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Niceto Alcalá- Zamora

LA VICTORIA REPUBLICANA 1930-1931

 

 

DISCURSO DE CELEBRACIÓN DE LA REPÚBLICA

 

El 13 de abril de 1930, en el Teatro Apolo de Valencia, pronunciaba don Niceto Alcalá-Zamora y Torres un discurso de enorme trascendencia en la vida política española. Porque su declaración de republicanismo fue el punto de partida del movimiento que al cabo de un año casi exacto desembocaría en la caída de la monarquía el 14 de abril de 1931, jornada de civismo ejemplar, en que se cambió el régimen sin que en toda España se cometiese el menor desmán contra nadie ni contra nada.

El 13 de septiembre de 1923, cuando respaldó el golpe de Estado de Primo de Rivera a fin de eludir las responsabilidades inherentes al desastre de Annual, Alfonso XIII violó abiertamente la Constitución de 1876, por él jurada en 1902 y que era su título de legitimidad respecto de la nación. Al asociar así su destino al de la dictadura, la monarquía comprometió irremisiblemente su existencia. Pero como no hay peor sordo que el que no quiere oír, el rey hizo caso omiso de las advertencias reveladoras de que el país se alejaba de él cada día más; y cuando quiso rectificar, era ya tarde. En efecto, resultó inútil que, a su debido tiempo, los entonces presidentes del Congreso y del Senado le recordasen la infracción perpetrada contra el fundamental artículo 32 de la Constitución. Y tampoco quiso escuchar las críticas cada vez más frecuentes que contra el arbitrario régimen imperante se formulaban desde todas partes: Ateneo de Madrid, Academia de Jurisprudencia, Colegio de Abogados, universidades, intelectualidad, prensa (no obstante la censura), políticos que habían gobernado con él, e incluso los propios militares, pese a ejercer la dictadura uno del gremio.

Había, sin embargo, que canalizar ese malestar general en forma que no desembocase en un callejón sin salida o en un peligroso salto en el vacío. Los denominados «constitucionalistas», acaso creyendo todavía en el arrepentimiento del monarca tras la desdichada aventura, no se atrevieron a pasar el Rubicón; el republicanismo histórico no inspiraba confianza a grandes sectores de opinión; los socialistas no acababan de definirse, y su acentuado obrerismo les restaba, y continúa restándoles, las simpatías de importantes fuerzas de la clase media; en la oposición, muchos de los que luego serían figuras relevantes eran desconocidos para el español medio y, además, carecían en absoluto de experiencia de gobierno.

Es en ese momento crucial cuando don Niceto Alcalá-Zamora y Torres pronuncia el discurso que había de colmar el anhelo y calmar la inquietud de millones de españoles. Liberal de pura cepa; jurista formidable; conocedor, como pocos, de nuestra administración pública a lo largo de sus diferentes peldaños; hombre de honradez y rectitud indiscutidas; político clarividente cual ninguno de entonces, fue quien supo recoger e impulsar el fervor republicano del país y conducirlo, sin sobresaltos, al triunfo. Por ello, pese a quien pese, la personificación de la Segunda República se vincula indisolublemente a su nombre: con él advino; con él se mantuvo y, cuando la insensatez lo depuso, con él se extinguió; porque lo que sobrevino después fue la espantosa tragedia de la Guerra Civil.

 

NICETO ALCALÁ-ZAMORA Y CASTILLO

Declaración a favor de la República hecha en el Teatro Apolo, de Valencia, por don Niceto Alcalá-Zamora y Torres

AL PRESENTARSE EL ORADOR EN LA TRIBUNA, EL PÚBLICO, DE PIE, LE SALUDA CON UNA EMOCIONANTE OVACIÓN. HECHO EL SILENCIO, EL SEÑOR ALCALÁ-ZAMORA DICE:

Señoras y señores:

En este día en que a vosotros os alienta una curiosidad que a mí me honra, pero a mí me guía la conciencia de una responsabilidad de mi conducta que me abruma, yo tengo que deciros muchas cosas: más sin duda que las que vosotros esperáis; pero creo que la primera de todas es la explicación que debo de aquella voluntad persistente, fija, inquebrantable, con la cual tracé, como norma de mi actitud, que sería Valencia el primer lugar donde la expusiera, y que permanecería mudo y silencioso sobre el alcance de mis palabras y la trascendencia de mis actos, hasta que mis labios se desplegaren delante de la concurrencia que aquí existe. (Ovación).

Ni los más íntimos en mi afecto han logrado penetrar hasta ahora cuál es la orientación definitiva de mi pensamiento, aunque ya se dibujaba clara en los actos anteriores.

Yo repito que tengo que explicar la elección del lugar, que a algunos parecerá extraña, y la persistencia del silencio, insólito en mi costumbre, porque es contrario a mi temperamento. No he guardado la reserva por mantener teatralmente un interés; no he elegido a Valencia por los motivos que quizá, como fáciles, se sospecharan.

Ha podido haber personas que, fijándose en la modestia de mi significación, en lo escaso de mi talla, creyeran que yo venía aquí porque falto de personalidad bastante para salir a regiones donde no me conocieran, al abandonar la mía propia, por una afinidad geográfica, temperamental e histórica, buscara aquella otra que más se le parece en lo impresionable del temperamento, en lo exaltado de las pasiones, en lo clásico de la cultura, en lo árabe de las costumbres, en lo artístico del lenguaje; aquella otra a la que yo venía a buscar como madre adoptiva de mi pensamiento, tenía que ser Valencia, ciudadela eterna de la libertad, que la sabe sentir con energía y hace que su nombre se destaque en los dos intentos de sublevación contra la tiranía de la dictadura, que sabiendo sentirla como decisión que la vivifica, la siente con la delicadeza que la sublima, a tal punto que, más que reclamar la libertad como garantía de su propia vida, la busca como amparo del porvenir y la ofrenda como testamentaria moral de aquella gloria valenciana que no quiso reposar en la tierra de sus amores mientras no imperase en ella ambiente de libertad.

(Gran ovación. Vivas a Blasco Ibáñez).

Y por eso vosotros, en una ofrenda piadosa que pueden recibirla todas las creencias y expresarla todas las convicciones, mientras no llegase la hora de la sepultura definitiva que fuera la liberación del país, en el flujo de los mares, en el oleaje del Mediterráneo, mandabais los votos de vuestros sentimientos a besar la Costa Azul, como expresión de un pueblo libre, que, para mayor paradoja, sabe sentirse dueño incluso cuando, como en su título glorioso, «los muertos mandan».

(Gran ovación)

Y siendo esto cierto, no es ése el motivo bastante y el decisivo de mi elección. Sospecharían otros que, habiendo cobijado los pliegues de mi toga y abrazado las efusiones de mi alma la defensa oficial de dos valencianos, de Vélez y de Campos, y la defensa altruista y conjunta de todos los demás comprometidos en los procesos históricos, execración de la dictadura, que simbolizan el sentimiento valenciano, venía yo atraído por el vínculo afectivo de aquella solidaridad de la defensa, y siendo eso cierto, no es tampoco ése el motivo.

Yo no podría olvidar, no podría olvidarlas nadie, todas las lecciones morales de aquellos procesos, cuya evocación surge aquí como una gloria que al pueblo de Valencia se le debe.

En ese primer proceso en que ciudadanía y milicias juntas, como es tradición liberal de España, y como es la solución única para poner fin por medio de la fuerza que redime, a la fuerza que subyuga, al lado del pueblo de Valencia, se destacaba la figura, gloriosa y venerable, del patriarca insigne de la milicia española que, siendo modelo de disciplina, al alentar ese movimiento daba la lección de su santidad; de aquella otra figura, simpática, llana y abnegada a la vez, del general Aguilera, personificación del alma de La Mancha, que junta en la exaltación de su ideal todo el espíritu temerario de aventura y toda la honradez comprensiva que siente, sirve y guía la grandeza del sacrificio.

(Aplausos).

