicaut un ejército de élite de 1.200 soldados. El valiente mariscal consiguió abrirse camino hasta Constantinopla y luchó valientemente contra los turcos. Pero es fácil comprender que un pequeño ejército como éste, a pesar de los éxitos de sus golpes de mano, no pudiera librar al Imperio del peligro turco. Manuel tomó además la decisión de marchar en persona a Occidente y de reclutar allí personalmente los refuerzos para salvar a su desgraciado Imperio. Boucicaut, que le había empujado a tomar tal decisión, había también conseguido la reconciliación entre los dos emperadores rivales de Bizancio. Se llegó al acuerdo de que, mientras durase la ausencia de Manuel, Juan VII reinaría como emperador en Constantinopla. Sin embargo, Manuel se hacía muy pocas ilusiones sobre la situación de la capital y, a pesar de la reconciliación conseguida, confiaba tan poco en el regente que dejaba tras de sí que consideró prudente poner a salvo a su mujer y a sus hijos en la corte de su hermano Teodoro, déspota de Morea.

El 10 de diciembre de 1399 Manuel inició su viaje acompañado de Boucicaut. Primeramente se dirigió a Venecia, visitó otras varias ciudades italianas y desde allí se dirigió a París y después a Londres. En todas partes fue recibido con grandes honores, dejó una gran impresión su visita y su carácter personal, que imponía un gran respeto. Los sentimientos y las reflexiones provocados por su llegada no han sido expresados tan certeramente en ningún lugar como en las palabras dramáticas de un erudito historiador inglés de la época: «En mi interior pensaba hasta qué punto resulta doloroso que este gran príncipe del Lejano Oriente se haya visto obligado por el peligro de los infieles a visitar las lejanas islas de Occidente para pedir ayuda contra ellos. ¡Dios mío! ¿Dónde has quedado tú, gloria de la antigua Roma? La grandeza de tu Imperio está hoy día despedazada y se puede aludir a ella aplicando las palabras de Jeremías: ”La que era considerada a los ojos de las naciones princesa entre todas las provincias ha sido sometida ahora a tributo.” ¿Quién hubiera podido creer que caerías en una miseria tan profunda, que tú, después de haber dirigido en otro tiempo el mundo en un trono sublime, llegarías a no tener ningún poder para prestar tu auxilio a la fe cristiana?» En el terreno de los intercambios intelectuales, la estancia del emperador y de su comitiva en las capitales occidentales tuvo una gran importancia, pues terminó un contacto mucho mayor entre el mundo bizantino y el mundo occidental en el momento del primer renacimiento. Pero el objetivo fundamental del viaje de Manuel no se alcanzó, ya que el emperador sólo obtuvo promesas sin compromisos concretos, que luego no fueron cumplidas. Resulta sorprendente que Manuel prolongase tanto su ausencia de su Imperio, que su rival Juan VII administraba a su capricho, bajo una creciente dependencia del sultán. Como si le faltasen ánimos para volver a su país, se detuvo de nuevo en París a su vuelta, donde permaneció casi dos años, aunque ya no había dudas acerca de la inutilidad de su estancia. Pero fue en ese momento cuando le llegó la gran noticia liberadora de que el poder de Bayaceto se había hundido ante los mongoles de Tamerlán en la batalla de Ankara y que Bizancio, por tanto, se veía libre del poder turco.

Tamerlán es el más grande de los soberanos mongoles desde los tiempos de Gengis Khan y uno de los más grandes conquistadores de la historia del mundo. Vástago de una rama segundona de una pequeña familia de príncipes turcos del Turquestán, se había impuesto como meta la restauración del gigantesco Imperio de Gengis Khan y lo consiguió sobradamente tras una larga y sangrienta guerra. Tras someter a su autoridad toda el Asia central y la Horda de Oro del sur de Rusia, emprendió en 1398 una grandiosa expedición a la India, invadió Persia, Mesopotamia y Siria y, finalmente, atacó al Imperio Otomano de Asia Menor. Sus campañas iban acompañadas de las más terribles devastaciones, llenas de crueldad. Aquellos lugares por los que habían pasado sus hordas se convertían en desiertas de muertes «en los que no se podía escuchar ni el ladrido de un perro, el canto de ningún pájaro o el lloro de un niño». Este torbellino arrasó también el gran poder de Bayaceto. En la decisiva batalla de Ankara, el 28 de julio de 1402, Tamerlán, tras un largo y terrible combate, destrozó al ejército turco. El gran sultán cayó en manos del vencedor y terminó sus días como prisionero de los mongoles. Parece que Tamerlán abandonó Asia Menor en la primavera de 1403 y moriría dos años después en el curso de una expedición contra China. Su intervención en Asia Menor, tan corta como terrible, tuvo, sin embargo, importantísimas consecuencias. Abatió el poder de los osmanlíes y prolongó a la vez durante otros cincuenta años la existencia del Imperio Bizantino,

