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LA
VICTORIA REPUBLICANA
CAPITULO
VIII
EN
EL BANCO AZUL DE LAS CONSTITUYENTES
La sesión
de Apertura. Por qué no hubo ponencia del gobierno sobre Constitución. Mi
contraproyecto. El intento de elegirme con precipitación presidente de la
República. El debate sobre responsabilidades. La discusión constitucional. Gano
varias partidas perdiendo fuera. Tendencias renovadas de crisis alternativas de
ambiente en la Cámara. Negociaciones previas a la presentación del Estatuto
catalán. Un día resuelto. Dimisión en plena Cámara que ésta no acepta. Algo
acerca de Rusia.
Durante mi
anterior vida ministerial apenas si ocupé el banco azul. Las intermitencias
prolongadas de la vida parlamentaria durante la monarquía; el deseo del monarca
y de los presidentes de tener cerradas pero no disueltas las Cortes que iban a
renovarse, intentando la convocatoria de otras que podían descomponerse pronto,
hicieron que llegase como ministro de Fomento y de la Guerra a las Cámaras en
1918 y 1923, cuando su apertura coincidía con crisis total en la primera fecha
y parcial, que de modo directo me afectaba, en la segunda. Para anunciar la
primera crisis y pedir que se levantara la sesión, me senté en el banco azul
como ministro de Fomento; para aguardar el momento de mi voto como diputado en
la elección de presidente del Congreso, me senté también un instante como
ministro de la Guerra. El banco azul del Senado no llegué a ocuparlo nunca,
pues fue en rigor extremo para mí el del banco azul como presidente del
Gobierno Provisional primero, del Gobierno después, cuando constituidas las
Cortes, nos confirmaron por aclamación en el ejercicio del poder.
La sesión de
apertura de las Cortes Constituyentes figurará siempre entre los espectáculos e
impresiones más emocionantes de mi vida. La deseaba, la ansiábamos, la
adelantamos con empeño febril, anhelando el momento en que la abrumadora
plenitud de poderes, la responsabilidad —en cada instante terrible incógnita de
un periodo revolucionario—, se alejara de nuestros hombres por el Parlamento,
sometidos ya, si no ratificaba su confianza, a la normal inspiración de un
poder legal y soberano cuya apertura era el cierre de otro periodo histórico
fugaz y trascendental, en que tuvimos en nuestras solas manos la suerte del
país. Si nuestras potestades y aun nuestras figuras se empequeñecían, nuestras
inquietudes se aminoraban a punto casi de cesar porque la revolución estaba ya
encauzada, y en su primera y peligrosa etapa concluida.
Pensamos
primero y aun llegamos a acordar la ausencia de todo aparato o solemnidad
externa en la calle, pero contra esta sobriedad extremada reaccionó en el
siguiente Consejo de Ministros Prieto y logró convencernos con su
argumentación, a la vez chispeante y profunda, de experto psicológico de las
masas, alejando con su léxico y reproduciendo el efecto moral, inmenso,
legítimo e indispensable de la visualidad y mirándonos de arriba a abajo, al
examinar problemas tales, porque nos faltaba autoridad que nos reveló entonces
como antiguo comparsa de teatros. Desde entonces para aquel acto y para todo
(promesa presidencial en diciembre, primer aniversario de la República),
Indalecio Prieto asumió el cargo de maestro de ceremonias o jefe del protocolo
republicano y lo ejerció con insuperable acierto.
Conservó a
pesar de todo la apertura de Cortes la austera sobriedad inherente al régimen;
una solemnidad luminosa por el día, el simbólico 14 de julio, serena y ordenada
por la cooperación del Ejército que se representaba organizado con efectivos
serios y espíritu «nuevo» en su primer desfile, emocionante por el entusiasmo
del público agolpado en las calles y por la ovación clamorosa, insólita, con
que la Cámara, de pie, nos acogió al presentarnos.
Fuimos los
doce ministros en seis coches siguiendo el orden inverso de antigüedad:
Martínez Barrio y Nicolau; Largo y Albornoz; Domingo y Maura; Prieto y Casares;
Azaña y Ríos; Lerroux y yo, marchando a mi derecha a caballo el general Queipo
de Llano. Para novatos quedamos bien en las cortesías ante el cuerpo
diplomático y fuimos sinceramente efusivos ante el viejo republicano mucho más
que octogenario don Narciso Vázquez de Lemus, quien presidía tan conmovido que
sólo por gestos pudo concederme la palabra que yo aguardaba de pie en la
cabecera del banco azul.
