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Niceto Alcalá- Zamora

LA VICTORIA REPUBLICANA 1930-1931

CAPITULO IV .

DESDE LA CÁRCEL SE MANDA

La detención. Los manifiestos. Un rasgo de Largo Caballero. Otro de mi familia. Optimismo a pesar de la frustración. Cómo se vivía en la cárcel. Allí se concentra el interés de la política española. Los Consejos de Ministros. Entrevistas inolvidables. La crisis del gobierno Berenguer. Actitudes escépticas, nuestra fe. Una nota oficiosa dada por los presos.

 

El periodo que abarca este capítulo comprende exactamente desde la mañana del 14 de diciembre al 19 de marzo del siguiente año 1931. Aun cuando seguimos luego cuatro días más en la cárcel, esas otras fechas con el interés más vivo y la emoción predominante de la vista ante el Consejo Supremo, presentan fisonomía especial y distinta: del 20 al 24 de marzo fuimos ante todo reos; en los días que ahora recuerdo nos sentíamos reclusos.

Aunque vigilado tan estrechamente como he descrito desde el 13 de noviembre, no dejó de constituir sorpresa la detención en la mañana del 14. El gobierno acertó por casualidad o creyó que con la detención de Maura y mía quedaba todo resuelto, puesto que en Madrid al menos la sublevación de Cuatro Vientos le cogió desprevenido. Siendo evidente que el apresuramiento de Jaca determinó entre otras muchas precauciones nuestra detención, llegamos a no temer ésta desde que transcurrieron dos días sin prendernos con posterioridad a aquella trágica aventura.

Bien temprano, hacia las ocho de la mañana del domingo 14 de diciembre, entró un inspector en mi casa y manifestó que deseaba hablarme. Inequívoco el propósito, que además declaró aquél exhibiendo a requerimiento de mi mujer la orden expedida por la Dirección General de Seguridad, nos limitamos a pedirle tolerancia que cortésmente otorgó para tomar el desayuno y afeitarme. Algo más titubeó el inspector D. Arcadio Cano cuando solicité que, aun acompañado por él y por los agentes, me dejara oír misa. Accedió sin embargo y previendo que de consultar encontraría una negativa, tomó la resolución por su sola cuenta. Entre agentes fui a misa a San Fermín, volví a mi casa y aún obtuve unos minutos para escribir, tranquilizándola, a mi prima Gloria Torres, que me crió en mis primeros años de orfandad, y retratarme a petición de mi familia con ésta y con el inspector. En el coche de casa los míos, en uno de la policía yo, salimos para la cárcel Modelo, en cuya oficina de ingreso encontré a Maura. Su presencia no era sorpresa para mí ni recíprocamente, porque entre nuestras mujeres hubo comunicación telefónica y sabía además que el inspector Cano, antiguo protegido de D. Antonio Maura, de cuya vigilancia y de la de su casa estuvo encargado muchos años, había pedido, para disminuir la violencia del servicio, el trueque en virtud del cual vino a detenerme a mí en vez de ir por Miguel.

Donde sí causó extraordinario asombro nuestra aparición fue en el patio de presos políticos, donde ya se encontraban Eduardo Ortega y Gasset; Sánchez, el secretario de Lerroux; Palomo, el íntimo amigo de Marcelino, gobernador luego de Madrid; el díscolo Botella Asensi; un muchacho joven, Hernández Alonso; un radical socialista, Escudero, celebérrimo por sus ocurrencias fantásticas y simpáticas; el profesor Giral, ministro de Marina cuando escribo estas líneas; el periodista Lesana, incluido sistemáticamente en toda redada dictatorial; un viajante catalán extraño a la política, víctima de una broma, combinada por el gerente de El Debate, cuya garantía le sacó pronto de la cárcel... pocos minutos después llegaron los directores del hotel Florida, sometidos a incomunicación y excepcional desconfianza.

Las detenciones, en su heterogeneidad inconexa, reflejaban el aturdimiento y la arbitrariedad. Con ellas y sin necesidad de las que siguieron (hubo algún día más de sesenta), la capacidad de alojamiento de la cárcel se puso a prueba aun libertando carteristas para abrir un claro. Estaba lleno el departamento de presos políticos. Por eso Maura y yo, como luego Fernando de los Ríos, Largo Caballero, Albornoz, Galarza y Casares, fuimos instalados en el último pasillo de la galería primera de delincuentes, con asimilación al trato de los otros presos políticos y acceso a su departamento, en el cual hacíamos las dos comidas, pasando además la mayor parte del tiempo. A mí me correspondió la celda 9 de dicha galería primera, y en ella permanecí la mitad del tiempo de prisión, hasta el 27 de enero inclusive. Pude aprovechar las sucesivas liberaciones de presos políticos más antiguos para bajar antes a la galería de aquéllos, pero lo eludí porque le había tomado cariño a mi celda 9. Sin mayor capacidad de aire, su ventilación y luz directa, y algo de indescriptible grandeza que tenía sobre todo por las noches la soledad silenciosa de las dilatadas galerías que atravesábamos al ir a recogernos, me retuvieron, y algo parecido le ocurrió a Fernando de los Ríos y a algún otro.

Por fin, el 28 de enero no pude retardar más el cambio y vacante desde la noche pasada la celda letra A de políticos, cuando pusieron en libertad a Eduardo Ortega y Gasset, pasé a ocuparla. La impresión del primer día inmediato fue peor en ella, pero desde el siguiente, 30, trasladé a mi nueva residencia el afecto extraño pero indudable, apego determinante de hondos recuerdos, que liga con alojamientos tales. Por esa inercia sentimental y prefiriendo la pureza del aire a la debilidad de temperatura, allí me quedé, siendo la celda de la poco apetecida orientación norte. La recuerdo con placidez, con cariño y si la cárcel derribara aquella reja, tendría seguramente en mí un adquiriente satisfecho y espléndido.

