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CAPITULO I

RASGOS GENERALES DEL DESARROLLO DEL ESTADO BIZANTINO TEMPRANO (324 - 610)

1.

El Imperium Romanum cristianizado

La estructura romana del Estado, la cultura griega y la fe cristiana son las principales fuentes de las que emana el desarrollo de Bizancio. La supresión de uno de estos tres elementos haría inconcebible el fenómeno bizantino. Sólo la síntesis de la cultura helenística y de la religión cristiana unidas a la forma de Estado romana pudo hacer surgir aquel fenómeno histórico que solemos llamar el Imperio Bizantino. Hizo posible esta síntesis el traslado del centro de gravedad del Imperio Romano hacia el Este, como consecuencia de la crisis del siglo III. Este traslado encontró su expresión más visible tanto en la cristianización del Imperium Romanum como en la fundación de una nueva capital sobre el Bósforo. Estos dos acontecimientos, es decir, la victoria del cristianismo y el desplazamiento definitivo del centro estatal hacia el oriente helenizado, simbolizan el inicio de la era bizantina.

La historia bizantina es, en un principio, sólo una nueva fase de la historia romana, y el Estado bizantino una mera continuación del antiguo Imperium Romanum. El término «bizantino» es una expresión posterior, desconocida por los «bizantinos» propiamente dichos. Ellos se consideraban siempre romanos, sus emperadores se creían caudillos romanos, sucesores y herederos de los antiguos Césares romanos. El nombre de Roma les fascinaba mientras duró su Imperio, y las tradiciones del Estado romano dominaron sus pensamientos y actos políticos hasta el final. El Imperio, étnicamente heterogéneo, se mantuvo unido gracias a la idea romana de Estado y aseguró su posición frente al mundo circundante como consecuencia del concepto romano de universalidad.

Heredera del Imperio Romano, Bizancio quiere ser el único Imperio sobre la tierra: reclama el derecho sobre todos los territorios que antaño pertenecieron a la «Orbis» romana y que ahora forman las parcelas del «Oikumene» cristiano. Esta pretensión se derribaría progresivamente por la dura realidad, pero los Estados que se constituyen en el ámbito del Oikumene cristiano sobre el antiguo territorio romano al lado del imperio romano-bizantino, no están a su altura ni jurídico, ni ideológicamente. Se desarrolla una complicada jerarquía de Estados, en cuya cúspide está el soberano de Bizancio como emperador romano y como cabeza del Ecumene cristiano. La pugna por el dominio directo del Orbis Romanus durante la época bizantina temprana, la reivindicación de esta supremacía ideológica durante la época bizantina media y tardía: éste es el eje alrededor del cual gira la política del Imperio.

Bizancio, aunque consciente de su relación con la Roma antigua y queriendo sostener a toda costa su compromiso con la herencia romana—tanto por razones ideológicas como imperialistas—sin embargo se va alejando, cada vez más, de las premisas romanas originarias a medida que transcurre el tiempo. Mientras en cultura y lenguaje triunfa la helenización al mismo tiempo que influye con mayor fuerza en la vida bizantina la Iglesia, el desarrollo en el sector económico, social y político lleva forzosamente a la formación de un nuevo orden económico y social que hace surgir, ya en la Edad Media temprana, una estructura estatal básicamente nueva ligada a un nuevo sistema administrativo. En contra de la opinión generalizada en el pasado, la evolución del Estado bizantino fue cargada de un dinamismo altamente poderoso. Todo se encuentra aquí en movimiento, en constante remodelaje y renovación. Al final de su evolución histórica, el Imperio de los bizantinos ya no tiene, pues, nada en común con el Imperio Romano de antaño aparte del nombre y las tradiciones con sus pretensiones irrealizables.

Durante la era bizantina temprana, sin embargo, el Imperio sigue siendo aún un Imperio Romano, y toda su vida está impregnada de elementos romanos. Esta época, que puede llamarse tanto bizantina temprana como romana tardía, pertenece a la evolución romana lo mismo que a la bizantina, comprendiendo los primeros tres siglos de la historia bizantina y los tres últimos de la historia romana. Es una época de transición típica la que nos conduce del Imperio Romano al Imperio Bizantino medieval, en la que se van agotando poco a poco las viejas formas romanas de vida y se afirman, con ímpetu creciente, las nuevas formas bizantinas.

El punto de partida del desarrollo bizantino lo constituye el Imperio Romano tal como surgió de la crisis del siglo III. La descomposición económica de esta época de crisis tuvo una repercusión especialmente destructora en la mitad occidental (pars Occidentis) del Imperio. El Oriente mostró un poder de resistencia mayor: una circunstancia que condiciona el desarrollo posterior y explica la «bizantinización» del Imperio Romano. No obstante, también el Oriente había pasado por esta misma crisis, que fue una crisis general del sistema estatal del bajo imperio y de su orden económico y social carcomido. El desastre económico acompañado de graves convulsiones políticas no dejó de afectar igualmente a la mitad oriental (pars Orientalis) del Imperio. Aunque el retroceso numérico de la población se hizo aquí menos opresivo, y el desmoronamiento de la vida y de la economía urbana fue mucho menos desastroso que en Occidente, la escasez de mano de obra representó, sin embargo, un peligro que minaba la vida económica de todo el Imperio, y en todas partes se hizo notar un retroceso del comercio y de la industria. En verdad, la crisis del siglo III significó el colapso de la civilización urbana de la Antigüedad. Otro fenómeno generalizado fue la continua extensión de los latifundios. En todo el territorio imperial van creciendo las grandes propiedades particulares en detrimento tanto de la pequeña propiedad como de los dominios estatales. Una consecuencia del declive de la pequeña propiedad es la progresiva sujeción del campesinado a la gleba, acelerada por la angustiosa escasez de mano de obra. El estado de servidumbre del campesinado es, por lo demás, sólo un caso particular de esta ligadura general y forzosa de la población a su profesión, situación que el Estado romano tardío fomenta sistemáticamente desde la crisis del siglo III. Pero la economía dirigida supone la base para una autocracia.

El principado romano se hundió en las tormentas de esta crisis y fue sustituido por el dominio de Diocleciano, punto de partida de la autocracia bizantina. El viejo orden municipal de las ciudades romanas se encuentra en la más profunda decadencia. Toda la administración del Estado se concentra en las manos del Emperador y de su aparato de funcionarios que, ampliado de manera genial, será la espina dorsal del Estado bizantino autocrático. El sistema romano de magistrados cede su lugar a la burocracia bizantina. La función imperial ya no consiste en la magistratura superior, sino que pasa a ser un poder despótico, y este poder no se apoya tanto en factores terrenales de fuerza como en la voluntad de Dios. Porque el período de crisis con sus graves flagelaciones y pruebas introduce una era de devoción y orientación hacia el más allá.

No obstante, el concepto de soberanía del pueblo no ha muerto del todo: el Senado, la población urbana organizada en demos y el ejército representan fuerzas políticas realmente restrictivas para el poder imperial, sobre todo en el período bizantino temprano. Pero, poco a poco, el significado de estos factores con fundamento en el pasado romano va siendo absorbido también por la omnipotencia imperial. La Iglesia, por el contrario, va ganando con el tiempo un peso cada vez mayor como potencia espiritual en el Estado cristiano. Si en la época bizantina temprana el Emperador aún dirige, casi sin trabas, la vida eclesiástica, tratando a la religión de sus súbditos como una parte del ius publicum según el principio romano, en la Edad Media también la Iglesia en Bizancio se va confirmando necesariamente como un importante factor de fuerza—y es aquí donde surgen las barreras más resistentes al poder imperial. Este hecho queda demostrado en Bizancio por los frecuentes choques entre el poder temporal y el espiritual, en los cuales la victoria no está siempre del lado imperial. Sin embargo, lo característico de Bizancio no es la tensión entre Imperio y Sacerdocio, sino más bien una estrecha y profunda relación entre Estado e Iglesia, una amplia asociación entre Estado ortodoxo e Iglesia ortodoxa para formar un único organismo estatal—eclesiástico. Es muy característica la imbricación de intereses de ambos poderes y su colaboración concertada contra cualquier amenaza al orden divino, venga de los enemigos internos y externos del Emperador, o de las fuerzas desintegradores de las herejías anti eclesiásticas. Pero tal necesidad de alianza lleva inevitablemente a la Iglesia hacia la tutela del poderío imperial. Consecuentemente, una preponderancia de la fuerza imperial sobre la eclesiástica será en todas las épocas de la relación, condición típica y más bien normal para Bizancio.

El Emperador no es sólo el Jefe del ejército, el juez supremo y único legislador; es también el protector de la Iglesia y de la fe verdadera. Es el elegido de Dios, y como tal no sólo el dueño y señor, sino también el símbolo viviente del Imperio Cristiano que Dios le ha confiado. De alguna manera abstraído de la esfera terrestre y humana, está en relación directa con Dios y será objeto de un culto político-religioso muy particular. Día tras día este culto se manifiesta en una serie de actos impresionantes y ceremoniosos en palacio, con la colaboración de la Iglesia y de toda la Corte; se expresa en cada imagen que representa al soberano amante de Cristo, en cada objeto que rodea a su sagrada persona, en cada palabra que él pronuncia en público o que se le dirige. Los súbditos son sus servidores. Cada vez que pueden ver su rostro, hasta los más importantes personajes saludan por medio de la proscinesis echándose al suelo. Sin embargo, tanto la ostentosa pompa del ceremonial áulico como la omnipotencia imperial misma que se manifiesta en ella, estaba ya arraigada en la evolución romano-helenística. De esta evolución, ya impregnada de elementos orientales, surge el peculiar esplendor de la corte bizantina y diversas formas de vida con apariencia oriental, que se acentuarán aún más mediante préstamos directos de Oriente, del Imperio Sasánida, y más tarde del Califato Árabe.

Aparte de la relación genética entre helenismo y cultura bizantina, existe también una profunda afinidad de esencia entre ambos. De la misma manera que el helenismo, Bizancio representa una fuerza espiritual unificadora y niveladora. Ambos tienen un matiz epígono y ecléctico, Bizancio aún más que el helenismo. Ambos viven de la herencia de culturas más grandes y más creativas, y su contribución histórica reside, tanto en una como en otra, menos en la propia creatividad como más bien en la síntesis. Igual que el hombre helénico, el bizantino es representante de una cultura coleccionista. Pero siendo verdad que el coleccionismo carece de una frescura espiritual real, que la imitación diluye el sentido y el contenido del modelo y que muchas veces convierte la belleza y forma en retórica vacía y convencional, queda en pie el hecho de que la conservación afectuosa del patrimonio cultural de la Antigüedad, el fomento del derecho romano y de la educación griega es el gran mérito histórico de Bizancio. Las dos cumbres y al mismo tiempo los dos polos opuestos de la Antigüedad, helenismo y romanismo, se fusionan en suelo bizantino; sus más altas realizaciones, el Estado romano y la cultura griega se unen en una nueva síntesis de vida y se engarzan indisolublemente con el cristianismo, en el cual el Estado y la cultura antigua habían visto antaño su más radical negación. El Bizancio cristiano no desprecia ni el arte pagano ni la sabiduría pagana. Igual que el derecho romano permanece en todas las épocas la base del sistema jurídico y de la conciencia jurídica, así la cultura griega será siempre la base de su vida espiritual. Ciencia y filosofía griegas, historiografía y poesía griegas pertenecen al patrimonio intelectual del más devoto bizantino. La misma iglesia bizantina se apropia del pensamiento filosófico antiguo y se sirve de su sistema conceptual para elaborar el dogmatismo cristiano.

La sujeción a las tradiciones antiguas fue una fuente muy particular de energía para el Imperio Bizantino. Apoyado en las tradiciones de la cultura griega, Bizancio será durante siglos el centro de cultura y formación más importante del mundo. Apoyándose en las tradiciones del Estado romano, ocupa una posición sobresaliente en el mundo medieval por su organización estatal. El Estado bizantino dispone de un mecanismo administrativo singular con un aparato m articulado de funcionarios bien instruidos; posee una técnica militar superior, un sistema jurídico muy estudiado y una estructura económica y financiera altamente desarrollada. Hay grandes recursos a su disposición, y la solidez financiera de su hacienda pública se va reafirmando cada vez más. En este punto el Estado bizantino se diferencia fundamentalmente de los demás países de la antigüedad tardía y de la Edad Media con su economía natural primitiva. La riqueza pecuniaria es ante todo la base del poder y de la consideración de Bizancio, cuya solvencia parecía prácticamente inagotable en sus mejores tiempos. El revés de la medalla es, por lo demás, la fiscalización despiadada de este Estado que subordina absolutamente todo a sus necesidades financieras. Su aparato administrativo, excelentemente preparado, fue también un instrumento de la explotación más cruel. El ágil cuerpo de funcionarios, columna vertebral del Estado burocrático, se caracterizó por una corrupción de la peor especie. La venalidad y avidez proverbiales de los funcionarios bizantinos fue siempre el látigo más terrible para la población. La riqueza y el alto grado de civilización del Estado fueron comprados con la miseria de las masas populares, con la ausencia de sus derechos y de su libertad.

Las nuevas circunstancias creadas por la crisis del siglo ni tuvieron su reflejo en la gran reforma de Diocleciano. Sacando el balance de la evolución anterior y sistematizando las transformaciones habidas, Diocleciano realizó una reorganización fundamental de toda la administración imperial. La reforma de Diocleciano fue continuada y completada por Constantino el Grande, y de esta manera surgió un nuevo orden administrativo que sirvió como punto de partida para el sistema bizantino. El sistema de Diocleciano y de Constantino existió, en sus rasgos esenciales, durante toda la época bizantina temprana. Pero sus principios directores—la autocracia del poder imperial, la centralización y la burocratización del Estado— perduraron mientras duró el Estado bizantino mismo.

Es obvio que todas las medidas de Diocleciano y Constantino estaban encaminadas a afirmar la autoridad imperial quebrantada du­rante el período de confusión, y de acrecentar el poder imperial. De allí el afán no sólo de limitar la influencia del Senado y de los demás factores con base en el pasado republicano de Roma, sino también de fijar minuciosamente las atribuciones de cada una de las circunscripciones gubernativas, con el fin de evitar a toda costa cualquier acumulación excesiva de poder. La administración civil y militar, la administración central y provincial son cuidadosamente delimitadas entre sí. Las diferentes ramificaciones administrativas convergen en la persona del Emperador que desde la cúspide del edificio jerarquizado del Estado dirige todo el aparato estatal centralizado.

Teniendo en cuenta la inmensa extensión del Imperio, se procede, sin embargo, a una división del territorio imperial y del poder soberano con el fin de garantizar la mayor eficacia posible al control del Emperador. Apoyándose en la institución conocida desde la época imperial anterior, la corregencia. Diocleciano creó un colegio de cuatro soberanos, compuesto de dos Augustos y dos Césares. Uno de los Augustos debía gobernar la mitad oriental, el otro la mitad occidental del Imperio. Cada uno estaba asistido por un César quien, ligado a su Augusto no por sangre sino por adopción, debía ser elegido teniendo en cuenta sus facultades personales. Después de abdicar los Augustos, los Césares debían sucederles y restituir la tetrarquía mediante nombramiento de dos nuevos Césares. Sin embargo, este sistema basado en reflexiones demasiado lógicas, fue el origen de guerras civiles interminables. De las sangrientes luchas salió vencedor Constantino el Grande como soberano absoluto, quien restableció otra soberanía colectiva y procedió a una nueva división del territorio imperial. Renunciando al principio artificialmente electivo de Diocleciano, dividió el Imperio entre sus sucesores; pero también la soberanía familiar de los hijos de Constantino llevó a graves y sangrientas complicaciones. A pesar de ello, no fue abandonado el sistema de dividir el Imperio, y la norma seguía, siendo una soberanía pluralista.

