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Niceto Alcalá- Zamora

LA VICTORIA REPUBLICANA 1930-1931

CAPITULO VIII .

EN EL BANCO AZUL DE LAS CONSTITUYENTES

La sesión de Apertura. Por qué no hubo ponencia del gobierno sobre Constitución. Mi contraproyecto. El intento de elegirme con precipitación presidente de la República. El debate sobre responsabilidades. La discusión constitucional. Gano varias partidas perdiendo fuera. Tendencias renovadas de crisis alternativas de ambiente en la Cámara. Negociaciones previas a la presentación del Estatuto catalán. Un día resuelto. Dimisión en plena Cámara que ésta no acepta. Algo acerca de Rusia.

 

Durante mi anterior vida ministerial apenas si ocupé el banco azul. Las intermitencias prolongadas de la vida parlamentaria durante la monarquía; el deseo del monarca y de los presidentes de tener cerradas pero no disueltas las Cortes que iban a renovarse, intentando la convocatoria de otras que podían descomponerse pronto, hicieron que llegase como ministro de Fomento y de la Guerra a las Cámaras en 1918 y 1923, cuando su apertura coincidía con crisis total en la primera fecha y parcial, que de modo directo me afectaba, en la segunda. Para anunciar la primera crisis y pedir que se levantara la sesión, me senté en el banco azul como ministro de Fomento; para aguardar el momento de mi voto como diputado en la elección de presidente del Congreso, me senté también un instante como ministro de la Guerra. El banco azul del Senado no llegué a ocuparlo nunca, pues fue en rigor extremo para mí el del banco azul como presidente del Gobierno Provisional primero, del Gobierno después, cuando constituidas las Cortes, nos confirmaron por aclamación en el ejercicio del poder.

La sesión de apertura de las Cortes Constituyentes figurará siempre entre los espectáculos e impresiones más emocionantes de mi vida. La deseaba, la ansiábamos, la adelantamos con empeño febril, anhelando el momento en que la abrumadora plenitud de poderes, la responsabilidad —en cada instante terrible incógnita de un periodo revolucionario—, se alejara de nuestros hombres por el Parlamento, sometidos ya, si no ratificaba su confianza, a la normal inspiración de un poder legal y soberano cuya apertura era el cierre de otro periodo histórico fugaz y trascendental, en que tuvimos en nuestras solas manos la suerte del país. Si nuestras potestades y aun nuestras figuras se empequeñecían, nuestras inquietudes se aminoraban a punto casi de cesar porque la revolución estaba ya encauzada, y en su primera y peligrosa etapa concluida.

Pensamos primero y aun llegamos a acordar la ausencia de todo aparato o solemnidad externa en la calle, pero contra esta sobriedad extremada reaccionó en el siguiente Consejo de Ministros Prieto y logró convencernos con su argumentación, a la vez chispeante y profunda, de experto psicológico de las masas, alejando con su léxico y reproduciendo el efecto moral, inmenso, legítimo e indispensable de la visualidad y mirándonos de arriba a abajo, al examinar problemas tales, porque nos faltaba autoridad que nos reveló entonces como antiguo comparsa de teatros. Desde entonces para aquel acto y para todo (promesa presidencial en diciembre, primer aniversario de la República), Indalecio Prieto asumió el cargo de maestro de ceremonias o jefe del protocolo republicano y lo ejerció con insuperable acierto.

Conservó a pesar de todo la apertura de Cortes la austera sobriedad inherente al régimen; una solemnidad luminosa por el día, el simbólico 14 de julio, serena y ordenada por la cooperación del Ejército que se representaba organizado con efectivos serios y espíritu «nuevo» en su primer desfile, emocionante por el entusiasmo del público agolpado en las calles y por la ovación clamorosa, insólita, con que la Cámara, de pie, nos acogió al presentarnos.

Fuimos los doce ministros en seis coches siguiendo el orden inverso de antigüedad: Martínez Barrio y Nicolau; Largo y Albornoz; Domingo y Maura; Prieto y Casares; Azaña y Ríos; Lerroux y yo, marchando a mi derecha a caballo el general Queipo de Llano. Para novatos quedamos bien en las cortesías ante el cuerpo diplomático y fuimos sinceramente efusivos ante el viejo republicano mucho más que octogenario don Narciso Vázquez de Lemus, quien presidía tan conmovido que sólo por gestos pudo concederme la palabra que yo aguardaba de pie en la cabecera del banco azul.

