Niceto
Alcalá- Zamora
LA
VICTORIA REPUBLICANA
1930-1931
CAPITULO
V
.
DE
REOS A GOBERNANTES
La vista
ante el Consejo Supremo, informes de las defensas y alegaciones nuestras. El
fallo, la libertad y algunas diligencias rituarias curiosas. Alto y reorganización en la actividad revolucionaria. Al habla con
Lerroux. Febril propaganda electoral. Previsión de triunfo. Una alocución a la
fuerza pública. La jornada del 12 de abril. Acuerdos del día 13. Agitación de
la madrugada. El inolvidable 14 de abril. La entrevista con Romanones en casa
de Marañón. Diálogo telefónico con la de Maciá. Conferencia con Sanjurjo. La
tarde avanza y el Gobierno calla. Se acerca la noche: a Gobernación. La toma
del poder y sus primeros actos.
El periodo
correspondiente a este capítulo es de los más intensos y por ello, en
compensador contraste, de los más cortos. Abarca desde el 20 de marzo inclusive
al final del histórico 14 de abril. En esos 25 días saltaron nuestra suerte y
nuestros destinos en transición total e insólita de una a otra de las
situaciones que definen el epígrafe de este capítulo. En rigor las habíamos
recorrido en dirección inversa, porque desde el 17 de febrero, en que Sánchez Guerra,
mandatario oficial de palacio, entró en la cárcel a requerir nuestro consejo y
nuestro concurso habíamos sido gobernantes virtuales que por acto de nuestra
propia voluntad asumíamos luego el papel de reos a que los llevaba rencorosa e
inconsciente la monarquía, sin darse cuenta en su ceguera agónica de que, en
circunstancias tales, su acusación contra quienes no habían querido servirla ni
ser jefes del fiscal que nos inculpaba, quedó muerta.
Hubo en los
gobiernos del rey, como en nosotros, distintos y siempre encontrados impulsos
sobre la celeridad de la causa: procuraron aquéllos se celebrase la vista
amortiguada su resonancia por el rigor de la censura, y procuramos nosotros
aprovechar los cortos intervalos en que obligaba a restablecer en parte la
libertad de prensa el conato voluble de celebrar elecciones. A esa contrapuesta
táctica obedeció nuestra alegación o renuncia de pruebas y el influjo de
apremio o contención ejercido por el gobierno. Resultado de esos tirones fue
una solución intermedia: celebrar la vista en los últimos días de censura, con
lo cual nos quedó un ambiente de interés cercano, ansioso aún de recoger, al
suprimirse aquélla, el cálido rescoldo del proceso.
Las
precauciones para la vista llegaron en la exageración a lo grotesco,
movilizándose alrededor de 2.000 guardias civiles entre la calle y el Palacio
de Justicia. Tanta precaución estuvo a punto de producir un incidente cómico,
porque, inflexible la consigna para no permitir que nadie del público fuera en
nuestra dirección, y desconocido por los guardias civiles, Casares fue invitado
en términos conminatorios a marchar por otra puerta, la que conducía a la
calle.
Jamás ha
despertado un proceso parecido tanto interés de público. Respondieron las
defensas a la expectación, siendo todas ellas magistrales. Ossorio estuvo
insuperable en la defensa de Miguel y en la mía; Bergamín, transfigurándose
como en Valencia, sustituyó un escrito gris por un informe brioso;
Sánchez-Román, el frío, el impasible, reveló de pronto la más honda emoción que
reclamaba por solidaridad un puesto entre los acusados; Victoria Kent, primer
caso de una mujer informando ante tribunales de guerra, estuvo admirable,
realzada por la modestia de sus aciertos; y cuando todo parecía agotado,
Jiménez de Asúa fue lo que era, el magistral representante de la ciencia penal
española abrillantada por el ímpetu de la pasión política. Rectificar sólo
rectificó en mi nombre y por acuerdo de todos, Ossorio y Gallardo, de un modo
contundente y lapidario que arrancó el aplauso del público iniciado en los
informes.
Llegó el
momento más difícil y dramático en procesos tales, la alegación por los
procesados, trance peligroso en que éstos suelen comprometer el éxito logrado
por los defensores. A pesar de que tal riesgo estaba apreciado por todos, se
había convenido que hiciéramos uso de nuestro derecho. No tanto por nuestra
condición de profesionales, porque el resultado de las reflexiones dentro de la
cárcel fue expresándose en notas sucesivas que yo redacté y las defensas
tuvieron la bondad de acoger y utilizar. Pesó más el predominante aspecto
político del proceso, en el cual ciertas afirmaciones sólo nosotros podíamos
hacer. Algo peligroso siempre tal derecho, no escapó a esa regla el tono de
arenga, más bien de mitin, que a su ímpetu tribunicio dio Álvaro Albornoz, y
por apreciar como todos este efecto adverso, renunciaron en la noche del 21 a
hablar Casares y Maura. Yo había sido el primero y mis manifestaciones sin
proponérmelo a pesar de la serenidad de tono y acento, la emoción entre el
público fue enorme e indescriptible la ovación de los dos centenares de
abogados que con sus togas invadían pasillos, rincones, puertas y peldaños. Fue
también grandísima la impresión que produjo Largo Caballero diciendo en nombre
de la representación obrera, con la expresión más mesurada, las conminaciones
más formidables. Fernando de los Ríos tuvo en su intervención dos partes, la
disquisición maestra y vibrante sobre licitud del movimiento revolucionario, la
protesta solidaria, fraternal, contra la mayor severidad de pena respecto de
mí, que habiendo comenzado en la petición fiscal por reclusión perpetua, era
aún de quince años frente a ocho pedidos para los demás.
No hay que
decir con qué ansiedad seguían nuestro proceso los compañeros expatriados. De
ellos habíamos recibido el 20, el primer día de vista, que era por singular
coincidencia el de mi santo, un expresivo telegrama que afirmaba la solidaridad
de los expatriados con los presos y la fe en vernos pronto libres y siguiendo
los destinos de la patria. Firmábanlo Prieto,
Domingo, Queipo, Hidalgo, Franco, González Gil, Roa, Martínez Aragón, Collar,
Rada, Díaz, Cárdenas, Marsa, Benavente, Rexach, Pastor, Luiasasoro,
Gallo, Piaya, Farné,
Fernández Barba, Anitua, Coronado y Carreri.
