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Niceto Alcalá- Zamora

LA VICTORIA REPUBLICANA 1930-1931

 

CAPITULO VI .

EL GOBIERNO PROVISIONAL

PRIMEROS actos. Se marcha toda la dinastía. Viaje a Barcelona. Concordia esencial con el catalanismo. El Primero de Mayo. Unanimidad frecuente y salvedades de voto excepcionales. Perspectiva electoral e incomprensión de las derechas. Mi candidatura y los socialistas. Jefe de Estado y jefe de Gobierno.

 

En aquellos momentos, como en todos los decisivos de la política, la palabra era acción, pero no podíamos ni limitarnos a hablar ni dedicarnos a ello más que los momentos precisos para dar satisfacción, gracias, calma y cauce al espíritu público. Tan pronto me retiré del balcón empezó nuestra actividad incansable, preparada por largas meditaciones. Pero antes de referirla debo hacer una explicación que abarca los capítulos sucesivos de este volumen, no sólo el actual cuyos límites cronológicos se definen desde las últimas horas del 1 de abril al 1 de julio, es decir el periodo de Gobierno Provisional, el de plenos poderes sin Parlamento que dominara o siquiera compartiese la impotencia de facultades de las que nadie por cierto podía citar que abusamos aun habiendo realizado intensa obra, a la vez revolucionaria y legislativa.

Este capítulo presenta por decirlo así el anverso con la vida normal, éxito y satisfacciones del Gobierno Provisional. El siguiente, con la misma duración, muestra el reverso de los contratiempos y dificultades que hubimos de sufrir y uno y otro avanzan o retardan en alguna materia la exposición de ciertos asuntos, para agrupar mejor por unidad de contenido y no por estricta ordenación de fechas. Pero en todo caso estos dos capítulos, como los otros que le seguirán, son deliberadamente concisos y fragmentarios, porque si no serían interminables en relación con la magnitud y trascendencia de los acontecimientos. Para completar la exposición de éstos en cuanto a decretos está La Gaceta, respecto de los discursos el Diario de Sesiones, en actitudes o comentarios las notas oficiosas o las efemérides que recogió la prensa. Repetir, ordenar y condensar todo eso es la historia, y a su obra total sólo tengo que contribuir con la revelación de lo que pasó inadvertido, las declaraciones de lo que se interpretó mal, el complemento de la referencia deficiente, la anécdota o el detalle curioso o el enfoque personal que muestra un aspecto en la inspiración o la comprensión de los sucesos, por quien tuvo en ellos intervención preponderante.

El primer cuidado para el nuevo gobierno tenía que ser asegurar el orden. Para ello desde los teléfonos de Gobernación nos dedicamos: Miguel Maura a hablar con los gobiernos civiles, haciendo cesar gobernadores y que se encargaran del mando generalmente los presidentes de las audiencias o algún republicano significado; y yo a hablar con los capitanes generales, con casi todos los que me ligaba una relación de amistad y trato consiguiente a mi paso por el Ministerio de la Guerra. Invoqué ante todos ellos su deber primordial para con el país, el Ejército y el orden y la respuesta fue satisfactoria. Hubo dos excepciones: una de la de Madrid, donde no hablamos con Federico Berenguer, sino que se le relevó por hacerle sospechoso toda su historia y el conato de aquellas mismas horas no abandonado del todo e inquietante; y Barcelona, donde Despujol, con más prisa y menos serenidad de lo que conociéndole esperaba, se mostró resuelto partidario de entregar instantáneamente el mando al general entonces aún de brigada López Ochoa, a quien aclamaba el pueblo y rodeaba la simpatía de la guarnición, siendo inútiles mis muestras de confianza en el primero, reforzadas negativamente por el presentimiento que no tardó muchas semanas en ser realidad de que López Ochoa, destrozando con su carácter otras cualidades, había de provocar conflictos al gobierno y duraría poco en el mando. En todas esas conferencias iba dejando sin efecto el desleal acuerdo sobre el estado de guerra con que el rey al huir se preparaba un apoyo y nos legaba una dificultad. También iba dando la orden de poner en libertad a los presos políticos, con Burguete a la cabeza, que dependían de la jurisdicción militar.

