|
CAPITULO I
RASGOS GENERALES DEL DESARROLLO DEL ESTADO BIZANTINO TEMPRANO (324 - 610)1.
El Imperium Romanum cristianizado
La estructura romana del Estado, la
cultura griega y la fe cristiana son las principales fuentes de las que emana
el desarrollo de Bizancio. La supresión de uno de estos tres elementos haría
inconcebible el fenómeno bizantino. Sólo la síntesis de la cultura helenística
y de la religión cristiana unidas a la forma de Estado romana pudo hacer surgir
aquel fenómeno histórico que solemos llamar el Imperio Bizantino. Hizo posible
esta síntesis el traslado del centro de gravedad del Imperio Romano hacia el Este,
como consecuencia de la crisis del siglo III. Este traslado encontró su
expresión más visible tanto en la cristianización del Imperium Romanum como en la fundación de una nueva capital
sobre el Bósforo. Estos dos acontecimientos, es decir, la victoria del
cristianismo y el desplazamiento definitivo del centro estatal hacia el oriente
helenizado, simbolizan el inicio de la era bizantina.
La historia bizantina es, en un
principio, sólo una nueva fase de la historia romana, y el Estado bizantino una
mera continuación del antiguo Imperium Romanum. El término «bizantino» es una expresión posterior,
desconocida por los «bizantinos» propiamente dichos. Ellos se consideraban
siempre romanos, sus emperadores se creían caudillos romanos, sucesores y
herederos de los antiguos Césares romanos. El nombre de Roma les fascinaba
mientras duró su Imperio, y las tradiciones del Estado romano dominaron sus pensamientos
y actos políticos hasta el final. El Imperio, étnicamente heterogéneo, se
mantuvo unido gracias a la idea romana de Estado y aseguró su posición frente
al mundo circundante como consecuencia del concepto romano de universalidad.
Heredera del Imperio Romano, Bizancio
quiere ser el único Imperio sobre la tierra: reclama el derecho sobre todos los
territorios que antaño pertenecieron a la «Orbis» romana y que ahora forman las
parcelas del «Oikumene» cristiano. Esta pretensión se
derribaría progresivamente por la dura realidad, pero los Estados que se
constituyen en el ámbito del Oikumene cristiano sobre
el antiguo territorio romano al lado del imperio romano-bizantino, no están a
su altura ni jurídico, ni ideológicamente. Se desarrolla una complicada jerarquía
de Estados, en cuya cúspide está el soberano de Bizancio como emperador romano
y como cabeza del Ecumene cristiano. La pugna por el
dominio directo del Orbis Romanus durante la época
bizantina temprana, la reivindicación de esta supremacía ideológica durante la
época bizantina media y tardía: éste es el eje alrededor del cual gira la
política del Imperio.
Bizancio, aunque consciente de su
relación con la Roma antigua y queriendo sostener a toda costa su compromiso con
la herencia romana—tanto por razones ideológicas como imperialistas—sin embargo
se va alejando, cada vez más, de las premisas romanas originarias a medida que
transcurre el tiempo. Mientras en cultura y lenguaje triunfa la helenización al
mismo tiempo que influye con mayor fuerza en la vida bizantina la Iglesia, el
desarrollo en el sector económico, social y político lleva forzosamente a la
formación de un nuevo orden económico y social que hace surgir, ya en la Edad
Media temprana, una estructura estatal básicamente nueva ligada a un nuevo
sistema administrativo. En contra de la opinión generalizada en el pasado, la
evolución del Estado bizantino fue cargada de un dinamismo altamente poderoso.
Todo se encuentra aquí en movimiento, en constante remodelaje y renovación. Al final de su evolución histórica, el Imperio de los bizantinos
ya no tiene, pues, nada en común con el Imperio Romano de antaño aparte del
nombre y las tradiciones con sus pretensiones irrealizables.
Durante la era bizantina temprana, sin
embargo, el Imperio sigue siendo aún un Imperio Romano, y toda su vida está
impregnada de elementos romanos. Esta época, que puede llamarse tanto bizantina
temprana como romana tardía, pertenece a la evolución romana lo mismo que a la
bizantina, comprendiendo los primeros tres siglos de la historia bizantina y
los tres últimos de la historia romana. Es una época de transición típica la
que nos conduce del Imperio Romano al Imperio Bizantino medieval, en la que se
van agotando poco a poco las viejas formas romanas de vida y se afirman, con
ímpetu creciente, las nuevas formas bizantinas.
El punto de partida del desarrollo
bizantino lo constituye el Imperio Romano tal como surgió de la crisis del
siglo III. La descomposición económica de esta época de crisis tuvo una
repercusión especialmente destructora en la mitad occidental (pars Occidentis)
del Imperio. El Oriente mostró un poder de resistencia mayor: una circunstancia
que condiciona el desarrollo posterior y explica la «bizantinización»
del Imperio Romano. No obstante, también el Oriente había pasado por esta misma
crisis, que fue una crisis general del sistema estatal del bajo imperio y de su
orden económico y social carcomido. El desastre económico acompañado de graves
convulsiones políticas no dejó de afectar igualmente a la mitad oriental (pars Orientalis)
del Imperio. Aunque el retroceso numérico de la población se hizo aquí menos
opresivo, y el desmoronamiento de la vida y de la economía urbana fue mucho
menos desastroso que en Occidente, la escasez de mano de obra representó, sin
embargo, un peligro que minaba la vida económica de todo el Imperio, y en todas
partes se hizo notar un retroceso del comercio y de la industria. En verdad, la
crisis del siglo III significó el colapso de la civilización urbana de la
Antigüedad. Otro fenómeno generalizado fue la continua extensión de los
latifundios. En todo el territorio imperial van creciendo las grandes
propiedades particulares en detrimento tanto de la pequeña propiedad como de
los dominios estatales. Una consecuencia del declive de la pequeña propiedad es
la progresiva sujeción del campesinado a la gleba, acelerada por la angustiosa
escasez de mano de obra. El estado de servidumbre del campesinado es, por lo
demás, sólo un caso particular de esta ligadura general y forzosa de la
población a su profesión, situación que el Estado romano tardío fomenta sistemáticamente
desde la crisis del siglo III. Pero la economía dirigida supone la base para
una autocracia.
El principado romano se hundió en las
tormentas de esta crisis y fue sustituido por el dominio de Diocleciano, punto
de partida de la autocracia bizantina. El viejo orden municipal de las ciudades
romanas se encuentra en la más profunda decadencia. Toda la administración del
Estado se concentra en las manos del Emperador y de su aparato de funcionarios
que, ampliado de manera genial, será la espina dorsal del Estado bizantino
autocrático. El sistema romano de magistrados cede su lugar a la burocracia
bizantina. La función imperial ya no consiste en la magistratura superior, sino
que pasa a ser un poder despótico, y este poder no se apoya tanto en factores
terrenales de fuerza como en la voluntad de Dios. Porque el período de crisis
con sus graves flagelaciones y pruebas introduce una era de devoción y
orientación hacia el más allá.
No obstante, el concepto de soberanía
del pueblo no ha muerto del todo: el Senado, la población urbana organizada en demos y el ejército representan fuerzas políticas realmente restrictivas para el poder
imperial, sobre todo en el período bizantino temprano. Pero, poco a poco, el
significado de estos factores con fundamento en el pasado romano va siendo
absorbido también por la omnipotencia imperial. La Iglesia, por el contrario, va
ganando con el tiempo un peso cada vez mayor como potencia espiritual en el
Estado cristiano. Si en la época bizantina temprana el Emperador aún dirige,
casi sin trabas, la vida eclesiástica, tratando a la religión de sus súbditos
como una parte del ius publicum según el
principio romano, en la Edad Media también la Iglesia en Bizancio se va
confirmando necesariamente como un importante factor de fuerza—y es aquí donde
surgen las barreras más resistentes al poder imperial. Este hecho queda demostrado
en Bizancio por los frecuentes choques entre el poder temporal y el espiritual,
en los cuales la victoria no está siempre del lado imperial. Sin embargo, lo
característico de Bizancio no es la tensión entre Imperio y Sacerdocio, sino
más bien una estrecha y profunda relación entre Estado e Iglesia, una amplia
asociación entre Estado ortodoxo e Iglesia ortodoxa para formar un único
organismo estatal—eclesiástico. Es muy característica la imbricación de
intereses de ambos poderes y su colaboración concertada contra cualquier
amenaza al orden divino, venga de los enemigos internos y externos del Emperador,
o de las fuerzas desintegradores de las herejías anti eclesiásticas. Pero tal
necesidad de alianza lleva inevitablemente a la Iglesia hacia la tutela del poderío
imperial. Consecuentemente, una preponderancia de la fuerza imperial sobre la
eclesiástica será en todas las épocas de la relación, condición típica y más
bien normal para Bizancio.
El Emperador no es sólo el Jefe del ejército,
el juez supremo y único legislador; es también el protector de la Iglesia y de
la fe verdadera. Es el elegido de Dios, y como tal no sólo el dueño y señor,
sino también el símbolo viviente del Imperio Cristiano que Dios le ha confiado.
De alguna manera abstraído de la esfera terrestre y humana, está en relación
directa con Dios y será objeto de un culto político-religioso muy particular.
Día tras día este culto se manifiesta en una serie de actos impresionantes y
ceremoniosos en palacio, con la colaboración de la Iglesia y de toda la Corte;
se expresa en cada imagen que representa al soberano amante de Cristo, en cada
objeto que rodea a su sagrada persona, en cada palabra que él pronuncia en
público o que se le dirige. Los súbditos son sus servidores. Cada vez que
pueden ver su rostro, hasta los más importantes personajes saludan por medio
de la proscinesis echándose al suelo. Sin embargo,
tanto la ostentosa pompa del ceremonial áulico como la omnipotencia imperial
misma que se manifiesta en ella, estaba ya arraigada en la evolución
romano-helenística. De esta evolución, ya impregnada de elementos orientales,
surge el peculiar esplendor de la corte bizantina y diversas formas de vida con
apariencia oriental, que se acentuarán aún más mediante préstamos directos de
Oriente, del Imperio Sasánida, y más tarde del Califato Árabe.
Aparte de la relación genética entre
helenismo y cultura bizantina, existe también una profunda afinidad de esencia
entre ambos. De la misma manera que el helenismo, Bizancio representa una
fuerza espiritual unificadora y niveladora. Ambos tienen un matiz epígono y
ecléctico, Bizancio aún más que el helenismo. Ambos viven de la herencia de
culturas más grandes y más creativas, y su contribución histórica reside, tanto
en una como en otra, menos en la propia creatividad como más bien en la
síntesis. Igual que el hombre helénico, el bizantino es representante de una
cultura coleccionista. Pero siendo verdad que el coleccionismo carece de una
frescura espiritual real, que la imitación diluye el sentido y el contenido del
modelo y que muchas veces convierte la belleza y forma en retórica vacía y
convencional, queda en pie el hecho de que la conservación afectuosa del
patrimonio cultural de la Antigüedad, el fomento del derecho romano y de la
educación griega es el gran mérito histórico de Bizancio. Las dos cumbres y al
mismo tiempo los dos polos opuestos de la Antigüedad, helenismo y romanismo, se
fusionan en suelo bizantino; sus más altas realizaciones, el Estado romano y la
cultura griega se unen en una nueva síntesis de vida y se engarzan indisolublemente
con el cristianismo, en el cual el Estado y la cultura antigua habían visto
antaño su más radical negación. El Bizancio cristiano no desprecia ni el arte
pagano ni la sabiduría pagana. Igual que el derecho romano permanece en todas
las épocas la base del sistema jurídico y de la conciencia jurídica, así la
cultura griega será siempre la base de su vida espiritual. Ciencia y filosofía
griegas, historiografía y poesía griegas pertenecen al patrimonio intelectual
del más devoto bizantino. La misma iglesia bizantina se apropia del pensamiento
filosófico antiguo y se sirve de su sistema conceptual para elaborar el
dogmatismo cristiano.
La sujeción a las tradiciones antiguas
fue una fuente muy particular de energía para el Imperio Bizantino. Apoyado en
las tradiciones de la cultura griega, Bizancio será durante siglos el centro de
cultura y formación más importante del mundo. Apoyándose en las tradiciones del
Estado romano, ocupa una posición sobresaliente en el mundo medieval por su
organización estatal. El Estado bizantino dispone de un mecanismo
administrativo singular con un aparato m articulado de funcionarios bien
instruidos; posee una técnica militar superior, un sistema jurídico muy
estudiado y una estructura económica y financiera altamente desarrollada. Hay
grandes recursos a su disposición, y la solidez financiera de su hacienda
pública se va reafirmando cada vez más. En este punto el Estado bizantino se
diferencia fundamentalmente de los demás países de la antigüedad tardía y de la
Edad Media con su economía natural primitiva. La riqueza pecuniaria es ante
todo la base del poder y de la consideración de Bizancio, cuya solvencia
parecía prácticamente inagotable en sus mejores tiempos. El revés de la
medalla es, por lo demás, la fiscalización despiadada de este Estado que
subordina absolutamente todo a sus necesidades financieras. Su aparato
administrativo, excelentemente preparado, fue también un instrumento de la
explotación más cruel. El ágil cuerpo de funcionarios, columna vertebral del
Estado burocrático, se caracterizó por una corrupción de la peor especie. La
venalidad y avidez proverbiales de los funcionarios bizantinos fue siempre el
látigo más terrible para la población. La riqueza y el alto grado de
civilización del Estado fueron comprados con la miseria de las masas populares,
con la ausencia de sus derechos y de su libertad.
Las nuevas circunstancias creadas por la
crisis del siglo ni tuvieron su reflejo en la gran reforma de Diocleciano.
Sacando el balance de la evolución anterior y sistematizando las
transformaciones habidas, Diocleciano realizó una reorganización fundamental de
toda la administración imperial. La reforma de Diocleciano fue continuada y
completada por Constantino el Grande, y de esta manera surgió un nuevo orden
administrativo que sirvió como punto de partida para el sistema bizantino. El
sistema de Diocleciano y de Constantino existió, en sus rasgos esenciales,
durante toda la época bizantina temprana. Pero sus principios directores—la
autocracia del poder imperial, la centralización y la burocratización del
Estado— perduraron mientras duró el Estado bizantino mismo.
Es obvio que todas las medidas de
Diocleciano y Constantino estaban encaminadas a afirmar la autoridad imperial
quebrantada durante el período de confusión, y de acrecentar el poder
imperial. De allí el afán no sólo de limitar la influencia del Senado y de los
demás factores con base en el pasado republicano de Roma, sino también de fijar
minuciosamente las atribuciones de cada una de las circunscripciones
gubernativas, con el fin de evitar a toda costa cualquier acumulación excesiva
de poder. La administración civil y militar, la administración central y
provincial son cuidadosamente delimitadas entre sí. Las diferentes
ramificaciones administrativas convergen en la persona del Emperador que desde
la cúspide del edificio jerarquizado del Estado dirige todo el aparato estatal
centralizado.
Teniendo en cuenta la inmensa extensión
del Imperio, se procede, sin embargo, a una división del territorio imperial y
del poder soberano con el fin de garantizar la mayor eficacia posible al
control del Emperador. Apoyándose en la institución conocida desde la época imperial
anterior, la corregencia. Diocleciano creó un colegio de cuatro soberanos,
compuesto de dos Augustos y dos Césares. Uno de los Augustos debía gobernar la
mitad oriental, el otro la mitad occidental del Imperio. Cada uno estaba
asistido por un César quien, ligado a su Augusto no por sangre sino por
adopción, debía ser elegido teniendo en cuenta sus facultades personales.
Después de abdicar los Augustos, los Césares debían sucederles y restituir la
tetrarquía mediante nombramiento de dos nuevos Césares. Sin embargo, este sistema
basado en reflexiones demasiado lógicas, fue el origen de guerras civiles
interminables. De las sangrientes luchas salió vencedor Constantino el Grande
como soberano absoluto, quien restableció otra soberanía colectiva y procedió a
una nueva división del territorio imperial. Renunciando al principio
artificialmente electivo de Diocleciano, dividió el Imperio entre sus
sucesores; pero también la soberanía familiar de los hijos de Constantino llevó
a graves y sangrientas complicaciones. A pesar de ello, no fue abandonado el
sistema de dividir el Imperio, y la norma seguía, siendo una soberanía
pluralista.