Contra lo
que pudiera suponerse, fue la ansiedad acerca del fallo, y la inquietud por sus
consecuencias, mucho menor de lo corriente en casos tales. Se transparentó
pronto la división de pareceres en el Consejo, reflejada inequívocamente en las
actitudes observadas durante la vista. Se supo que los partidarios de la
severidad eran pocos; de la absolución Burguete, Artiñano y algún togado; la
mayoría estuvo por un fallo benigno y la condena a seis meses y un día
prevaleció. Dentro del gobierno, cuyo concurso era necesario para adaptaciones
interpretadoras de la condena condicional de la libertad inmediata propuesta
por el Tribunal, hubo también división. Cierva, como era de suponer,
representaba la intransigencia, y Romanones, secundado por García Prieto, también
lógicamente, la comprensión. «Hay que enviarlos a cumplir condena fuera de
España», decía el primero. «El primer conflicto es en el puerto de embarque»,
afirmaba el conde.
Los
forcejeos sobre sentencia y libertad fueron vivos pero rápidos y en la tarde
del 24 de marzo el consejero García Parreño nos notificaba a la vez la condena
y el auto que nos permitía salir inmediatamente. Con una actividad febril, el
director de la cárcel y los oficiales simpatizantes llenaban las formalidades
reglamentarias, recogiendo por última vez la huella dactilar, pero más
presurosas aún las familias a través de los locutorios, dando instrucciones a
los ordenanzas, hacían nuestros equipajes. Cuando subimos a las celdas todo
estaba arreglado para salir.
Aún
desorientado el pueblo por la rapidez de nuestra salida, aún sorprendida con la
insólita hora de la tarde, porque se aguardaba la de la noche y ya durante la
anterior hubo en las afueras vigilancia voluntaria de entusiastas, nuestra
salida fue un acontecimiento indescriptible. No sé de dónde acudió la gente;
resistiendo cargas de la fuerza pública, nos envolvieron, nos arrebataron a las
familias, nos alzaron en hombros. Yo me vi sentado en un sillón que trajeron de
un café, separado de mi coche, que me aguardaba, transportado por la gente a un
taxímetro cuyo conductor se negó a cobrarme, porque según su frase, nadie, ni
yo, le quitaba la suerte que había tenido.
Las
ritualidades últimas de la causa no dejaron de ofrecer curiosidad en sus
detalles. Ya la habían presentado las declaraciones sumariales de Casares ante
el consejero togado de la Armada, porque éste, que a ningún otro procesado
preguntó nunca por la cartera que le correspondía en el Gobierno Provisional,
insistía en ello con maliciosa sonrisa, cerca de aquél, quien desatendiéndose
salía siempre anunciándonos que, como le apretara más el juez instructor, iba a
contestarle: «Soy el ministro de Marina, cuádrese Vd.». No en Marina, sino en
Guerra, hubimos de comparecer ya puestos en libertad para una notificación de
mero trámite Ríos, Maura, Largo, Albornoz y yo, porque Casares había marchado a
Coruña, donde el triunfal recibimiento fue apoteósico. El interés sintomático
de aquella diligencia rituaria estuvo en que, al
conocernos, los solados de guardia nos saludaron cuadrándose como si fuera ya
el gobierno y con más efusiva espontaneidad que si lo fuésemos. Todavía quedaba
otra insólita diligencia, la final de este proceso, verdaderamente única en su
tipo, porque fue la entrada a fines de abril en el Consejo de Ministros del
consejero togado ponente para comunicarnos a los doce procesados sentenciados y
rebeldes que ya éramos el Gobierno Provisional, el término de la causa por
amnistía consiguiente a nuestro triunfo.
La llegada y
presencia de cada uno de nosotros a su casa invadida por los amigos, recibiendo
felicitaciones, abrazos y flores (el primero en mandarnos éstas fue el doctor
Marañón), no es para referir: un desbordamiento de alegría, sobre todo en los
demás, que venía de lejos a nosotros mismos, en vez de difundirse en sentido
inverso, porque era el caso extraño en que el júbilo por no ser egoísta es
contagioso. No hay que decir con cuánta vehemencia nos felicitaban los
emigrados de París. Otro telegrama con las mismas firmas afirmaba que
prácticamente «el fallo significaba una absolución» acoplada al veredicto
equivocadamente dado por la opinión pública.
Lleno de
efusión y prometedor de optimismo era el telefonema que desde Lérida me envió
Maciá. Decía así: «Cariñoso abrazo Vd. y compañeros; su libertad, preludio de
la de nuestros pueblos para que libres puedan federarse con todas las garantías
que aseguran su soberanía». Deseoso de mantener una cordialidad indispensable
para encauzar y reducir la exageración generosa pero irreflexiva de los ánimos
de los extremismos, contesté a aquel telefonema con otro que decía: «Muy
agradecidos efusiva felicitación deseando triunfo definitivo y ocasión cordial
conferencia».
La libertad
a que volvíamos y que fue ya plena desde el 25 permitía comunicarnos más
fácilmente con los dos compañeros de Gobierno Provisional que aún permanecían
ocultos en Madrid, pero cuyas restricciones de cautela se había relajado
extraordinariamente por repercusión inevitable de nuestra condena atenuada, ya
que el nuevo escándalo de su detención y sentencia no podía convenirle al
gobierno. El mismo día 24 Azaña me enviaba la carta que a continuación se
transcribe y en cuya preocupación por la actitud de los constitucionalistas,
tema algo pasado en el galopar de aquellos sucesos y días, se percibe el
influjo del aislamiento, obstáculo siempre para una percepción cabal, aun en
las inteligencias de más fina comprensión.
Madrid, 24
de marzo de 1931
Excmo. Sr.