Órdenes análogas para los presos políticos del fuero común iba transmitiéndoles Miguel Maura y pocos minutos después nos abrazaban en Gobernación los compañeros que al salir de la cárcel Modelo habíamos dejado en ella. Un incidente cómico surgió en aquellas comunicaciones con Miguel: llamaba al Gobierno Civil de Barcelona en el momento en que la multitud, sin haber instalado a Companys, invadía el local, expulsando a Emiliano Iglesias, que había intentado hacer de aquello su islote, y al preguntar Maura por el gobernador le contestó una voz anónima en castellano, pero con seco acento catalán: «Aquí no está el gobernador, está el pueblo; váyase al...»

Establecido rápidamente el contacto con los distintos centros de mando, se procedió a firmar el decreto (redactado por Ríos) que en nombre de las fuerzas revolucionarias me atribuían con la Presidencia del Gobierno la Jefatura de Estado. Nombré yo a los siete ministros presentes, expedimos el decreto de amnistía y el de fiesta nacional y se acordó publicar el estatuto jurídico de Gobierno Provisional, obra anterior y meditada de D. Fernando, con la aprobación de todos y colaboración de Sánchez-Román, según en su lugar queda dicho. La Gaceta aguardaba y previsoramente tenía ya todo preparado en aquella madrugada. Esperando a que se clarearan las filas de la multitud para no llevar una manifestación tras de mí, fui con Rafael Sánchez-Guerra a tomar posesión de la Presidencia. Alocución breve y después descanso corto, porque no había alcanzado un reposo parecido al sueño, cuando a las 7, mis electores de Chamberí reclamaban con alegres cantos y acompañamiento de música que asomara su presidente; les complací saludándoles y me fui a trabajar.

La revolución fue tan pacífica y la multitud tan noble que la última noche de la familia destronada en palacio, no ofreció peligro ni sobresalto. Quizá cuando emprendía su marcha el monarca no tuviera tiempo ni ecuanimidad para hacer justicia, poniendo confianza en el pueblo de Madrid, el cual a nosotros nos dejaba en la precipitación de su fuga una familia desamparada, pero aunque hubiera tenido justiciera esperanza, la realidad fue superior.

Ya he referido en el capítulo precedente cómo despidió en El Escorial a la reina y a sus hijos Aznar y la acompañó de acuerdo con nosotros Sanjurjo. El mismo día 15 tuve noticias completadas el 16 sobre la marcha del ex infante D. Carlos entre el general respeto que tras la impopularidad de sus mocedades había ganado, porque este hombre de inteligencia corta y cultura escasa no disimulada por su modestia, era en punto a leal y bueno con mucha diferencia y aun acentuado contraste lo mejor de toda la dinastía. Algunos otros detalles curiosos acerca de la salida o actitud de los otros Borbones recogían cuartillas redactadas el mismo día 15 que también a continuación transcribo:

Pocos minutos después de dictadas las líneas que reflejan mi conversación con Aznar, me enviaba el Infante D. Fernando de Baviera recado confidencial diciéndome que se ausentaba de España por la noche con sus hijos, los cuales no pensaban regresar, pero que él, considerándose madrileño y más Baviera que Borbón, quería saber si pasado algún tiempo la República le permitiría volver. Le contesté al recado, que debía efectivamente irse por la noche avisando al nuevo director general de Seguridad D. Carlos Blanco, quien les ampararía con la nobleza e interés ya mostrados por el gobierno republicano en la ida de la reina e infantes. En cuanto al porvenir le contesté que la República, sin odios, pero con prudencia, nada podía comprometer en tales instantes.

Por la mañana me había visitado prestando acatamiento a la República el general D. Alberto de Borbón, hijo del infante D. Enrique, de trágico recuerdo. Se dolía del recelo que pudiera despertar su apellido, que lo sentía más como dolor que un blasón.

También vino a adherirse el general Cavalcanti, con manifiesta extrañeza y más todavía desdeñoso juicio del presidente caído Aznar por recordar éste que en la tarde misma de ayer era aquél en palacio de los que más anunciaba a la resistencia, prometiendo decisiones y proezas.