Pocas veces
habré sentido como aquel día al cabo de tantos años de Parlamento la
preocupación, la inquietud nerviosa que me agitara y dominase como nunca. No
era el desuso de ocho años ausente de la tribuna; era la perplejidad para
construir una oración a la vez concisa, densa y vibrante que reflejara la
comprensión de aquel hecho histórico y respondiera a la ansiedad con que el
país escuchaba desde todas partes, porque se había procedido con especial
destino para aquel acto a una instalación completa de micrófonos en el
hemiciclo.
El relato de
la sesión está en el Diario Oficial y en los periódicos del 14 y del 15, que
también relatan el desfile de las tropas ante el viejo presiente de edad y ante
mí. Aquel día estrené la profética cartera, que como recuerdo de mi defensa en
Valencia, me regalaron los oficiales de Artillería año y medio antes y en que
por primera vez figuraba el emblema del cuerpo sin la corona. La había
reservado para una ocasión solemne y venturosa, y ninguna mejor que aquélla; la
llevé en mi bolsillo hasta el momento mismo de prometer fidelidad en el
cumplimiento de la Constitución, el día 11 de diciembre. El pueblo de Madrid
tuvo aquella tarde una actitud indescriptible de la grandeza, la efusión y el
orden de su entusiasmo. Nos dejó a todos dominados por la emoción. Lerroux, que
había ido comentando conmigo aquel espectáculo, al llegar al Congreso le
preguntó a Nicolau: «¿Qué opina ese corazón catalán de este pueblo madrileño?».
«Algo inmenso, inexplicable, D. Alejandro».
Cuando la
Comisión Asesora Jurídica, presidida por Ossorio y Gallardo, redactó y nos
envió un anteproyecto con varios votos particulares para la futura
Constitución, propuse y sostuve con empeño que el gobierno deliberase sobre la
base de tales antecedentes y, por votaciones cuando la transacción no resultara
posible, llegásemos a un texto que, presentado como ponencia nuestra,
adelantara y facilitase el dictamen de la comisión parlamentaria y el voto de
las Cortes Constituyentes. Me fundaba para ello en que dada la composición de
la Cámara, el gobierno venía a resultar representación proporcional de los
grupos, incluso Maura y yo, puesto que tras nosotros y como freno al
radicalismo, debía contarse a más de los 25 diputados amigos nuestros,
votaciones del resultado numérico en la Cámara. Sin discursos, penachos, ni
aparato, la discusión era muy fácil y la responsabilidad y experiencia del
Gobierno nos harían llegar a un acuerdo casi siempre. Quizá por comprender
igual estas razones, pero temerle al resultado conciliador y de moderación a
que hubieran llevado, fue Indalecio Prieto, portavoz intransigente de una
rotunda negativa socialista a que tal obra se realizara, ni siquiera se
iniciase. Como para acometerla era indispensable la unanimidad del propósito,
hubo de abandonarse éste, y la suerte de la Constitución quedó con notorio
riesgo, mucho mayor del referido en definitiva, confiada a los vientos de la
Cámara. La sensibilidad y otros méritos excepcionales en la psicología de ésta;
la moderación que aun en su tendencia extrema tuvieron los socialistas, la
evolución rápida y visible de los radicales a la derecha, el trabajo sustituido
pero no perdido de la Comisión Asesora; y la maestría jurídica de Asúa,
presidente de la comisión, colaborando para muchas cosas el ascendiente
personal que yo conservé en la Cámara, disminuyeron y templaron muchos males
inevitables del sistema, dando incluso en la estructura del texto condiciones
metódicas, cuando aquél, como obra del azar, amenazó ser el caos.
Como base
para deliberar y con el propósito de ir transigiendo dentro del Consejo de
Ministros, dicté yo a los taquígrafos un contraproyecto más avanzado que la
obra de la Comisión Asesora Jurídica, en varios e importantes aspectos, mucho
menos que el primitivo texto descarnadamente extremista de la Comisión
Parlamentaria, y el atenuado pero siempre sobrada y prematuramente radical que
se votó al fin. Este contraproyecto fue el que presentó como voto particular el
diputado progresista de las Constituyentes y notario de Madrid, don Juan
Castrillo, haciéndolo suyo con leal y disciplinado afecto en frecuentes
intervenciones que demostraron su sólida cultura, más meritorias aún porque
suponían agotador esfuerzo para una salud quebrantada.