Pocas veces habré sentido como aquel día al cabo de tantos años de Parlamento la preocupación, la inquietud nerviosa que me agitara y dominase como nunca. No era el desuso de ocho años ausente de la tribuna; era la perplejidad para construir una oración a la vez concisa, densa y vibrante que reflejara la comprensión de aquel hecho histórico y respondiera a la ansiedad con que el país escuchaba desde todas partes, porque se había procedido con especial destino para aquel acto a una instalación completa de micrófonos en el hemiciclo.

El relato de la sesión está en el Diario Oficial y en los periódicos del 14 y del 15, que también relatan el desfile de las tropas ante el viejo presiente de edad y ante mí. Aquel día estrené la profética cartera, que como recuerdo de mi defensa en Valencia, me regalaron los oficiales de Artillería año y medio antes y en que por primera vez figuraba el emblema del cuerpo sin la corona. La había reservado para una ocasión solemne y venturosa, y ninguna mejor que aquélla; la llevé en mi bolsillo hasta el momento mismo de prometer fidelidad en el cumplimiento de la Constitución, el día 11 de diciembre. El pueblo de Madrid tuvo aquella tarde una actitud indescriptible de la grandeza, la efusión y el orden de su entusiasmo. Nos dejó a todos dominados por la emoción. Lerroux, que había ido comentando conmigo aquel espectáculo, al llegar al Congreso le preguntó a Nicolau: «¿Qué opina ese corazón catalán de este pueblo madrileño?». «Algo inmenso, inexplicable, D. Alejandro».

Cuando la Comisión Asesora Jurídica, presidida por Ossorio y Gallardo, redactó y nos envió un anteproyecto con varios votos particulares para la futura Constitución, propuse y sostuve con empeño que el gobierno deliberase sobre la base de tales antecedentes y, por votaciones cuando la transacción no resultara posible, llegásemos a un texto que, presentado como ponencia nuestra, adelantara y facilitase el dictamen de la comisión parlamentaria y el voto de las Cortes Constituyentes. Me fundaba para ello en que dada la composición de la Cámara, el gobierno venía a resultar representación proporcional de los grupos, incluso Maura y yo, puesto que tras nosotros y como freno al radicalismo, debía contarse a más de los 25 diputados amigos nuestros, votaciones del resultado numérico en la Cámara. Sin discursos, penachos, ni aparato, la discusión era muy fácil y la responsabilidad y experiencia del Gobierno nos harían llegar a un acuerdo casi siempre. Quizá por comprender igual estas razones, pero temerle al resultado conciliador y de moderación a que hubieran llevado, fue Indalecio Prieto, portavoz intransigente de una rotunda negativa socialista a que tal obra se realizara, ni siquiera se iniciase. Como para acometerla era indispensable la unanimidad del propósito, hubo de abandonarse éste, y la suerte de la Constitución quedó con notorio riesgo, mucho mayor del referido en definitiva, confiada a los vientos de la Cámara. La sensibilidad y otros méritos excepcionales en la psicología de ésta; la moderación que aun en su tendencia extrema tuvieron los socialistas, la evolución rápida y visible de los radicales a la derecha, el trabajo sustituido pero no perdido de la Comisión Asesora; y la maestría jurídica de Asúa, presidente de la comisión, colaborando para muchas cosas el ascendiente personal que yo conservé en la Cámara, disminuyeron y templaron muchos males inevitables del sistema, dando incluso en la estructura del texto condiciones metódicas, cuando aquél, como obra del azar, amenazó ser el caos.

Como base para deliberar y con el propósito de ir transigiendo dentro del Consejo de Ministros, dicté yo a los taquígrafos un contraproyecto más avanzado que la obra de la Comisión Asesora Jurídica, en varios e importantes aspectos, mucho menos que el primitivo texto descarnadamente extremista de la Comisión Parlamentaria, y el atenuado pero siempre sobrada y prematuramente radical que se votó al fin. Este contraproyecto fue el que presentó como voto particular el diputado progresista de las Constituyentes y notario de Madrid, don Juan Castrillo, haciéndolo suyo con leal y disciplinado afecto en frecuentes intervenciones que demostraron su sólida cultura, más meritorias aún porque suponían agotador esfuerzo para una salud quebrantada.

