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Niceto Alcalá- Zamora

LA VICTORIA REPUBLICANA 1930-1931

 

CAPITULO VII .

DIFICULTADES DEL GOBIERNO PROVISIONAL

El cardenal Segura. Incidencias y complicaciones de este asunto. Su solución buena y su enseñanza perdida. La algazara monárquica y el incendio de los conventos. El choque entre Maura y Azaña. Gravedad de tal crisis; forma de su difícil decisión. Expulsión del inquieto obispo de Vitoria. Determina el riesgo de otra crisis. Una reclamación diplomática y un inesperado recurso frente a ella. Conspiradores extremistas de izquierda.

 

Este capítulo viene a ser el reverso del anterior. Tiene su duración general y sus prolongaciones excepcionales por conexión de asuntos, que en algunos de ellos, en el primer epígrafe alcanza o traspasa el tiempo reservado cronológicamente para los dos capítulos siguientes.

La relación va a ser más extensa o por lo menos más documentada en los anejos y transcripciones que en el capítulo precedente. No indica ello que en el balance de la gestión hecha por el Gobierno Provisional, las dificultades superasen a las posibilidades felices y las amarguras borraran, a más de enturbiar, las satisfacciones. Lejos de ser así la revolución española de 1931 siguió siendo el núcleo envidiable y venturoso, aunque no alcanzamos aquella perfección, casi inaccesible y sin embargo tan procurada y tan cerca de la mano en que hubiese habido, cual pudo suceder y perseguimos, ni el más leve contratiempo. La distinta o desproporcionada extensión en el relato obedece a dos motivos: a que lo desagradable es siempre espinoso, discutido y necesita puntualizaciones que lo aclaren, que las bienandanzas llanas y fáciles apenas si reclaman historia, siempre dedicado preferentemente a la dificultad, al obstáculo, al tropiezo que señala el mayor relieve de un cerro por pequeño que sea, sobre las leguas de planicie uniforme que lo rodean.

Ya durante la dictadura tuve yo, como casi todos los españoles relacionados con la vida pública, referencias y datos para formar una idea aproximada del que llegó a ser cardenal Segura. Obispo de Coria y de Las Hurdes, donde tuvo ocasión plausible de mostrar las virtudes y energías de una fortaleza rural, llegó con insólita rapidez al arzobispado de Burgos por la protección probablemente del magistrado Crened, gran amigo y servidor de los dictadores, y en elevación ya vertiginosa y desconcertante por el capricho de éstos y las oscuras presiones de la reacción de la silla primada de Toledo. Recuerdo que al leer el nombramiento un comentario fue que el nuevo primado daría algún disgusto enorme a quien gobernase en España. Lo que no podía suponer entonces es que me lo diera a mí.

Poco tiempo después el ejercicio de la profesión me hizo conocer con más detalle el extraño carácter del cardenal. Tuve que defender contra inconcebible demanda suya a un grande de España y navarro, dos veces por lo mismo asegurado contra la sospecha de demagogia, tan absurda, que cuando yo cesé en la defensa me reemplazó Beúnza, el jefe de la minoría carlista. Tronaba y trinaba mi buen marqués contra la intransigencia sin igual del prelado, quien a título de ser copartícipe la mitra en una casa ruinosa y en situación de derribo de los barrios bajos, no lo dejaba vivir. Actos de conciliaciones con derivaciones hacia el juicio de faltas o la acción penal o la acción por injurias, peloteras interminables entre los respectivos administradores, diligencia de consignación para la entrega de los saldos, veleidad en rechazar o en retener los giros que para el pago se le hiciera; intento de subsistir por su sola voluntad, siendo pequeño partícipe en imponerse al aristócrata que representaba más de la mitad de las normas constantes de administración en el individuo; empeño de liquidar mensualmente cuando con la mísera vecindad de la casa viejísima y costosa había meses de déficit a compensar en otros, etc., etc... Todo ello, avivado por una pasión inconcebible, llevó a una demanda sin contenido, pero con tesón, pidiendo rendición de cuentas que se acompañaban con ellas mismas, sin oponerles el menor reparo, quejándose cuando más de que, habiendo un recibo como término medio por cada diez o doce pesetas de gasto, que para algunos partícipes eran de quince o veinte céntimos, todavía debía haber más especificación y detalle.

Fue inútil, desde la conciliación a la alegación de excepciones, ganar tiempo para convencer al prelado de que allí no había materia de pleito para nadie y menos para la primera mitra de España. Me convencí de que nadie le haría cejar en sus ofuscaciones y, sin mengua de la rectitud como persona y como prelado, pude comprobar la limitación escasa de su horizonte mental y la terquedad de sus obstinaciones. He recordado éste que nada tiene que ver con la política, porque para mí retrató de cuerpo entero a su eminencia D. Pedro Segura.

Con la impresión que yo tenía formada acerca del cardenal Segura, quien no hubo medio de que tratara al gobernador republicano de Toledo, persona muy católica y correcta, el señor Semprún, yerno de D. Antonio Maura, no me sorprendió aunque sí me contrariase que en plena tranquilidad del país, sin la menor dificultad de otro orden para el Gobierno Provisional reconocidos por la Santa Sede y sin aún iniciadas las determinaciones, mínimas e inevitables características de la época y del nuevo régimen en cuanto a la delimitación política o religiosa, iniciara aquel prelado, brusca, resuelta e inoportuna ofensiva bajo todos los aspectos lamentables de ataque a la República, de arcaica intransigencia y de torpe añoranza hacia la monarquía caída en medio del desprestigio nacional. Fue el gobierno dueño de sí, prefirió negociar con Roma a utilizar la plenitud de sus poderes propios y solicitada por el Ministerio de Justicia la separación del primado, la primera fase de esa negociación fue su llamada a Roma, de donde nos indicó el nuncio con su sonrisa, ademán y gesto expresivo, que ya tardaría en volver, permaneciendo allí durante la tramitación larga y lenta, cual era de prever por los hábitos y táctica seguida en la secretaría de la Ciudad Eterna y trascendencia insólita de la determinación pedida.

Pero no era el cardenal hombre para permanecer quieto, ni alejado de cosas de España, cuyo imprudente apartamiento nos prometía el nuncio, y ya con fecha 3 de junio me dirigía, firmando en Roma, exposición que como es natural recibí yo varios días después, protestando enérgicamente contra todas las determinaciones de la República que tenían conexión más o menos remota con interés eclesiástico, incluso la supresión de las cuatro órdenes militares nobiliarias.

Ese documento, por su fecha y lugar, así como las seguridades del nuncio, nos mantenían tranquilos en cuanto al alejamiento del primado. Calcúlese el asombro e inquietud del gobierno al conocer, poco después del documento, que el cardenal había pasado la frontera secretamente a España, donde era imposible averiguar su paradero. Esta inquietud se mostró en la siguiente carta del ministro de Justicia al nuncio.

13 de junio de 1931

Excmo. Señor nuncio apostólico

Muy ilustre y respetado amigo:

Con esta fecha y de acuerdo con el gobierno envío a Roma una nota que textualmente dice así:

El Gobierno Provisional de la República, ante la insólita aparición en España del cardenal Segura, aparición acompañada del más extraño encubrimiento respecto al lugar en que se recata, considera deber apremiante recordar a Su Santidad que en la nota última del ministro de Justicia, fecha 7 de mayo, solicitaba en nombre del gobierno la deposición del primado Sr. Segura, por considerarla inexcusable medida para el mantenimiento de la paz pública. Posteriormente el presidente del Gobierno Provisional, interinando la cartera de Estado, dirigió al señor nuncio una nota en respuesta a la de éste, en la cual expresó que si bien se había tenido con el cardenal Primado el miramiento que no llega a la expulsión directa, veía con gran satisfacción su ausencia y se deseaba esperanzadamente que no regresase. Hoy, a las razones que aconsejan la resolución propuesta en las notas, si más vigorosas y si el gobierno se abstiene de señalar los peligros gravísimos que conlleva la presencia del Sr. cardenal Segura, es porque sabe que son conocidos de Roma; sin embargo llegada esta hora quiere una vez más cumplir con su deber de reiterar a Su Santidad el ruego contenido en las notas aludidas y así mismo reafirma su protesta sentida y amarga ante la conducta encubierta y llena de amenazas del cardenal primado.