Incorporados
al dictamen varios artículos y sobre todo muchos párrafos del voto particular,
lograda la aceptación de otros en el salón de sesiones por la intervención de
Castrillo o por la mía, la resultante de aquella propuesta prudente fue
prevalecer en casi todo lo que era técnico o de desenvolvimiento; y en las
cuestiones de principio fundamental en que me separaban de la mayoría
esenciales discrepancias, unas veces nos hundimos como en la defensa del Senado
por el torpe retraimiento de los 40 diputados de extrema derecha; otras fue
insuficiente e injusta, aunque no escasa, la transacción final, como en el
problema religioso, mientras que en el de autonomía de regiones prevaleció casi
totalmente el criterio que formulado como enmienda que suscribiera en primer
término mi último amigo el diputado por Madrid, el doctor Juarros, defendí yo
como diputado desde los escaños rojos de los progresistas, aun cuando era y
seguí siendo jefe del Gobierno. Esta novedad de trasladarse los ministros y aun
el presidente, con frecuencia aunque no siempre, a los bancos de sus
respectivas minorías fue solución; se nos ocurrió para atenuar el efecto
extraño de las disonancias distantes e inmediatas sobre problemas de enjundia,
si acerca de ellos nos levantamos a hablar desde el banco azul.
La discusión
de actas entretuvo poco a la Cámara, porque en cuanto a neutralidad del
gobierno las elecciones fueron modelo, y además el sistema de las grandes
circunscripciones provinciales, por un lado, impidió como nos proponíamos el
soborno, y por otro contuvo ante la magnitud y trabazón de intereses afectados
por una nulidad total, el deseo depurador en cuanto a algunas provincias. Las
de Galicia, Almería, Alicante mostraron aunque atenuados sus vicios electorales
de siempre, que también hicieron aparición en Salamanca, pero salvo alguna
alteración de proclamaciones, la anulación en masa se reservó para Lugo. Fue
con todo ello relativamente corto y fácil constituir la Cámara y en aquel
momento mismo, defendida por Royo Villanova, con ambiente favorable de derechas
independientes y algunos grupos republicanos, surgió la protesta de elegir
provisionalmente aquella misma noche el presidente de la República. La
candidatura venía a mí notoriamente sin contraposición ni intento de otras. Por
lo mismo me creí obligado ante aquella sorpresa a levantarme para pedir que se
rechazara. Mi improvisado y corto discurso produjo impresión enorme entre todos
los diputados republicanos, incluso los partidos de la propuesta rechazada
inmediatamente y determinó una extraordinaria ovación dirigida quizá más a la
actitud prolongada sin poder moderador, amagó a resurgir varias veces, incluso
con la simpatía de Fernando de los Ríos, de voto anticipado para el título de
la Constitución relativo al presidente y elección definitiva de éste, pero
siempre nos opusimos los demás y no prevaleció.
Resuelto
siempre el Gobierno Provisional a exigir justicia, aunque sin crueldades,
incluso en la generosidad que determinaba su nacimiento y correspondía al largo
periodo en que actuó la dictadura, las responsabilidades de éste, pasó para no
demorar la afectividad de las mismas, sin establecer por su albedrío tribunales
de excepción, utilizar las jurisdicciones ya existentes y cuya competencia se
hallaba establecida en leyes anteriores. Así, para el proceso de Jaca se
sometió el caso al Consejo Supremo de Guerra y Marina. En cuanto a los
gobiernos dictatoriales, suprimido por ellos el Congreso Fiscal y desaparecido
el Senado, juez, al caer la constitución de 1876, la solución no del todo legal
porque no había legalidad pero la más afín y establecida por los propios reos,
por los dictadores, era la del Tribunal Supremo Civil. Desde la última decena
de abril, me puse al habla con Galarza, fiscal del Supremo, para que redactase
la querella contra los gobiernos de la dictadura. Cuando llevaba adelantado el
trabajo, cesó para pasar a la Dirección de Seguridad, donde los acontecimientos
exigían energías de un hombre joven y fue el nuevo fiscal, Elola,
quien dio remate y forma de redacción al intento de un proyecto de escrito que
por cierto énfasis y algún tono rituario, inadecuado
al caso, no convenció al gobierno.