La transformación de la administración
provincial por Diocleciano puso fin a la situación de privilegio de Italia y
suprimió la distinción entre provincias imperiales y senatoriales,
diferenciación que ahora carecía de importancia. Desde ahora en adelante, la
administración de todas las provincias estaba sometida exclusivamente al
Emperador, e Italia, hasta entonces tierra de privilegios, fue también dividida
en provincias y sujeta a impuestos, igual que las demás partes del imperio. No
es menos significativo el hecho de que provincias más grandes fueron parceladas
en unidades más pequeñas. De esta manera el número de provincias se incrementó
considerablemente: desde Diocleciano, el Imperio contaba casi 100 provincias,
en el siglo V incluso más de 120. Además, Diocleciano dividió el territorio
imperial en 12 diócesis; hacia finales del siglo IV, su número se elevó a 14.
Finalmente, bajo Constantino, el Imperio fue dividido en prefecturas, de manera
que cada prefectura tenía varias diócesis y cada diócesis un número elevado de
provincias; las provincias eran subdivisiones de las diócesis y éstas, a su
vez, subdivisiones de las prefecturas—un sistema administrativo centralista y
jerárquico. Al principio, las prefecturas variaban en extensión y número; sólo a
partir de finales del siglo IV, sus fronteras aparecen claramente trazadas.
La inmensa prefectura oriental (Praefectura praetorio per Orienten) compuesta por las cinco diócesis de Egipto, Oriente, Ponto,
Asiana y Tracia, incluía Egipto y Libia (Cirenaica), Asia Menor y Tracia.
Contigua a ella estaba la prefectura ilírica (Praefectura praetorio per Illyricum)
compuesta por las diócesis de Dacia y Macedonia, es decir, Grecia y la parte
central de los Balcanes. A la prefectura italiana (Praefectura praetorio lllyrici, Italiae et Africae)
pertenecía, aparte de Italia, por un lado la mayor parte del Africa latina y por otro Dalmacia, Panonia, Norico y Raecia. La prefectura de
las Galias (Praefectura praetorio Galliarum) se componía de la Britania romana, la
Galia, la Península Ibérica y de la parte occidental de Mauritania situada
frente a ella. Así, cada prefectura se extendía por un territorio
correspondiente a varios Estados moderno. A la cabeza de cada prefectura se
encontraba un Prefecto de Pretorio; a veces, la función era ejercida por dos
prefectos de manera colegial. El Prefecto de Pretorio de Oriente residente en
Constantinopla y el de Italia eran los máximos funcionarios del Imperio,
seguidos por el Prefecto de Pretorio de Ilírico con sede en Tesalónica, y por
el de las Galias.
La característica más importante del
orden administrativo diocleciano- constantiniano fue
la separación deliberada entre poder militar y poder civil. La administración
civil de una provincia estaba ahora exclusivamente sometida al gobernador de la
provincia, la administración militar al dux que podía ejercer el mando sobre
una o varias provincias. Este principio fue aplicado escrupulosamente en toda
la administración provincial. Incluso la Prefectura de Pretorio, único órgano
de gobierno que aún disponía de autoridad militar y civil bajo Diocleciano,
perdió definitivamente bajo Constantino su antiguo carácter militar y se
convirtió en una autoridad puramente civil. No obstante, seguía disponiendo
como tal, durante todo el período bizantino temprano, de unos poderes
extraordinariamente amplios.
La omnipotencia ostentada por los
Prefectos de Pretorio en calidad de gobernadores imperiales—omnipotencia que
intentaba aún acrecentar a través de una rivalidad abierta con los órganos del
gobierno central es un rasgo destacado de la organización administrativa de la
época bizantina temprana que imprime un determinado sello a todo el sistema.
Por otra parte, el poder imperial se esfuerza constantemente en limitar el poder
de los Prefectos de Pretorio, bien restringiendo su radio de acción, bien
intensando utilizar contra ellos sus vicarios, los gobernadores de las
diócesis; pero sobre todo amplía a sus expensas las atribuciones de ciertos
órganos de la administración. Esta pugna interna de los diferentes órganos
gubernamentales entre sí constituye el factor dinámico en la evolución del
sistema administrativo durante la época bizantina temprana.
Roma y Constantinopla se situaban fuera
del ámbito de influencia de los Prefectos de Pretorio y se encontraban
sometidas a sus propios prefectos urbanos. Estos dos prefectos ostentaban el
rango superior entre todos los funcionarios imperiales después de los Prefectos
de Pretorio. El Prefecto de la Urbe era el representante más alto del Senado y
encarnaba, en cierto modo, lo que quedaba aún de las tradiciones republicanas
en la vida urbana. Era el único funcionario imperial que no llevaba el uniforme
militar, sino el hábito del ciudadano romano, la toga. El Prefecto de
Constantinopla jugaba un papel de primer orden; tanto en la época bizantina
temprana como en tiempo posterior, en la vida de la capital bizantina. Presidía
la administración de justicia en Constantinopla; a su cargo estaban el orden
público y el abastecimiento: toda la vida económica de la urbe, su comercio y
su industria, se encontraban sometidos a su control.
Si el autogobierno de Constantinopla y
de Roma ya significó una restricción sensible del poder absoluto de los
Prefectos de Pretorio, éste se vio aún más recortado a consecuencia de la
ampliación del gobierno central bajo Constantino. Ahora, el funcionario de más
influencia en el gobierno central era el magister officiorum.
A partir de modestos inicios, había llegado a ostentar grandes poderes, y ello
sobre todo a expensas de la administración prefectoral. Todos los officia del Imperio, es decir prácticamente el
conjunto de la administración imperial, estaba bajo su control, incluida la
administración de las prefecturas. En efecto, los officia,
los despachos de los diversos órganos administrativos con sus funcionarios, son
los verdaderos engranajes de la maquinaria burocrático-administrativa. Su
propio officium estaba formado por agentes
in rebus, que viajaban por las provincias tanto en calidad de correo
imperial como de agentes de Estado, y que cubrían el servicio de espías en su
función de curiosis explorando la actividad y
el modo de pensar de los funcionarios y de los súbditos. Este cuerpo fue muy
numeroso y contó, hacia mediados del siglo V, con más de 1.200 funcionarios en
la parte bizantina del Imperio. También incumbía al magister officiorum la seguridad personal del emperador, y por
ello llevaba el mando sobre los regimientos de la guardia de corps de las scholae palatinae.
En calidad de gran maestro de ceremonias vigilaba todo el ceremonial de la
corte imperial, de la que derivaba otra importante función política: la de
recibir las embajadas extranjeras y de regular igualmente todas las relaciones
con las potencias extranjeras. Finalmente, a partir de finales del siglo IV,
asumió la administración de correos del Imperio (cursus publicus), función que en un principio había
estado controlada por los Prefectos de Pretorio.
El funcionario más importante de la
administración central después del magister ofjiciorum fue, a partir de Constantino el Grande, el quaestor sacri palatii.
Responsable de la justicia, estaba encargado de la elaboración de las leyes y
firmaba los edictos imperiales. La hacienda estaba administrada por los dos
encargados del fiscus y de la res privatae, llamados desde Constantino comes sacrarum largitionum y comes rerum privatarum. Su
importancia se vio, no obstante, cada vez- más reducida debido a que el
impuesto principal de las provincias imperiales, la annona,
pasaba directamente a las arcas de la Prefectura de Pretorio.
Puesto que todo lo concerniente al
Emperador iba adquiriendo mayor importancia, también aumentó el significado del sacrum cubiculum, que comprendía la administración del presupuesto particular del emperador y en
especial el cuidado del vestuario imperial (sacra vestís). El praepositus sacri cubiculi era uno de los máximos dignatarios y el de
mayor influencia. Si el cetro estaba en manos de un gobernante débil, éste era
muchas veces el hombre más fuerte del Imperio. Bajo la influencia de las
costumbres orientales, los praepositi sacri cubiculi fueron casi
siempre eunucos, como lo fue asimismo la mayoría de la servidumbre particular
del Emperador.
El Senado de Constantinopla, ya
constituido bajo Constantino, formaba, sobre todo, un cuerpo consultivo.
Habiendo ya perdido en gran medida su antigua importancia en época romana al
ser tenido en jaque por el absolutismo imperial, es comprensible que el Senado
viera aún más mermada su actividad en Bizancio. Sin embargo, no perdió ni
inmediatamente ni por completo sus funciones constitutivas y legislativas, y su
antiguo esplendor tardó mucho en apagarse del todo. Durante varios siglos, la synklétos de Constantinopla, aun siendo sólo la
sombra del antiguo senado romano, jugaba un papel apreciable en la vida del
Estado bizantino.
Aunque la voluntad del Emperador lo
decidía todo, el Senado colaboraba con su consejo en la legislación y aparecía
a veces como el lugar donde se promulgaban las leyes. Presentaba propuestas (senatus
consulta) que eran elevadas a ley en caso de ser aprobadas por el
Emperador. Algunas leyes se leían en el Senado antes de su promulgación. El
Senado podía también actuar en calidad de justicia suprema, si el Emperador así
lo mandaba. Pero su derecho más importante era el de confirmar la elección del
nuevo emperador. Si al lado del Emperador el Senado ya no significa gran cosa,
su importancia es tanto mayor en caso de producirse una vacante del trono. Es
verdad que la voz del Senado no fue decisiva en cada uno de los cambios de
trono. Si el Emperador había designado con antelación un sucesor, o bien había
coronado a un coemperador, la confirmación por el
Senado resultaba ser una mera formalidad. Pero en caso de producirse una
vacante sin que el candidato estuviese designado o pudiese aún ser designado
por un o una representante de la casa imperial, la decisión sobre la ocupación
del trono era cosa del Senado y del alto mando del ejército.
Miembros del Senado de Constantinopla
eran, por derecho hereditario, los descendientes de las estirpes senatoriales
de Roma, y aunque la equiparación jurídica del Senado de Constantinopla con el
de Roma sólo se produjo bajo Constancio, Constantino el Grande ya había sabido
atraer hacia Constantinopla los representantes de la vieja aristocracia
senatorial romana. Pero también tuvieron acceso al Senado bizantino los
funcionarios imperiales de las tres clases superiores, illustres, spectabiles y clarissimi.
En su mayoría los senadores—tanto si procedían de la vieja aristocracia
hereditaria como de la nueva nobleza de funcionarios—eran latifundistas ricos
en propiedades. La importancia de esta clase social superior se basaba en este
hecho y en su rango al servicio del Emperador, pero no en su pertenencia al
consejo senatorial. La mayoría de los senadores, cuyo número ya se elevaba a
2.000 a mediados del siglo IV, preferían vivir en sus fincas rústicas. Como
miembros activos del Senado actuaban, de hecho, sólo los representantes del
grupo más elevado y numéricamente más reducido de los illustres al que pertenecían los más altos funcionarios del Imperio.
Por lo demás, desde mediados del siglo VI,
los dignatarios más altos ostentaban el nuevo título de gloriosi creado para ellos. La creciente generosidad de los emperadores en cuanto a
concesión de títulos había devaluado, con el tiempo, el contenido de las
antiguas designaciones honoríficas. Como el clarisimato era concedido a círculos cada vez más amplios, sus antiguos portadores
avanzaban al rango de los spectabiles y los
antiguos spectablies, por su parte, al rango
de los illustres, y así hubo de crear,
finalmente, un nuevo y más alto rango para los antiguos alustres, los gloriosi. Esto es, un ejemplo típico de la
devaluación de los títulos que aparecerá en dimensiones aún mucho mayores en la
época bizantina tardía.
Aparte del Senado, el Emperador tenía
como consejo más cercano el sacrum consistorium,
una transformación del antiguo consilium principia. Los miembros de este consejo ahora permanente, los comités consistorii, procedían de las filas de los máximos
funcionarios de la administración central. A veces, sin embargo, eran llamados
a sus deliberaciones los senadores que no pertenecían al consistorium.
Sin embargo, los Prefectos de Pretorio que, en un principio, habían sido los
miembros más importantes del consejo imperial, fueron excluidos de éste. El
consejo del trono debió su nueva denominación al hecho de que los miembros del
consejo tenían que estar, a partir de ahora, de pie (consistere)
ante el Emperador. Y lo que da una visión aún más extraña de la relación entre
el consejo y su Señor imperial: las sesiones recibían el nombre de silentium o—en caso de participar también un senador
en la sesión—silentium et conventus.
Este calificativo altamente significativo llegó a ser la denominación real del
consejo imperial en época posterior; este silentium posterior no constituía un órgano permanente, sino que era convocado por el Emperador
según la necesidad de decidir sobre asuntos estatales o eclesiásticos más
importantes Por consistorium se entendía, en
cambio, en el Bizancio medieval ya sólo una aparición puramente ceremonial de
los altos funcionarios en caso de festividades en la corte imperial.
Si las reformas de Diocleciano y de
Constantino parecían haber reorganizado Ja estructura del Estado y reforzado su
autoridad, grandes capas de la población seguían permaneciendo en una situación
lamentable. Los colonos, que forman el grueso del campesinado y la base de la
producción agrícola, caen paulatinamente en la servidumbre hereditaria. La
reforma fiscal de Diocleciano agrava y acelera aún esta evolución. Los antiguos
impuestos resultaban ser insignificantes, a consecuencia de la depresión
monetaria, cobrando mayor importancia las prestaciones en especie. Diocleciano
convirtió estas prestaciones extraordinarias de la época de crisis en una
institución permanente. La annona así
establecida es, en adelante, el impuesto más importante y la mayor fuente de
ingresos del presupuesto romano. Pero su peso cae exclusivamente sobre la
población rural. En el sistema diocleciano de capitatio - iugatio el
impuesto de capitación y la contribución territorial como componentes
principales de la annona, se complementan
entre sí La unidad fiscal es constituida, de una parte, por un pedazo de tierra
de una determinada extensión y calidad (iugum},
y de otra por el hombre que lo trabaja (caput).
Al fijarse el impuesto, se cuentan por separado pero
como un iugum no puede ser objeto de
imposición sin un caput correspondiente, en el
sistema de Diocleciano un caput sólo puede ser
gravado con la annona cuando lleva un iugum como contrapartida. Por esta razón el fisco
intenta necesariamente establecer un equilibrio entre iuga y capita, es decir, encontrar un caput para todo iugum disponible. Esto no fue una empresa fácil teniendo en cuenta la fuerte
despoblación del Imperio y la falta de raigambre de un campesinado empujado
hacia acá y allá por la necesidad y la inseguridad, y por esta razón el
gobierno intentó por todos los medios de fijar el caput una vez localizado, en el iugum que se le
asignaba. Así es cómo el sistema diocleciano de capitatio - iugatio contribuyó a que capas cada vez más amplias de la población campesina perdiesen
su libertad. El habitante de la ciudad, sin propiedad territorial, no estaba
sometido a la annona y se encontraba, pues, de
momento en una situación privilegiada. Pero ya a partir de Constantino la población
ciudadana dedicada al comercio y la industria fue gravada con la auri lustralis collatio pagadera en oro e igualmente muy pesada.
La escasez de mano de obraagrícola hizo surgir un sistema muy importante para la
organización fiscal bizantina: el Epiboli (adiectio sterilium).
Este sistema era originario de Egipto donde, ya en época de los Ptolomeos, las tierras baldías del Estado eran adjudicadas
a propietarios particulares para ser cultivadas forzosamente, obligando al
interesado a pagar los impuestos gravados sobre el terreno asignado. A partir
de los últimos años del siglo ni, este sistema encontró su aplicación en todo
el territorio imperial, y no sólo respecto a los dominios del Estado, sino
también a los terrenos baldíos de propietarios particulares.
En el siglo III, la moneda romana estaba
completamente devaluada. Consecuencia de ello fue tanto una subida considerable
de los precios como la transición, a gran escala, al trueque y a la economía
natural. En Occidente, la economía basada en estos intercambios prevalecerá en
lo sucesivo y será la forma de economía predominante en los nuevos reinos
medievales, aunque también se conserven durante largo tiempo ciertos elementos
de economía monetaria. Pero en Oriente, económicamente más sólido, la economía
monetaria llega pronto a prevalecer de nuevo, aunque también aquí perduren durante
un largo período las manifestaciones de una economía natural. El
fortalecimiento de la economía monetaria en el ámbito bizantino se manifiesta
especialmente en el hecho de que la annona, al igual
que las demás prestaciones en productos naturales, es progresivamente
convertida en la adaeratio, es decir, pagable
en moneda. Constantino el Grande ya consiguió crear un sistema monetario muy
sólido. La base de este sistema era el solidus de oro, cuyo contenido en oro era normalmente de 4,48 grs.,
de manera que a una libra de oro correspondían 72 solidi;
a su lado estaba la seliqua de plata, con un
peso de 2,24 grs., que representaba la 24 parte del solidus suponiendo que la relación entre plata y oro fuese
de 1 : 12. Este sistema monetario demostró ser extraordinariamente perdurable.