Y ¿por qué no recordar aquel otro proceso en que atraída la competencia jurisdiccional, por razón determinante del lugar, se vio en Valencia misma, donde vuestros brazos, tan fáciles y tan febriles para el aplauso, dieron la lección educadora y comprensiva de ciudadanía de permanecer quietos cuando vibraban vuestras almas, para permitir, con el silencio majestuoso de aquella multitud, la misión augusta de la justicia sin dar un pretexto a la intromisión perturbadora de la tiranía?

Aquel proceso en el cual junto a la figura de mi defendido Campos, del armador Micó; junto a las figuras civiles se destacaba la personificación de un Cuerpo, al que un día se le quiso captar y subyugar con el epíteto tan halagador del Real, que en vez de este título prefirió en definitiva el de Cuerpo Nacional, servidor del interés público. Y junto a ello aquella inmensa figura a la que se dirige nuestro pensamiento; aquel hombre que en la cumbre de la vida no rompe la significación de un conformismo conservador, afirma su significado constitucional, y al cual yo me dirijo desde aquí para decirle que no basta ni se necesita una gallardía personal, que nadie pone en duda en su figura gloriosa; que no tiene que salvar una dignidad y una actitud propia; que lo que tiene que hacer, y nosotros le pedimos, es que todo el valor simbólico que en su persona se condensa, lo ponga en la acción intensa, enérgica y activa al servicio del triunfo definitivo de la democracia española. (Grandes aplausos).

Pues con ser incierto todo eso, no es el motivo determinante de mi elección. Es otro que a vosotros, pueblo de artistas, de artistas por intuición, incluso en el humilde y en el analfabeto, yo os lo voy a explicar con un símil que penetre por vuestros ojos y llegue a vuestras almas.

Nunca la esbeltez del cuerpo humano, la agilidad muscular, el dominio de nuestra naturaleza física se presenta más difícil y a la vez más atrayente que en descenso de las montañas, cuando abandonada la atracción de la cumbre la vista se dirige hacia el llano; cuando para apresurar el descenso a él, sobre la ley universal de gravitación, o como reflejo individualísimo de ella, se junta el cansancio del propio cuerpo y el peso del que pide el descanso y el reposo. Y nada más gallardo y nada más difícil que en aquella postura desechar la mano del guía, abandonar la atracción de los que tienden los brazos para recibirnos; bajar, no por el impulso suave que se desliza, sino acercándose al precipicio, mirando el abismo sin vértigo, rodeándole con habilidad, dueño de sí mismo, sabiendo dónde quiere poner el pie, llegando a donde quiere llegar.

Por algo parecido del mundo moral, yo he elegido a Valencia, no como facilidad suprema, sino como dificultad máxima. Porque yo también desciendo de una cumbre de poder, de la cual me alejo; no le vuelvo la espalda con la conciencia avergonzada de un tránsfuga; me vuelvo hacia ella, la miro serenamente con la conciencia tranquila y le digo: de ti, cumbre del poder, me aparto; de ti, creación de los siglos me separo, porque no eres la acumulación bienhechora de las nieves que el cielo envía para fertilizar el campo de la ciudadanía española, porque sobre él descargas como alud que destroza las altas y redentoras energías de mi patria; me separo de ti, porque me atrae la huerta llana de vuestra democracia, la vega frondosa de vuestras libertades, pero al venir hacia vosotros, al ir donde queréis que yo llegue y a donde se inclina mi voluntad, yo quiero como el atleta que de la montaña desciende, ser dueño de mi alma, acercarme a cada problema, mirarlo sin espanto, pero mirarlo también sin irreflexión.

Quiero medir por dónde deben ir mis pasos, condicionar cuál debe ser mi actitud, presentarme ante vosotros resistiendo hasta donde deba resistir los impulsos arrebatadores de vuestros aplausos, obedeciendo al mandato de mi conciencia. Y en esa actitud yo os digo que a mí, que en broma afectuosa de Ángel Ossorio, se me ha reprochado como defecto de exageración de la virtud la modestia, que en mí es casi franciscana, yo quiero en este día trascendental tener dos inmodestias. Si al término de mi discurso me queda el aplauso callado y silencioso de mi conciencia diciéndome que llegué, sin desviarme por la sugestión arrebatadora de las ovaciones, hasta donde yo quiero llegar, me creeré capaz del apostolado a que pienso dedicar mi vida, educador de la democracia española. Y si vosotros, pueblo valenciano, cuya exaltación comprendo, cuyos ideales conozco, cuyas aspiraciones comparto, sabéis —público quizá el más difícil para la templanza de la actuación— hacer justicia a la posición definitiva en que me coloco, yo habré practicado un sondeo en el estrato nacional, al atravesar esta capa de la ciudadanía valenciana. Si vosotros sabéis hacer justicia a la actitud que yo fije, yo entonces creeré con optimismo que esta democracia española está en camino de la madurez que le permite valerse por ella misma en la forma libérrima que es la expresión cabal y definitiva de la libertad. (Ovación).

¿Cuál es la característica del momento actual, en la vida política española? Ése es el planteamiento del tema de mi conferencia. Los momentos, señores, representan la fase ya avanzada, pero aún no completa, de un periodo constituyente; fase avanzada, porque se da el primer requisito negativo de esos periodos: una legalidad constitucional deshecha e imposible de reconstruir. Periodo aún no completo, porque falta el otro elemento de la plena libertad nacional: recobrar la soberanía nacional plena y absoluta (que es la que resuelve los períodos constituyentes), sojuzgada unas veces la nación al despotismo extranjero que oprime, sometido otras veces el Estado al déspota interior que la sujeta.

El primero de esos elementos, la legalidad constitucional deshecha, eso no puede discutirlo nadie. ¿Qué queda de la legalidad constitucional española? La potestad de las Cortes, usurpada por los gobiernos de la corona; el recuerdo de las libertades parlamentarias, el de la discusión, borrado en las costumbres, casi una tradición o un recuerdo de familia para las generaciones de veintiuno a treinta años, que son, en la democracia de nuestro tiempo, las avanzadas del progreso. Los derechos de la personalidad humana, desconocidos y suspensos, incluso aquéllos de elemental civilización, como la garantía penal para que nadie pueda ser castigado sin ley. La propiedad, esa propiedad que consideran intangible las miopes clases conservadoras españolas, que se alarman por una predicación de justicia social y no se espantaron por las confiscaciones brutales de la dictadura, absolutamente ilegales. La deuda pública, asunto privativo, atribución exclusiva de las Cortes, limitada aun en ellas mismas, por una suprema ley moral, superior incluso a la Constitución, que asegura el porvenir de las generaciones futuras, entregada a la codicia de los banqueros, clientela predilecta de los gobernantes y socios mal encubiertos de su política.

¿Qué es lo que queda de la legalidad constitucional? ¡Ah! Queda solo una cosa: la resurrección ficticia e insultante de un solo artículo para poner la mordaza en todos los labios, ya que no se puede poner en las conciencias el respeto a quienes no respetaron a los demás.

Pero falta lo otro: falta la recuperación de la soberanía nacional, es decir, existe el primer elemento, el que crea la necesidad de los periodos constituyentes, pero falta el segundo, el único que tiene la virtualidad legítima y constructiva de resolverlo. Y ¿por qué falta? Pues falta porque el pueblo español no ha recabado aún, no ha conseguido el restablecimiento de su soberanía. ¿Cuál es la causa? ¿Dónde está el escollo? ¿Cuál es el enemigo? ¿Qué fuerza se opone a la libertad española? Podemos fácilmente inquirirlo por un fenómeno singular que se opera rara vez en nuestros problemas. En los de orden moral, en las grandes cuestiones sociales y políticas, el discernimiento de las causas tropieza con una inferioridad de las ciencias morales respecto de las físicas. Las ciencias morales no suelen tener, rara vez tienen, aquel privilegio experimental de los laboratorios que explica el progreso maravilloso de las ciencias físicas: la posibilidad del aislamiento de las concausas para determinar en el mantenimiento o en la desaparición de los efectos la concatenación presunta de aquéllas; pero en el orden moral hay algunos casos privilegiados en que, para desvanecer la ceguera de los ilusos, o la veda de los enmascarados, se da aislamiento tal que permite señalar clarísimamente cuál es la causa; y en la vida española se han producido dos hechos que nos permiten aplicar el método experimental.