Pero pesó
más sobre éste el amargo convencimiento de que los tribunales históricos se
mostraban cual era de tener incapaces para juzgar a unos dictadores de los que
habían sido, si no aliados satisfechos, por lo menos colaboradores dóciles. El
Consejo Supremo mostró lealtad inconsciente, intolerable, en las primeras
actuaciones sobre el proceso de Huesca, contribuyendo a desatar las iras en la
semana lamentable del 10 al 17 de mayo. El Supremo Civil inició la misma
tendencia en las querellas por las multas arbitrarias de la dictadura, delito
patente y definido, y ante tal situación resolvimos suprimir el Consejo Supremo
mediante el decreto que en el momento mismo redacté yo, y someter a las
responsabilidades de la dictadura al fuero y trámite que determinaron en las
Cortes por la índole política de la delincuencia, y el precedente constante de
criterio constitucional, incluso en la de 1876.
Elegida por
las Cortes la Comisión de Responsabilidades, el texto de ley propuesto por la
misma cual comienzo y norma, o mejor dicho albedrío de su actividad, cayó en el
riesgo contrario, el de un poder absoluto con arbitrariedad inquietante y
parodia ni seria ni inofensiva de una convención. Estuvo unánime el gobierno en
cerrar el paso a esa extraviada tendencia, aunque sin la torpeza de acometer de
frente, porque en los primeros momentos de desbordamiento encontraría hostil la
pasión de una Cámara aún inexperta. Se designó para hablar como el más indicado
por su cargo y preparación a Fernando de los Ríos, quien después de aceptar, se
excusó alegando el veto del Partido Socialista. El temor a una actitud agresiva
de éste fue el reparo aducido por Lerroux; la intemperancia en él insólita de
un reciente discurso de Azaña en Valencia, el obstáculo para su intervención, y
así excusados todos por diferentes motivos, delegaron en mí para el difícil
cargo. Hablé ante 300 miradas hostiles de la mayoría, cuyo silencio respetuoso
siempre y cuyo aislado aplauso a ratos, fueron la mayor muestra de atención y
afecto que me dio, superior en aprecios a sus ovaciones, las más entusiastas de
otros días. A pesar de ello y de que el sacrificio, como todos los arrostrados
de buena fe, no fue inútil, traduciéndose en modificaciones inmediatas e
importantes del dictamen y en la resolución manifiesta de moderar impulso y
marcha.
La frialdad
de la Cámara y su oposición al criterio sustentado en mi discurso eran tan
patentes que me creí obligado a abrir el Consejo de Ministros convocado en el
Ministerio de Hacienda para aquella madrugada, con el planteamiento de una
crisis prudencial por falta de confianza parlamentaria. No había terminado de
exponer mi pensamiento y aconsejar a los ministros que eligieran presidente
entre ellos mismos, indicando yo los nombres de Lerroux, Azaña y Largo
Caballero, cuando el segundo, destacándose entre la general repulsa de mi
dimisión, habló para recabar mi permanencia con brío y empeño singulares,
aunque sostenido resueltamente por los demás. Alegaban todos que yo había sido
mandatario abnegado e intérprete fiel de ellos sin excepción en un trance difícil.
Sostenían que para lo esencial, el afecto y confianza de la Cámara, seguían
incólumes. Pero Azaña, con una actitud resuelta, distinta de la observada dos
meses después cuando yo me retiraba para dejarlos deliberar, se levantó y
cortando el incidente dijo: «Para mí hoy la República es Vd.; con Vd. he venido
y con Vd. me voy; su retirada es imposible, ni momentánea». Así terminó el
incidente y pasamos a ocuparnos de la inquietante agitación reaccionaria en
Navarra y las Vascongadas, acordando mandar a aquélla los Batallones de Montaña
e intervenir severamente en las fábricas de armas.
Por otros
caminos iba sin embargo abriéndose paso el impulso de una crisis. Fue primero,
como he dicho, aquella tendencia, que en dos o tres conatos repetidos logramos
detener, conducente a elegir como prólogo de la Constitución el presidente de
la República, pero claro está, que designado como candidato de todos los
partidos; la realización del intento hubiera obligado necesariamente a formar
otro gobierno.