Tal es ilustre amigo la comunicación que en estos momentos telefónicamente se envía a Roma. Ojalá sea aún hora de impedir, merced a la vigilancia que se realiza, males que todos lamentamos.

Con la mayor cordialidad y el más profundo respeto estrecha su mano.

 

La nota a Roma anunciada en esta carta se retardó en su remisión material porque, ausente el ministro de Estado Lerroux, me parece que en Burgos o Palencia, el subsecretario de dicho Ministerio, a quien estuvimos a punto de destituir tras asegurarme que saldría la nota, la aplazó con pretexto de ser sábado y no trabajar la cancillería romana hasta que volvió D. Alejandro, no obstante haberle dicho a aquél, cual era cierto y debía creerlo, que consultado por teléfono con Lerroux el paso que íbamos a dar mostró su conformidad. Este interino incidente en las oficinas de Estado dio lugar a que llegasen a Roma casi simultáneamente, aunque al nuncio desde el 13 le constaba la fijación de fechas, nuestra nueva nota reclamación y la noticia de haber sido detenido el cardenal el día 15 e invitado a salir de España por el gobernador de Guadalajara. Fue allí donde, con renovada extrañeza para todos, apareció el misterioso viajero, enviándome éste un largo pliego autógrafo completado con tres caras de otro de igual carácter, que publicó en la prensa, quejándose de que se le obligara a marcharse, hablando con rodeos y vacilación de un mal estado de salud que por fortuna no existía; de la falta de dinero, ropas y aun breviario, imprecisión extraña en viaje tan largo y preparado, renovando todas sus quejas y mutilando con inocente habilidad el pasaje de mi carta oficial al nuncio que más adelante se insertará, pues recogía de ellas sobre la afirmación exacta de que su primera ausencia no fue conminación del gobierno, pero omitía todo lo demás de hallarse resuelto éste cual era su deseo y su interés a que tan deseable ausencia continuara.

A aquel mensaje que el gobernador de Guadalajara me envió el 16 de junio contesté yo el 17 con la carta dirigida al cardenal que más abajo va por nota y la nueva salida del cardenal se efectuó sin mayor explicación.

 

Madrid, junio de 1931

Excmo. Sr.:

Tengo el honor y, por la ocasión y tema, el sentimiento de contestar la comunicación que en Guadalajara el día 15 de los corrientes, se ha servido V.E. dirigirme. Mi respuesta será respetuosa, serena y firme, conciliando sin dificultad todas las deferencias que deseo guardarle y todos los deberes que sobre mí pesen.

Lamento con plena sinceridad, y la expresión de mi sentir refleja no ya un criterio personal, sino el conjunto del gobierno, que no haya sido posible, respecto de V. E., mantener la relación normal, que por fortuna venimos sosteniendo con la casi totalidad del episcopado español. Para ello ha bastado un gobierno liberal, comprensivo y ecuánime, que sin perjuicio del derecho de cada prelado para el comentario o la crítica respetuosa de nuestras determinaciones, prestara acatamiento al poder constituido sin hostilidad injustificada y viva contra el mismo, ni añoranzas suprimibles y dañosas respecto del régimen derribado por la voluntad nacional.

Cierto es, Excmo. Sr., que su primer viaje estuvo exento de las iniciativas de toda presión por parte del gobierno español, obedeciendo, sin duda, al convencimiento personal y tardío de V. E., acerca de la difícil situación que su pastoral había creado; pero no es menos cierto que en nuestras notas al digno señor representante de la Santa Sede, expusimos el insistente deseo y la fundada esperanza de que su ausencia se prolongara. Esperábamos y queríamos, con todos los respetos, semejante alejamiento, por ser la situación de hecho y trámite adecuada a las negociaciones que con la Santa Sede habíamos iniciado en cuanto afecta a V. E. y porque también lo aconsejaba la inquietud del espíritu público, lamentablemente perturbado. Sin haber terminado este desasosiego ni aquella negociación, jamás podíamos esperar un regreso del que ninguna advertencia tuvimos y menos aún podíamos calcularlo a los pocos días de habernos dirigido a V. E. fechándola en Roma, su protesta contra distintas determinaciones del poder público. En relación con ese otro documento, prescindo de que algunos de los motivos de protesta eran conjetura o rumor; de que todos ellos, sea cual fuere el criterio de partido o tendencia sobre el fondo o solución, se reconocen unánimemente en el Derecho político moderno como pertenecientes a la esfera jurisdiccional del mismo; y de que en algún pequeño problema, como el relativo a las Órdenes Militares, sólo se trata en la vida contemporánea de exterioridades honoríficas y debilidades aristocráticas sin la más remota conexión actual con la espiritualidad religiosa. Sin ánimo de mantener sobre ello, ni sobre nada, una polémica de la que me aparte el sentido de la oportunidad y el del respeto, debo significar a V. E. que tal documento, posterior en cerca de un mes a la reunión de los señores prelados metropolitanos, cuyos acuerdos nos reflejaron fechados en Roma, hacía suponer lógicamente la permanencia del señor cardenal en la Ciudad Eterna.

Sobre haber constituido su regreso una sorpresa fue también inquietante para el gobierno que personalidad tan destacada, de tanto relieve y viso, ni se supiera durante muchas horas dónde se encontraba ni se conocieran en forma alguna los propósitos de su estancia tan recatada, apareciendo en forma intranquilizadora que hallaba eco en las alarmas y protestas, deplorablemente renovadas, de la opinión.

Pregunta V. E. si las determinaciones del gobierno estarán fundadas en consideraciones de orden público o en ataque, por su parte, a las leyes de la República. Siempre con el debido respeto habré de contestarle que el peligro de aquel orden se vio patente en su aludida pastoral y resurgió de nuevo con su presencia, a tal punto que esas inquietudes creo pesarían en su ánimo, después de escrita la comunicación, para dar asentamiento voluntario a la indicación atenta que primero juzgó no debía oír. En cuanto a las leyes de la República, la raíz y total asiento de su eficacia, está en el respeto a la institución misma y cuando ésta se ataca, entonces sus preceptos quedan alcanzados con el quebranto o riesgo consiguiente y proporcionado a la autoridad de quien expresa su discrepancia y su oposición.

Tengo afortunadamente por seguro que en su viaje encontraría todas las facilidades secundarias a que alude, así como celebro, muy sinceramente, se mantuviese el estado satisfactorio de salud, que le deseo y que los facultativos comprobaron. Alégrame también las atenciones, que con doble rectitud proclama, por parte de la Guardia Civil y Policía, y puedo asegurarle que semejantes miramientos, lejos de significar contraste, que parece insinuar, con la actitud del gobierno, son la obediencia debida y guardada a las reiteradas instrucciones del mismo, que siempre y muy señaladamente en relación con V. E., procuró, aun en situaciones delicadas y difíciles que quiso evitar, la conciliación entre los respetos que la persona y la jerarquía inspiran y la firmeza con que ha de proceder en la defensa y guarda transitoria de un poder supremo que, libre de perturbaciones, ha de entregar a la representación del país.

No extrañará, tampoco, a V. E., que el Sr. gobernador civil de Guadalajara, quien nos transmite su escrito con toda eficacia y deferencia, no se pusiera en comunicación directa con el Sr. cardenal. Tal vez pesara en el ánimo de aquella autoridad civil la impresión de extrañeza que a todos produjo el hecho de que V. E. mostrara su desvío extremado para el contacto con toda autoridad civil de la República, incluso con el Sr. gobernador civil de Toledo, personas de religiosidad manifiesta, ortodoxa e intachable, templanza mostrada y predisposición no correspondida a facilitar, del modo más cordial y considerado, la comunicación del gobierno de la República con la primera autoridad eclesiástica de España.