Incorporados al dictamen varios artículos y sobre todo muchos párrafos del voto particular, lograda la aceptación de otros en el salón de sesiones por la intervención de Castrillo o por la mía, la resultante de aquella propuesta prudente fue prevalecer en casi todo lo que era técnico o de desenvolvimiento; y en las cuestiones de principio fundamental en que me separaban de la mayoría esenciales discrepancias, unas veces nos hundimos como en la defensa del Senado por el torpe retraimiento de los 40 diputados de extrema derecha; otras fue insuficiente e injusta, aunque no escasa, la transacción final, como en el problema religioso, mientras que en el de autonomía de regiones prevaleció casi totalmente el criterio que formulado como enmienda que suscribiera en primer término mi último amigo el diputado por Madrid, el doctor Juarros, defendí yo como diputado desde los escaños rojos de los progresistas, aun cuando era y seguí siendo jefe del Gobierno. Esta novedad de trasladarse los ministros y aun el presidente, con frecuencia aunque no siempre, a los bancos de sus respectivas minorías fue solución; se nos ocurrió para atenuar el efecto extraño de las disonancias distantes e inmediatas sobre problemas de enjundia, si acerca de ellos nos levantamos a hablar desde el banco azul.

La discusión de actas entretuvo poco a la Cámara, porque en cuanto a neutralidad del gobierno las elecciones fueron modelo, y además el sistema de las grandes circunscripciones provinciales, por un lado, impidió como nos proponíamos el soborno, y por otro contuvo ante la magnitud y trabazón de intereses afectados por una nulidad total, el deseo depurador en cuanto a algunas provincias. Las de Galicia, Almería, Alicante mostraron aunque atenuados sus vicios electorales de siempre, que también hicieron aparición en Salamanca, pero salvo alguna alteración de proclamaciones, la anulación en masa se reservó para Lugo. Fue con todo ello relativamente corto y fácil constituir la Cámara y en aquel momento mismo, defendida por Royo Villanova, con ambiente favorable de derechas independientes y algunos grupos republicanos, surgió la protesta de elegir provisionalmente aquella misma noche el presidente de la República. La candidatura venía a mí notoriamente sin contraposición ni intento de otras. Por lo mismo me creí obligado ante aquella sorpresa a levantarme para pedir que se rechazara. Mi improvisado y corto discurso produjo impresión enorme entre todos los diputados republicanos, incluso los partidos de la propuesta rechazada inmediatamente y determinó una extraordinaria ovación dirigida quizá más a la actitud prolongada sin poder moderador, amagó a resurgir varias veces, incluso con la simpatía de Fernando de los Ríos, de voto anticipado para el título de la Constitución relativo al presidente y elección definitiva de éste, pero siempre nos opusimos los demás y no prevaleció.

Resuelto siempre el Gobierno Provisional a exigir justicia, aunque sin crueldades, incluso en la generosidad que determinaba su nacimiento y correspondía al largo periodo en que actuó la dictadura, las responsabilidades de éste, pasó para no demorar la afectividad de las mismas, sin establecer por su albedrío tribunales de excepción, utilizar las jurisdicciones ya existentes y cuya competencia se hallaba establecida en leyes anteriores. Así, para el proceso de Jaca se sometió el caso al Consejo Supremo de Guerra y Marina. En cuanto a los gobiernos dictatoriales, suprimido por ellos el Congreso Fiscal y desaparecido el Senado, juez, al caer la constitución de 1876, la solución no del todo legal porque no había legalidad pero la más afín y establecida por los propios reos, por los dictadores, era la del Tribunal Supremo Civil. Desde la última decena de abril, me puse al habla con Galarza, fiscal del Supremo, para que redactase la querella contra los gobiernos de la dictadura. Cuando llevaba adelantado el trabajo, cesó para pasar a la Dirección de Seguridad, donde los acontecimientos exigían energías de un hombre joven y fue el nuevo fiscal, Elola, quien dio remate y forma de redacción al intento de un proyecto de escrito que por cierto énfasis y algún tono rituario, inadecuado al caso, no convenció al gobierno.