Ya desde
primeros de agosto la inquietud sólo constante en lo impulsivo de Miguel Maura
preparó imaginativamente al menos crisis parcial. Tenía para reposo de fatiga y
espera de las noticias de orden público una tertulia de madrugada en
Gobernación, donde concurrían varios ministros y diputados de viso, atraídos
por los alicientes de la información y sobre todo por el contraste brusco en el
ingenio permanente en la pintoresca y animada charla de Miguel. Allí cada noche
se barajaba una combinación ministerial, pero la resultante más cuajada fue un
rigodón de carteras, casi un juego de las cuatro esquinas que ya completo me
propuso Miguel, y que yo, aun encontrando la combinación en lo esencial bien
orientada, no tomé en propósito serio por el inconveniente superior a toda
ventaja de tocar a un equilibrio tan difícil como el de aquel ministerio. En
aquella fórmula, la predilecta de Maura, reemplazándolo a Casares pasaba a
Hacienda e iba Prieto a Fomento, buscándosele a Albornoz puesto de menos
trajín, en Marina.
Pero ya en
algunas de esas combinaciones y con motivo de ella, trasnochadora tertulia
anticipándose a dar por hecha la elección del presidente o a no esperarla,
empezó a calcular sobre mi sucesión, sonando en algún momento el nombre de D.
José Ortega y Gasset y luego, con mayor insistencia, el de Azaña. Éste iba a
serlo efectivamente pero la ocasión y el motivo no eran los calculados en la
reunión de los vaticinios.
La razón
fundamental que alegué en el momento de constituirse la Cámara para rechazar la
elección anticipada, fuese provisional o definitiva, del presidente de la
República, arrancaba del deber convertido en deseo de influir personalmente
hasta donde el ascendiente sobre la Cámara lo permitiese, en el rumbo y texto
de la Constitución. Más fácil era sobre el segundo que sólo lo primero, por la
diferencia de temperamento y tendencia respecto de la mayoría predominante,
pero con todo, en la discusión del título preliminar o disposiciones generales
y de los tres títulos siguientes, pesó con frecuencia decisivamente la
intervención tenaz que me supuso. Aún después, fuera ya del gobierno, el hábito
adquirido por la Cámara de hacerme caso salvo en los contrastes irreductibles,
y su considerado afecto, lo hicieron eficaz sin iniciativa del Consejo o
enmienda para variar docenas de artículos.
Procuré
siempre, salvo en los tres grandes problemas (regionalismo, Iglesia y Cámaras),
intervenciones breves, muy concisas, explicativas de voto, resumen de debate,
propuestas de conciliación, y en los más de los artículos se mostró eficaz el
sistema.
La falta de
mayoría homogénea y de coincidencia entre su resultante y mi significación
personal hacía difícil el ejercicio a que me dediqué. Hubo algún artículo
importantísimo, el que luego vino a ser el 36, relativo al derecho electoral de
sufragio, en que trabajé afanosamente porque la dificultad era enorme. Para mi
solución, la que al cabo prevaleció, o sea edad electoral a los 23 años en vez
de a los 21 y voto femenino, había que formar dos mayorías, no ya distintas
sino contrapuestas, dentro de la Cámara y en torno a un solo artículo. Sin
embargo lo intenté y logré. Pedí la división del voto de la Cámara en dos
partes, puesto que eran dos las cuestiones: con el apoyo de los socialistas
gané en el problema del sexo contra los radicales, y con el de éstos contra
aquéllos el límite más moderado de edad. Cuando como resultado de las dos
votaciones quedó el texto constitucional fijado, amenazó derrumbarse porque
ninguna de las dos grandes fuerzas parlamentarias quedaba satisfecha y sí
únicamente mi reducido grupo. Entonces otra porfía para convencer de que ya en
una votación de conjunto, por decidirse la resultante, no cabe dividir el
contenido y esta cuestión procesal se ganó por el voto de los radicales, a
quienes convencí de que volviendo a repetirse divididos los escrutinios,
seguirían perdiendo el del voto femenino donde la diferencia de votantes fue
apreciable y en cambio ponían en riesgo el éxito sobre la cuestión de edad en
que habíamos vencido sólo por una diferencia de tres diputados. Aceptada la indivisibilidad
del conjunto, pude también, mediante otra conversación con los socialistas,
convencerlos del voto favorable ya que habían sido vencedores en la cuestión
del principio y derrotados tan sólo en una de límites cuya fijación es siempre
arbitraria, discutida y rectificable.