Deseo, y querría poder añadir que espero, Excmo. Sr., reflexiones de su elevado espíritu, conducentes a dar nuevo carácter voluntario, como creo que al fin lo ha tenido, a ésta su segunda ausencia y sobre todo, enquistamiento al pueblo español en bien del orden que afecta a todos los ciudadanos y con provecho para la Iglesia que interesa, cuando menos, a todos los católicos.

Respetuosamente se despide de V. E., su att. s. s. q. b. s. s. p.

Excmo. Sr. Cardenal Primado. Don Pedro Segura.

 

No había perdido sin embargo el tiempo para fomentar la agitación durante su paso por España y ya el mismo día 17 de junio alguna muestra de adhesión al primado en su protesta por parte del obispo auxiliar de la Archidiócesis, mientras que al principio el cabildo había conciliado hábilmente la veneración jerárquica al poco prudente primado con las protestas de acatamiento al régimen político que la nación había dado.

No era el cardenal hombre para acomodarse a una actitud de abstención en las cosas de España, que según reiteradas protestas del nuncio le había trazado el deán y desde Francia (nuestra Señora de Delloc) el 20 de julio me enviaba un alegato más, reproducción de sus protestas. Pero al propio tiempo y como en el anterior mes en la propia fecha desde el mismo sitio, mientras distraía la atención del gobierno con aquella inofensiva comunicación, dirigía e intensificaba su actividad en sentido mucho más inquietante y agresivo que agrio, sin solución posible intermedia o conciliadora al problema. Aquella correspondencia también de 20 de julio era la famosa circular a los obispos de España, enviada con cuidadoso secreto, poniéndolos, como a todas las entidades eclesiásticas, en guardia contra los imaginados desmanes del poder público sobre la propiedad eclesiástica e incitándolos a la ocultación de bienes y simulación de contratos contraria a todas las leyes y prevista por las penales. Nada justificaba tan grave injerencia, contraria además a la autoridad peculiar de cada diocesano, extralimitación flagrante de una primacía casi del todo honorífica y apenas jurisdiccional, a tal punto que para cohonestar la intromisión invocaban cargos especiales de Roma, que ésta negaba en su negociación con nosotros y que de ser cierta hubieran colocado a la Santa Sede en doble actitud nada plausible ni sincera.

Aquellas instrucciones sobre ocultación de bienes y contratos simulados que se apoyaban en copia de un dictamen emitido por el abogado ultraderechista don Rafael Martín Lázaro eran la gota, si faltaba, para hacer rebosar la paciencia del gobierno. Motivaron nueva y firme aunque mesurada reclamación del Ministerio de Estado, prevaleciendo al cabo contra la primera inclinación del gobierno que recojo por nota en el capítulo anterior, el propósito de seguir negociando sin apelar desde luego a medidas unilaterales de orden personal. No tenían este carácter las determinaciones a que nos vimos obligados, estableciendo la autorización previa del gobierno para los actos traslativos o limitadores de la propiedad eclesiástica. De tal facultad se ha hecho criterio del manifiesto y liberal no respetuoso para el derecho de las personas eclesiásticas y era obligado después conocer las instrucciones secretas del cardenal Segura, que por cierto se descubrieron del modo más extraño y fortuito. Había enviado un ejemplar de la carta circular, o por mejor decir una copia de ésta cuyo primer destinatario era el obispo de Santander, al de Vitoria, sin darse cuenta al poner el sobre de éste en el reparto, de que no estaba en España. Lo recibió y abrió por consiguiente el vicario general de Vitoria y lo reexpidió para Francia dirigido a un diocesano. Fue entonces, en este segundo viaje, cuando sospecharon en Irún si el pliego contenía billetes o valores cuya exportación por motivos de cambio tenía prohibido el Ministerio de Hacienda, se comprobó como en otros derechos los pliegos, encontrándose el extraño, muy distinto, pero inquietante contenido a que vengo refiriéndome.

Los manejos constantes del cardenal Segura y del obispo Múgica nos hicieron pedir al gobierno francés que los alejase de la frontera y el 28 de agosto nos comunicaba nuestro embajador en París que los dos prelados habían recibido la invitación para alejarse sin retraso y añadía: «Habiéndose comprometido el cardenal Segura a abstenerse en adelante de toda manifestación en calidad de primado de España». Este pasaje del telegrama venía a confirmar impresiones que el nuncio nos transmitía con evidente propósito de sondeo, acerca de una solución intermedia para el pleito del cardenal Segura, ideada en Roma y consistente en la sutileza canónica de que conservara el cardenal su título, reemplazándole un administrador apostólico, que sería probablemente otro arzobispo. Hicimos ver el ministro de Justicia y yo al nuncio que la oposición no aceptaría y al cardenal le violentaba igualmente esa solución intermedia y siguiendo indicación del propio nuncio le entregamos una carta que transcribo tal como aparece de mis apuntes simultáneos y autógrafos del mismo día 9 de septiembre en que fue escrita. Dicen así aquéllos:

Carta entregada por Ríos y yo al nuncio a ruego del mismo el 9 de septiembre al reconocer el yerro del Excmo. Sr. E. Nuncio de S.S. Roma, limitando la separación ofrecida al ejercicio de Admón. Apostólica de la archidiócesis por el obispo nuestro: «Respetado Sr. y amigo: queremos reiterarle, salvando así graves responsabilidades, la honda impresión de sorpresa y amargura que nos produce la inesperada solución, resuelta, o al menos propuesta en Roma, como término de las negociaciones relativas a Sr. cardenal Segura. Auxiliar conservando Segura el título, aunque sin la apariencia de oposición.

Desde significaciones políticas y creencias íntimas muy dispares llegamos los dos firmantes a total coincidencia en la apreciación de ser funesta con decisiva influencia contra el propósito de armonía y paz en el problema político religioso, la fórmula que no llega al decaimiento espiritual del señor cardenal en su silla de Toledo. Esto dista tanto de lo que con razón esperábamos como seguro, dado ante la anterior comunicación de V.E., que no podría hacerse público sin confesar la frustración en la política de concordia y provocar la decepción y el encono, como ambiente para el debate que ya se inicia. A éste iríamos según la respectiva significación o con objetivos y argumentos diferentes, o en el caso menos malo sin esperanza alguna de convencer, vencido por el contrario de antemano, y sin armas que se nos niegan, y ni probabilidades que se destruyen. Al declinar las consecuencias graves de lo que ocurra, le reiteran su personal...

Aún persistió Roma en un regateo de días, más que forcejeo de solución, que fue de mal efecto, agriando los ánimos hasta que por fin, en mi calidad de presidente en funciones del Ministerio de Estado (pues de nuevo se hallaba Lerroux en Ginebra), en el dintel ya del debate constitucional sobre el problema político religioso, el nuncio me entregó la nota que lleva en número S. 226, que decía así:

 

Urgente. Madrid, 30 de septiembre de 1931.

Excelentísimo Señor. Me honro en comunicarle que el Emmo. Sr. Cardenal Secretario de Estado de Su Santidad acaba de telegrafiarme y yo me apresuro a trasladar a V. E., que el Sr. Cardenal Segura, imitando el ejemplo de San Gregorio Nacianceno, con noble y generoso acto, del cual él sólo tiene el mérito, ha renunciado a la Sede Arzobispal de Toledo.

Al añadirle que la Santa Sede confía en que el gobierno apreciará en todo su valor un acto tal altamente patriótico, me complazco en reiterarme con los sentimientos de la más profunda consideración de Vuestra Excelencia.

 

La negociación, larga tal vez, entre potestades temporales representaba la celeridad sin ejemplo en la curia de Roma. Por ello y por el resultado, superior a la máxima esperanza, significaba un éxito enorme para el gobierno de la República. Nadie lo proclamó con más ahincado comentario que Fernando de los Ríos, señalando la superioridad del triunfo sobre todo caso similar y siempre rarísimo de nuestra historia o de la de otros países. Pero lo que pronto olvidaron todos, comenzando lamentablemente por el propio Fernando de los Ríos, fue que el éxito era el de un método, la negociación, la presencia en la Ciudad del Vaticano, el vestigio y la esperanza de un régimen concordatario, tan compatible con la República laica que le daba su más completa victoria. Contra ese éxito y contra mi tenacidad en defender el sistema, se quiso unir en súbita y absurda contradicción a la ruptura y a la lucha que sólo nos traería dificultades, enconos y quebrantos.