Graves problemas internos se produjeron en el vencido Imperio Turco. Es cierto que Bizancio no estaba en condiciones de explotar plenamente el respiro que le proporcionaban las tensiones internas del Imperio Osmanlí, ya que el Imperio Bizantino, moribundo interiormente, no era ya capaz de una regeneración. Pero la situación de Oriente había cambiado completamente y ello proporcionó a Bizancio un claro respiro. El hijo primogénito de Bayaceto, Solimán, que se había establecido en la parte europea del Imperio y estaba en lucha con sus hermanos, que reinaban en Asía Menor, firmó un tratado con Bizancio, con el déspota serbio Esteban Lazarevitch y con las repúblicas marítimas de Venecia, Génova y Rodas (1403). Bizancio recuperó Salónica, así como importantes zonas costeras del mar Egeo y del mar Negro, al mismo tiempo que dejaba de pagar impuestos a los turcos. Pero también hubo un reverso de la moneda, ya que los bizantinos se vieron mezclados mediante este tratado de paz con Solimán en el conflicto interno entre los pretendientes al trono turco, y, por otra parte, tampoco los príncipes serbios pudieron mantenerse al margen de este conflicto, que dominó el curso de los acontecimientos en los Balcanes. La caída de Solimán, que tras una guerra llena de vicisitudes terminó por sucumbir ante su hermano Musa (1411), amenazaba al Imperio con una nueva y grave crisis, ya que Musa emprendió una terrible venganza contra los aliados de su hermano, iniciando inmediatamente el sitio de Constantinopla. Pero Mahomet, con la ayuda del emperador Manuel y del déspota Esteban Lazarevitch, derrotó a Musa en 1413, poniendo fin con su victoria a la guerra fratricida y asumiendo la jefatura del Imperio Osmanlí en calidad de sultán. Se superaba así la crisis extremadamente grave del Imperio Osmanlí, a la vez que se planteaban unas nuevas condiciones para una recuperación de la supremacía de los turcos. Mahomet I (1413-1421), que consagró todas sus fuerzas a la consolidación interior de su Imperio y al fortalecimiento de su poder en Asia Menor, siguió practicando una política de entendimiento con el Imperio Bizantino. A lo largo de todo su reinado, las relaciones entre Bizancio y los osmanlíes permanecieron prácticamente estables y sin problemas.

Tanta seguridad había en Bizancio acerca de las intenciones pacíficas del nuevo sultán que Manuel II abandonó la capital poco después del acceso al trono de Mahomet I. Permaneció durante bastante tiempo en Salónica y después, en la primavera de 1415, marchó al Peloponeso. Mientras que el centro del Imperio Bizantino se iba marchitando a pesar de la disminución del peligro exterior, el despotado de Mistra estaba lleno de vida. Es la época de la utopía de Gemistos-Pletón, que soñaba con un renacimiento del helenismo en Grecia meridional y esbozaba, basándose en el modelo de la República platónica, la imagen ideal de una nueva ciudad. En los memorándums que dirigía al emperador y al déspota de Mistra, el filósofo neoplatónico desarrollaba también sus opiniones prácticas acerca de la simplificación del sistema fiscal y la formación de una fuerza armada indígena destinada a sustituir a los ejércitos mercenarios. Fue allí, en el Peloponeso bizantino, donde, en el crepúsculo del Imperio Bizantino, el helenismo manifestó su voluntad de vivir y de renovar el Estado. El despotado de Morea se presenta así como el asilo del helenismo, que no se contentaba con conservar sus posiciones, sino que incluso parecería querer hacerlas progresar. Para proteger esta posesión tan preciosa, el emperador mandó construir a lo largo del istmo de Corinto una larga y poderosa muralla, el hexamilion. La estancia de Manuel en el Peloponeso no dejó de tener influencia sobre la situación interna del país, ya que contribuyó a realzar la posición del gobierno frente a las pretensiones centrí­fugas de la aristocracia local. El emperador abandonó el Peloponeso en marz de 1416 y fue sustituido allí por su hijo primogénito Juan, que llegó poco tiempo después a Morea, pasando también por Salónica para ayudar a su hermano menor Teodoro II en la administración de la zona. Bajo el mandato de Juan, las tropas bizantinas avanzaron victoriosamente contra la Acaya latina. El príncipe Centurione Zacearía perdió la mayor parte de sus posesiones y fue precisa la intervención de Venecia para frenar el hundimiento definitivo de su principado

El respiro que el destino había concedido a Bizancio finalizó con la muerte de Mahomet I y el acceso al trono de su hijo Murad II (1421-1451). El poder osmanlí se había recuperado y el nuevo sultán reanudó la política ofensiva de Bayaceto. Se volvió al mismo punto en que se estaba en vísperas de la batalla de Ankara. Fue inútil la pretensión de Juan, coronado coemperador el 19 de enero de 1421 de enfrentar a Murad II al pretendiente Mustafá, que hizo las promesas más halagadoras a los bizantinos en el caso de que conquistase el poder. Fracasó en su intento y sólo consiguió ganarse la cólera del soberano osmanlí. Pues Murad II derrotó al pretendiente y se lazó con impaciencia juvenil contra Constantinopla. El 8 de junio de 1422 se inició un asedio en toda regla contra la ciudad. Una vez más, sus poderosas murallas salvaron a la capital bizantina y al producirse el levantamiento contra el sultán de un nuevo pretendiente, su hermano menor Mustafá, Murad tuvo que levantar el sitio. El golpe de gracia tardaría todavía treinta años en llegar, pero se puede afirmar sin temor a equivocarse, que el sitio de 1422 iniciaba el período de agonía del Imperio Bizantino.