El día 16 con toda rapidez posible pisaban tierra española, con la consideración ya de ministros, los cuatro expatriados, pero aunque todos acudieron al Consejo sólo se incorporaron de lleno a nuestras deliberaciones, apareciendo sus decretos desde el primer instante, Prieto, Domingo y Martínez Barrio. En cuanto a Nicolau, se tardó un poco en publicar oficialmente su nombramiento, estuvo éste a punto de zozobrar y permaneció aquél por delicadeza sin tomar posesión durante un par de días más, por una intriga que surgió en el propio campo catalanista. No había sido tarea fácil, durante las incertidumbres y molestias de la revolución, encontrar el ministro que desde noviembre lo era Nicolau, representante genuino y directo de aquella tendencia. Pero triunfante el movimiento se despertó la ambición y a ella sirvió de pretexto más que de argumento el de que las elecciones habían mostrado un mayor empuje de la izquierda catalana en relación comparativa con los grupos de mayor templanza política a que pertenecía Nicolau. Se me pidió primero a mí y se le significó luego sin miramiento a aquél la necesidad de sustituirlo por la falta de verdadera representación, y como me pareció la exigencia desconsiderada en la forma, ambiciosa en los móviles e injusta para quien había formado parte del Gobierno Provisional en las horas difíciles, resistí aquella presión de la Esquerra catalana, logrando vencer el escrúpulo del mismo ministro. No me arrepentí, porque encontré siempre en él un colaborador leal, correcto, culto, modesto, ponderado y simpático que me dejó excelente recuerdo.

Aquella primera intromisión o demanda brusca del catalanismo izquierdista no era ni con mucho el mayor motivo de preocupaciones mirando hacia Barcelona. La simultaneidad del alzamiento consecutivo al triunfo electoral había establecido también allí autoridades regionales de hecho, propensas por significación colectiva de los partidos y temperamentos individuales de las personas preponderantes a rebasar, al menos con verbalismos inquietantes y denominaciones pomposas, el rango adecuado de su jerarquía y la holgura de vínculos tolerables por el resto y la totalidad del Estado español. Sonaba demasiado la novedad peligrosa de República catalana y evocaba recuerdos intranquilizadores el sonsonete ultrafederal en las efusiones cordiales para con las demás provincias. En el fondo, poco o casi nada de peligro si aquello se encauzaba pronto, se enmendaba en paz sin atajarlo con violencia súbita y choque imprudente. Seguros de conseguirlo y conociendo la nobleza de propósito que en las más exaltadas quimeras de Maciá había existido siempre, no perdimos la serenidad y el asunto se llevó bien. Sin dilaciones, incluso utilizando la vía aérea, fueron a Barcelona los dos ministros catalanes y D. Fernando de los Ríos. Su estancia allí fue corta pero útil, a la República de Cataluña reemplazaba en las denominaciones la histórica Generalidad, prácticamente con las mismas atribuciones en algunas materias, quizá menos, que había ejercido la mancomunidad moderna de las cuatro provincias y diputaciones desde los tiempos de Dato a los de Primo de Rivera. A cambio de ello y del acatamiento sincero y afectuoso con que se sometían a la superioridad indiscutida y total del gobierno de la única República, de la española, dejaban los ministros poca cosa: la ratificación frecuente en los movimientos revolucionarios de algún nombramiento arbitrario pero acertado y luego muy provechoso, el de Anguera Sojo, para presidir la Audiencia Territorial, y la promesa de cierta flexibilidad liberal para coordinar las atribuciones y organización de servicios en algunos aspectos nada peligrosos de la enseñanza y de las cuestiones sociales.