El domingo 10 de mayo, sin que todavía hubiera ocurrido ni pudiera preverse nada, me encontraba en el Ritz en compañía de Lerroux y algunos diplomáticos con ocasión de un almuerzo dado a un funcionario de categoría de la Sociedad de Naciones que se encontraba de paso por Madrid. Al final del almuerzo el director del hotel nos enteró del tumulto provocado al menos con temeridad fronteriza del propósito anunciado por los elementos monárquicos, con ocasión o pretexto de inaugurar con alardes abusivos e imprudentes de publicidad un círculo suyo. De momento las repercusiones o contragolpes de aquella imprudencia se dirigieron contra el edificio de ABC, el cual fue cerrado y amparado con emblemas de la República, como medio de evitar la destrucción a que su baratería monarquizante se obstinaba en dar ocasión. Pero nada mostraba la tendencia ni el peligro de los excesos anticlericales o antirreligiosos en aquella algarada que encendieron las provocaciones monárquicas. Hubo en aquellos mismos días personas de buena fue que atribuían a los elementos reaccionarios su colaboración más directa y consciente en la instigación de los sucesos, alegando principalmente las retribuciones en dinero que los alborotadores recibieron. No lo creo por monstruoso, aunque sí fue y apareció evidente que sobre haber excitado el odio popular, practicaran una vez más la táctica temeraria y suicida de chocar a la opinión, impresionada por el espanto en el trance de escoger entre la anarquía y la reacción. En cuanto a los partidos extremos, es de suponer que sobre todo en algunas partes, sectores comunistas y aun sindicalistas dieran apoyo colectivo a los incendiarios que en general salieron del hampa más despreciable, en general mozalbetes y criminales de la peor especie, de los incorregibles que habían de volver a la cárcel y que habían salido o por el hecho violento y consumado de marcharse como en Barcelona o por la inevitable amplitud de los indultos.

He creído lo mejor reproducir los autógrafos mismos en que iba consignando las impresiones inmediatas directas de aquellos tristes días y a tal fin transcribo, complementándolas con posterior comentario y aditamento, lo que fui escribiendo sucesivamente a medida que ocurrieron las cosas en aquellos días de mayo.

Todavía en la noche del 10 de mayo, después de los sucesos provocados por la imprudencia de los monárquicos, en la inauguración del Círculo, no se dibujaba la orientación del tumulto contra los conventos. En aquella noche, reunidos los ministros en Gobernación (yo no concurrí) se mostró cierto desacuerdo entre el titular de aquella cartera, Maura, partidario del empleo de la Guardia Civil, y otros, especialmente Azaña y Ríos. En la mañana del 11, muy preocupado Maura por la marcha de los sucesos, aunque todavía no pasara nada grave, se convino en que Prieto y yo saliéramos, recorriendo algunas calles, sin ningún incidente. Al iniciarse al mediodía los incendios y verse la ineficacia de la policía y fuerza de seguridad, Maura asistió en el empleo de la Guardia Civil, a cuya salida se opuso Azaña, anunciando para tal caso su dimisión. Resolvióse en el acto ir al estado de guerra, sin que la rapidez en el despliegue de fuerza pudiera igualar a la de los incendiarios. La fuerza de seguridad llegó a negligencia tal que tardó cuatro horas y media en ir de la Puerta del Sol a los Cuatro Caminos.

El día lo pasé junto al teléfono (que también funcionaba con escaso celo) dando febrilmente órdenes para el empeño imposible de proteger con una guarnición escasa cerca de doscientos conventos, y logrando ampararlos casi todos. No perdí la serenidad, pero el día fue amargo y no tuvimos ni Maura ni yo la asistencia necesaria. La actividad de Prieto y la de Largo Caballero fue admirable al lado del orden, de la autoridad y del empleo necesario con toda la fuerza, sin reparar en la impopularidad; se mostraron cual otras veces como dos gobernantes.

La tarde del 11 dirigí la palabra a España por la radio, anunciándolo previamente a los ministros como a la Guardia Civil, sin pedirles su conformidad, hice el más resuelto elogio de aquel cuerpo negándoles a las turbas que vociferaban en las calles el desarme que exigían de la Benemérita. Al final aplaudieron todos, que conociendo que al dar así la cosa frente al tumulto, y sacrificando la popularidad, se evitaba el caos.

Los sucesos prendieron en provincias, por debilidad de los gobernadores y negligencia de las autoridades, incluso las militares de alguna población, como pasó con la Guardia Civil en Córdoba. Fueron aquéllas destituidas, sin reparar en afectos, y el general gobernador de Málaga, aunque amigo, recibió las órdenes y los reproches más severos de mi parte, y se excusó en la falta de fuerzas.

Datos y observaciones posteriores, me permitieron apreciar el que los incendiarios junto a los extremistas y los pagados (quizás alguno de modo indirecto con dinero monárquico), figuraron ciertos radicales socialistas, y como simpatizantes al menos elementos de Acción Republicana.

El 11 por la tarde dimitió Maura, al que sostuve y logré hacer desistir, recabando para él los más amplios poderes, inclusive la fuerza militar, antes y después declarase el estado de guerra.

El sectarismo acentuado de algunos ministros, en especial Azaña y Ríos, procuró sacar partido para provocar la expulsión de ciertos religiosos si se demostraba su conspiración, agresiones armadas o incendio por sus propias manos, como señalaba el rumor popular. En caso de confirmarse tales supuestos, manifestamos Maura y yo que no opondríamos reparo. No se confirmaron, y sin embargo, en los Consejos de Ministros del 25 y del 27 de mayo, Azaña insistió en exigir la fulminante expulsión de los jesuitas, bajo el anuncio que se parecía demasiado a la amenaza de una segunda quema de conventos, en caso de no accederse a la demanda. Claro está que no desconocía los daños tremendos que al crédito del país traería la repetición de los incendios, ya que éstos torcieron la prosperidad inicial de la República, ocasionando en la moneda y crédito repercusiones funestas.

El aspecto diplomático de los sucesos tuvo algunas singularidades de interés. Y una de ellas, que a título de proteger nacionales reclamara con más empeño y aspereza inicial que la Santa Sede, Francia, el país del laicismo y del abandono de sus templos. Yo que recordaba la impresión que me produjo el abandono de la catedral muerta de Marsella, quedé atónito al oír que el Estado francés era propietario directo de una capilla de Cádiz y reclamaba por su deterioro. Quizás un argumento a esgrimir, atrasado de las negociaciones comerciales.

Con el nuncio, siempre cortés y sutil, me ocurrió un incidente curioso. Estaba yo en la Nunciatura, en difícil situación por lo embarazoso del problema, cuando noté que a los 34 días de proclamada la República y reconocida por el Vaticano, seguía presidiendo el salón un retrato de Alfonso XIII, con preferencia incluso respecto de los papas. Entonces fijé la vista en los de éstos y llevé la conversación acerca de ellos comenzando mi visita, que al detenerse en el del ex rey determinó, ya sin palabra mía, la excusa del nuncio, atribuyéndolo a inadvertencia. Prometió espontáneamente retirarlo; me envió recado luego de que podía volver, porque lo había reemplazado un crucifijo, Rey de Reyes, y, desde aquel instante, el diálogo cambió de factor.

El incidente del retrato con cuya mención terminan las cuartillas escritas en mayo de 1931, tuvo lugar el día 18 de aquel mes, en visita motivada principalmente por la expulsión del obispo de Vitoria acaecida la noche del 17. Por ser esta ocasión más directa inmediata de la visita mía a la Nunciatura, se alude al inesperado recurso diplomático que el retrato me facilitó, en el epígrafe del presente capítulo que a la salida del Prelado concierne, ya que efectivamente aquella casualidad mejoró mi situación difícil, porque de todos los asuntos a tratar con el nuncio, era sin género alguno de duda, el del obispo Múgica, en el que había cometido manifiesta ligereza el ministro de la Gobernación, y por ello distábamos de pisar terreno firme.