En la primavera de 1423, los turcos invadieron de nuevo el sur de Grecia. Destruyeron las murallas del hexamilion, construidas a costa de tremendos gastos por Manuel, y saquearon toda Morea. El gobierno imperial concluyó, finalmente, un tratado con Murad II (1424), mediante el cual se comprometía de nuevo a pagar tributo y cedía a los turcos varias de las ciudades recuperadas tras la batalla de Ankara.

La suerte de Salónica no tardó mucho tiempo en decidirse. La ciudad, rodeada de cerca por los turcos y sometida a privaciones, tuvo como último déspota a Andrónico, el tercer hijo de Manuel II. La situación era tan desesperada que durante el verano de 1423 cedió la ciudad a los venecianos. Venecia se comprometió a respetar los derechos y costumbres de los ciudadanos y dirigió la defensa y el avituallamiento de la ciudad. Como cabía esperar, este acuerdo no agradó al sultán, que consideraba ya la ciudad como una presa conquistada. Los venecianos intentaron llegar a un acuerdo con él y sus propuestas fueron haciéndose más generosas cada año a medida que la presión se hacía mayor en el exterior y aumentaban las dificultades para su aprovisionamiento interno. Tras haber propuesto en un principio, con dudas, el pago de un tributo anual de cien mil aspros, la misma cifra que el déspota pagaba ya a los turcos, elevaron la suma primero a 150.000 aspros y, finalmente, hasta trescientos mil aspros. Pero todas las negociaciones fracasaron y, tras una efímera dominación de siete años, los venecianos perdieron definitivamente Salónica. Murad II se presentó en persona a la cabeza de un fuerte ejército y se apoderó de la ciudad el 29 de marzo de 1430, tras un corto asedio.

Desde la elevación de su hijo al rango de coemperador, Manuel II se mantuvo alejado de los asuntos de gobierno. El viejo soberano, destrozado física y espiritualmente, murió el 21 de julio de 1425, habiendo tomado el hábito monástico y el nombre religioso de Mateo. Juan VIII (1425-1448) reinó a partir de ese momento como basileus y autocrátor de Constantinopla y sus alrededores. Los demás restos del Imperio Bizantino, a orillas del mar Negro y en el Peloponeso, estaban bajo la administración de sus hermanos como dinastas independientes. El Imperio, fragmentado y agotado, se hallaba en un estado de total ruina económica y financiera. Ya bajo Manuel II se acuñaron muy pocas monedas de oro, mientras que con Juan VIII la moneda de oro desapareció completamente y Bizancio pasó a depender únicamente de la moneda de plata.

El único punto positivo de la historia final bizantina seguía estando en el despotado de Morea, cuya soberanía se la repartían los tres hermanos del emperador Teodoro, Constantino y Tomás. Sin desmoralizarse por la devastadora incursión turca de 1423, el despotado bizantino prosiguió su lucha victoriosa contra los pequeños Estados latinos vecinos. El conde Cario Tocco, que fue derrotado en 1427 en una batalla naval por los bizantinos, fue el primero en intentar la vía del compromiso. Al conceder al déspota Constantino la mano de su sobrina, cedió a ésta en calidad de dote el resto de sus posesiones en el Peloponeso (1428). En la primavera de 1430 Constantino entró en Patras tras un largo sitio y dos años más tarde terminaba la existencia del principado latino de Acaya. Con la excepción de las colonias venecianas de Corón y Modon, en el sud­oeste y de Nauplia y Argos en el este, todo el Peloponeso estaba en este momento bajo dominación griega. La lucha entre griegos y latinos, que se había iniciado en esta región en la época del mismo Miguel VIII y había continuado casi sin interrupción desde entonces, terminaba, en vísperas de la conquista turca, con la victoria de los griegos. El mérito principal de este éxito final se debe a la acción del joven Constantino, que moriría años más tarde en la lucha final por Constantinopla, en su condición de último emperador. Aún más que en los tiempos de Manuel, se acentuaba el contraste entre la capital, moribunda, y el despotado de Grecia meridional, en plena expansión.

Bajo la extrema presión de los turcos, el emperador Juan VIII decidió, dada su desesperada condición, intentar una vez más la vía de las negociaciones para la unión religiosa y procurarse así la ayuda occidental frente a los turcos, tan frecuentemente prometida a cambio de la sumisión religiosa frente a Roma. Es cierto que las experiencias anteriores eran poco estimulantes. Siempre que se habían iniciado negociaciones entre Bizancio y Roma, éstas se habían interrumpido y se habían producido mutuos intentos de engaño. El Imperio Bizantino esperaba de Roma que le salvase del peligro turco y le prometía a cambio la Unión de las Iglesias, que la opinión popular bizantina rechazaba completamente. Roma exigía como condición previa el reconocimiento de su supremacía y prometía a cambio una ayuda contra los turcos que ya apenas podía proporcionar, en una medida muy restringida, a las potencias católicas de Oriente. El emperador Manuel, por su propia experiencia, había mostrado un frío escepticismo acerca del éxito de la unión. En su lecho de muerte, nos cuenta Frantzes, puso expresamente a su hijo en guardia frente a las esperanzas unionistas. Según su criterio, la unión entre griegos y latinos era algo imposible y las tentativas de unión sólo podían envenenar aún más el cisma. Pero por poderosa que fuera, de forma general, la oposición bizantina a la unión, continuaban existiendo en Constantinopla círculos influyentes favorables a la unión, los cuales en estas horas difíciles no veían otra salvación que la unión con Roma. El emperador Juan VIII no hacía en estos momentos más que encabezar estas corrientes. Ya después del sitio de Constantinopla de 1422 había visitado, en calidad de heredero, las cortes occidentales en petición de ayuda. A partir de 1431 se reanudaron las negociaciones para llegar a la unión. Como consecuencia del conflicto entre Eugenio IV y el Concilio de Basilea, las conversaciones se alargaron, pero, finalmente, se llegó a un acuerdo con el papa pata convocar un concilio en Italia, al que asistiría el emperador en persona. Mientras duraba su ausencia, el emperador llamó a Constantinopla a su hermano Constantino para que asumiera la regencia, lo que sirvió para apaciguar el estéril conflicto surgido los hermanos del emperador que reinaban en Morea.