Durante un milenio entero el solidus constantiniano fue la base del sistema monetario bizantino, y a lo largo de
muchos siglos tuvo el mayor prestigio en el comercio mundial. Si bien es verdad
que tuvo que superar varias crisis su valor sólo empezó a declinar
sensiblemente a mediados del siglo XI, cuando el Imperio ya iba también
declinando.
El ejército fue también objeto de una
reorganización fundamental en tiempos de Diocleciano y de Constantino. El
ejército de la época anterior había sido principalmente un ejército de
fronteras. Casi todos sus efectivos estaban distribuidos a lo largo de las
interminables fronteras romanas, en calidad de tropas de ocupación de
fortalezas. En el interior del Imperio faltaban tropas móviles y una mayor reserva
militar; en realidad, como tal sólo estaba disponible la guardia pretoriana en
Roma. Se había demostrado, desde hacía mucho, que este sistema ya no era capaz
de responder a las exigencias militares cada vez mayores, y durante la crisis
del siglo III sufrió un completo colapso. Diocleciano comenzó por reforzar
considerablemente el ejército fronterizo. Pero lo que urgía ante todo, tanto
militar como políticamente, era la creación de un poder militar móvil y potente
en el interior del Imperio que pudiera servir de reserva contra la presión de
los enemigos desde el exterior, y al mismo tiempo de apoyo al poder imperial
contra las revueltas interiores. Esta doble función sería ejercida por el exercitus comitatensis creado bajo Diocleciano y sustancialmente reforzado por Constantino. Las tropas
de las comitatenses tuvieron un significado y
un peso completamente diferentes al de la guardia pretoriana; ésta ya fue
marginada por Diocleciano a causa de su deslealtad y su conocida inclinación a
alzar usurpadores, y fue definitivamente disuelta por Constantino después de la
batalla del puente Milvio. Pronto las nuevas «tropas
de comitiva» se transformaron en el verdadero núcleo del ejército romano, pues
Constantino no dudó en volver a disminuir considerablemente la guardia
fronteriza fortalecida por Diocleciano, a favor de las comitatenses.
Con ello, el exercitus comitatensis perdió, sin embargo, su carácter de guardia de corps. Sus regimientos de élite
fueron distinguidos con el título de palatini,
pero la guardia de corps propiamente dicha estaba formada por las scholae palatinae bajo el mando del magister officiorum.
A partir de Constantino, el mando del
ejército se encontraba en manos de los magistri militum, es decir, en un principio toda la
infantería estaba subordinada al magister peditum y la caballería al magister equitum. Esta
división del mando se debía, sin duda, a la consideración de que el comandante
de uno de ambos cuerpos militares por sí solo no constituiría un peligro para
el poder imperial. Pero esta singular división se suprimió pronto, viéndose una
garantía suficiente en el hecho de instaurar dos jefes de ejército equiparados
en cada corte imperial y ambos con el título de magister equitum et peditum praesentalis.
En la parte oriental del Imperio aparecieron, además, tres jefes de ejército
con circunscripciones de mando limitados regionalmente: los magistri militum per Orientem, per Thracias y per Illyricum.
Mandaban sobre los comitatenses acuartelados
en sus circunscripciones, también estaban al mando de los duces que
tenían a sus órdenes las tropas fronterizas en las diversas provincias,
mientras que los dos magistri militum praesentales tenían
la autoridad sobre las tropas de palacio. En el ámbito bizantino había, pues,
cinco mandatarios superiores con competencias repartidas; todos dependían
directamente del Emperador que personificaba exclusivamente la unidad del mando
supremo.
A partir de la creación del ejército
poderoso y móvil de las comitatenses, también
el ejército fronterizo de los limitanei alcanza
importancia como una categoría militar particular, especialmente dedicada a
defender las fronteras. Los soldados de frontera estacionados en la región
fronteriza del limes poseen tierras en calidad de pago por sus servicios
de defensa. Representan, pues, una milicia de campesinos sedentarios que viven de
los beneficios que les proporcionan sus tierras mientras protegen las
fronteras: esta institución va a tener un gran porvenir en el imperio
bizantino.
Es característica la creciente
barbarización del ejército romano-bizantino. El elemento más eficaz y más
apreciado del ejército imperial lo constituyen los bárbaros, particularmente
los germanos, y entre los sometidos al Imperio los ilirios. El número de los
mercenarios extranjeros crece constantemente, y desde el siglo IV, penetra
también en el cuerpo de oficiales una élite de bárbaros cada vez más numerosa.
Es característica, además, la importancia creciente de la caballería en el
ejército romano-bizantino, hecho relacionado, hasta cierto punto, con la
necesidad por parte del Imperio de adaptarse a la técnica guerrera del reino neopersa de los sasánidas, cuya fuerza residía ante todo en
las tropas a caballo.
El desplazamiento hacia Oriente del
centro de gravedad del Imperio fue determinado principalmente, por un lado, por
la mayor potencia económica de la mitad oriental, siendo ésta más rica y más
poblada por otro lado, la causa está en las nuevas necesidades militares
surgidas para el Imperio en el Este: en el curso bajo del Danubio, donde se
intensificaba la penetración de los bárbaros del Norte, y en Asia anterior
donde presionaba cada vez más el reino neopersa de
los Sasánidas. Este último era un enemigo mucho más peligroso que el reino
parto al que había sustituido. De la misma manera que los bizantinos se
consideraban los herederos de los cesares romanos, los reyes sasánidas se
sentían los herederos de los antiguos aqueménidas, reivindicando para sí todos
los territorios pertenecientes al antiguo Imperio Persa. Ya en época prebizantina, desde mediados del siglo III y a lo largo de
toda la época bizantina temprana, el peligro persa pesaba sin cesar sobre el
Imperio: la guerra con los grandes reyes persas llegó a ser una de las
obligaciones políticas y militares más importantes del Estado bizantino.
Ya Diocleciano, que retenía para sí la
mitad oriental del Imperio y residía casi siempre en Nicomedia dejando, sin
embargo, la mitad occidental a su coemperador Maximiano, había tenido en cuenta el cambio de la situación. Pero fue
Constantino quien dotó a Oriente con un centro estatal estable ampliando la
antigua colonia griega de Byzantion, situada en el Bósforo, y elevándola a
capital del Imperio. Las edificaciones comenzaron en noviembre de 324,
inmediatamente después de la derrota de Licinio que había extendido el dominio
de Constantino a Oriente, y el 11 de mayo de 330 la nueva capital fue solemnemente
inaugurada. Pocas fundaciones de ciudades han tenido un significado parecido en
la historia universal. El lugar había sido elegido con una clarividencia
genial. Situada en la frontera de dos continentes, el Bósforo al este, al norte
el Cuerno de Oro, al sur el mar de Mármara y sólo accesible desde tierra por un
lado, la nueva capital poseía una situación estratégica única. Además, dominaba
tanto el tráfico entre Europa y Asia como la navegación desde el mar Egeo al
mar Negro; pronto se convirtió en el centro más importante de comercio y de
tráfico del mundo contemporáneo. Durante todo un milenio Constantinopla, siendo
tanto el centro político, económico y militar del Imperio Bizantino como su
centro espiritual y eclesiástico, iba a ejercer una fortísima influencia sobre
los acontecimientos políticos del mundo y sobre la evolución cultural de la
humanidad.
Mientras disminuía constantemente la población
de Roma, la nueva capital no cesaba de crecer. Apenas un siglo después de su
fundación, Constantinopla poseía una población más numerosa que Roma; en el
siglo VI contaba con aproximadamente medio millón de habitantes. Fue una nueva
Roma que ocupó el lugar de la antigua y que estaba destinada a sustituirla como
nuevo centro de gobierno. Incluso el plano de construcción se adaptaba en todo
al de la vieja capital, y se transferían a ésta todas las tradiciones ligadas a
la antigua Roma. También los privilegios propios de Roma pasaron a
Constantinopla, y ya Constantino el Grande no ahorró esfuerzos por aumentar el
esplendor y la riqueza de la nueva capital. Adornaba la ciudad con edificios
espléndidos y monumentos artísticos que bacía traer de todos los rincones del
imperio. La construcción de iglesias fue impulsada con especial entusiasmo.
Desde sus comienzos, Constantinopla tuvo un toque cristiano; también desde sus
comienzos, la mayor parte de su población era griega por su lengua. Constantino,
mediante la cristianización del Imperio y la construcción de la nueva capital
en el Bósforo, expresó por partida doble la victoria histórica de Oriente.
Pocas cuestiones hay tan repetida y
celosamente discutidas y tan distintamente contestadas en la historiografía
como la pregunta por la actitud de Constantino hacia la fe cristiana. Mientras
unos mantienen que Constantino fue indiferente en lo que se refiere a la
religión, dando apoyo al Cristianismo sólo por motivos políticos, otros creen
en su conversión y ven en ella la razón de su gran viraje en la política
religiosa del Imperio. Son múltiples los argumentos utilizados tanto por una
tesis como por otra, y ciertamente muchos factores parecen hablar a favor de
una actitud cristiana de Constantino; muchos otros, en cambio, hablan a favor
de su aferramiento a las tradiciones paganas antiguas, otros, a favor de ambos. Seguramente los fines políticos fueron
decisivos para Constantino. Para todo el mundo estaba claro que la política de
Diocleciano, en cuanto a la persecución de los cristianos, había fracasado,
incluso para su ayudante más fiel, Galerio; tampoco quedaba duda sobre el hecho
de que no era posible trasladar el punto de gravedad hacia Oriente manteniendo
al mismo tiempo una actitud anticristiana. Pero también es cierto que la vida
de Constantino fue extremadamente rica en vivencias religiosas (cristianas y no
cristianas o bien precristianas), y que es injusto reprocharle de indiferencia
religiosa. No hay que olvidar, sin embargo, que la época de fermentación
religiosa a la que pertenecía, fue una época de sincretismo religioso, en la
que se consideraba bastante natural el hecho de pertenecer simultáneamente al
credo de varios cultos diferentes. Si Constantino empezó a ponerse al amparo
del Dios cristiano a partir de 312 lo más tarde, y si desde entonces promocionó
constantemente el Cristianismo con creciente determinación, esto no significa
que se hubiese adscrito por completo al Cristianismo o que hubiese roto con
todas las tradiciones paganas haciéndose cristiano en el sentido como lo
fueron, más adelante, sus sucesores bizantinos. Se sabe que no negaba su apoyo
a los ritos paganos, que incluso él mismo era adicto a algunos de estos ritos;
y que, sobre todo, no es fácil escamotear su tenaz adhesión al culto del sol.
Nada resultaba más extraño e incomprensible a la era del sincretismo religioso
como el exclusivismo religioso propio del Cristianismo, resultando éste
igualmente extraño al «primer emperador cristiano». Transcurrió bastante tiempo
hasta que triunfó el exclusivismo religioso y también arraigó en el mundo
romano el concepto de Cristianismo como una religión poseedora de la verdad
absoluta, que excluye cualquier otra doctrina por ser herética. No cabe duda de
que el rumbo tomado por Constantino en materia de política religiosa debió
necesariamente desembocar en la creación de una situación de monopolio por
parte de la fe cristiana en el Imperio romano-bizantino. Pero se sabe que esta
situación se produjo mucho más tarde. No sólo Constantino, sino también sus
sucesores, conservaron hasta el año 379 el título Pontifex Maximus M.
La manifestación más clara e
históricamente más importante de la cristianización del Estado romano en tiempo
de Constantino tue la celebración del concilio ecuménico de Nicea (325), primer
concilio ecuménico de los que sentaron las bases dogmáticas y canónicas de la
Iglesia cristiana. El emperador, que había convocado el concilio y dirigía sus
negociaciones, influyó fuertemente en sus decisiones. Sin pertenecer aún formalmente a la Iglesia—sólo recibió el bautismo en su
lecho de muerte—, lo presidió de hecho, siendo este papel un ejemplo para sus
sucesores en el trono de Bizancio. El objeto de las negociaciones fue la
doctrina del presbítero alejandrino Arrio que, siendo monoteísta, no creía
poder reconocer la igualdad de Padre e Hijo y por ello negaba la divinidad de
Cristo. La doctrina arriana fue condenada, se proclamó el dogma de que el Hijo
era consubstancial con el Padre, y así se formuló el credo que, completado por
el segundo concilio ecuménico de Constantinopla (381), constituye la profesión
de fe de la Iglesia cristiana.
La alianza entre Estado e Iglesia para
la cual Constantino puso la primera piedra, trajo el mayor provecho para ambas
partes, pero al mismo tiempo colocó a ambos ante una serie de dificultades completamente
nuevas. El Estado romano-bizantino encontró una gran fuerza espiritual
unificadora en la religión cristiana, y el absolutismo imperial un fuerte apoyo
moral. La Iglesia obtuvo del Estado grandes medios materiales y fue apoyada por
él tanto en su actividad misionera como en la represión de las corrientes antieclesiásticas, pero precisamente por ello cayó bajo su
tutela. El Estado, por su parte, habiendo unido su destino al de ella, se vio
involucrado en todas las interminables disputas entre los partidos
eclesiásticos. Las pugnas doctrinales dejaron de ser un asunto interno de la
Iglesia. Complicadas por factores políticos, estas luchas se convirtieron en
parte integrante no sólo del desarrollo eclesiástico, sino también del Estado,
no coincidiendo siempre los objetivos estatales con los eclesiásticos. Muchas
veces, la colaboración entre Iglesia y Estado desencadenaba al mismo tiempo un
antagonismo entre los dos poderes. Todos estos aspectos—la participación del
Estado en las luchas eclesiásticas, la imbricación de fines políticos y
religiosos, la colaboración y también el antagonismo de Iglesia y Estado—se
manifestaron ya en tiempo de Constantino. La sentencia del concilio de Nicea no
hizo desaparecer el arrianismo; el Emperador, que en un principio pareció subestimar
la fuerza de la oposición, cambió de táctica y forzó la readmisión de Arrio en
la comunidad eclesiástica. Con este acto entró, sin embargo, en conflicto con
el clero ortodoxo, sobre todo con el gran Atanasio que ocupaba la sede
episcopal de Alejandría desde 328 y que, arrastrado de exilio en exilio,
perseveró en la lucha a favor de la ortodoxia hasta el final de su vida (373).
Por otra parte, el problema dogmático
agudizó las querellas entre los hijos de Constantino y profundizó las
divergencias entre las dos mitades del Imperio. Constancio, que gobernaba la
parte oriental, se confesaba arriano; Constantino que había muerto pronto
(340), y el joven Constante, que reinaban sobre Occidente, apoyaban la fe de
Nicea. El concilio celebrado en otoño de 343 en Sardica, situado en la frontera
de las dos partes del Imperio; no consiguió reconciliarles. Pero la
superioridad potencial del hermano menor que ahora gobernaba todo Occidente,
obligó a Constancio a mostrarse conciliador y a reintegrar a los obispos
ortodoxos expulsados. En consecuencia el arrianismo, políticamente vencido, se
dividió en dos campos: los semi-arrianos no aceptaban
la consubstanciación, pero sí una similitud de naturaleza entre Padre e Hijo,
mientras que el ala más radical agrupada alrededor de Eunomio,
seguía defendiendo la diferencia absoluta de esencia. La suerte cambió cuando
Constante perdió la vida en la lucha contra el usurpador pagano Magnus
Magnentius (350) y Constancio venció al usurpador en una sangrienta batalla
(351).