Hecha la aclaración que precede y volviendo a los dolorosos sucesos de la quema de conventos, quiero completar con la seguridad de mis recuerdos, la definición de las distintas actitudes. Aun cuando ya recogí el ambiente favorable a los incendiarios de algunos elementos radicales-socialistas, la verdad y la justicia imponen consignar que ello fue sin duda en débil e indirecta proporción y en bajos fondos de las adherencias inseguras e indisciplinadas que aquel partido arrastraba y que Maura llamara gráficamente comunistoides. Por lo demás, Albornoz, ausente por anterior y justificado motivo, me confió telefónicamente y sin reserva la plena disposición de su voto, y Domingo, presente, sobre no oponer dificultad alguna al empleo de cualquier medio de gobierno, fue el primer ministro cuya alentadora aprobación encontré en el momento en que le alcé la mirada desde el micrófono, cuando tuve anunciado a las masas de toda España, tras el elogio de la Guardia Civil, que jamás accedería a disolverla ni desarmarla cuan reclamaban vociferando incluso en las proximidades de la Presidencia los manifestantes obstinados a ratos en penetrar allí.

Camino de Ginebra Lerroux, fue correctísima la actitud de Martínez Barrio, cuyas notorias conexiones con la masonería, ni entonces ni nunca reflejaron el sectarismo ni en el intento de debilitar la fuerza del gobierno. Cosa parecida puedo decir de Casares en aquellos sucesos.

Fue Azaña, y una dolorosa verdad me obligó a proclamarlo, quien en la enorme dificultad provocó la más grave crisis que amenazara al Gobierno Provisional y asumió con ello responsabilidad considerable y decisiva, no en la iniciación pero sí en el desenvolvimiento de los hechos que habrían quedado atajados en los dos primeros incendios de Madrid, a lo sumo, si el gobierno hubiese podido emplear la Guardia Civil. Pero su posición, determinando a su vez la de Maura por contraposición de actitud, paralizó y debilitó nuestra acción restándonos el medio más eficaz, dando tiempo mientras la guarnición tomó posiciones a la extensión y eficacia del criminal desorden dentro de la capital y al reguero de atentados que se difundió fuera. ¿Por qué hizo Azaña aquello? No me lo he podido explicar en hombre de entendimiento de su carácter autoritario, despectivo para todo extravío ideológico y con dotes de gobernante. La explicación masónica la rechazo en absoluto, ya que según he oído decir y se cree por casi todo el mundo, su filiación data de este año 1932, y ya bastante entrado; pero cuando dudé de ello por anteriores muestras de su sectarismo más destacado, estaba Martínez Barrio en tales compromisos o dependencia masónica, y repito que en él no encontramos Maura ni yo el menor obstáculo.

Desconocidos los motivos, inconcebible pero indomable la actitud de Azaña, me colocó en el trance más difícil que pasé durante aquellas horas amargas y en todo el tiempo del Gobierno Provisional. Con la celeridad que a la revolución se impone en instantes tales, teniendo que apreciarlo y decirlo todo en manos del tiempo del que lleva ahora dictar estas líneas, se me presentó más difícil y descarnada que antes y después esa terrible, durísima tarea de gobernar durante el vendaval revolucionario que consiste en resignarse a moderar el estrago antes de llegar a la catástrofe con el sacrificio doloroso pero inevitable de no realizar el ideal demasiado perfecto de un idilio imposible. Yo no podía arrostrar una crisis frente a las turbas en plena violencia, que producida con bandera de amparar al pueblo contra la fuerza más impopular entonces, la Guardia Civil, y por el ministro de la Guerra, jefe del Ejército de la República, representante oficial de grupo aparentemente moderado, al menos gubernamental y de centro, causaba la rotura del Gobierno con previsible arrastre por simpatías, popularidades y emulaciones de los partidos situados más a su izquierda, dejándonos a Maura y a mí en la alternativa de caer estrepitosamente, sin freno alguno para aquellos sucesos y la ulterior obra de gobierno, o ir con temeridad inútil al intento de una dictadura deshonrosa e impotente contra todas las demás fuerzas republicanas, nuestros aliados, y sin solidaridad aceptable ni posible con lo que estaba alejado de nosotros hacia la derecha.

Por otra parte yo no podía tolerar la salida de Maura, a quien asistía la razón y sin el que, vencedor el desorden, dentro del gobierno se rompía la ya insuficiente ponderación de tendencia en éste, donde su sola presencia, de haberme resignado a tal sacrificio, nada hubiera supuesto ya. Decidí pues evitar la crisis, me ayudaron para ello los demás ministros y di a Maura y al orden la máxima revancha posible en un telegrama circular, breve pero terminante, que el 12 lo tenían ya todas las autoridades civiles y militares y en el cual, para cuya redacción bastó un volante, se prevenía primero que el ministro de la Gobernación era quien trazaba normas de criterio para mantener el orden aun declarado el estado de guerra, correspondiendo al ministerio de este nombre autorizar los desplazamientos o concentramientos de fuerzas; segundo, que aun antes de tal declaración, los elementos del Ejército estuvieran a disposición de las autoridades civiles para reprimir desórdenes. Al telegrama se anticipaban febriles, incesantes, las comunicaciones telefónicas, casi todas a mi cargo durante la tarde inolvidable por sus amarguras del 11 de mayo, en el cual frente a frente, pero sin mirarse, quedaban los dos ministros dimisionarios en esa situación irritada y quieta que sigue generalmente al áspero y agotador esfuerzo de un cuerpo a cuerpo duro, violento y prolongado.

No quisiera volver a encontrarme en mi vida ante un nuevo 11 de mayo, ni ante una crisis parecida, ni se lo deseo a nadie; pero habiendo reflexionado muchas veces sobre aquellos sucesos execrables y sobre aquellos instantes dolorosos, creo no haber otra solución menos mala, porque las buenas son imposibles en trances parecidos, que la impuesta entonces sin titubeo y aprobada luego siempre en sus meditaciones.

Sin ella, con cualquiera otra, habíamos ido, no en días, sino en horas, a hundir la República y España en la anarquía. Con otra reflexión por parte de Azaña, caso todo hubiera podido evitarse, pero dadas la actitud y situación del que se ofuscó nada menos pudo pasar y nada más podía evitarse.

El obispo de Vitoria venía soliviantando el ambiente propicio a la reacción de las tres provincias vascas, comprendidas en su diócesis, cuya tradición debía haber aconsejado a los ministros de Justicia no presentar nunca un prelado tan retrógrado e intemperante. Los gobernadores republicanos de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, que eran con las ventajas e inconvenientes para el caso de la cualidad, pertenecientes al País Vasco, conocedores de él pero ligados a las pasiones de las contiendas, avivaban directamente o a través de Prieto la acometividad de Miguel Maura, indignada contra las actividades excitadoras del prelado.

Así las cosas, el domingo 17 de mayo, ya restablecida la calma tras los excesos de la semana que acababa, presidí el entierro civil de doña Catalina García, nonagenaria viuda de don Nicolás Salmerón, cuyo acto fue una manifestación ordenada y ejemplar de respeto hacia los grandes prestigios morales de la Primera República y de orden, paz y respeto en la exteriorización de los más exaltados sentimientos apartados del de la Iglesia, de los cuales fue profanación y no muestra lo ocurrido en los días anteriores. Dando una muestra más de tolerancia tan necesaria aquí, hablé con sincera emoción en el ex martirio en nombre del Gobierno y de la familia, desde allí me marché a misa y creí que al cabo de cinco semanas en que no había conocido el descanso, ni de noche, podría permitirme el lujo de un corto paseo hacia Miraflores de la Sierra, donde proyectaba pasar y efectivamente pasó el verano ya próximo mi familia.