El 24 de noviembre de 1437, Juan VIII abandonó la capital para marchar a Occidente, como había hecho su padre cuarenta años antes y como su abuelo unos sesenta años antes. No se trataba, como había sucedido en el viaje de Manuel, de un simple intento de conseguir refuerzos, sino, como en el viaje de Juan V, de abrazar la fe romana y llevar a su pueblo y al clero griego a la unión. Acompañado de su hermano Demetrio, del patriarca José, de varios metropolitanos y de numerosos obispos e higúmenos, llegó a Ferrara en la primavera de 1438, inaugurándose el concilio el 9 de abril. Aunque de antemano se hubiera tomado ya una decisión, teniendo en cuenta la desesperada situación de los griegos, las discusiones de Ferrara y luego de Florencia fueron largas, y se produjeron controversias muy vivas debido fundamentalmente a la obstinada oposición de Marco Eugénikos, metropolitano de Efeso, a los representantes de la Iglesia romana y a los partidarios bizantinos de la unión. Finalmente, el 6 de julio de 1439 se proclamó la unión en Florencia por medio del cardenal Julián Cesarini y por el arzobispo de Nicea, Besarión, en latín y en griego. Ciertamente, la primacía pontificia se expresaba en términos muy vagos y los griegos podían conservar sus ritos, pero todos los problemas en litigio se resolvieron en un sentido favorable a los latinos. De este modo, poco tiempo antes de su caída, Bizancio se sometía a la voluntad de Roma.

La idea de la unión parecía haber conseguido una victoria mayor que en la época del Concilio de Lyon, ¿No había asistido el emperador en persona al Concilio y los más elevados dignatarios de la Iglesia bizantina no habían otorgado su adhesión a la vez que él a la fe romana? En realidad, las decisiones de Florencia tampoco tuvieron en esta ocasión ningún resultado positivo. La advertencia de Manuel de que la realización de la unión no serviría sino para agravar el cisma se cumplió. El pueblo bizantino se opuso a los acuerdos de Ferrara y Florencia con una pasión fanática, mientras que no tenían ningún eco las exhortaciones del partido de la unión y los inflamados sermones de Marco Eugénikos encontraban por todas partes un auditorio apasionado. La unión de Florencia mostró incluso menor vitalidad que la de Lyon, pues, por una parte, el antepasado del emperador había conseguido, en mucha mayor medida que Juan VIII, imponer sus puntos de vista a la oposición y, por otra, la unión de 1274, cuyo objetivo era poner a Bizancio a salvo del empuje conquistador occidental, había tenido unos rendimientos políticos tangibles que nunca conocería la unión de 1439, destinada a salvar a Bizancio del peligro turco. En vez de procurarle ayuda contra sus enemigos exteriores, sembró la enemistad y el odio entre la población bizantina y, más allá de las fronteras bizantinas, en el mundo eslavo, costó al Imperio el crédito que aún le quedaba. El reino de Moscú, completamente a salvo de los peligros que amenazaban a Bizancio y educado por la misma Bizancio en el odio a Roma, vio en la conversión del emperador y del patriarca de Constantinopla una traición inconcebible. El metropolitano griego de Moscú Isidoro, representante abierto del partido de la unión, fue depuesto a su vuelta de Florencia por el gran duque Vasili II y hecho prisionero. En adelante Rusia eligió a sus propios metropolitanos. Se alejó de Bizancio, la apóstata, la cual, al traicionar a la verdadera fe, había perdido sus títulos para dirigir el mundo ortodoxo. En resumen, se perdía Rusia, se provocaba en Bizancio una profunda desunión, y todo ello sin obtener nada a cambio de Roma. La esperada acción de Occidente no tuvo una realidad mayor que la unión de Constantinopla. Las dos Iglesias, católica romana y griega ortodoxa, continuaron enfrentándose como en el pasado. Y mientras que el pueblo bizantino permanecía inquebrantable en su fe, los principales campeones de la unión, consecuentes consigo mismos, se pasaban completamente al lado romano. El jefe del partido unionista griego, el docto Besarión así como Isidoro, que había huido de su prisión rusa, fueron nombrados cardenales de la Iglesia romana. Las negociaciones de Ferrara y de Florencia, a pesar de la falta de resultados positivos, provocaron la desconfianza de Murad II y Juan VIII tuvo que darle garantías apaciguadoras en el sentido, haciéndole creer que estos acuerdos solamente se referían a cuestiones puramente religiosas.