La victoria del emperador de Oriente
hizo resaltar nuevamente la importancia de la parte oriental del Imperio. Siguiendo
el ejemplo de su padre, Constancio se esforzó en conseguir la equiparación
constitucional de Constantinopla con Roma, lo que significó, de hecho, la
oclusión de la Roma vieja y medio pagana por la nueva capital cristiana. La
visita que efectuó a Roma fue acompañada de un acto que simbolizó el crepúsculo
del viejo mundo: Constancio mandó retirar de la sala de reuniones del Senado el
altar de la Victoria. Pero el triunfo de Constancio significó también el
triunfo del arrianismo. La voluntad del emperador debía decidir sin trabas
tanto en la Iglesia como en el Estado. Venció a la oposición que se le enfrentó
encabezada por Atanasio de Alejandría, e hizo proclamar el arrianismo como
religión del Estado en los sínodos de Sirmium y Rímini (359). Entonces se
produjo también un cisma entre los semi- arrianos: los más moderados se pasaron
a la oposición y se aproximaron, en lo sucesivo, progresivamente a los niceístas; los demás se aliaron con los eunomianos y llegaron a ser el partido dirigente, bajo los auspicios del emperador. De
mayor importancia histórica que la victoria pasajera del arrianismo en el
Imperio romano-bizantino fue, sin embargo, la circunstancia que en tiempo de
predominio de la doctrina arriana se iniciara la conversión de los godos al Cristianismo
y que, en consecuencia, las tribus germánicas recibieran la nueva fe en su
versión arriana. Ulfilas, el traductor de la. Biblia, recibió la consagración
episcopal en el año 343 de manos del arriano Eusebio de Nicomedia, y aún mucho
tiempo después de la derrota del arrianismo en Bizancio, la mayoría de las
tribus germánicas permanecía fiel al credo arriano.
El estado de efervescencia religiosa
bajo Constancio fue relevado por la reacción pagana bajo Juliano (361-63). El
problema de la coexistencia de la antigua cultura con la nueva fe—uno de los
problemas centrales de la evolución cultural bizantina— entró así en una fase
de aguda crisis. El encanto de un mundo en trance de desaparecer, el
apasionante amor por su arte, cultura y sabiduría incitó al último
representante de la casa constantiniana a declarar la guerra a la nueva fe. Las
disensiones infructuosas de los partidos eclesiásticos parecían prometer éxito
a su empresa. Los paganos seguían siendo fuertes en número, particularmente en
la mitad occidental del Imperio y sobre todo en Roma; el ejército, compuesto en
gran parte por bárbaros, era también predominantemente pagano. No era pequeño
el número de aquellos que ahora apostataban del Cristianismo. No obstante, la
enemistad de Juliano hacia el Cristianismo fue incapaz de provocar un
movimiento potente. En su lucha contra la nueva fe, siguió siendo el portavoz
de la clase superior de paganos cultos compuesta por filósofos neoplatónicos y retores a cuyo círculo él mismo pertenecía. En la parte
oriental del Imperio y sobre todo en Antioquía, elegida por él como residencia,
el emperador sólo experimentó graves desilusiones. La impotencia interna de su
tentativa de reacción se mostró clarísimamente en la organización de su nuevo
clero pagano, copiada de la organización eclesiástica cristiana. El afán con el
que se esforzó en resucitar las formas del antiguo culto pagano ofreciendo
personalmente sacrificios de animales a los dioses, provocó extrañeza
sarcástica no sólo entre los cristianos. Del mismo modo que cualquier reacción
que se entusiasma por el pasado como tal y lucha contra lo nuevo per se, su
empresa estaba condenada al fracaso. Cuando falleció en el campamento, herido
de muerte por una flecha durante una campaña contra Persia, su obra sucumbió
con él. Su rápido fracaso demostró, en definitiva, que la victoria del Cristianismo
era una necesidad histórica.
2.
LA EPOCA DE LAS INVASIONES Y
DE LAS CONTROVERSIAS CRISTOLÓGICAS
Debido a las contiendas religiosas y a
las frecuentes guerras civiles, en las que se desangraba el ejército romano,
se estaba tambaleando la posición de poderío del Imperio hacia el exterior. Ya
bajo Constancio se había manifestado la superioridad persa en la zona
mesopotámica. Joviano (363-64), el cristianísimo sucesor del último emperador
pagano, decidió firmar la paz con los persas tras el trágico fin de la campaña
de Juliano. Como consecuencia de esta paz el Imperio se vio obligado a
renunciar a sus derechos en Armenia y a perder parte de su territorio en
Mesopotamia.
Por otra parte, con las primeras invasiones
el Imperio tuvo que plantearse unos problemas cuyas consecuencias eran
imprevisibles. Con ellas el escenario bélico se extendió también a la frontera
septentrional del Imperio Romano de Oriente. Empezaba la desintegrante lucha
en dos frentes que ya no cesaría mientras existiese el Imperio Bizantino. A
partir de entonces y durante toda su historia, Bizancio luchó casi
constantemente contra los imperios que surgieron en el Este por una parte, y
por otra contra los siempre nuevos y hostiles pueblos bárbaros en el Norte y
Oeste.
El primer emperador que dirigió esta
fatídica lucha en dos frentes, sucumbiendo en ella, fue el arriano Valente. Los
hermanos Valentiniano I (364-375) y Valente (364-378), al igual que en su momento
Constancio y Constante, representaban tendencias religiosas opuestas.
Valentiniano I, que reinaba en Occidente, era partidario de la religión
cristiana proclamada en Nicea; Valente, emperador en Oriente, profesaba el
arrianismo. En este enfrentamiento religioso se manifestaba, pues, una vez más,
la oposición entre Oriente y Occidente. De hecho, los lazos de unión entre las
dos mitades del Imperio Romano se debilitaban constantemente. Ante los
candentes problemas de política exterior, sin embargo, todas las demás cuestiones
fueron relegadas a un segundo plano. La irrupción de sajones e irlandeses en
Britania, los duros combates con los alemanes en el Rhin y Neckar y con los sármatas y cuados en la zona del Danubio eran simples
anuncios de la gran crisis que conllevaría la aparición de los visigodos en el
Danubio. Los visigodos, establecidos en la diócesis de Tracia, empezaron a
devastar las tierras del Imperio. Los ostrogodos y los hunos que les seguían los
pasos, se les unieron, y pronto toda la Tracia se encontró inundada de
bárbaros. Valente abandonó apresuradamente el frente persa y se trasladó, tras
pasar por Constantinopla, al nuevo campo de batalla, enfrentándose al enemigo
en Adrianópolis. Allí se produjo, el 9 de agosto del año 378, la memorable
batalla en la que los visigodos, apoyados por los ostrogodos, aniquilaron al
ejército romano matando al mismo Emperador.
Las consecuencias de la catástrofe
fueron incalculables. El problema germano ocupó, a partir de este momento, un
primer plano, involucró al Imperio de Oriente en una lucha centenaria y
aniquiló al Imperio de Occidente. Una solución militar al problema godo parecía
imposible. La única salida de la desesperada situación en la que estaba sumido
el Imperio era la de un acuerdo pacífico. Esta fue la dirección política que se
adoptó cuando Graciano (375-383), hijo y sucesor de Valentiniano I, elevó a la
dignidad de Augusto a Teodosio I, el 19 de enero de 379, y le encargó la
administración de la parte Oriental del Imperio.
Después de recluir a los godos detrás de
los Balcanes, el emperador concertó con ellos un acuerdo de tipo foedus. A los ostrogodos se les asentó en la Panonia
y a los visigodos fueron asignadas tierras en la parte Norte de la diócesis de
Tracia. Se les concedió una total autonomía, exención de impuestos y altas
soldadas a cambio de que prestaran servicio en el ejército del imperio en
calidad de foederati. Muchos incluso pasaron
al servicio directo del emperador. De esta forma se desvió, por el momento, el
peligro de una invasión germana violenta; los invasores pasaron al servicio del
Imperio y el ejército romano— cuyos efectivos humanos se habían visto reducidos
drásticamente— recibió un importante refuerzo gracias a la incorporación de los foederati germanos. Esta solución, sin embargo, sólo
significaba que la invasión violenta se había convertido en una invasión
pacífica. La germanización del ejército, que ya de por sí venía arrastrándose,
alcanzó su punto álgido; la mayor parte de las tropas era germana, y pronto
cayeron incluso los puestos más altos de la jerarquía militar en manos germanas.
Otro reverso de la política de Teodosio ante los godos fue el fuerte aumento de
los gastos del Estado que implicaba la elevación de las cargas financieras. La
miseria de la población iba en aumento, y en todos los sectores del Imperio se
afianzó el sistema del patrocinio contra el que ya habían luchado infructuosamente
los antecesores de Teodosio. El campesino, económicamente arruinado y cargado
de deudas, encontrándose indefenso ante la arbitrariedad y los malos tratos de
los funcionarios imperiales, se convirtió bajo el patrocinio de un poderoso
propietario, sacrificando una libertad demasiado onerosa, en siervo de su
patrono. A finales del siglo IV y principios del V aparece, pues, concluido en
todo el Imperio el sistema de sujeción del colono a la tierra.
La desaparición de Valente trajo consigo
la derrota definitiva del arrianismo. La victoria de la ortodoxia fue
consagrada en el segundo concilio ecuménico (381), el cual dio al credo
cristiano su versión definitiva confirmando y completando las decisiones de
Nicea. Seguidor ferviente de la fe de Nicea, Teodosio I favoreció la ortodoxia
con todas sus fuerzas y luchó inexorablemente tanto contra el paganismo como
contra las sectas cristianas. Bajo su gobierno la cristianización del Imperio
llegó, finalmente, a concluirse. Siendo la religión del Estado, el cristianismo
ortodoxo obtuvo una posición de monopolio; todas las demás religiones y
confesiones fueron privadas del derecho a la existencia.
Después de una larga guerra civil en la
mitad occidental del Imperio, Teodosio había conseguido, poco antes de su
muerte, volver a reunir bajo su cetro todo el Imperio. Sin embargo, en su lecho
de muerte dispuso una nueva división de lo que había unido con tanto esfuerzo;
siendo él mismo oriundo del extremo Occidente, dejó constancia, de manera
inequívoca, de la preponderancia de Oriente. Constantino el Grande había
confiado a su hijo mayor la administración de Britania, la Galia y España, y
Valentiniano I aún había reservado para su persona la mitad occidental dejando
Oriente a su hermano más joven; Teodosio, sin embargo, estableció en 395 a su
hijo mayor Arcadio sobre Oriente y al más joven Honorio sobre Occidente. Poco
después, las discutidas diócesis de Dacia y Macedonia fueron atribuidas a
Oriente y agrupadas en la Prefectura del Ilírico, con centro en Tesalónica; de
sus posesiones ilíricas, Occidente sólo conservó la diócesis de Panonia llamada
desde entonces generalmente diócesis Ulyricum. Así se
trazó la frontera histórica entre Occidente y Oriente que, con el tiempo, se
convirtió en línea de separación cada vez más acusada entre la civilización
romano-occidental y la bizantino-oriental.
En realidad, el reparto efectuado por
Teodosio no aportó en sí nada nuevo. Es importante, sin embargo, el hecho de
que a partir de esta división y hasta la caída del Imperio Romano de Occidente,
el Imperio quedó permanentemente dividido en dos. Sin duda, la idea de la
unidad del Imperio siguió en pie: no había dos imperios, sino dos partes de un
único imperio gobernado por dos emperadores. Con frecuencia fueron publicadas
leyes en nombre de ambos, y las leyes promulgadas por un emperador tenían
fuerza legal en todo el Imperio siempre que hubiesen sido cursadas al Augusto
colega para su publicación. Al fallecer un emperador, el otro tenía el derecho
de designarle un sucesor. Pero de hecho, la conexión entre ambas partes fue
relajándose cada vez más, a medida que las circunstancias se configuraban de
manera muy diferente en Oriente y Occidente, siendo las relaciones entre ambos
gobiernos generalmente todo menos amistosas. Ya bajo los hijos de Teodosio
existió una rivalidad permanente entre los regentes orientales, que se sucedían
con gran rapidez en la administración de los asuntos en nombre del débil
Arcadio, y el poderoso germano Estilicón que gobernó más de dos lustros sobre
Occidente en nombre de Honorio.
La política teodosiana hacia los godos
sufrió una grave crisis. Los visigodos; se sublevaron bajo Alarico y devastaron
toda la Península Balcánica: llegando hasta los muros de Constantinopla y hasta
la punta más meridional de Grecia. La disensión entre ambos gobiernos romanos
paralizó la contraofensiva, y finalmente la paz fue comprada mediante el
nombramiento de Alarico como magister militum per lllyricum, del Imperio por el gobierno de Oriente. El
godo Gainas recibió el cargo de magister militum praesentalis y entró con sus tropas en Constantinopla.
Mientras tanto, se hizo sentir una creciente reacción antigermánica en la capital bizantina, y hacia finales de siglo esta tendencia consiguió
hacerse con el gobierno. Los germanos fueron eliminados del estamento militar,
y el ejército romano sometido a una completa reorganización. No obstante,
pronto volvió a surgir la necesidad de readmitir a gran número de germanos, y
hasta el siglo VII fueron el elemento más valioso del ejército imperial. A
partir de entonces, sin embargo, se les reclutaba individualmente como
mercenarios bajo el mando de oficiales imperiales, mientras que bajo Teodosio
los federados godos habían constituido grupos autónomos cerrados, teniendo sus
propios jefes. En Occidente esta situación perduró y llevó, finalmente, al
hundimiento del Imperio de Occidente en la oleada germánica. Es significativo
para la diferencia circunstancial en ambas partes del imperio y determinante
para la divergencia de su destino el hecho de que la reacción antigermánica en Oriente tuvo éxito, mientras que las
frecuentes acciones contra los germanos en Occidente quedaron sin efecto. La
parte oriental del Imperio no tardó en librarse de Alarico, que entró en Italia
con sus tropas y tomó Roma por asalto en 410, después de tres asedios. Mientras
en Occidente la situación se hizo cada vez más desesperada, Oriente vivió, por
el contrario, una prolongada tregua desde principios del siglo V.
En esta época de relativa calma se sitúa
la fundación de la Universidad de Constantinopla y la recopilación del Codex Theodosianus. El débil emperador Teodosio II
(404-450) estuvo primero bajo la tutela de su enérgica hermana Pulquería, y más
tarde bajo la influencia de su esposa Atenea-Eudocia, hija de un profesor de
retórica pagano de Atenas. La personalidad de esta emperatriz, que a lo largo
de su vida conservó el ideal de cultura de su ciudad natal al mismo tiempo que
acató fervorosamente la nueva fe escribiendo tanto versos profanos como himnos
eclesiásticos, es un vivo ejemplo de la convivencia entre cristianismo y
cultura antigua. A su influencia se debe seguramente que, en el año 425
mediante la reorganización y ampliación de la escuela superior fundada en época
de Constantino el Grande en Constantinopla, se creara una nueva Universidad. Al
cuerpo docente de la nueva Universidad, que se convirtió en el centro cultural
más importante del Imperio, pertenecían 10 gramáticos griegos y diez latinos,
cinco retóricos griegos y tres latinos, un filósofo y dos juristas.
Si la reorganización de la enseñanza
superior inauguró una nueva época en el desarrollo cultural del Imperio, no fue
menos renovadora la publicación del Codex Theodosianus para la evolución del derecho. El Codex Theodosianus de 438, la obra más relevante de codificación jurídica anterior al Corpus luris de Justiniano, es la colección oficial de
las leyes imperiales promulgadas desde Constantino el Grande. El nuevo código
ofreció una base más sólida a la vida jurídica del Imperio y eliminó la
inseguridad jurídica creada por la falta de una recopilación oficial de las
leyes. La idea de la unidad jurídica encontró una fuerte afirmación en el Codex Theodosianus, que fue publicado tanto en Oriente
como en Occidente, en nombre de los dos emperadores Teodosio II y Valentiniano
III. Pero en realidad, la unidad del Imperio se hizo cada vez más precaria, y este hecho tuvo sus repercusiones naturales
en el terreno jurídico. Es significativo que después de publicarse el Codex Theodosianus, los emperadores orientales rara vez
volvieron a enviar sus leyes a Occidente, mientras que las leyes occidentales
ya no llegaron jamás a Oriente. Aunque al acceso del Valentiniano III al trono
(425-455)—al que el gobierno oriental había instalado en el trono de Occidente—, inauguróse una época prolongada de paz inalterada
entre ambas partes del Imperio, el alejamiento mutuo fue cada
vez más obvio. Políticamente, las dos mitades del
Imperio llevaban una vida por separado, y culturalmente se iban distanciando a
medida que pasaba el tiempo. Un indicio evidente y especialmente importante de
este distanciamiento es la creciente separación lingüística. Mientras en
Occidente el conocimiento del griego va desapareciendo casi por completo, en
Oriente el latín va quedando detrás del griego, aunque el latín siga siendo el
idioma oficial de todo el Imperio, fomentado artificialmente como tal. La
helenización de Oriente prosiguió ininterrumpidamente y progresó con especial
intensidad bajo el gobierno del emperador Teodosio II y de la emperatriz
Atenea-Eudocia. En la nueva Universidad, el número de profesores que enseñaban
en griego superaba ligeramente al de los que impartían sus enseñanzas en latín.
