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LA
VICTORIA REPUBLICANA
CAPITULO
VII
DIFICULTADES
DEL GOBIERNO PROVISIONAL
El
cardenal Segura. Incidencias y complicaciones de este asunto. Su solución buena
y su enseñanza perdida. La algazara monárquica y el incendio de los conventos.
El choque entre Maura y Azaña. Gravedad de tal crisis; forma de su difícil
decisión. Expulsión del inquieto obispo de Vitoria. Determina el riesgo de otra
crisis. Una reclamación diplomática y un inesperado recurso frente a ella.
Conspiradores extremistas de izquierda.
Este
capítulo viene a ser el reverso del anterior. Tiene su duración general y sus
prolongaciones excepcionales por conexión de asuntos, que en algunos de ellos,
en el primer epígrafe alcanza o traspasa el tiempo reservado cronológicamente
para los dos capítulos siguientes.
La relación
va a ser más extensa o por lo menos más documentada en los anejos y
transcripciones que en el capítulo precedente. No indica ello que en el balance
de la gestión hecha por el Gobierno Provisional, las dificultades superasen a
las posibilidades felices y las amarguras borraran, a más de enturbiar, las
satisfacciones. Lejos de ser así la revolución española de 1931 siguió siendo
el núcleo envidiable y venturoso, aunque no alcanzamos aquella perfección, casi
inaccesible y sin embargo tan procurada y tan cerca de la mano en que hubiese
habido, cual pudo suceder y perseguimos, ni el más leve contratiempo. La
distinta o desproporcionada extensión en el relato obedece a dos motivos: a que
lo desagradable es siempre espinoso, discutido y necesita puntualizaciones que
lo aclaren, que las bienandanzas llanas y fáciles apenas si reclaman historia,
siempre dedicado preferentemente a la dificultad, al obstáculo, al tropiezo que
señala el mayor relieve de un cerro por pequeño que sea, sobre las leguas de planicie
uniforme que lo rodean.
Ya durante
la dictadura tuve yo, como casi todos los españoles relacionados con la vida
pública, referencias y datos para formar una idea aproximada del que llegó a
ser cardenal Segura. Obispo de Coria y de Las Hurdes, donde tuvo ocasión
plausible de mostrar las virtudes y energías de una fortaleza rural, llegó con
insólita rapidez al arzobispado de Burgos por la protección probablemente del
magistrado Crened, gran amigo y servidor de los
dictadores, y en elevación ya vertiginosa y desconcertante por el capricho de
éstos y las oscuras presiones de la reacción de la silla primada de Toledo.
Recuerdo que al leer el nombramiento un comentario fue que el nuevo primado
daría algún disgusto enorme a quien gobernase en España. Lo que no podía
suponer entonces es que me lo diera a mí.
Poco tiempo
después el ejercicio de la profesión me hizo conocer con más detalle el extraño
carácter del cardenal. Tuve que defender contra inconcebible demanda suya a un
grande de España y navarro, dos veces por lo mismo asegurado contra la sospecha
de demagogia, tan absurda, que cuando yo cesé en la defensa me reemplazó Beúnza, el jefe de la minoría carlista. Tronaba y trinaba
mi buen marqués contra la intransigencia sin igual del prelado, quien a título
de ser copartícipe la mitra en una casa ruinosa y en situación de derribo de
los barrios bajos, no lo dejaba vivir. Actos de conciliaciones con derivaciones
hacia el juicio de faltas o la acción penal o la acción por injurias, peloteras
interminables entre los respectivos administradores, diligencia de consignación
para la entrega de los saldos, veleidad en rechazar o en retener los giros que
para el pago se le hiciera; intento de subsistir por su sola voluntad, siendo
pequeño partícipe en imponerse al aristócrata que representaba más de la mitad
de las normas constantes de administración en el individuo; empeño de liquidar
mensualmente cuando con la mísera vecindad de la casa viejísima y costosa había
meses de déficit a compensar en otros, etc., etc... Todo ello, avivado por una
pasión inconcebible, llevó a una demanda sin contenido, pero con tesón,
pidiendo rendición de cuentas que se acompañaban con ellas mismas, sin
oponerles el menor reparo, quejándose cuando más de que, habiendo un recibo
como término medio por cada diez o doce pesetas de gasto, que para algunos
partícipes eran de quince o veinte céntimos, todavía debía haber más
especificación y detalle.
Fue inútil,
desde la conciliación a la alegación de excepciones, ganar tiempo para
convencer al prelado de que allí no había materia de pleito para nadie y menos
para la primera mitra de España. Me convencí de que nadie le haría cejar en sus
ofuscaciones y, sin mengua de la rectitud como persona y como prelado, pude
comprobar la limitación escasa de su horizonte mental y la terquedad de sus
obstinaciones. He recordado éste que nada tiene que ver con la política, porque
para mí retrató de cuerpo entero a su eminencia D. Pedro Segura.
Con la
impresión que yo tenía formada acerca del cardenal Segura, quien no hubo medio
de que tratara al gobernador republicano de Toledo, persona muy católica y
correcta, el señor Semprún, yerno de D. Antonio Maura, no me sorprendió aunque
sí me contrariase que en plena tranquilidad del país, sin la menor dificultad
de otro orden para el Gobierno Provisional reconocidos por la Santa Sede y sin
aún iniciadas las determinaciones, mínimas e inevitables características de la
época y del nuevo régimen en cuanto a la delimitación política o religiosa,
iniciara aquel prelado, brusca, resuelta e inoportuna ofensiva bajo todos los
aspectos lamentables de ataque a la República, de arcaica intransigencia y de
torpe añoranza hacia la monarquía caída en medio del desprestigio nacional. Fue
el gobierno dueño de sí, prefirió negociar con Roma a utilizar la plenitud de
sus poderes propios y solicitada por el Ministerio de Justicia la separación
del primado, la primera fase de esa negociación fue su llamada a Roma, de donde
nos indicó el nuncio con su sonrisa, ademán y gesto expresivo, que ya tardaría
en volver, permaneciendo allí durante la tramitación larga y lenta, cual era de
prever por los hábitos y táctica seguida en la secretaría de la Ciudad Eterna y
trascendencia insólita de la determinación pedida.
Pero no era
el cardenal hombre para permanecer quieto, ni alejado de cosas de España, cuyo
imprudente apartamiento nos prometía el nuncio, y ya con fecha 3 de junio me
dirigía, firmando en Roma, exposición que como es natural recibí yo varios días
después, protestando enérgicamente contra todas las determinaciones de la
República que tenían conexión más o menos remota con interés eclesiástico,
incluso la supresión de las cuatro órdenes militares nobiliarias.
Ese
documento, por su fecha y lugar, así como las seguridades del nuncio, nos
mantenían tranquilos en cuanto al alejamiento del primado. Calcúlese el asombro
e inquietud del gobierno al conocer, poco después del documento, que el
cardenal había pasado la frontera secretamente a España, donde era imposible
averiguar su paradero. Esta inquietud se mostró en la siguiente carta del
ministro de Justicia al nuncio.
13 de junio
de 1931
Excmo. Señor
nuncio apostólico
Muy ilustre
y respetado amigo:
Con esta
fecha y de acuerdo con el gobierno envío a Roma una nota que textualmente dice
así:
El Gobierno
Provisional de la República, ante la insólita aparición en España del cardenal
Segura, aparición acompañada del más extraño encubrimiento respecto al lugar en
que se recata, considera deber apremiante recordar a Su Santidad que en la nota
última del ministro de Justicia, fecha 7 de mayo, solicitaba en nombre del
gobierno la deposición del primado Sr. Segura, por considerarla inexcusable
medida para el mantenimiento de la paz pública. Posteriormente el presidente
del Gobierno Provisional, interinando la cartera de Estado, dirigió al señor
nuncio una nota en respuesta a la de éste, en la cual expresó que si bien se
había tenido con el cardenal Primado el miramiento que no llega a la expulsión
directa, veía con gran satisfacción su ausencia y se deseaba esperanzadamente
que no regresase. Hoy, a las razones que aconsejan la resolución propuesta en
las notas, si más vigorosas y si el gobierno se abstiene de señalar los
peligros gravísimos que conlleva la presencia del Sr. cardenal Segura, es
porque sabe que son conocidos de Roma; sin embargo llegada esta hora quiere una
vez más cumplir con su deber de reiterar a Su Santidad el ruego contenido en
las notas aludidas y así mismo reafirma su protesta sentida y amarga ante la
conducta encubierta y llena de amenazas del cardenal primado.