El día 29 de enero, se produce en España un acontecimiento, que, creyéndolo muchos venturoso, en parte lo considero yo desgraciado, porque es la desaparición nominal de la dictadura externa con la continuación del absolutismo interno, porque fue el aislamiento del lugar en peligro, cortando por alguno de los muros para que el incendio no llegara a toda la extensión del edificio. (Grandes aplausos).

Pero pocas semanas después se produce en la vida española, en la historia española, otro acontecimiento que, sin reservas ni distinciones, debemos considerar lamentable, no solo por un sentimiento de piedad humana, sino hasta de egoísmo nacional: la desaparición física del dictador, creando un obstáculo casi insuperable para muchos esclarecimientos e insuperable del todo para bastantes responsabilidades. (¡Muy bien! Aplausos).

Pues bien; si el obstáculo a la soberanía nacional española, si el obstáculo a la libertad española hubiera sido solo la dictadura y el dictador, la vida española sería ya normal, sería tranquila, sería plenamente ciudadana, estaría encajada en una legalidad.

¿Pasa eso? No, no; la inquietud subsiste igual, la opresión, los síntomas momentáneos, suavizados en la táctica, porque le conviene, pero afirmada con igual intensidad en la plenitud de las potestades usurpadas.

Sobre la vida española pesa la misma inquietud, pero con esta diferencia: no es la pesadilla de ayer, sino la preocupación de mañana. Se sigue hablando de las contingencias de otra dictadura, y, variando los nombres sobre la encarnación física del dictador, coinciden todos los rumores en la predisposición favorable al sistema.

No se restablece la Constitución; se duda si va a haber elecciones; se sabe que, de haberlas, en vez de ser brutalmente sinceras, como pedía Ossorio y Gallardo, van a ser sinceramente brutales, como anuncia el Gobierno. (Grandes aplausos).

Se duda si, aun realizadas con esa brutalidad que yo prefiero que sea sincera a que se muestre farisaica, las elecciones llegarán a celebrarse porque haya algún obstáculo que lo impida, algún recelo que las teme y alguna culpa que se asusta ante la contingencia de un Parlamento.

Y entonces si todo eso subsiste, ¿por qué? Porque ante ese interrogante los poderes públicos no quieren que se esclarezca y para ello la ilegalidad imperante amordaza. La fantasía busca soluciones y según el temperamento le da al escollo nombre, apellido, número y expresión. Quien prefiere el nombre, busca la evocación gloriosa, pero agotadora de una serie; quien prefiere los apellidos, enlaza el sueño de la dominación universal con la identificación absolutista y egolátrica del Estado: aquel que se dedica a las combinaciones supersticiosas y cabalísticas del número, las refleja en el fatídico de una cifra; y aquel que quiere una expresión gráfica, busca el vigor del troquel y acuña el perfil de una figura para lanzarla a la circulación como una moneda. (Grandes aplausos).

¿Quiénes son los que enfrente de la evidencia niegan la realidad urgente, inaplazable, de ese periodo constituyente?

Vamos a verlo; vamos a analizarlo en los dos grupos que forman; pero antes séame permitido decir, como recuerdo de mi significación gubernamental, nunca más afianzada que cuando propendo al radicalismo, que los revolucionarios, los responsables de la violencia en España serán ellos y no nosotros; serán ellos, porque pretendiendo fortificar el obstáculo y hacerlo fuente suprema del poder, mantienen y excitan la irritación de la conciencia nacional. Y no somos los revolucionarios nosotros, los que pedimos que en vez de prolongarse inútilmente ese periodo con todos los peligros que supone arrastrar las accesiones de la realidad que vendrán a complicarla, les aconsejamos que desechen la ilusión de extinguirla por cansancio y nos dejen que una soberanía nacional, pacífica y plenamente afirmada a la vez, aparte los obstáculos para su liberación y establezca las normas definitivas para su triunfo.

Los hombres que se agrupan en torno a la ciudadela inaccesible para cerrar el paso al periodo constituyente o para señalarle, como escarnio, rendija de revisión parcial, se dividen o clasifican en dos grupos: uno, los que llamándose constitucionales y aun demócratas, creyendo quizá que lo son, acuden hacia esa fuente de poder y forman la guardia en torno de ella; el otro, los servidores de la dictadura, los que nacieron a la vida pública a su conjuro y los que habiendo tenido otra significación, ante los halagos del poder renegaron de lo que fueron y acudieron a servirle. (¡Muy bien, muy bien!).

Vamos a ver lo que son cada uno de esos grupos:

¿Quiénes son más culpables del delito de lesa democracia española? Yo os digo, con la tristeza en mi alma, porque se trata de mis afines, porque se trata de afecciones particulares que yo no puedo borrar, que, a mi entender, los elementos que se llaman constitucionales y acuden solícitos y palatinos hacia la fuente del poder son más culpables que los elementos dictatoriales. (Aplausos).

Ellos, sin darse cuenta, porque en el fondo son personas de recto deseo, prestan al absolutismo el mayor servicio que necesita y el único que de ellos puede demandar.

Cuando el absolutismo se desboca, cuando se lanza a plena dictadura, no necesita para nada la compañía de hombres constitucionales, porque con sus escrúpulos de legalidad son el estorbo que le contiene, la impedimenta que lo retarda; pero en cambio, le son inapreciables como guardia fidelísima y veterana que, sin ir a esa campaña de aventuras, aguardan tranquilos y dispuestos a formarse en el alcázar para cuando el propósito de la aventura, si por acaso le sale mal, prefiera refugiarse, como cuartel de invierno, en la restauración de una parodia constitucional. (Grandes aplausos).

En plena dictadura, para no tener conciencia alguna de la legalidad, ni del derecho, ¿de qué sirve la suavidad gallega, la habilidad astorgana, ni la desenvoltura alcarreña? Pero ahora sí, ahora son indispensables; y son indispensables para algo que ellos no sospechan.

Son indispensables no solo para asegurar la retirada de la aventura que le salió mal, sino para permitir la vuelta hacia otra aventura en el empeño impenitente e incorregible de emprenderla.

¿No os fijáis con qué habilidad pérfida se procura la resurrección de la política antigua, que sirvió con sus lacras exageradas de pretexto al golpe de Estado del 13 de septiembre?

¿Qué empeño hay en destacar a los mismos, con iguales pecados, exagerados por la murmuración, agravados por la quietud durante los seis años, aumentados por este servicio de vasallaje, acentuados por las malas costumbres de que son preludio los comienzos de las elecciones?

¿Sabéis lo que se busca? Pues se busca, en la cartelera del teatro nacional, poner, para escándalo de la opinión, para irritarla con la esperanza de justificar otro golpe de Estado: «Segunda representación de Los intereses creados. (Atronadores aplausos). Y al descorrerse el telón, con inspiración sarcástica de poeta y actitud bufa de polichinela, se escucha un verso: «He aquí el tinglado de la antigua farsa...». (¡Muy bien, muy bien!).

¿Sabéis lo que van a hacer esos hombres, que son mis amigos y por serlo me apena su situación? —Y les hago la justicia de apreciar sus cualidades, que las tienen, junto a sus defectos, que no niego—. ¿Sabéis el papel que van a hacer? Van a servir la barbechera constitucional y no el cultivo intensivo de las libertades. Van a ser a la vez el relevo y el pretexto de la dictadura: el relevo cuando la dictadura se canse y el pretexto cuando de nuevo vuelva a surgir. (Grandes aplausos).

Pero no les execremos; compadezcámosles, porque siendo tan grande su falta, es mayor —no son siquiera merecedoras— el excesivo castigo.