El poder de los osmanlíes tuvo que hacer frente a auténticas amenazas, que vinieron de otro lado. Como había ocurrido en tiempos de Bayaceto, los avances de los turcos en la Península Balcánica empujaron también en esta ocasión a Hungría en el conflicto. El heroico voivoda de Transilvania Juan Corvino-Hunyadi consiguió importantes victorias sobre los turcos en Serbia y en Valaquia, victorias que despertaron vivo entusiasmo y levantaron la esperanza. El papa convocó a los cristianos a una nueva cruzada y muy pronto se reunió en Hungría un variopinto ejército de unos 30.000 hombres al mando del rey Vladislav III, el joven Jagellón, que reunía en su cabeza las coronas de Polonia y de Hungría, por Hunyadi y por el déspota serbio Jorge Brankovitch, al que los turcos habían expulsado de su país. A comienzos de octubre de 1443, mientras que Murad II combatía en Asia Menor contra el emir de Caramania, el ejército de los cruzados atravesó el Danubio por Semendria (Smederevo). Atravesó a marchas forzadas las provincias serbias y Hunyadi, que mandaba la vanguardia, consiguió cerca de Nis una nueva y aplastante victoria sobre las fuerzas del gobernador turco de Rumelia. Invadió Bulgaria sin encontrar resistencia, se apoderó de Sofía y de allí marchó hacia Tracia. Pero entonces se hizo más fuerte la resistencia turca y los rigores invernales obligaron a replegarse al ejército cristiano. En su retirada infringió una nueva y grave derrota a los turcos en los pasos de Kunovitsa, al sudeste de Nis, en los primeros días del año 1444.

La fortuna parecía cambiar. Los osmanlíes, hasta el momento siempre victoriosos, se veían reducidos a la defensiva en varios frentes a un tiempo. En Albania, donde se había gestado una revuelta desde hacía años, el valiente Skanderbeg (Jorge Castriota) se rebeló y, bajo su dirección, el movimiento de liberación adoptó proporciones considerables. Durante venticinco años (1443-1468), el «capitán de Albania» sostuvo una lucha heroica contra las fuerzas superiores de los turcos, que encontró una entusiasta admiración entre la cristiandad. Desde el sur de Grecia, el déspota Constantino tomó la ofensiva. Había cambiado su apanage del mar Negro con el dominio de Teodoro en Morea y gobernaba, desde 1443, sobre la parte más importante del Peloponeso, cuyo centro estaba en Mistra, mientras que Tomás conservaba su antigua porción, menos importante. Su primera tarea consistió en reconstruir la muralla del hexamilion, destruida por los turcos en 1423. A continuación avanzó hacia Grecia central y se apoderó de Atenas y Tebas. El duque Nerio II Acciajuoli, hasta ese momento tributario de los turcos, se vio obligado a reconocer la soberanía del déspota de Mistra y comprometerse a pagarle tributo.

Ante esta evolución de la situación, Murad II buscó un compromiso con sus adversarios. En junio recibió en Adrianópolis a los representantes del rey Vladislav, de Jorge Brankovitch y de Hunyadi, con los que firmó un armisticio de diez años. El déspota serbio recuperaba su territorio, mientras que la dependencia de Valaquia respecto al sultán sufría una cierta suavización. El sultán, que se retiró a Asia Menor tras haber firmado estos acuerdos, envió a su plenipotenciario a Hungría para buscar la ratificación por parte del rey Vladislav. A finales de julio este último firmó y juró por su parte el tratado de Szegedin. El acuerdo significaba, indudablemente, una disminución del poder turco en los Balcanes y proporcionaba a los cristianos un respiro de diez años. Sin embargo, significó una cierta decepción en el campo cristiano, en especial en la curia romana, la cual, impresionada por los recientes éxitos y confiada en el apoyo naval prometido por Venecia, soñaba con ver a los turcos completamente expulsados de Europa y, por ello, presionaba para la prosecución de la guerra, felizmente iniciada. El cardenal Juliano Cesarini desligó al joven rey del juramento que acababa de prestar, y a partir de septiembre el ejército cristiano se volvió a poner en movimiento. Pero sus fuerzas habían disminuido bastante, y en especial le faltaba el apoyo de los serbios, ya que Jorge Brancovitch, satisfecho de los acuerdos a los que había llegado, se mantuvo completamente al margen de la empresa. Con la esperanza de recibir el apoyo de la flota veneciana, la expedición se dirigió hacia el mar Negro y llegó hasta la costa tras un paso penoso a través de Bulgaria. Pero Murad se lanzó contra ella y el 10 de noviembre de 1444 tuvo lugar la terrible batalla de Varna, que puso fin brutalmente a todas las esperanzas de los cristianos. El ejército cristiano fue aniquilado tras un durísimo combate de constantes alternativas. El rey Vladislav cayó en el combate y el cardenal Cesarini, el instigador de la nueva y poco afortunada cruzada, también murió. Esta derrota tuvo consecuencias aún más graves que la de Nicópolis, ya que fue la última tentativa de una acción común de los países cristianos contra la conquista turca. El desánimo fue mucho mayor que nunca en el bando cristiano. El pobre emperador de Constantinopla envió sus felicitaciones, acompañadas de regalos, al sultán.

