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LA
VICTORIA REPUBLICANA
CAPITULO
IV
DESDE
LA CÁRCEL SE MANDA
La
detención. Los manifiestos. Un rasgo de Largo Caballero. Otro de mi familia.
Optimismo a pesar de la frustración. Cómo se vivía en la cárcel. Allí se
concentra el interés de la política española. Los Consejos de Ministros.
Entrevistas inolvidables. La crisis del gobierno Berenguer. Actitudes
escépticas, nuestra fe. Una nota oficiosa dada por los presos.
El periodo
que abarca este capítulo comprende exactamente desde la mañana del 14 de
diciembre al 19 de marzo del siguiente año 1931. Aun cuando seguimos luego
cuatro días más en la cárcel, esas otras fechas con el interés más vivo y la
emoción predominante de la vista ante el Consejo Supremo, presentan fisonomía
especial y distinta: del 20 al 24 de marzo fuimos ante todo reos; en los días
que ahora recuerdo nos sentíamos reclusos.
Aunque
vigilado tan estrechamente como he descrito desde el 13 de noviembre, no dejó
de constituir sorpresa la detención en la mañana del 14. El gobierno acertó por
casualidad o creyó que con la detención de Maura y mía quedaba todo resuelto,
puesto que en Madrid al menos la sublevación de Cuatro Vientos le cogió
desprevenido. Siendo evidente que el apresuramiento de Jaca determinó entre
otras muchas precauciones nuestra detención, llegamos a no temer ésta desde que
transcurrieron dos días sin prendernos con posterioridad a aquella trágica
aventura.
Bien
temprano, hacia las ocho de la mañana del domingo 14 de diciembre, entró un
inspector en mi casa y manifestó que deseaba hablarme. Inequívoco el propósito,
que además declaró aquél exhibiendo a requerimiento de mi mujer la orden
expedida por la Dirección General de Seguridad, nos limitamos a pedirle
tolerancia que cortésmente otorgó para tomar el desayuno y afeitarme. Algo más
titubeó el inspector D. Arcadio Cano cuando solicité que, aun acompañado por él
y por los agentes, me dejara oír misa. Accedió sin embargo y previendo que de
consultar encontraría una negativa, tomó la resolución por su sola cuenta.
Entre agentes fui a misa a San Fermín, volví a mi casa y aún obtuve unos
minutos para escribir, tranquilizándola, a mi prima Gloria Torres, que me crió en mis primeros años de orfandad, y retratarme a
petición de mi familia con ésta y con el inspector. En el coche de casa los
míos, en uno de la policía yo, salimos para la cárcel Modelo, en cuya oficina
de ingreso encontré a Maura. Su presencia no era sorpresa para mí ni
recíprocamente, porque entre nuestras mujeres hubo comunicación telefónica y
sabía además que el inspector Cano, antiguo protegido de D. Antonio Maura, de
cuya vigilancia y de la de su casa estuvo encargado muchos años, había pedido,
para disminuir la violencia del servicio, el trueque en virtud del cual vino a
detenerme a mí en vez de ir por Miguel.
Donde sí
causó extraordinario asombro nuestra aparición fue en el patio de presos
políticos, donde ya se encontraban Eduardo Ortega y Gasset; Sánchez, el
secretario de Lerroux; Palomo, el íntimo amigo de Marcelino, gobernador luego
de Madrid; el díscolo Botella Asensi; un muchacho joven, Hernández Alonso; un
radical socialista, Escudero, celebérrimo por sus ocurrencias fantásticas y
simpáticas; el profesor Giral, ministro de Marina cuando escribo estas líneas;
el periodista Lesana, incluido sistemáticamente en
toda redada dictatorial; un viajante catalán extraño a la política, víctima de
una broma, combinada por el gerente de El Debate, cuya garantía le sacó pronto
de la cárcel... pocos minutos después llegaron los directores del hotel
Florida, sometidos a incomunicación y excepcional desconfianza.
Las
detenciones, en su heterogeneidad inconexa, reflejaban el aturdimiento y la
arbitrariedad. Con ellas y sin necesidad de las que siguieron (hubo algún día
más de sesenta), la capacidad de alojamiento de la cárcel se puso a prueba aun
libertando carteristas para abrir un claro. Estaba lleno el departamento de
presos políticos. Por eso Maura y yo, como luego Fernando de los Ríos, Largo
Caballero, Albornoz, Galarza y Casares, fuimos instalados en el último pasillo
de la galería primera de delincuentes, con asimilación al trato de los otros
presos políticos y acceso a su departamento, en el cual hacíamos las dos
comidas, pasando además la mayor parte del tiempo. A mí me correspondió la
celda n° 9 de dicha galería primera, y en ella
permanecí la mitad del tiempo de prisión, hasta el 27 de enero inclusive. Pude
aprovechar las sucesivas liberaciones de presos políticos más antiguos para
bajar antes a la galería de aquéllos, pero lo eludí porque le había tomado
cariño a mi celda n° 9. Sin mayor capacidad de aire, su
ventilación y luz directa, y algo de indescriptible grandeza que tenía sobre
todo por las noches la soledad silenciosa de las dilatadas galerías que
atravesábamos al ir a recogernos, me retuvieron, y algo parecido le ocurrió a
Fernando de los Ríos y a algún otro.