Con
dificultades grandes y medios de fuerza parlamentaria escasa, escaramuzas como
la que acabo de citar por vía de ejemplo, no podían menos de exponer a
rozamiento constante mi autoridad y a quebranto manifiesto mi influjo sobre la
mayoría. Tuvo ésta, correcta siempre, sus alternativas de frialdad y adhesión
entusiasta, según el grado de presión y lo candente del problema en que
necesitara guiar o resistir sus inclinaciones. Con todo, volvió a tener para
mí, tal vez de identificación entusiasta, quizá cual ninguna, aquélla en que
regresé apresuradamente de Miraflores con el doble y conseguido propósito de
atajar una ofensiva audaz pero hábil de Santiago Alba contra el gobierno y
pedir a la Cámara que se revotase sin violencia ni desdoro sobre los caracteres
asignados a la República, entre los cuales se había deslizado alegremente
durante insospechada votación final de un día, nada menos que el de federal,
apoyado por los mismos a quienes luego ha causado alarma la menor amplitud
solicitada o consentida en el Estatuto catalán. Aquella tarde el resultado fue
mucho más que ovaciones y rectificación del artículo ya votado, tanto sobre
este aspecto cuanto sobre el que semejaba dar a la República un carácter de
clase, imitación inquietante de Rusia y apariencia de exclusión hostil contra
cuantos no fuesen obreros. Se rectificó el texto y mientras deliberaba la
comisión en la sensibilidad generosa de las Cortes, se produjo una
reconciliación, quizá la última tregua cordial entre socialistas y radicales,
que habían llegado a éstas en actitud de recíproca tirantez y aun violencia.
El
desbordamiento pasional y aun las ofuscaciones de serenidad fueron mucho menos
frecuentes, duraderas e intensos de lo que hacía temer la sacudida de un
periodo revolucionario y constituyente en que seguían a torpe y prolongada
dictadura unas Cortes plenamente soberanas sin mayoría de ningún partido, a las
que se obligaba a trabajar sin descanso, día y noche, hasta con la agravante de
la estación más inadecuada para el sosiego de ánimos y nervios.
Fueron
raros, muy contados los días en que se perdió la calma y sólo en uno tal vez
por extraña influencia atmosférica hubo una ráfaga que nubló la razón de todos.
Aun aquel día en que se propusieron y estuvieron a punto de admitirse varias
locuras, el buen sentido se impuso al cabo en el salón de sesiones y en el
despacho de ministros.
Aquel día la
Cámara estuvo a punto de haber llevado a la Constitución, apenas sin debate y
con irreflexión constante cuando lo hubo, las siguientes novedades: pérdida de
nacionalidad española para todos los frailes y monjes, y si se podía para los
curas; conservación cuidadosa en nuestro territorio sin poder expulsarlos
mientras no terminara un solemne procedimiento que llegaría hasta el Tribunal
Supremo, de todos los extranjeros molestos o peligrosos que aquí vinieran a
perturbar; y supresión de la pena de muerte, incluso en la fuerza armada y en
tiempo de guerra.
Para evitar
los dos primeros intentos bastó mi presencia; para lo último hubo necesidad de
avisar a Azaña, ministro de la Guerra, quien llegó ya tarde y con una
intervención feliz y serena terminó aquel debate, quedando el problema fuera de
la Constitución con plena libertad para resolverlo en los códigos penales.
Iba yo
acudiendo al salón de sesiones a medida que Martínez Barrio, que permanecía de
guardia en el banco azul, me avisaba alarmado y leal la inminencia de cada
locura, que al fin pudimos eludirlas todas sin más concesión que alguna
transigencia por parte de la comisión dictaminadora en cuanto a los tratados de
extradición. Pero a cada momento tenía que volver yo al despacho de ministros,
porque el ambiente del día irrumpió también allí violento y revuelto. Había
terminado a mediodía el Consejo de Ministros con una discusión corta pero viva
entre Largo Caballero y Maura, sobre el deslinde siempre difícil de
atribuciones entre los delegados de Trabajo y Gobernación ante los conflictos
sociales. Los últimos argumentos de la sesión matutina llevaron como armas de
acompañamiento dos golpes con el puño sobre las respectivas carpetas, y sin más
ni más por la tarde Miguel, durante mis obligadas permanencias en el banco
azul, renovó la empeñada discusión con Largo, se mostró incompatible, pidió la
dimisión de Prieto por fracasado, le encargó que la solicitaran por igual
motivo Albornoz y Nicolau; provocó por solidaridad la de Fernando de los Ríos y
acabó presentando la suya como antes de aquel desastre que yo me encontré al
volver reflejado en unas caras de vara y media, y que por fortuna terminó bajo
el aspecto regocijado que la ligereza y nimiedad del planteamiento hacían el
más adecuado desenlace.