Porque me diréis: ¿van a quedar confundidos con la dictadura? Eso se creen ellos, y ya sería castigo bastante. Van a aparecer confundidos en el encasillado que les proteja, en la violencia que les saque triunfantes y en la adhesión y reverencia en que se humillan. Pero van a quedar destacados con la otra misión, la más dura que se puede tener.

Don Antonio Maura, que no fue un demagogo sino un conservador, pero que sentía la dignidad de la función ministerial, dijo un día en el Congreso que al entrar los ministros de la corona en cierto sitio, debían tener como cuidado muy precioso de indumentaria, el de que sus uniformes no se pareciesen a otros uniformes, muy honrosos, pero de una función cortesana que no es la de los ministros.

¿Y sabéis el modelo de uniforme simbólico que para los tránsfugas de la democracia se reserva? El de palafreneros distinguidos. Sí; no puede haber símil más gallardo y menos molesto para los ensueños absolutistas que aquella representación estatutaria, arrogante e impulsiva del corcel. Pues ellos van a ser los palafreneros que cuando el corcel del impulso absolutista se rinda pasajeramente, por el sudor de la marcha y por haber recibido en los ijares el espolonazo del jinete que tuvo que encumbrar, acudan a sujetarlo de la brida, a ponerle una gualdrapa con el emblema de la Constitución, y alojarlo, por un instante, en los palacios de las Cámaras no respetados como alcázares, sino hollados como caballerizas. Y luego, cuando repuestas las fuerzas y pasado el peligro, el corcel del impulso absolutista, incorregible en su condición atávica, dé el relincho alegre de la aventura, presentarse otra vez a enjaezarlo, y más aún, haciendo de la rodilla de su reverencia o de a espalda de sus culpas, el auxilio del estribo sobre el cual se alce el caudillo de turno a quien le corresponda la dictadura, y entonces quedará grabada sobre sus espaldas, como castigo, la huella en que está el polvo del cuartel. (Grandes aplausos).

Los otros, los que sirvieron a la dictadura, merecen menos atención y teniendo culpas enormes de aquel periodo, las tienen menores del presente.

Son unos hombres que no pueden hablar del respeto a la Constitución del 76 ni parapetarse tras ella, ni refugiar en ella nada, por dos causas: porque fueron los violadores escandalosos de sus preceptos y los suplantadores pregoneros de su texto; los que afirmaban que era lícito sustituirlos por completo en nombre de una fingida Asamblea y por un plebiscito que era una sombra, un escarnio, y son los que ahora se oponen a que el país, en uso de su soberanía y por el procedimiento insustituible, pueda subsistir la Constitución.

Pero esos hombres tienen otra pretensión más absurda, otra pretensión más insensata: esos hombres pretenden ellos cubrir responsabilidades ajenas asumiéndolas como propias.

¿Qué concepto tienen de su función y qué concepto tienen de la responsabilidad? La responsabilidad se transmite, pero no se endosa; se comparte, pero no se reparte; se asocia, pero no se contrata. Y ellos no pueden ser los que cubran la responsabilidad ajena, porque les falta la calidad en dos conceptos: porque no fueron jamás ministros constitucionales, únicos que tienen esa posibilidad jurídica, y porque agotaron su crédito penal en el ejercicio de la dictadura.

Voy a explicar esta expresión.

Hay aquí, seguramente, hombres de negocios que saben que en los bancos se abre para toda fortuna, por grande que sea, un límite en su cuenta de crédito, pasado el cual es inútil avalar otra responsabilidad, porque ya no se tiene capacidad para ello. Pues de un modo parecido los códigos penales han establecido el límite en que se detiene la duración de las penas aplicables a una persona, y no lo han establecido con cortedad: cuarenta años. Pasando de ellos, es bravata fácil responder de otros delitos, porque no se responde de nada.

Pues estos ex ministros de la dictadura han cometido atropellos tales que hace mucho que con su responsabilidad propia rebasaron el límite máximo de los códigos penales y para poder extinguir su deuda propia, necesitarían no ya alcanzar la vida de Matusalén, sino derogar el principio de que la responsabilidad personal no se hereda y ser los fundadores de una dinastía egipcia.

Pero, además, ¿a quién engañan con eso que dicen que es gallardía?

No, eso no es gallardía, porque eso puede ser una habilidad suprema. Porque ése es el pacto de impunidad que previeron siempre las constituciones democráticas entre dos poderes que sirven demasiado juntos para que en ellos no se establezca afinidad sospechosa

Todas esas constituciones tuvieron el cuidado —las democráticas— de limitar la facultad en la corona de indultar a los ministros por los delitos cometidos en el ejercicio de su cargo, porque apreciaron que entre la corona y los ministros no media la distancia bastante, la perspectiva necesaria para que no se asocien, en forma ilícita y dañosa para el país, sus responsabilidades, porque si a cada uno de ellos se le hace juez o interventor de la otra responsabilidad, se puede establecer un pacto peligroso de impunidad; el despotismo quiere salvar la responsabilidad de sus servidores, para de este modo tener otros, confiados, temerarios, que le sigan en la repetición de la empresa, sabiendo que es lucrativa en el ejercicio e impune en el cese.

Y ellos, los ministros, saben que diciendo eso, la absolución es segura. Porque este país que de la ley tiene escasa noción, pero de la equidad muy alta, no consentiría jamás que hubiera la condena de culpables, aun cuando lo fueran, si había absoluciones o impunidad de culpabilidades mayores.

Este país tiene grabados en su conciencia aquellos versos admirables en que por la pluma de Guillén de Castro, el padre del Cid se dirige al rey de Castilla y le dice, hablando de su justicia:

Hazla en mí, rey soberano,

porque es propio de tu alteza

castigar en la cabeza

los delitos de la mano.

(¡Bravo! ¡Muy bien! Grandes aplausos).

Y todavía, todavía puede que haya erudito que sospeche que en algún ejemplar, Guillén de Castro varió el pronombre. De lo que estoy seguro es de que si el padre del Cid hubiera sospechado, o el Cid, del Fernando, del Alfonso de su época, hubiera comenzado, al hablar de la justicia, diciendo: «Hazla en ti, rey soberano». (Ovación imponente).

Es hora, señores, de que este discurso mío, sin ilación, donde no miro renglones pero mi memoria escruta en mi conciencia, volvamos por un momento la vista a los otros, a los que se llaman liberales constitucionales, conservadores y demócratas y, sin embargo, van abdicando de su significación en un lento desfile donde borran toda su historia y donde no consiguen sino perder el respeto que merecieron de la opinión y el arraigo que en ella tuvieron.

Esos hombres creen que cumplieron ante la historia manteniéndose alejados de la dictadura, cuando la dictadura gobernaba y apresurándose a acudir al lugar en que esta tenía su apoyo, en el momento en que la dictadura, en parte, desaparece.

¡Qué idea más extraña tienen de lo que es el valor cívico!

Fijaos bien en una lección psicológica que nos deja el recuerdo de aquella barbarie procesal que se llamó el tormento. Los sayones que realizaban el tormento no conocían de él más que la aplicación bárbara de la fuerza. Pero los déspotas, más refinados y crueles, que se lo encargaban, sabían que el complemento inicuo y eficaz del tormento es la alternativa de su interrupción, cuando el cuerpo, ya rendido por las privaciones o el suplicio, recibe la tentación más irresistible del halago.

Resistir la fuerza, eso quizá dependa de la voluntad ajena. Lo que hay que resistir es el halago del poder, porque eso depende de la firmeza de la convicción propia.

Sería curioso que estos hombres, que han ido donde no debieran ir y han claudicado de lo que debieran significar, nos contaran la impresión de su primera visita; pero ya que ellos no nos la cuentan, es fácil a la imaginación reconstruirla.

Es sencillísimo no colocarse frente a las alabardas cuando las alabardas en línea horizontal, y enseñando los picos, cierran el paso. El mérito está en no acercarse a las alabardas cuando estas, verticales, retumban dando en las galerías un golpe, que la ingenuidad del visitante cree que es reverencia a él y es aviso para el que espera. Y sería curioso preguntarles cómo en esa arquitectura secular, simbólica y con escondrijos de los alcázares, resuena el golpe de alabarda cuando llega alguna de esas visitas.