Pero pesó más sobre éste el amargo convencimiento de que los tribunales históricos se mostraban cual era de tener incapaces para juzgar a unos dictadores de los que habían sido, si no aliados satisfechos, por lo menos colaboradores dóciles. El Consejo Supremo mostró lealtad inconsciente, intolerable, en las primeras actuaciones sobre el proceso de Huesca, contribuyendo a desatar las iras en la semana lamentable del 10 al 17 de mayo. El Supremo Civil inició la misma tendencia en las querellas por las multas arbitrarias de la dictadura, delito patente y definido, y ante tal situación resolvimos suprimir el Consejo Supremo mediante el decreto que en el momento mismo redacté yo, y someter a las responsabilidades de la dictadura al fuero y trámite que determinaron en las Cortes por la índole política de la delincuencia, y el precedente constante de criterio constitucional, incluso en la de 1876.

Elegida por las Cortes la Comisión de Responsabilidades, el texto de ley propuesto por la misma cual comienzo y norma, o mejor dicho albedrío de su actividad, cayó en el riesgo contrario, el de un poder absoluto con arbitrariedad inquietante y parodia ni seria ni inofensiva de una convención. Estuvo unánime el gobierno en cerrar el paso a esa extraviada tendencia, aunque sin la torpeza de acometer de frente, porque en los primeros momentos de desbordamiento encontraría hostil la pasión de una Cámara aún inexperta. Se designó para hablar como el más indicado por su cargo y preparación a Fernando de los Ríos, quien después de aceptar, se excusó alegando el veto del Partido Socialista. El temor a una actitud agresiva de éste fue el reparo aducido por Lerroux; la intemperancia en él insólita de un reciente discurso de Azaña en Valencia, el obstáculo para su intervención, y así excusados todos por diferentes motivos, delegaron en mí para el difícil cargo. Hablé ante 300 miradas hostiles de la mayoría, cuyo silencio respetuoso siempre y cuyo aislado aplauso a ratos, fueron la mayor muestra de atención y afecto que me dio, superior en aprecios a sus ovaciones, las más entusiastas de otros días. A pesar de ello y de que el sacrificio, como todos los arrostrados de buena fe, no fue inútil, traduciéndose en modificaciones inmediatas e importantes del dictamen y en la resolución manifiesta de moderar impulso y marcha.

La frialdad de la Cámara y su oposición al criterio sustentado en mi discurso eran tan patentes que me creí obligado a abrir el Consejo de Ministros convocado en el Ministerio de Hacienda para aquella madrugada, con el planteamiento de una crisis prudencial por falta de confianza parlamentaria. No había terminado de exponer mi pensamiento y aconsejar a los ministros que eligieran presidente entre ellos mismos, indicando yo los nombres de Lerroux, Azaña y Largo Caballero, cuando el segundo, destacándose entre la general repulsa de mi dimisión, habló para recabar mi permanencia con brío y empeño singulares, aunque sostenido resueltamente por los demás. Alegaban todos que yo había sido mandatario abnegado e intérprete fiel de ellos sin excepción en un trance difícil. Sostenían que para lo esencial, el afecto y confianza de la Cámara, seguían incólumes. Pero Azaña, con una actitud resuelta, distinta de la observada dos meses después cuando yo me retiraba para dejarlos deliberar, se levantó y cortando el incidente dijo: «Para mí hoy la República es Vd.; con Vd. he venido y con Vd. me voy; su retirada es imposible, ni momentánea». Así terminó el incidente y pasamos a ocuparnos de la inquietante agitación reaccionaria en Navarra y las Vascongadas, acordando mandar a aquélla los Batallones de Montaña e intervenir severamente en las fábricas de armas.

Por otros caminos iba sin embargo abriéndose paso el impulso de una crisis. Fue primero, como he dicho, aquella tendencia, que en dos o tres conatos repetidos logramos detener, conducente a elegir como prólogo de la Constitución el presidente de la República, pero claro está, que designado como candidato de todos los partidos; la realización del intento hubiera obligado necesariamente a formar otro gobierno.