D. Niceto Alcalá-Zamora
Mi querido e
ilustre amigo: celebro con Vd. el hecho feliz de su excarcelación y la de los
demás compañeros, no menos que el gran triunfo político alcanzado en el consejo
de guerra. Reciba Vd. mi cordialísima enhorabuena, así como las seguridades de
mi inquebrantable adhesión a la obra que nos es común.
He sabido
que los señores del grupo constitucionalista realizan gestiones personales
cerca de algunos amigos nuestros, planteando sin duda nuevamente el problema de
colaboración republicana en un futuro gobierno. La importancia de la cuestión
me hace pensar en la conveniencia de que fuese resuelta de una vez para siempre
en virtud de un acuerdo del comité encargado de realizar los acuerdos de pacto
de San Sebastián. Claro está que este pensamiento parte del supuesto de que el
comité subsiste, a pesar de la dispersión de algunos miembros. Si yo estoy
equivocado, y el comité ya no actúa, habrá que declararlo así públicamente, o
recomponerlo en forma debida, y, en su caso, ponerlo en funciones con
prontitud. De otra manera, las conversaciones que los constitucionalistas
mantienen con algunos de los nuestros pueden dar origen a un equívoco, haciendo
que se tomen como resoluciones de nuestra coalición pareceres personales o,
todo lo más, de grupo.
Como Vd. ya
conoce mi opinión sobre el caso, porque se la comuniqué por escrito el mes
pasado, no necesito explicarla de nuevo. Se reduce a que el pacto de San
Sebastián y la coalición política resultante se han hecho para atraer la
República mediante la revolución, pero no para labrar la felicidad
gubernamental del grupo constituyente ni para facilitar al rey el único ensayo
de salvación que le resta.
Con todo
afecto y admiración me pongo como siempre a sus órdenes y le reitero mi
felicitación.
Firmado y
rubricado: Manuel Azaña.
Cuanto
quiera comunicarme puede enviárselo a mi cuñado, C. Rivas Cherif, Velázquez 38.
Más
interesante era de momento la comunicación con don Alejandro, ya que si bien
hubimos de seguir dirigiendo desde la cárcel por los motivos ya apuntados en el
capítulo anterior, él había tenido, por su mayor libertad de acción,
delegaciones de nuestra confianza. Con apresuramiento de mi parte y afecto
sincero me remitió el día 25 dos cartas, una autógrafa y privada, otra a
máquina y por decirlo así oficial, en virtud de las cuales y sin rozamiento
alguno de gestiones cruzadas, al trocarse ya las situaciones, volvía a nosotros
los que estábamos en libertad franca, y a mí en especial como presidente de la
organización revolucionaria, el pleno impulso directivo del que nunca estuvimos
separados.
Madrid, 25
de mayo de 1931
Sr. D.
Niceto Alcalá-Zamora
Mi ilustre y
querido amigo: Reciba usted por la libertad recobrada mi cordial enhorabuena. Y
si quiere Vd. hacerse intérprete de mi felicitación cerca de los demás
compañeros, se lo agradeceré: desconozco el domicilio de casi todos ellos y por
eso me permito causarle esta molestia.
Me apena un
poco la situación de soledad en que ha quedado Galarza, aunque espero que no
durará mucho.
Separadamente
le escribo sobre otros asuntos.
Y me reitero
su buen amigo.
Firmado y rubricado:
A. Lerroux.
Madrid, 25
de marzo de 1931
Señor Don
Niceto Alcalá-Zamora
Ilustre
amigo y querido correligionario: A raíz de los sucesos de diciembre pasado,
cuando estando Vds. en la cárcel y yo en rebeldía ofrecí para presentarme en
ella, tuvo Vd. la bondad de aconsejarme que permaneciese en mi situación y, de
acuerdo con los compañeros me invitó Vd. a ponerme al frente de la organización
y a dirigir y continuar los trabajos emprendidos.
Dentro de
las dificultades que me oponía mi especial situación, he procurado corresponder
a su confianza. A más no me ayudó la fortuna.
Recobrada
por Vds. la libertad de que yo carezco, me apresuro a devolverle el honroso
encargo recibido, quedando a su disposición para lo que Vd. me necesite.
Dejo
constituido un grupo de militares de diversas armas que forma el Estado Mayor
para centralizar los trabajos y perfeccionar un plan de conjunto: a él me
dirijo para que en lo sucesivo continúe sus relaciones con Vd.
Debo
comunicarle que a solicitud de los interesados he celebrado una entrevista en
la noche del día 23 con el Sr. Burgos Mazo y en la del 24 con el Sr. Alba,
versando una y otra sobre propósitos del grupo constitucionalista y actitud que
esperan de las izquierdas aliadas.
Agradecido
al honor que ustedes y los compañeros me dispensaron al devolverle los poderes
que me otorgaron, no dimito ni declino ninguna responsabilidad ni obligación,
sino las de dirigir y mandar. Ahora a obedecer si hay lugar.
Le saluda
con el mayor afecto su buen amigo y correligionario.
Firmado y
rubricado: A. Lerroux.
Creí
necesaria, y ya exento de todo peligro de detención nuestro compañero Lerroux,
un diálogo con éste. Se mostró conforme y preparamos nuestra entrevista yendo
de noche a buscarme un coche, donde le acompañaban, ocultándole, su pasante y
una señora, hija de éste. Como era el aludido empleado de la Casa de la Moneda,
preparó seguro sobre la discreción del portero que en aquella dependencia
oficial, en uno de sus pabellones, pudiésemos hablar don Alejandro y yo solos
con todo el detenimiento preciso. Las referencias se sistematizaban en una
corriente de adhesión social y política formidables y una dispersión más
extensa que fuerte de núcleos militares; en suma, se confirmaba lo que a
nosotros había llegado estando en la cárcel. Aquella referencia verbal se
concretó al día siguiente en una nota a máquina que transcribo y de la cual
eran anejos unas hojas por provincia con constitutivas, más que de una completa
y detallada organización revolucionaria, de una apreciación general sobre
elementos y posibilidades y en los más de los casos dibujaban una red de
corresponsales con nombres efectivos, seudónimos a veces y dirección de
terceras personas a utilizar para la correspondencia.