No me habría alejado de Madrid 10 kilómetros cuando Miguel Maura, sin la menor advertencia previa, sin preocuparse por averiguar mi paradero ni esperar mi vuelta inmediata, que fue a las ocho de la noche, por sí y ante sí, decretó la expulsión del obispo de Vitoria fuera del territorio español, sin darle momento de tregua para cumplir la orden. La noche, y en la comunicación habitual sobre si había novedades, me enteró de ésta, que me hizo poner el grito en el cielo. Yo no trataba al obispo de Vitoria, ni me pudo inspirar simpatía la única carta recibida pocos días antes, difícil o imposible de contestar según advertí luego al nuncio, porque desde el primer párrafo la epístola no tenía propósito agresivo contra mí; las palabras, chismes, enredos, calumnias, embustes, mentiras, etc., menudeaban con la adjetivación correspondiente de sus adversarios en un léxico inadecuado aun para el sacristán, impropio de correspondencia que lo tolerase medrosa o lo insinuara y acreditativo de la intemperancia del obispo. Pero el remedio estaba en hacerlo salir de su diócesis viniendo a Madrid por llamadas del nuncio que no hubiera opuesto el menor inconveniente. En todo caso lo inadmisible era que el ministro de la Gobernación adoptara medida de tal gravedad sin mi conocimiento, porque eso era suprimir al presidente y dar ejemplo en un gobierno tan heterogéneo de cantonalismo anárquico.

Tardíamente, al oír por teléfono mi actitud, comprendió Maura la gravedad de lo hecho y de sus consecuencias: me visitaron de su parte el catedrático Recasens y el cura Romero Otazo, intentando sutilezas jurídicas y aun económicas que no desvirtuaban la demasía y desconsideración política. Ya de madrugada fue a verme Ossorio y Gallardo reconociendo toda la razón que me asistía y procurando con la mejor voluntad evitar la crisis. Como no podía tolerar precedente tal, el Consejo de Ministros ya convocado para el lunes 18 se abrió sin estar presente yo con la lectura de la carta que copio y el acuerdo y firma de la que me llevaron los ministros y también reproduzco, redactada ésta por Azaña y que suscribieron todos menos Lerroux, que seguía en Ginebra.

 

Niceto Alcalá-Zamora. Abogado. Madrid

General Martínez Campos (Membrete)

Al Consejo de Ministros

Excmo. Sres.: He tenido siempre como fundamental convicción, la de obedecer en gran parte la inferioridad de nuestra patria al coste incomparablemente más oneroso en sangre, riqueza y odios, que le supuso la transformación política del siglo XIX. Con esa creencia de ser la causa de nuestro atraso las guerras civiles, he orientado mis preocupaciones hacia evitar en cuanto de mí dependiese de una conmoción parecida. Enemigo, como verdadero liberal, de los fanatismos sectarios e inquisitoriales, temo por bien del país, a los clásicos e incorregibles, para los cuales el tiempo no pasa y perduran en su puesto con su vestimenta. Pero no me tranquilizan, aun reconociéndolos en justicia, culpa y fruto de aquellos los que con la ropa vuelta se sitúan en la acera de enfrente. Procuro avanzar entre unos y otros sin compartir la opinión, por sincera, respetable, de que España necesita encender una lucha religiosa. Tampoco me acerco a ella alegre y confiado.

Por otra parte la misma percepción cabal que tengo de toda la incultura e intransigencia de nuestras masas clericales, y de la torpe tendencia con que suelen impulsarlas varios jerarcas, me hace pensar en defensa del Estado y de la libertad (no de la República, forma de aquél y garantía de ésta) que una brusca separación les resultaría muy dañosa, porque su inmediata consecuencia sería la uniformidad exacerbada del tipo episcopal funesto.

Si a las indicaciones que preceden se suma la necesidad de política imperiosa, de cohesión y armonía dentro del Gobierno Provisional, se podrá calcular toda la amargura que en mí ha dejado la jornada de ayer diecisiete. Cuando regresaba con el íntimo y efusivo goce de haber presenciado y dado uno de los ejemplos de comprensión y tolerancia que Cavia[313] creía con razón tan necesarios en España, leí en la prensa que ya sólo quedaba desenvolver en un articulado las modalidades de una fórmula de separación que todos saben no es mía, y que no había sido objeto de deliberación jamás, conviniéndose por el contrario en dejar intacto tal problema, trascendental y de discrepancia conocida, a la solución soberana de las Cortes Constituyentes. No hago sin embargo hincapié sobre esto, porque con su afectuosa bondad me explicó el señor ministro titular la ligereza informativa de los periódicos, y bastó esa desautorización privada de la noticia para que mi ánimo, tan poco acostumbrado a recibir deferencias, y tan reconocido a ellas, se rindiera ante una que junta la doble valía de la procedencia y la rareza.

Lo ocurrido por la noche sí fue de inusitada gravedad. Cuando ya se trataba de un hecho irreparable, tuve la primera noticia de que como cuestión baladí, mera incidencia de orden público, que no trasciende a la política total del gobierno, se había ordenado la fulminante expulsión del territorio español contra el obispo de Vitoria. La justicia y la exactitud me llevan a añadir que si bien al caso, cuando sobre él cabía opinar con eficacia, no se me comunicó, no era sorpresa en igual grado para otros señores ministros y que en cambio había sido consultado previamente con los señores gobernadores de las provincias vascas, que sin duda sugirieron la medida, y a quienes no discuto preeminencia política y jerarquía para rebelarse, suplirme o removerme del cargo, pero que hasta ahora no sabía nadie fueran los encargados de la dirección o reemplazo respecto de los asuntos graves de Estado.

Sé que el parecer, siempre autorizadísimo, de mi muy querido amigo el señor ministro de la Gobernación, está reforzado por el asesoramiento o ratificación acorde en juzgar de poca monta el hecho y muy acertada la medida de eminencias de la filosofía, del derecho y de los cánones.

Sin mengua de mi respeto para tales pareceres, opongo frente a ellos seis consideraciones: primera; de diferenciación. Reconozco la indeclinable potestad del Estado para adoptar las medidas que exija su seguridad contra un prelado perturbador y agrego que por desgracia el de Vitoria tiene filiación, iniciativas y obstinaciones que, lejos de tolerar, debemos reprimir, pero no creo que ni jurídica ni políticamente el caso pueda equipararse expeditivamente con la expulsión de un extranjero de nacionalidad ignorada, presunto agitador eslavo, con documentación insuficiente o nula y actividad oscura o sospechosa.

Segunda; de grado en la medida cabe adoptar varias, y la detención, la prisión, el procesamiento, el destierro, la privación de temporalidades, etc., son mucho menos graves que la suma gubernativa de la destitución o suspensión, y del extrañamiento.

Tercera: de tiempo de oportunidad. No parecen los momentos más propicios para originar una segunda reclamación, aquellos en que hay pendiente otra por la escasa fortuna que nos acompañó en las jornadas del 11 al 13. Comprendo perfectamente que el desagrado de la nueva negociación, que recae sobre mí, por las consecuencias de un hecho que conocí consumado, les tendrá perfectamente tranquilos a los republicanos virreyes de las Vascongadas.

Cuarta: de lugar. El territorio vasco evoca recuerdos vivos y actualidades palpitantes tan singulares que no necesitan ni esbozarse.

Quinta: de forma o método. Habría sido incomparablemente mejor el diplomático que ensayado ya en otro conflicto con prelado de más rango no ha sido ineficaz.