Por fin, el
28 de enero no pude retardar más el cambio y vacante desde la noche pasada la
celda letra A de políticos, cuando pusieron en libertad a Eduardo Ortega y
Gasset, pasé a ocuparla. La impresión del primer día inmediato fue peor en
ella, pero desde el siguiente, 30, trasladé a mi nueva residencia el afecto
extraño pero indudable, apego determinante de hondos recuerdos, que liga con
alojamientos tales. Por esa inercia sentimental y prefiriendo la pureza del
aire a la debilidad de temperatura, allí me quedé, siendo la celda de la poco
apetecida orientación norte. La recuerdo con placidez, con cariño y si la
cárcel derribara aquella reja, tendría seguramente en mí un adquiriente
satisfecho y espléndido.
La primera
noche de cárcel fue casi toda ella de insomnio. La extrañeza del lugar y de la
cama entraba para ello por muy poco, junto a la impaciencia de que llegara el
amanecer en que debíamos sentir los silencios de huelga general y los
estruendos del campamento sublevado. Calcúlese nuestra ansiedad y por ella la
inquieta amargura con que veía ir penetrando la luz, señal de ser ya día pleno,
percibiendo el oído sensaciones contrapuestas a las anheladas y aguardadas, el
silbato de los trenes que normalmente llegaban, las campanillas de los
tranvías, el rumor cotidiano de la calle y hacia el campamento, nada,
absolutamente nada. Parecía que por encima de nosotros nada pasaba —de tal modo
nos oprimía— cada vehículo pregón de vida normal. Entre diez y once de la
mañana, súbito impulso de alegría: cruzaban los aires las aeronaves sublevadas;
caían sus proclamas en la calle; nos las llevaban algunos visitantes; empezaban
los obreros a abandonar el trabajo; se recibía y ejecutaba con prisa la orden
de echar de los locutorios a nuestros amigos y familiares... el movimiento
revolucionario pareció estar en marcha. Los presos sociales y los de derecho
común me aclamaban desde las galerías y aun amonestados por el director con
blandura que reflejaba los temores del régimen amenazado, me iban saludando al
retirarse a sus celdas. Aquella alegría duró muy poco. El propio director me
llamó para comunicarme que, por desgracia, dadas sus ideas, el movimiento
estaba dominado.
Poco a poco,
desde el 15 al 17, manteniendo aún débil esperanza sobre el rumor que el deseo
creaba, el teléfono o los viajeros esparcidos y la censura agrandada, fuimos
sabiendo lo ocurrido. En Madrid, con la eterna y mutua desconfianza y espera
para iniciar el movimiento, los obreros no habían ido a la huelga, porque no
vieron el campamento en poder de los militares republicanos, y éstos, cuando ya
entrada la mañana lo tomaron, desistieron de proseguir el movimiento al ver la
normal tranquilidad de las calles. La culpa estuvo indudablemente del lado de
algunos directores socialistas. A tal punto, si bien el posterior triunfo cortó
los propósitos de depuración, durante los meses de cárcel estuvieron resueltos
Ríos y Largo a llevar ante el congreso del partido a Sabori y a algún otro cuya pasividad o consejos infringieron tan manifiestamente el
mandato de huelga que decretó el Comité Revolucionario y que había el
compromiso de obedecer.
En
provincias, los acontecimientos se frustraron principalmente por las
precauciones que el movimiento de Jaca inspiró a las autoridades. Aunque se
desenvolvió con más fuerza y a la vez orden de lo que pudo suponerse en
Vizcaya, Guipúzcoa, Huelva, Alicante (a pesar de la prisión de Albornoz y
Galarza) y en otros puntos, quedó paralizado en lo principal. Así, en Valencia,
en vez de poder sacar Pérez Salas las baterías anulando el próximo cuartel de
la Guardia Civil, fue ésta la que amaneció coronando las tapias del de
Artillería, cuyos movimientos se hicieron imposibles. En Burgos, donde aun con
mi presencia hubiera habido grandes dificultades, no se halló presente Lerroux,
quien al mediodía del 14, desconocedor de la detención mía y de medida análoga
respecto de él, buscó uno de los varios refugios durante muchas semanas
desconocido por la policía, desde los que vino dirigiendo los primeros trabajos
de reorganización después de la intentona frustrada. A la capital castellana
llegó Sánchez-Román y tras una deliberación breve con Sacristán, mi amigo
García Vilches y algunos otros, comprobaron que no cabía hacer nada. En Lérida,
Barcelona, etc., tampoco fueron posibles iniciativas que además como
principales no estaban previstas. Según supimos luego, amedrentado el gobierno,
habría bastado con un bombardeo por la aviación sublevada, pero esto no podía
preverse, y en definitiva resultó preferible a ese conato del que acertadamente
desistieron las jornadas del 12 y del 14 de abril.