INFORMACIÓN
GENERAL
—Después de
lo que verbalmente le tengo dicho, le adjunto algunos detalles de organización
en diferentes provincias. En las que faltan también hay, salvo Soria, donde yo
no tengo nada. Las demás que no se citan es porque su organización civil es muy
deficiente, salvo Teruel, que es buena.
—Bases
militares: Burgos y su región; Huesca, Lérida y Barcelona; Coruña; Cádiz,
Málaga, Córdoba, si se consiguiese el concurso de Varela. Yo concentraría los
trabajos en esas bases y más concretamente aún, en la de Burgos, por razones ya
expuestas.
—Desconfío
sin embargo de que se pueda contar con una iniciativa militar importante. En
cambio creo que si el grupo de Estado Mayor se dedicase a estudiar un plan de
conjunto a base de la huelga general y la movilización civil, no sería difícil
contar con la confianza, en algunos sititos la seguridad, de que el Ejército no
sólo no haría voluntariamente armas contra el pueblo, sino que lo secundaría
pasiva o activamente.
—En el plan
de que se trata debiera ir incluido el propósito de apoderarse por algunos
golpes de audacia de parques y de aduanas.
En esa
dirección encaminaba mis pensamientos y mis trabajos.
La más
elemental prudencia aconsejaba no precipitar otro hecho de fuerza. Había
necesidad de una reorganización, y para ello de un alto en la marcha
revolucionaria, para asegurar la eficacia si llegaba la necesidad del
movimiento. Por fortuna alejábase en el horizonte tal
precisión del acto de fuerza, de momento porque la atención la absorbía la
campaña electoral en que habíamos entrado y en fundadas previsiones aún luego,
porque cada día mejoraban los augurios para nosotros, acerca de aquellas elecciones
que el último gobierno de la monarquía convocó como tanteo y donde iba a
encontrar su tumba. La probabilidad de prescindir del empleo de la fuerza
compensaba la deficiente armazón de nuestros medios bélicos. No desistimos de
emplearlo, no perdimos de vista un instante irlo perfeccionando, pero a la
táctica de diciembre, alzamientos coreados por el pueblo, reemplazaba como
preferible una imponente manifestación de voluntad por parte de éste, a la cual
tuviera que prestar acatamiento y aun apoyo la indiferencia y la simpatía,
respectivamente, del ambiente militar.
La
propaganda intensa y extensa cual nunca la conoció España, llegando desde
Madrid a los últimos pueblecillos, donde pedían con ansia oradores que en un
solo día recorrían varios de aquéllos, fue nuestra obsesionante tarea. No
regateamos el concurso ninguno de nosotros. Yo hablé por primera vez para los
barrios altos y populares de Madrid, los distritos de Universidad y Chamberí,
en el Cinema Europa el domingo 29 de marzo. En unión de Largo Caballero,
Botella y algunos más. Según creencia general fue mi mayor éxito de propaganda,
según mi parecer aquel discurso, al que no precedió una nota ni un instante de
reposo, tenía su fuerza en la identificación simbólica y feliz del momento con
una muchedumbre electrizada que tras de llenar el local esperaba en las calles
donde no podía oír, el avance anhelado de las referencias. A ese acto del
Domingo de Ramos, siguió el de Pascua el 5 de abril, otra serie intercalada
entre los actos de proclamación de candidatos en cuya fecha me correspondió
hablar para el castizo público del «Avapiés».
En la gran
semana electoral desde el 6 al 11 inclusive no nos permitimos reposo. En un
mismo día, el jueves 9, sin tiempo para cenar, dirigí la palabra al público
liberal y mercantil del distrito del Hospicio y al más conservador del de
Palacio. Quizá nada me impresionara tanto como la actitud en este último
distrito, ilusoria y minada fortaleza de la monarquía que soñó copar allí y aún
abandonada esa quimera sufrió en la lucha por las mayorías tremenda derrota,
que en todo Madrid como en su propio alcázar la deshiciera. Era tal el público
en aquella reunión que se retardó éste en su comienzo más de media hora por ser
imposible el paso al delegado de la autoridad y a algunos de los candidatos y
oradores anunciados. El entusiasmo rayó a la delirante altura de la reunión
general convocada en la Casa del Pueblo, por cuyos pasillos y salones no sé
cómo pudimos cruzar y desde cuyos tejados oían por las ventanas altas apiñados
grupos. Allí hablamos Pedro Rico, republicano pero en constante asistencia
profesional como defensor de obreros, don Fernando de los Ríos y yo, con la
resolución trazada y mantenida de acentuar mi significación gubernamental y
templada, no ya entre el respeto sino entre las ovaciones que ponían a tan
alentadora prueba la cultura de aquella multitud y la solidez de la coalición
necesaria más que para vencer primero para gobernar después.
La actitud
del pueblo era tan expresiva y de tal modo había llegado a todos los rincones
de España, que como indicio y detalle expresivo recuerdo el afán con que en la
madrugada del 11 al 12 venía en busca de notario un elector de aldea para
garantizar el copo que lo veía asegurado hecha la exploración de los 178
electores que formaban el minúsculo censo del lugar.
Recuerdo un
diálogo rápido mantenido con D. Miguel de Unamuno el 29 de marzo mientras nos
retrataban a la salida del gran mitin. «Esto va a galope, con rapidez nunca
vista», me decía D. Miguel. «Cuando se mire desde alguna distancia la
revolución española parecerá la obra de unos pocos días», le contesté yo.