La transformación de la administración provincial por Diocleciano puso fin a la situación de privilegio de Italia y suprimió la distinción entre provincias imperiales y senatoriales, diferenciación que ahora carecía de importancia. Desde ahora en adelante, la administración de todas las provincias estaba sometida exclusivamente al Emperador, e Italia, hasta entonces tierra de privilegios, fue también dividida en provincias y sujeta a impuestos, igual que las demás partes del imperio. No es menos significativo el hecho de que provincias más grandes fueron parceladas en unidades más pequeñas. De esta manera el número de provincias se incrementó considerablemente: desde Diocleciano, el Imperio contaba casi 100 provincias, en el siglo V incluso más de 120. Además, Diocleciano dividió el territorio imperial en 12 diócesis; hacia finales del siglo IV, su número se elevó a 14. Finalmente, bajo Constantino, el Imperio fue dividido en prefecturas, de manera que cada prefectura tenía varias diócesis y cada diócesis un número elevado de provincias; las provincias eran subdivisiones de las diócesis y éstas, a su vez, subdivisiones de las prefecturas—un sistema administrativo centralista y jerárquico. Al principio, las prefecturas variaban en extensión y número; sólo a partir de finales del siglo IV, sus fronteras aparecen claramente trazadas.

La inmensa prefectura oriental (Praefectura praetorio per Orienten) compuesta por las cinco diócesis de Egipto, Oriente, Ponto, Asiana y Tracia, incluía Egipto y Libia (Cirenaica), Asia Menor y Tracia. Contigua a ella estaba la prefectura ilírica (Praefectura praetorio per Illyricum) compuesta por las diócesis de Dacia y Macedonia, es decir, Grecia y la parte central de los Balcanes. A la prefectura italiana (Praefectura praetorio lllyrici, Italiae et Africae) pertenecía, aparte de Italia, por un lado la mayor parte del Africa latina y por otro Dalmacia, Panonia, Norico y Raecia. La prefectura de las Galias (Praefectura praetorio Galliarum) se componía de la Britania romana, la Galia, la Península Ibérica y de la parte occidental de Mauritania situada frente a ella. Así, cada prefectura se extendía por un territorio correspondiente a varios Estados moderno. A la cabeza de cada prefectura se encontraba un Prefecto de Pretorio; a veces, la función era ejercida por dos prefectos de manera colegial. El Prefecto de Pretorio de Oriente residente en Constantinopla y el de Italia eran los máximos funcionarios del Imperio, seguidos por el Prefecto de Pretorio de Ilírico con sede en Tesalónica, y por el de las Galias.

La característica más importante del orden administrativo diocleciano- constantiniano fue la separación deliberada entre poder militar y poder civil. La administración civil de una provincia estaba ahora exclusivamente sometida al gobernador de la provincia, la administración militar al dux que podía ejercer el mando sobre una o varias provincias. Este principio fue aplicado escrupulosamente en toda la administración provincial. Incluso la Prefectura de Pretorio, único órgano de gobierno que aún disponía de autoridad militar y civil bajo Diocleciano, perdió definitivamente bajo Constantino su antiguo carácter militar y se convirtió en una autoridad puramente civil. No obstante, seguía disponiendo como tal, durante todo el período bizantino temprano, de unos poderes extraordinariamente amplios.

La omnipotencia ostentada por los Prefectos de Pretorio en calidad de gobernadores imperiales—omnipotencia que intentaba aún acrecentar a través de una rivalidad abierta con los órganos del gobierno central es un rasgo destacado de la organización administrativa de la época bizantina temprana que imprime un determinado sello a todo el sistema. Por otra parte, el poder imperial se esfuerza constantemente en limitar el poder de los Prefectos de Pretorio, bien restringiendo su radio de acción, bien intensando utilizar contra ellos sus vicarios, los gobernadores de las diócesis; pero sobre todo amplía a sus expensas las atribuciones de ciertos órganos de la administración. Esta pugna interna de los diferentes órganos gubernamentales entre sí constituye el factor dinámico en la evolución del sistema administrativo durante la época bizantina temprana.

Roma y Constantinopla se situaban fuera del ámbito de influencia de los Prefectos de Pretorio y se encontraban sometidas a sus propios prefectos urbanos. Estos dos prefectos ostentaban el rango superior entre todos los funcionarios imperiales después de los Prefectos de Pretorio. El Prefecto de la Urbe era el representante más alto del Senado y encarnaba, en cierto modo, lo que quedaba aún de las tradiciones republicanas en la vida urbana. Era el único funcionario imperial que no llevaba el uniforme militar, sino el hábito del ciudadano romano, la toga. El Prefecto de Constantinopla jugaba un papel de primer orden; tanto en la época bizantina temprana como en tiempo posterior, en la vida de la capital bizantina. Presidía la administración de justicia en Constantinopla; a su cargo estaban el orden público y el abastecimiento: toda la vida económica de la urbe, su comercio y su industria, se encontraban sometidos a su control.

Si el autogobierno de Constantinopla y de Roma ya significó una restricción sensible del poder absoluto de los Prefectos de Pretorio, éste se vio aún más recortado a consecuencia de la ampliación del gobierno central bajo Constantino. Ahora, el funcionario de más influencia en el gobierno central era el magister officiorum. A partir de modestos inicios, había llegado a ostentar grandes poderes, y ello sobre todo a expensas de la administración prefectoral. Todos los officia del Imperio, es decir prácticamente el conjunto de la administración imperial, estaba bajo su control, incluida la administración de las prefecturas. En efecto, los officia, los despachos de los diversos órganos administrativos con sus funcionarios, son los verdaderos engranajes de la maquinaria burocrático-administrativa. Su propio officium estaba formado por agentes in rebus, que viajaban por las provincias tanto en calidad de correo imperial como de agentes de Estado, y que cubrían el servicio de espías en su función de curiosis explorando la actividad y el modo de pensar de los funcionarios y de los súbditos. Este cuerpo fue muy numeroso y contó, hacia mediados del siglo V, con más de 1.200 funcionarios en la parte bizantina del Imperio. También incumbía al magister officiorum la seguridad personal del emperador, y por ello llevaba el mando sobre los regimientos de la guardia de corps de las scholae palatinae. En calidad de gran maestro de ceremonias vigilaba todo el ceremonial de la corte imperial, de la que derivaba otra importante función política: la de recibir las embajadas extranjeras y de regular igualmente todas las relaciones con las potencias extranjeras. Finalmente, a partir de finales del siglo IV, asumió la administración de correos del Imperio (cursus publicus), función que en un principio había estado controlada por los Prefectos de Pretorio.

El funcionario más importante de la administración central después del magister ofjiciorum fue, a partir de Constantino el Grande, el quaestor sacri palatii. Responsable de la justicia, estaba encargado de la elaboración de las leyes y firmaba los edictos imperiales. La hacienda estaba administrada por los dos encargados del fiscus y de la res privatae, llamados desde Constantino comes sacrarum largitionum y comes rerum privatarum. Su importancia se vio, no obstante, cada vez- más reducida debido a que el impuesto principal de las provincias imperiales, la annona, pasaba directamente a las arcas de la Prefectura de Pretorio.

Puesto que todo lo concerniente al Emperador iba adquiriendo mayor importancia, también aumentó el significado del sacrum cubiculum, que comprendía la administración del presupuesto particular del emperador y en especial el cuidado del vestuario imperial (sacra vestís). El praepositus sacri cubiculi era uno de los máximos dignatarios y el de mayor influencia. Si el cetro estaba en manos de un gobernante débil, éste era muchas veces el hombre más fuerte del Imperio. Bajo la influencia de las costumbres orientales, los praepositi sacri cubiculi fueron casi siempre eunucos, como lo fue asimismo la mayoría de la servidumbre particular del Emperador.

El Senado de Constantinopla, ya constituido bajo Constantino, formaba, sobre todo, un cuerpo consultivo. Habiendo ya perdido en gran medida su antigua importancia en época romana al ser tenido en jaque por el absolutismo imperial, es comprensible que el Senado viera aún más mermada su actividad en Bizancio. Sin embargo, no perdió ni inmediatamente ni por completo sus funciones constitutivas y legislativas, y su antiguo esplendor tardó mucho en apagarse del todo. Durante varios siglos, la synklétos de Constantinopla, aun siendo sólo la sombra del antiguo senado romano, jugaba un papel apreciable en la vida del Estado bizantino.

Aunque la voluntad del Emperador lo decidía todo, el Senado colaboraba con su consejo en la legislación y aparecía a veces como el lugar donde se promulgaban las leyes. Presentaba propuestas (senatus consulta) que eran elevadas a ley en caso de ser aprobadas por el Emperador. Algunas leyes se leían en el Senado antes de su promulgación. El Senado podía también actuar en calidad de justicia suprema, si el Emperador así lo mandaba. Pero su derecho más importante era el de confirmar la elección del nuevo emperador. Si al lado del Emperador el Senado ya no significa gran cosa, su importancia es tanto mayor en caso de producirse una vacante del trono. Es verdad que la voz del Senado no fue decisiva en cada uno de los cambios de trono. Si el Emperador había designado con antelación un sucesor, o bien había coronado a un coemperador, la confirmación por el Senado resultaba ser una mera formalidad. Pero en caso de producirse una vacante sin que el candidato estuviese designado o pudiese aún ser designado por un o una representante de la casa imperial, la decisión sobre la ocupación del trono era cosa del Senado y del alto mando del ejército.

Miembros del Senado de Constantinopla eran, por derecho hereditario, los descendientes de las estirpes senatoriales de Roma, y aunque la equiparación jurídica del Senado de Constantinopla con el de Roma sólo se produjo bajo Constancio, Constantino el Grande ya había sabido atraer hacia Constantinopla los representantes de la vieja aristocracia senatorial romana. Pero también tuvieron acceso al Senado bizantino los funcionarios imperiales de las tres clases superiores, illustres, spectabiles y clarissimi. En su mayoría los senadores—tanto si procedían de la vieja aristocracia hereditaria como de la nueva nobleza de funcionarios—eran latifundistas ricos en propiedades. La importancia de esta clase social superior se basaba en este hecho y en su rango al servicio del Emperador, pero no en su pertenencia al consejo senatorial. La mayoría de los senadores, cuyo número ya se elevaba a 2.000 a mediados del siglo IV, preferían vivir en sus fincas rústicas. Como miembros activos del Senado actuaban, de hecho, sólo los representantes del grupo más elevado y numéricamente más reducido de los illustres al que pertenecían los más altos funcionarios del Imperio.

Por lo demás, desde mediados del siglo VI, los dignatarios más altos ostentaban el nuevo título de gloriosi creado para ellos. La creciente generosidad de los emperadores en cuanto a concesión de títulos había devaluado, con el tiempo, el contenido de las antiguas designaciones honoríficas. Como el clarisimato era concedido a círculos cada vez más amplios, sus antiguos portadores avanzaban al rango de los spectabiles y los antiguos spectablies, por su parte, al rango de los illustres, y así hubo de crear, finalmente, un nuevo y más alto rango para los antiguos alustres, los gloriosi. Esto es, un ejemplo típico de la devaluación de los títulos que aparecerá en dimensiones aún mucho mayores en la época bizantina tardía.

Aparte del Senado, el Emperador tenía como consejo más cercano el sacrum consistorium, una transformación del antiguo consilium principia. Los miembros de este consejo ahora permanente, los comités consistorii, procedían de las filas de los máximos funcionarios de la administración central. A veces, sin embargo, eran llamados a sus deliberaciones los senadores que no pertenecían al consistorium. Sin embargo, los Prefectos de Pretorio que, en un principio, habían sido los miembros más importantes del consejo imperial, fueron excluidos de éste. El consejo del trono debió su nueva denominación al hecho de que los miembros del consejo tenían que estar, a partir de ahora, de pie (consistere) ante el Emperador. Y lo que da una visión aún más extraña de la relación entre el consejo y su Señor imperial: las sesiones recibían el nombre de silentium o—en caso de participar también un senador en la sesiónsilentium et conventus. Este calificativo altamente significativo llegó a ser la denominación real del consejo imperial en época posterior; este silentium posterior no constituía un órgano permanente, sino que era convocado por el Emperador según la necesidad de decidir sobre asuntos estatales o eclesiásticos más importantes Por consistorium se entendía, en cambio, en el Bizancio medieval ya sólo una aparición puramente ceremonial de los altos funcionarios en caso de festivi­dades en la corte imperial.

Si las reformas de Diocleciano y de Constantino parecían haber reorganizado Ja estructura del Estado y reforzado su autoridad, grandes capas de la población seguían permaneciendo en una situación lamentable. Los colonos, que forman el grueso del campesinado y la base de la producción agrícola, caen paulatinamente en la servidumbre hereditaria. La reforma fiscal de Diocleciano agrava y acelera aún esta evolución. Los antiguos impuestos resultaban ser insignificantes, a consecuencia de la depresión monetaria, cobrando mayor importancia las prestaciones en especie. Diocleciano convirtió estas prestaciones extraordinarias de la época de crisis en una institución permanente. La annona así establecida es, en adelante, el impuesto más importante y la mayor fuente de ingresos del presupuesto romano. Pero su peso cae exclusivamente sobre la población rural. En el sistema diocleciano de capitatio - iugatio el impuesto de capitación y la contribución territorial como componentes principales de la annona, se complementan entre sí La unidad fiscal es constituida, de una parte, por un pedazo de tierra de una determinada extensión y calidad (iugum}, y de otra por el hombre que lo trabaja (caput). Al fijarse el impuesto, se cuentan por separado   pero como un iugum no puede ser objeto de imposición sin un caput correspondiente, en el sistema de Diocleciano un caput sólo puede ser gravado con la annona cuando lleva un iugum como contrapartida. Por esta razón el fisco intenta necesariamente establecer un equilibrio entre iuga y capita, es decir, encontrar un caput para todo iugum disponible. Esto no fue una empresa fácil teniendo en cuenta la fuerte despoblación del Imperio y la falta de raigambre de un campesinado empujado hacia acá y allá por la necesidad y la inseguridad, y por esta razón el gobierno intentó por todos los medios de fijar el caput una vez localizado, en el iugum que se le asignaba. Así es cómo el sistema diocleciano de capitatio - iugatio contribuyó a que capas cada vez más amplias de la población campesina perdiesen su libertad. El habitante de la ciudad, sin propiedad territorial, no estaba sometido a la annona y se encontraba, pues, de momento en una situación privilegiada. Pero ya a partir de Constantino la población ciudadana dedicada al comercio y la industria fue gravada con la auri lustralis collatio pagadera en oro e igualmente muy pesada.

La escasez de mano de obraagrícola hizo surgir un sistema muy importante para la organización fiscal bizantina: el Epiboli (adiectio sterilium). Este sistema era originario de Egipto donde, ya en época de los Ptolomeos, las tierras baldías del Estado eran adjudicadas a propietarios particulares para ser cultivadas forzosamente, obligando al interesado a pagar los impuestos gravados sobre el terreno asignado. A partir de los últimos años del siglo ni, este sistema encontró su aplicación en todo el territorio imperial, y no sólo respecto a los dominios del Estado, sino también a los terrenos baldíos de propietarios particulares.