Tal es
ilustre amigo la comunicación que en estos momentos telefónicamente se envía a
Roma. Ojalá sea aún hora de impedir, merced a la vigilancia que se realiza,
males que todos lamentamos.
Con la mayor
cordialidad y el más profundo respeto estrecha su mano.
La nota a
Roma anunciada en esta carta se retardó en su remisión material porque, ausente
el ministro de Estado Lerroux, me parece que en Burgos o Palencia, el
subsecretario de dicho Ministerio, a quien estuvimos a punto de destituir tras
asegurarme que saldría la nota, la aplazó con pretexto de ser sábado y no
trabajar la cancillería romana hasta que volvió D. Alejandro, no obstante
haberle dicho a aquél, cual era cierto y debía creerlo, que consultado por
teléfono con Lerroux el paso que íbamos a dar mostró su conformidad. Este
interino incidente en las oficinas de Estado dio lugar a que llegasen a Roma
casi simultáneamente, aunque al nuncio desde el 13 le constaba la fijación de
fechas, nuestra nueva nota reclamación y la noticia de haber sido detenido el
cardenal el día 15 e invitado a salir de España por el gobernador de
Guadalajara. Fue allí donde, con renovada extrañeza para todos, apareció el
misterioso viajero, enviándome éste un largo pliego autógrafo completado con
tres caras de otro de igual carácter, que publicó en la prensa, quejándose de
que se le obligara a marcharse, hablando con rodeos y vacilación de un mal
estado de salud que por fortuna no existía; de la falta de dinero, ropas y aun
breviario, imprecisión extraña en viaje tan largo y preparado, renovando todas
sus quejas y mutilando con inocente habilidad el pasaje de mi carta oficial al
nuncio que más adelante se insertará, pues recogía de ellas sobre la afirmación
exacta de que su primera ausencia no fue conminación del gobierno, pero omitía
todo lo demás de hallarse resuelto éste cual era su
deseo y su interés a que tan deseable ausencia continuara.
A aquel
mensaje que el gobernador de Guadalajara me envió el 16 de junio contesté yo el
17 con la carta dirigida al cardenal que más abajo va por nota y la nueva
salida del cardenal se efectuó sin mayor explicación.
Madrid,
junio de 1931
Excmo. Sr.:
Tengo el
honor y, por la ocasión y tema, el sentimiento de contestar la comunicación que
en Guadalajara el día 15 de los corrientes, se ha servido V.E. dirigirme. Mi
respuesta será respetuosa, serena y firme, conciliando sin dificultad todas las
deferencias que deseo guardarle y todos los deberes que sobre mí pesen.
Lamento con
plena sinceridad, y la expresión de mi sentir refleja no ya un criterio
personal, sino el conjunto del gobierno, que no haya sido posible, respecto de
V. E., mantener la relación normal, que por fortuna venimos sosteniendo con la
casi totalidad del episcopado español. Para ello ha bastado un gobierno
liberal, comprensivo y ecuánime, que sin perjuicio del derecho de cada prelado
para el comentario o la crítica respetuosa de nuestras determinaciones,
prestara acatamiento al poder constituido sin hostilidad injustificada y viva
contra el mismo, ni añoranzas suprimibles y dañosas respecto del régimen
derribado por la voluntad nacional.
Cierto es,
Excmo. Sr., que su primer viaje estuvo exento de las iniciativas de toda
presión por parte del gobierno español, obedeciendo, sin duda, al
convencimiento personal y tardío de V. E., acerca de la difícil situación que
su pastoral había creado; pero no es menos cierto que en nuestras notas al
digno señor representante de la Santa Sede, expusimos el insistente deseo y la
fundada esperanza de que su ausencia se prolongara. Esperábamos y queríamos,
con todos los respetos, semejante alejamiento, por ser la situación de hecho y
trámite adecuada a las negociaciones que con la Santa Sede habíamos iniciado en
cuanto afecta a V. E. y porque también lo aconsejaba la inquietud del espíritu
público, lamentablemente perturbado. Sin haber terminado este desasosiego ni
aquella negociación, jamás podíamos esperar un regreso del que ninguna
advertencia tuvimos y menos aún podíamos calcularlo a los pocos días de
habernos dirigido a V. E. fechándola en Roma, su protesta contra distintas
determinaciones del poder público. En relación con ese otro documento,
prescindo de que algunos de los motivos de protesta eran conjetura o rumor; de
que todos ellos, sea cual fuere el criterio de partido o tendencia sobre el
fondo o solución, se reconocen unánimemente en el Derecho político moderno como
pertenecientes a la esfera jurisdiccional del mismo; y de que en algún pequeño
problema, como el relativo a las Órdenes Militares, sólo se trata en la vida
contemporánea de exterioridades honoríficas y debilidades aristocráticas sin la
más remota conexión actual con la espiritualidad religiosa. Sin ánimo de
mantener sobre ello, ni sobre nada, una polémica de la que me aparte el sentido
de la oportunidad y el del respeto, debo significar a V. E. que tal documento,
posterior en cerca de un mes a la reunión de los señores prelados
metropolitanos, cuyos acuerdos nos reflejaron fechados en Roma, hacía suponer
lógicamente la permanencia del señor cardenal en la Ciudad Eterna.
Sobre haber
constituido su regreso una sorpresa fue también inquietante para el gobierno
que personalidad tan destacada, de tanto relieve y viso, ni se supiera durante
muchas horas dónde se encontraba ni se conocieran en forma alguna los
propósitos de su estancia tan recatada, apareciendo en forma intranquilizadora
que hallaba eco en las alarmas y protestas, deplorablemente renovadas, de la
opinión.
Pregunta V.
E. si las determinaciones del gobierno estarán fundadas en consideraciones de
orden público o en ataque, por su parte, a las leyes de la República. Siempre
con el debido respeto habré de contestarle que el peligro de aquel orden se vio
patente en su aludida pastoral y resurgió de nuevo con su presencia, a tal
punto que esas inquietudes creo pesarían en su ánimo, después de escrita la
comunicación, para dar asentamiento voluntario a la indicación atenta que
primero juzgó no debía oír. En cuanto a las leyes de la República, la raíz y
total asiento de su eficacia, está en el respeto a la institución misma y
cuando ésta se ataca, entonces sus preceptos quedan alcanzados con el quebranto
o riesgo consiguiente y proporcionado a la autoridad de quien expresa su
discrepancia y su oposición.
Tengo
afortunadamente por seguro que en su viaje encontraría todas las facilidades
secundarias a que alude, así como celebro, muy sinceramente, se mantuviese el
estado satisfactorio de salud, que le deseo y que los facultativos comprobaron.
Alégrame también las atenciones, que con doble rectitud proclama, por parte de
la Guardia Civil y Policía, y puedo asegurarle que semejantes miramientos,
lejos de significar contraste, que parece insinuar, con la actitud del
gobierno, son la obediencia debida y guardada a las reiteradas instrucciones
del mismo, que siempre y muy señaladamente en relación con V. E., procuró, aun
en situaciones delicadas y difíciles que quiso evitar, la conciliación entre
los respetos que la persona y la jerarquía inspiran y la firmeza con que ha de
proceder en la defensa y guarda transitoria de un poder supremo que, libre de
perturbaciones, ha de entregar a la representación del país.
No
extrañará, tampoco, a V. E., que el Sr. gobernador civil de Guadalajara, quien
nos transmite su escrito con toda eficacia y deferencia, no se pusiera en
comunicación directa con el Sr. cardenal. Tal vez pesara en el ánimo de aquella
autoridad civil la impresión de extrañeza que a todos produjo el hecho de que
V. E. mostrara su desvío extremado para el contacto
con toda autoridad civil de la República, incluso con el Sr. gobernador civil
de Toledo, personas de religiosidad manifiesta, ortodoxa e intachable,
templanza mostrada y predisposición no correspondida a facilitar, del modo más
cordial y considerado, la comunicación del gobierno de la República con la
primera autoridad eclesiástica de España.