En
condiciones tales, la previsión del triunfo imponía la de afianzarlo llevándolo
a su lógica y última consecuencia: aquel pacífico destronamiento que aún no
hacía un año había sido anuncio y conclusión de mi discurso en Valencia. Por
ese convencimiento me cuidé ante todo de dirigir a la fuerza pública consejos y
requerimientos vibrantes y claros para que acatasen el fallo de la voluntad
nacional, sirviendo en las críticas y peligrosas horas de transición de amparo
al orden y de instrumento leal para el nuevo régimen. Procuré que, sin
perjuicio de conocer aquellas proclamas todo el Ejército y aun la Marina, se
hiciera de ellas profuso y preferente reparto entre la Guardia Civil, llegando
hasta las cabeceras de línea. Sólo de una comandancia, por cierto de Madrid,
mostraron desagrado respecto a la hoja, que devolvieron. Todas las demás
contribuyeron a preparar los ánimos y confirmó el hecho mi creencia ya mostrada
en noviembre de 1930 acerca de no ser inaccesible al sentimiento nacional
republicano la Guardia Civil. Tanto lo creí siempre que ya en aquella fecha
redacté, dirigido a ella sola, un manifiesto que comenzaba con las palabras:
«Guardias lo sois de España». Y continuaba:
Ni la
Guardia Civil ni cuerpo alguno del Ejército son de la corona, sino de España, y
tienen el derecho y el deber de servirla bajo cualquier forma de gobierno que
se dé a sí misma.
Durante el
silencio del país pudisteis creer que seguía siendo legítimo el poder
constituido; cuando la nación habla, sólo es autoridad la que ella proclama.
Seguir
sosteniendo al poder derribado por la voluntad del pueblo es rebelión sin
gallardía y dictadura sin franqueza.
Nadie sabrá
mejor que la Guardia Civil la magnitud de la victoria republicana. A aquélla le
consta que cada diez votos del régimen monárquico, nueve significan ignorancia,
miseria, esclavitud, coacción y falsedad.
Cuando os
propongan ser cómplices de la violencia o de las mentiras electorales, recordad
la dignidad de vuestro deber y el texto de vuestros reglamentos honrosos. Que
no os alcance la mancha de tales infamias como no os alcanza el provecho que
las inspira. No os confundáis con falsarios y caciques ni en el deshonor ni en
el odio
Contra la
voluntad resuelta de un pueblo no hay fuerza posible. Quien se obstina en
ayudar para dominarlo, ligando la suerte al poder que rueda, lleva al país a la
guerra civil, la sociedad a la anarquía, el cuerpo a que pertenecen a la
disolución, y su propio hogar a la ruina.
Salvad el
orden, pero no la tiranía; impedid el crimen, mas no la libertad.
El próximo
día se celebrarán las elecciones municipales; si de ellas resulta una mayoría
republicana, no debéis oponeros a los deseos del pueblo ni aunque se os ordene
disolver las manifestaciones pacíficas que pudieran verificarse en solicitud
del régimen anhelado por la voluntad del país. Eso os evitará graves perjuicios
y la guerra civil pudiera originar vuestra actitud. El pueblo es quien os paga;
el pueblo es España, y a ella os debéis ante todo.
Que sobre
vuestras conciencias no caiga la sangre y la ruina del país; no pretendáis
imponer un régimen que detesta. No divorciaros del pueblo al que pertenecéis, y
dejadle que imponga su voluntad con orden y paz, como así lo pretende. La salud
de la patria y el porvenir del Ejército lo exigen así.
Entonces la
falta de fe entre los demás compañeros sobre la eficacia del llamamiento lo
dejó en proyecto, pero en los primeros días de abril volvía mi decisión como
irrevocable y ayudándome para el reparto el marino Roldán y los aviadores
Menéndez y Sandino, enviamos algunos millares de hojas en las que se contenían
máximas y consejos, alguno escrito por el último de los dictados, los demás por
mí. El objetivo era doble, salvar al pueblo de una matanza inicua y a la
Guardia Civil de una culminación reciente de odios que haciéndola inutilizable
para el régimen nuevo colocara a éste en la pendiente de rodar hacia la
anarquía.
En ese
estado de ánimo amaneció el 12 de abril, que iba no ya a confirmar las
esperanzas del triunfo, sino a rebasarlas con la mayor, más pacífica y gloriosa
victoria que haya obtenido una democracia. Que ganábamos en Madrid por una
enorme mayoría lo sabíamos ya al mediar la jornada porque en muchos colegios,
sin exceptuar los barrios aristocráticos, el cálculo hecho por las mesas era de
9 papeletas republicanas por cada diez y bajo el influjo de tal creencia el
desaliento de los interventores monárquicos les hacía parecer como meras
figuras decorativas. Yo recorrí dos veces el distrito de Chamberí, por donde
era candidato, y aun tuve tiempo de dar una vuelta al de Universidad, a cuyos
electores requerí en el mitin de la Casa del Pueblo para que cual supieron
hacerlo eligiesen con la máxima votación a Galarza, aún preso en la cárcel
Modelo, condenado con inicua severidad por un consejo de guerra ordinario, al
cual llevaron desplegada su causa a fin de darse Berenguer la satisfacción de
enmendar la plana al Supremo, que prácticamente nos había absuelto.
Nunca se
vieron los colegios electorales como aquel día. Por centenares formaban fila
los electores para votar desde primera hora. Yo inicié la votación en mi
colegio y recorrí dos veces los otros 54 del distrito entre las aclamaciones
frenéticas de la multitud agrupada a las puertas, no obstante las amenazas de
cargas. Habían intentado los amigos disuadirme del recorrido ante el insistente
anuncio hecho por los legionarios de Albiñana de cometer un atentado. No hubo
sin embargo el menor incidente, y di la primera vuelta acompañado por el marino
Roldán y el capitán de Artillería Pintado, que no quisieron separarse un
momento, y por mi mujer, a la que fue imposible hacerle desistir de su
propósito.
Sólo por la
tarde, para el segundo y más rápido recorrido, logré se quedara en casa.
También esa inspección final de los colegios encontraba un espectáculo
admirable. Con la seguridad enardecida del triunfo y la intención de ser ya el
único peligro a evitar una superchería de escrutinio o un escamoteo de
documentos, decidieron reunirse para evitarlo en el colegio los electores y a
la puerta las mujeres, entonces sin voto, y los chiquillos. Los partes
victoriosos de Madrid y de provincias iban llegando y eran leídos entre
atronadores aplausos en la Casa de Pueblo, que había izado su bandera a la
caída de la tarde y donde estábamos desde que se cerró la votación los
candidatos y directores de la lucha. Por los pasillos de aquella casa y abajo
en la calle frenéticas demostraciones de alegría saludan los resultados y
acompañaron nuestra salida.