En el siglo III, la moneda romana estaba completamente devaluada. Consecuencia de ello fue tanto una subida considerable de los precios como la transición, a gran escala, al trueque y a la economía natural. En Occidente, la economía basada en estos intercambios prevalecerá en lo sucesivo y será la forma de economía predominante en los nuevos reinos medievales, aunque también se conserven durante largo tiempo ciertos elementos de economía monetaria. Pero en Oriente, económicamente más sólido, la economía monetaria llega pronto a prevalecer de nuevo, aunque también aquí perduren durante un largo período las manifestaciones de una economía natural. El fortalecimiento de la economía monetaria en el ámbito bizantino se manifiesta especialmente en el hecho de que la annona, al igual que las demás prestaciones en productos naturales, es progresivamente convertida en la adaeratio, es decir, pagable en moneda. Constantino el Grande ya consiguió crear un sistema monetario muy sólido. La base de este sistema era el solidus de oro, cuyo contenido en oro era normalmente de 4,48 grs., de manera que a una libra de oro correspondían 72 solidi; a su lado estaba la seliqua de plata, con un peso de 2,24 grs., que representaba la 24 parte del solidus suponiendo que la relación entre plata y oro fuese de 1 : 12. Este sistema monetario demostró ser extraordinariamente perdurable. Durante un milenio entero el solidus constantiniano fue la base del sistema monetario bizantino, y a lo largo de muchos siglos tuvo el mayor prestigio en el comercio mundial. Si bien es verdad que tuvo que superar varias crisis su valor sólo empezó a declinar sensiblemente a mediados del siglo XI, cuando el Imperio ya iba también declinando.

El ejército fue también objeto de una reorganización fundamental en tiempos de Diocleciano y de Constantino. El ejército de la época anterior había sido principalmente un ejército de fronteras. Casi todos sus efectivos estaban distribuidos a lo largo de las interminables fronteras romanas, en calidad de tropas de ocupación de fortalezas. En el interior del Imperio faltaban tropas móviles y una mayor reserva militar; en realidad, como tal sólo estaba disponible la guardia pretoriana en Roma. Se había demostrado, desde hacía mucho, que este sistema ya no era capaz de responder a las exigencias militares cada vez mayores, y durante la crisis del siglo III sufrió un completo colapso. Diocleciano comenzó por reforzar considerablemente el ejército fronterizo. Pero lo que urgía ante todo, tanto militar como políticamente, era la creación de un poder militar móvil y potente en el interior del Imperio que pudiera servir de reserva contra la presión de los enemigos desde el exterior, y al mismo tiempo de apoyo al poder imperial contra las revueltas interiores. Esta doble función sería ejercida por el exercitus comitatensis creado bajo Diocleciano y sustancialmente reforzado por Constantino. Las tropas de las comitatenses tuvieron un significado y un peso completamente diferentes al de la guardia pretoriana; ésta ya fue marginada por Diocleciano a causa de su deslealtad y su conocida inclinación a alzar usurpadores, y fue definitivamente disuelta por Constantino después de la batalla del puente Milvio. Pronto las nuevas «tropas de comitiva» se transformaron en el verdadero núcleo del ejército romano, pues Constantino no dudó en volver a disminuir considerablemente la guardia fronteriza fortalecida por Diocleciano, a favor de las comitatenses. Con ello, el exercitus comitatensis perdió, sin embargo, su carácter de guardia de corps. Sus regimientos de élite fueron distinguidos con el título de palatini, pero la guardia de corps propiamente dicha estaba formada por las scholae palatinae bajo el mando del magister officiorum.

A partir de Constantino, el mando del ejército se encontraba en manos de los magistri militum, es decir, en un principio toda la infantería estaba subordinada al magister peditum y la caballería al magister equitum. Esta división del mando se debía, sin duda, a la consideración de que el comandante de uno de ambos cuerpos militares por sí solo no constituiría un peligro para el poder imperial. Pero esta singular división se suprimió pronto, viéndose una garantía suficiente en el hecho de instaurar dos jefes de ejército equiparados en cada corte imperial y ambos con el título de magister equitum et peditum praesentalis. En la parte oriental del Imperio aparecieron, además, tres jefes de ejército con circunscripciones de mando limitados regionalmente: los magistri militum per Orientem, per Thracias y per Illyricum. Mandaban sobre los comitatenses acuartelados en sus circunscripciones, también estaban al mando de los duces que tenían a sus órdenes las tropas fronterizas en las diversas provincias, mientras que los dos magistri militum praesentales tenían la autoridad sobre las tropas de palacio. En el ámbito bizantino había, pues, cinco mandatarios superiores con competencias repartidas; todos dependían directamente del Emperador que personificaba exclusivamente la unidad del mando supremo.

A partir de la creación del ejército poderoso y móvil de las comitatenses, también el ejército fronterizo de los limitanei alcanza importancia como una categoría militar particular, especialmente dedicada a defender las fronteras. Los soldados de frontera estacionados en la región fronteriza del limes poseen tierras en calidad de pago por sus servicios de defensa. Representan, pues, una milicia de campesinos sedentarios que viven de los beneficios que les proporcionan sus tierras mientras protegen las fronteras: esta institución va a tener un gran porvenir en el imperio bizantino.

Es característica la creciente barbarización del ejército romano-bizantino. El elemento más eficaz y más apreciado del ejército imperial lo constituyen los bárbaros, particularmente los germanos, y entre los sometidos al Imperio los ilirios. El número de los mercenarios extranjeros crece constantemente, y desde el siglo IV, penetra también en el cuerpo de oficiales una élite de bárbaros cada vez más numerosa. Es característica, además, la importancia creciente de la caballería en el ejército romano-bizantino, hecho relacionado, hasta cierto punto, con la necesidad por parte del Imperio de adaptarse a la técnica guerrera del reino neopersa de los sasánidas, cuya fuerza residía ante todo en las tropas a caballo.

El desplazamiento hacia Oriente del centro de gravedad del Imperio fue determinado principalmente, por un lado, por la mayor potencia económica de la mitad oriental, siendo ésta más rica y más poblada por otro lado, la causa está en las nuevas necesidades militares surgidas para el Imperio en el Este: en el curso bajo del Danubio, donde se intensificaba la penetración de los bárbaros del Norte, y en Asia anterior donde presionaba cada vez más el reino neopersa de los Sasánidas. Este último era un enemigo mucho más peligroso que el reino parto al que había sustituido. De la misma manera que los bizantinos se consideraban los herederos de los cesares romanos, los reyes sasánidas se sentían los herederos de los antiguos aqueménidas, reivindicando para sí todos los territorios pertenecientes al antiguo Imperio Persa. Ya en época prebizantina, desde mediados del siglo III y a lo largo de toda la época bizantina temprana, el peligro persa pesaba sin cesar sobre el Imperio: la guerra con los grandes reyes persas llegó a ser una de las obligaciones políticas y militares más importantes del Estado bizantino.

Ya Diocleciano, que retenía para sí la mitad oriental del Imperio y residía casi siempre en Nicomedia dejando, sin embargo, la mitad occidental a su coemperador Maximiano, había tenido en cuenta el cambio de la situación. Pero fue Constantino quien dotó a Oriente con un centro estatal estable ampliando la antigua colonia griega de Byzantion, situada en el Bósforo, y elevándola a capital del Imperio. Las edificaciones comenzaron en noviembre de 324, inmediatamente después de la derrota de Licinio que había extendido el dominio de Constantino a Oriente, y el 11 de mayo de 330 la nueva capital fue solemnemente inaugurada. Pocas fundaciones de ciudades han tenido un significado parecido en la historia universal. El lugar había sido elegido con una clarividencia genial. Situada en la frontera de dos continentes, el Bósforo al este, al norte el Cuerno de Oro, al sur el mar de Mármara y sólo accesible desde tierra por un lado, la nueva capital poseía una situación estratégica única. Además, dominaba tanto el tráfico entre Europa y Asia como la navegación desde el mar Egeo al mar Negro; pronto se convirtió en el centro más importante de comercio y de tráfico del mundo contemporáneo. Durante todo un milenio Constantinopla, siendo tanto el centro político, económico y militar del Imperio Bizantino como su centro espiritual y eclesiástico, iba a ejercer una fortísima influencia sobre los acontecimientos políticos del mundo y sobre la evolución cultural de la humanidad.

Mientras disminuía constantemente la población de Roma, la nueva capital no cesaba de crecer. Apenas un siglo después de su fundación, Constantinopla poseía una población más numerosa que Roma; en el siglo VI contaba con aproximadamente medio millón de habitantes. Fue una nueva Roma que ocupó el lugar de la antigua y que estaba destinada a sustituirla como nuevo centro de gobierno. Incluso el plano de construcción se adaptaba en todo al de la vieja capital, y se transferían a ésta todas las tradiciones ligadas a la antigua Roma. También los privilegios propios de Roma pasaron a Constantinopla, y ya Constantino el Grande no ahorró esfuerzos por aumentar el esplendor y la riqueza de la nueva capital. Adornaba la ciudad con edificios espléndidos y monumentos artísticos que bacía traer de todos los rincones del imperio. La construcción de iglesias fue impulsada con especial entusiasmo. Desde sus comienzos, Constantinopla tuvo un toque cristiano; también desde sus comienzos, la mayor parte de su población era griega por su lengua. Constantino, mediante la cristianización del Imperio y la construcción de la nueva capital en el Bósforo, expresó por partida doble la victoria histórica de Oriente.

Pocas cuestiones hay tan repetida y celosamente discutidas y tan distintamente contestadas en la historiografía como la pregunta por la actitud de Constantino hacia la fe cristiana. Mientras unos mantienen que Constantino fue indiferente en lo que se refiere a la religión, dando apoyo al Cristianismo sólo por motivos políticos, otros creen en su conversión y ven en ella la razón de su gran viraje en la política religiosa del Imperio. Son múltiples los argumentos utilizados tanto por una tesis como por otra, y ciertamente muchos factores parecen hablar a favor de una actitud cristiana de Constantino; muchos otros, en cambio, hablan a favor de su aferramiento a las tradiciones paganas antiguas, otros, a favor de  ambos. Seguramente los fines políticos fueron decisivos para Constantino. Para todo el mundo estaba claro que la política de Diocleciano, en cuanto a la persecución de los cristianos, había fracasado, incluso para su ayudante más fiel, Galerio; tampoco quedaba duda sobre el hecho de que no era posible trasladar el punto de gravedad hacia Oriente manteniendo al mismo tiempo una actitud anticristiana. Pero también es cierto que la vida de Constantino fue extremadamente rica en vivencias religiosas (cristianas y no cristianas o bien precristianas), y que es injusto reprocharle de indiferencia religiosa. No hay que olvidar, sin embargo, que la época de fermentación religiosa a la que pertenecía, fue una época de sincretismo religioso, en la que se consideraba bastante natural el hecho de pertenecer simultáneamente al credo de varios cultos diferentes. Si Constantino empezó a ponerse al amparo del Dios cristiano a partir de 312 lo más tarde, y si desde entonces promocionó constantemente el Cristianismo con creciente determinación, esto no significa que se hubiese adscrito por completo al Cristianismo o que hubiese roto con todas las tradiciones paganas haciéndose cristiano en el sentido como lo fueron, más adelante, sus sucesores bizantinos. Se sabe que no negaba su apoyo a los ritos paganos, que incluso él mismo era adicto a algunos de estos ritos; y que, sobre todo, no es fácil escamotear su tenaz adhesión al culto del sol. Nada resultaba más extraño e incomprensible a la era del sincretismo religioso como el exclusivismo religioso propio del Cristianismo, resultando éste igualmente extraño al «primer emperador cristiano». Transcurrió bastante tiempo hasta que triunfó el exclusivismo religioso y también arraigó en el mundo romano el concepto de Cristianismo como una religión poseedora de la verdad absoluta, que excluye cualquier otra doctrina por ser herética. No cabe duda de que el rumbo tomado por Constantino en materia de política religiosa debió necesariamente desembocar en la creación de una situación de monopolio por parte de la fe cristiana en el Imperio romano-bizantino. Pero se sabe que esta situación se produjo mucho más tarde. No sólo Constantino, sino también sus sucesores, conservaron hasta el año 379 el título Pontifex Maximus M.

La manifestación más clara e históricamente más importante de la cristianización del Estado romano en tiempo de Constantino tue la celebración del concilio ecuménico de Nicea (325), primer concilio ecuménico de los que sentaron las bases dogmáticas y canónicas de la Iglesia cristiana. El emperador, que había convocado el concilio y dirigía sus negociaciones, influyó fuertemente en sus decisiones. Sin pertenecer aún formalmente a la Iglesia—sólo recibió el bautismo en su lecho de muerte—, lo presidió de hecho, siendo este papel un ejemplo para sus sucesores en el trono de Bizancio. El objeto de las negociaciones fue la doctrina del presbítero alejandrino Arrio que, siendo monoteísta, no creía poder reconocer la igualdad de Padre e Hijo y por ello negaba la divinidad de Cristo. La doctrina arriana fue condenada, se proclamó el dogma de que el Hijo era consubstancial con el Padre, y así se formuló el credo que, completado por el segundo concilio ecuménico de Constantinopla (381), constituye la profesión de fe de la Iglesia cristiana.

La alianza entre Estado e Iglesia para la cual Constantino puso la primera piedra, trajo el mayor provecho para ambas partes, pero al mismo tiempo colocó a ambos ante una serie de dificultades completamente nuevas. El Estado romano-bizantino encontró una gran fuerza espiritual unificadora en la religión cristiana, y el absolutismo imperial un fuerte apoyo moral. La Iglesia obtuvo del Estado grandes medios materiales y fue apoyada por él tanto en su actividad misionera como en la represión de las corrientes antieclesiásticas, pero precisamente por ello cayó bajo su tutela. El Estado, por su parte, habiendo unido su destino al de ella, se vio involucrado en todas las interminables disputas entre los partidos eclesiásticos. Las pugnas doctrinales dejaron de ser un asunto interno de la Iglesia. Complicadas por factores políticos, estas luchas se convirtieron en parte integrante no sólo del desarrollo eclesiástico, sino también del Estado, no coincidiendo siempre los objetivos estatales con los eclesiásticos. Muchas veces, la colaboración entre Iglesia y Estado desencadenaba al mismo tiempo un antagonismo entre los dos poderes. Todos estos aspectos—la participación del Estado en las luchas eclesiásticas, la imbricación de fines políticos y religiosos, la colaboración y también el antagonismo de Iglesia y Estado—se manifestaron ya en tiempo de Constantino. La sentencia del concilio de Nicea no hizo desaparecer el arrianismo; el Emperador, que en un principio pareció subestimar la fuerza de la oposición, cambió de táctica y forzó la readmisión de Arrio en la comunidad eclesiástica. Con este acto entró, sin embargo, en conflicto con el clero ortodoxo, sobre todo con el gran Atanasio que ocupaba la sede episcopal de Alejandría desde 328 y que, arrastrado de exilio en exilio, perseveró en la lucha a favor de la ortodoxia hasta el final de su vida (373).

Por otra parte, el problema dogmático agudizó las querellas entre los hijos de Constantino y profundizó las divergencias entre las dos mitades del Imperio. Constancio, que gobernaba la parte oriental, se confesaba arriano; Constantino que había muerto pronto (340), y el joven Constante, que reinaban sobre Occidente, apoyaban la fe de Nicea. El concilio celebrado en otoño de 343 en Sardica, situado en la frontera de las dos partes del Imperio; no consiguió reconciliarles. Pero la superioridad potencial del hermano menor que ahora gobernaba todo Occidente, obligó a Constancio a mostrarse conciliador y a reintegrar a los obispos ortodoxos expulsados. En consecuencia el arrianismo, políticamente vencido, se dividió en dos campos: los semi-arrianos no aceptaban la consubstanciación, pero sí una similitud de naturaleza entre Padre e Hijo, mientras que el ala más radical agrupada alrededor de Eunomio, seguía defendiendo la diferencia absoluta de esencia. La suerte cambió cuando Constante perdió la vida en la lucha contra el usurpador pagano Magnus Magnentius (350) y Constancio venció al usurpador en una sangrienta batalla (351).

