Niceto
Alcalá- Zamora
LA
VICTORIA REPUBLICANA
1930-1931
CAPITULO
VI
.
EL
GOBIERNO PROVISIONAL
PRIMEROS
actos. Se marcha toda la dinastía. Viaje a Barcelona. Concordia esencial con el
catalanismo. El Primero de Mayo. Unanimidad frecuente y salvedades de voto
excepcionales. Perspectiva electoral e incomprensión de las derechas. Mi
candidatura y los socialistas. Jefe de Estado y jefe de Gobierno.
En aquellos
momentos, como en todos los decisivos de la política, la palabra era acción,
pero no podíamos ni limitarnos a hablar ni dedicarnos a ello más que los
momentos precisos para dar satisfacción, gracias, calma y cauce al espíritu
público. Tan pronto me retiré del balcón empezó nuestra actividad incansable,
preparada por largas meditaciones. Pero antes de referirla debo hacer una
explicación que abarca los capítulos sucesivos de este volumen, no sólo el
actual cuyos límites cronológicos se definen desde las últimas horas del 1 de
abril al 1 de julio, es decir el periodo de Gobierno Provisional, el de plenos
poderes sin Parlamento que dominara o siquiera compartiese la impotencia de
facultades de las que nadie por cierto podía citar que abusamos aun habiendo
realizado intensa obra, a la vez revolucionaria y legislativa.
Este
capítulo presenta por decirlo así el anverso con la vida normal, éxito y
satisfacciones del Gobierno Provisional. El siguiente, con la misma duración,
muestra el reverso de los contratiempos y dificultades que hubimos de sufrir y
uno y otro avanzan o retardan en alguna materia la exposición de ciertos
asuntos, para agrupar mejor por unidad de contenido y no por estricta
ordenación de fechas. Pero en todo caso estos dos capítulos, como los otros que
le seguirán, son deliberadamente concisos y fragmentarios, porque si no serían
interminables en relación con la magnitud y trascendencia de los
acontecimientos. Para completar la exposición de éstos en cuanto a decretos
está La Gaceta, respecto de los discursos el Diario de Sesiones, en actitudes o
comentarios las notas oficiosas o las efemérides que recogió la prensa.
Repetir, ordenar y condensar todo eso es la historia, y a su obra total sólo
tengo que contribuir con la revelación de lo que pasó inadvertido, las
declaraciones de lo que se interpretó mal, el complemento de la referencia
deficiente, la anécdota o el detalle curioso o el enfoque personal que muestra
un aspecto en la inspiración o la comprensión de los sucesos, por quien tuvo en
ellos intervención preponderante.
El primer
cuidado para el nuevo gobierno tenía que ser asegurar el orden. Para ello desde
los teléfonos de Gobernación nos dedicamos: Miguel Maura a hablar con los
gobiernos civiles, haciendo cesar gobernadores y que se encargaran del mando
generalmente los presidentes de las audiencias o algún republicano significado;
y yo a hablar con los capitanes generales, con casi todos los que me ligaba una
relación de amistad y trato consiguiente a mi paso por el Ministerio de la
Guerra. Invoqué ante todos ellos su deber primordial para con el país, el
Ejército y el orden y la respuesta fue satisfactoria. Hubo dos excepciones: una
de la de Madrid, donde no hablamos con Federico Berenguer, sino que se le
relevó por hacerle sospechoso toda su historia y el conato de aquellas mismas
horas no abandonado del todo e inquietante; y Barcelona, donde Despujol, con más prisa y menos serenidad de lo que
conociéndole esperaba, se mostró resuelto partidario de entregar
instantáneamente el mando al general entonces aún de brigada López Ochoa, a
quien aclamaba el pueblo y rodeaba la simpatía de la guarnición, siendo
inútiles mis muestras de confianza en el primero, reforzadas negativamente por
el presentimiento que no tardó muchas semanas en ser realidad de que López
Ochoa, destrozando con su carácter otras cualidades, había de provocar
conflictos al gobierno y duraría poco en el mando. En todas esas conferencias
iba dejando sin efecto el desleal acuerdo sobre el estado de guerra con que el
rey al huir se preparaba un apoyo y nos legaba una dificultad. También iba
dando la orden de poner en libertad a los presos políticos, con Burguete a la
cabeza, que dependían de la jurisdicción militar.