Afirmada, porque felizmente no había que decir restablecida, la armonía con las autoridades de Barcelona, cuya integración sincera y jerárquica no llegó a constituir peligro, surgió de súbito la idea de mi viaje a Barcelona. Se le ocurrió al gobernador civil Companys, hombre inquieto pero agradable y a ratos de certeros golpes de vista, que comprendió con acierto y sugirió con lealtad cuán oportuno era aquel viaje. Lo hice en compañía de Nicolau, permaneciendo en Barcelona desde la mañana a la noche del domingo 26 de abril, y aunque le faltó por completo al recibimiento la preparación, porque fue en la noche del sábado 25 cuando los periódicos barceloneses pudieran dar la noticia, ni Barcelona ha dispensado jamás a nadie ni yo podré encontrar muestra de simpatía y de entusiasmo comparables. Algunos detalles suplen a la descripción imposible y dan la medida de lo que pasó. El trayecto a recorrer en automóvil era escasamente de cinco minutos y duró cerca de una hora; debí revistar, con motivo de los diferentes actos a que asistí, cuatro compañías y sólo pude pasar ante una porque las filas de las otras las rompió en su compenetración frenética la multitud; me costó trabajo, aun con la advertencia de los acompañantes, distinguir para el saludo la bandera de los regimientos. Generalmente bastaba una conferencia telefónica de Maciá conmigo para disipar inquietudes y restablecer la armonía. Acudía siempre yo a esta insospechada especialidad que sobre mí vino a recaer para templar cuerdas catalanistas, porque Miguel Maura no tenía paciencia y los dos ministros catalanes imploraban con ademán de estar anonadados que se les relevara de acudir al teléfono cuando éste avisaba la llamada de Maciá. Marcelino se llevaba las dos manos a la cabeza como si sobre ella fuera a caerse un umbral; Nicolau extendía los brazos en la más correcta y apremiante de las súplicas y tenía que ser yo quien al cabo de media hora de diálogo telefónico dejara desvanecida la tormenta. Cuando D. Amadeo Hurtado comenzó a intervenir en la redacción de acuerdos y propuestas de la Generalidad, su temperamento y significación más moderados, su sentido de las realidades, su excelente amistad desde 1907 cuando vaticinara en las Cortes que conmigo sí podrían entenderse, facilitó mucho la tarea de limar o suprimir énfasis y demasía de lenguaje, aclarar actitudes equívocas y prescindir de textos no admisibles.

Así, por unos y otros medios, siempre suaves y amistosos, fueron conllevándose y al cabo suprimiéndose los rozamientos y dificultades que a juzgar por la suficiencia de los remedios no fueron nunca graves contra lo que amenazaban ser y tal vez lo hubieran sido empleándose distinta táctica. Lo cierto es que en régimen revolucionario, sin una legalidad fija, inconmovible, sistemática, con poderes surgidos de la voluntad popular, no hubo en rigor conflicto e incluso subsistió en todo lo esencial y aún en lo secundario la integridad de un ordenamiento jurídico y administrativo cuya excesiva centralización reconocían y condenaban como necesitadas de reforma todos los partidos, republicanos y monárquicos. Con sólo esa obra de paz podíamos sentirnos tranquilos y satisfechos en nuestras conciencias.

Si por el lado regionalista la República iba dominando, las dificultades apenas asomaban por el de las luchas sociales, sus primeros pasos y días fueron felices sin superación posible. Toda la algazara, siempre inofensiva, lícita, en que se desbordó la alegría del 15 de abril, dejó tan pronto se hiciera el recuerdo de que convenía volver el 16 al trabajo y la vida normal. Fue imponente y modelo de orden la marcha de la multitud hacia la tumba de Pablo Iglesias, y el 1° de mayo con admiración y aun asombro de propios y extraños se celebró la manifestación más entusiasta, gozosa y pacífica a que esa fiesta haya dado lugar en parte alguna. Por primera vez acudió la masa ante el gobierno para vitorearle y sostenerle y en la expresión de las peticiones hubo tacto y prudencia tales que comparando el documento que me entregaron con lo ya realizado por el Gobierno o en vías de decretarse, pero acordado en principio, la diferencia era tan escasa y tenue que podía estimarse atendida la solicitud y alentar desde el poder la otra etapa, de ordenado pero seguro avance en la justicia social.

Siempre pensamos así y lo cumplimos al convocar las Cortes con toda prontitud posible, aun teniendo la necesidad de llevar a cabo un considerable aumento en el censo como consecuencia de la satisfacción debida y pagada en justicia a la juventud española, trayendo de 25 a 23 años el límite para la edad electoral. Tal prisa era nuestro deber, nuestro impulso sin vacilación, porque nadie perseguía vanidades ni codicias de poder personal, nuestro instinto vital ya con gobierno tan heterogéneo es difícil sostenerlo a la prueba y embate de un ambiente revolucionario, y aunque no lo olvidábamos era incluso discreto consejo de algunos representantes extranjeros, distinguiéndose entre ellos por la expresiva insistencia el de los Estados Unidos. Claro está que sin aguardar a nuestra convocatoria, ni siquiera al anuncio oficioso de su prontitud, habíamos sido reconocidos como gobierno de hecho y derecho por todas las potencias desde primera hora, cual correspondía al título legal, solemne y pacífico de la triunfante revolución española.