La victoria del emperador de Oriente hizo resaltar nuevamente la importancia de la parte oriental del Imperio. Siguiendo el ejemplo de su padre, Constancio se esforzó en conseguir la equiparación constitucional de Constantinopla con Roma, lo que significó, de hecho, la oclusión de la Roma vieja y medio pagana por la nueva capital cristiana. La visita que efectuó a Roma fue acompañada de un acto que simbolizó el crepúsculo del viejo mundo: Constancio mandó retirar de la sala de reuniones del Senado el altar de la Victoria. Pero el triunfo de Constancio significó también el triunfo del arrianismo. La voluntad del emperador debía decidir sin trabas tanto en la Iglesia como en el Estado. Venció a la oposición que se le enfrentó encabezada por Atanasio de Alejandría, e hizo proclamar el arrianismo como religión del Estado en los sínodos de Sirmium y Rímini (359). Entonces se produjo también un cisma entre los semi- arrianos: los más moderados se pasaron a la oposición y se aproximaron, en lo sucesivo, progresivamente a los niceístas; los demás se aliaron con los eunomianos y llegaron a ser el partido dirigente, bajo los auspicios del emperador. De mayor importancia histórica que la victoria pasajera del arrianismo en el Imperio romano-bizantino fue, sin embargo, la circunstancia que en tiempo de predominio de la doctrina arriana se iniciara la conversión de los godos al Cristianismo y que, en consecuencia, las tribus germánicas recibieran la nueva fe en su versión arriana. Ulfilas, el traductor de la. Biblia, recibió la consagración episcopal en el año 343 de manos del arriano Eusebio de Nicomedia, y aún mucho tiempo después de la derrota del arrianismo en Bizancio, la mayoría de las tribus germánicas permanecía fiel al credo arriano.

El estado de efervescencia religiosa bajo Constancio fue relevado por la reacción pagana bajo Juliano (361-63). El problema de la coexistencia de la antigua cultura con la nueva fe—uno de los problemas centrales de la evolución cultural bizantina— entró así en una fase de aguda crisis. El encanto de un mundo en trance de desaparecer, el apasionante amor por su arte, cultura y sabiduría incitó al último representante de la casa constantiniana a declarar la guerra a la nueva fe. Las disensiones infructuosas de los partidos eclesiásticos parecían prometer éxito a su empresa. Los paganos seguían siendo fuertes en número, particularmente en la mitad occidental del Imperio y sobre todo en Roma; el ejército, compuesto en gran parte por bárbaros, era también predominantemente pagano. No era pequeño el número de aquellos que ahora apostataban del Cristianismo. No obstante, la enemistad de Juliano hacia el Cristianismo fue incapaz de provocar un movimiento potente. En su lucha contra la nueva fe, siguió siendo el portavoz de la clase superior de paganos cultos compuesta por filósofos neoplatónicos y retores a cuyo círculo él mismo pertenecía. En la parte oriental del Imperio y sobre todo en Antioquía, elegida por él como residencia, el emperador sólo experimentó graves desilusiones. La impotencia interna de su tentativa de reacción se mostró clarísimamente en la organización de su nuevo clero pagano, copiada de la organización eclesiástica cristiana. El afán con el que se esforzó en resucitar las formas del antiguo culto pagano ofreciendo personalmente sacrificios de animales a los dioses, provocó extrañeza sarcástica no sólo entre los cristianos. Del mismo modo que cualquier reacción que se entusiasma por el pasado como tal y lucha contra lo nuevo per se, su empresa estaba condenada al fracaso. Cuando falleció en el campamento, herido de muerte por una flecha durante una campaña contra Persia, su obra sucumbió con él. Su rápido fracaso demostró, en definitiva, que la victoria del Cristianismo era una necesidad histórica.

2.

LA EPOCA DE LAS INVASIONES Y DE LAS CONTROVERSIAS CRISTOLÓGICAS

 

Debido a las contiendas religiosas y a las frecuentes guerras civiles, en las que se desangraba el ejército romano, se estaba tambaleando la posición de poderío del Imperio hacia el exterior. Ya bajo Constancio se había manifestado la superioridad persa en la zona mesopotámica. Joviano (363-64), el cristianísimo sucesor del último emperador pagano, decidió firmar la paz con los persas tras el trágico fin de la campaña de Juliano. Como consecuencia de esta paz el Imperio se vio obligado a renunciar a sus derechos en Armenia y a perder parte de su territorio en Mesopotamia.

Por otra parte, con las primeras invasiones el Imperio tuvo que plantearse unos problemas cuyas consecuencias eran imprevisibles. Con ellas el escenario bélico se extendió también a la frontera septentrional del Imperio Romano de Oriente. Empezaba la desintegrante lucha en dos frentes que ya no cesaría mientras existiese el Imperio Bizantino. A partir de entonces y durante toda su historia, Bizancio luchó casi constantemente contra los imperios que surgieron en el Este por una parte, y por otra contra los siempre nuevos y hostiles pueblos bárbaros en el Norte y Oeste.

El primer emperador que dirigió esta fatídica lucha en dos frentes, sucumbiendo en ella, fue el arriano Valente. Los hermanos Valentiniano I (364-375) y Valente (364-378), al igual que en su momento Constancio y Constante, representaban tendencias religiosas opuestas. Valentiniano I, que reinaba en Occidente, era partidario de la religión cristiana proclamada en Nicea; Valente, emperador en Oriente, profesaba el arrianismo. En este enfrentamiento religioso se manifestaba, pues, una vez más, la oposición entre Oriente y Occidente. De hecho, los lazos de unión entre las dos mitades del Imperio Romano se debilitaban constantemente. Ante los candentes problemas de política exterior, sin embargo, todas las demás cuestiones fueron relegadas a un segundo plano. La irrupción de sajones e irlandeses en Britania, los duros combates con los alemanes en el Rhin y Neckar y con los sármatas y cuados en la zona del Danubio eran simples anuncios de la gran crisis que conllevaría la aparición de los visigodos en el Danubio. Los visigodos, establecidos en la diócesis de Tracia, empezaron a devastar las tierras del Imperio. Los ostrogodos y los hunos que les seguían los pasos, se les unieron, y pronto toda la Tracia se encontró inundada de bárbaros. Valente abandonó apresuradamente el frente persa y se trasladó, tras pasar por Constantinopla, al nuevo campo de batalla, enfrentándose al enemigo en Adrianópolis. Allí se produjo, el 9 de agosto del año 378, la memorable batalla en la que los visigodos, apoyados por los ostrogodos, aniquilaron al ejército romano matando al mismo Emperador.

Las consecuencias de la catástrofe fueron incalculables. El problema germano ocupó, a partir de este momento, un primer plano, involucró al Imperio de Oriente en una lucha centenaria y aniquiló al Imperio de Occidente. Una solución militar al problema godo parecía imposible. La única salida de la desesperada situación en la que estaba sumido el Imperio era la de un acuerdo pacífico. Esta fue la dirección política que se adoptó cuando Graciano (375-383), hijo y sucesor de Valentiniano I, elevó a la dignidad de Augusto a Teodosio I, el 19 de enero de 379, y le encargó la administración de la parte Oriental del Imperio.

Después de recluir a los godos detrás de los Balcanes, el emperador concertó con ellos un acuerdo de tipo foedus. A los ostrogodos se les asentó en la Panonia y a los visigodos fueron asignadas tierras en la parte Norte de la diócesis de Tracia. Se les concedió una total autonomía, exención de impuestos y altas soldadas a cambio de que prestaran servicio en el ejército del imperio en calidad de foederati. Muchos incluso pasaron al servicio directo del emperador. De esta forma se desvió, por el momento, el peligro de una invasión germana violenta; los invasores pasaron al servicio del Imperio y el ejército romano— cuyos efectivos humanos se habían visto reducidos drásticamente— recibió un importante refuerzo gracias a la incorporación de los foederati germanos. Esta solución, sin embargo, sólo significaba que la invasión violenta se había convertido en una invasión pacífica. La germanización del ejército, que ya de por sí venía arrastrándose, alcanzó su punto álgido; la mayor parte de las tropas era germana, y pronto cayeron incluso los puestos más altos de la jerarquía militar en manos germanas. Otro reverso de la política de Teodosio ante los godos fue el fuerte aumento de los gastos del Estado que implicaba la elevación de las cargas financieras. La miseria de la población iba en aumento, y en todos los sectores del Imperio se afianzó el sistema del patrocinio contra el que ya habían luchado infructuosamente los antecesores de Teodosio. El campesino, económicamente arruinado y cargado de deudas, encontrándose indefenso ante la arbitrariedad y los malos tratos de los funcionarios imperiales, se convirtió bajo el patrocinio de un poderoso propietario, sacrificando una libertad demasiado onerosa, en siervo de su patrono. A finales del siglo IV y principios del V aparece, pues, concluido en todo el Imperio el sistema de sujeción del colono a la tierra.

La desaparición de Valente trajo consigo la derrota definitiva del arrianismo. La victoria de la ortodoxia fue consagrada en el segundo concilio ecuménico (381), el cual dio al credo cristiano su versión definitiva confirmando y completando las decisiones de Nicea. Seguidor ferviente de la fe de Nicea, Teodosio I favoreció la ortodoxia con todas sus fuerzas y luchó inexorablemente tanto contra el paganismo como contra las sectas cristianas. Bajo su gobierno la cristianización del Imperio llegó, finalmente, a concluirse. Siendo la religión del Estado, el cristianismo ortodoxo obtuvo una posición de monopolio; todas las demás religiones y confesiones fueron privadas del derecho a la existencia.

Después de una larga guerra civil en la mitad occidental del Imperio, Teodosio había conseguido, poco antes de su muerte, volver a reunir bajo su cetro todo el Imperio. Sin embargo, en su lecho de muerte dispuso una nueva división de lo que había unido con tanto esfuerzo; siendo él mismo oriundo del extremo Occidente, dejó constancia, de manera inequívoca, de la preponderancia de Oriente. Constantino el Grande había confiado a su hijo mayor la administración de Britania, la Galia y España, y Valentiniano I aún había reservado para su persona la mitad occidental dejando Oriente a su hermano más joven; Teodosio, sin embargo, estableció en 395 a su hijo mayor Arcadio sobre Oriente y al más joven Honorio sobre Occidente. Poco después, las discutidas diócesis de Dacia y Macedonia fueron atribuidas a Oriente y agrupadas en la Prefectura del Ilírico, con centro en Tesalónica; de sus posesiones ilíricas, Occidente sólo conservó la diócesis de Panonia llamada desde entonces generalmente diócesis Ulyricum. Así se trazó la frontera histórica entre Occidente y Oriente que, con el tiempo, se convirtió en línea de separación cada vez más acusada entre la civilización romano-occidental y la bizantino-oriental.

En realidad, el reparto efectuado por Teodosio no aportó en sí nada nuevo. Es importante, sin embargo, el hecho de que a partir de esta división y hasta la caída del Imperio Romano de Occidente, el Imperio quedó permanentemente dividido en dos. Sin duda, la idea de la unidad del Imperio siguió en pie: no había dos imperios, sino dos partes de un único imperio gobernado por dos emperadores. Con frecuencia fueron publicadas leyes en nombre de ambos, y las leyes promulgadas por un emperador tenían fuerza legal en todo el Imperio siempre que hubiesen sido cursadas al Augusto colega para su publicación. Al fallecer un emperador, el otro tenía el derecho de designarle un sucesor. Pero de hecho, la conexión entre ambas partes fue relajándose cada vez más, a medida que las circunstancias se configuraban de manera muy diferente en Oriente y Occidente, siendo las relaciones entre ambos gobiernos generalmente todo menos amistosas. Ya bajo los hijos de Teodosio existió una rivalidad permanente entre los regentes orientales, que se sucedían con gran rapidez en la administración de los asuntos en nombre del débil Arcadio, y el poderoso germano Estilicón que gobernó más de dos lustros sobre Occidente en nombre de Honorio.

La política teodosiana hacia los godos sufrió una grave crisis. Los visigodos; se sublevaron bajo Alarico y devastaron toda la Península Balcánica: llegando hasta los muros de Constantinopla y hasta la punta más meridional de Grecia. La disensión entre ambos gobiernos romanos paralizó la contraofensiva, y finalmente la paz fue comprada mediante el nombramiento de Alarico como magister militum per lllyricum, del Imperio por el gobierno de Oriente. El godo Gainas recibió el cargo de magister militum praesentalis y entró con sus tropas en Constantinopla. Mientras tanto, se hizo sentir una creciente reacción antigermánica en la capital bizantina, y hacia finales de siglo esta tendencia consiguió hacerse con el gobierno. Los germanos fueron eliminados del estamento militar, y el ejército romano sometido a una completa reorganización. No obstante, pronto volvió a surgir la necesidad de readmitir a gran número de germanos, y hasta el siglo VII fueron el elemento más valioso del ejército imperial. A partir de entonces, sin embargo, se les reclutaba individualmente como mercenarios bajo el mando de oficiales imperiales, mientras que bajo Teodosio los federados godos habían constituido grupos autónomos cerrados, teniendo sus propios jefes. En Occidente esta situación perduró y llevó, finalmente, al hundimiento del Imperio de Occidente en la oleada germánica. Es significativo para la diferencia circunstancial en ambas partes del imperio y determinante para la divergencia de su destino el hecho de que la reacción antigermánica en Oriente tuvo éxito, mientras que las frecuentes acciones contra los germanos en Occidente quedaron sin efecto. La parte oriental del Imperio no tardó en librarse de Alarico, que entró en Italia con sus tropas y tomó Roma por asalto en 410, después de tres asedios. Mientras en Occidente la situación se hizo cada vez más desesperada, Oriente vivió, por el contrario, una prolongada tregua desde principios del siglo V.

En esta época de relativa calma se sitúa la fundación de la Universidad de Constantinopla y la recopilación del Codex Theodosianus. El débil emperador Teodosio II (404-450) estuvo primero bajo la tutela de su enérgica hermana Pulquería, y más tarde bajo la influencia de su esposa Atenea-Eudocia, hija de un profesor de retórica pagano de Atenas. La personalidad de esta emperatriz, que a lo largo de su vida conservó el ideal de cultura de su ciudad natal al mismo tiempo que acató fervorosamente la nueva fe escribiendo tanto versos profanos como himnos eclesiásticos, es un vivo ejemplo de la convivencia entre cristianismo y cultura antigua. A su influencia se debe seguramente que, en el año 425 mediante la reorganización y ampliación de la escuela superior fundada en época de Constantino el Grande en Constantinopla, se creara una nueva Universidad. Al cuerpo docente de la nueva Universidad, que se convirtió en el centro cultural más importante del Imperio, pertenecían 10 gramáticos griegos y diez latinos, cinco retóricos griegos y tres latinos, un filósofo y dos juristas.

Si la reorganización de la enseñanza superior inauguró una nueva época en el desarrollo cultural del Imperio, no fue menos renovadora la publicación del Codex Theodosianus para la evolución del derecho. El Codex Theodosianus de 438, la obra más relevante de codificación jurídica anterior al Corpus luris de Justiniano, es la colección oficial de las leyes imperiales promulgadas desde Constantino el Grande. El nuevo código ofreció una base más sólida a la vida jurídica del Imperio y eliminó la inseguridad jurídica creada por la falta de una recopilación oficial de las leyes. La idea de la unidad jurídica encontró una fuerte afirmación en el Codex Theodosianus, que fue publicado tanto en Oriente como en Occidente, en nombre de los dos emperadores Teodosio II y Valentiniano III. Pero en realidad, la unidad del Imperio se hizo cada vez más precaria,  y este hecho tuvo sus repercusiones naturales en el terreno jurídico. Es significativo que después de publicarse el Codex Theodosianus, los emperadores orientales rara vez volvieron a enviar sus leyes a Occidente, mientras que las leyes occidentales ya no llegaron jamás a Oriente. Aunque al acceso del Valentiniano III al trono (425-455)—al que el gobierno oriental había instalado en el trono de Occidente—, inauguróse una época prolongada de paz inalterada entre ambas partes del Imperio, el alejamiento mutuo fue cada vez más obvio. Políticamente, las dos mitades del Imperio llevaban una vida por separado, y culturalmente se iban distanciando a medida que pasaba el tiempo. Un indicio evidente y especialmente importante de este distanciamiento es la creciente separación lingüística. Mientras en Occidente el conocimiento del griego va desapareciendo casi por completo, en Oriente el latín va quedando detrás del griego, aunque el latín siga siendo el idioma oficial de todo el Imperio, fomentado artificialmente como tal. La helenización de Oriente prosiguió ininterrumpidamente y progresó con especial intensidad bajo el gobierno del emperador Teodosio II y de la emperatriz Atenea-Eudocia. En la nueva Universidad, el número de profesores que enseñaban en griego superaba ligeramente al de los que impartían sus enseñanzas en latín.