Órdenes
análogas para los presos políticos del fuero común iba transmitiéndoles Miguel
Maura y pocos minutos después nos abrazaban en Gobernación los compañeros que
al salir de la cárcel Modelo habíamos dejado en ella. Un incidente cómico
surgió en aquellas comunicaciones con Miguel: llamaba al Gobierno Civil de
Barcelona en el momento en que la multitud, sin haber instalado a Companys,
invadía el local, expulsando a Emiliano Iglesias, que había intentado hacer de
aquello su islote, y al preguntar Maura por el gobernador le contestó una voz
anónima en castellano, pero con seco acento catalán: «Aquí no está el
gobernador, está el pueblo; váyase al...»
Establecido
rápidamente el contacto con los distintos centros de mando, se procedió a
firmar el decreto (redactado por Ríos) que en nombre de las fuerzas
revolucionarias me atribuían con la Presidencia del Gobierno la Jefatura de
Estado. Nombré yo a los siete ministros presentes, expedimos el decreto de
amnistía y el de fiesta nacional y se acordó publicar el estatuto jurídico de
Gobierno Provisional, obra anterior y meditada de D. Fernando, con la
aprobación de todos y colaboración de Sánchez-Román, según en su lugar queda
dicho. La Gaceta aguardaba y previsoramente tenía ya todo preparado en aquella
madrugada. Esperando a que se clarearan las filas de la multitud para no llevar
una manifestación tras de mí, fui con Rafael Sánchez-Guerra a tomar posesión de
la Presidencia. Alocución breve y después descanso corto, porque no había
alcanzado un reposo parecido al sueño, cuando a las 7, mis electores de
Chamberí reclamaban con alegres cantos y acompañamiento de música que asomara
su presidente; les complací saludándoles y me fui a trabajar.
La
revolución fue tan pacífica y la multitud tan noble que la última noche de la
familia destronada en palacio, no ofreció peligro ni sobresalto. Quizá cuando
emprendía su marcha el monarca no tuviera tiempo ni ecuanimidad para hacer
justicia, poniendo confianza en el pueblo de Madrid, el cual a nosotros nos
dejaba en la precipitación de su fuga una familia desamparada, pero aunque
hubiera tenido justiciera esperanza, la realidad fue superior.
Ya he
referido en el capítulo precedente cómo despidió en El Escorial a la reina y a
sus hijos Aznar y la acompañó de acuerdo con nosotros Sanjurjo. El mismo día 15
tuve noticias completadas el 16 sobre la marcha del ex infante D. Carlos entre
el general respeto que tras la impopularidad de sus mocedades había ganado,
porque este hombre de inteligencia corta y cultura escasa no disimulada por su
modestia, era en punto a leal y bueno con mucha diferencia y aun acentuado
contraste lo mejor de toda la dinastía. Algunos otros detalles curiosos acerca
de la salida o actitud de los otros Borbones recogían cuartillas redactadas el
mismo día 15 que también a continuación transcribo:
Pocos
minutos después de dictadas las líneas que reflejan mi conversación con Aznar,
me enviaba el Infante D. Fernando de Baviera recado confidencial diciéndome que
se ausentaba de España por la noche con sus hijos, los cuales no pensaban
regresar, pero que él, considerándose madrileño y más Baviera que Borbón,
quería saber si pasado algún tiempo la República le permitiría volver. Le
contesté al recado, que debía efectivamente irse por la noche avisando al nuevo
director general de Seguridad D. Carlos Blanco, quien les ampararía con la
nobleza e interés ya mostrados por el gobierno republicano en la ida de la
reina e infantes. En cuanto al porvenir le contesté que la República, sin
odios, pero con prudencia, nada podía comprometer en tales instantes.
Por la
mañana me había visitado prestando acatamiento a la República el general D.
Alberto de Borbón, hijo del infante D. Enrique, de trágico recuerdo. Se dolía
del recelo que pudiera despertar su apellido, que lo sentía más como dolor que
un blasón.
También vino
a adherirse el general Cavalcanti, con manifiesta
extrañeza y más todavía desdeñoso juicio del presidente caído Aznar por
recordar éste que en la tarde misma de ayer era aquél en palacio de los que más
anunciaba a la resistencia, prometiendo decisiones y proezas.