Aun cuando a
distancia de los sucesos confirmé el juicio optimista que acabo de expresar y
no sintiéramos ni aun en aquellas horas de diciembre el desaliento, reconozco
ahora cómo apreciamos siempre que la frustración de aquel intento tuvo dos
causas: la precipitación de Jaca y la falta de cooperación en forma de huelga
tanto en Madrid como en las líneas férreas en general. Ninguno de los dos
incumplimientos en cuanto a huelga tuvo explicación admisible y ambos fueron
importantísimos. No necesita ello encarecimiento respecto a Madrid, ni tampoco
en cuanto a la huelga ferroviaria, arma potentísima tal como se había
preparado, o sea, al servicio de la revolución, manteniendo los trenes allí
donde la conveniencia estratégica del movimiento lo favoreciese.
Cuando todo
estuvo convenido acerca del programa y de los medios de acción, figuró entre
las complicaciones complementarias redactar el manifiesto de la revolución y
hubo para ello tres encargos o ponencias presentadas sucesivamente con
diferencia de días. Fue la primera de Prieto, a quien por extraña rareza sólo
explicable en el desacuerdo habitual de la inspiración con el encargo, no le
acompañó su fortuna al utilizar las dotes de periodista demoledor y tribuno.
Redacté yo entonces otro proyecto, que con la aprobación plena y entusiasta de
Albornoz y Miguel y la conformidad general, tampoco me dejaba a mí del todo
satisfecho y como se notara cierto deseo en D. Alejandro de compensar con esta
iniciativa su frecuente silencio en nuestras deliberaciones, a él se le
encomendó la redacción que de antemano y fiando en su pluma limpia y briosa
dimos por definitiva. Así fue, porque al leernos sus cuartillas sólo se
modificó a propuesta de él una expresión episódica un poco dura y para evitar
el neutro pregoneo de dos octosílabos el comienzo que
le había salido así: «De las entrañas del pueblo surge un clamor nacional». Eso
—le dijimos— es el comienzo de un cantar. «Pues la copla estaba casi completa
—replicó riendo D. Alejandro, mientras enmendaba— porque me salió un tercer
verso y consonante, que por serlo percibí y taché». Restablecida la gallarda
prosa de Lerroux, sólo quedaba imprimir, tarea difícil por el número enorme que
alcanzaría la tirada. Para disminuir la dificultad dividiéndola y eludir la de
transporte de ejemplares, fueron varios de éstos a máquina a las poblaciones
más importantes.
Hecha,
aunque con dificultades, una tirada para repartirla en Madrid, Largo Caballero,
que en su actitud justificaba siempre los apellidos, tuvo la previsión y
delicadeza de consultar en la tarde del domingo 14 a mi familia si se publicaba
o no el manifiesto, advirtiéndoles que el reparto, por ser yo el primer
firmante, agravaba mucho mi situación. No podían consultarme los míos, y
acordes mi mujer y mis hijos contestaron a Largo facultándole para resolver
como mejor viese que convenía a la eficacia del movimiento revolucionario, pero
sin ocultarle que en su opinión la publicidad era conveniente.
No decayó un
momento el ánimo entre los presos, aun prolongándose la detención y con la
perspectiva de continuar aquélla en presidio. Hasta el viernes, 19 en que
ingresaron Largo Caballero y Fernando de los Ríos por haber acudido voluntarios
a la citación del Juzgado Militar, los únicos procesados del Comité
Revolucionario fuimos Maura y yo. En mi declaración reconocí la autenticidad
del manifiesto aun cuando no había ejemplar firmado materialmente por nadie,
pero ni tratamos de rehuir responsabilidades, cual lo corroboró la actitud de
Sánchez-Román y Galarza pidiendo ser procesados, ni yo podía olvidar que en
caso de triunfo me estaba reservada cual declaré la Presidencia del Gobierno
Provisional. El juez instructor general de Artillería Lombarte oyó las declaraciones con extrañeza y contrariedad, dando facilidades correctas
y discretas que no quise utilizar para que hubiera podido atenuarse en la
redacción escrita la confesión oral. En cambio el capitán secretario, que debía
ser muy partidario de la dictadura, saboreó con verdadero placer la gravedad
que presentía de sus sinceridades.