Coincide con esta época la creación de
una cultura eclesiástica nacional en la vecina Armenia, la invención de la
escritura armenia y la traducción de la Biblia al armenio. Una parte de
este país había estado bajo la soberanía bizantina desde Teodosio I, permaneciendo
la mayor parte bajo soberanía persa. Bizancio apoyaba el fortalecimiento
de la conciencia eclesiástica nacional entre el pueblo vecino, al igual que
defendía a los cristianos perseguidos en Persia; lo que dio lugar a un nuevo
enfrentamiento entre ambas potencias. Pero la guerra no aportó ningún reajuste
territorial, y en 422 se firmó una paz que debía durar 100 años, pero que
en la realidad no alcanzó los 20 años.
En los años 40 del siglo V, el Imperio
de Oriente volvió a sufrir otra grave crisis de política exterior, sobrevenida
desde el imperio de los hunos bajo el mando de Atila. Las incursiones
devastadoras de los hunos alternaban con acuerdos de paz que imponían al
Imperio condiciones cada vez más pesadas y humillantes. Toda la Península
Balcánica quedó devastada y saqueada cuando, finalmente, Atila marchó hacia
Occidente después de agotar también las finanzas del Imperio de Oriente. Al
entrar en la Galia, fue vencido por el general occidental Aecio en la batalla
de los Campos Cataláunicos (451). Al año siguiente, Italia fue terriblemente
castigada por los hunos, pero Atila murió súbitamente en 453, y poco después su
enorme imperio se disgregó. Pero ni siquiera la liberación del peligro de los
hunos pudo ya mejorar las circunstancias del Imperio de Occidente, carcomido
por dentro. La situación se agravó sin cesar. Después de ser asesinados Aecio
(454) y Valentiniano III (455), Italia cayó en el caos. Los territorios más
importantes fuera de Italia se encontraban en manos de pueblos germanos que
poco a poco fundaron aquí sus propios reinos: los vándalos en África, los
visigodos en la Galia y en España.
Del caos en el que sucumbía el Imperio
Occidental asomaba, sin embargo, un poder que iba a transformar la vieja
capital imperial convertida en campo de batalla de los pueblos bárbaros en el
centro espiritual del mundo: la Iglesia Romana. Cuando los hunos invadieron
Italia y los vándalos saquearon Roma, en medio de las calamidades más
desesperantes y la descomposición más terrible del Estado, el papa León el
Grande (440-461) supo afirmar el primado de la Iglesia Romana como nadie lo había
conseguido hasta entonces. Roma jugó un papel preponderante en las luchas
dogmáticas del siglo V, que fueron también una pugna entre los centros eclesiásticos
por la dirección de la Iglesia.
El desarrollo del Imperio Bizantino en
el siglo V parece aún más condicionado por las divergencias religiosas que en
época de la controversia arriana Si en la pugna contra el arrianismo se había
aceptado como dogma la perfecta divinidad del Hijo y su identidad en esencia
con el Padre, ahora surgía el interrogante de la relación, entre el principio
divino y el principio humano en Cristo. Según la doctrina de la escuela
teológica de Antioquía, existían en Cristo dos naturalezas separadas y
yuxtapuestas: la Divinidad había elegido para sí al hombre—Cristo nacido de
María como receptáculo—de donde procede la afirmación que María no debería ser
llamada Madre de Dios (Teotochós), sino Madre
de Cristo (Cristotokós). En fuerte contraste
con esta concepción racionalista se encontraba la doctrina mística de Alejandría
acerca del Dios-Hombre en el que se había unido la naturaleza divina con la
naturaleza humana. En el año 428 Nestorio, un representante de la escuela de
Antioquía, ocupó el episcopado de Constantinopla y empezó a propagar desde esta
elevada posición la cristología de Antioquía. Pero surgió un gran adversario
superior a él como teólogo y como político en la persona del patriarca de
Alejandría, Cirilo. Este estaba firmemente respaldado por el monacato egipcio
fiel a él, que representaba un gran poder, y también Roma, por su parte, se
puso del lado del alejandrino. Aunque Nestorio contaba con el apoyo del
gobierno imperial, fue vencido en el tercer concilio ecuménico de Efeso (431) y condenado como herético. Cirilo había
conseguido una gran victoria. Había triunfado sobre el patriarca de la capital
y sobre el gobierno imperial que le había apoyado; se convirtió en jefe de la
Iglesia de Oriente y supo alzar su poder temporal sobre los representantes
locales del Imperio en Egipto. El patriarcado de Alejandría, cuyo prestigio
había ido en aumento desde Atanasio el Grande, llegó con Cirilo al apogeo de su
poder.
Bajo Dióscoro,
sucesor de Cirilo (t 444), Alejandría mantuvo al principio la misma posición de
poder. El gobierno imperial aceptó su derrota y navegó al viento de Alejandría;
el archimandrita Eutiques, representante del partido
alejandrino en Constantinopla, era todopoderoso en la Corte. Entonces se
unieron las sedes eclesiásticas de Constantinopla y de Roma contra Alejandría,
que había llegado a ser demasiado fuerte. Desde el punto de vista de la
política eclesiástica, Dióscoro y Eutiques fueron los discípulos más fieles de Cirilo, pero en cuanto a la dogmática, Eutiques llevó demasiado lejos la doctrina de Cirilo
afirmando que las dos naturalezas de Cristo se habían fundido en una sola
naturaleza divina después de la encarnación. Nestorio había descuidado el
elemento divino en Cristo; Eutiques, por su parte,
restó importancia al elemento humano: la reacción contra la herejía nestoriana
dio lugar a la herejía monofisita. El sínodo patriarcal de Constantinopla condenó
a Eutiques como hereje, y el papa León I se declaró
de acuerdo con el patriarcado de Constantinopla haciendo constar en su célebre Tomo el principio de que incluso después de la encarnación había que distinguir
entre dos naturaleza perfectas en la única persona de Cristo. Así Roma se
encontró unida a Constantinopla en la pugna contra el predominio de Alejandría.
Sin embargo, el partido alejandrino volvió a triunfar, por última vez, en el
Latrocinio de Efeso (449) donde, bajo la presidencia
de Dióscoro, se emitió una profesión de fe monofisita
después de reprimir a la oposición violentamente. A continuación se produjo,
sin embargo, un cambio brusco. A ello contribuyó en gran medida la
circunstancia de que después de la muerte de Teodosio II en el año 450 se
encargase del poder un importante oficial, Marciano, casándose con Augusta
Pulquería, la enérgica hermana de su predecesor.
El nuevo Emperador (450-57) convocó un
concilio en Calcedonia; este concilio—el cuarto ecuménico de la Iglesia—formuló
el dogma de las dos naturalezas perfectas, inseparables pero también
inconfundibles, de Cristo. Se condenaron igualmente el monofisismo y el
nestorianismo, entre los cuales la fórmula dogmática de Calcedonia mantuvo, en
cierto modo, el justo medio. Ya que la salvación sólo parecía garantizada si el
Salvador era tanto Dios perfecto como hombre perfecto.
La victoria de Constantinopla no fue sólo
dogmática sino igualmente político-eclesiástica. La pretensión por parte de la
Nueva Roma de ocupar una posición dominante en la Iglesia Oriental ya había
sido formulada a lo largo del segundo concilio ecuménico de 381, pues según el
canon 3 de este concilio, el obispo de Constantinopla ocuparía el rango
superior en la Iglesia cristiana, inmediatamente después del Papa. Esta
pretensión se vio realizada después de la victoria alcanzada frente Alejandría,
en unión con Roma; ahora Constantinopla emprendió un paso más hacia delante,
que estropeó profundamente la alegría del aliado romano ante la victoria común.
El famoso canon 28 del Concilio de Calcedonia, aun asegurando al Papa la
primacía de honor, determinó, sin embargo, la igualdad absoluta de los obispos
de la Nueva y de la Antigua Roma. Con ello se anunciaba la futura rivalidad
entre ambos centros eclesiásticos. La consecuencia inmediata de las
definiciones de Calcedonia fue, no obstante, un mayor distanciamiento entre el
centro bizantino y las provincias orientales del Imperio. No sólo Egipto, sino
también Siria, el antiguo ámbito de la herejía nestoriana, se confesó
partidaria del monofisismo rechazando el dogma de Calcedonia. Desde entonces,
la oposición entre la Iglesia bizantina diofisita y
las iglesias monofisitas del Oriente cristiano se convirtió en uno de los
problemas eclesiásticos y políticos más ardientes del Imperio bizantino en la
época temprana. El monofisismo expresó el particularismo de Egipto y Siria y
sirvió de consigna al separatismo copto y sirio en su lucha contra la
dominación bizantina.
Aparte de los problemas religiosos,
ocupan el primer plano de la evolución histórica del Imperio del siglo V, las
consecuencias de las sacudidas provocadas por las invasiones que se dan
continuadamente, tanto de Occidente como de Oriente. La aguda crisis étnica
parecía ya vencida en la mitad oriental del Imperio hacia 400, pero después de
desmembrarse el gran reino de los hunos, se inició también aquí una nueva
entrada de pueblos germanos, aumentando de nuevo la influencia del elemento
germano sobre el Estado y el ejército, y al mismo tiempo que el Imperio Romano
Occidental afrontaba su última lucha, también Bizancio se encontró, una vez
más, frente al problema germano. Ya hacia mediados del siglo V, el alano Aspar
tuvo una influencia decisiva sobre el gobierno de Constantinopla. A él le debe
la corona Marciano y sobre todo el sucesor de éste, León I (457-74).
León I fue el primer emperador que
recibió la corona de la mano del patriarca de Constantinopla. Todos sus
predecesores, por muy cristianos que fuesen, se contentaron con recibir la
diadema de un alto mando militar o funcionario, según la tradición romana, ser
elevado sobre el escudo y ser aclamado por el ejército, el pueblo y el senado.
La innovación de 457 es digna de atención con vistas al poder alcanzado por la
sede de Constantinopla en el último concilio ecuménico. Desde entonces, todos
los emperadores bizantinos fueron coronados por el patriarca de la capital
imperial, y con ello el acto de coronación obtuvo el significado de una
consagración religiosa. A la coronación civil de carácter militar se añadió una
ceremonia eclesiástica de coronación que fue eliminando poco a poco la antigua
manera romana y que aparecerá en la Edad Media como el acto de coronación
propiamente dicho.
Con el fin de liberarse de la tutela de
Aspar y de crear un contrapeso frente a sus seguidores ostrogodos, León I se
dirigió al belicoso pueblo de los isaurios. El jefe
de tribu isaurio Tarasikodissa se presentó con un gran séquito en la capital del Imperio, adoptó el nombre
griego Zenón y se casó con la hija mayor del emperador, Adriana (466). La
sustitución de Aspar tuvo como consecuencia un cambio de actitud del gobierno
oriental hacia el gobierno occidental, de cuyos gritos de socorros había hecho caso
omiso hasta entonces, debido a la influencia del alano, enviando en 468 una
gran expedición contra el imperio vándalo en África. La habilidad del gran rey
vándalo Genserico y la incapacidad más absoluta del comandante en jefe
Basilisco, un cuñado de León I, hizo fracasar de manera lamentable la empresa
que costó 130.000 libras de oro al Imperio, a pesar de la enorme superioridad
militar de los bizantinos.
La estrella de Aspar volvió a brillar
una vez más: su hijo Patricio obtuvo la mano de la segunda hija del emperador
y, no obstante su origen extranjero y su credo arriano, fue elevado a César
como presunto sucesor al trono. Pero no tardó en producirse un nuevo movimiento antigermánico en Constantinopla, y en 471 Aspar y su
hijo Ardabur fueron víctimas de un atentado, mientras
que Patricio, pudiendo escapar gravemente herido, fue separado de la hija del
emperador y privado de la dignidad de César. Ahora Zenón controlaba el
gobierno, la oleada isauria reemplazaba a la oleada
germánica. Muerto León I a principios de 474, su nieto León II, hijo de Zenón y
de Adriana, fue su sucesor, siendo Zenón co-emperador de su pequeño hijo, y cuando éste murió en otoño del mismo año, el isaurio subió al trono de Constantinopla en calidad de
único soberano.
Desde un punto de vista cultural, los isaurios estaban, sin duda, en un escalón mucho más bajo
que los godos, que habían tenido acceso con anterioridad a los tesoros de la
cultura grecorromana. Pero, en contraste con los germanos, eran súbditos del
Imperio y, por consiguiente, no contaban como bárbaros en sentido grecorromano.
A pesar de ello, la población bizantina los consideraba extranjeros, y el
ejército isaurio no provocaba menos oposición que el
predominio germano en tiempo de Aspar. Ya en enero de 475, una conspiración
arrancó la corona a Zenón. Dado que la conspiración no encontró a ningún
candidato al trono más digno que Basilisco, el dirigente de la deshonrosa
guerra vándala de 468, Zenón, al cabo de 20 meses, llegó otra vez a poseer el máximo
poder y lo conservó por otros 15 años (476-491), a pesar de innumerables
conjuras y graves guerras civiles.
Su segunda toma de poder coincidió con
la extinción del Imperio de Occidente. El gobierno de Constantinopla no tuvo
más remedio que afrontar los hechos. Ello le fue facilitado por la actitud
conciliadora de Odoacro, quien reconoció expresamente la soberanía del emperador
de Oriente. Así el nuevo dueño de Italia fue nombrado magister militum per Italiam y recibió
la administración del país en calidad de mandatario del emperador. Las
apariencias fueron guardadas, pero de hecho, Italia estaba perdida para el
Imperio encontrándose, como casi todo Occidente, bajo dominio germánico.
La parte oriental del Imperio, en
cambio, iba a librarse completamente de los germanos. La eliminación de Aspar
sólo fue un primer paso en este sentido, ya que la Península Balcánica
continuaba ocupada por fuertes contingentes ostrogodos: en Tracia bajo Teodorico
Estrabón y en Moesia bajo Teodorico el Amalo. Ora los
jefes de tribu germánicos entraban al servicio imperial invistiendo las más
altas dignidades del imperio, ora se revelaban contra el gobierno imperial y
dejaban que sus tropas devastasen el territorio imperial. Tomaban parte en
todas las guerras civiles y luchas de partidos en el Imperio, y muchas veces la
decisión estaba en sus manos. La muerte liberó de Teodorico Estrabón al Imperio
en 481; en cuanto a Teodorico el Amalo, el gobierno bizantino consiguió
enviarle hacia Occidente, donde debía eliminar a Odoacro que se había
enemistado con el gobierno imperial, haciéndose cargo del gobierno de Italia en
su lugar. La dura pugna entre ambos reyes germánicos terminó con la victoria de
Teodorico, quien mató con su propia mano a su rival y se alzó como Señor de
Italia (493). De esta manera se forma el reino de Teodorico el Grande en
Italia. Bizancio no había tenido necesidad de enfrentarse por sí mismo con
Odoacro y, además, se había librado de los inquietos ostrogodos. Al igual que
la crisis en época de Alarico, esta última crisis germánica terminó para el
Imperio de Oriente con la marcha de los godos hacia Occidente, de manera que,
al tiempo que Occidente caía completamente en manos de los germanos, Oriente se
veía definitivamente libre de ellos.
Sin embargo, la liberación de los
germanos no significó una solución al problema étnico mientras pesaba sobre el
Imperio el dominio isaurio. El Imperio, hirviendo de
fiebre bajo la presión germánica y en busca de un remedio, ingirió el
contraveneno isaurio. El remedio actuó, pero la dosis
fue demasiado fuerte y empezó, a su vez, a envenenar el organismo estatal. El
Imperio se convirtió en escenario de sangrientos arreglos de cuentas entre
jefes isaurios, de los cuales uno llevaba la corona
imperial que el otro aspiraba a obtener: durante varios años, Zenón llevó una
verdadera guerra contra su antiguo general líos y su compatriota Leoncio, que
se había erigido en anti-emperador.