A la
presentación por Maciá al gobierno y por la mía a las Cortes del proyecto
redactado por la Generalidad acerca del Estatuto de Cataluña, precedieron
negociaciones delicadas y corteses, que llevé acompañándome en algunas para los
asuntos de justicia, D. Fernando de los Ríos, cerca de la representación
catalana y especialmente de los señores Carner y Hurtado, quienes con prudente
deferencia procuraron que conociera yo antes de hacerse pública la redacción
acordada en Barcelona.
Mucho
adelantamos en aquellas negociaciones, consiguiendo suprimir o limar demasías
del proyecto redactado. Desaparecieron pretensiones sobre extradición y
política que afectase a extranjeros y sobre pesca marítima. Se aceptaron leyes
unitarias para el procedimiento; el régimen hipotecario, el registro civil y
algunas otras materias de este orden, así como coordinaciones más sensatas para
el orden público, asuntos sociales y la sanidad, se convino en que el residuo
del poder no previsto quedaría a favor del poder central, se marchó hacia mayor
transigencia de los espíritus en materia de enseñanza y accedieron sin
resistencias a suprimir un desdichado artículo catalán, proponiendo nada menos
que la busca por toda España, para entregarlos a Cataluña, de cuantos objetos o
recuerdos se relacionaran con la peculiar historia de ésta. Prevaleció también
que los demás españoles se equiparasen allí a los catalanes con sólo la
vecindad administrativa, sin la civil exigencia del Estatuto de 1919, ya
entonces por mí combatida por cohibir el derecho a conservar la ley civil de
origen. El desgaste inevitable de un forcejeo continuo con la Cámara y las
tendencias de crisis tomando cuerpo habían de llevar no muy tarde a mi
dimisión. Surgió sin embargo ésta por primera vez cuando menos lo esperaba ni
podía esperarlo.
Para
defender el criterio socialista sobre la propiedad, bajó el propio Besteiro
desde la Presidencia a los escaños y cuando fue a votarse artículo tan
importante, yo me levanté como de costumbre para explicar mi voto, con
templanza y decisión quizá acentuadas sobre lo habitual. Pero el ponente de
aquel artículo en la comisión, el diputado radical socialista Botella, cuya
hostilidad había sentido ya en la cárcel Modelo, arremetió sañudamente
protestando contra la expresión de mi parecer como coactivo. El aplauso, aunque
tímido, que encontró en algunos aunque pocos de mi partido, y en unos cuantos
no más de los socialistas, era advertencia bastante para que yo sin publicidad
inoportuna, al reanudarse por la noche la sesión en aquel momento detenida,
llamase al Congreso a los cinco ministros de las dos tendencias y les planteara
la cuestión de confianza. Deliberando estaba sobre la mejor forma de darme una
explicación satisfactoria, cuando en la Cámara, donde evidentemente no hubo
intención rencorosa y ya se iba olvidando el incidente, se levantó detrás de mí
el presidente de la comisión, Jiménez Asúa, para leer una nota de la misma.
Había estado reunida a fin de dirimir la violenta escisión que en ella se
mostrara cuando al atacarme Botella, protestaron con violencia Castrillo y
otros. Ofuscada la comisión por los apremios de una sesión larguísima y un
trabajo agotador, creyendo Asúa no alcanzarme en la nota y decir tan sólo en
ella que quien había hablado como ponente de la comisión era Botella, aceptó y
leyó sin enterarme un texto que redactado por otra pluma, de las pocas hostiles
hacia mí, debía interpretarse a la letra como solidaridad de la comisión en
conjunto con el ataque que Botella me había dirigido. Ante aquella agresión
súbita salí del banco azul, pedí la palabra en el hemiciclo y dimití desde los
escaños rojos.
El tumulto
fue enorme y la indignación en la mayoría de la Cámara mucho más enérgica y
ruidosa que la mía. De pie, aclamándome y lanzando terribles apóstrofes a la
comisión, estaban radicales, progresistas, catalanes, federales, gallegos,
independientes, derechas, y todavía en aquel trance Acción Republicana.
Permanecían silenciosos, socialistas, sin duda pesarosos al conflicto producido
en su nombre, y ante el cual Barnés, que presidía, y Besteiro desde los
escaños, las dos representaciones más genuinas de ambos partidos se ponían
equivocadamente de mi lado porque reconocían mi derecho y habían previsto el
escándalo al leer la irreflexiva nota.