Pronto nos
reunimos casi todos los compañeros del Comité que íbamos a comparecer ante el
consejo de guerra y la llegada de cada uno fue motivo de íntima alegría para
todos. El 19 a la noche entraban Fernando de los Ríos y Largo, el 20 llegaron
de Alicante Albornoz y Galarza, conducidos en molesto viaje con rutinaria y
excesiva dureza. Pero nuestra gran preocupación era Casares: desde el primer
momento en nuestras declaraciones como en las suyas procuramos atraerle a la
jurisdicción más culta y comprensiva del Consejo Supremo, cuya competencia
había surgido por el cargo que en el de Estado desempeñaba Largo Caballero. Por
fin hacia el 12 de enero llegaba Casares, verdaderamente desconocido, con las
huellas del descuido y rigor con que lo trataron una jurisdicción mixta de
militar y montañesa, aislada del mundo por riscos y nevadas, inspirada por un
criterio, llamémosle así, muy diferente del que en Madrid guiaba al consejero
instructor togado García Parreño, siempre atento y correcto dentro de su deber.
La vida en
la cárcel, inevitablemente monótona, nunca produjo en nosotros tedio y menos
aún desaliento. Era el despertar temprano, como el desayuno en que imperaba el
régimen carcelario con su tazón de lata en que servían el café, al que
añadíamos algo de las cosillas que solícitamente nos traían la familia y
amigos. Después de un rato de lectura (la mía favorita fue de Séneca y Raimundo
Lulio), comunicación matinal reservada para la familia y después el trabajo
profesional y el despacho del correo, cosa sana que a través de los hierros
llevaba con mi secretario y pasante Díaz Berrio, si le permitían entrar, y
cuando no con mis hijos. Luego el almuerzo a lo largo de una mesa improvisada
con tablones de pino, sobre cuyo estrecho tablero se alineaban en abigarrada
combinación servilletas, vasos, platos y cubiertos de cada uno. En esa variedad
se detenía el individualismo, porque en participar de la comida, pronto
corrimos lindes cuya soltura precipitó el aspecto incitante y aun provocativo
de un magnífico jamón de Trévelez, regalado a
Fernando de los Ríos y que a todos nos pareció escandalosa propiedad privada
para un socialista. Desde aquel instante cierto colectivismo extenso e intenso
imperó en la mesa.
Apenas
terminaba la comida bajábamos a pasear al patio todos los días, porque hubo la
suerte a tal fin, desgracia para el campo de un invierno tan seco, que la
lluvia no reforzó la clausura. Jugaban a la pelota los más, destacándose Largo
por una agilidad de intención que compensaba sobradamente la desventaja física
de sus años, discutía Galarza como si fuera un pleito cada tanto por el
partido; paseábamos los demás y cruzaba fugaz unos minutos Albornoz, como un
meteoro cual le llamaba en broma Ríos, volviendo aquél inmediatamente a la
abstracción constante de su imaginación o de su celda. En ella, en la suya se
recluyó voluntariamente desde enero Miguel Maura. Embebido y pudiera decirse
sorbido por una correspondencia kilométrica e informe que correspondía al
secreto, aunque no del sumario que se nos siguiera.
De tres a
cuatro y media segunda comunicación, ésta ya con el público, mientras lo
permitieron, que fue hasta el 4 de enero, fecha en que irritado el rey por el
espectáculo de la fila de carruajes y la cola de concurrencia que aguardaba
para visitarnos, impuso la prohibición de visitas atropellando el gobierno el
reglamento de la cárcel y los autos de comunicación dictados por el Consejo
Supremo. Intentó éste un leve forcejeo para mantener su autoridad y nuestro
derecho, pero al cabo capituló ante su inferior judicial el capitán general
Federico Berenguer, y estuvimos sin comunicar (yo con mi pasante de toda la
vida) cerca de dos meses. Con nuevo director de la cárcel más compresivo y otro
gobierno, el de Aznar, la comunicación vespertina fue restableciéndose,
tolerando docenas de personas aunque no se llegó al millar de éstas como en
diciembre.
Con
frecuencia la comunicación de la tarde se enlazaba con otra de abogados que
utilizaban para ello el privilegio profesional, llamándonos a los locutorios de
la planta baja, llamados salillas, aunque no dejó de ponerse cortapisa incluso
para celebrar reuniones ante los defensores y los procesados. Un rato de
tertulia y de esparcimiento hasta el impresionante toque de oración, el más
armonioso y mejor ejecutado de los que iban cortando a cada hora la lentitud de
aquellas horas, y tras la cena sobria, por sobremesa reuniones del Comité en la
celda S, la de Miguel Maura, o en la K, la de Albornoz, que llamaban
humorísticamente los Consejos de Ministros pidiéndonos a la salida nota
oficiosa los periodistas republicanos, compañeros nuestros de prisión y de comida.