El problema religioso quedó igualmente
sin resolver. El monofisismo condenado en Calcedonia ganó cada vez mayor
influencia en las regiones orientales, y por consiguiente se iba agrandando la
discrepancia entre las provincias centrales del Imperio y las orientales. Sin
dudarlo mucho, Basilisco había abrazado el monofisismo y, convencido de su
poder infalible, condenó, por medio de una circular imperial, las decisiones de
Calcedonia, y el Tomus Leonis. Pero
esta medida, que provocó la mayor indignación entre los bizantinos ortodoxos,
precipitó su declive. En cambio, Zenón intentó conseguir un compromiso entre
los monofisitas orientales y la población bizantina diofisita.
En el año 482 publicó, de acuerdo con el patriarca de Constantinopla Acacio, el
llamado Henotikón, un edicto de unión que
acababa las decisiones de los tres primeros concilios ecuménicos, eludiendo,
sin embargo, el verdadero punto litigioso mediante la omisión de los términos
«dos naturalezas» y «una naturaleza». Pero la imposibilidad de un compromiso en
el terreno religioso quedó pronto manifiesta, puesto que, evidentemente, el Henotikón no pudo satisfacer ni a los seguidores de
Calcedonia ni a los monofisitas. En vez de dos eran ahora tres los partidos
enfrentados: los monofisitas declarados, los diofisitas declarados y, además, los tibios de ambos campos que aceptaban la fórmula
imperial de fe. También el Papa rechazó categóricamente el Henotikón y lanzó un anatema contra el patriarca de Constantinopla. Ello incitó a éste a
tachar el nombre del Papa de los dípticos, comenzando un cisma entre Roma y
Constantinopla que iba a durar más de treinta años.
Cuando Zenón murió en 491 y se procedió
a la elección del nuevo emperador, el pueblo aclamó a la emperatriz viuda
diciendo: «¡Dale al Imperio un emperador ortodoxo! ¡Dale al Imperio un
emperador romano!». Las dos cuestiones más candentes de la época—la étnica y la
religiosa—que seguían esperando una solución, estaban presentes en el ánimo de
todos. Constantinopla no quería ser regida por advenedizos extranjeros ni
heréticos por más tiempo. La elección recayó en el alto funcionario de la corte
Anastasio, ya mayor (491-518), que demostró ser un administrador muy capacitado
y rindió grandes servicios a favor de la organización de las finanzas. Perfeccionó
el sistema monetario creado por Constantino el Grande mediante él intento de
dotar el follis de cobre, sometido a grandes
fluctuaciones, de un valor estable en relación a la moneda de oro. Pero ante
todo reorganizó el sistema de recaudar los impuestos. La recaudación de
impuestos en las ciudades, hasta entonces un deber de los curiales ahora
empobrecidos y desautorizados, la confió a los vindices subordinados a la Prefectura de Pretorio. Además, abolió la antigua auri lustralis collatio que pesaba sobre la población urbana, dedicada
al comercio y la industria. Esta medida, que despertó gran alegría entre la
población de las ciudades, significó un importante estímulo para el comercio y
la industria urbana. En cambio, la población campesina no tuvo grandes motivos
de alegría: la abolición de la auri lustralis collatio fue
compensada por la imposición de que, en el futuro, la annona se cobrase en dinero en vez de en productos naturales. La adaeratio generalizada del impuesto territorial es un claro signo de que incluso la agricultura
iba evolucionando hacia una economía monetaria. Al mismo tiempo, el Estado
cubría sus necesidades de suministros naturales mediante la aplicación de la
llamada coemplio, es decir, la venta
obligatoria de productos alimenticios a precios bajos fijados por el gobierno.
Por lo tanto, mientras el agravio de los comerciantes y artesanos experimentó
un alivio importante, las cargas para la población campesina aumentaron sensiblemente,
como lo demostraron claramente las revueltas y los levantamientos populares
bajo Anastasio I. La severa fiscalización del emperador tuvo como resultado
que, a su muerte, en las cajas estatales se hubiera acumulado un tesoro inmenso
de 320.000 libras de oro.
El acceso al trono de Anastasio I
significó el fin del dominio isaurio. Pero durante
bastante tiempo, el emperador tuvo que llevar una verdadera guerra contra los isaurios antes de romper su resistencia (498). Después de
esta fecha, los isaurios fueron transplantados en masa de su patria a Tracia, su poder quedó quebrantado y la crisis étnica de
Bizancio superada. En cambio, la crisis religiosa se agudizó aún más.
Anastasio, aunque al acceder al trono hizo profesión ortodoxa a instancia del
patriarca, fue un ardiente adicto del monofisismo. En un principio se apoyó en
el Henotikón, pero poco a poco orientó su
política eclesiástica hacia un monofisismo más acusado y pasó finalmente por
completo a la corriente monofisita. Grande fue la satisfacción de los coptos y
sirios monofisitas, pero no menos grande el descontento de los bizantinos
ortodoxos. El gobierno de Anastasio se convirtió en una sucesión de revueltas y
guerras civiles, ya que los métodos opresivos de la administración
contribuyeron igualmente a fomentar el descontento. La población se encontraba
en constante agitación, las luchas de los «demos» adquirieron una agudeza
extraordinaria.
Los partidos bizantinos de los Azules y
de los Verdes no eran sólo organizaciones deportivas, sino también políticas, si
bien se unieron a los antiguos partidos del hipódromo llevando los colores y el
nombre de aquéllos; el hipódromo era, al fin y al cabo, lo que el foro en Roma
y el ágora en Atenas, es decir el lugar propio para expresar las aspiraciones
del pueblo. Los partidos populares de los Azules y Verdes, cuyos caudillos eran
nombrados por el gobierno, ejercían también importantes funciones públicas
prestando servicios en la milicia urbana y tomando parte en la construcción de
las murallas de la ciudad. El núcleo de los «demos» parece haber sido formado
precisamente por las fracciones de la población organizada en milicia urbana.
Alrededor de este núcleo se agrupaba, en ambos partidos, la mayor parte de la
población urbana adhiriéndose a los Azules o Verdes, defendiendo a uno de los
partidos y luchando contra el otro. Así es cómo los Azules y los Verdes jugaban
un papel muy importante como portadores y representantes de las aspiraciones
políticas del pueblo en todas las grandes ciudades. Es un error el querer reconocer
en los Azules un partido de la aristocracia y en los Verdes un partido de las
clases sociales inferiores. En ambos partidos, la mayor parte estaba formada
por las masas populares, pero en el partido de los Azules la capa dirigente
parece haber estado formada principalmente por los representantes de la vieja
aristocracia senatorial terrateniente grecorromana, y en el partido de los
Verdes por los representantes del estamento comercial y artesanal así como por
los elementos advenedizos del servicio de la Corte y de la administración
financiera y que procedían en su mayoría de las regiones orientales del imperio.
Por esta razón, los Azules representaban la ortodoxia griega, mientras que los
Verdes eran adictos al monofisismo y a otras herejías orientales. El
antagonismo existente entre los dos partidos se manifestaba en duras y
continuas pugnas: desde mediados del siglo V, la vida política del Imperio
estuvo bajo el signo de constantes luchas entre los Azules y los Verdes. El
poder central se vio obligado a contar con los «demos» como factor de poder
político favoreciendo o uno u otro de los partidos, de manera que, por norma
general, uno de los dos partidos apoyaba al gobierno. Pero a veces los dos
«demos» se unían para luchar juntos contra el gobierno imperial, con el fin de
defender sus aspiraciones de libertad contra el absolutismo del poder central,
ya que en las organizaciones de los «demos» pervivían las tradiciones de
libertad de las ciudades antiguas.
El emperador Anastasio I, cuya política
económica favorecía el comercio y la artesanía y cuya política religiosa
apoyaba abiertamente a los monofisitas, era amigo de los Verdes. Como consecuencia
de ello, los Azules se levantaron contra él. Repetidas veces fueron encendidos
los edificios públicos, las estatuas del Emperador volcadas y arrastradas por
las calles; en el hipódromo se produjeron varias veces manifestaciones hostiles
contra la sagrada persona del Emperador: el anciano soberano fue insultado,
incluso le tiraron piedras. En el año 512 estalló una revuelta en
Constantinopla a causa de un apéndice añadido al Trisagion (el «Tres veces Santo» de la liturgia), que casi le costó el trono a Anastasio.
La crisis culminó en la rebelión del gobernador de Tracia, Vitaliano quien, a partir de 513, atacó tres veces las murallas de Constantinopla por
tierra y por mar. El emperador, que en los momentos de mayor peligro se decidía
a hacer concesiones, solía volver siempre a la vieja política apenas se había
producido una distensión, de manera que el Imperio no salía del estado febril.
Ciertamente la revuelta de Vitaliano no se debió
únicamente, y ni siquiera en primer lugar, a motivos religiosos, pero el hecho
de que se alzase frente al emperador monofisita como defensor de la ortodoxia,
dio una fuerza especial a su empresa. El gobierno de Anastasio había demostrado
que la política eclesiástica monofisita llevaba a un callejón sin salida. La
pacificación en el lejano Egipto y en Siria, cuya duración parecía más que dudosa,
se compró al precio de un estado de intranquilidad permanente en las provincias
centrales del Imperio.
3.
LA OBRA DE RESTAURACIÓN DRE
JUSTINIANO Y SU DERRUMBAMIENTO
La crisis de la que fue víctima la parte
occidental del Imperio Romano, fue vencida por la parte oriental del Imperio
gracias a su organismo más sano, su economía más fuerte y su población más
densa. Sin embargo, esta parte del Imperio pasó por la misma crisis, vivió
todos los terrores de las migraciones y luchó durante un siglo entero contra el
peligro de una barbarización en su sistema estatal y militar. En la época en la
que las oleadas migratorias se cernían sobre Occidente, el propio Bizancio se
encontraba atenazado por todas partes y en pocas ocasiones se atrevía a
abandonar su papel de espectador. Al pasar del siglo V al VI, la crisis étnica
en Oriente estaba definitivamente vencida, y entonces Bizancio parecía
finalmente capacitado para ejercer una política más activa y emprender el intento
de salvar los territorios occidentales perdidos. Al igual que la idea de la
unidad del Imperio pudo perdurar, también había quedado viva la idea de la
universalidad del Imperio. Romano, pese a las conquistas germánicas en
Occidente. El emperador romano seguía siendo el jefe supremo de toda la Orbis
romana y del Ecumene cristiano. Los territorios que
habían pertenecido al Imperio Romano siguieron siendo considerados su posesión
eterna e irrevocable, aunque fuesen administrados por reyes germanos. Tanto es
así que al menos estos mismos reyes reconocieron, en un principio, la soberanía
del Emperador romano ejerciendo ellos sólo el poder que éste les delegaba. Era
un derecho natural del Emperador romano el hacerse restituir la herencia
romana. Incluso era su misión sagrada liberar el territorio romano del dominio
de bárbaros extranjeros y arrianos heréticos, para restablecer el Imperio en
sus antiguas fronteras como un único Imperio romano y ortodoxo. La política de
Justiniano I (527-65) se puso al servicio de esta misión.
De hecho, Justiniano ya dirigía la
política imperial bajo su tío Justino I (518-27), el cual, nacido en el pueblo Tauresio (en las cercanías de Naissus), había ingresado en
el ejército imperial ascendiendo a oficial y luego a comandante en jefe de la
guardia de los «excubitores» para ser elegido,
finalmente, Emperador al morir Anastasio. La ruptura con la política monofisita
se debe a Justiniano, siendo también suya la reconstrucción de la unidad
eclesiástica con Roma, condición indispensable para la realización de las
grandes metas políticas en Occidente. La mejor prueba de la fuerza civilizadora
ejercida por la capital bizantina es el hecho de que Justiniano, hijo de un
campesino procedente de una provincia balcánica, se convirtiera en el espíritu
más cultivado y sabio de su siglo. Pero una prueba irrefutable para la grandeza
personal de Justiniano es el alcance universal de sus objetivos políticos y la
extraordinaria variedad de su actuación. Las debilidades de su carácter, por
muy numerosas y embarazosas que hayan sido, se borran ante el poder de su
espíritu universal. Es cierto que no fue él, sino Belisario y al lado de éste
Narsés, quien dirigió las grandes campañas de conquista; no él, sino el
Prefecto de Pretorio Juan de Capadocia, quien tomó las medidas administrativas
más importantes. Pero él fue el inspirador de todas las grandes empresas de
gran era. La eterna nostalgia de los bizantinos era la restauración del Imperio
Romano universal. La política restauradora llevada a cabo por Justiniano fue la
más espléndida expresión de esta nostalgia. Por esta razón fue un gran ejemplo
para la posteridad, pese a que la obra de restauración no fuese duradera y su
derrumbamiento tuviese las más graves consecuencias para el Imperio.
En el año 533, Belisario pasó a África
con un pequeño ejército de unos 18.000 hombres. Los tiempos del poderío
vándalo, fracasaron estrepitosamente bajo Genserico, ya habían pasado: mientras
que en la gran expedición de 468, Belisario sometió en poquísimo tiempo el reino
vándalo. Vencido definitivamente en Decimum y Tricamarum, el rey vándalo Gelimero tuvo que someterse, y en 534 Belisario entró como triunfador en Constantinopla.
No obstante, continuó una agotadora guerra de guerrillas contra las tribus
moras locales que durante largos años (hasta 548) ofrecieron una resistencia
tenaz a la dominación bizantina. Pero ya en 535 Belisario emprendió la campaña
contra el reino ostrogodo. También esta guerra tenía, en un principio, la
apariencia de una marcha triunfal. Mientras un ejército bizantino entraba en
Dalmacia, Belisario ocupaba Sicilia y penetraba en Italia: Nápoles y Roma
cayeron, una tras otra. Pero entonces empezó una dura lucha; en Roma Belisario
tuvo que mantener un largo sitio, y le costó un enorme esfuerzo abrirse camino
hacia el Norte, tomar posesión de Rávena y vencer al valiente rey godo Vitiges,
a quien condujo como prisionero a Constantinopla, tal como lo había hecho otra
vez con el vándalo Gelimero (540). Sin embargo, los
ostrogodos volvieron a recuperarse bajo el enérgico mando de Totila, y en toda
Italia se inició una lucha desesperada contra el dominio bizantino. La
situación era más grave que nunca, Belisario fue vencido en varias ocasiones y
los frutos de sus anteriores éxitos se desvanecieron. Fue Narsés, el estratega
genial y astuto diplomático quien, después de una larga y tenaz lucha,
consiguió romper la resistencia enemiga. El país estaba a los pies de
Justiniano—después de una guerra de veinte años llena de vicisitudes (555). La
restauración del poder bizantino fue acompañada por el restablecimiento de las
antiguas condiciones socio-económicas. La aristocracia terrateniente desposeída
por los ostrogodos obtuvo de nuevo sus bienes y sus privilegios.
Las grandes conquistas culminaron en la
guerra contra los visigodos en España. Interviniendo, una vez más, en las
querellas de los gobernantes locales, Bizancio consiguió desembarcar un
ejército en España y ocupar la parte sudoriental de la Península Ibérica (554).
El antiguo Imperio parecía haber resucitado. Sin embargo, no era poco lo que
faltaba del territorio romano de antaño; pero Italia, la mayor parte de África
del Norte, una parte de España y las islas mediterráneas habían sido
arrebatadas a los germanos y se encontraban bajo el cetro del emperador de
Constantinopla. El Mediterráneo volvió a ser un mar interior del Imperio.