Yo me imagino que el primer eco en aquellas bóvedas debe parecerse al de esos relojes que marcan las horas decisivas y las marcan cual ave astuta y bruja, con lenguaje de picardía, en el que sólo se perciben sonidos breves, agudos. Cabe, si se fijan, creer que en aquellos embovedados, el eco les devuelve un sonido burlón, que dice: «Cayó uno más...». (Risas).

Pero luego, cuando el eco se difunde por la regia arquitectura secular del edificio, los duendes de la camarilla, que creyó espantar el espadón del duque de Valencia y siguieron refugiados entre las colgaduras para hablar al oído de Galdós e inspirarle uno de los Episodios, se reúnen en el aquelarre y sobre aquel «cayó uno más», van diciendo: «Una historia que se extingue, una convicción que reniega, un hombre que se anula, una ilusión que se deshace, un partido que se humilla y una nación que se destroza». (Muchos y prolongados aplausos).

¿Cuál es la ilusión de esos hombres, de unos y otros? Pues esa ilusión, ante la cual se detiene mi respeto por lo que ella tenga de ingenua, es una ilusión de espejismo engañoso. Esos hombres, unos y otros, en nombre de una convicción monárquica, que han sobrepuesto algunos (otros no tenían ni que contraponerla) a una significación liberal, forman el cordón para evitar que el incendio llegue a la altura. ¡Ilusión engañosa, pueril, falsa!

No ven, no, que el incendio está en la altura, más aún: que el incendio que alumbra la vida española arranca de la altura; no ven que no ha sido la tea del agitador ni el descuido del rastrojero; este fuego, que amenaza destruir la vida española, ha sido lava de siglos de geología política y absolutista, concentrándose en la entraña del estrato dinástico a impulsos del despotismo, saliéndole un cráter en forma de corona; y como el incendio es lava arrolladora que se nos viene encima, por eso, porque es lava que desde la altura desciende y amenaza arrasar la libertad y la existencia de la patria, tenemos el deber o de que el volcán quede extinto o de traspasar nuestros hogares o nuestros pueblos a ambientes más benignos, a otras instituciones en que puedan vivir nuestros hijos. (Grandes aplausos).

Hay algo inquietante para vosotros y más inquietante para mí, y es la confesión alarmante de que a estas alturas voy por la mitad casi de lo que va a ser mi discurso.

Tened paciencia y que yo tenga fuerzas para acabar.

Para resolver el problema político español, cuyas características he definido, cuyos enemigos principales y secundarios he designado, ¿cuál es el único poder legítimo en España? Unas Cortes, emanación libre de la voluntad nacional. Unas Cortes plenamente soberanas, que no cohíban la potestad de su decisión ni con el contacto próximo, ni con el influjo de la presencia, ni con el prejuicio del respeto. (¡Muy bien!).

Y tan es así que, contra todas las habilidades de otro sentimiento, se va a dibujar, aun a través de las elecciones «brutales» que ellos anuncian, que sólo el Congreso y sólo en la medida que representa, la voluntad del país, va a tener potestad legítima. Los otros poderes están manifiestamente recusados, fuera de la situación jurídica y moral necesaria para decidir el problema. Y aun al Congreso mismo, sólo le va a dañar lo que tenga de reflejo del régimen existente, desde la firma de la convocatoria hasta el influjo en la elección. (¡Muy bien, muy bien!).

Se me dirá: pero es que hay otros poderes. No. Para mí no hay más poder legítimo para resolver el problema constituyente de España que la Asamblea que elija el país.

Porque el otro poder, el poder moderador, aun en la propia teoría del pacto, del que está tan distanciada nuestra ideología, tendría que abstenerse de intervenir en las decisiones.

La teoría del pacto, sobre el cual, de tener tiempo podría hablar mucho, no fue la renuncia ni la participación de la soberanía indivisible. No fue una avenencia sobre el asiento de la soberanía, que es única, sino sobre el ejercicio, que puede y debe ser distribuido. Pero ese pacto queda alimentado y puede quedar viciado por una condición resolutoria de infracción. Y como el poder a que aludimos manifiestamente ha infringido el pacto, no solo no tiene potestad para intervenir, sino que para subsistir necesitaría de un acto de la voluntad nacional, un ratificador, más grande, más difícil, más necesario que para implantar una dinastía extranjera.

Se me dirá: pero ahí está el Senado.

¿El Senado? ¿Qué parte del Senado? ¿Los senadores vitalicios que quedan? Pero si ésos, con la excepción gloriosa, valiente y gallarda de Antonio Royo Villanova y algún otro que mi memoria siente la injusticia de olvidar, ésos han renunciado moralmente a la investidura que recibieron, porque ésos eran en el pensamiento de Cánovas la clave permanente de la Constitución y han sido la obra muerta de ella, permitiendo impasibles, sin una protesta, la violación completa del pacto que les daba el nombramiento y de la ley que le atribuía una función. (¡Muy bien, muy bien!).

Pero ha habido más: que algunos de ellos, y quizá intelectualmente de los más preclaros, han cometido la obcecación sin ejemplo de trocar la toga legítima del senador constitucional por la máscara burlesca de miembro de la Asamblea que iba a suplantar sus funciones.

¡Ah! ¿Y la hornada que se prepara de setenta u ochenta senadores vitalicios, cuyas vacantes existen y se pueden nombrar?

¿Ha reparado alguien en la tremenda inmoralidad política que supone la reserva de esas vacantes para completarlas con la provisión?

¿Sabéis por qué no se han provisto esas vacantes y sabéis por qué se proveerán con vistas a estas elecciones? Pues os lo voy a decir.

A esas vacantes las llamo yo, y a su acumulación, el tesoro de guerra del despotismo.

Así como los déspotas de otros tiempos tenían una torre donde almacenaban existencias metálicas importantes, como tesoros que alentaran sus primeras empresas bélicas, las vacantes de senador vitalicio se han ido acumulando para preparar la más inmensa corrupción política, que yo anuncio y denuncio desde esta tribuna, para ser el cohecho descendente de la altura, que responda al cohecho descendente de la altura, que responda al cohecho arrancado a la ciudadanía; para ser el campo en que vendan por un plato de senaduría vitalicia, la dignidad de su significación, cada uno de los grupos políticos que acudan al reparto de ese botín, y entregarse a la fuente del poder que las reparte. (¡Bravo! Aplausos).

En el instante en que con una actitud (que merece el aplauso que habéis dado, más que a ninguno de los párrafos) yo denuncio esa inmoralidad, yo me privo de tener amigos y les digo: si os halaga ese plato de la senaduría vitalicia, huid de mí, porque yo soy el perseguido; id a otro sitio, donde se practica el corretaje y se cobra la comisión por el trato de favor. (¡Muy bien! Aplausos).

En este instante yo, que iba remediando un poco el desorden espontáneo del discurso, la ilación de las ideas, recuerdo (y me parece que va a ser éste el momento más oportuno) que tengo contraída en Sevilla y la voy a saldar en Valencia (curiosidades jurídicas del lugar del pago) una deuda con mi amigo el conde de Romanones, y como él, seguramente, ha de ser diligentísimo acreedor, quiero yo ser escrupuloso deudor y voy a pagarle.

Le ofrecí a mi amigo, a quien quiero mucho, el conde de Romanones, que en el primer acto político que celebrara satisfaría yo su curiosidad acerca de lo que él llama, con travesura singular de su ingenio y su donaire, constituciones de papel.

El conde de Romanones hablaba, empleando un argumento impresionante, de que por ocho o diez artículos que se añadan o se supriman en una Constitución, por las mayores garantías que se establecieran contra los abusos del poder del jefe del Estado, y como amparo de la potestad de las Cámaras, la Constitución sería siempre de papel, expuesta a que la deshiciera una espada ambiciosa, contra la cual el poder civil no tendría medios de lucha.