Fue acuerdo del Consejo, no como gobierno sino como representación directiva de fuerzas políticas, marchar a las elecciones coaligadas. Lo propuso y sostuvo con ardor Largo Caballero, lo apoyaron los demás y aun cuando nos opusimos Maura y yo prevaleció como resolución de principio la que iba a tener paradójica inefectividad. Sucedió que fuimos los dos disidentes en aquel acuerdo los dispuestos a cumplirlos con fidelidad y fueron todos los otros partidos gobernantes quienes lo rompieron en nuestro daño. De ningún modo acuso de deslealtad, ni siquiera de maquiavelismo, a los otros ministros que en el momento de propugnar la coalición pensaban y querían practicarla. Más aún, Largo y los otros directores del socialismo consideraban peligrosa para éste una avalancha parlamentaria, falta de calidad, constancia y tradición, aspirando a comprimir su fuerza electoral por bajo de sesenta actas. Pero en cada provincia los apetitos locales y personales desbordaron la moderación del freno directivo, y como una vez triunfante la revolución era cómoda, barata y lucrativa, la puja por el radicalismo extremo, en cada circunscripción con actitudes de tribunos, fierezas de cualquier crío y codicias de candidatos, se pronunciaba la excomunión laica contra los republicanos moderados, sin cuyo auxilio y dirección la República habría seguido estando verde a aquella fecha y por algunos años después. Los jefes que nos propusieron e impusieron la concordia electoral fueron sólo débiles o ambiciosos, dejándose ganar y arrastrar por la voracidad de las huestes.

Cumplido lealmente el acuerdo, habría correspondido cabalmente la representación parlamentaria a las fuerzas políticas y sociales de España, porque asegurando las minorías a los situados más a nuestra derecha, entre ellos los amigos de Maura y míos y el Partido Radical, habríamos sumado una mayoría, freno bastante ante toda irreflexión demagógica o prematura. Pero las izquierdas se cegaron con la disculpa del cebo de su gula satisfecha y las derechas también, con la agravante éstas de que su ofuscación era el suicidio. Me dejaron solo, sin comprender que en mí y en lo que yo representaba debían ver la única salvación posible, no para el anacronismo, el privilegio o la injusticia condenados a perecer, pero sí para todo lo viable legítimo y merecedor de respeto que pudiera subsistir. A la torpeza de la abstención por millares de votos siguió la división a veces pulverizada en tendencia, y el encono sañudo con que preferentemente nos combatieron plutócratas y clero a los moderados de la República. Agravado tanto error por fortuitas adversidades de la división electoral, dieron por resultado las elecciones más legales que conoció España, unas Cortes que no la representaban cabalmente y que sin embargo para creer lo contrario y no contener el ímpetu de su albedrío se sentían legítimamente votadas. En los primeros días de julio encargué yo al Congreso dándole la pauta o casillero de la estadística que formase la electoral y las cifras dieron resultados expresivos por demás en confirmación de lo que precede. Así por ejemplo, el Partido Socialista llevó un diputado por cada 19.000 votos y nosotros uno por cada 49.000; el primero sólo perdió en candidatos derrotados un 2 por ciento escaso de sufragio y nosotros cerca de 400.000; la Acción Republicana, el grupo de Azaña, con la mitad cabal de votos de nuestro partido, tuvo desde el primer día bastantes más actas; hubo en la atomización de las derechas que con más de 90.000 votos no alcanzó ni una representación...