El día 16
con toda rapidez posible pisaban tierra española, con la consideración ya de
ministros, los cuatro expatriados, pero aunque todos acudieron al Consejo sólo
se incorporaron de lleno a nuestras deliberaciones, apareciendo sus decretos
desde el primer instante, Prieto, Domingo y Martínez Barrio. En cuanto a
Nicolau, se tardó un poco en publicar oficialmente su nombramiento, estuvo éste
a punto de zozobrar y permaneció aquél por delicadeza sin tomar posesión
durante un par de días más, por una intriga que surgió en el propio campo
catalanista. No había sido tarea fácil, durante las incertidumbres y molestias
de la revolución, encontrar el ministro que desde noviembre lo era Nicolau,
representante genuino y directo de aquella tendencia. Pero triunfante el
movimiento se despertó la ambición y a ella sirvió de pretexto más que de
argumento el de que las elecciones habían mostrado un mayor empuje de la
izquierda catalana en relación comparativa con los grupos de mayor templanza
política a que pertenecía Nicolau. Se me pidió primero a mí y se le significó
luego sin miramiento a aquél la necesidad de sustituirlo por la falta de
verdadera representación, y como me pareció la exigencia desconsiderada en la
forma, ambiciosa en los móviles e injusta para quien había formado parte del
Gobierno Provisional en las horas difíciles, resistí aquella presión de la
Esquerra catalana, logrando vencer el escrúpulo del mismo ministro. No me
arrepentí, porque encontré siempre en él un colaborador leal, correcto, culto,
modesto, ponderado y simpático que me dejó excelente recuerdo.
Aquella
primera intromisión o demanda brusca del catalanismo izquierdista no era ni con
mucho el mayor motivo de preocupaciones mirando hacia Barcelona. La
simultaneidad del alzamiento consecutivo al triunfo electoral había establecido
también allí autoridades regionales de hecho, propensas por significación
colectiva de los partidos y temperamentos individuales de las personas
preponderantes a rebasar, al menos con verbalismos inquietantes y
denominaciones pomposas, el rango adecuado de su jerarquía y la holgura de
vínculos tolerables por el resto y la totalidad del Estado español. Sonaba
demasiado la novedad peligrosa de República catalana y evocaba recuerdos
intranquilizadores el sonsonete ultrafederal en las
efusiones cordiales para con las demás provincias. En el fondo, poco o casi
nada de peligro si aquello se encauzaba pronto, se enmendaba en paz sin
atajarlo con violencia súbita y choque imprudente. Seguros de conseguirlo y
conociendo la nobleza de propósito que en las más exaltadas quimeras de Maciá había
existido siempre, no perdimos la serenidad y el asunto se llevó bien. Sin
dilaciones, incluso utilizando la vía aérea, fueron a Barcelona los dos
ministros catalanes y D. Fernando de los Ríos. Su estancia allí fue corta pero
útil, a la República de Cataluña reemplazaba en las denominaciones la histórica
Generalidad, prácticamente con las mismas atribuciones en algunas materias,
quizá menos, que había ejercido la mancomunidad moderna de las cuatro
provincias y diputaciones desde los tiempos de Dato a los de Primo de Rivera. A
cambio de ello y del acatamiento sincero y afectuoso con que se sometían a la
superioridad indiscutida y total del gobierno de la única República, de la
española, dejaban los ministros poca cosa: la ratificación frecuente en los movimientos
revolucionarios de algún nombramiento arbitrario pero acertado y luego muy
provechoso, el de Anguera Sojo, para presidir la Audiencia Territorial, y la
promesa de cierta flexibilidad liberal para coordinar las atribuciones y
organización de servicios en algunos aspectos nada peligrosos de la enseñanza y
de las cuestiones sociales.
Afirmada,
porque felizmente no había que decir restablecida, la armonía con las
autoridades de Barcelona, cuya integración sincera y jerárquica no llegó a
constituir peligro, surgió de súbito la idea de mi viaje a Barcelona. Se le
ocurrió al gobernador civil Companys, hombre inquieto pero agradable y a ratos
de certeros golpes de vista, que comprendió con acierto y sugirió con lealtad
cuán oportuno era aquel viaje. Lo hice en compañía de Nicolau, permaneciendo en
Barcelona desde la mañana a la noche del domingo 26 de abril, y aunque le faltó
por completo al recibimiento la preparación, porque fue en la noche del sábado
25 cuando los periódicos barceloneses pudieran dar la noticia, ni Barcelona ha
dispensado jamás a nadie ni yo podré encontrar muestra de simpatía y de
entusiasmo comparables. Algunos detalles suplen a la descripción imposible y
dan la medida de lo que pasó. El trayecto a recorrer en automóvil era
escasamente de cinco minutos y duró cerca de una hora; debí revistar, con
motivo de los diferentes actos a que asistí, cuatro compañías y sólo pude pasar
ante una porque las filas de las otras las rompió en su compenetración
frenética la multitud; me costó trabajo, aun con la advertencia de los
acompañantes, distinguir para el saludo la bandera de los regimientos.