Yo, suplantando quizá la autoridad de algún ilustre profesor de Derecho Político que figura entre los organizadores de este acto, sin consultarlo con él, voy a hacer unas cuantas definiciones políticas que brindo al conde de Romanones y que van a tranquilizarle en sus escrúpulos, y si él las acoge bien, le traerán al buen camino en que yo quisiera encontrarle.

¿Cuáles son las Constituciones de papel? Son Constituciones de papel aquellas que se sabe que se pueden violar impunemente y que hay gente que sufre violación y aguarda confiada en el arrepentimiento.

No son Constituciones de papel aquellas que detrás de la garantía moral de su observancia tienen grabadas en la voluntad de los pueblos esta fórmula de dilema: fidelidad o escarmiento. Y el escarmiento, en esta forma jurídica: la inhabilitación que desposee, el extrañamiento que coloca la violación más allá de las fronteras.

Pregunta el conde de Romanones: ¿cómo habrá posibilidad de que una espada ambiciosa no rompa una Constitución? Pues yo voy a decírselo también: será imposible que una espada ambiciosa rompa una Constitución cuando esa espada ambiciosa y a la vez cortesana sepa que la consecuencia definitiva del acto vuelve el arma en sentido contrario de aquel en que se sacó de la vaina; cuando sepa que el atentado a la Constitución es pasajero, pero que en definitiva la espada ambiciosa lo que realiza sin quererlo, pero por mandato de la justicia, es un delito contra la forma de gobierno y sin quererlo lo realiza de lesa majestad.

¿Quiere saber el conde de Romanones, en cambio, lo que sucederá si todos nos sometemos a la alternativa del capricho que establece las rotaciones de la dictadura y de los periodos constitucionales? Pues yo se lo voy a decir. Si la mansedumbre española soporta la comedia que ahora se está preparando, no tengáis duda: cada día, en La Gaceta, bajo el parte oficial en que se nos da la noticia del estado inalterable de una salud, habrá en letras invisibles, pero comprensibles, adivinadas, un anuncio inmoral, que se disimula como todos los anuncios ilícitos, un anuncio, que dice: ¿en qué cuartel hay un sable que esté dispuesto a convertirse en plegadera para hacer trizas la Constitución?

Y si el conde de Romanones me pregunta qué podemos hacer, inermes, los hombres civiles para que las Constituciones no sean de papel y para que las espadas no se alcen de la vaina y se vuelvan contra los textos, yo le diré que tenemos armas muy sencillas, pero muy eficaces.

Una de ellas está en decir que si el ejército tiene la potestad del asedio, solución que casi no se emplea ya en la rapidez de las guerras modernas, los pueblos, los hombres civiles tienen el medio eficaz del bloqueo, que decide las guerras actuales, aislando, por negación de asistencia, al poder que atropelló la Constitución. Y tenemos otro medio que es una definición más gráfica y más clara que ninguno: ¿qué es una Constitución? Pues una Constitución es la verja a cuya seguridad entregamos la vida de nuestro hogar, la tranquilidad de nuestra existencia, y cuando vemos que esa verja se abre fácil e impunemente, tenemos que tomar dos precauciones: cambiar la verja o cambiar el guardián. Pero con esta diferencia: cambiar la verja es una obra de forjado, que supone tiempo; cambiar el guardián es una necesidad de urgencia, que no hay modo de diferir. (Estruendosos aplausos que duran largo rato).

Contened vuestro entusiasmo, haced provisión de vuestra paciencia, que ya llegamos a la parte resbaladiza del descenso que yo, como símbolo, os anunciaba.

Aquí toda vuestra atención, toda vuestra frialdad y todo el recogimiento de vuestro espíritu para apreciar mi conducta.

Un problema constituyente, un obstáculo previo que renovar, un solo poder legítimo para decidir y un tipo de Constitución eficaz.

Pero ¿y la forma de gobierno?

Pues yo sobre eso he meditado mucho. Y en la frialdad de un razonamiento que ahoga los impulsos encontrados de un temperamento y de una tradición, he visto que para la solución del problema español hay dos fórmulas imposibles; una tercera que casi lo es, y otra, por sí, que es muy difícil.

Fijaos en la gravedad del problema. Son problemas graves, si no, no lo serían, aquellos que no tienen una solución clara, fácil, perfecta, completa, expedita. Pero la vida es tan fecunda y la existencia de los pueblos tan providencialmente asegurada, que en la hora de sus crisis, si venciendo sus perplejidades, se ganan el derecho a la existencia, tienen solución al cabo para resolver el conflicto.

Una de las dos imposibilidades, es, a mi entender, el ensayo que en 1870 no fue viable y que hoy sería imposible, de ir a buscar una monarquía extranjera, ni en los derechos de las dinastías destronadas, ni en los recelos de las dinastías imperantes.

La otra solución que yo estimo moralmente imposible es la continuación de lo actual.

Entendedlo bien. ¿Habéis creído que es que me sitúa fuera de ella? Pues no habéis acabado de entenderme. No es fuera de ella, es enfrente de ella.

(¡Bravo, bravo! Ovación).

Vamos a analizar la solución casi imposible; y la solución preñada de dificultades y esperanzas; que todos los alumbramientos tienen esa complicación compensada.

Yo estimo una solución casi imposible hoy, la que fue viable hasta hace dos o tres años, la que quizá hubiera sido viable hasta hace dos o tres meses. La solución, nunca llana, de anticipar la historia por el único medio que la cronología monárquica tiene a su alcance: variar los reinados.

Pero esta solución tropieza con varias, inmensas dificultades, sobre las cuales desde aquí exhorto yo a que mediten las personas llenas de buena voluntad, de un espíritu sinceramente liberal, pero de una exagerada prudencia, que quieran asegurar la continuidad histórica, que la brindan casi como una transacción posible.

Esa solución tiene estas tres grandes dificultades: que el país ha soportado durante un siglo las pruebas más duras y desoladoras a que se ha sometido nación alguna, la lucha, terca y porfiada contra el deseo de libertad de la patria y el impulso atávico de la dinastía que ha recogido de la sangre nacional más esfuerzo y más tesoro de sacrificio que en pueblo alguno, a tal extremo que en ese siglo solo presenta como un oasis de esperanza frustrada los pocos años en que hubo una vida que murió temprana como una incógnita, contenida tal vez por la férula autoritaria de Cánovas, por la espada terca, pero a la vez noble, de Martínez Campos y por la habilidad transigente de Sagasta. Y el país sospecha que aquel impulso atávico tuviera un último resurgimiento y probablemente no tendrá la paciencia de avenirse con esa solución.

La segunda de las dificultades es que hay ocasiones en las cuales el encono de las luchas políticas, el agravio de las heridas que recibe la conciencia nacional, los móviles de la conducta, son de tal índole que hacen imposible la coexistencia de una jefatura indiscutible del Estado en el rescoldo, que aún es llama, de los agravios que del periodo anterior se recibieron.

Y la tercera, que los mismos defensores de lo actual alegan para su persistencia, una innegable dificultad sucesoria.

Y yo a ésos les contesto y les he dicho siempre, sin obtener réplica, que cuando una monarquía hereditaria alega como disculpa de sus yerros la imposibilidad de asegurar la sucesión, ha perdido su razón de ser, porque su razón de ser es esa continuidad de sucesión.

(Bravo. Grandes aplausos).

Y no quiero ahondar más en este problema, no por miedo a las sanciones, sino por delicadeza de espíritu. Porque hay en la vida —y todas las vidas son respetables y todas son sagradas, aun sin Constitución que lo declare— desventuras que parecen advertencias providenciales del derecho divino para señalar el ocaso de un régimen. Y ante esas desventuras se detiene con respeto la piedad de los hombres, aun cuando no se puede entregar suicida la suerte de los pueblos.

(Una estruendosa ovación impide oír las últimas palabras del orador, cuya emoción percibe el público).

Me diréis: ¿y la otra solución, la de las grandes dificultades? La República.

Vamos a ver; vamos a verlo serenamente. Yo sobre eso he meditado mucho. Vosotros tenéis derecho a examinar mi conciencia.