Deseo, y
querría poder añadir que espero, Excmo. Sr., reflexiones de su elevado
espíritu, conducentes a dar nuevo carácter voluntario, como creo que al fin lo
ha tenido, a ésta su segunda ausencia y sobre todo, enquistamiento al pueblo
español en bien del orden que afecta a todos los ciudadanos y con provecho para
la Iglesia que interesa, cuando menos, a todos los católicos.
Respetuosamente
se despide de V. E., su att. s. s. q. b. s. s. p.
Excmo. Sr. Cardenal Primado. Don Pedro Segura.
No había
perdido sin embargo el tiempo para fomentar la agitación durante su paso por
España y ya el mismo día 17 de junio alguna muestra de adhesión al primado en
su protesta por parte del obispo auxiliar de la Archidiócesis, mientras que al
principio el cabildo había conciliado hábilmente la veneración jerárquica al
poco prudente primado con las protestas de acatamiento al régimen político que
la nación había dado.
No era el
cardenal hombre para acomodarse a una actitud de abstención en las cosas de
España, que según reiteradas protestas del nuncio le había trazado el deán y
desde Francia (nuestra Señora de Delloc) el 20 de
julio me enviaba un alegato más, reproducción de sus protestas. Pero al propio
tiempo y como en el anterior mes en la propia fecha desde el mismo sitio,
mientras distraía la atención del gobierno con aquella inofensiva comunicación,
dirigía e intensificaba su actividad en sentido mucho más inquietante y
agresivo que agrio, sin solución posible intermedia o conciliadora al problema.
Aquella correspondencia también de 20 de julio era la famosa circular a los
obispos de España, enviada con cuidadoso secreto, poniéndolos, como a todas las
entidades eclesiásticas, en guardia contra los imaginados desmanes del poder
público sobre la propiedad eclesiástica e incitándolos a la ocultación de
bienes y simulación de contratos contraria a todas las leyes y prevista por las
penales. Nada justificaba tan grave injerencia, contraria además a la autoridad
peculiar de cada diocesano, extralimitación flagrante de una primacía casi del
todo honorífica y apenas jurisdiccional, a tal punto que para cohonestar la
intromisión invocaban cargos especiales de Roma, que ésta negaba en su
negociación con nosotros y que de ser cierta hubieran colocado a la Santa Sede
en doble actitud nada plausible ni sincera.
Aquellas
instrucciones sobre ocultación de bienes y contratos simulados que se apoyaban
en copia de un dictamen emitido por el abogado ultraderechista don Rafael
Martín Lázaro eran la gota, si faltaba, para hacer rebosar la paciencia del
gobierno. Motivaron nueva y firme aunque mesurada reclamación del Ministerio de
Estado, prevaleciendo al cabo contra la primera inclinación del gobierno que
recojo por nota en el capítulo anterior, el propósito de seguir negociando sin
apelar desde luego a medidas unilaterales de orden personal. No tenían este
carácter las determinaciones a que nos vimos obligados, estableciendo la
autorización previa del gobierno para los actos traslativos o limitadores de la
propiedad eclesiástica. De tal facultad se ha hecho criterio del manifiesto y
liberal no respetuoso para el derecho de las personas eclesiásticas y era
obligado después conocer las instrucciones secretas del cardenal Segura, que
por cierto se descubrieron del modo más extraño y fortuito. Había enviado un
ejemplar de la carta circular, o por mejor decir una copia de ésta cuyo primer
destinatario era el obispo de Santander, al de Vitoria, sin darse cuenta al
poner el sobre de éste en el reparto, de que no estaba en España. Lo recibió y
abrió por consiguiente el vicario general de Vitoria y lo reexpidió para
Francia dirigido a un diocesano. Fue entonces, en este segundo viaje, cuando
sospecharon en Irún si el pliego contenía billetes o valores cuya exportación
por motivos de cambio tenía prohibido el Ministerio de Hacienda, se comprobó
como en otros derechos los pliegos, encontrándose el extraño, muy distinto,
pero inquietante contenido a que vengo refiriéndome.
Los manejos
constantes del cardenal Segura y del obispo Múgica nos hicieron pedir al
gobierno francés que los alejase de la frontera y el 28 de agosto nos
comunicaba nuestro embajador en París que los dos prelados habían recibido la
invitación para alejarse sin retraso y añadía: «Habiéndose comprometido el
cardenal Segura a abstenerse en adelante de toda manifestación en calidad de
primado de España». Este pasaje del telegrama venía a confirmar impresiones que
el nuncio nos transmitía con evidente propósito de sondeo, acerca de una
solución intermedia para el pleito del cardenal Segura, ideada en Roma y
consistente en la sutileza canónica de que conservara el cardenal su título,
reemplazándole un administrador apostólico, que sería probablemente otro arzobispo.
Hicimos ver el ministro de Justicia y yo al nuncio que la oposición no
aceptaría y al cardenal le violentaba igualmente esa solución intermedia y
siguiendo indicación del propio nuncio le entregamos una carta que transcribo
tal como aparece de mis apuntes simultáneos y autógrafos del mismo día 9 de
septiembre en que fue escrita. Dicen así aquéllos:
Carta
entregada por Ríos y yo al nuncio a ruego del mismo el 9 de septiembre al
reconocer el yerro del Excmo. Sr. E. Nuncio de S.S. Roma, limitando la
separación ofrecida al ejercicio de Admón. Apostólica de la archidiócesis por
el obispo nuestro: «Respetado Sr. y amigo: queremos reiterarle, salvando así
graves responsabilidades, la honda impresión de sorpresa y amargura que nos
produce la inesperada solución, resuelta, o al menos propuesta en Roma, como
término de las negociaciones relativas a Sr. cardenal Segura. Auxiliar
conservando Segura el título, aunque sin la apariencia de oposición.
Desde
significaciones políticas y creencias íntimas muy dispares llegamos los dos
firmantes a total coincidencia en la apreciación de ser funesta con decisiva
influencia contra el propósito de armonía y paz en el problema político
religioso, la fórmula que no llega al decaimiento espiritual del señor cardenal
en su silla de Toledo. Esto dista tanto de lo que con razón esperábamos como
seguro, dado ante la anterior comunicación de V.E., que no podría hacerse
público sin confesar la frustración en la política de concordia y provocar la
decepción y el encono, como ambiente para el debate que ya se inicia. A éste
iríamos según la respectiva significación o con objetivos y argumentos
diferentes, o en el caso menos malo sin esperanza alguna de convencer, vencido
por el contrario de antemano, y sin armas que se nos niegan, y ni
probabilidades que se destruyen. Al declinar las consecuencias graves de lo que
ocurra, le reiteran su personal...
Aún
persistió Roma en un regateo de días, más que forcejeo de solución, que fue de
mal efecto, agriando los ánimos hasta que por fin, en mi calidad de presidente
en funciones del Ministerio de Estado (pues de nuevo se hallaba Lerroux en
Ginebra), en el dintel ya del debate constitucional sobre el problema político
religioso, el nuncio me entregó la nota que lleva en número S. 226, que decía
así:
Urgente.
Madrid, 30 de septiembre de 1931.
Excelentísimo
Señor. Me honro en comunicarle que el Emmo. Sr. Cardenal Secretario de Estado
de Su Santidad acaba de telegrafiarme y yo me apresuro a trasladar a V. E., que
el Sr. Cardenal Segura, imitando el ejemplo de San Gregorio Nacianceno, con
noble y generoso acto, del cual él sólo tiene el mérito, ha renunciado a la
Sede Arzobispal de Toledo.
Al añadirle
que la Santa Sede confía en que el gobierno apreciará en todo su valor un acto
tal altamente patriótico, me complazco en reiterarme con los sentimientos de la
más profunda consideración de Vuestra Excelencia.