Sin embargo, el desastre de Varna no impidió a Constantino la continuación de su campaña en Grecia. Avanzó de nuevo por Beocia y extendió su autoridad por la Fócida y todas las regiones de Grecia hasta el Pindo. Parecía que se iba a constituir un nuevo reino griego de última hora en el suelo de la antigua Grecia y destinado a recoger la herencia de la moribunda Bizancio. Pero el audaz déspota tuvo también que sufrir la venganza del vencedor de Varna. En 1446, Murad II invadió Grecia y atravesó a marchas forzadas Grecia central. El déspota bizantino sólo pudo oponer una resistencia seria en el hexamilion, pero la artillería turca iba a acabar también con este obstáculo. El 10 de diciembre de 1446, el hexamilion era destruido y el resultado del combate estaba así claro.

Los turcos invadieron Morea, saquearon las ciudades bizantinas y los pueblos y se llevaron consigo más de sesenta mil prisioneros. No obstante, el despotado bizantino aún pudo obtener la paz a cambio del compromiso de pagar tributo, ya que el sultán debía de continuar la guerra contra Skanderberg y Hunyadi. En octubre de 1448 tuvo lugar en la llanura de Kossovo un combate entre Murad II y Hunyadi, lejano eco de la batalla de Varna. En el mismo lugar en que en otros tiempos se había decidido el destino de Serbia, Hunyadi sucumbió, tras una batalla larga y encarnizada, ante la superioridad de los turcos. En cuanto a Skanderberg, que seguía en las montañas de Albania, permaneció aún independiente durante bastante tiempo.

En esta coyuntura, el déspota Constantino, poco después del fracaso de su tentativa unificadora en Grecia, recogió la sucesión al trono de Constantinopla. El 31 de octubre de 1448, el emperador Juan VIII moría sin hijos y, como Teodoro había muerto previamente, tuvo como su sucesor al valiente déspota Constantino Dragas, llamado así por su madre Elena, que pertenecía a la familia noble de serbia de los Dragas, originaria de Macedonia oriental. El 6 de enero de 1449, Constantino fue coronado emperador en Morea y dos meses más tarde hacía su entrada solemne en Constantinopla. La soberanía sobre Morea se repartió entre Tomás y Demetrio. Este último había ambicionado en diversas ocasiones la corona de Constantinopla, contando con la ayuda de los turcos, y no tardó, una vez en Morea, en enfrentarse a su hermano Tomás, siempre contando con el apoyo de los turcos.

Ni el valor ni la energía de este verdadero hombre de Estado que fue el último de los emperadores bizantinos podían ya salvar al Imperio de su inevitable caída. Con la llegada al trono turco, en febrero de 1451, de Mahomet II, a la muerte de su padre Murad II, sonó la última hora del Imperio Bizantino. La Constantinopla bizantina se encontraba en pleno corazón del Imperio turco, separando sus posesiones europeas de las asiáticas. El joven sultán eligió como primer objetivo la eliminación de este cuerpo extraño para dar a su Imperio un centro político sólido en la propia Constantinopla. Con una tenaz energía preparó la conquista de la ciudad imperial, que no iba sino a culminar, de forma natural, la obra de sus antepasados. En la corte bizantina ya no había ninguna duda acerca de las intenciones turcas, en especial a partir del momento en que el sultán mandó edificar en las proximidades de la ciudad una poderosa fortaleza (Rumili Hissar). Al igual que su hermano, Constantino XI cifraba todas sus esperanzas en la ayuda occidental. Eran débiles esperanzas, pero las únicas que existían. Intentó también reanimar en el último momento la frustrada unión. El cardenal Isidoro, antiguo metropolitano de Rusia, llegó a Constantinopla en calidad de legado papal. El 12 de diciembre de 1452, cinco meses antes de la caída de la ciudad imperial, proclamó la unión en Santa Sofía y celebró la misa romana. Una gran agitación sobrecogió a la población bizantina que, en los peores momentos, seguía aferrada con más energía que nunca a su fe y rechazó también con más energía que nunca esta ofensa a sus sentimientos religiosos. Fue en aquel momento cuando uno de los más altos dignatarios del emperador expresó el sentimiento de desesperación existente y el odio irreconciliable contra los latinos, con aquella lapidaria frase: «Antes ver el turbante turco en la capital que la mitra latina». Esto fue exactamente lo que ocurrió. Los bizantinos perdieron todo a excepción de su fe. Esta fe supieron conservarla incluso bajo la dominación turca. El primer patriarca de Constantinopla bajo la dominación turca fue Genadio Scholarios, un fiel auxiliar de Marco Eugénikos en la lucha contra la unión.