Coincide con esta época la creación de una cultura eclesiástica nacional en la vecina Armenia, la invención de la escritura armenia y la traducción de la Biblia al armenio. Una parte de este país había estado bajo la soberanía bizantina desde Teodosio I, permaneciendo la mayor parte bajo soberanía persa. Bizancio apoyaba el fortalecimiento de la conciencia eclesiástica nacional entre el pueblo vecino, al igual que defendía a los cristianos perseguidos en Persia; lo que dio lugar a un nuevo enfrentamiento entre ambas potencias. Pero la guerra no aportó ningún reajuste territorial, y en 422 se firmó una paz que debía durar 100 años, pero que en la realidad no alcanzó los 20 años.

En los años 40 del siglo V, el Imperio de Oriente volvió a sufrir otra grave crisis de política exterior, sobrevenida desde el imperio de los hunos bajo el mando de Atila. Las incursiones devastadoras de los hunos alternaban con acuerdos de paz que imponían al Imperio condiciones cada vez más pesadas y humillantes. Toda la Península Balcánica quedó devastada y saqueada cuando, finalmente, Atila marchó hacia Occidente después de agotar también las finanzas del Imperio de Oriente. Al entrar en la Galia, fue vencido por el general occidental Aecio en la batalla de los Campos Cataláunicos (451). Al año siguiente, Italia fue terriblemente castigada por los hunos, pero Atila murió súbitamente en 453, y poco después su enorme imperio se disgregó. Pero ni siquiera la liberación del peligro de los hunos pudo ya mejorar las circunstancias del Imperio de Occidente, carcomido por dentro. La situación se agravó sin cesar. Después de ser asesinados Aecio (454) y Valentiniano III (455), Italia cayó en el caos. Los territorios más importantes fuera de Italia se encontraban en manos de pueblos germanos que poco a poco fundaron aquí sus propios reinos: los vándalos en África, los visigodos en la Galia y en España.

Del caos en el que sucumbía el Imperio Occidental asomaba, sin embargo, un poder que iba a transformar la vieja capital imperial convertida en campo de batalla de los pueblos bárbaros en el centro espiritual del mundo: la Iglesia Romana. Cuando los hunos invadieron Italia y los vándalos saquearon Roma, en medio de las calamidades más desesperantes y la descomposición más terrible del Estado, el papa León el Grande (440-461) supo afirmar el primado de la Iglesia Romana como nadie lo había conseguido hasta entonces. Roma jugó un papel preponderante en las luchas dogmáticas del siglo V, que fueron también una pugna entre los centros eclesiásticos por la dirección de la Iglesia.

El desarrollo del Imperio Bizantino en el siglo V parece aún más condicionado por las divergencias religiosas que en época de la controversia arriana Si en la pugna contra el arrianismo se había aceptado como dogma la perfecta divinidad del Hijo y su identidad en esencia con el Padre, ahora surgía el interrogante de la relación, entre el principio divino y el principio humano en Cristo. Según la doctrina de la escuela teológica de Antioquía, existían en Cristo dos naturalezas separadas y yuxtapuestas: la Divinidad había elegido para sí al hombre—Cristo nacido de María como receptáculo—de donde procede la afirmación que María no debería ser llamada Madre de Dios (Teotochós), sino Madre de Cristo (Cristotokós). En fuerte contraste con esta concepción racionalista se encontraba la doctrina mística de Alejandría acerca del Dios-Hombre en el que se había unido la naturaleza divina con la naturaleza humana. En el año 428 Nestorio, un representante de la escuela de Antioquía, ocupó el episcopado de Constantinopla y empezó a propagar desde esta ele­vada posición la cristología de Antioquía. Pero surgió un gran adversario superior a él como teólogo y como político en la persona del patriarca de Alejandría, Cirilo. Este estaba firmemente respaldado por el monacato egipcio fiel a él, que representaba un gran poder, y también Roma, por su parte, se puso del lado del alejandrino. Aunque Nestorio contaba con el apoyo del gobierno imperial, fue vencido en el tercer concilio ecuménico de Efeso (431) y condenado como herético. Cirilo había conseguido una gran victoria. Había triunfado sobre el patriarca de la capital y sobre el gobierno imperial que le había apoyado; se convirtió en jefe de la Iglesia de Oriente y supo alzar su poder temporal sobre los representantes locales del Imperio en Egipto. El patriarcado de Alejandría, cuyo prestigio había ido en aumento desde Atanasio el Grande, llegó con Cirilo al apogeo de su poder.

Bajo Dióscoro, sucesor de Cirilo (t 444), Alejandría mantuvo al principio la misma posición de poder. El gobierno imperial aceptó su derrota y navegó al viento de Alejandría; el archimandrita Eutiques, representante del partido alejandrino en Constantinopla, era todopoderoso en la Corte. Entonces se unieron las sedes eclesiásticas de Constantinopla y de Roma contra Alejandría, que había llegado a ser demasiado fuerte. Desde el punto de vista de la política eclesiástica, Dióscoro y Eutiques fueron los discípulos más fieles de Cirilo, pero en cuanto a la dogmática, Eutiques llevó demasiado lejos la doctrina de Cirilo afirmando que las dos naturalezas de Cristo se habían fundido en una sola naturaleza divina después de la encarnación. Nestorio había descuidado el elemento divino en Cristo; Eutiques, por su parte, restó importancia al elemento humano: la reacción contra la herejía nestoriana dio lugar a la herejía monofisita. El sínodo patriarcal de Constantinopla condenó a Eutiques como hereje, y el papa León I se declaró de acuerdo con el patriarcado de Constantinopla haciendo constar en su célebre Tomo el principio de que incluso después de la encarnación había que distinguir entre dos naturaleza perfectas en la única persona de Cristo. Así Roma se encontró unida a Constantinopla en la pugna contra el predominio de Alejandría. Sin embargo, el partido alejandrino volvió a triunfar, por última vez, en el Latrocinio de Efeso (449) donde, bajo la presidencia de Dióscoro, se emitió una profesión de fe monofisita después de reprimir a la oposición violentamente. A continuación se produjo, sin embargo, un cambio brusco. A ello contribuyó en gran medida la circunstancia de que después de la muerte de Teodosio II en el año 450 se encargase del poder un importante oficial, Marciano, casándose con Augusta Pulquería, la enérgica hermana de su predecesor.

El nuevo Emperador (450-57) convocó un concilio en Calcedonia; este concilio—el cuarto ecuménico de la Iglesia—formuló el dogma de las dos naturalezas perfectas, inseparables pero también inconfundibles, de Cristo. Se condenaron igualmente el monofisismo y el nestorianismo, entre los cuales la fórmula dogmática de Calcedonia mantuvo, en cierto modo, el justo medio. Ya que la salvación sólo parecía garantizada si el Salvador era tanto Dios perfecto como hombre perfecto.

La victoria de Constantinopla no fue sólo dogmática sino igualmente político-eclesiástica. La pretensión por parte de la Nueva Roma de ocupar una posición dominante en la Iglesia Oriental ya había sido formulada a lo largo del segundo concilio ecuménico de 381, pues según el canon 3 de este concilio, el obispo de Constantinopla ocuparía el rango superior en la Iglesia cristiana, inmediatamente después del Papa. Esta pretensión se vio realizada después de la victoria alcanzada frente Alejandría, en unión con Roma; ahora Constantinopla emprendió un paso más hacia delante, que estropeó profundamente la alegría del aliado romano ante la victoria común. El famoso canon 28 del Concilio de Calcedonia, aun asegurando al Papa la primacía de honor, determinó, sin embargo, la igualdad absoluta de los obispos de la Nueva y de la Antigua Roma. Con ello se anunciaba la futura rivalidad entre ambos centros eclesiásticos. La consecuencia inmediata de las definiciones de Calcedonia fue, no obstante, un mayor distanciamiento entre el centro bizantino y las provincias orientales del Imperio. No sólo Egipto, sino también Siria, el antiguo ámbito de la herejía nestoriana, se confesó partidaria del monofisismo rechazando el dogma de Calcedonia. Desde entonces, la oposición entre la Iglesia bizantina diofisita y las iglesias monofisitas del Oriente cristiano se convirtió en uno de los problemas eclesiásticos y políticos más ardientes del Imperio bizantino en la época temprana. El monofisismo expresó el particularismo de Egipto y Siria y sirvió de consigna al separatismo copto y sirio en su lucha contra la dominación bizantina.

Aparte de los problemas religiosos, ocupan el primer plano de la evolución histórica del Imperio del siglo V, las consecuencias de las sacudidas provocadas por las invasiones que se dan continuadamente, tanto de Occidente como de Oriente. La aguda crisis étnica parecía ya vencida en la mitad oriental del Imperio hacia 400, pero después de desmembrarse el gran reino de los hunos, se inició también aquí una nueva entrada de pueblos germanos, aumentando de nuevo la influencia del elemento germano sobre el Estado y el ejército, y al mismo tiempo que el Imperio Romano Occidental afrontaba su última lucha, también Bizancio se encontró, una vez más, frente al problema germano. Ya hacia mediados del siglo V, el alano Aspar tuvo una influencia decisiva sobre el gobierno de Constantinopla. A él le debe la corona Marciano y sobre todo el sucesor de éste, León I (457-74).

León I fue el primer emperador que recibió la corona de la mano del patriarca de Constantinopla. Todos sus predecesores, por muy cristianos que fuesen, se contentaron con recibir la diadema de un alto mando militar o funcionario, según la tradición romana, ser elevado sobre el escudo y ser aclamado por el ejército, el pueblo y el senado. La innovación de 457 es digna de atención con vistas al poder alcanzado por la sede de Constantinopla en el último concilio ecuménico. Desde entonces, todos los emperadores bizantinos fueron coronados por el patriarca de la capital imperial, y con ello el acto de coronación obtuvo el significado de una consagración religiosa. A la coronación civil de carácter militar se añadió una ceremonia eclesiástica de coronación que fue eliminando poco a poco la antigua manera romana y que aparecerá en la Edad Media como el acto de coronación propiamente dicho.

Con el fin de liberarse de la tutela de Aspar y de crear un contrapeso frente a sus seguidores ostrogodos, León I se dirigió al belicoso pueblo de los isaurios. El jefe de tribu isaurio Tarasikodissa se presentó con un gran séquito en la capital del Imperio, adoptó el nombre griego Zenón y se casó con la hija mayor del emperador, Adriana (466). La sustitución de Aspar tuvo como consecuencia un cambio de actitud del gobierno oriental hacia el gobierno occidental, de cuyos gritos de socorros había hecho caso omiso hasta entonces, debido a la influencia del alano, enviando en 468 una gran expedición contra el imperio vándalo en África. La habilidad del gran rey vándalo Genserico y la incapacidad más absoluta del comandante en jefe Basilisco, un cuñado de León I, hizo fracasar de manera lamentable la empresa que costó 130.000 libras de oro al Imperio, a pesar de la enorme superioridad militar de los bizantinos.

La estrella de Aspar volvió a brillar una vez más: su hijo Patricio obtuvo la mano de la segunda hija del emperador y, no obstante su origen extranjero y su credo arriano, fue elevado a César como presunto sucesor al trono. Pero no tardó en producirse un nuevo movimiento antigermánico en Constantinopla, y en 471 Aspar y su hijo Ardabur fueron víctimas de un atentado, mientras que Patricio, pudiendo escapar gravemente herido, fue separado de la hija del emperador y privado de la dignidad de César. Ahora Zenón controlaba el gobierno, la oleada isauria reemplazaba a la oleada germánica. Muerto León I a principios de 474, su nieto León II, hijo de Zenón y de Adriana, fue su sucesor, siendo Zenón co-emperador de su pequeño hijo, y cuando éste murió en otoño del mismo año, el isaurio subió al trono de Constantinopla en calidad de único soberano.

Desde un punto de vista cultural, los isaurios estaban, sin duda, en un escalón mucho más bajo que los godos, que habían tenido acceso con anterioridad a los tesoros de la cultura grecorromana. Pero, en contraste con los germanos, eran súbditos del Imperio y, por consiguiente, no contaban como bárbaros en sentido grecorromano. A pesar de ello, la población bizantina los consideraba extranjeros, y el ejército isaurio no provocaba menos oposición que el predominio germano en tiempo de Aspar. Ya en enero de 475, una conspiración arrancó la corona a Zenón. Dado que la conspiración no encontró a ningún candidato al trono más digno que Basilisco, el dirigente de la deshonrosa guerra vándala de 468, Zenón, al cabo de 20 meses, llegó otra vez a poseer el máximo poder y lo conservó por otros 15 años (476-491), a pesar de innumerables conjuras y graves guerras civiles.

Su segunda toma de poder coincidió con la extinción del Imperio de Occidente. El gobierno de Constantinopla no tuvo más remedio que afrontar los hechos. Ello le fue facilitado por la actitud conciliadora de Odoacro, quien reconoció expresamente la soberanía del emperador de Oriente. Así el nuevo dueño de Italia fue nombrado magister militum per Italiam y recibió la administración del país en calidad de mandatario del emperador. Las apariencias fueron guardadas, pero de hecho, Italia estaba perdida para el Imperio encontrándose, como casi todo Occidente, bajo dominio germánico.

La parte oriental del Imperio, en cambio, iba a librarse completamente de los germanos. La eliminación de Aspar sólo fue un primer paso en este sentido, ya que la Península Balcánica continuaba ocupada por fuertes contingentes ostrogodos: en Tracia bajo Teodorico Estrabón y en Moesia bajo Teodorico el Amalo. Ora los jefes de tribu germánicos entraban al servicio imperial invistiendo las más altas dignidades del imperio, ora se revelaban contra el gobierno imperial y dejaban que sus tropas devastasen el territorio imperial. Tomaban parte en todas las guerras civiles y luchas de partidos en el Imperio, y muchas veces la decisión estaba en sus manos. La muerte liberó de Teodorico Estrabón al Imperio en 481; en cuanto a Teodorico el Amalo, el gobierno bizantino consiguió enviarle hacia Occidente, donde debía eliminar a Odoacro que se había enemistado con el gobierno imperial, haciéndose cargo del gobierno de Italia en su lugar. La dura pugna entre ambos reyes germánicos terminó con la victoria de Teodorico, quien mató con su propia mano a su rival y se alzó como Señor de Italia (493). De esta manera se forma el reino de Teodorico el Grande en Italia. Bizancio no había tenido necesidad de enfrentarse por sí mismo con Odoacro y, además, se había librado de los inquietos ostrogodos. Al igual que la crisis en época de Alarico, esta última crisis germánica terminó para el Imperio de Oriente con la marcha de los godos hacia Occidente, de manera que, al tiempo que Occidente caía completamente en manos de los germanos, Oriente se veía definitivamente libre de ellos.

Sin embargo, la liberación de los germanos no significó una solución al problema étnico mientras pesaba sobre el Imperio el dominio isaurio. El Imperio, hirviendo de fiebre bajo la presión germánica y en busca de un remedio, ingirió el contraveneno isaurio. El remedio actuó, pero la dosis fue demasiado fuerte y empezó, a su vez, a envenenar el organismo estatal. El Imperio se convirtió en escenario de sangrientos arreglos de cuentas entre jefes isaurios, de los cuales uno llevaba la corona imperial que el otro aspiraba a obtener: durante varios años, Zenón llevó una verdadera guerra contra su antiguo general líos y su compatriota Leoncio, que se había erigido en anti-emperador.