Fue mi propósito presentarme candidato tan sólo por la provincia de Jaén, teniendo para ello tres razones: la constancia en la representación no interrumpida desde 1906 de La Carolina bajo el régimen de distritos; dar ejemplo a las clases de orden allí amedrentadas como en pocas partes ante un alud de masas que se cobijaban alrededor de la bandera socialista para tener amparo oficial y mando, pero mi ideología luchaba contra la indisciplina, que iba desde el comunismo al sindicalismo; y luchaba por tener satisfecha desde mi juventud, mucho antes de ser ministro y en oposición durísima, la aspiración de acta doble. Por ello me negué, agradeciéndolo, a ser candidato por Córdoba, mi tierra, por Sevilla, Huelva, Almería, Valencia, Valladolid, Madrid, Alicante y Huesca, donde de haber subsistido el régimen de distritos no había podido declinar la representación simbólica en tal supuesto ofrecidas y aceptadas, por deber, el de Jaca. Pero estaba visto que mi sino, y honroso, era ser diputado aragonés y justificando la tenacidad de ese carácter los electores de la provincia de Zaragoza se empeñaron en votarme y me sacaron triunfante en el primer lugar de la mayoría. Por Jaén salí en el primer puesto de las minorías. D. Alejandro Lerroux hizo como componente de una lista que él llamaba de concordia, presentada en los últimos días, que recogiese algunos millares de votos en Barcelona.

Por circunstancias fortuitas y singulares, mi doble elección me llevó en un impulso de justificada delicadeza a presentar la cuestión de confianza al Partido Socialista. Todos los demás ministros habían sido elegidos en candidaturas de coalición, incluso Miguel Maura, cuya imparcialidad en Gobernación fue extraordinaria sin ejemplo ni parecido, y que representaba aún más acentuadamente que yo la incorporación de las derechas a la República. Sólo a mí me había correspondido luchar empeñadamente contra los socialistas, con desigual suerte o diferencias: en Zaragoza, favorables 41.000 votos contra 17.000; en Jaén, desventajosa, 47.000 contra una avalancha que iba en los diputados socialistas, desde 70.000 a 90.000 votos, porque allí se dio el caso de coaccionar a los electores gubernamentales, impedirles votar y aun obstruir para ello las puertas de los colegios y no emplear la fuerza pública porque en defensa de mi derecho no podía hacerlo el gobernador de Jaén, que era uno de mis amigos personales más íntimos. Sabía yo que las entidades directivas del socialismo habían visto con desagrado la actitud de sus correligionarios en Sevilla, aconsejando reiterada e inútilmente me incluyeran como candidatura indiscutida en la de Jaén, y además habían deseado que fuese yo y no Juarros el representante de mi partido por Madrid, a fin de darme la cifra más alta de votación. Pero con todo ello, como el hecho definitivo y público era el de ser el único elemento que llegaba a las Cortes sin representar votos socialistas, antes bien, luchando contra ellos, creí obligado convocar una reunión con Prieto, Largo y Ríos, que se celebró a primeros de julio en casa del último y sobre la cual guardó secreto, aun después de haber ratificado el partido socialista la declaración que anticiparon sus ministros de que aquellas incidencias locales no contradecían ni entibiaban en lo más mínimo la plena confianza que yo conservaba de aquella política.

En general fueron las deliberaciones en el seno de un gobierno tan heterogéneo, tan acordes y los acuerdos casi siempre tan unánimes, que formaban extraño contraste con la discordia latente y aun violenta, característica de gobiernos mucho más afines, situados entre problemas de menos enjundia y en ambiente de incomparable mayor tranquilidad a que había pertenecido. Lo facilitaba así el previo acuerdo anterior a la revolución, pero ayudó mucho el sentido del deber presente en todos. A título de curiosidad, quiero dar por nota un resumen de las salvedades de voto que conforme a lo también previsto y convenido, iba yo extendiendo en unos volantes que escribía sobre la mesa del Consejo a medida que fueron mostrándose divergencias, y extrañará lo reducido del número y con frecuencia lo nimio del asunto en los distintos casos recogidos sin omisión ni olvido, porque la referencia fue siempre instantánea.