Sexta: el miramiento. Y no digo de autoridad, porque al encarnar en mí en máximo rango puede convertirse en mínima expresión. Creo que de iniciativas tales debo tener conocimiento previo, por si logro convencer a los ministros, para salvar mi voto en todo caso, para preparar mi actitud en último término. A la vista de lo sucedido y si se hubiera tratado de un gobierno menos excepcional y necesario que el hoy existente, no habría vacilado en mi camino. Dando por motivo el que realmente surja y pudiendo dar sin gran inexactitud el de mi cansancio y restablecimiento que con aquél guarde una relación de afecto a la causa, habría pedido sin vacilar a la bondad de todos ustedes que me relevaran de mi cargo y de mi carga. En los primeros momentos iría a arrostrar una impopularidad que no temo, con la satisfacción consoladora de que para todo el gobierno sería por el contrario popularidad, en parte compensadora de otras reacciones irreflexivas de la opinión. Después ante ésta, más serena, justificaría mi actitud, para desventura de España, con la probable tristeza de haber acertado.

Pero en este gobierno, donde nos liga a todos una obligación sagrada recíproca y total para con el país, donde caminamos esposados por el deber, no se me oculta el daño de una separación, aun de la mía. Y eso que a diferencia de todos los ministros que representan desde el socialismo a la tradición conservadora, yo no represento nada, ni siquiera a una derecha de la que pretendí ser jefe ni organizador, haciendo innecesario cualquier hostil e inicial recelo. Por lo mismo que no soy el hombre de un partido, pudo la bondad del gobierno reservarme preeminencias; pero también por ello soy el único sustituible y eliminable. Sin embargo... en las horas de meditación, no interrumpidas un segundo desde anoche, y tras la consulta con criterio de máxima autoridad, comprendo que el caso es para quedar perplejo, y a la decisión del gobierno, libre aún de mi presencia, entrego el problema de si puede o no acordar mi liberación que, para la paz de mi espíritu y el goce de mi salud, sería convenientísima.

Si el gobierno cree que no puede manumitirme, a su decisión también me someto, pero suplicando a todos y más principalmente a los queridos amigos señores ministros de la Gobernación y del Trabajo, que apresuren días, horas y minutos la reunión de Cortes. Mientras tanto, como respetuosas sugestiones para el acuerdo de gobierno, que sobre este escrito recaiga, me permito indicar las siguientes:

a) Elemental dignidad en ejercicio del cargo, evitando que la autoridad del mismo por magna abrume y por irrisoria humille; b) comprensión de que el cantonalismo ministerial puede ser mortal para un gobierno con la composición y cometido del presente; c) tolerancia y respeto mutuos para lo que cada uno significa o representa; d) justicia estricta, en que la responsabilidad no comprometa al menos sin el conocimiento previo.

Al esperar, sin ambición, impaciencia ni ilusiones, el documento con el cual crea el gobierno que debe contestar a éste, reitero que para todos sin excepción, sea cual fuere su acuerdo, y con mayor motivo si me devuelve la tranquilidad, conservaré siempre pagarla, una deuda de gratitud por el supremo honor que tuvieron la bondad de conferirme.

Madrid, 18 de mayo de 1931

 

18 de mayo de 1931. Excmo. Sr. D. Niceto Alcalá-Zamora.

Presidente del Gobierno Provisional de la República.

Excmo. Sr. El Gobierno Provisional ha examinado con la atención que merece el documento suscrito por V. E. y dirigido al Consejo a propósito de la salida de España del señor obispo de Vitoria. Con el afecto personal, el respecto a su autoridad y a las preeminencias del cargo y la leal colaboración que el gobierno ha venido prestando y está dispuesto a prestar a su presidente, nos complacemos en declarar que aceptamos las cuatro conclusiones que el escrito de referencia resume y que estamos seguros de haber ajustado a su espíritu e intenciones desde que se constituyó el ministerio. No estimamos fundado el malestar que demuestra el señor presidente suponiéndose desestimado en su cargo por sus compañeros de gobierno. Menos aún podría admitirse la posibilidad de una separación equivalente, por sus fatales consecuencias al fin de la República. Y en cuanto al caso que motiva su escrito al Consejo de Ministros, el señor ministro de la Gobernación ha asumido ante sus compañeros la responsabilidad de una medida aconsejada por la urgencia y que no ha revestido caracteres violentos ni ha sido aconsejada más que por el criterio de gobierno, de ministerio titular y sin injerencias ni intervenciones extrañas que pongan en entredicho la autoridad del Gobierno Supremo de la República. Confían los ministros que el sentimiento de respeto íntimo y admiración unánime al presidente, si no la más férvida adhesión a su persona, será lo suficiente para dejar huella alguna en su ánimo del incidente que tanto pesar le ha prodigado. Como hasta ahora, el Consejo de Ministros reitera a su presidente el vivísimo anhelo de trabajar con ahínco bajo su dirección, a la obra histórica de consolidar la República. Fernando de los Ríos. Indalecio Prieto. Manuel Azaña. Miguel Maura. Álvaro de Albornoz. Diego Martínez Barrio. Santiago Casares. Luis Nicolau d'Olwer. Francisco L. Caballero. Marcelino Domingo.

No está de más cerrar la narración de estas dificultades eclesiásticas con la carta o nota que como ministro interino de Estado dirigí al nuncio, en que abarca los tres aspectos aludidos en el presente capítulo.

 

22 de mayo de 1931

Excmo. Sr. Nuncio Apostólico de S. S. en España

Excmo. Sr.:

Al tener el honor de contestar a la carta de fecha de ayer que se sirvió atentamente entregarme, creo que a la claridad conveniente para puntualizar la exactitud de los hechos, se acomoda la clasificación por asuntos de las presentes observaciones.

Primero. Viaje del Sr. cardenal primado. Aun cuando el gobierno celebra la iniciativa del tal viaje y desea en bien de la paz pública su larga duración, procurando, en cuanto esté a su alcance, que el Sr. arzobispo de Toledo no regrese ejerciendo autoridad, según ya se le manifestó a V. E., es lo cierto que tal viaje no ha obedecido a medida alguna, directa ni indirectamente de expulsión. Por tanto, la situación creada al Sr. cardenal Segura no está producida por determinaciones hostiles de gobierno, sino que es resultado, al fin por aquél comprendido, de las iniciativas deplorables y reiteradas que tuvo en contra del régimen político establecido por la voluntad inequívoca de España. En el curso de ese viaje ha surgido un incidente pequeño pero expresivo, para corroborar lo antes dicho. Observó el Sr. cardenal primado, después de cruzar la frontera, la deficiencia de su pasaporte y, en vez de solicitarlo directamente del gobierno, acudió a la mediación, que nada indicaba como oportuna, de un periódico notoriamente adversario del régimen y cuya publicación se hallaba suspendida por motivos de orden público. Entonces el gobierno, sin utilizar, naturalmente, al mismo inadecuado intermediario, hizo presente al Sr. cardenal, por conducto del subsecretario de Estado, que expresara telegráficamente a éste el pasaporte que necesitaba para remitírselo, como así se hizo por el primer correo y de la clase correspondiente a su alta jerárquica eclesiástica. Como podrá observar la Nunciatura, incluso en esa incidencia, el tacto y la mesura estuvieron en las determinaciones del gobierno sin la deseable y debida reciprocidad.

Segundo. Caso del Sr. obispo de Vitoria. Como ya he tenido el honor de comunicar al Sr. nuncio, aquel prelado motivó, con sus actitudes de carácter político, constante y seria preocupación para las autoridades encargadas de velar por el orden, y muy directamente, por lo mismo, para el Sr. ministro de la Gobernación. Procuró éste en constantes gestiones, alguna de ellas personales, evitar el conflicto que desde el principio aparecía, y ante la insistencia del prelado en recibir, y aun estimular, con ocasión de sus visitas, homenajes y manifestaciones de carácter monárquico, con vítores, himnos y emblemas del régimen caído, viose obligado, a su pesar, en evitación de mayores males, a invitar con apremio a aquel prelado para que saliera de su diócesis, donde constituía peligro serio, según los informes oficiales, la actitud de quien podía contribuir a perturbar el orden, a cuyo mantenimiento venía obligado no sólo por la calidad de ciudadano español, sino también por sus mismos deberes de jerarca en la Iglesia. Está complementando el Sr. ministro, como paralelamente lo hace la Nunciatura, la información sobre los hechos y prevé que no habrá inconveniente en que muy pronto regrese el Sr. obispo a España, aun cuando desea, y espera para ello el eficaz auxilio de la Nunciatura, que durante algún tiempo esté alejado de la diócesis, donde su presencia contribuye, lamentablemente, a excitar apasionamientos que pueden tener serias consecuencias.