La batalla
estaba ganada; era necesario lo que tácticamente se llama explorar el
resultado, ejecutar la victoria.
El día 13,
apenas repuestos de la emoción y del cansancio, se nos impuso a los que ya
éramos casi públicamente Gobierno Provisional la ardua y delicada empresa que
llevando a feliz término la victoria electoral evitase su anulación por inercia
y su desnaturalización por violencia. Desde la mañana estábamos reunidos en mi
casa y acordes todos. Fernando de los Ríos redactó nuestra nota ultimátum,
envolviendo éste en una digna invocación a la prudencia y al deber de los
adversarios para evitar jactancias que turbasen la serenidad, dieran pretexto a
la intransigencia o parecieran excesivas en los que aún no disponían
materialmente del poder.
Para
nuestras deliberaciones creímos conveniente la presencia de los otros
compañeros a cuya pública exhibición daba derecho el plebiscito nacional.
Lerroux, avisado por nosotros y conforme, se presentó en el centro del día y un
poco después Azaña. No hubo, naturalmente, la menor discrepancia. Era imposible
por la urgencia y por falta de pasaporte llamar a los emigrados cuya
felicitación efusiva teníamos. La de Nicolau, enviada en francés, ya reflejo de
su temperamento decía: «Felicitacions sinceras on les aura». El Comité, ya gobierno, comunicaba
febrilmente por cuantos medios le era posible con las provincias, cuya
sincrónica y acorde exaltación iba en aumento. Por medio de los militares
adictos requeríamos a la fuerza en general para un sometimiento ya del todo
obligado y justo, al que llevaban fácilmente los impulsos de neutralidad
expectante y cómoda, que en muchos militares habían respondido siempre con
menos resistencia que la opuesta a una actividad comprometedora. Cerró la noche
del 13 y se inició la madrugada del 14 entre un hervidero de gente y de
pasiones. Surgía una manifestación sin prepararla en cada sitio; se iniciaban
choques con la fuerza pública cuya vacilación para reprimir iba acentuándose
como reflejo de la interna evolución de su actitud y deber; asomaron las
primeras banderas republicanas entre la agitación nocturna y, con un palo que
llevó un ateneísta y unos pedazos de tela que facilitaron unas señoras, salió
de mi casa, convertida en club por la invasión de las gentes, quizá la primera
enseña que ondeó en aquellas horas. La revolución vencedora iba a tomar el
poder; ya no podía impedirlo ni siquiera retardarlo.
En la mañana
del 14, fácil de deslindar ahora, confundida entonces con los dos días que le
precedieron y el que le siguió en la sensación de una sola jornada que el
reposo no cortó y las emociones anudaron, nos trasladamos a casa de Miguel
Maura. Preocupábanos ante todo lograr la comunicación
que en Teléfonos comprensivamente no me impidieron, con Barcelona, para que el
alzamiento y el triunfo sellaran una coincidencia en vez de abrir una
separación. Pero antes de que lograra hablar con la hija de Maciá, hablé
primero con Gassol, el secretario de éste. Poco
después llegó el doctor Marañón buscándome para conferenciar en su casa con
Romanones, precipitaba el enlace pacífico porque era el heraldo anunciador de
un parlamentario que sin duda iba a formular la capitulación del trono.
Volvió
inmediatamente Marañón a su casa y enseguida en el coche de Sánchez-Román
marché yo hacia allá, acompañado por algunos familiares. La entrevista con
Romanones fue corta pero trascendental, inolvidable por la solemnidad de su
sencillez afectuosa y por la emoción que, consciente del momento y de sus
responsabilidades, ganaba incluso aquel ánimo propenso en su temperamento al
escepticismo picaresco. Toda nuestra historia y la vieja amistad que en ella se
había tejido quedó evocada sin necesidad de retardarla en dos palabras de
saludo entre un apretón de manos y un abrazo. El conde, por incorregible
tendencia de carácter y de hábito, aun en aquellos instantes y también por
deber postrero y encargo recibido, aún intentó, pero sin ninguna insistencia,
alguna habilidad. Apenas si dibujó mi llamada al poder, solución que el
presidente Aznar había apuntado como indicación lógica de las elecciones. El
conde sabía que acceder a eso era imposible y tanteó en pocas palabras pero
claramente otra solución, el gobierno Villanueva, conocedor como era él de mi
afecto por éste. Imposible, «pasó ya el tiempo de todo eso», le contesté, y en
el acto pedí la renuncia del rey, a cuyo requisito o documento ni asintió
explícito ni opuso el menor reparo y exigí con firme, irrevocable, resuelta
decisión, el poder se nos entregara antes de la puesta del sol, porque deseando
responder del orden y de las vidas de la familia real no podía avenirme a las
incertidumbres peligrosas de una transmisión de autoridad en plena noche, irritada
la paciencia de los buenos y removidas las flaquezas de los malos por el
equívoco con apariencia de forcejeo y de lealtad de una prolongada espera. A
esto sí asintió explícitamente, y en cuanto al itinerario del rey, y por signos
más que por palabras, reconoció que el mejor camino por ser el más corto era el
de Portugal. Yo conocía lo bastante al conde para no sorprenderme ante otro
itinerario que luego resultó ser Cartagena.
De vuelta en
casa de Maura, y sin perder momento ni por la referencia ansiada de
trascendental entrevista, apremié para la comunicación telefónica con
Barcelona, que fue doble, con la familia primero del Sr. Maciá, con el
secretario luego como dejo dicho. Me interesaba ante todo transmitirles la
sensación de un ardor igual, de un objetivo idéntico, de un alzamiento
simultáneo en Madrid y en toda España, porque ya se tenían las noticias de
Éibar, a la vanguardia en la proclamación de la República, y de la inminencia
de ésta en todas partes. Deseábamos también enterarles de la entrevista con
Romanones, de aquella capitulación monárquica que daba solución pacífica y
total a la República española, vencedora de una vez en el conjunto supremo y
acorde de sus victorias parciales. Si en nuestra lucha, como en todas las
guerras, los encuentros y los éxitos eran varios, el tratado en que se rendía
el vencido reconocimiento de nuestra victoria, era total e indivisible, y esta
sensación como aquella otra de cohesión, igual en el ardor revolucionario,
había que darlas discretamente para fundir los entusiasmos sin desviación,
frialdad o choque.