Ya desde primeros de agosto la inquietud sólo constante en lo impulsivo de Miguel Maura preparó imaginativamente al menos crisis parcial. Tenía para reposo de fatiga y espera de las noticias de orden público una tertulia de madrugada en Gobernación, donde concurrían varios ministros y diputados de viso, atraídos por los alicientes de la información y sobre todo por el contraste brusco en el ingenio permanente en la pintoresca y animada charla de Miguel. Allí cada noche se barajaba una combinación ministerial, pero la resultante más cuajada fue un rigodón de carteras, casi un juego de las cuatro esquinas que ya completo me propuso Miguel, y que yo, aun encontrando la combinación en lo esencial bien orientada, no tomé en propósito serio por el inconveniente superior a toda ventaja de tocar a un equilibrio tan difícil como el de aquel ministerio. En aquella fórmula, la predilecta de Maura, reemplazándolo a Casares pasaba a Hacienda e iba Prieto a Fomento, buscándosele a Albornoz puesto de menos trajín, en Marina.

Pero ya en algunas de esas combinaciones y con motivo de ella, trasnochadora tertulia anticipándose a dar por hecha la elección del presidente o a no esperarla, empezó a calcular sobre mi sucesión, sonando en algún momento el nombre de D. José Ortega y Gasset y luego, con mayor insistencia, el de Azaña. Éste iba a serlo efectivamente pero la ocasión y el motivo no eran los calculados en la reunión de los vaticinios.

La razón fundamental que alegué en el momento de constituirse la Cámara para rechazar la elección anticipada, fuese provisional o definitiva, del presidente de la República, arrancaba del deber convertido en deseo de influir personalmente hasta donde el ascendiente sobre la Cámara lo permitiese, en el rumbo y texto de la Constitución. Más fácil era sobre el segundo que sólo lo primero, por la diferencia de temperamento y tendencia respecto de la mayoría predominante, pero con todo, en la discusión del título preliminar o disposiciones generales y de los tres títulos siguientes, pesó con frecuencia decisivamente la intervención tenaz que me supuso. Aún después, fuera ya del gobierno, el hábito adquirido por la Cámara de hacerme caso salvo en los contrastes irreductibles, y su considerado afecto, lo hicieron eficaz sin iniciativa del Consejo o enmienda para variar docenas de artículos.

Procuré siempre, salvo en los tres grandes problemas (regionalismo, Iglesia y Cámaras), intervenciones breves, muy concisas, explicativas de voto, resumen de debate, propuestas de conciliación, y en los más de los artículos se mostró eficaz el sistema.

La falta de mayoría homogénea y de coincidencia entre su resultante y mi significación personal hacía difícil el ejercicio a que me dediqué. Hubo algún artículo importantísimo, el que luego vino a ser el 36, relativo al derecho electoral de sufragio, en que trabajé afanosamente porque la dificultad era enorme. Para mi solución, la que al cabo prevaleció, o sea edad electoral a los 23 años en vez de a los 21 y voto femenino, había que formar dos mayorías, no ya distintas sino contrapuestas, dentro de la Cámara y en torno a un solo artículo. Sin embargo lo intenté y logré. Pedí la división del voto de la Cámara en dos partes, puesto que eran dos las cuestiones: con el apoyo de los socialistas gané en el problema del sexo contra los radicales, y con el de éstos contra aquéllos el límite más moderado de edad. Cuando como resultado de las dos votaciones quedó el texto constitucional fijado, amenazó derrumbarse porque ninguna de las dos grandes fuerzas parlamentarias quedaba satisfecha y sí únicamente mi reducido grupo. Entonces otra porfía para convencer de que ya en una votación de conjunto, por decidirse la resultante, no cabe dividir el contenido y esta cuestión procesal se ganó por el voto de los radicales, a quienes convencí de que volviendo a repetirse divididos los escrutinios, seguirían perdiendo el del voto femenino donde la diferencia de votantes fue apreciable y en cambio ponían en riesgo el éxito sobre la cuestión de edad en que habíamos vencido sólo por una diferencia de tres diputados. Aceptada la indivisibilidad del conjunto, pude también, mediante otra conversación con los socialistas, convencerlos del voto favorable ya que habían sido vencedores en la cuestión del principio y derrotados tan sólo en una de límites cuya fijación es siempre arbitraria, discutida y rectificable.