Tercero. Relación de los casos examinados con los sucesos que tuvieron lugar del 11 al 13 del corriente mayo. Aun cuando dentro de un corto periodo de tiempo todos los hechos, por distanciados que estén en significación y origen, habrán de ser simultánea o próximamente anteriores o posteriores, no indica ello que los ligue ninguna otra relación. Aun dentro de la misma prioridad de fechas, el incidente relativo al Sr. cardenal primado es manifiestamente anterior a los sucesos a que se alude y en relación con el Sr. obispo de Vitoria, recuerdo que la previsión de conflicto por su actitud provocado fue tema de la primera conversación que tuve el honor de mantener con el Sr. nuncio en esta Presidencia.

En todo caso, entre los viajes de los dos prelados y los tumultos e incendios de la pasada semana, no podría establecerse una relación de causalidad, ni siquiera de conexión que los ligue y los defina como constitutivos de una política de gobierno. Muy contra la voluntad y el interés de éste, se produjeron los tan lamentables actos de violencia cometidos por crimen y provocados por temeridad de los adversarios de toda especie y tendencia del régimen actual. Recogiendo no sólo la carta de ayer, sino la anterior nota verbal de la Nunciatura, recordaré que aquellos sucesos, posibles por la sorpresa, estuvieron facilitados por el número, extraordinario, manifiestamente excesivo, de conventos cuya protección eficaz y constante requería una movilización, y en medida no escasa contribuyó a propagarlos la temeridad lejana y continuada con que algunas órdenes, concitando pasiones populares, se mezclaron de antiguo en la contienda política asociando equivocadamente los intereses espirituales a la suerte de instituciones caducas y ya derrotadas. Las medidas enérgicas y extremas de orden público adoptadas por el gobierno; la protección y guarda de fuerza pública prestada, desde que fue posible, a todos los conventos e iglesias amenazados, sin excepción ni distingo; la separación de instituciones y corrección disciplinaria de cuantos funcionarios pudieron aparecer negligentes o meramente infortunados y la severidad de fallos contra los incendiarios, tan rápidos que están dictados y son firmes, constituyen demostración palmaria de que en la repulsa y represión de los actos violentos y delictivos la actitud de este gobierno ha tenido, con la evidencia de los hechos, la decisión y eficacia a que podía y debía llegar.

Lamentando que la ocasión de esta correspondencia que nuestro respectivo deber nos proporciona esté motivada por sucesos desagradables, siempre constituirá, por el alto y merecido respeto que me inspira, un motivo de sincera satisfacción. Con ella me complazco en repetirme de V. E. s. s. s. q. b. s. s. p.

 

Ya en anteriores capítulos de este mismo volumen he expresado, sin dejar de hacer justicia nunca a los grandes méritos como aviador del comandante Franco y a sus condiciones militares, que el temperamento de éste nos proporcionó y había de proporcionarnos no pocas dificultades, y aun serios disgustos. Triunfante la revolución, le confiamos con atribuciones de subsecretario la dirección de los Servicios de Aeronáutica Militar y en la prevista reorganización de tales servicios, las bases que Azaña trazó y el Consejo de Ministros aprobó en principio, aseguraban a aquella brillantísima carrera militar, asimilado en plena juventud a general de Brigada. Fue todo inútil y, justo es decirlo, que no por mayor ambición del aviador famoso, sino porque abusando de la ingenuidad, el espíritu bohemio y el ascendiente que en su ánimo ejercían amistades y afectos de resultancia deplorable, llevaron a este hombre valiente en el peligro, pero débil en la independencia escasa de su voluntad, a ser el instrumento de todas las pasiones desbordadas y de todas las flaquezas ajenas. Desde los primeros días del régimen republicano, mostróse la inquietud y el desagrado de Franco, conteniéndole varias entrevistas que conmigo tuvo y en las cuales un excepcional respeto produjeron momentánea calma y moderación insólita pero pasajera de sus irritaciones y propósitos. Así pudimos conllevar la situación algún tiempo, pero más fuerte, arraigado y frecuente el contacto con los que le llevaban al extravío, marchó empeñado en un desastre que le lanzaba fuera de la República viable, le convertía en instrumento, no en caudillo, de la locura extremista y le llevaba el Congreso lamentable prueba, en que según experiencia constante, para él más acentuado que para nadie, se compromete y desvanecen los prestigios ganados en otro orden y datos de solidez, preparación y dotes para brillar en el Parlamento.

Sobre la actitud de Franco, su ruptura con el gobierno y su intento loco de revolución social andaluza, reflejan la impresión momentánea cuatro volantes autógrafos que con fecha 26 de junio escribí y dicen así:

Desde el primer momento pre-revolucionario, no se nos ocultó el peligro del temperamento exaltado, no del criterio radical, del comandante Franco. Vi claro que al servicio de todo extremo, fuese cual fuese, podía dañar a la República más que servirla. Su prisión desde el otoño de 1930 hizo posible preparar la revolución que, de no detenerle el Gobierno Berenguer torpemente, habría abordado antes totalmente desorganizada. Un dato entre muchos le retrata.

El 10 de octubre vino a decirme que el 17 había lanzado el movimiento porque la Marina, cansada de contraórdenes, no esperaba más. Le respondí atónito que no contábamos con ningún barco y que jamás se habían dado a la Escuadra órdenes ni contraórdenes; pero insistí en que me llevase a los marinos impacientes de que me hablaba... y resultó que no existían.

Por su aureola, su indudable buena fe y su valor, le traté siempre con afecto, manteniendo cierta reserva, a la que ayudó su respeto, para mí siempre mayor de lo que es habitual. Con frecuencia le contuve en sus quejas contra las medidas de Guerra, en especial la revisión o anulación de los ascensos por méritos de campaña, que afectaban a aviadores, sus amigos, y su hermano, general Franco.

Al acercarse la lucha electoral, su actitud de rebeldía e insulto al gobierno y de sublevación verbal amenazando con la violencia y el escándalo para impedir las elecciones y proclamar un gobierno extremista en Sevilla, llegó a hacerse intolerable. Tuvimos la serenidad y paciencia bastantes para no proceder contra él mientras no se produjese la calculada reacción contra sus excesos imprudentes por parte de la opinión pública. Ésta se mostró patente condenando su audacia insensata, y al acercarse el momento de realizar sus amenazas, que alentaba desde el hecho, aun después del accidente de Lora del Río, decidimos ponerle pronto y enérgico término. Ausentes por el impulso del interés electoral los más de los ministros, la antevíspera de la elección, reunidos Azaña, Maura, el director de Seguridad y yo, decidimos acabar con el plan que acabábamos de conocer sobre insurrección en Sevilla y bombardeo de Madrid. Todas las medidas se adoptaron, llegado ya el momento de tener la opinión a nuestro lado y frente a su ídolo impulsivo de un día. Como hubo conformidad entre los reunidos y conocíamos la esencial del gobierno, fue innecesaria la alarma de llamar a los ausentes. Habíamos seguido día por día la marcha de la conjura, y escogimos para actuar el instante en que el país, lejos de protestar deseaba ya la acción enérgica, irritado con harta razón contra quien hasta poco antes le entusiasmara.

 

CAPITULO VIII .

EN EL BANCO AZUL DE LAS CONSTITUYENTES

La sesión de Apertura. Por qué no hubo ponencia del gobierno sobre Constitución. Mi contraproyecto. El intento de elegirme con precipitación presidente de la República. El debate sobre responsabilidades. La discusión constitucional. Gano varias partidas perdiendo fuera. Tendencias renovadas de crisis alternativas de ambiente en la Cámara. Negociaciones previas a la presentación del Estatuto catalán. Un día resuelto. Dimisión en plena Cámara que ésta no acepta. Algo acerca de Rusia.