Invitándome
a oír tras su voz la del pueblo, que gritaba en las calles de Barcelona,
Ventura Gassol me comentaba entusiasmado y yo
escuchaba con júbilo la solidaridad generosa del entusiasmo popular que al
aclamar la República con la simpatía del Ejército, alejaba el fantasma de odios
y escisiones.
Calmada la
inquietud grande, la que podía rozar la integridad santa del interés patrio,
surgía al lado de ella otra, jamás ausente en mis preocupaciones, la de
mantener el orden en el momento mismo del colapso, en esos instantes
peligrosísimos en que el poder parece que se refleja o que atraviesa el vacío.
Si la transición la hacíamos manteniendo el orden y dando la sensación de
contar con voluntad y medios para seguir manteniéndolo desde el primer minuto,
la revolución era perfecta, modelo de ellas. Una entrevista urgente con
Sanjurjo, director general de la Guardia Civil, era indispensable como único
medio de conseguir aquel anhelado fin.
Yo estaba
seguro de la simpatía personal de Sanjurjo, de su espíritu democrático y de la
generosidad sentimental con que respondería a su llamamiento para asegurar en
hora difícil la salvación de España. El hombre de la constante bohemia, sabía
tener, y me constaba a mí, sus momentos graves cuando la seriedad estaba
justificada. Cuidé al avisarle por medio de un militar amigo suyo, de que
supiera mi entrevista pública con Romanones y la convenida rendición del trono,
tras de todo lo que podría también públicamente tratar él con el gobierno
revolucionario, cuyo mando iba a ser efectivo y único en aquel mismo día.
Sanjurjo,
que había acudido sin demora, escuchó sin sorpresa, aunque con emoción y
expresión, que él y la Guardia Civil estarían al lado de España, del orden y de
la paz, representados por la República como lo habían estado cuando el símbolo
de todo ello era la monarquía. Reflejaban sus palabras con transparencias y
silencios corteses, no la desconfianza acerca de nuestro relato, que aceptó
como auténtico, pero sí el deseo al que no podíamos oponer objeción de seguir
al habla con los poderes agonizantes, amparando hidalgamente su seguridad en su
marcha. Precisamente es eso a lo que dio cima al día siguiente, acompañando a
la reina, era y aseguraba nuestro deseo: el caso insólito de continuidad en
acción de gobierno a través de una revolución que ni por un segundo fue
anarquía.
Después de
las tres históricas conversaciones que desde las doce a las dos y media había
tenido con Romanones, los íntimos de Maciá y Sanjurjo podíamos asistir con toda
la tranquilidad en esos trances posible, a un progreso de la revolución
pacífico pero siempre dramático y propenso a complicaciones incalculables.
La
impaciencia justificada que nos consumía y nos mantuvo sin comer durante toda
la jornada más que un bocadillo y por la tarde otro, y ya avanzada la noche,
iba acentuándose a medida que avanzaban las horas y la tarde abrileña se
aproximaba inquietante a todos los riesgos y tentaciones de la noche. El aviso
de Romanones sobre la salida del rey y previa o simultánea posesión del poder
por nosotros no llegaba. En vano le buscó mi hijo mayor sin encontrar más
persona ni más respuesta que la evasiva del secretario Brocas. Sabíamos que
estaba el gobierno apurando sus últimos momentos en palacio; sospechábamos y
hubimos de prever una reacción desesperada de perfidia borbónica o temeridad ciervista. Algo de lo que pasó explícase en las líneas siguientes dictadas por mí, el inmediato día 15 tan pronto tuve
referencia de lo ocurrido. Dicen así:
La
conversación mantenida hoy, 15 de abril, de dos menos cuarto a dos con el
último presidente de la monarquía, capitán general Aznar, me ha parecido tan
importante y merecedora de pasar en su día a mis memorias, que no obstante la
fidelidad prolongada de mis recuerdos, he querido fijarla inmediatamente sobre
el papel.
El general
Aznar, que regresaba de haber despedido a la reina en la estación de El
Escorial, me explicó que hoy hacía la visita como último jefe de Gobierno de la
monarquía, sin perjuicio de volver mañana de uniforme como autoridad de mayor
jerarquía de la Marina. Mostró cortésmente, aunque sin decisión, el gusto
habría tenido en hacerme entrega del poder, pretendiendo disculparse por la
anticipación de nuestro apoderamiento. Mas no debió ser muy sincero su
propósito cuando al replicarle yo que habíamos aguardado dos horas más de lo
indicado, como plazo máximo en la conversación con Romanones, no insistió en la
disculpa y aún reconoció que el conde, a quien no fue posible encontrar en toda
la tarde de ayer para recordarle lo tratado y hacerle ver los peligros de la
situación en posesionarnos, pudo perfecta y fácilmente hablar de nuevo conmigo.
De ello y de haber pasado Romanones todo ese tiempo en palacio, deduje
claramente que fue el rey quien retardó la entrega oficial de poderes para
ganar tiempo en su marcha y colocarnos en el trance de tomar posesión por
nosotros mismos.
No me ocultó
Aznar que él había aconsejado una solución intermedia con Villanueva, Bergamín,
Burgos y Sánchez-Guerra, que convocara Cortes Constituyentes, pero no debió ser
muy resuelto su consejo, porque lo condicionaba para el caso de que el rey no
se marchase. Me dijo que el rey pensó consultarme sobre tal fórmula y que le
disuadió el propio Aznar por ser notoria la imposibilidad de que los
republicanos lo aceptaran.
No me ocultó
que la actitud de La Cierva había sido la intransigencia obstinada, brutal y
provocativa alentando a la resistencia desesperada del rey, fuese cual fuese la
magnitud de la tragedia. Añadió que Cierva incluso censuró por imprevisor y
blando a Berenguer, quien se defendió afirmando que hasta el sábado 11 de abril
hubiera respondido seguramente del Ejército, pero después de mostrada
electoralmente la voluntad del país, la situación militar había cambiado
radicalmente. Expresó viva y desdeñosa indignación, reflejo sin duda de la
regia ante la conducta fría, sinuosa y egoísta de Alba.