Con dificultades grandes y medios de fuerza parlamentaria escasa, escaramuzas como la que acabo de citar por vía de ejemplo, no podían menos de exponer a rozamiento constante mi autoridad y a quebranto manifiesto mi influjo sobre la mayoría. Tuvo ésta, correcta siempre, sus alternativas de frialdad y adhesión entusiasta, según el grado de presión y lo candente del problema en que necesitara guiar o resistir sus inclinaciones. Con todo, volvió a tener para mí, tal vez de identificación entusiasta, quizá cual ninguna, aquélla en que regresé apresuradamente de Miraflores con el doble y conseguido propósito de atajar una ofensiva audaz pero hábil de Santiago Alba contra el gobierno y pedir a la Cámara que se revotase sin violencia ni desdoro sobre los caracteres asignados a la República, entre los cuales se había deslizado alegremente durante insospechada votación final de un día, nada menos que el de federal, apoyado por los mismos a quienes luego ha causado alarma la menor amplitud solicitada o consentida en el Estatuto catalán. Aquella tarde el resultado fue mucho más que ovaciones y rectificación del artículo ya votado, tanto sobre este aspecto cuanto sobre el que semejaba dar a la República un carácter de clase, imitación inquietante de Rusia y apariencia de exclusión hostil contra cuantos no fuesen obreros. Se rectificó el texto y mientras deliberaba la comisión en la sensibilidad generosa de las Cortes, se produjo una reconciliación, quizá la última tregua cordial entre socialistas y radicales, que habían llegado a éstas en actitud de recíproca tirantez y aun violencia.

El desbordamiento pasional y aun las ofuscaciones de serenidad fueron mucho menos frecuentes, duraderas e intensos de lo que hacía temer la sacudida de un periodo revolucionario y constituyente en que seguían a torpe y prolongada dictadura unas Cortes plenamente soberanas sin mayoría de ningún partido, a las que se obligaba a trabajar sin descanso, día y noche, hasta con la agravante de la estación más inadecuada para el sosiego de ánimos y nervios.

Fueron raros, muy contados los días en que se perdió la calma y sólo en uno tal vez por extraña influencia atmosférica hubo una ráfaga que nubló la razón de todos. Aun aquel día en que se propusieron y estuvieron a punto de admitirse varias locuras, el buen sentido se impuso al cabo en el salón de sesiones y en el despacho de ministros.

Aquel día la Cámara estuvo a punto de haber llevado a la Constitución, apenas sin debate y con irreflexión constante cuando lo hubo, las siguientes novedades: pérdida de nacionalidad española para todos los frailes y monjes, y si se podía para los curas; conservación cuidadosa en nuestro territorio sin poder expulsarlos mientras no terminara un solemne procedimiento que llegaría hasta el Tribunal Supremo, de todos los extranjeros molestos o peligrosos que aquí vinieran a perturbar; y supresión de la pena de muerte, incluso en la fuerza armada y en tiempo de guerra.

Para evitar los dos primeros intentos bastó mi presencia; para lo último hubo necesidad de avisar a Azaña, ministro de la Guerra, quien llegó ya tarde y con una intervención feliz y serena terminó aquel debate, quedando el problema fuera de la Constitución con plena libertad para resolverlo en los códigos penales.

Iba yo acudiendo al salón de sesiones a medida que Martínez Barrio, que permanecía de guardia en el banco azul, me avisaba alarmado y leal la inminencia de cada locura, que al fin pudimos eludirlas todas sin más concesión que alguna transigencia por parte de la comisión dictaminadora en cuanto a los tratados de extradición. Pero a cada momento tenía que volver yo al despacho de ministros, porque el ambiente del día irrumpió también allí violento y revuelto. Había terminado a mediodía el Consejo de Ministros con una discusión corta pero viva entre Largo Caballero y Maura, sobre el deslinde siempre difícil de atribuciones entre los delegados de Trabajo y Gobernación ante los conflictos sociales. Los últimos argumentos de la sesión matutina llevaron como armas de acompañamiento dos golpes con el puño sobre las respectivas carpetas, y sin más ni más por la tarde Miguel, durante mis obligadas permanencias en el banco azul, renovó la empeñada discusión con Largo, se mostró incompatible, pidió la dimisión de Prieto por fracasado, le encargó que la solicitaran por igual motivo Albornoz y Nicolau; provocó por solidaridad la de Fernando de los Ríos y acabó presentando la suya como antes de aquel desastre que yo me encontré al volver reflejado en unas caras de vara y media, y que por fortuna terminó bajo el aspecto regocijado que la ligereza y nimiedad del planteamiento hacían el más adecuado desenlace.