Sin embargo, la hostilidad de la población bizantina contra la unión no fue la única razón de la ausencia de ayuda occidental a Constantinopla. Los intereses y las ambiciones contrapuestas de las potencias occidentales excluía a priori toda ayuda eficaz a Constantinopla. Alfonso V de Aragón y Nápoles, que era en ese momento el más poderoso monarca del Mediterráneo, continuó en los últimos años del Imperio Bizantino la política de siempre de sus predecesores, tanto normandos como alemanes y franceses, en Italia del sur. Se esforzaba en la creación de un nuevo Imperio Latino de Constantinopla y aspiraba a esta corona imperial. Los medios, por otra parte modestos, que el Papa Nicolás V (1447-1455) destinaba a la defensa de Constantinopla contra los turcos fueron absorbidos por las ambiciones conquistadoras del rey de Nápoles, cuyas exigencias constantes de subsidios satisfacía Roma sin protestar. Aun suponiendo que Occidente hubiera intervenido activamente en la defensa de Constantinopla, es seguro que ello no hubiera significado la salvación del Imperio Bizantino. Por otra parte, la fundación de un nuevo Imperio Latino de Oriente no contaba con ninguna de las condiciones necesarias para ello. Había habido un momento en que podría haber cabido la duda sobre si serían los turcos o los latinos quienes heredarían Bizancio. El curso de los acontecimientos del último siglo había solventado la cuestión y el mismo imperio bizantino había tenido un papel muy pequeño en esta opción. Los grandes acontecimientos que habían sido decisivos para su destino se habían desarrollado fuera de su alcance y sin su participación, pues Bizancio no era, desde hacía mucho tiempo, más que el envite de las maquinaciones políticas de otras potencias. Agotada y paralizada internamente, hundida hasta el rango de una ciudad-Estado, se convirtió en fácil presa de los turcos.

En los primeros días de abril del año 1453, Mahomet II reunió un poderoso ejército bajo las murallas de la ciudadela. Frente a él, sólo había, del lado bizantino, un número muy modesto de defensores griegos y un pequeño puñado de latinos, siendo el principal contingente de los combatientes latinos los 700 genoveses mandados por Giustiniani, que con gran alborozo de los bizantinos habían llegado a Constantinopla en dos galeras, poco antes del comienzo del sitio. No parece una exageración suponer que las fuerzas atacantes eran unas veinte veces más numerosas que las de los defensores. La fuerza de Constantinopla no radicaba en sus defensores, en número absolutamente insuficiente, a pesar de su heroísmo, sino en la privilegiada situación de la ciudad y en la solidez de sus murallas, que Juan VIII y Constantino XI habían conservado con gran interés.

La favorable posición estratégica y la potencia de sus murallas habían salvado a Bizancio en el pasado, pero en las otras ocasiones a ello se añadía la superioridad de la táctica militar bizantina sobre la de las demás potencias. La superioridad técnica estaba, en esta ocasión, a favor de los turcos. Mahomet II había llevado a cabo considerables preparativos. Sobre todo contaba, gracias a que disponía de técnicos occidentales, con un artillería muy poderosa. Los turcos emplearon para el asalto de Constantinopla nuevas armas, en una medida hasta entonces no vista, y según las palabras de un griego contemporáneo, «los cañones resultaron decisivos». Los pequeños cañones de que disponía la ciudad no podían, de ningún modo, rivalizar con la artillería pesada de los turcos.

El sitio propiamente dicho comenzó el 7 de abril. El primer asalto se dirigió principalmente contra las murallas del lado de tierra y, en especial, contra la puerta del Pempton, que los turcos, con razón, habían considerado como el punto más débil de la línea de fortificación bizantina. El Cuerno de Oro estaba cerrado con una gruesa cadena que los turcos, a pesar de todos sus esfuerzos, no consiguieron romper. Uno de los intentos de romperla dio incluso lugar a un combate naval en el que la flota imperial resultó vencedora. Esta victoria desencadenó el entusiasmo en Constantinopla e infundió nuevo valor a los defensores, pero no aportó ningún respiro a la ciudad sitiada. Por el contrario, Mahomed II consiguió el 22 de abril introducir por vía terrestre un elevado número de barcos en el Cuerno de Oro y la ciudad se vio entonces sometida a un doble bombardeo, tanto desde el lado de tierra como desde el Cuerno de Oro. El pequeño grupo de defensores hizo frente con un valor desesperado a un destino fatal. Los constantes oficios religiosos mantenían su moral y el mismo emperador daba a sus súbditos el ejemplo de una valentía varonil. Hasta el final permaneció en su puesto, como un hombre que estaba decidido a no sobrevivir a la derrota de su causa. Varios asaltos en toda regla habían fracasado y la seguridad de los atacantes comenzaba a debilitarse, pero también las murallas de la ciudad sitiada, tras siete semanas de asedio, tenían brechas enormes. Se estaba en vísperas de una solución definitiva.

Mahomet fijó el asalto definitivo para el día 29 de mayo. La víspera, mientras que el sultán preparaba sus tropas para el combate, los cristianos, griegos y latinos juntos asistieron en Santa Sofía a la última misa. Tras este momento de recogimiento, los combatientes volvieron a sus puestos y hasta muy avanzada la noche el emperador inspeccionó la línea de fortificaciones. El asalto se inició con las primeras luces y la ciudad se vio atacada por tres flancos a un tiempo. La heroica defensa rechazó el asalto durante bastante tiempo, haciendo fracasar todos los ataques. Fue entonces cuando el sultán lanzó al asalto a sus últimas tropas de reserva, los jenízaros, y estas tropas de élite del ejército turco consiguieron, tras feroces combates, escalar las murallas. En el momento decisivo, Giustiniani, que combatía al lado del emperador, fue herido mortalmente y hubo de ser retirado. Su desaparición provocó la confusión entre los defensores, lo que tuvo como consecuencia acelerar la entrada de los turcos. La ciudad estuvo pronto en sus manos. Constantino XI peleó hasta el final y encontró luchando la muerte que había buscado. Durante tres días y tres noches la ciudad fue abandonada al saqueo que el sultán había prometido a sus soldados antes de lanzar el último ataque pata levantar su moral debilitada. Fueron aniquilados tesoros de un inestimable valor, monumentos y manuscritos preciosos, imágenes de santos y tesoros de las iglesias.