Desde la
Pascua cuya noche Barcia y yo celebramos con extraordinario júbilo, estaba
delimitado prácticamente el número de los que íbamos a comparecer ante el
Consejo Supremo y de lo que iban a declarar los rebeldes. Nicolau d'Olwer pudo con relativa facilidad pasar a Francia a
Prieto; le costó algún trabajo más desde Bilbao, tras infructuosa y tremenda
travesía nocturna. Como él nos contaba por carta, «en la barca el pescador
espera cantando el día». Martínez Barrio, bien oculto durante unas semanas en
Andalucía, pudo al fin embarcar para Francia después de contestar a su consulta
como a la de Indalecio y también se le dijo a Nicolau que no se presentaran,
porque convenía conservar manos libres fuera de la cárcel.
La dirección
del movimiento a continuar quedó confiada a Lerroux, cuyos sucesivos paraderos
dentro de Madrid tuvieron que ser conocidos al final por la policía, dada la
frecuencia de visitas que recibiera, pero ya a última hora y reintegrada la
gestión revolucionaria a nuestras manos, una detención más no convenía a tales
alturas a la marcha del proceso, que hubiera retardado la extremada prudencia
de Marcelino, que se enterró invisiblemente y al cabo de bastantes semanas,
atravesando la raya de Portugal, pudo ir desde Lisboa a Francia. Con quien nos
costó más trabajo hablar fue con Azaña, aunque no llegó a salir de la corte,
pero disimuló tanto su presencia y fingió tan bien la ausencia, que ante
nosotros mismos, sus familiares, cuando iban al locutorio nos dejaban la duda o
alternativa de si estaría ya en Alemania o no habría pasado aún de París. Por
fin, ya aproximándose febrero, adquirimos el convencimiento de que nuestro
ministro de la Guerra permanecía en situación de disponible en la capital y nos
lo confirmó su respuesta a una carta, en la cual nos ratificaba su adhesión a
los acuerdos tomados.
Los llamados
en broma Consejos de Ministros lo eran en realidad. Tenían una primera parte
dedicada a contrastar las noticias recibidas durante el día sobre posibilidades
revolucionarias y a coordinar esfuerzos. Luego continuábamos con método y
paciencia la reconstrucción de los acuerdos sobre programa del futuro Gobierno
Provisional, adoptados en las sesiones de casa de Miguel Maura y del Ateneo. De
ellos se habían tomado unos extractos a modo de concisas y confidenciales actas
que generalmente escribía Casares, guardándolas en un rincón de la chimenea de
Miguel; pero al intensificarse el cerco policiaco fue obligada por precaución
destruirlas como también la lista de funcionarios que en abreviaturas llevaba
yo. Acordes en la referencia de las transacciones alcanzadas, lo estuvimos
también sobre su desenvolvimiento detallado y reflexivo, que por lo demás y en
la casi totalidad estaba ya convenido. La nueva redacción que apenas difería en
palabras de la anterior, la hicimos Fernando de los Ríos y yo en la celda B. Y
los últimos retoques, con una colaboración en esto más frecuente y detenida de
Miguel Maura, se dedicaban a las cuestiones ferroviarias, uno de los pocos
problemas que el 14 de diciembre estaba, aunque examinado y concertado en sus
esenciales bases, sin las puntualizaciones a que en casi todo lo demás habíamos
llegado. La tarea previa a nuestra detención nos ahorraba trabajo y discusión,
pero rehacerla sirvió para probar la lealtad coincidente de referencias y
voluntades.
Las dos
tareas a que dedicábamos los Consejos estaban justificadas. Efectivamente a
poco de llegar viose claro por cuantos no estaban
ciegos, que el centro de interés y aun de influjo en la vida española estaba
dentro de la cárcel. De los primeros en verlo, con su sagacidad habitual, fue
el conde de Romanones, y justo es reconocer que una vez más mostró, hasta donde
la posición y la familia se lo permitiera, un espíritu liberal. De él fue una
frase en que se declaraba lo que recuerdo y se distinguió entre los que más
expresivos ofrecimientos hicieran a mi familia en la adversidad. Los motivos de
ello eran la coincidencia fácil de su afecto y su perspicacia, pero él alejaba
incluso la coincidencia extraña de haber conocido mi prisión el mismo día en
que, como resultado de tres vistas en que fue su abogado y amigo, con el mayor
interés y el máximo desinterés, le entregaban 30.000 duros que habían salido de
su bolsillo con grave riesgo de no volver y a los que según frase gráfica «les
tenía mucho cariño». Empeñose en dar una muestra de desprendimiento y simpatía
hacia los perseguidos y, a ruegos de mi mujer, dio mil pesetas que en la lista
de donativos figuraron como «de un conde amigo».