Generalmente bastaba una conferencia telefónica de Maciá conmigo para disipar
inquietudes y restablecer la armonía. Acudía siempre yo a esta insospechada
especialidad que sobre mí vino a recaer para templar cuerdas catalanistas,
porque Miguel Maura no tenía paciencia y los dos ministros catalanes imploraban
con ademán de estar anonadados que se les relevara de acudir al teléfono cuando
éste avisaba la llamada de Maciá. Marcelino se llevaba las dos manos a la
cabeza como si sobre ella fuera a caerse un umbral; Nicolau extendía los brazos
en la más correcta y apremiante de las súplicas y tenía que ser yo quien al
cabo de media hora de diálogo telefónico dejara desvanecida la tormenta. Cuando
D. Amadeo Hurtado comenzó a intervenir en la redacción de acuerdos y propuestas
de la Generalidad, su temperamento y significación más moderados, su sentido de
las realidades, su excelente amistad desde 1907 cuando vaticinara en las Cortes
que conmigo sí podrían entenderse, facilitó mucho la tarea de limar o suprimir
énfasis y demasía de lenguaje, aclarar actitudes equívocas y prescindir de
textos no admisibles.
Así, por
unos y otros medios, siempre suaves y amistosos, fueron conllevándose y al cabo
suprimiéndose los rozamientos y dificultades que a juzgar por la suficiencia de
los remedios no fueron nunca graves contra lo que amenazaban ser y tal vez lo
hubieran sido empleándose distinta táctica. Lo cierto es que en régimen
revolucionario, sin una legalidad fija, inconmovible, sistemática, con poderes
surgidos de la voluntad popular, no hubo en rigor conflicto e incluso subsistió
en todo lo esencial y aún en lo secundario la integridad de un ordenamiento
jurídico y administrativo cuya excesiva centralización reconocían y condenaban
como necesitadas de reforma todos los partidos, republicanos y monárquicos. Con
sólo esa obra de paz podíamos sentirnos tranquilos y satisfechos en nuestras
conciencias.
Si por el
lado regionalista la República iba dominando, las dificultades apenas asomaban
por el de las luchas sociales, sus primeros pasos y días fueron felices sin
superación posible. Toda la algazara, siempre inofensiva, lícita, en que se
desbordó la alegría del 15 de abril, dejó tan pronto se hiciera el recuerdo de
que convenía volver el 16 al trabajo y la vida normal. Fue imponente y modelo
de orden la marcha de la multitud hacia la tumba de Pablo Iglesias, y el 1° de
mayo con admiración y aun asombro de propios y extraños se celebró la
manifestación más entusiasta, gozosa y pacífica a que esa fiesta haya dado
lugar en parte alguna. Por primera vez acudió la masa ante el gobierno para
vitorearle y sostenerle y en la expresión de las peticiones hubo tacto y
prudencia tales que comparando el documento que me entregaron con lo ya
realizado por el Gobierno o en vías de decretarse, pero acordado en principio,
la diferencia era tan escasa y tenue que podía estimarse atendida la solicitud
y alentar desde el poder la otra etapa, de ordenado pero seguro avance en la
justicia social.
Siempre
pensamos así y lo cumplimos al convocar las Cortes con toda prontitud posible,
aun teniendo la necesidad de llevar a cabo un considerable aumento en el censo
como consecuencia de la satisfacción debida y pagada en justicia a la juventud
española, trayendo de 25 a 23 años el límite para la edad electoral. Tal prisa
era nuestro deber, nuestro impulso sin vacilación, porque nadie perseguía
vanidades ni codicias de poder personal, nuestro instinto vital ya con gobierno
tan heterogéneo es difícil sostenerlo a la prueba y embate de un ambiente
revolucionario, y aunque no lo olvidábamos era incluso discreto consejo de
algunos representantes extranjeros, distinguiéndose entre ellos por la
expresiva insistencia el de los Estados Unidos. Claro está que sin aguardar a
nuestra convocatoria, ni siquiera al anuncio oficioso de su prontitud, habíamos
sido reconocidos como gobierno de hecho y derecho por todas las potencias desde
primera hora, cual correspondía al título legal, solemne y pacífico de la
triunfante revolución española.