La
negociación, larga tal vez, entre potestades temporales representaba la
celeridad sin ejemplo en la curia de Roma. Por ello y por el resultado,
superior a la máxima esperanza, significaba un éxito enorme para el gobierno de
la República. Nadie lo proclamó con más ahincado comentario que Fernando de los
Ríos, señalando la superioridad del triunfo sobre todo caso similar y siempre
rarísimo de nuestra historia o de la de otros países. Pero lo que pronto
olvidaron todos, comenzando lamentablemente por el propio Fernando de los Ríos,
fue que el éxito era el de un método, la negociación, la presencia en la Ciudad
del Vaticano, el vestigio y la esperanza de un régimen concordatario, tan
compatible con la República laica que le daba su más completa victoria. Contra
ese éxito y contra mi tenacidad en defender el sistema, se quiso unir en súbita
y absurda contradicción a la ruptura y a la lucha que sólo nos traería
dificultades, enconos y quebrantos.
El domingo
10 de mayo, sin que todavía hubiera ocurrido ni pudiera preverse nada, me
encontraba en el Ritz en compañía de Lerroux y algunos diplomáticos con ocasión
de un almuerzo dado a un funcionario de categoría de la Sociedad de Naciones
que se encontraba de paso por Madrid. Al final del almuerzo el director del
hotel nos enteró del tumulto provocado al menos con temeridad fronteriza del
propósito anunciado por los elementos monárquicos, con ocasión o pretexto de
inaugurar con alardes abusivos e imprudentes de publicidad un círculo suyo. De
momento las repercusiones o contragolpes de aquella imprudencia se dirigieron
contra el edificio de ABC, el cual fue cerrado y amparado con emblemas de la
República, como medio de evitar la destrucción a que su baratería monarquizante se obstinaba en dar ocasión. Pero nada
mostraba la tendencia ni el peligro de los excesos anticlericales o
antirreligiosos en aquella algarada que encendieron las provocaciones
monárquicas. Hubo en aquellos mismos días personas de buena fue que atribuían a los elementos reaccionarios su colaboración más directa y
consciente en la instigación de los sucesos, alegando principalmente las
retribuciones en dinero que los alborotadores recibieron. No lo creo por
monstruoso, aunque sí fue y apareció evidente que sobre haber excitado el odio
popular, practicaran una vez más la táctica temeraria y suicida de chocar a la
opinión, impresionada por el espanto en el trance de escoger entre la anarquía
y la reacción. En cuanto a los partidos extremos, es de suponer que sobre todo
en algunas partes, sectores comunistas y aun sindicalistas dieran apoyo
colectivo a los incendiarios que en general salieron del hampa más
despreciable, en general mozalbetes y criminales de la peor especie, de los
incorregibles que habían de volver a la cárcel y que habían salido o por el
hecho violento y consumado de marcharse como en Barcelona o por la inevitable
amplitud de los indultos.
He creído lo
mejor reproducir los autógrafos mismos en que iba consignando las impresiones
inmediatas directas de aquellos tristes días y a tal fin transcribo,
complementándolas con posterior comentario y aditamento, lo que fui escribiendo
sucesivamente a medida que ocurrieron las cosas en aquellos días de mayo.
Todavía en
la noche del 10 de mayo, después de los sucesos provocados por la imprudencia
de los monárquicos, en la inauguración del Círculo, no se dibujaba la
orientación del tumulto contra los conventos. En aquella noche, reunidos los
ministros en Gobernación (yo no concurrí) se mostró cierto desacuerdo entre el
titular de aquella cartera, Maura, partidario del empleo de la Guardia Civil, y
otros, especialmente Azaña y Ríos. En la mañana del 11, muy preocupado Maura
por la marcha de los sucesos, aunque todavía no pasara nada grave, se convino
en que Prieto y yo saliéramos, recorriendo algunas calles, sin ningún
incidente. Al iniciarse al mediodía los incendios y verse la ineficacia de la
policía y fuerza de seguridad, Maura asistió en el empleo de la Guardia Civil,
a cuya salida se opuso Azaña, anunciando para tal caso su dimisión. Resolvióse en el acto ir al estado de guerra, sin que la
rapidez en el despliegue de fuerza pudiera igualar a la de los incendiarios. La
fuerza de seguridad llegó a negligencia tal que tardó cuatro horas y media en
ir de la Puerta del Sol a los Cuatro Caminos.
El día lo
pasé junto al teléfono (que también funcionaba con escaso celo) dando
febrilmente órdenes para el empeño imposible de proteger con una guarnición
escasa cerca de doscientos conventos, y logrando ampararlos casi todos. No
perdí la serenidad, pero el día fue amargo y no tuvimos ni Maura ni yo la
asistencia necesaria. La actividad de Prieto y la de Largo Caballero fue
admirable al lado del orden, de la autoridad y del empleo necesario con toda la
fuerza, sin reparar en la impopularidad; se mostraron cual otras veces como dos
gobernantes.
La tarde del
11 dirigí la palabra a España por la radio, anunciándolo previamente a los
ministros como a la Guardia Civil, sin pedirles su conformidad, hice el más
resuelto elogio de aquel cuerpo negándoles a las turbas que vociferaban en las
calles el desarme que exigían de la Benemérita. Al final aplaudieron todos, que
conociendo que al dar así la cosa frente al tumulto, y sacrificando la
popularidad, se evitaba el caos.
Los sucesos
prendieron en provincias, por debilidad de los gobernadores y negligencia de
las autoridades, incluso las militares de alguna población, como pasó con la
Guardia Civil en Córdoba. Fueron aquéllas destituidas, sin reparar en afectos,
y el general gobernador de Málaga, aunque amigo, recibió las órdenes y los
reproches más severos de mi parte, y se excusó en la falta de fuerzas.
Datos y
observaciones posteriores, me permitieron apreciar el que los incendiarios
junto a los extremistas y los pagados (quizás alguno de modo indirecto con
dinero monárquico), figuraron ciertos radicales socialistas, y como
simpatizantes al menos elementos de Acción Republicana.
El 11 por la
tarde dimitió Maura, al que sostuve y logré hacer desistir, recabando para él
los más amplios poderes, inclusive la fuerza militar, antes y después declarase
el estado de guerra.
El
sectarismo acentuado de algunos ministros, en especial Azaña y Ríos, procuró
sacar partido para provocar la expulsión de ciertos religiosos si se demostraba
su conspiración, agresiones armadas o incendio por sus propias manos, como
señalaba el rumor popular. En caso de confirmarse tales supuestos, manifestamos
Maura y yo que no opondríamos reparo. No se confirmaron, y sin embargo, en los
Consejos de Ministros del 25 y del 27 de mayo, Azaña insistió en exigir la
fulminante expulsión de los jesuitas, bajo el anuncio que se parecía demasiado
a la amenaza de una segunda quema de conventos, en caso de no accederse a la
demanda. Claro está que no desconocía los daños tremendos que al crédito del
país traería la repetición de los incendios, ya que éstos torcieron la
prosperidad inicial de la República, ocasionando en la moneda y crédito
repercusiones funestas.
El aspecto
diplomático de los sucesos tuvo algunas singularidades de interés. Y una de
ellas, que a título de proteger nacionales reclamara con más empeño y aspereza
inicial que la Santa Sede, Francia, el país del laicismo y del abandono de sus
templos. Yo que recordaba la impresión que me produjo el abandono de la
catedral muerta de Marsella, quedé atónito al oír que el Estado francés era
propietario directo de una capilla de Cádiz y reclamaba por su deterioro.
Quizás un argumento a esgrimir, atrasado de las negociaciones comerciales.
Con el
nuncio, siempre cortés y sutil, me ocurrió un incidente curioso. Estaba yo en
la Nunciatura, en difícil situación por lo embarazoso del problema, cuando noté
que a los 34 días de proclamada la República y reconocida por el Vaticano,
seguía presidiendo el salón un retrato de Alfonso XIII, con preferencia incluso
respecto de los papas. Entonces fijé la vista en los de éstos y llevé la
conversación acerca de ellos comenzando mi visita, que al detenerse en el del
ex rey determinó, ya sin palabra mía, la excusa del nuncio, atribuyéndolo a
inadvertencia. Prometió espontáneamente retirarlo; me envió recado luego de que
podía volver, porque lo había reemplazado un crucifijo, Rey de Reyes, y, desde
aquel instante, el diálogo cambió de factor.