En el Consejo del 18 de abril, al aprobarse sin ponencia sobre derogación de la ley de jurisdicciones, salvo mi voto, en el sentido de que el jurado no conozca de ataques contra el Ejército para evitar reacción de violencia contra impunidad. El 23 de abril voto contra la supresión de todo recurso judicial por sumario que fuese con motivo de la rectificación excepcional del censo de electores. El 8 de mayo voto contra el sistema de elección popular de jueces municipales. También disiento de que se lleve la Ganadería a Fomento, separándola de Agricultura, y coinciden conmigo Nicolau y Ríos, éste con gran insistencia. El 16 de junio se votó contra la supresión total del ascenso de militares mientras haya exceso en las plantillas, contra la reducción de haber impuesta a los disponibles forzosos. En el Consejo del 23 votamos Prieto y yo contra el acuerdo de readmisión de los ferroviarios despedidos, pero sólo en el sentido de no aumentar los gastos y para ello que el reingreso no fuese total y simultáneo, quedando en expectativa de destino los que pudieran reingresar después de licenciados los militares que ocupaban sus plazas. El 30 de junio voté contra el aplazamiento desde el 5 al 12 de julio de la segunda elección para puestos de las minorías. En el mismo día voto contra la penalidad indefinida de progresión ilimitada por infracciones en las jornadas de ocho horas, porque en casos sin importancia pueden llegar a sumas enormes y ruinosas. El 3 de julio voto contra el decreto de Gobernación sobre enfermedades mentales por hacer posible con infracción del Código Civil abusos de médicos y autoridades gubernativas contra la libertad individual. El 10 de junio discrepo acerca del Reglamento de las Cortes Constituyentes y propongo el voto secreto sobre las actas como garantía para la conciencia del diputado contra la presión de los partidos. El 14 de agosto hago las siguientes salvedades del voto: 1°, en unión de Prieto y Lerroux, contra un anticipo a dos contratistas de motores para la guerra; 2°, en unión de Nicolau y Maura sostengo que es un error de táctica diplomática anteponer las determinaciones unilaterales contra los prelados Segura y Múgica al ultimátum de Roma para resolver la negociación pendiente, porque aquélla se le facilita el argumento de habérsele imposibilitado así atendernos. En el Consejo del 25, voto contra que se organice, por parecerme lujo superfluo, el Escuadrón de Escolta Presidencial. En el Consejo de 1° de septiembre votamos en minoría Ríos, Largo, Casares, Maura y yo contra el acuerdo de no oír a la Compañía Telefónica antes de proponer a las Cortes la anulación o la rescisión de su contrato. Voto para este caso y para otro análogo de líneas aéreas fundándome: en que la audiencia previa es correcta y aun obligada para proyectos de ley que aun revistiendo tal forma son en el fondo un acuerdo administrativo; en que si las Cortes oyen a la Compañía en vez de la Administración habituada a tales trámites, ello sería injerencia más violenta en funciones de un poder soberano y en que si tampoco oye a la Cámara se facilite para compañías internacionales un argumento impresionante de indefensión. Ausente Lerroux en Ginebra, a donde le di cuenta de lo ocurrido, me contestó en telegrama de 2 de septiembre, compartiendo como ministro de Estado mis puntos de vista. A las grandes divergencias que enumera la nota pueden añadirse algunas votaciones sobre indultos particulares cuando nos pareció excesiva alguna benevolencia inexperta de Fernando de los Ríos, y dos discrepancias de Prieto, una sobre el régimen de la junta administrativa del puerto franco de Barcelona y otra sobre la actitud a adoptar y respuestas dadas a la Generalidad sobre la controversia al fin solucionada por decreto del gobierno que modificó sustancialmente lo propuesto por aquélla sobre sus relaciones provisionales con el poder central.

Encaminados a parar la injerencia de los Estados Unidos, que no se hizo tardar y que con pretexto de felicitarme tan pronto me posesioné de la Presidencia de la República, sacando partido en defensa de la Telefónica de una precipitación con apariencia y sin duda propósitos de severidad, pero utilizable por ella como argumento procesal en la defensa difícil de cuanto era el fondo de uno de los contratos más onerosos y censurables que realizó la dictadura. El 25 de septiembre voté con Largo, Nicolau y Prieto contra el aumento arrancado de las empresas carboneras de 3,50 pesetas por tonelada de carbón y finalmente el 9 de octubre salvé el voto acerca del proyecto de ley relativo al Banco de España. Por su mayor extensión continúa esta nota copiando el volante extendido en aquel Consejo que las circunstancias iban a hacer de mi última asistencia y discrepancia. Aun cuando en el Parlamento y como consejero de Estado estuve siempre contra los abusos de poder del Banco de España, creí que debía oponerme a la iniciativa probada en aquel Consejo fundándome en las siguientes razones que aduje: 1°, en cuanto a la oportunidad (en ello coincido con Maura), por crearnos o agravarnos una hostilidad, se enconara en la soberbia plutocrática, por la desatención de sorprender al Banco en vez de enterarle de la reforma; y procedimiento para formar el proyecto del Estatuto.