Problema previo. Los exministros de la corona ¿tienen el derecho de servir a una institución republicana?

(¡Sí, sí!).

La respuesta mía es que tienen el derecho y el deber.

(Gran ovación).

Bastaría tener el deber, porque el deber implica la potestad de cumplirlo, pero es que hay el derecho.

Éste es un público sobradamente culto, para que yo, a más de valerme del símil imaginativo que os impresione, me pueda valer del símil jurídico que convenza. Y yo voy a demostrar el derecho con lecciones jurídicas elementales y por lo mismo fundamentales.

Las relaciones de los ministros de la corona no son una relación entre dos partes, sino entre tres: el país, el rey y el ministro. De las tres la más grande, la más poderosa, la más alta es el país.

(¡Muy bien!).

Y ¿en qué institución encontraremos el modelo de una obligación completa entre tres partes?

Yo tengo dicho hace tiempo que todas las instituciones encuentran una raíz, un origen en las ideas madres y en las realidades seculares del derecho civil. Y el cargo de ministro de la corona y los deberes que implica arrancan de una institución: la fianza.

¿Qué es el ministro de la corona? El fiador de la lealtad constitucional jurada por la corona misma. Fianza especial. El ministro renuncia al beneficio de orden o excusión presentando, para amparar la inviolabilidad regia, el pecho de la responsabilidad propia. El ministro renuncia al beneficio de la división con la solidaridad del gobierno entero. Pero el ministro no renuncia al beneficio de la cesión de acciones, porque eso es de derecho público y cuando el ministro paga la deuda incumplida con el reconocimiento de que se violó, recoge del pueblo la acción y repite contra el deudor con la conciencia tranquila.

(Aplausos).

Al derecho innegable de la doctrina jurídica se une el examen de conciencia. Yo soy un hombre de conciencia, un hombre que viene a este acto a sabiendas de que sobre mí se desencadenan las iras del poder y de sus secuaces y sin recoger, quizá, por escrúpulo de mi gubernamentalismo, las auras de la popularidad. Yo soy un hombre que sabe que las consecuencias de este acto pueden ser dejar mi conciencia tranquila, pero mi vida política anulada.

(¡No, no!).

Esperad. Pero por lo mismo que soy un hombre de conciencia, hago la evocación de mis dos juramentos como ministro de la corona. Y como yo soy, además, espíritu creyente, hondamente liberal, pero hondamente místico, recuerdo la emoción sincera con que presté los dos juramentos. Las dos veces que me hinqué de rodillas. ¡Ah, lo que es los míos fueron de verdad!

(¡Muy bien!).

Yo dije: yo presté juramento a una relación completa, a una fidelidad múltiple, pero yo no tuve duda jamás sobre la hipótesis, como no la he tenido en la realidad, acerca de cuál sería el desenlace cuando surgieran dolorosamente disociaciones e incompatibilidades para la fidelidad a todo lo que yo juré, patria, Constitución y rey, que por ese orden veía yo el rango tan desigual de las tres fidelidades que juraba. Y yo os digo que en el crisol de mi conciencia, nunca mejor llamado crisol, se ha operado por reactivo del absolutismo y por las llamaradas de la reacción un fenómeno de química moral en el cual noto con tranquilidad que se evapora lo más sutil, lo más deleznable, lo más frágil, lo más humano y queda intacto lo más sagrado, aquello que aprendí de mis antepasados y formó mi alma.

Pero se me dirá: ¿el derecho? ¿El deber? ¿El ejemplo? Porque la conducta moral se aprende con los ejemplos. Y entonces yo, desde aquí, no para mí, que no lo necesito, los evoco para otras figuras gloriosas que pertenecieron a la política monárquica española, para aquel espíritu ágil, sutil, inteligente, cultísimo, admirable de don Santiago Alba; para aquella oratoria excelsa, esclarecida, democrática de don Melquíades Álvarez; para la cristiana y recia democracia de Ossorio y de Burgos; para aquel patriarcado glorioso que encarna don Miguel Villanueva; para aquella aureola popular, nobleza, tradición, entusiasmo, dignidad, que se llama don José Sánchez-Guerra.

(Vivas y aplausos).

Para todos esos hombres el deber se acentúa en pueblos latinos y en pueblos inexpertos, porque una república que se entregue en sus comienzos solo a los republicanos está destinada a morir y a morir inevitablemente.

El primer gobierno provisional de una república tiene que estar integrado por las aportaciones más conservadoras y por representación de los elementos más radicales, y cuando se vote la Constitución republicana, el cuidado de afianzarla incumbe a gobiernos de templanza conservadora y esa ayuda y colaboración no la pueden prestar más que elementos de procedencia monárquica.

Cuidado... ¿Creerán algunos que yo vengo a reclamar un puesto en la gobernación futura y contingente de la República española? ¿Creerán que me guía la ambición? Pero ¿me creen tan iluso que vengo a regatear las contingencias de un poder hipotético y a desdeñar las mercedes ciertas y arrostrar las persecuciones seguras de un poder efectivo?

Los ejemplos existen, no en España, país donde las costumbres políticas están ineducadas. Donde la técnica del gobierno está generalizada, en países de otra cultura cívica y otra educación social y otra solidaridad de estructura, los hombres de procedencia monárquica han dado el ejemplo de servir y afianzar las instituciones republicanas.

El ejemplo de Thiers es clásico, pero, quizá porque en la perspectiva vemos el pasado y no admiramos el presente, se nos oculta otra figura que tiene mi admiración y a la cual se van a referir mis palabras respetuosas, con toda la delicadeza que hay que poner cuando se nombra a un jefe de otro Estado.

Ha pasado ya a la inmortalidad estando aún en vida aquel caudillo excelso de Tannenberg que en los lagos masurianos renueva la grandeza aniquiladora de Cannas, que no se logró quizá desde entonces, porque en algunos casos se evidenció, como en Ulm, falta del equilibrio dramático de la lucha y en otros, como en Austerlitz, falla la capitulación total. Esa gran figura más grande que en la victoria de la Prusia Oriental comenzó a presentarse ante mis ojos cuando en la dolorosa retirada de Occidente, invicto en su conciencia de caudillo, vencido en su dolor de patriota, aseguró los restos de su ejército, no para salvación de una dinastía que se desmorona, sino de una patria que hay que conservar.

(¡Muy bien!).

La figura colosal de ese hombre yo recuerdo haberla visto en Potsdam engrandecida por la aureola, cubierta por aquellos clavos con que el patriotismo alemán iba grabando sobre la insensible madera el busto gigantesco; pero aquellos clavos que iban a la madera insensible, seguramente no torturaron la grandeza de su alma como aquellos once millones de votos del plebiscito con que el pueblo alemán le llamó a la Presidencia de la República.

Aquellos votos eran clavos que penetraban en la sangre de su alma y en las fibras de su espíritu, herían la traición monárquica del viejo oficial prusiano que rompió el juramento que le ligaba a la dinastía temeraria y desventurada, y de ese modo, el que fue jefe de la Guerra, aseguró la paz en Europa y la República en Alemania, dando la mano al gobierno socialista.

Yo proclamo el derecho y el deber en los elementos monárquicos, de condición democrática y constitucional, de servir, de votar, de propagar la defensa de una forma republicana como la solución ideal mejor para España.

(Prolongados aplausos. El público en pie ovaciona al orador).

Pero esperad; es que no me puede negar ningún exaltado y aunque lo fuerais todos sería inútil, el derecho mío y el de los demás a condicionar la forma en que esa asistencia podamos decorosa y noblemente prestarla.

Nosotros, nosotros los hombres de orden, los hombres de meditación, los hombres de espíritu templado, no podemos desconocer que este ambiente republicano de España es —no os hagáis ilusiones los radicales— no el esfuerzo milagroso de vuestra propaganda, sino la reacción inevitable de la torpeza monárquica y de la mordaza de la dictadura.

(Aplausos).