La primera noche de cárcel fue casi toda ella de insomnio. La extrañeza del lugar y de la cama entraba para ello por muy poco, junto a la impaciencia de que llegara el amanecer en que debíamos sentir los silencios de huelga general y los estruendos del campamento sublevado. Calcúlese nuestra ansiedad y por ella la inquieta amargura con que veía ir penetrando la luz, señal de ser ya día pleno, percibiendo el oído sensaciones contrapuestas a las anheladas y aguardadas, el silbato de los trenes que normalmente llegaban, las campanillas de los tranvías, el rumor cotidiano de la calle y hacia el campamento, nada, absolutamente nada. Parecía que por encima de nosotros nada pasaba —de tal modo nos oprimía— cada vehículo pregón de vida normal. Entre diez y once de la mañana, súbito impulso de alegría: cruzaban los aires las aeronaves sublevadas; caían sus proclamas en la calle; nos las llevaban algunos visitantes; empezaban los obreros a abandonar el trabajo; se recibía y ejecutaba con prisa la orden de echar de los locutorios a nuestros amigos y familiares... el movimiento revolucionario pareció estar en marcha. Los presos sociales y los de derecho común me aclamaban desde las galerías y aun amonestados por el director con blandura que reflejaba los temores del régimen amenazado, me iban saludando al retirarse a sus celdas. Aquella alegría duró muy poco. El propio director me llamó para comunicarme que, por desgracia, dadas sus ideas, el movimiento estaba dominado.

Poco a poco, desde el 15 al 17, manteniendo aún débil esperanza sobre el rumor que el deseo creaba, el teléfono o los viajeros esparcidos y la censura agrandada, fuimos sabiendo lo ocurrido. En Madrid, con la eterna y mutua desconfianza y espera para iniciar el movimiento, los obreros no habían ido a la huelga, porque no vieron el campamento en poder de los militares republicanos, y éstos, cuando ya entrada la mañana lo tomaron, desistieron de proseguir el movimiento al ver la normal tranquilidad de las calles. La culpa estuvo indudablemente del lado de algunos directores socialistas. A tal punto, si bien el posterior triunfo cortó los propósitos de depuración, durante los meses de cárcel estuvieron resueltos Ríos y Largo a llevar ante el congreso del partido a Sabori y a algún otro cuya pasividad o consejos infringieron tan manifiestamente el mandato de huelga que decretó el Comité Revolucionario y que había el compromiso de obedecer.

En provincias, los acontecimientos se frustraron principalmente por las precauciones que el movimiento de Jaca inspiró a las autoridades. Aunque se desenvolvió con más fuerza y a la vez orden de lo que pudo suponerse en Vizcaya, Guipúzcoa, Huelva, Alicante (a pesar de la prisión de Albornoz y Galarza) y en otros puntos, quedó paralizado en lo principal. Así, en Valencia, en vez de poder sacar Pérez Salas las baterías anulando el próximo cuartel de la Guardia Civil, fue ésta la que amaneció coronando las tapias del de Artillería, cuyos movimientos se hicieron imposibles. En Burgos, donde aun con mi presencia hubiera habido grandes dificultades, no se halló presente Lerroux, quien al mediodía del 14, desconocedor de la detención mía y de medida análoga respecto de él, buscó uno de los varios refugios durante muchas semanas desconocido por la policía, desde los que vino dirigiendo los primeros trabajos de reorganización después de la intentona frustrada. A la capital castellana llegó Sánchez-Román y tras una deliberación breve con Sacristán, mi amigo García Vilches y algunos otros, comprobaron que no cabía hacer nada. En Lérida, Barcelona, etc., tampoco fueron posibles iniciativas que además como principales no estaban previstas. Según supimos luego, amedrentado el gobierno, habría bastado con un bombardeo por la aviación sublevada, pero esto no podía preverse, y en definitiva resultó preferible a ese conato del que acertadamente desistieron las jornadas del 12 y del 14 de abril.

Aun cuando a distancia de los sucesos confirmé el juicio optimista que acabo de expresar y no sintiéramos ni aun en aquellas horas de diciembre el desaliento, reconozco ahora cómo apreciamos siempre que la frustración de aquel intento tuvo dos causas: la precipitación de Jaca y la falta de cooperación en forma de huelga tanto en Madrid como en las líneas férreas en general. Ninguno de los dos incumplimientos en cuanto a huelga tuvo explicación admisible y ambos fueron importantísimos. No necesita ello encarecimiento respecto a Madrid, ni tampoco en cuanto a la huelga ferroviaria, arma potentísima tal como se había preparado, o sea, al servicio de la revolución, manteniendo los trenes allí donde la conveniencia estratégica del movimiento lo favoreciese.

Cuando todo estuvo convenido acerca del programa y de los medios de acción, figuró entre las complicaciones complementarias redactar el manifiesto de la revolución y hubo para ello tres encargos o ponencias presentadas sucesivamente con diferencia de días. Fue la primera de Prieto, a quien por extraña rareza sólo explicable en el desacuerdo habitual de la inspiración con el encargo, no le acompañó su fortuna al utilizar las dotes de periodista demoledor y tribuno. Redacté yo entonces otro proyecto, que con la aprobación plena y entusiasta de Albornoz y Miguel y la conformidad general, tampoco me dejaba a mí del todo satisfecho y como se notara cierto deseo en D. Alejandro de compensar con esta iniciativa su frecuente silencio en nuestras deliberaciones, a él se le encomendó la redacción que de antemano y fiando en su pluma limpia y briosa dimos por definitiva. Así fue, porque al leernos sus cuartillas sólo se modificó a propuesta de él una expresión episódica un poco dura y para evitar el neutro pregoneo de dos octosílabos el comienzo que le había salido así: «De las entrañas del pueblo surge un clamor nacional». Eso —le dijimos— es el comienzo de un cantar. «Pues la copla estaba casi completa —replicó riendo D. Alejandro, mientras enmendaba— porque me salió un tercer verso y consonante, que por serlo percibí y taché». Restablecida la gallarda prosa de Lerroux, sólo quedaba imprimir, tarea difícil por el número enorme que alcanzaría la tirada. Para disminuir la dificultad dividiéndola y eludir la de transporte de ejemplares, fueron varios de éstos a máquina a las poblaciones más importantes.