Fue acuerdo
del Consejo, no como gobierno sino como representación directiva de fuerzas
políticas, marchar a las elecciones coaligadas. Lo propuso y sostuvo con ardor
Largo Caballero, lo apoyaron los demás y aun cuando nos opusimos Maura y yo
prevaleció como resolución de principio la que iba a tener paradójica
inefectividad. Sucedió que fuimos los dos disidentes en aquel acuerdo los
dispuestos a cumplirlos con fidelidad y fueron todos los otros partidos
gobernantes quienes lo rompieron en nuestro daño. De ningún modo acuso de
deslealtad, ni siquiera de maquiavelismo, a los otros ministros que en el
momento de propugnar la coalición pensaban y querían practicarla. Más aún,
Largo y los otros directores del socialismo consideraban peligrosa para éste
una avalancha parlamentaria, falta de calidad, constancia y tradición,
aspirando a comprimir su fuerza electoral por bajo de sesenta actas. Pero en
cada provincia los apetitos locales y personales desbordaron la moderación del
freno directivo, y como una vez triunfante la revolución era cómoda, barata y
lucrativa, la puja por el radicalismo extremo, en cada circunscripción con
actitudes de tribunos, fierezas de cualquier crío y codicias de candidatos, se
pronunciaba la excomunión laica contra los republicanos moderados, sin cuyo
auxilio y dirección la República habría seguido estando verde a aquella fecha y
por algunos años después. Los jefes que nos propusieron e impusieron la
concordia electoral fueron sólo débiles o ambiciosos, dejándose ganar y
arrastrar por la voracidad de las huestes.
Cumplido
lealmente el acuerdo, habría correspondido cabalmente la representación
parlamentaria a las fuerzas políticas y sociales de España, porque asegurando
las minorías a los situados más a nuestra derecha, entre ellos los amigos de
Maura y míos y el Partido Radical, habríamos sumado una mayoría, freno bastante
ante toda irreflexión demagógica o prematura. Pero las izquierdas se cegaron
con la disculpa del cebo de su gula satisfecha y las derechas también, con la
agravante éstas de que su ofuscación era el suicidio. Me dejaron solo, sin
comprender que en mí y en lo que yo representaba debían ver la única salvación
posible, no para el anacronismo, el privilegio o la injusticia condenados a
perecer, pero sí para todo lo viable legítimo y merecedor de respeto que
pudiera subsistir. A la torpeza de la abstención por millares de votos siguió
la división a veces pulverizada en tendencia, y el encono sañudo con que
preferentemente nos combatieron plutócratas y clero a los moderados de la
República. Agravado tanto error por fortuitas adversidades de la división
electoral, dieron por resultado las elecciones más legales que conoció España,
unas Cortes que no la representaban cabalmente y que sin embargo para creer lo
contrario y no contener el ímpetu de su albedrío se sentían legítimamente
votadas. En los primeros días de julio encargué yo al Congreso dándole la pauta
o casillero de la estadística que formase la electoral y las cifras dieron
resultados expresivos por demás en confirmación de lo que precede. Así por ejemplo,
el Partido Socialista llevó un diputado por cada 19.000 votos y nosotros uno
por cada 49.000; el primero sólo perdió en candidatos derrotados un 2 por
ciento escaso de sufragio y nosotros cerca de 400.000; la Acción Republicana,
el grupo de Azaña, con la mitad cabal de votos de nuestro partido, tuvo desde
el primer día bastantes más actas; hubo en la atomización de las derechas que
con más de 90.000 votos no alcanzó ni una representación...
Fue mi
propósito presentarme candidato tan sólo por la provincia de Jaén, teniendo
para ello tres razones: la constancia en la representación no interrumpida
desde 1906 de La Carolina bajo el régimen de distritos; dar ejemplo a las
clases de orden allí amedrentadas como en pocas partes ante un alud de masas
que se cobijaban alrededor de la bandera socialista para tener amparo oficial y
mando, pero mi ideología luchaba contra la indisciplina, que iba desde el
comunismo al sindicalismo; y luchaba por tener satisfecha desde mi juventud,
mucho antes de ser ministro y en oposición durísima, la aspiración de acta
doble. Por ello me negué, agradeciéndolo, a ser candidato por Córdoba, mi
tierra, por Sevilla, Huelva, Almería, Valencia, Valladolid, Madrid, Alicante y
Huesca, donde de haber subsistido el régimen de distritos no había podido
declinar la representación simbólica en tal supuesto ofrecidas y aceptadas, por
deber, el de Jaca. Pero estaba visto que mi sino, y honroso, era ser diputado
aragonés y justificando la tenacidad de ese carácter los electores de la
provincia de Zaragoza se empeñaron en votarme y me sacaron triunfante en el
primer lugar de la mayoría. Por Jaén salí en el primer puesto de las minorías.