El problema religioso quedó igualmente sin resolver. El monofisismo condenado en Calcedonia ganó cada vez mayor influencia en las regiones orientales, y por consiguiente se iba agrandando la discrepancia entre las provincias centrales del Imperio y las orientales. Sin dudarlo mucho, Basilisco había abrazado el monofisismo y, convencido de su poder infalible, condenó, por medio de una circular imperial, las decisiones de Calcedonia, y el Tomus Leonis. Pero esta medida, que provocó la mayor indignación entre los bizantinos ortodoxos, precipitó su declive. En cambio, Zenón intentó conseguir un compromiso entre los monofisitas orientales y la población bizantina diofisita. En el año 482 publicó, de acuerdo con el patriarca de Constantinopla Acacio, el llamado Henotikón, un edicto de unión que acababa las decisiones de los tres primeros concilios ecuménicos, eludiendo, sin embargo, el verdadero punto litigioso mediante la omisión de los términos «dos naturalezas» y «una naturaleza». Pero la imposibilidad de un compromiso en el terreno religioso quedó pronto manifiesta, puesto que, evidentemente, el Henotikón no pudo satisfacer ni a los seguidores de Calcedonia ni a los monofisitas. En vez de dos eran ahora tres los partidos enfrentados: los monofisitas declarados, los diofisitas declarados y, además, los tibios de ambos campos que aceptaban la fórmula imperial de fe. También el Papa rechazó categóricamente el Henotikón y lanzó un anatema contra el patriarca de Constantinopla. Ello incitó a éste a tachar el nombre del Papa de los dípticos, comenzando un cisma entre Roma y Constantinopla que iba a durar más de treinta años.

Cuando Zenón murió en 491 y se procedió a la elección del nuevo emperador, el pueblo aclamó a la emperatriz viuda diciendo: «¡Dale al Imperio un emperador ortodoxo! ¡Dale al Imperio un emperador romano!». Las dos cuestiones más candentes de la época—la étnica y la religiosa—que seguían esperando una solución, estaban presentes en el ánimo de todos. Constantinopla no quería ser regida por advenedizos extranjeros ni heréticos por más tiempo. La elección recayó en el alto funcionario de la corte Anastasio, ya mayor (491-518), que demostró ser un administrador muy capacitado y rindió grandes servicios a favor de la organización de las finanzas. Perfeccionó el sistema monetario creado por Constantino el Grande mediante él intento de dotar el follis de cobre, sometido a grandes fluctuaciones, de un valor estable en relación a la moneda de oro. Pero ante todo reorganizó el sistema de recaudar los impuestos. La recaudación de impuestos en las ciudades, hasta entonces un deber de los curiales ahora empobrecidos y desautorizados, la confió a los vindices subordinados a la Prefectura de Pretorio. Además, abolió la antigua auri lustralis collatio que pesaba sobre la población urbana, dedicada al comercio y la industria. Esta medida, que despertó gran alegría entre la población de las ciudades, significó un importante estímulo para el comercio y la industria urbana. En cambio, la población campesina no tuvo grandes motivos de alegría: la abolición de la auri lustralis collatio fue compensada por la imposición de que, en el futuro, la annona se cobrase en dinero en vez de en productos naturales. La adaeratio generalizada del impuesto territorial es un claro signo de que incluso la agricultura iba evolucionando hacia una economía monetaria. Al mismo tiempo, el Estado cubría sus necesidades de suministros naturales mediante la aplicación de la llamada coemplio, es decir, la venta obligatoria de productos alimenticios a precios bajos fijados por el gobierno. Por lo tanto, mientras el agravio de los comerciantes y artesanos experimentó un alivio importante, las cargas para la población campesina aumentaron sensiblemente, como lo demostraron claramente las revueltas y los levantamientos populares bajo Anastasio I. La severa fiscalización del emperador tuvo como resultado que, a su muerte, en las cajas estatales se hubiera acumulado un tesoro inmenso de 320.000 libras de oro.

El acceso al trono de Anastasio I significó el fin del dominio isaurio. Pero durante bastante tiempo, el emperador tuvo que llevar una verdadera guerra contra los isaurios antes de romper su resistencia (498). Después de esta fecha, los isaurios fueron transplantados en masa de su patria a Tracia, su poder quedó quebrantado y la crisis étnica de Bizancio superada. En cambio, la crisis religiosa se agudizó aún más. Anastasio, aunque al acceder al trono hizo profesión ortodoxa a instancia del patriarca, fue un ardiente adicto del monofisismo. En un principio se apoyó en el Henotikón, pero poco a poco orientó su política eclesiástica hacia un monofisismo más acusado y pasó finalmente por completo a la corriente monofisita. Grande fue la satisfacción de los coptos y sirios monofisitas, pero no menos grande el descontento de los bizantinos ortodoxos. El gobierno de Anastasio se convirtió en una sucesión de revueltas y guerras civiles, ya que los métodos opresivos de la administración contribuyeron igualmente a fomentar el descontento. La población se encontraba en constante agitación, las luchas de los «demos» adquirieron una agudeza extraordinaria.

Los partidos bizantinos de los Azules y de los Verdes no eran sólo organizaciones deportivas, sino también políticas, si bien se unieron a los antiguos partidos del hipódromo llevando los colores y el nombre de aquéllos; el hipódromo era, al fin y al cabo, lo que el foro en Roma y el ágora en Atenas, es decir el lugar propio para expresar las aspiraciones del pueblo. Los partidos populares de los Azules y Verdes, cuyos caudillos eran nombrados por el gobierno, ejercían también importantes funciones públicas prestando servicios en la milicia urbana y tomando parte en la construcción de las murallas de la ciudad. El núcleo de los «demos» parece haber sido formado precisamente por las fracciones de la población organizada en milicia urbana. Alrededor de este núcleo se agrupaba, en ambos partidos, la mayor parte de la población urbana adhiriéndose a los Azules o Verdes, defendiendo a uno de los partidos y luchando contra el otro. Así es cómo los Azules y los Verdes jugaban un papel muy importante como portadores y representantes de las aspiraciones políticas del pueblo en todas las grandes ciudades. Es un error el querer reconocer en los Azules un partido de la aristocracia y en los Verdes un partido de las clases sociales inferiores. En ambos partidos, la mayor parte estaba formada por las masas populares, pero en el partido de los Azules la capa dirigente parece haber estado formada principalmente por los representantes de la vieja aristocracia senatorial terrateniente grecorromana, y en el partido de los Verdes por los representantes del estamento comercial y artesanal así como por los elementos advenedizos del servicio de la Corte y de la administración financiera y que procedían en su mayoría de las regiones orientales del imperio. Por esta razón, los Azules representaban la ortodoxia griega, mientras que los Verdes eran adictos al monofisismo y a otras herejías orientales. El antagonismo existente entre los dos partidos se manifestaba en duras y continuas pugnas: desde mediados del siglo V, la vida política del Imperio estuvo bajo el signo de constantes luchas entre los Azules y los Verdes. El poder central se vio obligado a contar con los «demos» como factor de poder político favoreciendo o uno u otro de los partidos, de manera que, por norma general, uno de los dos partidos apoyaba al gobierno. Pero a veces los dos «demos» se unían para luchar juntos contra el gobierno imperial, con el fin de defender sus aspiraciones de libertad contra el absolutismo del poder central, ya que en las organizaciones de los «demos» pervivían las tradiciones de libertad de las ciudades antiguas.

El emperador Anastasio I, cuya política económica favorecía el comercio y la artesanía y cuya política religiosa apoyaba abiertamente a los monofisitas, era amigo de los Verdes. Como consecuencia de ello, los Azules se levantaron contra él. Repetidas veces fueron encendidos los edificios públicos, las estatuas del Emperador volcadas y arrastradas por las calles; en el hipódromo se produjeron varias veces manifestaciones hostiles contra la sagrada persona del Emperador: el anciano soberano fue insultado, incluso le tiraron piedras. En el año 512 estalló una revuelta en Constantinopla a causa de un apéndice añadido al Trisagion (el «Tres veces Santo» de la liturgia), que casi le costó el trono a Anastasio. La crisis culminó en la rebelión del gobernador de Tracia, Vitaliano quien, a partir de 513, atacó tres veces las murallas de Constantinopla por tierra y por mar. El emperador, que en los momentos de mayor peligro se decidía a hacer concesiones, solía volver siempre a la vieja política apenas se había producido una distensión, de manera que el Imperio no salía del estado febril. Ciertamente la revuelta de Vitaliano no se debió únicamente, y ni siquiera en primer lugar, a motivos religiosos, pero el hecho de que se alzase frente al emperador monofisita como defensor de la ortodoxia, dio una fuerza especial a su empresa. El gobierno de Anastasio había demostrado que la política eclesiástica monofisita llevaba a un callejón sin salida. La pacificación en el lejano Egipto y en Siria, cuya duración parecía más que dudosa, se compró al precio de un estado de intranquilidad permanente en las provincias centrales del Imperio.

3.

LA OBRA DE RESTAURACIÓN DRE JUSTINIANO Y SU DERRUMBAMIENTO

La crisis de la que fue víctima la parte occidental del Imperio Romano, fue vencida por la parte oriental del Imperio gracias a su organismo más sano, su economía más fuerte y su población más densa. Sin embargo, esta parte del Imperio pasó por la misma crisis, vivió todos los terrores de las migraciones y luchó durante un siglo entero contra el peligro de una barbarización en su sistema estatal y militar. En la época en la que las oleadas migratorias se cernían sobre Occidente, el propio Bizancio se encontraba atenazado por todas partes y en pocas ocasiones se atrevía a abandonar su papel de espectador. Al pasar del siglo V al VI, la crisis étnica en Oriente estaba definitivamente vencida, y entonces Bizancio parecía finalmente capacitado para ejercer una política más activa y emprender el intento de salvar los territorios occidentales perdidos. Al igual que la idea de la unidad del Imperio pudo perdurar, también había quedado viva la idea de la universalidad del Imperio. Romano, pese a las conquistas germánicas en Occidente. El emperador romano seguía siendo el jefe supremo de toda la Orbis romana y del Ecumene cristiano. Los territorios que habían pertenecido al Imperio Romano siguieron siendo considerados su posesión eterna e irrevocable, aunque fuesen administrados por reyes germanos. Tanto es así que al menos estos mismos reyes reconocieron, en un principio, la soberanía del Emperador romano ejerciendo ellos sólo el poder que éste les delegaba. Era un derecho natural del Emperador romano el hacerse restituir la herencia romana. Incluso era su misión sagrada liberar el territorio romano del dominio de bárbaros extranjeros y arrianos heréticos, para restablecer el Imperio en sus antiguas fronteras como un único Imperio romano y ortodoxo. La política de Justiniano I (527-65) se puso al servicio de esta misión.

De hecho, Justiniano ya dirigía la política imperial bajo su tío Justino I (518-27), el cual, nacido en el pueblo Tauresio (en las cercanías de Naissus), había ingresado en el ejército imperial ascendiendo a oficial y luego a comandante en jefe de la guardia de los «excubitores» para ser elegido, finalmente, Emperador al morir Anastasio. La ruptura con la política monofisita se debe a Justiniano, siendo también suya la reconstrucción de la unidad eclesiástica con Roma, condición indispensable para la realización de las grandes metas políticas en Occidente. La mejor prueba de la fuerza civilizadora ejercida por la capital bizantina es el hecho de que Justiniano, hijo de un campesino procedente de una provincia balcánica, se convirtiera en el espíritu más cultivado y sabio de su siglo. Pero una prueba irrefutable para la grandeza personal de Justiniano es el alcance universal de sus objetivos políticos y la extraordinaria variedad de su actuación. Las debilidades de su carácter, por muy numerosas y embarazosas que hayan sido, se borran ante el poder de su espíritu universal. Es cierto que no fue él, sino Belisario y al lado de éste Narsés, quien dirigió las grandes campañas de conquista; no él, sino el Prefecto de Pretorio Juan de Capadocia, quien tomó las medidas administrativas más importantes. Pero él fue el inspirador de todas las grandes empresas de gran era. La eterna nostalgia de los bizantinos era la restauración del Imperio Romano universal. La política restauradora llevada a cabo por Justiniano fue la más espléndida expresión de esta nostalgia. Por esta razón fue un gran ejemplo para la posteridad, pese a que la obra de restauración no fuese duradera y su derrumbamiento tuviese las más graves consecuencias para el Imperio.

En el año 533, Belisario pasó a África con un pequeño ejército de unos 18.000 hombres. Los tiempos del poderío vándalo, fracasaron estrepitosamente bajo Genserico, ya habían pasado: mientras que en la gran expedición de 468, Belisario sometió en poquísimo tiempo el reino vándalo. Vencido definitivamente en Decimum y Tricamarum, el rey vándalo Gelimero tuvo que someterse, y en 534 Belisario entró como triunfador en Constantinopla. No obstante, continuó una agotadora guerra de guerrillas contra las tribus moras locales que durante largos años (hasta 548) ofrecieron una resistencia tenaz a la dominación bizantina. Pero ya en 535 Belisario emprendió la campaña contra el reino ostrogodo. También esta guerra tenía, en un principio, la apariencia de una marcha triunfal. Mientras un ejército bizantino entraba en Dalmacia, Belisario ocupaba Sicilia y penetraba en Italia: Nápoles y Roma cayeron, una tras otra. Pero entonces empezó una dura lucha; en Roma Belisario tuvo que mantener un largo sitio, y le costó un enorme esfuerzo abrirse camino hacia el Norte, tomar posesión de Rávena y vencer al valiente rey godo Vitiges, a quien condujo como prisionero a Constantinopla, tal como lo había hecho otra vez con el vándalo Gelimero (540). Sin embargo, los ostrogodos volvieron a recuperarse bajo el enérgico mando de Totila, y en toda Italia se inició una lucha desesperada contra el dominio bizantino. La situación era más grave que nunca, Belisario fue vencido en varias ocasiones y los frutos de sus anteriores éxitos se desvanecieron. Fue Narsés, el estratega genial y astuto diplomático quien, después de una larga y tenaz lucha, consiguió romper la resistencia enemiga. El país estaba a los pies de Justiniano—después de una guerra de veinte años llena de vicisitudes (555). La restauración del poder bizantino fue acompañada por el restablecimiento de las antiguas condiciones socio-económicas. La aristocracia terrateniente desposeída por los ostrogodos obtuvo de nuevo sus bienes y sus privilegios.

Las grandes conquistas culminaron en la guerra contra los visigodos en España. Interviniendo, una vez más, en las querellas de los gobernantes locales, Bizancio consiguió desembarcar un ejército en España y ocupar la parte sudoriental de la Península Ibérica (554). El antiguo Imperio parecía haber resucitado. Sin embargo, no era poco lo que faltaba del territorio romano de antaño; pero Italia, la mayor parte de África del Norte, una parte de España y las islas mediterráneas habían sido arrebatadas a los germanos y se encontraban bajo el cetro del emperador de Constantinopla. El Mediterráneo volvió a ser un mar interior del Imperio.