Hecha, aunque con dificultades, una tirada para repartirla en Madrid, Largo Caballero, que en su actitud justificaba siempre los apellidos, tuvo la previsión y delicadeza de consultar en la tarde del domingo 14 a mi familia si se publicaba o no el manifiesto, advirtiéndoles que el reparto, por ser yo el primer firmante, agravaba mucho mi situación. No podían consultarme los míos, y acordes mi mujer y mis hijos contestaron a Largo facultándole para resolver como mejor viese que convenía a la eficacia del movimiento revolucionario, pero sin ocultarle que en su opinión la publicidad era conveniente.

No decayó un momento el ánimo entre los presos, aun prolongándose la detención y con la perspectiva de continuar aquélla en presidio. Hasta el viernes, 19 en que ingresaron Largo Caballero y Fernando de los Ríos por haber acudido voluntarios a la citación del Juzgado Militar, los únicos procesados del Comité Revolucionario fuimos Maura y yo. En mi declaración reconocí la autenticidad del manifiesto aun cuando no había ejemplar firmado materialmente por nadie, pero ni tratamos de rehuir responsabilidades, cual lo corroboró la actitud de Sánchez-Román y Galarza pidiendo ser procesados, ni yo podía olvidar que en caso de triunfo me estaba reservada cual declaré la Presidencia del Gobierno Provisional. El juez instructor general de Artillería Lombarte oyó las declaraciones con extrañeza y contrariedad, dando facilidades correctas y discretas que no quise utilizar para que hubiera podido atenuarse en la redacción escrita la confesión oral. En cambio el capitán secretario, que debía ser muy partidario de la dictadura, saboreó con verdadero placer la gravedad que presentía de sus sinceridades.

Pronto nos reunimos casi todos los compañeros del Comité que íbamos a comparecer ante el consejo de guerra y la llegada de cada uno fue motivo de íntima alegría para todos. El 19 a la noche entraban Fernando de los Ríos y Largo, el 20 llegaron de Alicante Albornoz y Galarza, conducidos en molesto viaje con rutinaria y excesiva dureza. Pero nuestra gran preocupación era Casares: desde el primer momento en nuestras declaraciones como en las suyas procuramos atraerle a la jurisdicción más culta y comprensiva del Consejo Supremo, cuya competencia había surgido por el cargo que en el de Estado desempeñaba Largo Caballero. Por fin hacia el 12 de enero llegaba Casares, verdaderamente desconocido, con las huellas del descuido y rigor con que lo trataron una jurisdicción mixta de militar y montañesa, aislada del mundo por riscos y nevadas, inspirada por un criterio, llamémosle así, muy diferente del que en Madrid guiaba al consejero instructor togado García Parreño, siempre atento y correcto dentro de su deber.

La vida en la cárcel, inevitablemente monótona, nunca produjo en nosotros tedio y menos aún desaliento. Era el despertar temprano, como el desayuno en que imperaba el régimen carcelario con su tazón de lata en que servían el café, al que añadíamos algo de las cosillas que solícitamente nos traían la familia y amigos. Después de un rato de lectura (la mía favorita fue de Séneca y Raimundo Lulio), comunicación matinal reservada para la familia y después el trabajo profesional y el despacho del correo, cosa sana que a través de los hierros llevaba con mi secretario y pasante Díaz Berrio, si le permitían entrar, y cuando no con mis hijos. Luego el almuerzo a lo largo de una mesa improvisada con tablones de pino, sobre cuyo estrecho tablero se alineaban en abigarrada combinación servilletas, vasos, platos y cubiertos de cada uno. En esa variedad se detenía el individualismo, porque en participar de la comida, pronto corrimos lindes cuya soltura precipitó el aspecto incitante y aun provocativo de un magnífico jamón de Trévelez, regalado a Fernando de los Ríos y que a todos nos pareció escandalosa propiedad privada para un socialista. Desde aquel instante cierto colectivismo extenso e intenso imperó en la mesa.

Apenas terminaba la comida bajábamos a pasear al patio todos los días, porque hubo la suerte a tal fin, desgracia para el campo de un invierno tan seco, que la lluvia no reforzó la clausura. Jugaban a la pelota los más, destacándose Largo por una agilidad de intención que compensaba sobradamente la desventaja física de sus años, discutía Galarza como si fuera un pleito cada tanto por el partido; paseábamos los demás y cruzaba fugaz unos minutos Albornoz, como un meteoro cual le llamaba en broma Ríos, volviendo aquél inmediatamente a la abstracción constante de su imaginación o de su celda. En ella, en la suya se recluyó voluntariamente desde enero Miguel Maura. Embebido y pudiera decirse sorbido por una correspondencia kilométrica e informe que correspondía al secreto, aunque no del sumario que se nos siguiera.

De tres a cuatro y media segunda comunicación, ésta ya con el público, mientras lo permitieron, que fue hasta el 4 de enero, fecha en que irritado el rey por el espectáculo de la fila de carruajes y la cola de concurrencia que aguardaba para visitarnos, impuso la prohibición de visitas atropellando el gobierno el reglamento de la cárcel y los autos de comunicación dictados por el Consejo Supremo. Intentó éste un leve forcejeo para mantener su autoridad y nuestro derecho, pero al cabo capituló ante su inferior judicial el capitán general Federico Berenguer, y estuvimos sin comunicar (yo con mi pasante de toda la vida) cerca de dos meses. Con nuevo director de la cárcel más compresivo y otro gobierno, el de Aznar, la comunicación vespertina fue restableciéndose, tolerando docenas de personas aunque no se llegó al millar de éstas como en diciembre.