La agitación
fue indescriptible. Un diputado valenciano me decía: «Mañana tiene Vd. en las
huertas 25.000 hombres». Pero lo que había que evitar era el desorden fuera y
cortar el escándalo dentro. Habló también Prieto ardorosamente, para que
volviese al banco azul, le apoyaron aclamaciones ruidosas de los partidos
extremos, la dimisión no se aceptó y tuve que reintegrarme a la Presidencia con
el presentimiento de que no permanecería en ella mucho tiempo.
Desde las
primeras horas dedicadas al programa de la revolución, figuró en el índice de
los problemas discutidos y acordados en casa de Miguel Maura y en el Ateneo, el
relativo a las relaciones internacionales con Rusia. Ninguno de nosotros era
por prejuicio enemigo sistemático de prolongar indefinidamente la ruptura o por
mejor decir el mutuo desconocimiento con cuyo sistema, sin dejar de exponernos
a los trabajos de zapa y mina de Moscú, teníamos las desventajas de dar
pretexto, a considerarnos menos rectos por la ruptura y no hallarnos presentes
en Rusia con más que el sacrificio de posibles consecuencias comerciales. Ello
no obstante, acordamos siempre ir con pausa y cautela en cuanto al
reconocimiento por varios motivos, más de política exterior que de interna. Pesaba menos el probable engreimiento del
comunismo español, cobijado bajo una legación rusa, que el partido a sacar por
la hostilidad reaccionaria y asustadiza que, motejando desatinadamente de
propensa al comunismo nuestra coalición y nuestro Gobierno Provisional libre de
todo influjo soviético habría apoyado sus pertinaces mentiras y desatinos de
tal tendencia, sobre la prisa en establecer relaciones con Rusia. Nos preocupó
también desde el otoño de 1930 obtener el más rápido reconocimiento por parte
de las otras potencias y calculamos sin error que no lo predispondría muy
favorablemente, sobre todo para los occidentales, tan interesantes aspectos de
España, un apresuramiento muy solícito hacia los dictadores del Kremlin. Por
esto muy principalmente nos detuvimos y en cuanto a rapidez en el
reconocimiento por las otras potencias fue extraordinaria en la prisa y en la
unanimidad. De América, el Uruguay y Chile, y de Europa, Francia y
Checoslovaquia fueron en las avanzadas. Por cierto, que respecto de la última,
he sabido después por su inteligente e hispanófilo representante, que en la
actitud tan propicia pesó mucho la sequedad de trato a que por influjo de la ex
reina regente y como país emancipado de los Habsburgo, les sometía el régimen
por nosotros derribado. Tras de esos reconocimientos, como es sabido, vinieron
todos inmediatamente, incluso el de Inglaterra, y no se hicieron tardar ni
siquiera los de la Santa Sede, Italia y Alemania, que fue de las últimas por
torpeza quizá más de movimiento que de comprensión de su gobierno.
Quedamos
aislados de Rusia como ya lo estaba España. Hubo sin embargo desde los primeros
tiempos, conatos para una negociación sobre petróleos cuyo suministro ruso
podía representar ganancia mediante el ahorro para el monopolio de la Hacienda
española. Esta negociación, como los intentos posteriores de extenderla en su
forma de cambio de productos a la exportación de aceite vegetal español, corcho
o minerales, no era del todo nueva, porque ya incluso bajo la dictadura,
representantes, también oficiosos, de los sóviets venían a Madrid, trataban y
aun comían en los hoteles de lujo con los más devotos y derechistas hombres
símbolo del capitalismo español.
Con motivo
del segundo viaje de Lerroux a Ginebra, al aproximarse el otoño de 1931, tuvo
con Litvinov por mediación del representante turco,
él también presente, una conversación con más interés que consecuencias, de
cuyo desarrollo me dio cuenta en síntesis muy rápida por un telegrama y luego
con mayor extensión en un anejo que acompañaba a carta suya del 9 de
septiembre, que me ha parecido debía reproducir entre los apéndices que
completan este volumen.
Poco después
de enviarme Lerroux estas noticias acerca de la fase en que se detuvieron los
tanteos con Rusia, el ministro de Turquía en Madrid, confirmándose la
indicación también turca recibida en Ginebra por D. Alejandro, me aconsejaba
discretamente el reconocimiento, alegando que el gobierno de los sóviets era
menos peligroso e incorrecto en relación con los países a los cuales estaba
ligado por una relación diplomática normal. Lerroux volvió muy poco antes de mi
salida de la Presidencia y en tal situación quedaron las cosas que luego no han
encontrado tampoco ocasión, ambiente ni deseo de avanzar más.
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