El revés de estos grandes éxitos no se
hizo esperar. Las guerras en Occidente habían dejado al descubierto la frontera
del Danubio, paralizándose igualmente las fuerzas defensivas del Imperio frente
a Persia. Ya bajo Anastasio I, Martyrópolis, Teodosiópolis, Amida y Nisibis habían caído temporalmente en manos de los persas. En 532 Justiniano firmó una
«paz eterna» con el Gran Rey Cosroes Iº Anushirvan (531-79) comprando,
mediante el pago de tributos, la libertad de movimiento en Occidente. Pero la
paz eterna se vio violada por Cosroes, quien entró en
Siria, destruyó Antioquía y avanzó hasta el litoral. Al norte los persas
destruyeron Armenia e Iberia apoderándose del territorio de Lázica en la costa este del Mar Negro. Justiniano se aseguró, mediante el aumento de
los tributos, un armisticio por otros cinco años, que fue prolongado por dos
veces consecutivas hasta que se firmó, finalmente, un tratado de paz definitivo
para 50 años en 562. El precio consistió en un nuevo aumento de tributo, pero
el emperador bizantino consiguió, al menos, que los persas evacuasen Lázica. Se había iniciado la gran expansión del poderío
persa y Bizancio se vio claramente eclipsado en Asia Anterior.
Las consecuencias de los acontecimientos
eran aún más graves en la Península Balcánica. Apenas concluida la gran
migración germánica, nuevos pueblos aparecieron en las fronteras. El avance de
los eslavos revistió particular importancia. Ya bajo Justino I, los antas
habían efectuado un ataque sobre el Imperio. Pero a partir de los primeros años
de gobierno de Justiniano, las tribus eslavas, unidas a los Búlgaros, no
dejaban de invadir el territorio balcánico. Las grandes guerras de conquista en
África e Italia restaban fuerza al Imperio en la defensa de los Balcanes.
Justiniano había levantado un magnífico sistema de fortificaciones a lo largo
de las fronteras tanto en Asia como en Europa: en la Península Balcánica,
recorrían cinturones fortificados el interior, detrás de la línea fortificada
del Danubio. Pero las más fuertes construcciones apenas servían para nada,
puesto que faltaban las tropas necesarias. Los eslavos se esparcieron sobre la
Península Balcánica hasta el Mar Adriático, el Golfo de Corinto y hasta el
litoral del Mar Egeo. De esta, manera las provincias centrales del Imperio eran
saqueadas al tiempo que las tropas bizantinas celebraban sus victorias en el
lejano Occidente. Es verdad que, al principio, las hordas bárbaras invasoras se
conformaron con el pillaje a lo largo del país retirándose tras el Danubio con
su botín. Pero las migraciones eslavas ya se iban extendiendo por tierras imperiales,
y no estaba lejos el momento en que los eslavos se establecerían
definitivamente en la Península Balcánica.
A los peligros de política exterior se
sumaban graves trastornos interiores. Una lucha feroz surgió entre el poder
central autocrático y las organizaciones políticas del pueblo, y ya en enero de
532 estalló en Constantinopla la terrible insurrección llamada Nika. Durante el
gobierno de Justino I y contra los Verdes favorecidos por Anastasio, Justiniano
había fomentado a los Azules, ya que éstos apoyaban su política estatal y
eclesiástica. Una vez llegado al poder hizo, sin embargo, un intento de
librarse de la influencia de los «demos», permitiendo que los órganos de
gobierno actuasen con severidad contra los intranquilos partidos populares. Las
medidas represivas, que afectaban a ambos partidos, convirtieron tanto a los
Azules como a los Verdes en enemigos del emperador, ya que su política de
grandes empresas exigía a la población inmensos sacrificios. Ambos «demos» se unieron
en una lucha conjunta contra el poder central. En el hipódromo retumbó un grito
insólito: «Muchos años para los misericordiosos Verdes y Azules». La
insurrección tomó dimensiones insospechadas, la capital ardió en llamas, un
sobrino de Anastasio I, fue proclamado emperador e investido con la púrpura en
el hipódromo. Justiniano se creyó perdido y quiso huir. La audaz emperatriz
Teodora le disuadió de ello, pero le salvaron el trono la decisión de Belisario
y la habilidad de Narsés. Mediante el diálogo con los Azules, Narsés rompió el
frente de los insurrectos, mientras que Belisario irrumpió en el hipódromo con
una tropa de guerreros fieles al emperador asesinando a los sorprendidos
rebeldes. Una masacre horrible, que costó la vida a miles de personas, puso fin
al movimiento revolucionario. La autocracia bizantina había triunfado sobre las
aspiraciones de libertad de los municipios personificadas en los «demos». Los
colaboradores más importantes del emperador, sustituidos con anterioridad por
requerimiento del pueblo, fueron convocados de nuevo. Hagia Sofía volvió a surgir con nuevo esplendor: en lugar del viejo santuario,
reducido a cenizas, se levantó el magnífico edificio cupulado de Justiniano,
una obra que creó una nueva era en el desarrollo de la arquitectura cristiana.
Sin embargo, el aplastamiento de la insurrección produjo una distensión sólo
aparente. Las cargas impuestas a la población por la política justinianea
fueron cada vez más pesadas, aumentando sin límites como consecuencia de las
empresas guerreras y de la actividad constructora extremadamente intensiva del
emperador. El precio pagado por las conquistas justinianeas era el total
agotamiento financiero de todo el país.
El Prefecto de Pretorio Juan de
Capadocia que tenía el ingrato encargo de proporcionar los medios para las
costosas empresas de su Señor, se atrajo el odio despiadado de la población.
Pero su obra representa el trabajo positivo de administración realizado en
época de Justiniano; a él está dirigida la mayoría de las Novelas justinianeas, y él es el principal artífice de las medidas enérgicas contra el
exceso de poder de la aristocracia latifundista. Sin embargo, estas medidas no
tuvieron el éxito deseado; el aumento de la gran propiedad continuó, en
detrimento tanto de la pequeña propiedad particular como a costa de los
dominios estatales. Las medidas administrativas de Justiniano pretendían una
organización más rigurosa del sistema administrativo, la abolición de la
venalidad de los cargos públicos y sobre todo la recepción garantizada de los impuestos.
El principio diocleciano-constantiniano de separar el
poder militar del civil en las provincias fue abandonado. Pero la unificación
de ambos poderes sólo se llevó a cabo en ciertas regiones, de manera que en algunas
predominaba el poder militar, en otras el civil. Las reformas administrativas
de Justiniano carecían de una directriz general clara y no pudieron establecer
una nueva regulación básica para el sistema administrativo anticuado. Dichas
reformas dieron lugar a unas formas intermedias que sólo representan el
tránsito del claro orden diocleciano-constantiniano a
un orden opuesto, aunque igualmente claro, del sistema administrativo de
Heraclio.
El gobierno de Justiniano demostró una
gran actividad en su política económica, estimulando el comercio y la
industria. Situada en el camino natural del comercio entre Asia y Europa,
Constantinopla controlaba el intercambio entre ambos continentes. El comercio
mediterráneo se encontraba enteramente en manos de comerciantes griegos y
sirios. El papel principal del Imperio Bizantino no consistía, sin embargo, en
el intercambio comercial con los países empobrecidos de Occidente, sino más
bien en el comercio con Oriente, con China e India. Pero su comercio con
Oriente era pasivo, pues a pesar de que Bizancio exportaba hacia Oriente telas
preciosas y vajilla procedentes de los talleres sirios, la necesidad de los
bizantinos en artículos de lujo orientales, sobre todo de seda, estaba muy por
encima de sus exportaciones. Aún más pesaba el hecho que el comercio con China
requería la mediación persa, lo que, incluso en tiempos de paz, traía consigo
gastos innecesarios y aumentaba la salida de oro del Imperio llevando, durante
las frecuentes hostilidades con el Imperio Sasánida, a la suspensión de las
importaciones de seda. La ruta hacia China pasaba por territorio persa, y
también el tráfico por mar en el Océano Indico estaba controlado por
comerciantes persas que navegaban desde el Golfo Pérsico a Taprobana (Ceilán) y recibían allí las mercancías procedentes de China.
El gobierno de Justiniano intentó
establecer una relación con China a través de sus bases en Crimea: Querson y Bosforo, y en el
Cáucaso a través de Lázica. Desde estos puntos, los
bizantinos mantuvieron relaciones comerciales muy intensivas con los pueblos de
la estepa al norte del Ponto, a los cuales suministraban tejidos, adornos y
vino a cambio de pieles, cueros y esclavos. Por esta razón Bizancio estaba tan
interesada en fortalecer su influencia en Crimea y en el Cáucaso. La cuestión
del comercio de seda puso en relación, por vez primera, a bizantinos y turcos,
que entonces habían extendido su gobierno hasta el Cáucaso septentrional y que,
igual que los bizantinos, se hallaban enfrentados a los persas debido al
comercio de seda. Bajo el sucesor de Justiniano, Justino II, los bizantinos
concluyeron una alianza con los turcos para luchar conjuntamente contra el
reino persa.
Por otra parte, el gobierno de Justiniano
se esforzaba por asegurarse el camino por mar hacia el Océano Índico a través
del Mar Rojo; intentó fortalecer su propio tráfico marítimo con Oriente y
estableció relaciones con el reino etíope de Axum.
Pero ni los comerciantes bizantinos ni los etíopes consiguieron arrebatar a los
persas el dominio del Océano Índico. El camino por tierra desde las orillas del
Mar Negro hasta Asia Interior era, sin embargo, difícil y peligroso. Así
resultó ser una gran suerte para el Imperio el hecho de que sus agentes
consiguiesen hacerse con el secreto de la producción de seda y pasar de
contrabando gusanos de seda a Bizancio. Pronto la producción de seda bizantina
llegó a ser muy floreciente, sobre todo en el mismo Constantinopla, en
Antioquía, Tiro y Beirut, más adelante también en Tebas. Esta producción
constituyó una de las ramas más importantes de la industria bizantina y, al ser
monopolio del Estado, una de las fuentes de ingreso más caudalosas del Imperio
Bizantino.
La obra mayor y más duradera de la época
justinianea es la codificación del derecho romano. Bajo la dirección de
Triboniano, la empresa fue realizada en un espacio de tiempo sorprendentemente
corto. Para empezar se llevó a cabo una recolección de las constituciones
imperiales desde la época de Adriano, con ayuda del Codex Theodosianus y de las recopilaciones particulares
hechas bajo Diocleciano: el Codex Gregorianus y el Codex Hermogenianus.
Esta recopilación fue publicada en 529 con el nombre de Codex Justinianus, y cinco años más tarde apareció una
edición completada. Las Dgesta (Pandectae)
publicadas en 533 significaron un esfuerzo todavía mucho mayor: contienen una
recopilación de aquellos escritos de los juristas clásicos que formaban el
segundo grupo del derecho en vigor, paralelamente a las leyes imperiales. Si
bien el Codex Justinianus sobrepasaba en mucho
a sus antecesores, se basaba, al fin y al cabo, en los trabajos previos de los
siglos anteriores. Las Digesta, en cambio,
fueron una creación completamente nueva. Por primera vez, se ordenaron
sistemáticamente las innumerables y muchas veces contradictorias opiniones de
los juristas romanos. Al lado del Codex y de las Digesta se encuentran las Instituta pensadas como guía para el estudio jurídico
y que contienen una selección de las dos obras fundamentales. El Corpus
iuris civilis de Justiniano se vio completado por
la recopilación de las Novellae, en la que se
incluían las ordenanzas promulgadas después de publicarse el Codex. El Codex,
las Digesta y las Institutase publicaron en latín, la mayoría de las Novellae,
en cambio, ya en griego. Pronto aparecieron también traducciones griegas
correspondientes a las principales partes del Corpus, así como extractos y
comentarios.
La codificación del derecho romano
dotaba al Estado centralista de una base jurídica homogénea. Con una claridad
insuperable y con precisión, el derecho romano recopilado por los juristas
bizantinos regulaba toda la vida pública y privada, la vida del Estado tanto
como la del individuo y de su familia, la relación entre los ciudadanos, sus
actividades comerciales y su propiedad. Hay que decir que el Corpus iuris civilis no constituye una reproducción mecánica y por
ello absolutamente fiel, del antiguo derecho romano. Los juristas de Justiniano
no sólo abreviaron, sino también cambiaron los clásicos textos jurídicos
romanos, con el fin de adaptar el derecho codificado a la organización social y
las condiciones de su época, y para ajustarlo tanto a los preceptos de la moral
cristiana como al derecho consuetudinario del Oriente helenizado. Muchas veces
la influencia del Cristianismo condujo a conceptos jurídicos más humanos, sobre
todo en el derecho familiar. Por otra parte, la exclusividad dogmática de la
religión cristiana tuvo como consecuencia la negación de cualquier protección
jurídica a otras confesiones. Si la obra legislativa de Justiniano proclama,
pues, la libertad e igualdad de todos los hombres, no hay que sobrevalorar la
efectividad práctica de estas nobles ideas. El hecho de que la situación de los
esclavos se suavice en el derecho justinianeo facilitando su liberación e
incluso recomendándola, sólo en parte se debe considerar como resultado de
estos elevados principios y de la concepción cristiana. Mucho más influye el
hecho de que en la vida económica del siglo VI, la mano de obra esclava, especialmente
en la agricultura, ya sólo jugaba un papel subordinado. Desde hacía bastante
tiempo, el colono era el que llevaba el peso de la producción, y con él, el
derecho justinianeo no tiene consideración ninguna. Sin piedad, la sujeción a
la tierra es inculcada al colono, con lo que la dependencia de la mayoría de la
población campesina se establece, una vez más, por la ley.
Un rasgo eminentemente característico de
la legislación justinianea es el énfasis puesto en el absolutismo imperial.
Justificando jurídicamente el poder monárquico, el Corpus iuris civilis influyó de manera persistente en el desarrollo
de las ideas políticas no sólo en Bizancio, sino también en Occidente. En
Bizancio, el derecho romano representó, en todo tiempo, el fundamento de la
vida jurídica. La obra legislativa de Justiniano es la base de todo desarrollo
jurídico posterior del Imperio Bizantino.
Justiniano fue el último emperador
romano en el trono imperial bizantino. Pero fue, al mismo tiempo, un soberano
cristiano, profundamente consciente de que su poder imperial emanaba de la
gracia divina. Sus tendencias universalistas no eran sólo de origen romano,
sino que tenían también una base cristiana. Para él, el concepto de Imperio
Romano era idéntico al de Ecumene cristiano, la victoria
de la religión cristiana era un deber tan sagrado como la restauración del
poder romano. Desde Teodosio I, ningún soberano se esforzó tanto como él en
cristianizar el Imperio y extirpar el paganismo. Por muy minoritario que fuere,
ya entonces, el estrato pagano, la influencia del paganismo en la ciencia y la
educación seguía siendo fuerte. Justiniano retiró a los paganos el derecho a
enseñar, y en 529 cerró la Academia de Atenas, el refugio del neoplatonismo
pagano. Los sabios expulsados se instalaron en la corte del Gran Rey persa
llevando a Persia los frutos de la cultura griega. En Bizancio, la religión
antigua había muerto, y con ello se cerró un gran período de historia de la
humanidad.
En la persona de Justiniano la Iglesia
cristiana no sólo encontró un asiduo protector, sino también su jefe. Porque
aun siendo cristiano, Justiniano era romano, siéndole completamente ajena la
idea de una autonomía de la esfera religiosa. Papas y patriarcas eran considerados
y tratados por él como sus siervos. De la misma manera asumía el mando del
Estado que dirigía la vida eclesiástica, interviniendo personalmente en cada
detalle de su organización. Se reservaba incluso el derecho de decidir en
cuestiones dogmáticas y litúrgicas: dirigía asambleas eclesiásticas, redactaba
tratados teológicos, escribía himnos religiosos. En la historia de las
relaciones Iglesia-Estado, el siglo de Justiniano significa el apogeo de la
influencia imperial en la vida eclesiástica. Ningún emperador bizantino, ni
antes ni después de él, ha ejercido un poder tan ilimitado en la Iglesia como
Justiniano.
El problema político-eclesiástico más
candente seguía siendo la actitud frente al monofisismo. La política de
conquista en Occidente exigía un entendimiento con la Iglesia romana y, por
consiguiente, una posición antimonofisita. Esta
actitud ahondó, sin embargo, la antigua aversión de Egipto y Siria contra la
metrópoli bizantina, dando nuevos estímulos a las fuerzas separatistas copias y
sirias. Pero si la paz con la Iglesia occidental sólo se podía comprar mediante
un ahondamiento del antagonismo de Oriente, en contrapartida, el acercamiento a
las iglesias monofisitas de Siria y Egipto sólo era posible al precio de la
ruptura tanto con Occidente como con la población de las provincias bizantinas
centrales. En vano Justiniano buscaba un equilibrio. El hecho de que hiciera
condenar por el quinto concilio ecuménico de Constantinopla (553) los llamados Tres
Capítulos—los escritos sospechosos de tendencias nestorianas de Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto de Ciro e Ibas de Edesa—sólo provocó
nuevas polémicas sin satisfacer a los monofisitas, y sus otros intentos de
acercamiento al monofisitismo únicamente acrecentaron
los antagonismos dentro del Imperio. De esta manera los sucesores de Justiniano
renunciaron a estas tentativas y se colocaron de nuevo en el terreno dogmático
de Calcedonia.