Con frecuencia la comunicación de la tarde se enlazaba con otra de abogados que utilizaban para ello el privilegio profesional, llamándonos a los locutorios de la planta baja, llamados salillas, aunque no dejó de ponerse cortapisa incluso para celebrar reuniones ante los defensores y los procesados. Un rato de tertulia y de esparcimiento hasta el impresionante toque de oración, el más armonioso y mejor ejecutado de los que iban cortando a cada hora la lentitud de aquellas horas, y tras la cena sobria, por sobremesa reuniones del Comité en la celda S, la de Miguel Maura, o en la K, la de Albornoz, que llamaban humorísticamente los Consejos de Ministros pidiéndonos a la salida nota oficiosa los periodistas republicanos, compañeros nuestros de prisión y de comida.

Desde la Pascua cuya noche Barcia y yo celebramos con extraordinario júbilo, estaba delimitado prácticamente el número de los que íbamos a comparecer ante el Consejo Supremo y de lo que iban a declarar los rebeldes. Nicolau d'Olwer pudo con relativa facilidad pasar a Francia a Prieto; le costó algún trabajo más desde Bilbao, tras infructuosa y tremenda travesía nocturna. Como él nos contaba por carta, «en la barca el pescador espera cantando el día». Martínez Barrio, bien oculto durante unas semanas en Andalucía, pudo al fin embarcar para Francia después de contestar a su consulta como a la de Indalecio y también se le dijo a Nicolau que no se presentaran, porque convenía conservar manos libres fuera de la cárcel.

La dirección del movimiento a continuar quedó confiada a Lerroux, cuyos sucesivos paraderos dentro de Madrid tuvieron que ser conocidos al final por la policía, dada la frecuencia de visitas que recibiera, pero ya a última hora y reintegrada la gestión revolucionaria a nuestras manos, una detención más no convenía a tales alturas a la marcha del proceso, que hubiera retardado la extremada prudencia de Marcelino, que se enterró invisiblemente y al cabo de bastantes semanas, atravesando la raya de Portugal, pudo ir desde Lisboa a Francia. Con quien nos costó más trabajo hablar fue con Azaña, aunque no llegó a salir de la corte, pero disimuló tanto su presencia y fingió tan bien la ausencia, que ante nosotros mismos, sus familiares, cuando iban al locutorio nos dejaban la duda o alternativa de si estaría ya en Alemania o no habría pasado aún de París. Por fin, ya aproximándose febrero, adquirimos el convencimiento de que nuestro ministro de la Guerra permanecía en situación de disponible en la capital y nos lo confirmó su respuesta a una carta, en la cual nos ratificaba su adhesión a los acuerdos tomados.

Los llamados en broma Consejos de Ministros lo eran en realidad. Tenían una primera parte dedicada a contrastar las noticias recibidas durante el día sobre posibilidades revolucionarias y a coordinar esfuerzos. Luego continuábamos con método y paciencia la reconstrucción de los acuerdos sobre programa del futuro Gobierno Provisional, adoptados en las sesiones de casa de Miguel Maura y del Ateneo. De ellos se habían tomado unos extractos a modo de concisas y confidenciales actas que generalmente escribía Casares, guardándolas en un rincón de la chimenea de Miguel; pero al intensificarse el cerco policiaco fue obligada por precaución destruirlas como también la lista de funcionarios que en abreviaturas llevaba yo. Acordes en la referencia de las transacciones alcanzadas, lo estuvimos también sobre su desenvolvimiento detallado y reflexivo, que por lo demás y en la casi totalidad estaba ya convenido. La nueva redacción que apenas difería en palabras de la anterior, la hicimos Fernando de los Ríos y yo en la celda B. Y los últimos retoques, con una colaboración en esto más frecuente y detenida de Miguel Maura, se dedicaban a las cuestiones ferroviarias, uno de los pocos problemas que el 14 de diciembre estaba, aunque examinado y concertado en sus esenciales bases, sin las puntualizaciones a que en casi todo lo demás habíamos llegado. La tarea previa a nuestra detención nos ahorraba trabajo y discusión, pero rehacerla sirvió para probar la lealtad coincidente de referencias y voluntades.

Las dos tareas a que dedicábamos los Consejos estaban justificadas. Efectivamente a poco de llegar viose claro por cuantos no estaban ciegos, que el centro de interés y aun de influjo en la vida española estaba dentro de la cárcel. De los primeros en verlo, con su sagacidad habitual, fue el conde de Romanones, y justo es reconocer que una vez más mostró, hasta donde la posición y la familia se lo permitiera, un espíritu liberal. De él fue una frase en que se declaraba lo que recuerdo y se distinguió entre los que más expresivos ofrecimientos hicieran a mi familia en la adversidad. Los motivos de ello eran la coincidencia fácil de su afecto y su perspicacia, pero él alejaba incluso la coincidencia extraña de haber conocido mi prisión el mismo día en que, como resultado de tres vistas en que fue su abogado y amigo, con el mayor interés y el máximo desinterés, le entregaban 30.000 duros que habían salido de su bolsillo con grave riesgo de no volver y a los que según frase gráfica «les tenía mucho cariño». Empeñose en dar una muestra de desprendimiento y simpatía hacia los perseguidos y, a ruegos de mi mujer, dio mil pesetas que en la lista de donativos figuraron como «de un conde amigo».

Aquellas suscripciones fueron varias y con destino muy diferente. Las había para los desterrados, para los presos pobres, para las familias de Galán y García Hernández, señaladamente para la hija de éste, cuya desventura me atrajo siempre y me obsesionó desde que con espanto pude leer en la cárcel la copia de las monstruosas actuaciones de Huesca, prueba y pregón de que si fusilar a Galán constituyó crueldad y torpeza, el caso de García Hernández era prevaricación inicua equivalente de un asesinato.