El incidente
del retrato con cuya mención terminan las cuartillas escritas en mayo de 1931,
tuvo lugar el día 18 de aquel mes, en visita motivada principalmente por la
expulsión del obispo de Vitoria acaecida la noche del 17. Por ser esta ocasión
más directa inmediata de la visita mía a la Nunciatura, se alude al inesperado
recurso diplomático que el retrato me facilitó, en el epígrafe del presente
capítulo que a la salida del Prelado concierne, ya que efectivamente aquella
casualidad mejoró mi situación difícil, porque de todos los asuntos a tratar
con el nuncio, era sin género alguno de duda, el del obispo Múgica, en el que
había cometido manifiesta ligereza el ministro de la Gobernación, y por ello
distábamos de pisar terreno firme.
Hecha la
aclaración que precede y volviendo a los dolorosos sucesos de la quema de
conventos, quiero completar con la seguridad de mis recuerdos, la definición de
las distintas actitudes. Aun cuando ya recogí el ambiente favorable a los
incendiarios de algunos elementos radicales-socialistas, la verdad y la
justicia imponen consignar que ello fue sin duda en débil e indirecta
proporción y en bajos fondos de las adherencias inseguras e indisciplinadas que
aquel partido arrastraba y que Maura llamara gráficamente comunistoides.
Por lo demás, Albornoz, ausente por anterior y justificado motivo, me confió
telefónicamente y sin reserva la plena disposición de su voto, y Domingo,
presente, sobre no oponer dificultad alguna al empleo de cualquier medio de
gobierno, fue el primer ministro cuya alentadora aprobación encontré en el
momento en que le alcé la mirada desde el micrófono, cuando tuve anunciado a
las masas de toda España, tras el elogio de la Guardia Civil, que jamás
accedería a disolverla ni desarmarla cuan reclamaban vociferando incluso en las
proximidades de la Presidencia los manifestantes obstinados a ratos en penetrar
allí.
Camino de
Ginebra Lerroux, fue correctísima la actitud de Martínez Barrio, cuyas notorias
conexiones con la masonería, ni entonces ni nunca reflejaron el sectarismo ni
en el intento de debilitar la fuerza del gobierno. Cosa parecida puedo decir de
Casares en aquellos sucesos.
Fue Azaña, y
una dolorosa verdad me obligó a proclamarlo, quien en la enorme dificultad
provocó la más grave crisis que amenazara al Gobierno Provisional y asumió con
ello responsabilidad considerable y decisiva, no en la iniciación pero sí en el
desenvolvimiento de los hechos que habrían quedado atajados en los dos primeros
incendios de Madrid, a lo sumo, si el gobierno hubiese podido emplear la
Guardia Civil. Pero su posición, determinando a su vez la de Maura por
contraposición de actitud, paralizó y debilitó nuestra acción restándonos el
medio más eficaz, dando tiempo mientras la guarnición tomó posiciones a la
extensión y eficacia del criminal desorden dentro de la capital y al reguero de
atentados que se difundió fuera. ¿Por qué hizo Azaña aquello? No me lo he
podido explicar en hombre de entendimiento de su carácter autoritario,
despectivo para todo extravío ideológico y con dotes de gobernante. La
explicación masónica la rechazo en absoluto, ya que según he oído decir y se
cree por casi todo el mundo, su filiación data de este año 1932, y ya bastante
entrado; pero cuando dudé de ello por anteriores muestras de su sectarismo más
destacado, estaba Martínez Barrio en tales compromisos o dependencia masónica,
y repito que en él no encontramos Maura ni yo el menor obstáculo.
Desconocidos
los motivos, inconcebible pero indomable la actitud de Azaña, me colocó en el
trance más difícil que pasé durante aquellas horas amargas y en todo el tiempo
del Gobierno Provisional. Con la celeridad que a la revolución se impone en
instantes tales, teniendo que apreciarlo y decirlo todo en manos del tiempo del
que lleva ahora dictar estas líneas, se me presentó más difícil y descarnada
que antes y después esa terrible, durísima tarea de gobernar durante el
vendaval revolucionario que consiste en resignarse a moderar el estrago antes
de llegar a la catástrofe con el sacrificio doloroso pero inevitable de no
realizar el ideal demasiado perfecto de un idilio imposible. Yo no podía
arrostrar una crisis frente a las turbas en plena violencia, que producida con
bandera de amparar al pueblo contra la fuerza más impopular entonces, la
Guardia Civil, y por el ministro de la Guerra, jefe del Ejército de la
República, representante oficial de grupo aparentemente moderado, al menos
gubernamental y de centro, causaba la rotura del Gobierno con previsible
arrastre por simpatías, popularidades y emulaciones de los partidos situados
más a su izquierda, dejándonos a Maura y a mí en la alternativa de caer
estrepitosamente, sin freno alguno para aquellos sucesos y la ulterior obra de
gobierno, o ir con temeridad inútil al intento de una dictadura deshonrosa e
impotente contra todas las demás fuerzas republicanas, nuestros aliados, y sin
solidaridad aceptable ni posible con lo que estaba alejado de nosotros hacia la
derecha.
Por otra
parte yo no podía tolerar la salida de Maura, a quien asistía la razón y sin el
que, vencedor el desorden, dentro del gobierno se rompía la ya insuficiente
ponderación de tendencia en éste, donde su sola presencia, de haberme resignado
a tal sacrificio, nada hubiera supuesto ya. Decidí pues evitar la crisis, me
ayudaron para ello los demás ministros y di a Maura y al orden la máxima
revancha posible en un telegrama circular, breve pero terminante, que el 12 lo
tenían ya todas las autoridades civiles y militares y en el cual, para cuya
redacción bastó un volante, se prevenía primero que el ministro de la
Gobernación era quien trazaba normas de criterio para mantener el orden aun
declarado el estado de guerra, correspondiendo al ministerio de este nombre
autorizar los desplazamientos o concentramientos de
fuerzas; segundo, que aun antes de tal declaración, los elementos del Ejército
estuvieran a disposición de las autoridades civiles para reprimir desórdenes.
Al telegrama se anticipaban febriles, incesantes, las comunicaciones
telefónicas, casi todas a mi cargo durante la tarde inolvidable por sus
amarguras del 11 de mayo, en el cual frente a frente, pero sin mirarse,
quedaban los dos ministros dimisionarios en esa situación irritada y quieta que
sigue generalmente al áspero y agotador esfuerzo de un cuerpo a cuerpo duro,
violento y prolongado.
No quisiera
volver a encontrarme en mi vida ante un nuevo 11 de mayo, ni ante una crisis
parecida, ni se lo deseo a nadie; pero habiendo reflexionado muchas veces sobre
aquellos sucesos execrables y sobre aquellos instantes dolorosos, creo no haber
otra solución menos mala, porque las buenas son imposibles en trances
parecidos, que la impuesta entonces sin titubeo y aprobada luego siempre en sus
meditaciones.
Sin ella,
con cualquiera otra, habíamos ido, no en días, sino en horas, a hundir la
República y España en la anarquía. Con otra reflexión por parte de Azaña, caso
todo hubiera podido evitarse, pero dadas la actitud y situación del que se
ofuscó nada menos pudo pasar y nada más podía evitarse.
El obispo de
Vitoria venía soliviantando el ambiente propicio a la reacción de las tres
provincias vascas, comprendidas en su diócesis, cuya tradición debía haber
aconsejado a los ministros de Justicia no presentar nunca un prelado tan
retrógrado e intemperante. Los gobernadores republicanos de Álava, Guipúzcoa y
Vizcaya, que eran con las ventajas e inconvenientes para el caso de la
cualidad, pertenecientes al País Vasco, conocedores de él pero ligados a las
pasiones de las contiendas, avivaban directamente o a través de Prieto la
acometividad de Miguel Maura, indignada contra las actividades excitadoras del
prelado.
Así las
cosas, el domingo 17 de mayo, ya restablecida la calma tras los excesos de la
semana que acababa, presidí el entierro civil de doña Catalina García,
nonagenaria viuda de don Nicolás Salmerón, cuyo acto fue una manifestación
ordenada y ejemplar de respeto hacia los grandes prestigios morales de la
Primera República y de orden, paz y respeto en la exteriorización de los más
exaltados sentimientos apartados del de la Iglesia, de los cuales fue
profanación y no muestra lo ocurrido en los días anteriores. Dando una muestra
más de tolerancia tan necesaria aquí, hablé con sincera emoción en el ex
martirio en nombre del Gobierno y de la familia, desde allí me marché a misa y
creí que al cabo de cinco semanas en que no había conocido el descanso, ni de
noche, podría permitirme el lujo de un corto paseo hacia Miraflores de la
Sierra, donde proyectaba pasar y efectivamente pasó el verano ya próximo mi
familia.