Nosotros tenemos el deber de decirlo, aun cuando a algunos elementos les duela, que hay en España una cosa facilísima: la proclamación de la República es relativamente fácil; pero hay otra cosa muy difícil: la consolidación de ella. ¿Por qué? Porque para proclamarla basta aprovechar en un momento propicio la chispa de la indignación por el yerro monárquico, y para asegurarla se necesita el esfuerzo diario de la virtud republicana.

(¡Muy bien!).

Nosotros tenemos el deber de decir que si en España llega a implantarse la República será cada día más avanzada y en definitiva radical, porque ése es el curso de la vida, llena desde el primer día del progreso que comenzará siendo gradual en los avances de la justicia social, pero que tiene que ser inicialmente prudentísima, con un sedimento y con un apoyo conservador sin el cual su existencia no es posible.

Yo os digo que con ser tan templada mi significación, no creo viable una República en que fuese la derecha, sino una República en la que yo estuviese en el centro, es decir, una República a la cual se avinieran a ayudarla, a sostenerla y a servirla gentes que han estado y están mucho más a la derecha mía.

Quizá si detalláramos algunos preceptos; quizá si habláramos de algunas cosas, habría elementos radicales que me llamarían a mí, a mí que doy el pecho en la forma que lo hago hoy, retrógrado y oscurantista, si les dijera que la Constitución republicana de España no podría tolerar ni que se hablara del derecho senatorial de los grandes de España, porque éste es un privilegio inicuo de nacimiento que jamás mereció la aristocracia española y que aun en una Constitución monárquica debe desaparecer; pero en cambio librepensadores y radicales, la República española, precisamente para hartarse de razón y refrenar con la autoridad de un Felipe II los excesos del poder teocrático, tendrá que dar el ejemplo de su comprensión de mirar al alma nacional y en su futuro, hoy, y en su tradición de los siglos, admitir, a más del Senado y en él, la representación senatorial de la Iglesia.

Y vais a decirme algunos: ¿con el arzobispo de Valencia? Sí, y con el cardenal de Toledo a la cabeza, que es más en todos los aspectos de jerarquía y reacción.

(Aplausos).

Y ahora, para que no quede dudar, el embozado, el que tiene por tradición de cuna la presunción de la capa andaluza, tira del embozo, suelta la pañosa y define la actitud con claridad, y para que no os quede duda frente a todas las contingencias, voy a tratar de cuál será mi actitud.

(Gran expectación).

Una República viable, gubernamental, conservadora, con el desplazamiento consiguiente hacia ella de las fuerzas gubernamentales de la mesocracia y de la intelectualidad española, la sirvo, la gobierno, la propago y la defiendo (grandes aplausos). Una República convulsiva, epiléptica, llena de entusiasmo, de idealidad, falta de razón, no asumo la responsabilidad de un Kerenski para implantarla en mi patria.

Y me diréis: ¿por qué para unas cosas estás tú solo y para otras necesitas tanta gente? Pues os lo voy a decir.

Para comprometerme yo, para que sobre mí descargue la ira y la persecución del poder y de sus afines, no necesito a nadie; que el dividendo inmenso de la coacción me encuentre a mí por divisor único. Pero, en cambio, para gobernar a España, para eso yo necesito mucha gente, porque yo puedo comprometer mi propia existencia, mi carrera política, mi ambición personal, pero no tengo el derecho a comprometer la suerte de mi patria.

Quizá porque yo no vengo de las filas republicanas, no tenga con la institución la familiaridad de creerla un juro de heredad, una empresa a disfrutar por los socios fundadores ni un negocio de partido a explotar sólo por quienes a él pertenezcan.

(Grandes aplausos).

¿Continúa lo actual? Pues enfrente de ello. Enfrente de ello. No en actitud pasiva; en actitud de combate, implacable, dispuesto a no ser nada si su omnipotencia y su rencor es tal y la inercia del país que consiente los atropellos, bastante.

Dispuesto, si soy algo y se consolida lo actual, a ser el colaborador gratuito e indispensable de los hombres que se creen liberales y que se avengan a servir lo existente; el acusador perenne de la falta cometida, el que no la olvida, el que no la perdona, el que la recuerda siempre, el que les ayude a vivir alerta, previniéndoles que cada día que vayan a la firma, tiemblen ante la reverencia del esplendoroso uniforme palatino que les saluda o el taconazo del ayudante que haga cascabelear las espuelas.

¿Y si se llegara a esa solución transaccional que algunos brindan? Pues como yo quiero representar una política de conciencia, una política de abnegación y no una política de ambiciones, si España, en una solución transaccional que yo veo tan difícil, cree encontrar la paz, que la gobiernen otros, que yo no siento ambiciones y me basta con la tranquilidad de mi casa. Anuncio tranquilizador: el discurso acaba.

Yo quiero fijar claramente las actitudes. Creo que las he definido con tal precisión que nadie tiene derecho a formular un reparo, pero yo quiero concretar mi pensamiento. Y así como en el comienzo de mi discurso y en el promedio de él aludí a dos glorias valencianas, yo quiero terminar brindando mi discurso a otra, quizá por más alejada la más excelsa, la más indiscutible, la más santa de todas las tradiciones de Valencia. Y para que no crea nadie que es la improvisación halagadora del día de hoy, me he traído conmigo, en muestra de la sinceridad añeja que yo siento por una figura y por un hecho, el texto de un discurso mío, pronunciado hace doce años, el 19 de noviembre de 1918.

Os recuerdo la lejanía de la fecha y evoco el texto impreso, aunque mi memoria conserva el recuerdo, para que nadie crea que es un halago invocador de un aplauso, ni siquiera una cortesía a una ciudad donde se viene, sino una sinceridad de toda mi vida. Y ese recuerdo va a condensar cómo yo enfoco el problema español y cuál veo la entraña urgente de su solución.

En aquella fecha decía yo lo siguiente: «Hay en nuestra historia una tradición tan valiosa que no sabemos ni podemos apreciarla los españoles, porque como las tradiciones no se venden cual las joyas ni los tapices, por eso no ha podido Inglaterra ofrecerlos en cambio la Carta Magna, perdiendo nosotros en el trueque. En este hecho que para ser majestuoso reviste la forma solemne del fallo, mas para ser soberano encierra esencias voluntariosas de elección, cuando los compromisarios de Aragón, Cataluña y Valencia, reunidos en Caspe, aclaman a un infante castellano, adiestrado para las artes del gobierno en las Cortes de Valladolid y Toledo, acariciado por la gloria bélica de la campiña malagueña, próximo al centro de Castilla por el parentesco, más inmediato por la minoridad, más cercano aún por las turbulencias, hacen más, inmensamente más, que proveer un trono vacante y encumbrar a un príncipe de fortuna: proclaman en la espontaneidad de la conciencia popular que libre y sola quedará durante el eclipse de la corona, que ya en el siglo XV se había llegado a la plenitud de los tiempos para afirmar la unidad política de España»..

¿Sabéis lo que esto representa? Eso representa que para mí a una figura excelsa de Valencia le corresponde la mayor gloria política de España, el ejemplo educador en la rudeza del siglo XV de haber realizado el prodigio de proveer por caminos de derecho, por vías legales un trono vacante. Pero la vida es tan compleja que a veces en el tiempo lo necesario es lo opuesto de lo que fue salvador.

La historia acuña sus grandes hechos con medallas que tienen un anverso y necesitan un reverso. Yo quiero acabar mi discurso brindándolo a la excelsa figura valenciana, tres veces santa por la inteligencia, el sentimiento y la acción, de Vicente Ferrer, diciéndole:

Tú supiste en el siglo XV dar, a la brutalidad del mundo y para salvación de España, el ejemplo de que entonces era posible por las vías legales, por el camino del derecho, proveer un trono vacante. Yo pido a la conciencia del pueblo español, pido a la conciencia de sus alturas, invocando el deber de todos, que en el siglo XX completemos aquel ejemplo de educación siendo capaces de lo contrario: por las vías legales, por el camino del derecho, dejar vacante un trono ocupado.

(Ovación estruendosa que dura largo rato).

 

 

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