Aquellas
suscripciones fueron varias y con destino muy diferente. Las había para los
desterrados, para los presos pobres, para las familias de Galán y García
Hernández, señaladamente para la hija de éste, cuya desventura me atrajo
siempre y me obsesionó desde que con espanto pude leer en la cárcel la copia de
las monstruosas actuaciones de Huesca, prueba y pregón de que si fusilar a
Galán constituyó crueldad y torpeza, el caso de García Hernández era
prevaricación inicua equivalente de un asesinato.
Teníamos que
atender no únicamente a la solidaridad con los perseguidos de posición más
lastimosa, sino además, a reorganizar los trabajos revolucionarios. Encargamos
de ello a D. Alejandro, quien no dio paz a la pluma, escribiendo una serie de
cartas cuyo mérito superó a la eficacia, ya que limitada ésta, cual era de
temer, a alentar a los impresionados por la derrota, atar cabos sueltos y
organizar una recaudación escasa, no superaban los resultados a las epístolas,
género que yo creo la especialidad literaria de D. Alejandro, donde su prosa
fuerte, abrillantada y sobria a la vez luce aún más que en los discursos,
librándose por advertencia limitativa del papel del peligro que suponen las
excesivas dimensiones. Pero notamos pronto que, no obstante la celosa e
incansable actividad de Lerroux, renacían los recelos de la discordia
republicana y de la vieja y sañuda desconfianza, amargura y prueba añejas de su
espíritu, mientras que por un contraste explicable de la psicología colectiva,
la simpatía y la esperanza de las masas y de los militares buscaba un enlace
más directo con los que estábamos presos. Contribuyó a agravar aquel recelo
externo y a imponernos de nuevo el cometido revolucionario la forzada
necesidad, al no poder exhibirse D. Alejandro, de utilizar algunos de sus
amigos, determinantes por reflejo sobre aquél de la prevención, quizá exagerada
o injusta, pero inevitable y funesta.
La tarea
preparatoria de gobernar era también menester obligado porque en todos los
detalles percibíase casi sin depresión, si aun
momentánea, la fuerza creciente de asistencia popular, presagio y seguridad de
triunfo, cierto en la consecución y proximidad, dudoso tan sólo en la ocasión y
fecha.
Esta fe,
sostenida y progresiva, se asentaba en detalles innumerables y defensivos.
Llegaban las cartas a nosotros con los sobres materialmente cubiertos por las
firmas de cuantos las habían visto o manejado. Era la cárcel lugar de verdadera
peregrinación; hubo colectividades oficiales humildes que nos felicitaban casi
en masa; el 11 de febrero hubo un verdadero y espontáneo plebiscito, con firmas
y telegramas, en algunas poblaciones por centenares, en otras de casi todo el
vecindario, sin excluir la isla más apartada ni los pedazos de territorio
africano. La corriente de opinión nos hacía prudentes para escuchar los tratos
sobre auxilio financiero. Comprendimos su necesidad, pero aspiramos siempre a
evitar compromiso, si era posible como lo fue en definitiva, y en caso
necesario nos inclinábamos al interés, por elevado que fuese el sacrificio,
fijo, sin comprometer renta o potestad alguna que fueran sombra siquiera para
la plenitud de la soberanía fiscal y económica. Ese criterio inspiré en nuestra
correspondencia a través de Giral, ya en libertad desde la madrugada del 4 de
enero, con D. Alejandro, quien sobre esas cosas y sobre todas, solía enviar
notas que firmaba «Manuel García» y se dirigían a «El Prior». En la misma
actitud llevó Prieto, ya en Francia y sobreponiéndose al ambiente de
impaciencia explicable en los emigrados, todas las negociaciones que se
insinuaron sin concertarse, porque acentuó siempre la prudencia y la defensa
del interés público con extraña delicadeza, no obstante tener como ministro de
Hacienda nuestro una plenitud de poderes, cuyo restrictivo ejercicio justificó
la de nuestra confianza absoluta.