Me leyó el
documento, que para su publicación le había entregado el rey al marcharse,
consultándome sobre ello. Yo le advertí que desaparecida su condición de jefe
de Gobierno y vuelto así a capitán general de la Armada, no debía ser él, que a
ello asintió, y sí alguno de los ex-ministros monárquicos civiles, quien publicase el documento llegado el instante de la
oportunidad, que no era el actual. Para saldar tales parecer y consejo, pero en
mi ánimo el deseo de no excitar más a la opinión pública cuya exaltación se
irritaría por documento en que la imprudencia, la falta de buena fe y la
altivez se habían juntado en daño del rey mismo, incorregible en su orgullo
como si fuera otro Luis XIV, a la hora de la expiración. Si hubiera atendido,
en vez de al interés nacional, a la conveniencia política de dañar al rey, nada
más oportuno que publicar inmediatamente el mal concebido y no mejor aconsejado
documento reivindicador a la hora de la fuga de todas las prerrogativas
hieráticas y de la integridad del poder como si su ausencia significara un
viaje de recreo.
Presentidas
pero no conocidas las veleidades del monarca y la discordia de parecer en el
Gobierno; resueltos a que fuera un hecho el plazo previsor fijado como máximo
para la puesta del sol; conocedores de que en Correos ondeaba la bandera
republicana, decidimos aún con luz sobrada para llegar de día a gobernación,
marcharnos a tomar el poder allí, enviando como avanzada fiel, resuelta y
discreta a Rafael Sánchez-Guerra y a encargarse del Gobierno Civil a Eduardo
Ortega y Gasset.
Salimos de
casa de Miguel Maura en dos coches. Iban en el segundo Ríos, Lerroux, Casares y
Albornoz. Íbamos en el primero, que era el mío marca Hudson número 4584 de la
matrícula de Córdoba, seis personas, por este orden de izquierda a derecha y de
delante atrás: el conductor Eduardo Gorriz y el periodista Emilio Herrero; en
las banquetas Maura y Azaña y en el asiento del fondo Largo, que se obstinó en
darme la derecha, y yo. Tuvimos la fortuna de pasar inadvertidos entre los
grupos que el entusiasmo enardecía hasta llegar a la calle de Alcalá, a la
altura del Ministerio de Instrucción Pública, donde más compactos aquéllos y
aminorada necesariamente la marcha, nos reconocieron. Desde aquel instante y
aun suplicando paso hasta enronquecer, tardamos sobre tres cuartos de hora en
recorrer los veinte números de la calle que nos faltarían para llegar a la
Puerta del Sol y el trozo de ésta hasta el ministerio. En el paroxismo del
entusiasmo la multitud aclamaba y entorpecía contra su deseo y nuestro empeño;
los gritos eran ya algo mecánico e incoercible por la pasión misma con que se
pronunciaban y entre aquellas voces lanzadas por rostros convulsos todos, casi
apopléticos algunos, resonaba con monótona cadencia uno, expresión del
convencimiento popular sobre su propia y decisiva fuerza en aquel desenlace sin
tener que agradecer nada a la sumisión tardía, inevitable, egoísta y pequeña
del ex-rey fugitivo: «No se va, lo hemos echado».
Al fin, tras
esfuerzos sobrehumanos en que nos ayudaba, rodeándonos, una selección más
comprensiva de aquella multitud, nos encontramos frente a la puerta central del
ministerio. Costó trabajo abrirnos paso, ya a pie tocarla, pero aun entonces,
ya anochecido desde hacía un rato, pasaron minutos de espera, de ansiedad, de
obstáculos finales que parecían horas de dificultad suprema. En vano gritábamos
hacia el balcón con la fuerza que en nuestras gargantas quedaba, porque
ahogaban nuestras voces los aplausos de aquel mar viviente. Inútilmente asidos
a los aldabones golpeábamos las puertas. Un titubeo postrero quizá mantuviese
la presencia aunque amedrentada del último subsecretario monárquico, a quien
invitamos a marcharse cuando ya estuvimos arriba; alguna vacilación por el
pérfido y desleal acuerdo de declarar el estado de guerra, despedida y último
asidero del régimen huido; quizá también el temor de que tras nosotros
penetrase la avalancha quitando a la resolución su carácter y al Gobierno
Provisional su libertad, mantenían las puertas cerradas. La vacilación fuese
cual fuese su origen cesó; las puertas se abrieron y al aparecer nosotros, los
ocho del gobierno revolucionario, la Guardia Civil antes de volver a cerrarlas
presentó armas en el zaguán y la escalera. La revolución había triunfado sin
disparar un tiro ni atropellar a nadie. Por la calle, sin más traba ni
inquietud que el empuje formidable de la masa, circulaban alegres y tranquilos
niños, mujeres, ancianos; las tiendas estaban abiertas, en cada rincón de
España aún más allá de sus fronteras y en la Puerta del Sol cuantos cabían, se
esperaba nuestra palabra. Yo me encontré de pronto sin descanso, sin reparar
fuerzas, abrumado por las emociones y afónico delante del micrófono y enseguida
salí al balcón para hablar a la multitud, a la opinión de todas partes primero
y al pueblo de Madrid, enseguida. Hice un esfuerzo y me oyeron. Todo cuanto
habíamos sufrido y aun arriesgado era poco, parecía nada junto a aquella
victoria obtenida como en ninguna otra de las sacudidas revolucionarias que
afirman la libertad de las naciones.
CAPITULO
VI
. EL
GOBIERNO PROVISIONAL
PRIMEROS
actos. Se marcha toda la dinastía. Viaje a Barcelona. Concordia esencial con el
catalanismo. El Primero de Mayo. Unanimidad frecuente y salvedades de voto
excepcionales. Perspectiva electoral e incomprensión de las derechas. Mi
candidatura y los socialistas. Jefe de Estado y jefe de Gobierno.
|