El revés de estos grandes éxitos no se hizo esperar. Las guerras en Occidente habían dejado al descubierto la frontera del Danubio, paralizándose igualmente las fuerzas defensivas del Imperio frente a Persia. Ya bajo Anastasio I, Martyrópolis, Teodosiópolis, Amida y Nisibis habían caído temporalmente en manos de los persas. En 532 Justiniano firmó una «paz eterna» con el Gran Rey Cosroes Anushirvan (531-79) comprando, mediante el pago de tributos, la libertad de movimiento en Occidente. Pero la paz eterna se vio violada por Cosroes, quien entró en Siria, destruyó Antioquía y avanzó hasta el litoral. Al norte los persas destruyeron Armenia e Iberia apoderándose del territorio de Lázica en la costa este del Mar Negro. Justiniano se aseguró, mediante el aumento de los tributos, un armisticio por otros cinco años, que fue prolongado por dos veces consecutivas hasta que se firmó, finalmente, un tratado de paz definitivo para 50 años en 562. El precio consistió en un nuevo aumento de tributo, pero el emperador bizantino consiguió, al menos, que los persas evacuasen Lázica. Se había iniciado la gran expansión del poderío persa y Bizancio se vio claramente eclipsado en Asia Anterior.

Las consecuencias de los acontecimientos eran aún más graves en la Península Balcánica. Apenas concluida la gran migración germánica, nuevos pueblos aparecieron en las fronteras. El avance de los eslavos revistió particular importancia. Ya bajo Justino I, los antas habían efectuado un ataque sobre el Imperio. Pero a partir de los primeros años de gobierno de Justiniano, las tribus eslavas, unidas a los Búlgaros, no dejaban de invadir el territorio balcánico. Las grandes guerras de conquista en África e Italia restaban fuerza al Imperio en la defensa de los Balcanes. Justiniano había levantado un magnífico sistema de fortificaciones a lo largo de las fronteras tanto en Asia como en Europa: en la Península Balcánica, recorrían cinturones fortificados el interior, detrás de la línea fortificada del Danubio. Pero las más fuertes construcciones apenas servían para nada, puesto que faltaban las tropas necesarias. Los eslavos se esparcieron sobre la Península Balcánica hasta el Mar Adriático, el Golfo de Corinto y hasta el litoral del Mar Egeo. De esta, manera las provincias centrales del Imperio eran saqueadas al tiempo que las tropas bizantinas celebraban sus victorias en el lejano Occidente. Es verdad que, al principio, las hordas bárbaras invasoras se conformaron con el pillaje a lo largo del país retirándose tras el Danubio con su botín. Pero las migraciones eslavas ya se iban extendiendo por tierras imperiales, y no estaba lejos el momento en que los eslavos se establecerían definitivamente en la Península Balcánica.

A los peligros de política exterior se sumaban graves trastornos interiores. Una lucha feroz surgió entre el poder central autocrático y las organizaciones políticas del pueblo, y ya en enero de 532 estalló en Constantinopla la terrible insurrección llamada Nika. Durante el gobierno de Justino I y contra los Verdes favorecidos por Anastasio, Justiniano había fomentado a los Azules, ya que éstos apoyaban su política estatal y eclesiástica. Una vez llegado al poder hizo, sin embargo, un intento de librarse de la influencia de los «demos», permitiendo que los órganos de gobierno actuasen con severidad contra los intranquilos partidos populares. Las medidas represivas, que afectaban a ambos partidos, convirtieron tanto a los Azules como a los Verdes en enemigos del emperador, ya que su política de grandes empresas exigía a la población inmensos sacrificios. Ambos «demos» se unieron en una lucha conjunta contra el poder central. En el hipódromo retumbó un grito insólito: «Muchos años para los misericordiosos Verdes y Azules». La insurrección tomó dimensiones insospechadas, la capital ardió en llamas, un sobrino de Anastasio I, fue proclamado emperador e investido con la púrpura en el hipódromo. Justiniano se creyó perdido y quiso huir. La audaz emperatriz Teodora le disuadió de ello, pero le salvaron el trono la decisión de Belisario y la habilidad de Narsés. Mediante el diálogo con los Azules, Narsés rompió el frente de los insurrectos, mientras que Belisario irrumpió en el hipódromo con una tropa de guerreros fieles al emperador asesinando a los sorprendidos rebeldes. Una masacre horrible, que costó la vida a miles de personas, puso fin al movimiento revolucionario. La autocracia bizantina había triunfado sobre las aspiraciones de libertad de los municipios personificadas en los «demos». Los colaboradores más importantes del emperador, sustituidos con anterioridad por requerimiento del pueblo, fueron convocados de nuevo. Hagia Sofía volvió a surgir con nuevo esplendor: en lugar del viejo santuario, reducido a cenizas, se levantó el magnífico edificio cupulado de Justiniano, una obra que creó una nueva era en el desarrollo de la arquitectura cristiana. Sin embargo, el aplastamiento de la insurrección produjo una distensión sólo aparente. Las cargas impuestas a la población por la política justinianea fueron cada vez más pesadas, aumentando sin límites como consecuencia de las empresas guerreras y de la actividad constructora extremadamente intensiva del emperador. El precio pagado por las conquistas justinianeas era el total agotamiento financiero de todo el país.

El Prefecto de Pretorio Juan de Capadocia que tenía el ingrato encargo de proporcionar los medios para las costosas empresas de su Señor, se atrajo el odio despiadado de la población. Pero su obra representa el trabajo positivo de administración realizado en época de Justiniano; a él está dirigida la mayoría de las Novelas justinianeas, y él es el principal artífice de las medidas enérgicas contra el exceso de poder de la aristocracia latifundista. Sin embargo, estas medidas no tuvieron el éxito deseado; el aumento de la gran propiedad continuó, en detrimento tanto de la pequeña propiedad particular como a costa de los dominios estatales. Las medidas administrativas de Justiniano pretendían una organización más rigurosa del sistema administrativo, la abolición de la venalidad de los cargos públicos y sobre todo la recepción garantizada de los impuestos. El principio diocleciano-constantiniano de separar el poder militar del civil en las provincias fue abandonado. Pero la unificación de ambos poderes sólo se llevó a cabo en ciertas regiones, de manera que en algunas predominaba el poder militar, en otras el civil. Las reformas administrativas de Justiniano carecían de una directriz general clara y no pudieron establecer una nueva regulación básica para el sis­tema administrativo anticuado. Dichas reformas dieron lugar a unas formas intermedias que sólo representan el tránsito del claro orden diocleciano-constantiniano a un orden opuesto, aunque igualmente claro, del sistema administrativo de Heraclio.

El gobierno de Justiniano demostró una gran actividad en su política económica, estimulando el comercio y la industria. Situada en el camino natural del comercio entre Asia y Europa, Constantinopla controlaba el intercambio entre ambos continentes. El comercio mediterráneo se encontraba enteramente en manos de comerciantes griegos y sirios. El papel principal del Imperio Bizantino no consistía, sin embargo, en el intercambio comercial con los países empobrecidos de Occidente, sino más bien en el comercio con Oriente, con China e India. Pero su comercio con Oriente era pasivo, pues a pesar de que Bizancio exportaba hacia Oriente telas preciosas y vajilla procedentes de los talleres sirios, la necesidad de los bizantinos en artículos de lujo orientales, sobre todo de seda, estaba muy por encima de sus exportaciones. Aún más pesaba el hecho que el comercio con China requería la mediación persa, lo que, incluso en tiempos de paz, traía consigo gastos innecesarios y aumentaba la salida de oro del Imperio llevando, durante las frecuentes hostilidades con el Imperio Sasánida, a la suspensión de las importaciones de seda. La ruta hacia China pasaba por territorio persa, y también el tráfico por mar en el Océano Indico estaba controlado por comerciantes persas que navegaban desde el Golfo Pérsico a Taprobana (Ceilán) y recibían allí las mercancías procedentes de China.

El gobierno de Justiniano intentó establecer una relación con China a través de sus bases en Crimea: Querson y Bosforo, y en el Cáucaso a través de Lázica. Desde estos puntos, los bizantinos mantuvieron relaciones comerciales muy intensivas con los pueblos de la estepa al norte del Ponto, a los cuales suministraban tejidos, adornos y vino a cambio de pieles, cueros y esclavos. Por esta razón Bizancio estaba tan interesada en fortalecer su influencia en Crimea y en el Cáucaso. La cuestión del comercio de seda puso en relación, por vez primera, a bizantinos y turcos, que entonces habían extendido su gobierno hasta el Cáucaso septentrional y que, igual que los bizantinos, se hallaban enfrentados a los persas debido al comercio de seda. Bajo el sucesor de Justiniano, Justino II, los bizantinos concluyeron una alianza con los turcos para luchar conjuntamente contra el reino persa.

Por otra parte, el gobierno de Justiniano se esforzaba por asegurarse el camino por mar hacia el Océano Índico a través del Mar Rojo; intentó fortalecer su propio tráfico marítimo con Oriente y estableció relaciones con el reino etíope de Axum. Pero ni los comerciantes bizantinos ni los etíopes consiguieron arrebatar a los persas el dominio del Océano Índico. El camino por tierra desde las orillas del Mar Negro hasta Asia Interior era, sin embargo, difícil y peligroso. Así resultó ser una gran suerte para el Imperio el hecho de que sus agentes consiguiesen hacerse con el secreto de la producción de seda y pasar de contrabando gusanos de seda a Bizancio. Pronto la producción de seda bizantina llegó a ser muy floreciente, sobre todo en el mismo Constantinopla, en Antioquía, Tiro y Beirut, más adelante también en Tebas. Esta producción constituyó una de las ramas más importantes de la industria bizantina y, al ser monopolio del Estado, una de las fuentes de ingreso más caudalosas del Imperio Bizantino.

La obra mayor y más duradera de la época justinianea es la codificación del derecho romano. Bajo la dirección de Triboniano, la empresa fue realizada en un espacio de tiempo sorprendentemente corto. Para empezar se llevó a cabo una recolección de las constituciones imperiales desde la época de Adriano, con ayuda del Codex Theodosianus y de las recopilaciones particulares hechas bajo Diocleciano: el Codex Gregorianus y el Codex Hermogenianus. Esta recopilación fue publicada en 529 con el nombre de Codex Justinianus, y cinco años más tarde apareció una edición completada. Las Dgesta (Pandectae) publicadas en 533 significaron un esfuerzo todavía mucho mayor: contienen una recopilación de aquellos escritos de los juristas clásicos que formaban el segundo grupo del derecho en vigor, paralelamente a las leyes imperiales. Si bien el Codex Justinianus sobrepasaba en mucho a sus antecesores, se basaba, al fin y al cabo, en los trabajos previos de los siglos anteriores. Las Digesta, en cambio, fueron una creación completamente nueva. Por primera vez, se ordenaron sistemáticamente las innumerables y muchas veces contradictorias opiniones de los juristas romanos. Al lado del Codex y de las Digesta se encuentran las Instituta pensadas como guía para el estudio jurídico y que contienen una selección de las dos obras fundamentales. El Corpus iuris civilis de Justiniano se vio completado por la recopilación de las Novellae, en la que se incluían las ordenanzas promulgadas después de publicarse el Codex. El Codex, las Digesta y las Institutase publicaron en latín, la mayoría de las Novellae, en cambio, ya en griego. Pronto aparecieron también traducciones griegas correspondientes a las principales partes del Corpus, así como extractos y comentarios.

La codificación del derecho romano dotaba al Estado centralista de una base jurídica homogénea. Con una claridad insuperable y con precisión, el derecho romano recopilado por los juristas bizantinos regulaba toda la vida pública y privada, la vida del Estado tanto como la del individuo y de su familia, la relación entre los ciudadanos, sus actividades comerciales y su propiedad. Hay que decir que el Corpus iuris civilis no constituye una reproducción mecánica y por ello absolutamente fiel, del antiguo derecho romano. Los juristas de Justiniano no sólo abreviaron, sino también cambiaron los clásicos textos jurídicos romanos, con el fin de adaptar el derecho codificado a la organización social y las condiciones de su época, y para ajustarlo tanto a los preceptos de la moral cristiana como al derecho consuetudinario del Oriente helenizado. Muchas veces la influencia del Cristianismo condujo a conceptos jurídicos más humanos, sobre todo en el derecho familiar. Por otra parte, la exclusividad dogmática de la religión cristiana tuvo como consecuencia la negación de cualquier protección jurídica a otras confesiones. Si la obra legislativa de Justiniano proclama, pues, la libertad e igualdad de todos los hombres, no hay que sobrevalorar la efectividad práctica de estas nobles ideas. El hecho de que la situación de los esclavos se suavice en el derecho justinianeo facilitando su liberación e incluso recomendándola, sólo en parte se debe considerar como resultado de estos elevados principios y de la concepción cristiana. Mucho más influye el hecho de que en la vida económica del siglo VI, la mano de obra esclava, especialmente en la agricultura, ya sólo jugaba un papel subordinado. Desde hacía bastante tiempo, el colono era el que llevaba el peso de la producción, y con él, el derecho justinianeo no tiene consideración ninguna. Sin piedad, la sujeción a la tierra es inculcada al colono, con lo que la dependencia de la mayoría de la población campesina se establece, una vez más, por la ley.

Un rasgo eminentemente característico de la legislación justinianea es el énfasis puesto en el absolutismo imperial. Justificando jurídicamente el poder monárquico, el Corpus iuris civilis influyó de manera persistente en el desarrollo de las ideas políticas no sólo en Bizancio, sino también en Occidente. En Bizancio, el derecho romano representó, en todo tiempo, el fundamento de la vida jurídica. La obra legislativa de Justiniano es la base de todo desarrollo jurídico posterior del Imperio Bizantino.

Justiniano fue el último emperador romano en el trono imperial bizantino. Pero fue, al mismo tiempo, un soberano cristiano, profundamente consciente de que su poder imperial emanaba de la gracia divina. Sus tendencias universalistas no eran sólo de origen romano, sino que tenían también una base cristiana. Para él, el concepto de Imperio Romano era idéntico al de Ecumene cristiano, la victoria de la religión cristiana era un deber tan sagrado como la restauración del poder romano. Desde Teodosio I, ningún soberano se esforzó tanto como él en cristianizar el Imperio y extirpar el paganismo. Por muy minoritario que fuere, ya entonces, el estrato pagano, la influencia del paganismo en la ciencia y la educación seguía siendo fuerte. Justiniano retiró a los paganos el derecho a enseñar, y en 529 cerró la Academia de Atenas, el refugio del neoplatonismo pagano. Los sabios expulsados se instalaron en la corte del Gran Rey persa llevando a Persia los frutos de la cultura griega. En Bizancio, la religión antigua había muerto, y con ello se cerró un gran período de historia de la humanidad.

En la persona de Justiniano la Iglesia cristiana no sólo encontró un asiduo protector, sino también su jefe. Porque aun siendo cristiano, Justiniano era romano, siéndole completamente ajena la idea de una autonomía de la esfera religiosa. Papas y patriarcas eran considerados y tratados por él como sus siervos. De la misma manera asumía el mando del Estado que dirigía la vida eclesiástica, interviniendo personalmente en cada detalle de su organización. Se reservaba incluso el derecho de decidir en cuestiones dogmáticas y litúrgicas: dirigía asambleas eclesiásticas, redactaba tratados teológicos, escribía himnos religiosos. En la historia de las relaciones Iglesia-Estado, el siglo de Justiniano significa el apogeo de la influencia imperial en la vida eclesiástica. Ningún emperador bizantino, ni antes ni después de él, ha ejercido un poder tan ilimitado en la Iglesia como Justiniano.

El problema político-eclesiástico más candente seguía siendo la actitud frente al monofisismo. La política de conquista en Occidente exigía un entendimiento con la Iglesia romana y, por consiguiente, una posición antimonofisita. Esta actitud ahondó, sin embargo, la antigua aversión de Egipto y Siria contra la metrópoli bizantina, dando nuevos estímulos a las fuerzas separatistas copias y sirias. Pero si la paz con la Iglesia occidental sólo se podía comprar mediante un ahondamiento del antagonismo de Oriente, en contrapartida, el acercamiento a las iglesias monofisitas de Siria y Egipto sólo era posible al precio de la ruptura tanto con Occidente como con la población de las provincias bizantinas centrales. En vano Justiniano buscaba un equilibrio. El hecho de que hiciera condenar por el quinto concilio ecuménico de Constantinopla (553) los llamados Tres Capítulos—los escritos sospechosos de tendencias nestorianas de Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto de Ciro e Ibas de Edesa—sólo provocó nuevas polémicas sin satisfacer a los monofisitas, y sus otros intentos de acercamiento al monofisitismo únicamente acrecentaron los antagonismos dentro del Imperio. De esta manera los sucesores de Justiniano renunciaron a estas tentativas y se colocaron de nuevo en el terreno dogmático de Calcedonia.