La
correspondencia de Prieto y algunas cartas de Queipo de Llano nos dejaban
traslucir la desesperación y a ratos el pesimismo de los que lejos no podían
percibir el brioso resurgimiento de la opinión española. Transparentaban
también la connivencia difícil entre oficiales jóvenes y exaltados y por otra
parte un general que aun en el destierro y después de sublevado no podía
prescindir con más razón que posibilidad práctica de las exigencias de
disciplina. Con toda esa diferencia de ambiente y por ello de optimismo, que a
nosotros nos tocaba infundir, la coincidencia esencial se mantuvo dentro del
Comité Revolucionario. Con alguna dificultad áspera motivada, no por D.
Alejandro, sino por la situación singular de algunos de sus auxiliares, fue
siempre también cordial y correcta mi correspondencia con aquél, cuyas
deferencias, respetos y cortesía se mostraron como antes y luego insuperables y
encontraron justa correspondencia.
No éramos
sólo nosotros, ni la masa en su clarividencia, natural, quienes nos dábamos
cuenta de que la dirección de la vida política española había sido encerrada
con el Comité Revolucionario dentro de la cárcel. Lo veían también así unas
cuantas personalidades de claro juicio y alto relieve que se interesaban por
los asuntos de España. Esta generalizada creencia determinó algunas entrevistas
verdaderamente inolvidables. Fue una de ellas la visita por parte de Alfonso
Costa, quien por cierto pasó eludiendo severidades del régimen carcelario, que
con él se habían intensificado y que burló presentándose como próximo pariente
de Fernando de los Ríos. En aquella entrevista trazamos los revolucionarios
españoles y portugueses las bases de la futura y cordial compenetración entre
las dos repúblicas, reconociendo la solidaridad de sus intereses y de su
independencia respectiva, siempre plenamente soberanas, siempre dispuesta a
utilizar esa soberanía sin trabas para marchar juntas y de acuerdo. Al término
de aquella entrevista y como recuerdo de ella, Alfonso Costa entregó a mi mujer
una tarjeta con este expresivo autógrafo, reflejo de muchas esperanzas: «En la
víspera de los dos triunfos». El nuestro estaba muy cercano, ¡el portugués aún
iba a tardar bastante!
Otra
entrevista inolvidable por su trascendencia, su cordialidad y el reconocimiento
de que en la cárcel se hallaba el gobierno que había de conseguir la
transformación de España tuvo lugar cuando nos visitaron los representantes de
partidos catalanes, Srs. Rovira y Virgili, Bofill y
Matas y algunos otros. Habían venido a Madrid para asentar las bases de
conciliación y arreglo que cerraran con franca concordia los odios enconados
por la dictadura y no pensaron un momento en dirigirse al gobierno que disponía
de La Gaceta y sí al que estaba preso. De noche, a la luz escasa de una
lamparilla eléctrica, con la reja por medio, bien agrupados por el frío, muy
cerca por la sordera de Rovira, fuimos Fernando de los Ríos y yo, acompañados
por Galarza, exponiendo sin agravio pero también sin una ambigüedad como así
mismo la había en nuestro interlocutor, la magnitud, términos y soluciones del
problema, enfocando unos y otros reflexivamente la visión de un porvenir
histórico, dilatado y común, en que de las diferencias reconocidas se iría
hacia la compenetración voluntaria y grata. Pude apreciar la gran valía de
Bofill y Matas y aquella entrevista tan grata, por lo que reconocía en el
presente y prometía para el futuro, no me dejó dormir en toda la noche: tan
honda había sido justificadamente su impresión.
Aún nos
aguardaba otro diálogo y otra noche emocionante; pero ello fue algunos días
después, también dentro del mes de febrero, y requiere mención aparte.
En momentos
tales se produce la intensa y súbita transformación de un país y de su opinión
pública, la pérdida de contacto con ésta desorienta y engaña al espíritu más
avisado. Si nuestros propios compañeros de gobierno revolucionario, a las pocas
semanas de emigrados, no podían comprender nuestro optimismo, calcúlese la
incomprensión total en que respecto de éste se hallaría colocado a los siete
años de expatriación un hombre como Santiago Alba, inteligentísimo pero
escéptico profesor y profesional, experto en aquel constitucionalismo de
ficciones cuya quiebra ruidosa se produjo en 1923 y cuyo restablecimiento
siempre fingido y retardado era el seguro último y la concesión máxima a que se
acogía el rey al destrozársele también la dictadura. La diferencia de
temperamento, de situaciones y de datos explica la profunda discrepancia que
entre Alba y nosotros surgió al acercarse y producirse la crisis del gobierno
Berenguer. Tuvo tal y tan hondo desacuerdo su fase escrita en una
correspondencia irregular, no era directa, mantenida a través del duque de las
Torres y de Sánchez-Román, en la cual con mayor sequedad porque el rodeo hacía
la expresión más libre. Alba censuraba lo que creía en nosotros arrogancia
intransigente, falta de fuerza revolucionaria, pero estorbó bastante a la
conciliación y nosotros rechazábamos sus acomodamientos escépticos y aun su
injerencia aspirante a directriz de un movimiento en el que no era partícipe.