Teníamos que atender no únicamente a la solidaridad con los perseguidos de posición más lastimosa, sino además, a reorganizar los trabajos revolucionarios. Encargamos de ello a D. Alejandro, quien no dio paz a la pluma, escribiendo una serie de cartas cuyo mérito superó a la eficacia, ya que limitada ésta, cual era de temer, a alentar a los impresionados por la derrota, atar cabos sueltos y organizar una recaudación escasa, no superaban los resultados a las epístolas, género que yo creo la especialidad literaria de D. Alejandro, donde su prosa fuerte, abrillantada y sobria a la vez luce aún más que en los discursos, librándose por advertencia limitativa del papel del peligro que suponen las excesivas dimensiones. Pero notamos pronto que, no obstante la celosa e incansable actividad de Lerroux, renacían los recelos de la discordia republicana y de la vieja y sañuda desconfianza, amargura y prueba añejas de su espíritu, mientras que por un contraste explicable de la psicología colectiva, la simpatía y la esperanza de las masas y de los militares buscaba un enlace más directo con los que estábamos presos. Contribuyó a agravar aquel recelo externo y a imponernos de nuevo el cometido revolucionario la forzada necesidad, al no poder exhibirse D. Alejandro, de utilizar algunos de sus amigos, determinantes por reflejo sobre aquél de la prevención, quizá exagerada o injusta, pero inevitable y funesta.

La tarea preparatoria de gobernar era también menester obligado porque en todos los detalles percibíase casi sin depresión, si aun momentánea, la fuerza creciente de asistencia popular, presagio y seguridad de triunfo, cierto en la consecución y proximidad, dudoso tan sólo en la ocasión y fecha.

Esta fe, sostenida y progresiva, se asentaba en detalles innumerables y defensivos. Llegaban las cartas a nosotros con los sobres materialmente cubiertos por las firmas de cuantos las habían visto o manejado. Era la cárcel lugar de verdadera peregrinación; hubo colectividades oficiales humildes que nos felicitaban casi en masa; el 11 de febrero hubo un verdadero y espontáneo plebiscito, con firmas y telegramas, en algunas poblaciones por centenares, en otras de casi todo el vecindario, sin excluir la isla más apartada ni los pedazos de territorio africano. La corriente de opinión nos hacía prudentes para escuchar los tratos sobre auxilio financiero. Comprendimos su necesidad, pero aspiramos siempre a evitar compromiso, si era posible como lo fue en definitiva, y en caso necesario nos inclinábamos al interés, por elevado que fuese el sacrificio, fijo, sin comprometer renta o potestad alguna que fueran sombra siquiera para la plenitud de la soberanía fiscal y económica. Ese criterio inspiré en nuestra correspondencia a través de Giral, ya en libertad desde la madrugada del 4 de enero, con D. Alejandro, quien sobre esas cosas y sobre todas, solía enviar notas que firmaba «Manuel García» y se dirigían a «El Prior». En la misma actitud llevó Prieto, ya en Francia y sobreponiéndose al ambiente de impaciencia explicable en los emigrados, todas las negociaciones que se insinuaron sin concertarse, porque acentuó siempre la prudencia y la defensa del interés público con extraña delicadeza, no obstante tener como ministro de Hacienda nuestro una plenitud de poderes, cuyo restrictivo ejercicio justificó la de nuestra confianza absoluta.

La correspondencia de Prieto y algunas cartas de Queipo de Llano nos dejaban traslucir la desesperación y a ratos el pesimismo de los que lejos no podían percibir el brioso resurgimiento de la opinión española. Transparentaban también la connivencia difícil entre oficiales jóvenes y exaltados y por otra parte un general que aun en el destierro y después de sublevado no podía prescindir con más razón que posibilidad práctica de las exigencias de disciplina. Con toda esa diferencia de ambiente y por ello de optimismo, que a nosotros nos tocaba infundir, la coincidencia esencial se mantuvo dentro del Comité Revolucionario. Con alguna dificultad áspera motivada, no por D. Alejandro, sino por la situación singular de algunos de sus auxiliares, fue siempre también cordial y correcta mi correspondencia con aquél, cuyas deferencias, respetos y cortesía se mostraron como antes y luego insuperables y encontraron justa correspondencia.

No éramos sólo nosotros, ni la masa en su clarividencia, natural, quienes nos dábamos cuenta de que la dirección de la vida política española había sido encerrada con el Comité Revolucionario dentro de la cárcel. Lo veían también así unas cuantas personalidades de claro juicio y alto relieve que se interesaban por los asuntos de España. Esta generalizada creencia determinó algunas entrevistas verdaderamente inolvidables. Fue una de ellas la visita por parte de Alfonso Costa, quien por cierto pasó eludiendo severidades del régimen carcelario, que con él se habían intensificado y que burló presentándose como próximo pariente de Fernando de los Ríos. En aquella entrevista trazamos los revolucionarios españoles y portugueses las bases de la futura y cordial compenetración entre las dos repúblicas, reconociendo la solidaridad de sus intereses y de su independencia respectiva, siempre plenamente soberanas, siempre dispuesta a utilizar esa soberanía sin trabas para marchar juntas y de acuerdo. Al término de aquella entrevista y como recuerdo de ella, Alfonso Costa entregó a mi mujer una tarjeta con este expresivo autógrafo, reflejo de muchas esperanzas: «En la víspera de los dos triunfos». El nuestro estaba muy cercano, ¡el portugués aún iba a tardar bastante!