D. Alejandro Lerroux hizo como componente de una lista que él llamaba de
concordia, presentada en los últimos días, que recogiese algunos millares de
votos en Barcelona.
Por
circunstancias fortuitas y singulares, mi doble elección me llevó en un impulso
de justificada delicadeza a presentar la cuestión de confianza al Partido
Socialista. Todos los demás ministros habían sido elegidos en candidaturas de
coalición, incluso Miguel Maura, cuya imparcialidad en Gobernación fue
extraordinaria sin ejemplo ni parecido, y que representaba aún más
acentuadamente que yo la incorporación de las derechas a la República. Sólo a
mí me había correspondido luchar empeñadamente contra los socialistas, con
desigual suerte o diferencias: en Zaragoza, favorables 41.000 votos contra
17.000; en Jaén, desventajosa, 47.000 contra una avalancha que iba en los
diputados socialistas, desde 70.000 a 90.000 votos, porque allí se dio el caso
de coaccionar a los electores gubernamentales, impedirles votar y aun obstruir
para ello las puertas de los colegios y no emplear la fuerza pública porque en
defensa de mi derecho no podía hacerlo el gobernador de Jaén, que era uno de
mis amigos personales más íntimos. Sabía yo que las entidades directivas del
socialismo habían visto con desagrado la actitud de sus correligionarios en
Sevilla, aconsejando reiterada e inútilmente me incluyeran como candidatura
indiscutida en la de Jaén, y además habían deseado que fuese yo y no Juarros el
representante de mi partido por Madrid, a fin de darme la cifra más alta de
votación. Pero con todo ello, como el hecho definitivo y público era el de ser
el único elemento que llegaba a las Cortes sin representar votos socialistas, antes
bien, luchando contra ellos, creí obligado convocar una reunión con Prieto,
Largo y Ríos, que se celebró a primeros de julio en casa del último y sobre la
cual guardó secreto, aun después de haber ratificado el partido socialista la
declaración que anticiparon sus ministros de que aquellas incidencias locales
no contradecían ni entibiaban en lo más mínimo la plena confianza que yo
conservaba de aquella política.
En general
fueron las deliberaciones en el seno de un gobierno tan heterogéneo, tan
acordes y los acuerdos casi siempre tan unánimes, que formaban extraño
contraste con la discordia latente y aun violenta, característica de gobiernos
mucho más afines, situados entre problemas de menos enjundia y en ambiente de
incomparable mayor tranquilidad a que había pertenecido. Lo facilitaba así el
previo acuerdo anterior a la revolución, pero ayudó mucho el sentido del deber
presente en todos. A título de curiosidad, quiero dar por nota un resumen de
las salvedades de voto que conforme a lo también previsto y convenido, iba yo
extendiendo en unos volantes que escribía sobre la mesa del Consejo a medida
que fueron mostrándose divergencias, y extrañará lo reducido del número y con
frecuencia lo nimio del asunto en los distintos casos recogidos sin omisión ni
olvido, porque la referencia fue siempre instantánea.
En el
Consejo del 18 de abril, al aprobarse sin ponencia sobre derogación de la ley
de jurisdicciones, salvo mi voto, en el sentido de que el jurado no conozca de
ataques contra el Ejército para evitar reacción de violencia contra impunidad.
El 23 de abril voto contra la supresión de todo recurso judicial por sumario
que fuese con motivo de la rectificación excepcional del censo de electores. El
8 de mayo voto contra el sistema de elección popular de jueces municipales.