No me habría
alejado de Madrid 10 kilómetros cuando Miguel Maura, sin la menor advertencia
previa, sin preocuparse por averiguar mi paradero ni esperar mi vuelta
inmediata, que fue a las ocho de la noche, por sí y ante sí, decretó la
expulsión del obispo de Vitoria fuera del territorio español, sin darle momento
de tregua para cumplir la orden. La noche, y en la comunicación habitual sobre
si había novedades, me enteró de ésta, que me hizo poner el grito en el cielo.
Yo no trataba al obispo de Vitoria, ni me pudo inspirar simpatía la única carta
recibida pocos días antes, difícil o imposible de contestar según advertí luego
al nuncio, porque desde el primer párrafo la epístola no tenía propósito
agresivo contra mí; las palabras, chismes, enredos, calumnias, embustes,
mentiras, etc., menudeaban con la adjetivación correspondiente de sus
adversarios en un léxico inadecuado aun para el sacristán, impropio de
correspondencia que lo tolerase medrosa o lo insinuara y acreditativo de la
intemperancia del obispo. Pero el remedio estaba en hacerlo salir de su
diócesis viniendo a Madrid por llamadas del nuncio que no hubiera opuesto el
menor inconveniente. En todo caso lo inadmisible era que el ministro de la
Gobernación adoptara medida de tal gravedad sin mi conocimiento, porque eso era
suprimir al presidente y dar ejemplo en un gobierno tan heterogéneo de
cantonalismo anárquico.
Tardíamente,
al oír por teléfono mi actitud, comprendió Maura la gravedad de lo hecho y de
sus consecuencias: me visitaron de su parte el catedrático Recasens y el cura
Romero Otazo, intentando sutilezas jurídicas y aun
económicas que no desvirtuaban la demasía y desconsideración política. Ya de
madrugada fue a verme Ossorio y Gallardo reconociendo toda la razón que me
asistía y procurando con la mejor voluntad evitar la crisis. Como no podía
tolerar precedente tal, el Consejo de Ministros ya convocado para el lunes 18
se abrió sin estar presente yo con la lectura de la carta que copio y el
acuerdo y firma de la que me llevaron los ministros y también reproduzco,
redactada ésta por Azaña y que suscribieron todos menos Lerroux, que seguía en
Ginebra.
Niceto
Alcalá-Zamora. Abogado. Madrid
General
Martínez Campos (Membrete)
Al Consejo
de Ministros
Excmo.
Sres.: He tenido siempre como fundamental convicción, la de obedecer en gran
parte la inferioridad de nuestra patria al coste incomparablemente más oneroso
en sangre, riqueza y odios, que le supuso la transformación política del siglo
XIX. Con esa creencia de ser la causa de nuestro atraso las guerras civiles, he
orientado mis preocupaciones hacia evitar en cuanto de mí dependiese de una
conmoción parecida. Enemigo, como verdadero liberal, de los fanatismos
sectarios e inquisitoriales, temo por bien del país, a los clásicos e
incorregibles, para los cuales el tiempo no pasa y perduran en su puesto con su
vestimenta. Pero no me tranquilizan, aun reconociéndolos en justicia, culpa y
fruto de aquellos los que con la ropa vuelta se sitúan en la acera de enfrente.
Procuro avanzar entre unos y otros sin compartir la opinión, por sincera,
respetable, de que España necesita encender una lucha religiosa. Tampoco me
acerco a ella alegre y confiado.
Por otra
parte la misma percepción cabal que tengo de toda la incultura e intransigencia
de nuestras masas clericales, y de la torpe tendencia con que suelen
impulsarlas varios jerarcas, me hace pensar en defensa del Estado y de la
libertad (no de la República, forma de aquél y garantía de ésta) que una brusca
separación les resultaría muy dañosa, porque su inmediata consecuencia sería la
uniformidad exacerbada del tipo episcopal funesto.
Si a las
indicaciones que preceden se suma la necesidad de política imperiosa, de
cohesión y armonía dentro del Gobierno Provisional, se podrá calcular toda la
amargura que en mí ha dejado la jornada de ayer diecisiete. Cuando regresaba
con el íntimo y efusivo goce de haber presenciado y dado uno de los ejemplos de
comprensión y tolerancia que Cavia[313] creía con razón tan necesarios en
España, leí en la prensa que ya sólo quedaba desenvolver en un articulado las
modalidades de una fórmula de separación que todos saben no es mía, y que no
había sido objeto de deliberación jamás, conviniéndose por el contrario en
dejar intacto tal problema, trascendental y de discrepancia conocida, a la
solución soberana de las Cortes Constituyentes. No hago sin embargo hincapié
sobre esto, porque con su afectuosa bondad me explicó el señor ministro titular
la ligereza informativa de los periódicos, y bastó esa desautorización privada
de la noticia para que mi ánimo, tan poco acostumbrado a recibir deferencias, y
tan reconocido a ellas, se rindiera ante una que junta la doble valía de la
procedencia y la rareza.
Lo ocurrido
por la noche sí fue de inusitada gravedad. Cuando ya se trataba de un hecho
irreparable, tuve la primera noticia de que como cuestión baladí, mera
incidencia de orden público, que no trasciende a la política total del
gobierno, se había ordenado la fulminante expulsión del territorio español
contra el obispo de Vitoria. La justicia y la exactitud me llevan a añadir que
si bien al caso, cuando sobre él cabía opinar con eficacia, no se me comunicó,
no era sorpresa en igual grado para otros señores ministros y que en cambio
había sido consultado previamente con los señores gobernadores de las
provincias vascas, que sin duda sugirieron la medida, y a quienes no discuto
preeminencia política y jerarquía para rebelarse, suplirme o removerme del
cargo, pero que hasta ahora no sabía nadie fueran los encargados de la
dirección o reemplazo respecto de los asuntos graves de Estado.
Sé que el
parecer, siempre autorizadísimo, de mi muy querido amigo el señor ministro de
la Gobernación, está reforzado por el asesoramiento o ratificación acorde en
juzgar de poca monta el hecho y muy acertada la medida de eminencias de la
filosofía, del derecho y de los cánones.
Sin mengua
de mi respeto para tales pareceres, opongo frente a ellos seis consideraciones:
primera; de diferenciación. Reconozco la indeclinable potestad del Estado para
adoptar las medidas que exija su seguridad contra un prelado perturbador y
agrego que por desgracia el de Vitoria tiene filiación, iniciativas y
obstinaciones que, lejos de tolerar, debemos reprimir, pero no creo que ni
jurídica ni políticamente el caso pueda equipararse expeditivamente con la
expulsión de un extranjero de nacionalidad ignorada, presunto agitador eslavo,
con documentación insuficiente o nula y actividad oscura o sospechosa.
Segunda; de
grado en la medida cabe adoptar varias, y la detención, la prisión, el
procesamiento, el destierro, la privación de temporalidades, etc., son mucho
menos graves que la suma gubernativa de la destitución o suspensión, y del
extrañamiento.
Tercera: de
tiempo de oportunidad. No parecen los momentos más propicios para originar una
segunda reclamación, aquellos en que hay pendiente otra por la escasa fortuna
que nos acompañó en las jornadas del 11 al 13. Comprendo perfectamente que el
desagrado de la nueva negociación, que recae sobre mí, por las consecuencias de
un hecho que conocí consumado, les tendrá perfectamente tranquilos a los
republicanos virreyes de las Vascongadas.
Cuarta: de
lugar. El territorio vasco evoca recuerdos vivos y actualidades palpitantes tan
singulares que no necesitan ni esbozarse.
Quinta: de forma o método. Habría sido incomparablemente mejor el
diplomático que ensayado ya en otro conflicto con prelado de más rango no ha
sido ineficaz.