Otra entrevista inolvidable por su trascendencia, su cordialidad y el reconocimiento de que en la cárcel se hallaba el gobierno que había de conseguir la transformación de España tuvo lugar cuando nos visitaron los representantes de partidos catalanes, Srs. Rovira y Virgili, Bofill y Matas y algunos otros. Habían venido a Madrid para asentar las bases de conciliación y arreglo que cerraran con franca concordia los odios enconados por la dictadura y no pensaron un momento en dirigirse al gobierno que disponía de La Gaceta y sí al que estaba preso. De noche, a la luz escasa de una lamparilla eléctrica, con la reja por medio, bien agrupados por el frío, muy cerca por la sordera de Rovira, fuimos Fernando de los Ríos y yo, acompañados por Galarza, exponiendo sin agravio pero también sin una ambigüedad como así mismo la había en nuestro interlocutor, la magnitud, términos y soluciones del problema, enfocando unos y otros reflexivamente la visión de un porvenir histórico, dilatado y común, en que de las diferencias reconocidas se iría hacia la compenetración voluntaria y grata. Pude apreciar la gran valía de Bofill y Matas y aquella entrevista tan grata, por lo que reconocía en el presente y prometía para el futuro, no me dejó dormir en toda la noche: tan honda había sido justificadamente su impresión.

Aún nos aguardaba otro diálogo y otra noche emocionante; pero ello fue algunos días después, también dentro del mes de febrero, y requiere mención aparte.

En momentos tales se produce la intensa y súbita transformación de un país y de su opinión pública, la pérdida de contacto con ésta desorienta y engaña al espíritu más avisado. Si nuestros propios compañeros de gobierno revolucionario, a las pocas semanas de emigrados, no podían comprender nuestro optimismo, calcúlese la incomprensión total en que respecto de éste se hallaría colocado a los siete años de expatriación un hombre como Santiago Alba, inteligentísimo pero escéptico profesor y profesional, experto en aquel constitucionalismo de ficciones cuya quiebra ruidosa se produjo en 1923 y cuyo restablecimiento siempre fingido y retardado era el seguro último y la concesión máxima a que se acogía el rey al destrozársele también la dictadura. La diferencia de temperamento, de situaciones y de datos explica la profunda discrepancia que entre Alba y nosotros surgió al acercarse y producirse la crisis del gobierno Berenguer. Tuvo tal y tan hondo desacuerdo su fase escrita en una correspondencia irregular, no era directa, mantenida a través del duque de las Torres y de Sánchez-Román, en la cual con mayor sequedad porque el rodeo hacía la expresión más libre. Alba censuraba lo que creía en nosotros arrogancia intransigente, falta de fuerza revolucionaria, pero estorbó bastante a la conciliación y nosotros rechazábamos sus acomodamientos escépticos y aun su injerencia aspirante a directriz de un movimiento en el que no era partícipe.

Justo es reconocer que entre los mismos revolucionarios residentes en España ganaba terreno la idea de un ensayo constituyente adaptado con más o menos violencias y lecciones a la continuación interina de la corona, tal como proponían los constitucionalistas y propugnaba Alba.[209] Por esa pendiente empujaban la prudencia, el cansancio o el pesimismo e iba la solución ganando adeptos entre el Partido Radical, con inequívocas declaraciones aunque disciplinadas salvedades del propio Lerroux y entre buenos y probados amigos míos.[210] Hubo pues necesidad de decidirse cortando una corriente que podía llevarse por delante, mediatizándola, toda la fuerza revolucionaria, y la ocasión surgió inesperada, sin dar tiempo a pensar un matiz ni a corregir una palabra. El 16 de febrero, cuando me avisaban para almorzar, llegó a la reja de la cárcel el redactor republicano de La Voz, D. Virgilio de la Pascua, pidiéndome una declaración a modo de nota oficiosa que fijara en nombre de los presos nuestra actitud ante la crisis y el futuro gobierno. Sin tiempo ni para consultar con los compañeros, le fui dictando y él escribió de pie, apoyando la cuartilla en la pared, la siguiente nota que iba a ser tan discutida y tan decisiva:

No queremos acogernos a la socorrida fórmula de que para juzgar a un gobierno debe aguardarse a conocer su composición y sus actos. Sin perjuicio de atender éstos y de examinar aquélla, basta el carácter con que se anuncia el ministerio constituyente para considerarlo una primera etapa o victoria de la decisiva que obtuvo y completará la revolución, tan sólo a juicio de los miopes vencidos en diciembre.

La fuerza constituida por republicanos y socialistas sigue inquebrantablemente unida y en marcha. Actuará vigilando desde fuera para el triunfo inevitable de la República y el empuje revolucionario, que mantiene y perfecciona, será el punto de apoyo único que encuentre la rectitud, la independencia y la insistencia del nuevo gobierno que, nombrado protocolaria y oficialmente por la corona, sólo ha sido posible por la pujanza de la República, donde aquél encuentra su verdadero origen.

La situación, teóricamente contradictoria e históricamente frustrada, siempre de un poder constituyente pleno, libre y sincero, coexistiendo con el resto o a la sombra siquiera de otro poder constituido, planteará dificultades y zozobras frente a las cuales viviremos en una alerta de organización y propaganda.

Seguros estamos de que unas elecciones de verdad proclamarían legalmente la República, y resueltos también a que ninguna intriga o influjo de los poderes tradicionales arrebate nuestra victoria ni mediatice el poderío y el significado que quiera ostentar al futuro gobierno. Sin duda, su ánimo presiente, y la realidad demostrará, el máximo de sus esperanzas y los límites de su cometido honroso y patriótico: suavizar la transición y salvar el orden, pero deberá ser sordo a la sugestión de ningún otro aseguramiento y a la torcedura de medios y procederes para remediar el naufragio voluntario y ya virtualmente consumado.

Cuando subí a almorzar y recordando lo dictado fui repitiéndolo palabra por palabra, cada una de ellas obtuvo la resuelta aprobación de los compañeros presos. Pero en la calle, la acogida no fue ni mucho menos tan unánime y entusiasta. Nos censuraron con acritud bastantes; nos admitieron no pocos con lealtad lo que creían nuestro error... en esos trances hay que decidirse sin titubeos y tener la suerte de que acompañe la inspiración; nosotros la tuvimos y antes de dos meses el triunfo venía a completar la demostración que desde fin de febrero fue abriéndose paso lentamente, llegando a todos la convicción anticipada a la victoria de que si nosotros hubiéramos cogido aquel cable, lanzado en su apuro por el rey, le hubiéramos permitido la maniobra en que por manejo y dominación, al cabo de todo y de todos, hubiese rehecho su influjo y pulverizado la masa revolucionaria que teníamos reunida y era capaz de vencer.