A la presentación por Maciá al gobierno y por la mía a las Cortes del proyecto redactado por la Generalidad acerca del Estatuto de Cataluña, precedieron negociaciones delicadas y corteses, que llevé acompañándome en algunas para los asuntos de justicia, D. Fernando de los Ríos, cerca de la representación catalana y especialmente de los señores Carner y Hurtado, quienes con prudente deferencia procuraron que conociera yo antes de hacerse pública la redacción acordada en Barcelona.

Mucho adelantamos en aquellas negociaciones, consiguiendo suprimir o limar demasías del proyecto redactado. Desaparecieron pretensiones sobre extradición y política que afectase a extranjeros y sobre pesca marítima. Se aceptaron leyes unitarias para el procedimiento; el régimen hipotecario, el registro civil y algunas otras materias de este orden, así como coordinaciones más sensatas para el orden público, asuntos sociales y la sanidad, se convino en que el residuo del poder no previsto quedaría a favor del poder central, se marchó hacia mayor transigencia de los espíritus en materia de enseñanza y accedieron sin resistencias a suprimir un desdichado artículo catalán, proponiendo nada menos que la busca por toda España, para entregarlos a Cataluña, de cuantos objetos o recuerdos se relacionaran con la peculiar historia de ésta. Prevaleció también que los demás españoles se equiparasen allí a los catalanes con sólo la vecindad administrativa, sin la civil exigencia del Estatuto de 1919, ya entonces por mí combatida por cohibir el derecho a conservar la ley civil de origen. El desgaste inevitable de un forcejeo continuo con la Cámara y las tendencias de crisis tomando cuerpo habían de llevar no muy tarde a mi dimisión. Surgió sin embargo ésta por primera vez cuando menos lo esperaba ni podía esperarlo.

Para defender el criterio socialista sobre la propiedad, bajó el propio Besteiro desde la Presidencia a los escaños y cuando fue a votarse artículo tan importante, yo me levanté como de costumbre para explicar mi voto, con templanza y decisión quizá acentuadas sobre lo habitual. Pero el ponente de aquel artículo en la comisión, el diputado radical socialista Botella, cuya hostilidad había sentido ya en la cárcel Modelo, arremetió sañudamente protestando contra la expresión de mi parecer como coactivo. El aplauso, aunque tímido, que encontró en algunos aunque pocos de mi partido, y en unos cuantos no más de los socialistas, era advertencia bastante para que yo sin publicidad inoportuna, al reanudarse por la noche la sesión en aquel momento detenida, llamase al Congreso a los cinco ministros de las dos tendencias y les planteara la cuestión de confianza. Deliberando estaba sobre la mejor forma de darme una explicación satisfactoria, cuando en la Cámara, donde evidentemente no hubo intención rencorosa y ya se iba olvidando el incidente, se levantó detrás de mí el presidente de la comisión, Jiménez Asúa, para leer una nota de la misma. Había estado reunida a fin de dirimir la violenta escisión que en ella se mostrara cuando al atacarme Botella, protestaron con violencia Castrillo y otros. Ofuscada la comisión por los apremios de una sesión larguísima y un trabajo agotador, creyendo Asúa no alcanzarme en la nota y decir tan sólo en ella que quien había hablado como ponente de la comisión era Botella, aceptó y leyó sin enterarme un texto que redactado por otra pluma, de las pocas hostiles hacia mí, debía interpretarse a la letra como solidaridad de la comisión en conjunto con el ataque que Botella me había dirigido. Ante aquella agresión súbita salí del banco azul, pedí la palabra en el hemiciclo y dimití desde los escaños rojos.

El tumulto fue enorme y la indignación en la mayoría de la Cámara mucho más enérgica y ruidosa que la mía. De pie, aclamándome y lanzando terribles apóstrofes a la comisión, estaban radicales, progresistas, catalanes, federales, gallegos, independientes, derechas, y todavía en aquel trance Acción Republicana. Permanecían silenciosos, socialistas, sin duda pesarosos al conflicto producido en su nombre, y ante el cual Barnés, que presidía, y Besteiro desde los escaños, las dos representaciones más genuinas de ambos partidos se ponían equivocadamente de mi lado porque reconocían mi derecho y habían previsto el escándalo al leer la irreflexiva nota.

La agitación fue indescriptible. Un diputado valenciano me decía: «Mañana tiene Vd. en las huertas 25.000 hombres». Pero lo que había que evitar era el desorden fuera y cortar el escándalo dentro. Habló también Prieto ardorosamente, para que volviese al banco azul, le apoyaron aclamaciones ruidosas de los partidos extremos, la dimisión no se aceptó y tuve que reintegrarme a la Presidencia con el presentimiento de que no permanecería en ella mucho tiempo.