También disiento de que se lleve la Ganadería a Fomento, separándola de
Agricultura, y coinciden conmigo Nicolau y Ríos, éste con gran insistencia. El
16 de junio se votó contra la supresión total del ascenso de militares mientras
haya exceso en las plantillas, contra la reducción de haber impuesta a los
disponibles forzosos. En el Consejo del 23 votamos Prieto y yo contra el
acuerdo de readmisión de los ferroviarios despedidos, pero sólo en el sentido
de no aumentar los gastos y para ello que el reingreso no fuese total y
simultáneo, quedando en expectativa de destino los que pudieran reingresar
después de licenciados los militares que ocupaban sus plazas. El 30 de junio
voté contra el aplazamiento desde el 5 al 12 de julio de la segunda elección
para puestos de las minorías. En el mismo día voto contra la penalidad
indefinida de progresión ilimitada por infracciones en las jornadas de ocho
horas, porque en casos sin importancia pueden llegar a sumas enormes y
ruinosas. El 3 de julio voto contra el decreto de Gobernación sobre
enfermedades mentales por hacer posible con infracción del Código Civil abusos
de médicos y autoridades gubernativas contra la libertad individual. El 10 de
junio discrepo acerca del Reglamento de las Cortes Constituyentes y propongo el
voto secreto sobre las actas como garantía para la conciencia del diputado
contra la presión de los partidos. El 14 de agosto hago las siguientes
salvedades del voto: 1°, en unión de Prieto y Lerroux, contra un anticipo a dos
contratistas de motores para la guerra; 2°, en unión de Nicolau y Maura
sostengo que es un error de táctica diplomática anteponer las determinaciones
unilaterales contra los prelados Segura y Múgica al ultimátum de Roma para
resolver la negociación pendiente, porque aquélla se le facilita el argumento
de habérsele imposibilitado así atendernos. En el Consejo del 25, voto contra
que se organice, por parecerme lujo superfluo, el Escuadrón de Escolta
Presidencial. En el Consejo de 1° de septiembre votamos en minoría Ríos, Largo,
Casares, Maura y yo contra el acuerdo de no oír a la Compañía Telefónica antes
de proponer a las Cortes la anulación o la rescisión de su contrato. Voto para
este caso y para otro análogo de líneas aéreas fundándome: en que la audiencia
previa es correcta y aun obligada para proyectos de ley que aun revistiendo tal
forma son en el fondo un acuerdo administrativo; en que si las Cortes oyen a la
Compañía en vez de la Administración habituada a tales trámites, ello sería
injerencia más violenta en funciones de un poder soberano y en que si tampoco
oye a la Cámara se facilite para compañías internacionales un argumento
impresionante de indefensión. Ausente Lerroux en Ginebra, a donde le di cuenta
de lo ocurrido, me contestó en telegrama de 2 de septiembre, compartiendo como
ministro de Estado mis puntos de vista. A las grandes divergencias que enumera
la nota pueden añadirse algunas votaciones sobre indultos particulares cuando
nos pareció excesiva alguna benevolencia inexperta de Fernando de los Ríos, y
dos discrepancias de Prieto, una sobre el régimen de la junta administrativa
del puerto franco de Barcelona y otra sobre la actitud a adoptar y respuestas
dadas a la Generalidad sobre la controversia al fin solucionada por decreto del
gobierno que modificó sustancialmente lo propuesto por aquélla sobre sus relaciones
provisionales con el poder central.
Encaminados
a parar la injerencia de los Estados Unidos, que no se hizo tardar y que con
pretexto de felicitarme tan pronto me posesioné de la Presidencia de la
República, sacando partido en defensa de la Telefónica de una precipitación con
apariencia y sin duda propósitos de severidad, pero utilizable por ella como
argumento procesal en la defensa difícil de cuanto era el fondo de uno de los
contratos más onerosos y censurables que realizó la dictadura. El 25 de
septiembre voté con Largo, Nicolau y Prieto contra el aumento arrancado de las
empresas carboneras de 3,50 pesetas por tonelada de carbón y finalmente el 9 de
octubre salvé el voto acerca del proyecto de ley relativo al Banco de España.
Por su mayor extensión continúa esta nota copiando el volante extendido en
aquel Consejo que las circunstancias iban a hacer de mi última asistencia y
discrepancia. Aun cuando en el Parlamento y como consejero de Estado estuve
siempre contra los abusos de poder del Banco de España, creí que debía oponerme
a la iniciativa probada en aquel Consejo fundándome en las siguientes razones
que aduje: 1°, en cuanto a la oportunidad (en ello coincido con Maura), por
crearnos o agravarnos una hostilidad, se enconara en la soberbia plutocrática,
por la desatención de sorprender al Banco en vez de enterarle de la reforma; y
procedimiento para formar el proyecto del Estatuto.