La nota tan discutida era la persecución lógica de la actitud con que habíamos conseguido llevar al gobierno Berenguer a la crisis y frustrar sus planes o los del rey para liquidar solamente y en pequeño la catástrofe dictatorial. La crisis fue el resultado de la tenacidad con que nos negamos a tomar parte en unas elecciones legislativas ordinarias, que acomodadas a la muerta Constitución de 1876, implicara el reconocimiento en el monarca de potestad para matar y resucitar, a su antojo y conveniencia, la ley fundamental. Nuestra fórmula era que sin Constitución, deshecha por la corona, no había otra salida ni más poder que Cortes Constituyentes, cuya plena soberanía era incompatible con las prerrogativas y presencias de aquélla. Sólo aceptábamos la participación en elecciones municipales, para no dejar los pueblos en manos de las oligarquías dinásticas, pero de ningún modo asentamos por nuestra participación la legitimidad de unas Cortes ordinarias que sancionaran de hecho, enterrándolas en la fosa común, como si no hubiese pasado nada en los siete años de la dictadura. Nuestra labor de convencimiento trabajó primero sobre los socialistas y republicanos no presos, prevaleciendo al cabo entre unos y otros, no sin esfuerzo. Cuando nuestro frente estuvo compacto, fue relativamente fácil ir ganando hacia el retraimiento franco, o al menos la condenación de las Cortes ordinarias o constitucionalistas y liberales.

Tantos pareceres adversos a la maniobra del gobierno Berenguer, aislándolo moralmente, produjeron su caída con el desistimiento del decreto de convocatoria de Cortes, después de lo publicado. Cuando con iniciativa tan desagradable como poco sincera en el ánimo del rey, vino éste obligado a conjurar o hacer que confiaba la presidencia del futuro gobierno a Sánchez- Guerra, el problema para nosotros fue difícil entre los imperativos de conducta resuelta como caudillos de una revolución en marcha y los miramientos debidos del que lo había sido noblemente de aquélla, aunque en otra fase de menor avance en la intensidad del empuje y el radicalismo de las soluciones, resolvimos nuestro problema, para lo cual bastaba abrir el alma a todo afecto de nuestros espíritus hacia D. José, pero resistiendo tenaz e inflexiblemente cualquier sugestión y de ellas la más temible, la de nuestras simpatías para un acomodo que comprometiera colaboraciones y aun desarmes. Ese estado de espíritu inspiró la nota oficiosa de los presos antes transcrita y que podía juzgarse lanzada aunque sin propósito de antemano, parapeto bastante para evitar el asedio directo y afectuoso del que era nuestro amigo. No fue así por su gran bondad. Sin duda a esa bondad de nuestro amigo se juntó autorizándole el impulso para reprobarlo luego, la maquiavélica intención del monarca o de algún consejo que pudiera recibir. Lo cierto es que con extrañeza de casi todos, y para nosotros sin tal asombro pero emoción y gratitud profunda, diose el espectáculo histórico e inolvidable de un gobernante encargado por el rey de formar ministerio que sale de palacio y se dirige a una cárcel para pedir como base principalísima de su amplia y difícil combinación ministerial, la entrada en ella de jefes republicanos y socialistas, contra los cuales estaba pendiente con petición de muy severas penas, un proceso por rebelión ante la jurisdicción militar.

Todas las circunstancias, aun las de detalle o accidente, contribuían a aumentar la impresión del excepcional suceso: la hora ya avanzada para la costumbre y el régimen de la cárcel; la pobrísima desnudez de muros y banquetas débilmente iluminados; la efusión en la negativa y la sencillez toda del diálogo, cuya insólita trascendencia no se nos ocultaba; las huellas por desgracias evidentes y visibles del avance de enfermedad, que hacía aún más temblorosa la voz y más meritísimo el sacrificio del hombre que nos requería con respeto y discreción y que estaba dispuesto a asumir la responsabilidad superior a sus fuerzas e irrealizable para cualquiera a la altura que alcanzaban los acontecimientos.

Nuestra negativa emocionada, cariñosa, fue inquebrantable y D. José tuvo la comprensión bastante para no aumentar nuestra dificultad con extremos de insistencia que vio del todo ineficaz. Fue en eso más compasivo el que aparentemente recibía un desaire en comparación con los demás, incluso con los amigos nuestros, porque aquella actitud de nosotros renovó, avivadas por unos momentos, las censuras de los días anteriores. Y sin embargo esa cortés repulsa era aún más clara, de menor o de ninguna vacilación, respecto a la nota oficiosa. También el tiempo nos dio la razón, pero aun sin su transcurso era cierto y patente que nuestra conformidad sobre destruir la fuerza revolucionaria habría presentado, siendo un sacrificio, los extremos caracteres de una indelicadeza que trocaban banquillo de los acusados por sillones de ministros. Mas todavía la confirmación de que habíamos acertado vino al momento; aún sin la presencia de nuestro estorbo indeseable para la incorregible perfidia del monarca, aligerando tanta significación izquierdista el gobierno, cuya lista llevó al día siguiente Sánchez-Guerra a palacio, y todavía le pareció demasiado obstáculo a la intriga regia y salió declinando el encargo quien había entrado con el ministerio hecho. Por fortuna ni el afecto ni el respecto nos llevaron a un instante de flaqueza, porque de haberla tenido, la maniobra alfonsina habría dejado a la revolución sin crédito, y el camino más expedito al gobierno Aznar de concentración oligárquica, que con su tipo, composición y aun presidente, estaba ya formado, aun antes del encargo que las circunstancias a la conveniencia impuso a ofrecer con tan engañosa y frágil consistencia a la abnegación de Sánchez Guerra, cuya historia, culminada entonces en un sacrificio, merecía muy diferente trato del monarca.