Sexta: el
miramiento. Y no digo de autoridad, porque al encarnar en mí en máximo rango
puede convertirse en mínima expresión. Creo que de iniciativas tales debo tener
conocimiento previo, por si logro convencer a los ministros, para salvar mi
voto en todo caso, para preparar mi actitud en último término. A la vista de lo
sucedido y si se hubiera tratado de un gobierno menos excepcional y necesario
que el hoy existente, no habría vacilado en mi camino. Dando por motivo el que
realmente surja y pudiendo dar sin gran inexactitud el de mi cansancio y
restablecimiento que con aquél guarde una relación de afecto a la causa, habría
pedido sin vacilar a la bondad de todos ustedes que me relevaran de mi cargo y
de mi carga. En los primeros momentos iría a arrostrar una impopularidad que no
temo, con la satisfacción consoladora de que para todo el gobierno sería por el
contrario popularidad, en parte compensadora de otras reacciones irreflexivas
de la opinión. Después ante ésta, más serena, justificaría mi actitud, para
desventura de España, con la probable tristeza de haber acertado.
Pero en este
gobierno, donde nos liga a todos una obligación sagrada recíproca y total para
con el país, donde caminamos esposados por el deber, no se me oculta el daño de
una separación, aun de la mía. Y eso que a diferencia de todos los ministros
que representan desde el socialismo a la tradición conservadora, yo no
represento nada, ni siquiera a una derecha de la que pretendí ser jefe ni
organizador, haciendo innecesario cualquier hostil e inicial recelo. Por lo
mismo que no soy el hombre de un partido, pudo la bondad del gobierno
reservarme preeminencias; pero también por ello soy el único sustituible y
eliminable. Sin embargo... en las horas de meditación, no interrumpidas un
segundo desde anoche, y tras la consulta con criterio de máxima autoridad, comprendo
que el caso es para quedar perplejo, y a la decisión del gobierno, libre aún de
mi presencia, entrego el problema de si puede o no acordar mi liberación que,
para la paz de mi espíritu y el goce de mi salud, sería convenientísima.
Si el
gobierno cree que no puede manumitirme, a su decisión también me someto, pero
suplicando a todos y más principalmente a los queridos amigos señores ministros
de la Gobernación y del Trabajo, que apresuren días, horas y minutos la reunión
de Cortes. Mientras tanto, como respetuosas sugestiones para el acuerdo de
gobierno, que sobre este escrito recaiga, me permito indicar las siguientes:
a) Elemental
dignidad en ejercicio del cargo, evitando que la autoridad del mismo por magna
abrume y por irrisoria humille; b) comprensión de que el cantonalismo
ministerial puede ser mortal para un gobierno con la composición y cometido del
presente; c) tolerancia y respeto mutuos para lo que cada uno significa o
representa; d) justicia estricta, en que la responsabilidad no comprometa al
menos sin el conocimiento previo.
Al esperar,
sin ambición, impaciencia ni ilusiones, el documento con el cual crea el
gobierno que debe contestar a éste, reitero que para todos sin excepción, sea
cual fuere su acuerdo, y con mayor motivo si me devuelve la tranquilidad,
conservaré siempre pagarla, una deuda de gratitud por el supremo honor que
tuvieron la bondad de conferirme.
Madrid, 18
de mayo de 1931
18 de mayo
de 1931. Excmo. Sr. D. Niceto Alcalá-Zamora.
Presidente
del Gobierno Provisional de la República.
Excmo. Sr.
El Gobierno Provisional ha examinado con la atención que merece el documento
suscrito por V. E. y dirigido al Consejo a propósito de la salida de España del
señor obispo de Vitoria. Con el afecto personal, el respecto a su autoridad y a
las preeminencias del cargo y la leal colaboración que el gobierno ha venido
prestando y está dispuesto a prestar a su presidente, nos complacemos en
declarar que aceptamos las cuatro conclusiones que el escrito de referencia
resume y que estamos seguros de haber ajustado a su espíritu e intenciones
desde que se constituyó el ministerio. No estimamos fundado el malestar que
demuestra el señor presidente suponiéndose desestimado en su cargo por sus
compañeros de gobierno. Menos aún podría admitirse la posibilidad de una
separación equivalente, por sus fatales consecuencias al fin de la República. Y
en cuanto al caso que motiva su escrito al Consejo de Ministros, el señor
ministro de la Gobernación ha asumido ante sus compañeros la responsabilidad de
una medida aconsejada por la urgencia y que no ha revestido caracteres
violentos ni ha sido aconsejada más que por el criterio de gobierno, de
ministerio titular y sin injerencias ni intervenciones extrañas que pongan en
entredicho la autoridad del Gobierno Supremo de la República. Confían los
ministros que el sentimiento de respeto íntimo y admiración unánime al
presidente, si no la más férvida adhesión a su persona, será lo suficiente para
dejar huella alguna en su ánimo del incidente que tanto pesar le ha prodigado. Como
hasta ahora, el Consejo de Ministros reitera a su presidente el vivísimo anhelo
de trabajar con ahínco bajo su dirección, a la obra histórica de consolidar la
República. Fernando de los Ríos. Indalecio Prieto. Manuel Azaña. Miguel Maura.
Álvaro de Albornoz. Diego Martínez Barrio. Santiago Casares. Luis Nicolau d'Olwer. Francisco L. Caballero. Marcelino Domingo.
No está de
más cerrar la narración de estas dificultades eclesiásticas con la carta o nota
que como ministro interino de Estado dirigí al nuncio, en que abarca los tres
aspectos aludidos en el presente capítulo.
22 de mayo
de 1931
Excmo. Sr.
Nuncio Apostólico de S. S. en España
Excmo. Sr.:
Al tener el
honor de contestar a la carta de fecha de ayer que se sirvió atentamente
entregarme, creo que a la claridad conveniente para puntualizar la exactitud de
los hechos, se acomoda la clasificación por asuntos de las presentes
observaciones.
Primero.
Viaje del Sr. cardenal primado. Aun cuando el gobierno celebra la iniciativa
del tal viaje y desea en bien de la paz pública su larga duración, procurando,
en cuanto esté a su alcance, que el Sr. arzobispo de Toledo no regrese
ejerciendo autoridad, según ya se le manifestó a V. E., es lo cierto que tal
viaje no ha obedecido a medida alguna, directa ni indirectamente de expulsión.
Por tanto, la situación creada al Sr. cardenal Segura no está producida por
determinaciones hostiles de gobierno, sino que es resultado, al fin por aquél
comprendido, de las iniciativas deplorables y reiteradas que tuvo en contra del
régimen político establecido por la voluntad inequívoca de España. En el curso
de ese viaje ha surgido un incidente pequeño pero expresivo, para corroborar lo
antes dicho. Observó el Sr. cardenal primado, después de cruzar la frontera, la
deficiencia de su pasaporte y, en vez de solicitarlo directamente del gobierno,
acudió a la mediación, que nada indicaba como oportuna, de un periódico notoriamente
adversario del régimen y cuya publicación se hallaba suspendida por motivos de
orden público. Entonces el gobierno, sin utilizar, naturalmente, al mismo
inadecuado intermediario, hizo presente al Sr. cardenal, por conducto del
subsecretario de Estado, que expresara telegráficamente a éste el pasaporte que
necesitaba para remitírselo, como así se hizo por el primer correo y de la
clase correspondiente a su alta jerárquica eclesiástica. Como podrá observar la
Nunciatura, incluso en esa incidencia, el tacto y la mesura estuvieron en las
determinaciones del gobierno sin la deseable y debida reciprocidad.
Segundo.