Pese a todos sus defectos, el Imperio de
Justiniano demuestra, indiscutiblemente, una poderosa plenitud de poder. Como
si, una vez más, quisiese dar todo lo que llevaba dentro, el viejo Imperio
desplegó todas sus fuerzas y tomó su último gran impulso político y cultural.
Su dimensión territorial volvió a alcanzar un punto culminante, abrazando todo
el mundo mediterráneo. En literatura y arte, la vieja cultura vivió un
florecimiento único bajo envoltura cristiana, a lo que pronto seguiría un largo
período de decadencia cultural. El siglo de Justiniano no significó como él
quería, el principio de una nueva era, sino el final de una gran época
agonizante. No le fue concedido a Justiniano renovar el Imperio. Sólo consiguió
restaurarlo exteriormente por poco tiempo; el envejecido Estado romano tardío
no experimentó una regeneración interna bajo su gobierno. Por esta misma razón,
la restauración territorial careció de un fundamento sólido, y por ello las
consecuencias del súbito derrumbamiento de la obra restauradora justiniana
fueron doblemente graves. Después de tantos éxitos brillantes, Justiniano dejó
a sus sucesores un Imperio completamente agotado en su interior, arruinado
tanto económica como financieramente. Estos tendrán que rellenar ahora las
grandes lagunas dejadas por el gran emperador para salvar lo que aún era salvable.
El golpe más duro lo recibió el Imperio
en Italia, el territorio más importante del Imperium restaurado, cuya reconquista había exigido tantos esfuerzos y había costado los
mayores sacrificios. Ya en 568 los lombardos irrumpieron en ella, y en breve
espacio de tiempo una gran parte del territorio había caído en sus manos. En España
se inició el contraataque de los visigodos. La base más importante, Córdoba, ya
recuperada por primera vez en 572, se perdió definitivamente para el Imperio en
584, y 40 años más tarde, los últimos residuos de las conquistas justinianeas
en el sur de España volvieron a ser visigodas. Es verdad que el Imperio pudo
mantener su posición en el norte de Africa—aunque
bajo una constante y desgastadora guerrilla con las tribus moras locales—hasta
que acaeció la gran invasión árabe; y en Italia misma importantes extensiones
quedaron bajo su dominio varios siglos más. Los restos de la derrumbada obra de
restauración justinianea formaron así la base para una posición de poder en
Occidente... en los tiempos venideros. Pero el anhelado poder universal se
había desvanecido.
De nuevo el centro de gravedad de la
política bizantina se trasladó, necesariamente, hacia Oriente. El deber
primordial para los sucesores de Justiniano fue la necesidad de fortalecer la
posición tambaleante en Asia Anterior. Una actitud firme frente al imperio
persa será la característica principal de la política exterior bizantina
durante los siguientes decenios. A pesar del agotamiento interior del Imperio,
el sobrino y sucesor de Justiniano, Justino II (565-78) no dudó en negar los
estipulados pagos tributarios al Gran Rey persa. Esto equivalía a una ruptura
del tratado de paz, cuya firma había costado tantos esfuerzos a Justiniano. Una
dura y larga guerra estalló. Estaba en juego, ante todo, Armenia, este país
estratégico y político-comercialmente importante
en extremo, que desde siempre había representado la manzana de la discordia
entre ambos Imperios. En esta época Bizancio estaba, más que nunca, interesada
en anexionarse las provincias armenias. Si en el pasado la afluencia de los germanos
había provocado una grave crisis para el Imperio, la retirada de los germanos haaci Occidente produjo una crisis no menos aguda al no
poder cubrir Bizancio su necesidad de mercenarios. Tuvo que recurrir en mayor
medida al reclutamiento de la población indígena, por lo que dirigía su mirada
hacia el pueblo belicoso de Armenia. A lo largo de 20 años enteros los
emperadores Justino II, Tiberio Constantino (578-582) y Mauricio (582-602)
volcaron toda su fuerza en una guerra de éxitos oscilantes, hasta que los
disturbios surgidos en el Imperio Persa le dieron un giro feliz y la energía
del emperador Mauricio aportó una decisión favorable para Bizancio. Con su
apoyo, el joven Cosroes II Parviz, un nieto del gran Cosroes, llegó a ocupar el trono real y concluyó entonces
un tratado de paz con el Imperio
Bizantino, según el cual gran parte del Armenia persa quedó adjudicada a los
bizantinos (591)
Mauricio pertenece al grupo de los
soberanos bizantinos más destacados. Su gobierno representa una etapa
importante en el desarrollo del tardo-romano. Estado caduco hacia un nuevo orden
vital del Imperio Bizantino medieval. El giro hacia Oriente y el inevitable
abandono de la mayoría de los territorios occidentales anexionados bajo
Justiniano no significó una renuncia de principio a los intereses imperiales en
Occidente. Mauricio pudo al menos salvar parte de las posesiones occidentales
para el Imperio durante un largo espacio de tiempo, gracias a medidas
organizadoras que hicieron época. Recogiendo los residuos del poder
justinianeo, creó los exarcados de Rávena y Cartago, que intentó fortalecer
militarmente mediante una organización rigurosa. Tanto el territorio al norte
de África, como la región de Rávena rodeada de las conquistas lombardas, fueron
estructuradas por él como gobiernos militares, sometiendo a los exarcas la
jurisdicción no sólo de la administración militar, sino también de toda la
administración civil. Los dos exarcados se convirtieron en puestos avanzados
del poder bizantino en Occidente. Su organización abrió la época de militarización
de la administración bizantina y creó el modelo para la posterior constitución
en themas.
Hasta qué punto Mauricio estaba
dispuesto a renunciar a las posesiones occidentales lo demuestra el testamento
que redactó habiendo caído gravemente enfermo en el año 597. Según este testamento,
su hijo mayor, Teodosio, debería gobernar en Constantinopla sobre Oriente, el
segundo, Tiberio, en Roma sobre Italia y las islas occidentales. Roma debería
volver a ser Urbe imperial en calidad de segunda capital del Imperio. La idea
del Imperio Universal no era abandonada, al igual que permanecía viva la
tradición de soberanía plural y la división de un Imperio Romano único.
Si bien se había restablecido la calma
en Asia—aunque sólo provisionalmente—, si en Occidente se había salvado lo que
se pudo de la orgullosa obra de Justiniano, la situación en los Balcanes era
cada vez más caótica. La confusión allí reinante desde las invasiones eslavas aumentó
aún más desde que los avaros irrumpieron en Europa Central. En la llanura
panónica se había formado una potente alianza de pueblos, y desde entonces
Bizancio se encontraba, en el Danubio medio, bajo la creciente presión de los
avaros y de las tribus eslavas tributarias de éstos. Pronto surgió una lucha
encarnizada en torno a las fortificaciones fronterizas bizantinas que protegían
los pasos a través del Danubio y del Save. Después de
un largo y duro sitio, el khagan de los avaros, Baian, entró en Sirmium en 582. Dos años más tarde
sucumbieron Viminacium y, transitoriamente, Singidunum.
El sistema defensivo bizantino quedó roto, y en tandas la oleada ávaro-eslava
se extendió por toda la Península Balcánica. Al mismo tiempo penetraron en las
provincias bizantinas, a lo largo del cauce del bajo Danubio, las tribus
eslavas independientes de los ávaros. En esta época tuvieron lugar los primeros
ataques eslavos y ávaro-eslavos a Tesalónica (584 y 586). Lo más destacado es,
sin embargo, que a partir de los años 80 del siglo VI se inició el asentamiento de los eslavos
en la Península Balcánica. Las tribus eslavas ya no se conformaron con el
pillaje, sino que se instalaron en territorio bizantino tomando posesión del
suelo.
De los grandes acontecimientos
exteriores de la época bizantina temprana, ninguno fue tan trascendente para el
desarrollo futuro del Imperio Bizantino como la penetración de los eslavos en
los Balcanes. Todas las demás invasiones bárbaras, a las cuales estaba expuesto
entonces el Imperio, tuvieron un carácter pasajero, e incluso la gran migración
de los germanos, por mucho que haya repercutido en el desarrollo de la historia
bizantina, pasó, finalmente, sólo bordeando el Imperio de Oriente. Los eslavos,
en cambio, se quedaron para siempre en los Balcanes, y con este asentamiento
eslavo empezó aquel proceso que más tarde condujo a la formación de reinos
eslavos independientes en territorio bizantino.
Las guerras de conquista llevadas a cabo
en Occidente bajo Justiniano y las constantes luchas contra Persia en tiempos
de sus sucesores obligaron a Bizancio a permanecer a la defensiva en la
Península Balcánica. Sólo el desenlace victorioso de la guerra contra Persia
hizo posible una gran ofensiva contra los eslavos en la región del Danubio.
Efectivamente, sólo una gran expedición fructuosa contra las principales bases
de los eslavos al otro lado del Danubio parecía poder proteger la frontera
septentrional del Imperio contra futuras invasiones enemigas asegurando así al
Imperio la posesión de la Península Balcánica. En 592 empezó, pues, la guerra
que decidiría sobre el destino de los Balcanes. Al principio parecía tomar un
desarrollo favorable a los bizantinos. Repetidas veces cruzaron el Danubio y
obtuvieron varias victorias sobre eslavos y ávaros. Pero tales éxitos aislados
eran poco efectivos sobre la enorme masa eslava. La lucha se prolongó, la
estrategia bélica en la apartada región se hizo difícil, y la moral del
ejército disminuyó de una manera inquietante.
El poder gubernativo había perdido mucho
de su autoridad desde el fracaso de la restauración justinianea. Como reacción
natural contra el absolutismo justinianeo, fue creciendo no sólo la importancia
política del Senado, sino también el afán de libertad entre el pueblo. En los
años críticos a caballo entre el siglo VI y VII, la actividad de los «demos» alcanzó un
nuevo punto culminante. Las contradicciones sociales y religiosas cada vez más
marcadas desembocaron en luchas internas y frecuentes choques entre Azules y
Verdes en todas las grandes ciudades del Imperio. En el ejército se hizo notar
un fuerte retroceso de la disciplina, y muchas veces se produjeron
manifestaciones de descontento, ya que el gobierno, obligado a medidas de
ahorro, regateaba las soldadas. El profundo malestar que se había apoderado del
Imperio, se extendió también al ejército, cansado y desanimado por una guerra
sin esperanzas. Cuando el ejército recibió en 602 de nuevo la orden de invernar
en sus puestos al otro lado del Danubio, la revuelta estalló abiertamente.
Focas, un oficial subalterno medio bárbaro, fue elevado sobre el escudo y
marchó contra Constantinopla a la cabeza de los soldados sublevados. Entonces
la rebelión estalló también en la capital. Los dos partidos rivales entraron en
la lucha contra el gobierno imperial. Mauricio fue destronado y Focas
proclamado Emperador, con el consentimiento del Senado.
El fracaso de la expedición en el
Danubio, después de diez años de guerra inútil, no decidió solamente el destino
de la Península Balcánica ahora irrevocablemente abandonada a los eslavos. También
estalló la crisis interna contenida durante largo tiempo. En los años en que
Focas (602-610) mandó en Constantinopla, el caduco y desangrado Estado
tardo-romano sostuvo su último combate mortal. El régimen de terror de Focas
fue el marco exterior tras el cual se consumió la desintegración del orden
político y social del Estado romano tardío.
El estado febril que se había apoderado
del Imperio, desencadenó un gobierno de terror desenfrenado y graves luchas
internas. Al asesinato del destronado Mauricio y de sus hijos, que fueron degollados
ante los ojos del padre, siguió una oleada de ejecuciones en masa. El terror
alcanzó primordialmente a los representantes de las familias más distinguidas y
despertó ante todo su oposición. La aristocracia contestó al terror
gubernamental con una larga serie de conspiraciones, que siempre acabaron en
nuevas ejecuciones.
Sólo en un lugar Focas encontró
aceptación: en Roma. Entre Constantinopla y Roma había estallado un conflicto
violento a finales del siglo VI, a consecuencia de la ardiente protesta por
parte de Gregorio I contra el título «patriarca ecuménico» que los patriarcas
de Constantinopla solían adjudicarse desde hacía ya un siglo Mauricio contestó
a estas protestas con una reservada frialdad. Focas, en cambio, cedió gustoso:
su política marcadamente prorromana culminó en el
decreto dirigido a Bonifacio III en el año 607, por el cual reconoció a la
Iglesia apostólica de San Pedro como cabeza de todas las Iglesias. Un monumento
en señal del favor especial del que gozaba Focas en Roma es la columna erigida
en el foro romano, cuyas inscripciones glorifican al tirano bizantino.
En Bizancio mismo, Focas atrajo hacia su
persona un odio creciente, sobre todo en Asia Anterior, donde su política
eclesiástica ortodoxa se manifestó en sangrientas persecuciones contra los monofisitas
y los judíos. Las luchas intestinas fueron aumentando en magnitud y exasperación.
El partido de los Verdes que, en un principio, estaba de parte de Focas, se le
enfrentó luego con tal animadversión que sus representantes recibieron la
prohibición estricta de investir cargos públicos, mientras que los Azules se
pusieron al servicio de su régimen de terror. Las luchas entre los «demos»
llegaron a una agudeza extrema. Las llamas de la guerra civil se extendieron
por todo el Imperio.
Entonces irrumpió la catástrofe
igualmente desde fuera, donde los duros combates de los decenios anteriores
habían intentado evitarla. Igual que en los Balcanes, se produjo también en
Asia el colapso militar más absoluto. El rey persa Cosroes II, alzándose como vengador del asesinado Mauricio, emprendió una gran ofensiva
contra Bizancio. De año en año se debilitó la fuerza defensiva y la voluntad de
resistencia del desintegrado Imperio. En un principio, las luchas fueron
bastante encarnecidas, aunque todas tuvieran un desenlace desgraciado para Bizancio.
Sin embargo, después de haberse roto la resistencia en la frontera y haber
caído la fortificación Dara en el año 605, los ejércitos persas avanzaron
rápidamente penetrando incluso en Asia Anterior y ocupando Cesárea. Un
destacamento persa avanzó nada menos que hasta Calcedonia. En los Balcanes se
extendía la oleada eslavo-ávara. No sirvió para mucho el que Focas aumentara
los pagos de tributo al khagan de los avaros en el
año 604 Pronto la Península Balcánica se vio inundada por enormes masas
eslavas. El Imperio estaba al borde de la ruina.
Fue salvado por las fuerzas de la
periferia. El exarca de Cartago, Heraclio, se rebeló contra el régimen de
terror de Focas, y después de haberse unido a él Egipto, mandó a su hijo del
mismo nombre contra Constantinopla, a la cabeza de una flota. En las islas y en
los puertos que tocó su flota en el camino, Heraclio el Joven fue recibido con
entusiasmo por la población y especialmente por el partido de los Verdes. El 3
de octubre de 610, su escuadra apareció ante Constantinopla. Acogido también
aquí como salvador, puso rápidamente fin al régimen de terror de Focas, y el 5
de octubre recibió la corona imperial de manos del patriarca. El tirano fue
ejecutado y—en señal de damnatio memoriae—su
estatua del hipódromo derrumbada y quemada públicamente; al mismo tiempo fue
arrojada a las llamas la bandera de los Azules.
Los años de anarquía bajo Focas
representan los últimos acordes de la historia del Estado romano tardío. Aquí
finaliza la época romana tardía, o bien la época bizantina temprana. Bizancio
sale de la crisis como un producto esencialmente nuevo, liberado de la herencia
del carcomido Estado tardo-romano y robustecido por nuevas fuerzas. Aquí
comienza la historia bizantina propiamente dicha, la historia del Imperio griego
medieval.
CAPITULO II
LA LUCHA POR LA EXISTENCIA Y
LA RENOVACION DEL ESTADO BIZANTINO (610-711)
------------------------------------------------- |