Parecerá un
poco extraño que fueran en casi todos los casos mías, sólo en los más
acompañado de varios, las iniciativas de discrepancia. Ello no tiene nada de
extraño por varias razones. Los ministros entre sí, por mutuo respeto en la
igualdad de posición y aun por previsora defensa y porque hay ventajas
apreciables de presente basándose en la lejanía de futura estabilización; 2°,
por parecerme injusto imponer al Banco sin límite las pérdidas de una política
imprudente de cualquier ministro de Hacienda; 3°, por entender que no debe
suprimirse el párrafo 3° de la base 7a antes de la reforma monetaria.
Propuse
otras modificaciones que prevalecieron, entre ellas un artículo 12, según el
cual deberán revisarse los estatutos y el reglamento del Banco de España,
aprobados escandalosamente en 1921 en favor del Banco en daño del Estado
infringiéndose la ley contra mi voto en el Consejo de Estado, donde en realidad
obtuvo una mayoría que el gobierno escamoteó.
Otra
votación empeñada fue la que autorizó la reaparición del periódico ABC por los
votos de Maura, Casares, Lerroux, Nicolau, Martínez Barrio y yo, es decir, con
la curiosa circunstancia de haber sido los dos decisivos entre los favorables,
el del ponente y el de presidente, de los dos presos del 14 de diciembre,
contra los que enconadamente deseara un escarnecimiento ejemplar el diario
monárquico.
Para la
iniciativa de cada uno, propendían a votar siempre con el ponente aun no
estando convencidos de su acierto. Por el contrario yo tenía para esto una
situación más despejada y menos sometida a recelo. Además en aquel gobierno que
iba a crear las primeras tradiciones republicanas y formar el plantel de
gobernantes, quien llegaba con experiencia política, escuela administrativa y
práctica defensa intensa era yo, y me creí obligado a imponerme la tarea
abrumadora y aun agotadora de llegar a cada Consejo con el estudio y acotación
de hechos de los proyectos de los otros 11 departamentos, incluso en las
erratas y sobre la redacción. Me aguardaron siempre respetuosa deferencia para
acatar y aun agradecer esta crítica constante y minuciosa, e incluso algunos
como Largo estimulaban a ello, encontrando un motivo de tranquilidad y no de
molestia en la tarea que no abandoné un momento.
Si como jefe
de Gobierno ejercí la Presidencia intensamente, incluso en los detalles cuidé
de ser neutral y para ello abstenido en las discordias de tendencia política,
porque desde el histórico Decreto del 14 de abril que inauguraba el régimen
republicano, se me había discernido también la Jefatura de Estado y hasta no
reunir las Cortes que encarnasen el supremo poder como constituyentes, lo
éramos nosotros, lo simbolizaba yo y, para evitar el caos y el desastre en
España, necesitaba mantener a toda costa la cohesión de aquel ministerio. Ante
tal necesidad y deber representaba poco para vacilar el sacrificio indudable y
consciente de conveniencias electorales y de clientela política. Cuando
surgieran contraposiciones entre el papel de jefe de Gobierno y de jefe de
Estado, las responsabilidades y la neutralidad de éste habían de reclamar la
preferencia. El convencimiento de que procuraba y conseguía ser imparcial
explica, con lo heterogéneo del gobierno, que en las ausencias cortas o largas
(las de Lerroux sumaron más de dos meses y las de Largo en Ginebra también, con
reuniones internacionales algunas semanas) fuese siempre el ministro interino
de Estado, de Trabajo, de Comunicaciones, de Hacienda y aun se pensó que de
Marina. Únicamente no quise ni debía serlo de Gobernación, por lo candente y
directo de sus intervenciones políticas durante un breve reposo que en su
ímproba labor tuvo Miguel Maura.
CAPITULO
VII
.DIFICULTADES
DEL GOBIERNO PROVISIONAL
El
cardenal Segura. Incidencias y complicaciones de este asunto. Su solución buena
y su enseñanza perdida. La algazara monárquica y el incendio de los conventos.
El choque entre Maura y Azaña. Gravedad de tal crisis; forma de su difícil
decisión. Expulsión del inquieto obispo de Vitoria. Determina el riesgo de otra
crisis. Una reclamación diplomática y un inesperado recurso frente a ella.
Conspiradores extremistas de izquierda.
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