Caso del Sr. obispo de Vitoria. Como ya he tenido el honor de comunicar al Sr.
nuncio, aquel prelado motivó, con sus actitudes de carácter político, constante
y seria preocupación para las autoridades encargadas de velar por el orden, y
muy directamente, por lo mismo, para el Sr. ministro de la Gobernación. Procuró
éste en constantes gestiones, alguna de ellas personales, evitar el conflicto
que desde el principio aparecía, y ante la insistencia del prelado en recibir,
y aun estimular, con ocasión de sus visitas, homenajes y manifestaciones de
carácter monárquico, con vítores, himnos y emblemas del régimen caído, viose obligado, a su pesar, en evitación de mayores males,
a invitar con apremio a aquel prelado para que saliera de su diócesis, donde
constituía peligro serio, según los informes oficiales, la actitud de quien
podía contribuir a perturbar el orden, a cuyo mantenimiento venía obligado no
sólo por la calidad de ciudadano español, sino también por sus mismos deberes
de jerarca en la Iglesia. Está complementando el Sr. ministro, como
paralelamente lo hace la Nunciatura, la información sobre los hechos y prevé
que no habrá inconveniente en que muy pronto regrese el Sr. obispo a España,
aun cuando desea, y espera para ello el eficaz auxilio de la Nunciatura, que
durante algún tiempo esté alejado de la diócesis, donde su presencia
contribuye, lamentablemente, a excitar apasionamientos que pueden tener serias
consecuencias.
Tercero.
Relación de los casos examinados con los sucesos que tuvieron lugar del 11 al
13 del corriente mayo. Aun cuando dentro de un corto periodo de tiempo todos
los hechos, por distanciados que estén en significación y origen, habrán de ser
simultánea o próximamente anteriores o posteriores, no indica ello que los
ligue ninguna otra relación. Aun dentro de la misma prioridad de fechas, el
incidente relativo al Sr. cardenal primado es manifiestamente anterior a los
sucesos a que se alude y en relación con el Sr. obispo de Vitoria, recuerdo que
la previsión de conflicto por su actitud provocado fue tema de la primera
conversación que tuve el honor de mantener con el Sr. nuncio en esta
Presidencia.
En todo
caso, entre los viajes de los dos prelados y los tumultos e incendios de la
pasada semana, no podría establecerse una relación de causalidad, ni siquiera
de conexión que los ligue y los defina como constitutivos de una política de
gobierno. Muy contra la voluntad y el interés de éste, se produjeron los tan
lamentables actos de violencia cometidos por crimen y provocados por temeridad
de los adversarios de toda especie y tendencia del régimen actual. Recogiendo
no sólo la carta de ayer, sino la anterior nota verbal de la Nunciatura,
recordaré que aquellos sucesos, posibles por la sorpresa, estuvieron
facilitados por el número, extraordinario, manifiestamente excesivo, de
conventos cuya protección eficaz y constante requería una movilización, y en medida
no escasa contribuyó a propagarlos la temeridad lejana y continuada con que
algunas órdenes, concitando pasiones populares, se mezclaron de antiguo en la
contienda política asociando equivocadamente los intereses espirituales a la
suerte de instituciones caducas y ya derrotadas. Las medidas enérgicas y
extremas de orden público adoptadas por el gobierno; la protección y guarda de
fuerza pública prestada, desde que fue posible, a todos los conventos e
iglesias amenazados, sin excepción ni distingo; la separación de instituciones
y corrección disciplinaria de cuantos funcionarios pudieron aparecer
negligentes o meramente infortunados y la severidad de fallos contra los
incendiarios, tan rápidos que están dictados y son firmes, constituyen
demostración palmaria de que en la repulsa y represión de los actos violentos y
delictivos la actitud de este gobierno ha tenido, con la evidencia de los
hechos, la decisión y eficacia a que podía y debía llegar.
Lamentando
que la ocasión de esta correspondencia que nuestro respectivo deber nos
proporciona esté motivada por sucesos desagradables, siempre constituirá, por
el alto y merecido respeto que me inspira, un motivo de sincera satisfacción.
Con ella me complazco en repetirme de V. E. s. s. s. q. b. s. s. p.
Ya en
anteriores capítulos de este mismo volumen he expresado, sin dejar de hacer
justicia nunca a los grandes méritos como aviador del comandante Franco y a sus
condiciones militares, que el temperamento de éste nos proporcionó y había de
proporcionarnos no pocas dificultades, y aun serios disgustos. Triunfante la
revolución, le confiamos con atribuciones de subsecretario la dirección de los
Servicios de Aeronáutica Militar y en la prevista reorganización de tales
servicios, las bases que Azaña trazó y el Consejo de Ministros aprobó en
principio, aseguraban a aquella brillantísima carrera militar, asimilado en
plena juventud a general de Brigada. Fue todo inútil y, justo es decirlo, que
no por mayor ambición del aviador famoso, sino porque abusando de la ingenuidad,
el espíritu bohemio y el ascendiente que en su ánimo ejercían amistades y
afectos de resultancia deplorable, llevaron a este hombre valiente en el
peligro, pero débil en la independencia escasa de su voluntad, a ser el
instrumento de todas las pasiones desbordadas y de todas las flaquezas ajenas.
Desde los primeros días del régimen republicano, mostróse la inquietud y el desagrado de Franco, conteniéndole varias entrevistas que
conmigo tuvo y en las cuales un excepcional respeto produjeron momentánea calma
y moderación insólita pero pasajera de sus irritaciones y propósitos. Así
pudimos conllevar la situación algún tiempo, pero más fuerte, arraigado y
frecuente el contacto con los que le llevaban al extravío, marchó empeñado en
un desastre que le lanzaba fuera de la República viable, le convertía en
instrumento, no en caudillo, de la locura extremista y le llevaba el Congreso
lamentable prueba, en que según experiencia constante, para él más acentuado
que para nadie, se compromete y desvanecen los prestigios ganados en otro orden
y datos de solidez, preparación y dotes para brillar en el Parlamento.
Sobre la
actitud de Franco, su ruptura con el gobierno y su intento loco de revolución
social andaluza, reflejan la impresión momentánea cuatro volantes autógrafos
que con fecha 26 de junio escribí y dicen así:
Desde el
primer momento pre-revolucionario, no se nos ocultó
el peligro del temperamento exaltado, no del criterio radical, del comandante
Franco. Vi claro que al servicio de todo extremo, fuese cual fuese, podía dañar
a la República más que servirla. Su prisión desde el otoño de 1930 hizo posible
preparar la revolución que, de no detenerle el Gobierno Berenguer torpemente,
habría abordado antes totalmente desorganizada. Un dato entre muchos le
retrata.
El 10 de
octubre vino a decirme que el 17 había lanzado el movimiento porque la Marina,
cansada de contraórdenes, no esperaba más. Le respondí atónito que no
contábamos con ningún barco y que jamás se habían dado a la Escuadra órdenes ni
contraórdenes; pero insistí en que me llevase a los marinos impacientes de que
me hablaba... y resultó que no existían.
Por su
aureola, su indudable buena fe y su valor, le traté siempre con afecto,
manteniendo cierta reserva, a la que ayudó su respeto, para mí siempre mayor de
lo que es habitual. Con frecuencia le contuve en sus quejas contra las medidas
de Guerra, en especial la revisión o anulación de los ascensos por méritos de
campaña, que afectaban a aviadores, sus amigos, y su hermano, general Franco.
Al acercarse
la lucha electoral, su actitud de rebeldía e insulto al gobierno y de
sublevación verbal amenazando con la violencia y el escándalo para impedir las
elecciones y proclamar un gobierno extremista en Sevilla, llegó a hacerse
intolerable. Tuvimos la serenidad y paciencia bastantes para no proceder contra
él mientras no se produjese la calculada reacción contra sus excesos
imprudentes por parte de la opinión pública. Ésta se mostró patente condenando
su audacia insensata, y al acercarse el momento de realizar sus amenazas, que
alentaba desde el hecho, aun después del accidente de Lora del Río, decidimos
ponerle pronto y enérgico término. Ausentes por el impulso del interés
electoral los más de los ministros, la antevíspera de la elección, reunidos
Azaña, Maura, el director de Seguridad y yo, decidimos acabar con el plan que
acabábamos de conocer sobre insurrección en Sevilla y bombardeo de Madrid.
Todas las medidas se adoptaron, llegado ya el momento de tener la opinión a
nuestro lado y frente a su ídolo impulsivo de un día. Como hubo conformidad
entre los reunidos y conocíamos la esencial del gobierno, fue innecesaria la
alarma de llamar a los ausentes. Habíamos seguido día por día la marcha de la
conjura, y escogimos para actuar el instante en que el país, lejos de protestar
deseaba ya la acción enérgica, irritado con harta razón contra quien hasta poco
antes le entusiasmara.
EN
EL BANCO AZUL DE LAS CONSTITUYENTES
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