Por lealtad y por prudencia, la tramitación de la crisis, el encargo a Sánchez- Guerra y la seguridad de que en todo caso el nuevo gobierno acentuaría su significación y propósitos más constitucionales, nos llevaron en aquellas horas críticas a contener enérgicamente cualquier intentona que, con elementos rehechos y allegados, hubiésemos, por el contrario, lanzado aun a la desesperada de confirmarse temores y previsiones que hubo ante la eventualidad de un retroceso apenas disimulado a los métodos dictatoriales.

El primer Consejo celebrado por el gabinete Aznar fue el pretexto utilizado en los bajos y turbios fondos grotescos pero faltos de sentido moral y de respeto al derecho que con caricatura del fascismo aparecían como secuaces de Albiñana, para la bromita cuya pesadez indicaré, que se permitieron conmigo.

Llevábamos algunos días en que elementos de la cárcel adictos a aquella hueste propalaban absurdos rumores entre el personal de la prisión y en la calle, atribuyéndonos el propósito de evadirnos. El día 19 uno de los presos políticos, el joven abogado sindicalista Carlos Castillo, alarmado por rumores y medias conversaciones que él sorprendió y no quiso revelarme, tuvo la generosidad, que como era natural no acepté, de que cambiáramos secretamente durante la noche para que fuese a él y no a mí a quien se pudiera encontrar en la mía. El 20 de febrero, según pudimos saber luego, hubo extrañas novedades en las costumbres de la cárcel; cierre prematuro de una oficina nocturna que vigilaba las galerías; recrudecimiento en los rumores de evasión; prolongadas permanencias, sin acostarse a su hora de costumbre, del legionario de Albiñana a quien correspondía de hecho durante aquella noche dirigir los servicios de la cárcel, puesto que el director dormía en su pabellón. Así las cosas, en la madrugada del 21, después de las tres, me despertaron los vigilantes para que me levantara y bajase a una conferencia telefónica, y como me resistiera por lo extraño de ésta y lo incómodo de la hora, insistieron tras comprobación que me decían haber hecho por ser la Presidencia del Consejo de Ministros el centro desde donde con urgencia se me llamaba. Sólo entonces me vestí dando lugar aquellas idas y venidas a que Largo Caballero, solícito y suspicaz, se levantase también disponiéndose a acompañarme. Esta aparición no prevista de los dos, determinó titubeos, vacilaciones, pasos en otra galería cercana al despacho central donde acudimos y en el que la ausencia de comunicación, y aun el silencio del supuesto interlocutor, reemplazaron a la precisa e insistente llamada en virtud de la cual se me hizo bajar.

Instruidas diligencias por denuncia hecha ante el Colegio de Abogados e iniciativa de García Prieto, ministro de Justicia, y del subsecretario Martínez de Velasco, e incoada la causa bajo la dirección de Ossorio y Gallardo. Al ser luego yo presidente del Gobierno Provisional, se averiguaron otras cosas también singulares. Aparecía como autor de la broma de la llamada telefónica un antiguo recluso de la cárcel, ya sospechoso mientras estuvo como indiscreto moscón o espía de cuanto hablábamos los presos políticos; era yerno de un empleado de prisiones y protegido de otro jefe de categoría en la cárcel Modelo; se encontraba falto de recursos aún para comer dos días antes del suceso y utilizó para el aviso el teléfono de un establecimiento donde pagó concurrida francachela; y aunque según el relato de los reaccionarios se trataba de una broma, a lo sumo materia para un juicio de faltas, el autor conocido de aquélla huyó de Madrid, declarándose la policía impotente para encontrarlo. Pero el testimonio más expresivo unido a la carta, fue el plano de la propia cárcel Modelo. Si hubiera bajado sólo para utilizar el teléfono al cual se me llamaba habría tenido que atravesar, contra reglamento y consigna severísima (porque aquella noche no había aparato utilizable dentro del recinto de la cárcel) el paseo de circunvalación que rodea a ésta y conduce a la centralilla telefónica, con un ancho de siete metros cruzando con la lentitud de mi escasa vista, entre dos centinelas situados a pocos pasos y cuyo deber y frecuente ejercicio nocturno era disparar contra cualquier ruido o aparición sospechosa. En la causa declararon el oficial, cabo y soldados de la guardia, haciendo constar ese deber y costumbre así como que nadie les previno que se me hubiera llamado y que por tanto mi aparición era lícita. Nada supieron de esto y habrían cumplido con su deber de haberse realizado las cosas como las habían planeado, quienes fueran. Claro está que los vigilantes de prisiones no hubieran realizado por sí ninguna agresión contra mí, pero la broma pudo ser mucho más pesada y desde luego era menos inocente de lo que hubo empeño en decir luego como disculpa.

Tras ese incidente y sus comentarios, la atención dentro y fuera volvió al proceso cuya vista ya se acercaba a las elecciones municipales, cuya convocatoria ya se anunciaba como muy próxima. Ambos acontecimientos de tan distinta y sin embargo relacionada significación delimitan un periodo corto pero muy interesante que merece su capítulo separado.

 

 

CAPITULO V .

DE REOS A GOBERNANTES

La vista ante el Consejo Supremo, informes de las defensas y alegaciones nuestras. El fallo, la libertad y algunas diligencias rituarias curiosas. Alto y reorganización en la actividad revolucionaria. Al habla con Lerroux. Febril propaganda electoral. Previsión de triunfo. Una alocución a la fuerza pública. La jornada del 12 de abril. Acuerdos del día 13. Agitación de la madrugada. El inolvidable 14 de abril. La entrevista con Romanones en casa de Marañón. Diálogo telefónico con la de Maciá. Conferencia con Sanjurjo. La tarde avanza y el Gobierno calla. Se acerca la noche: a Gobernación. La toma del poder y sus primeros actos.