Desde las primeras horas dedicadas al programa de la revolución, figuró en el índice de los problemas discutidos y acordados en casa de Miguel Maura y en el Ateneo, el relativo a las relaciones internacionales con Rusia. Ninguno de nosotros era por prejuicio enemigo sistemático de prolongar indefinidamente la ruptura o por mejor decir el mutuo desconocimiento con cuyo sistema, sin dejar de exponernos a los trabajos de zapa y mina de Moscú, teníamos las desventajas de dar pretexto, a considerarnos menos rectos por la ruptura y no hallarnos presentes en Rusia con más que el sacrificio de posibles consecuencias comerciales. Ello no obstante, acordamos siempre ir con pausa y cautela en cuanto al reconocimiento por varios motivos, más de política exterior que de interna. Pesaba menos el probable engreimiento del comunismo español, cobijado bajo una legación rusa, que el partido a sacar por la hostilidad reaccionaria y asustadiza que, motejando desatinadamente de propensa al comunismo nuestra coalición y nuestro Gobierno Provisional libre de todo influjo soviético habría apoyado sus pertinaces mentiras y desatinos de tal tendencia, sobre la prisa en establecer relaciones con Rusia. Nos preocupó también desde el otoño de 1930 obtener el más rápido reconocimiento por parte de las otras potencias y calculamos sin error que no lo predispondría muy favorablemente, sobre todo para los occidentales, tan interesantes aspectos de España, un apresuramiento muy solícito hacia los dictadores del Kremlin. Por esto muy principalmente nos detuvimos y en cuanto a rapidez en el reconocimiento por las otras potencias fue extraordinaria en la prisa y en la unanimidad. De América, el Uruguay y Chile, y de Europa, Francia y Checoslovaquia fueron en las avanzadas. Por cierto, que respecto de la última, he sabido después por su inteligente e hispanófilo representante, que en la actitud tan propicia pesó mucho la sequedad de trato a que por influjo de la ex reina regente y como país emancipado de los Habsburgo, les sometía el régimen por nosotros derribado. Tras de esos reconocimientos, como es sabido, vinieron todos inmediatamente, incluso el de Inglaterra, y no se hicieron tardar ni siquiera los de la Santa Sede, Italia y Alemania, que fue de las últimas por torpeza quizá más de movimiento que de comprensión de su gobierno.

Quedamos aislados de Rusia como ya lo estaba España. Hubo sin embargo desde los primeros tiempos, conatos para una negociación sobre petróleos cuyo suministro ruso podía representar ganancia mediante el ahorro para el monopolio de la Hacienda española. Esta negociación, como los intentos posteriores de extenderla en su forma de cambio de productos a la exportación de aceite vegetal español, corcho o minerales, no era del todo nueva, porque ya incluso bajo la dictadura, representantes, también oficiosos, de los sóviets venían a Madrid, trataban y aun comían en los hoteles de lujo con los más devotos y derechistas hombres símbolo del capitalismo español.

Con motivo del segundo viaje de Lerroux a Ginebra, al aproximarse el otoño de 1931, tuvo con Litvinov por mediación del representante turco, él también presente, una conversación con más interés que consecuencias, de cuyo desarrollo me dio cuenta en síntesis muy rápida por un telegrama y luego con mayor extensión en un anejo que acompañaba a carta suya del 9 de septiembre, que me ha parecido debía reproducir entre los apéndices que completan este volumen.

Poco después de enviarme Lerroux estas noticias acerca de la fase en que se detuvieron los tanteos con Rusia, el ministro de Turquía en Madrid, confirmándose la indicación también turca recibida en Ginebra por D. Alejandro, me aconsejaba discretamente el reconocimiento, alegando que el gobierno de los sóviets era menos peligroso e incorrecto en relación con los países a los cuales estaba ligado por una relación diplomática normal. Lerroux volvió muy poco antes de mi salida de la Presidencia y en tal situación quedaron las cosas que luego no han encontrado tampoco ocasión, ambiente ni deseo de avanzar más.

 

 

  DISCURSO DE CELEBRACIÓN DE LA REPÚBLICA