Pese a todos sus defectos, el Imperio de Justiniano demuestra, indiscutiblemente, una poderosa plenitud de poder. Como si, una vez más, quisiese dar todo lo que llevaba dentro, el viejo Imperio desplegó todas sus fuerzas y tomó su último gran impulso político y cultural. Su dimensión territorial volvió a alcanzar un punto culminante, abrazando todo el mundo mediterráneo. En literatura y arte, la vieja cultura vivió un florecimiento único bajo envoltura cristiana, a lo que pronto seguiría un largo período de decadencia cultural. El siglo de Justiniano no significó como él quería, el principio de una nueva era, sino el final de una gran época agonizante. No le fue concedido a Justiniano renovar el Imperio. Sólo consiguió restaurarlo exteriormente por poco tiempo; el envejecido Estado romano tardío no experimentó una regeneración interna bajo su gobierno. Por esta misma razón, la restauración territorial careció de un fundamento sólido, y por ello las consecuencias del súbito derrumbamiento de la obra restauradora justiniana fueron doblemente graves. Después de tantos éxitos brillantes, Justiniano dejó a sus sucesores un Imperio completamente agotado en su interior, arruinado tanto económica como financieramente. Estos tendrán que rellenar ahora las grandes lagunas dejadas por el gran emperador para salvar lo que aún era salvable.

El golpe más duro lo recibió el Imperio en Italia, el territorio más importante del Imperium restaurado, cuya reconquista había exigido tantos esfuerzos y había costado los mayores sacrificios. Ya en 568 los lombardos irrumpieron en ella, y en breve espacio de tiempo una gran parte del territorio había caído en sus manos. En España se inició el contraataque de los visigodos. La base más importante, Córdoba, ya recuperada por primera vez en 572, se perdió definitivamente para el Imperio en 584, y 40 años más tarde, los últimos residuos de las conquistas justinianeas en el sur de España volvieron a ser visigodas. Es verdad que el Imperio pudo mantener su posición en el norte de Africa—aunque bajo una constante y desgastadora guerrilla con las tribus moras locales—hasta que acaeció la gran invasión árabe; y en Italia misma importantes extensiones quedaron bajo su dominio varios siglos más. Los restos de la derrumbada obra de restauración justinianea formaron así la base para una posición de poder en Occidente... en los tiempos venideros. Pero el anhelado poder universal se había desvanecido.

De nuevo el centro de gravedad de la política bizantina se trasladó, necesariamente, hacia Oriente. El deber primordial para los sucesores de Justiniano fue la necesidad de fortalecer la posición tambaleante en Asia Anterior. Una actitud firme frente al imperio persa será la característica principal de la política exterior bizantina durante los siguientes decenios. A pesar del agotamiento interior del Imperio, el sobrino y sucesor de Justiniano, Justino II (565-78) no dudó en negar los estipulados pagos tributarios al Gran Rey persa. Esto equivalía a una ruptura del tratado de paz, cuya firma había costado tantos esfuerzos a Justiniano. Una dura y larga guerra estalló. Estaba en juego, ante todo, Armenia, este país estratégico y  político-comercialmente importante en extremo, que desde siempre ha­bía representado la manzana de la discordia entre ambos Imperios. En esta época Bizancio estaba, más que nunca, interesada en anexionarse las provincias armenias. Si en el pasado la afluencia de los germanos había provocado una grave crisis para el Imperio, la retirada de los germanos haaci Occidente produjo una crisis no menos aguda al no poder cubrir Bizancio su necesidad de mercenarios. Tuvo que recurrir en mayor medida al reclutamiento de la población indígena, por lo que dirigía su mirada hacia el pueblo belicoso de Armenia. A lo largo de 20 años enteros los emperadores Justino II, Tiberio Constantino (578-582) y Mauricio (582-602) volcaron toda su fuerza en una guerra de éxitos oscilantes, hasta que los disturbios surgidos en el Imperio Persa le dieron un giro feliz y la energía del emperador Mauricio aportó una decisión favorable para Bizancio. Con su apoyo, el joven Cosroes II Parviz, un nieto del gran Cosroes, llegó a ocupar el trono real y concluyó entonces un tratado de paz con el  Imperio Bizantino, según el cual gran parte del Armenia persa quedó adjudicada a los bizantinos (591)

Mauricio pertenece al grupo de los soberanos bizantinos más destacados. Su gobierno representa una etapa importante en el desarrollo del tardo-romano. Estado caduco hacia un nuevo orden vital del Imperio Bizantino medieval. El giro hacia Oriente y el inevitable abandono de la mayoría de los territorios occidentales anexionados bajo Justiniano no significó una renuncia de principio a los intereses imperiales en Occidente. Mauricio pudo al menos salvar parte de las posesiones occidentales para el Imperio durante un largo espacio de tiempo, gracias a medidas organizadoras que hicieron época. Recogiendo los residuos del poder justinianeo, creó los exarcados de Rávena y Cartago, que intentó fortalecer militarmente mediante una organización rigurosa. Tanto el territorio al norte de África, como la región de Rávena rodeada de las conquistas lombardas, fueron estructuradas por él como gobiernos militares, sometiendo a los exarcas la jurisdicción no sólo de la administración militar, sino también de toda la administración civil. Los dos exarcados se convirtieron en puestos avanzados del poder bizantino en Occidente. Su organización abrió la época de militarización de la administración bizantina y creó el modelo para la posterior constitución en themas.

Hasta qué punto Mauricio estaba dispuesto a renunciar a las posesiones occidentales lo demuestra el testamento que redactó habiendo caído gravemente enfermo en el año 597. Según este testamento, su hijo mayor, Teodosio, debería gobernar en Constantinopla sobre Oriente, el segundo, Tiberio, en Roma sobre Italia y las islas occidentales. Roma debería volver a ser Urbe imperial en calidad de segunda capital del Imperio. La idea del Imperio Universal no era abandonada, al igual que permanecía viva la tradición de soberanía plural y la división de un Imperio Romano único.

Si bien se había restablecido la calma en Asia—aunque sólo pro­visionalmente—, si en Occidente se había salvado lo que se pudo de la orgullosa obra de Justiniano, la situación en los Balcanes era cada vez más caótica. La confusión allí reinante desde las invasiones eslavas aumentó aún más desde que los avaros irrumpieron en Europa Central. En la llanura panónica se había formado una potente alianza de pueblos, y desde entonces Bizancio se encontraba, en el Danubio medio, bajo la creciente presión de los avaros y de las tribus eslavas tributarias de éstos. Pronto surgió una lucha encarnizada en torno a las fortificaciones fronterizas bizantinas que protegían los pasos a través del Danubio y del Save. Después de un largo y duro sitio, el khagan de los avaros, Baian, entró en Sirmium en 582. Dos años más tarde sucumbieron Viminacium y, transitoriamente, Singidunum. El sistema defensivo bizantino quedó roto, y en tandas la oleada ávaro-eslava se extendió por toda la Península Balcánica. Al mismo tiempo penetraron en las provincias bizantinas, a lo largo del cauce del bajo Danubio, las tribus eslavas independientes de los ávaros. En esta época tuvieron lugar los primeros ataques eslavos y ávaro-eslavos a Tesalónica (584 y 586). Lo más destacado es, sin embargo, que a partir de los años 80 del siglo  VI se inició el asen­tamiento de los eslavos en la Península Balcánica. Las tribus eslavas ya no se conformaron con el pillaje, sino que se instalaron en territorio bizantino tomando posesión del suelo.

De los grandes acontecimientos exteriores de la época bizantina temprana, ninguno fue tan trascendente para el desarrollo futuro del Imperio Bizantino como la penetración de los eslavos en los Balcanes. Todas las demás invasiones bárbaras, a las cuales estaba expuesto entonces el Imperio, tuvieron un carácter pasajero, e incluso la gran migración de los germanos, por mucho que haya repercutido en el desarrollo de la historia bizantina, pasó, finalmente, sólo bordeando el Imperio de Oriente. Los eslavos, en cambio, se quedaron para siempre en los Balcanes, y con este asentamiento eslavo empezó aquel proceso que más tarde condujo a la formación de reinos es­lavos independientes en territorio bizantino.

Las guerras de conquista llevadas a cabo en Occidente bajo Justiniano y las constantes luchas contra Persia en tiempos de sus sucesores obligaron a Bizancio a permanecer a la defensiva en la Península Balcánica. Sólo el desenlace victorioso de la guerra contra Persia hizo posible una gran ofensiva contra los eslavos en la región del Danubio. Efectivamente, sólo una gran expedición fructuosa contra las principales bases de los eslavos al otro lado del Danubio parecía poder proteger la frontera septentrional del Imperio contra futuras invasiones enemigas asegurando así al Imperio la posesión de la Península Balcánica. En 592 empezó, pues, la guerra que decidiría sobre el destino de los Balcanes. Al principio parecía tomar un desarrollo favorable a los bizantinos. Repetidas veces cruzaron el Danubio y obtuvieron varias victorias sobre eslavos y ávaros. Pero tales éxitos aislados eran poco efectivos sobre la enorme masa eslava. La lucha se prolongó, la estrategia bélica en la apartada región se hizo difícil, y la moral del ejército disminuyó de una manera inquietante.

El poder gubernativo había perdido mucho de su autoridad desde el fracaso de la restauración justinianea. Como reacción natural contra el absolutismo justinianeo, fue creciendo no sólo la importancia política del Senado, sino también el afán de libertad entre el pueblo. En los años críticos a caballo entre el siglo VI  y VII, la actividad de los «demos» alcanzó un nuevo punto culminante. Las contradicciones sociales y religiosas cada vez más marcadas desembocaron en luchas internas y frecuentes choques entre Azules y Verdes en todas las grandes ciudades del Imperio. En el ejército se hizo notar un fuerte retroceso de la disciplina, y muchas veces se produjeron manifestaciones de descontento, ya que el gobierno, obligado a medidas de ahorro, regateaba las soldadas. El profundo malestar que se había apoderado del Imperio, se extendió también al ejército, cansado y desanimado por una guerra sin esperanzas. Cuando el ejército recibió en 602 de nuevo la orden de invernar en sus puestos al otro lado del Danubio, la revuelta estalló abiertamente. Focas, un oficial subalterno medio bárbaro, fue elevado sobre el escudo y marchó contra Constantinopla a la cabeza de los soldados sublevados. Entonces la rebelión estalló también en la capital. Los dos partidos rivales entraron en la lucha contra el gobierno imperial. Mauricio fue destronado y Focas proclamado Emperador, con el consentimiento del Senado.

El fracaso de la expedición en el Danubio, después de diez años de guerra inútil, no decidió solamente el destino de la Península Balcánica ahora irrevocablemente abandonada a los eslavos. También estalló la crisis interna contenida durante largo tiempo. En los años en que Focas (602-610) mandó en Constantinopla, el caduco y desangrado Estado tardo-romano sostuvo su último combate mortal. El régimen de terror de Focas fue el marco exterior tras el cual se consumió la desintegración del orden político y social del Estado romano tardío.

El estado febril que se había apoderado del Imperio, desencadenó un gobierno de terror desenfrenado y graves luchas internas. Al asesinato del destronado Mauricio y de sus hijos, que fueron degollados ante los ojos del padre, siguió una oleada de ejecuciones en masa. El terror alcanzó primordialmente a los representantes de las familias más distinguidas y despertó ante todo su oposición. La aristocracia contestó al terror gubernamental con una larga serie de conspiraciones, que siempre acabaron en nuevas ejecuciones.

Sólo en un lugar Focas encontró aceptación: en Roma. Entre Constantinopla y Roma había estallado un conflicto violento a finales del siglo VI, a consecuencia de la ardiente protesta por parte de Gregorio I contra el título «patriarca ecuménico» que los patriarcas de Constantinopla solían adjudicarse desde hacía ya un siglo Mauricio contestó a estas protestas con una reservada frialdad. Focas, en cambio, cedió gustoso: su política marcadamente prorromana culminó en el decreto dirigido a Bonifacio III en el año 607, por el cual reconoció a la Iglesia apostólica de San Pedro como cabeza de todas las Iglesias. Un monumento en señal del favor especial del que gozaba Focas en Roma es la columna erigida en el foro romano, cuyas inscripciones glorifican al tirano bizantino.

En Bizancio mismo, Focas atrajo hacia su persona un odio creciente, sobre todo en Asia Anterior, donde su política eclesiástica ortodoxa se manifestó en sangrientas persecuciones contra los monofisitas y los judíos. Las luchas intestinas fueron aumentando en magnitud y exasperación. El partido de los Verdes que, en un principio, estaba de parte de Focas, se le enfrentó luego con tal animadversión que sus representantes recibieron la prohibición estricta de investir cargos públicos, mientras que los Azules se pusieron al servicio de su régimen de terror. Las luchas entre los «demos» llegaron a una agudeza extrema. Las llamas de la guerra civil se extendieron por todo el Imperio.

Entonces irrumpió la catástrofe igualmente desde fuera, donde los duros combates de los decenios anteriores habían intentado evitarla. Igual que en los Balcanes, se produjo también en Asia el colapso militar más absoluto. El rey persa Cosroes II, alzándose como vengador del asesinado Mauricio, emprendió una gran ofensiva contra Bizancio. De año en año se debilitó la fuerza defensiva y la voluntad de resistencia del desintegrado Imperio. En un principio, las luchas fueron bastante encarnecidas, aunque todas tuvieran un desenlace desgraciado para Bizancio. Sin embargo, después de haberse roto la resistencia en la frontera y haber caído la fortificación Dara en el año 605, los ejércitos persas avanzaron rápidamente penetrando incluso en Asia Anterior y ocupando Cesárea. Un destacamento persa avanzó nada menos que hasta Calcedonia. En los Balcanes se extendía la oleada eslavo-ávara. No sirvió para mucho el que Focas aumentara los pagos de tributo al khagan de los avaros en el año 604 Pronto la Península Balcánica se vio inundada por enormes masas eslavas. El Imperio estaba al borde de la ruina.

Fue salvado por las fuerzas de la periferia. El exarca de Cartago, Heraclio, se rebeló contra el régimen de terror de Focas, y después de haberse unido a él Egipto, mandó a su hijo del mismo nombre contra Constantinopla, a la cabeza de una flota. En las islas y en los puertos que tocó su flota en el camino, Heraclio el Joven fue recibido con entusiasmo por la población y especialmente por el partido de los Verdes. El 3 de octubre de 610, su escuadra apareció ante Constantinopla. Acogido también aquí como salvador, puso rápidamente fin al régimen de terror de Focas, y el 5 de octubre recibió la corona imperial de manos del patriarca. El tirano fue ejecutado y—en señal de damnatio memoriae—su estatua del hipódromo derrumbada y quemada públicamente; al mismo tiempo fue arrojada a las llamas la bandera de los Azules.

Los años de anarquía bajo Focas representan los últimos acordes de la historia del Estado romano tardío. Aquí finaliza la época romana tardía, o bien la época bizantina temprana. Bizancio sale de la crisis como un producto esencialmente nuevo, liberado de la herencia del carcomido Estado tardo-romano y robustecido por nuevas fuerzas. Aquí comienza la historia bizantina propiamente dicha, la historia del Imperio griego medieval.

 

CAPITULO II

LA LUCHA POR LA EXISTENCIA Y LA RENOVACION DEL ESTADO BIZANTINO (610-711)

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