 Mahomet II hizo su entrada solemne en la ciudad conquistada. El Imperio Bizantino había dejado de existir.

La fundación de la ciudad imperial a orillas del Bósforo en tiempos de Constantino el Grande había significado el comienzo del Imperio Bizantino, y su caída, en tiempos del último Constantino, significó el final de Bizancio. Es cierto que el despotado de Motea, en el sur de Grecia, y el Imperio de Trebisonda sobrevivieron algunos años a la caída de Constantinopla, pero su sumisión ya no planteaba problemas para los turcos. La conquista de Constantinopla había establecido un puente entre las posesiones asiáticas y europeas de los turcos. Sirvió para realizar la unidad del Imperio Otomano y dio un nuevo impulso a su fuerza conquistadora. El poderoso Imperio Turco llevó a cabo con rapidez la absorción de las posesiones, tanto griegas como eslavas y latinas, de los Balcanes. En 1456, Atenas cayó en manos de los turcos y el Partenón, que había sido un templo dedicado a la Virgen desde hacía mil años, se convirtió en una mezquita. En 1460 le tocó la hora al despotado griego de Morea. Tomás huyó a Italia, mientras que Demetrio, enemigo de los latinos, marchaba a la corte del sultán. En septiembre de 1461 cayó el Imperio de Trebisonda y, con él, el último reducto griego pasaba bajo la dominación turca. El despotado serbio había caído en 1459, seguido en 1463 del reino de Bosnia y, antes de finales del siglo, los otros países eslavos y albaneses hasta la costa del Adriático, pasaron bajo la dominación turca. De nuevo se formaba un imperio que abarcaba desde Mesopotamia hasta el Adriático y que tenía su centro natural en Constantinopla. Este Imperio Turco, surgido de las cenizas del Imperio Bizantino, consiguió reunir de nuevo y durante varios siglos en una misma unidad política, los antiguos territorios bizantinos.

Bizancio desapareció en 1453, pero sus esencias espirituales perduraron. Su fe, su civilización y su idea del Estado sobrevivieron y actuaron tanto sobre los antiguos territorios bizantinos como más allá de las antiguas fronteras, fecundando la vida política y espiritual de los pueblos europeos. La religión cristiana bajo su expresión específicamente griega, siguió siendo, como símbolo del espíritu bizantino y antítesis del catolicismo romano, el sancta sanctorum tanto de los griegos como de los eslavos meridionales y orientales. Durante los siglos de dominación turca, la fe ortodoxa fue para los griegos, búlgaros y serbios la expresión de su identidad espiritual y nacional. Preservó a los pueblos de los Balcanes de su disolución dentro de la ola turca e hizo posible, al mismo tiempo, su renacimiento en forma de Estados nacionales. La ortodoxia fue también el estandarte espiritual bajo el que se produjo la unión de las tierras rusas y bajo el que el reino moscovita alcanzó su rango de gran potencia. Poco después de la caída de Constantinopla y de los países eslavos meridionales, Moscú se sacudió definitivamente el yugo de los tártaros y debió su promoción al rango de centro natural del mundo ortodoxo al hecho de ser la única potencia independiente de fe ortodoxa. Iván III, el gran unificador y liberador de las tierras rusas, casó con la hija del déspota Tomás Paleólogo y sobrina del último emperador bizantino. Adoptó en su escudo el águila bicéfala de los bizantinos e introdujo en Moscú costumbres bizantinas, con lo que Rusia no tardó en heredar el papel dirigente que había tenido antes el Imperio Bizantino en el Oriente cristiano. Rusia fue la heredera natural de Bizancio y tomó igualmente de Constantinopla la idea romana bajo la expresión específicamente bizantina: Constantinopla había sido la nueva Roma y Moscú se convertiría así en «la Tercera Roma». Las grandes tradiciones de Bizancio, su fe, sus ideas políticas y sus ideales religiosos sobrevivieron durante siglos en el imperio de los zares rusos.

Más poderosa fue todavía la fuerza de penetración de la cultura bizantina, que consiguió introducirse tanto en Oriente como en Occidente. Si bien la influencia bizantina distó mucho de ser la misma en los países romanos y germánicos que en los países eslavos, Bizancio no dejó por ello de fecundar a la cultura occidental. El Estado bizantino había sido el refugio en el que la cultura de la antigüedad greco-latina había podido sobrevivir a lo largo de los siglos. Bizancio fue también parte influyente y el Occidente una parte influida. Sobre todo en la época del Renacimiento, en el mismo momento en que la nostalgia de la cultura antigua se apoderaba como enorme fuerza de la humanidad, el mundo occidental encontró en Bizancio la fuente de la que manaban todos los tesoros de la civilización antigua. Bizancio supo salvaguardar, de este modo, la herencia cultural antigua y con ello ha cumplido una misión histórica, ha sabido salvar de la desaparición el derecho romano, la poesía, la filosofía y la ciencia griegas, para transmitir inmediatamente esta gran herencia a la Europa occidental, en ese momento ya madura para poder asumirla.

 

 

HISTORIA DEL ESTADO BIZANTINO