Parecerá un poco extraño que fueran en casi todos los casos mías, sólo en los más acompañado de varios, las iniciativas de discrepancia. Ello no tiene nada de extraño por varias razones. Los ministros entre sí, por mutuo respeto en la igualdad de posición y aun por previsora defensa y porque hay ventajas apreciables de presente basándose en la lejanía de futura estabilización; 2°, por parecerme injusto imponer al Banco sin límite las pérdidas de una política imprudente de cualquier ministro de Hacienda; 3°, por entender que no debe suprimirse el párrafo 3° de la base 7a antes de la reforma monetaria.

Propuse otras modificaciones que prevalecieron, entre ellas un artículo 12, según el cual deberán revisarse los estatutos y el reglamento del Banco de España, aprobados escandalosamente en 1921 en favor del Banco en daño del Estado infringiéndose la ley contra mi voto en el Consejo de Estado, donde en realidad obtuvo una mayoría que el gobierno escamoteó.

Otra votación empeñada fue la que autorizó la reaparición del periódico ABC por los votos de Maura, Casares, Lerroux, Nicolau, Martínez Barrio y yo, es decir, con la curiosa circunstancia de haber sido los dos decisivos entre los favorables, el del ponente y el de presidente, de los dos presos del 14 de diciembre, contra los que enconadamente deseara un escarnecimiento ejemplar el diario monárquico.

Para la iniciativa de cada uno, propendían a votar siempre con el ponente aun no estando convencidos de su acierto. Por el contrario yo tenía para esto una situación más despejada y menos sometida a recelo. Además en aquel gobierno que iba a crear las primeras tradiciones republicanas y formar el plantel de gobernantes, quien llegaba con experiencia política, escuela administrativa y práctica defensa intensa era yo, y me creí obligado a imponerme la tarea abrumadora y aun agotadora de llegar a cada Consejo con el estudio y acotación de hechos de los proyectos de los otros 11 departamentos, incluso en las erratas y sobre la redacción. Me aguardaron siempre respetuosa deferencia para acatar y aun agradecer esta crítica constante y minuciosa, e incluso algunos como Largo estimulaban a ello, encontrando un motivo de tranquilidad y no de molestia en la tarea que no abandoné un momento.

Si como jefe de Gobierno ejercí la Presidencia intensamente, incluso en los detalles cuidé de ser neutral y para ello abstenido en las discordias de tendencia política, porque desde el histórico Decreto del 14 de abril que inauguraba el régimen republicano, se me había discernido también la Jefatura de Estado y hasta no reunir las Cortes que encarnasen el supremo poder como constituyentes, lo éramos nosotros, lo simbolizaba yo y, para evitar el caos y el desastre en España, necesitaba mantener a toda costa la cohesión de aquel ministerio. Ante tal necesidad y deber representaba poco para vacilar el sacrificio indudable y consciente de conveniencias electorales y de clientela política. Cuando surgieran contraposiciones entre el papel de jefe de Gobierno y de jefe de Estado, las responsabilidades y la neutralidad de éste habían de reclamar la preferencia. El convencimiento de que procuraba y conseguía ser imparcial explica, con lo heterogéneo del gobierno, que en las ausencias cortas o largas (las de Lerroux sumaron más de dos meses y las de Largo en Ginebra también, con reuniones internacionales algunas semanas) fuese siempre el ministro interino de Estado, de Trabajo, de Comunicaciones, de Hacienda y aun se pensó que de Marina. Únicamente no quise ni debía serlo de Gobernación, por lo candente y directo de sus intervenciones políticas durante un breve reposo que en su ímproba labor tuvo Miguel Maura.

 

CAPITULO VII .DIFICULTADES DEL GOBIERNO PROVISIONAL

El cardenal Segura. Incidencias y complicaciones de este asunto. Su solución buena y su enseñanza perdida. La algazara monárquica y el incendio de los conventos. El choque entre Maura y Azaña. Gravedad de tal crisis; forma de su difícil decisión. Expulsión del inquieto obispo de Vitoria. Determina el riesgo de otra crisis. Una reclamación diplomática y un inesperado recurso frente a ella. Conspiradores extremistas de izquierda.