Justo es
reconocer que entre los mismos revolucionarios residentes en España ganaba
terreno la idea de un ensayo constituyente adaptado con más o menos violencias
y lecciones a la continuación interina de la corona, tal como proponían los
constitucionalistas y propugnaba Alba.[209] Por esa pendiente empujaban la
prudencia, el cansancio o el pesimismo e iba la solución ganando adeptos entre
el Partido Radical, con inequívocas declaraciones aunque disciplinadas
salvedades del propio Lerroux y entre buenos y probados amigos míos.[210] Hubo
pues necesidad de decidirse cortando una corriente que podía llevarse por
delante, mediatizándola, toda la fuerza revolucionaria, y la ocasión surgió
inesperada, sin dar tiempo a pensar un matiz ni a corregir una palabra. El 16
de febrero, cuando me avisaban para almorzar, llegó a la reja de la cárcel el
redactor republicano de La Voz, D. Virgilio de la Pascua, pidiéndome una
declaración a modo de nota oficiosa que fijara en nombre de los presos nuestra
actitud ante la crisis y el futuro gobierno. Sin tiempo ni para consultar con
los compañeros, le fui dictando y él escribió de pie, apoyando la cuartilla en
la pared, la siguiente nota que iba a ser tan discutida y tan decisiva:
No queremos
acogernos a la socorrida fórmula de que para juzgar a un gobierno debe
aguardarse a conocer su composición y sus actos. Sin perjuicio de atender éstos
y de examinar aquélla, basta el carácter con que se anuncia el ministerio
constituyente para considerarlo una primera etapa o victoria de la decisiva que
obtuvo y completará la revolución, tan sólo a juicio de los miopes vencidos en
diciembre.
La fuerza
constituida por republicanos y socialistas sigue inquebrantablemente unida y en
marcha. Actuará vigilando desde fuera para el triunfo inevitable de la
República y el empuje revolucionario, que mantiene y perfecciona, será el punto
de apoyo único que encuentre la rectitud, la independencia y la insistencia del
nuevo gobierno que, nombrado protocolaria y oficialmente por la corona, sólo ha
sido posible por la pujanza de la República, donde aquél encuentra su verdadero
origen.
La
situación, teóricamente contradictoria e históricamente frustrada, siempre de
un poder constituyente pleno, libre y sincero, coexistiendo con el resto o a la
sombra siquiera de otro poder constituido, planteará dificultades y zozobras
frente a las cuales viviremos en una alerta de organización y propaganda.
Seguros
estamos de que unas elecciones de verdad proclamarían legalmente la República,
y resueltos también a que ninguna intriga o influjo de los poderes
tradicionales arrebate nuestra victoria ni mediatice el poderío y el
significado que quiera ostentar al futuro gobierno. Sin duda, su ánimo
presiente, y la realidad demostrará, el máximo de sus esperanzas y los límites
de su cometido honroso y patriótico: suavizar la transición y salvar el orden,
pero deberá ser sordo a la sugestión de ningún otro aseguramiento y a la
torcedura de medios y procederes para remediar el naufragio voluntario y ya
virtualmente consumado.
Cuando subí
a almorzar y recordando lo dictado fui repitiéndolo palabra por palabra, cada
una de ellas obtuvo la resuelta aprobación de los compañeros presos. Pero en la
calle, la acogida no fue ni mucho menos tan unánime y entusiasta. Nos
censuraron con acritud bastantes; nos admitieron no pocos con lealtad lo que
creían nuestro error... en esos trances hay que decidirse sin titubeos y tener
la suerte de que acompañe la inspiración; nosotros la tuvimos y antes de dos
meses el triunfo venía a completar la demostración que desde fin de febrero fue
abriéndose paso lentamente, llegando a todos la convicción anticipada a la
victoria de que si nosotros hubiéramos cogido aquel cable, lanzado en su apuro
por el rey, le hubiéramos permitido la maniobra en que por manejo y dominación,
al cabo de todo y de todos, hubiese rehecho su influjo y pulverizado la masa
revolucionaria que teníamos reunida y era capaz de vencer.
La nota tan
discutida era la persecución lógica de la actitud con que habíamos conseguido
llevar al gobierno Berenguer a la crisis y frustrar sus planes o los del rey
para liquidar solamente y en pequeño la catástrofe dictatorial. La crisis fue
el resultado de la tenacidad con que nos negamos a tomar parte en unas
elecciones legislativas ordinarias, que acomodadas a la muerta Constitución de
1876, implicara el reconocimiento en el monarca de potestad para matar y
resucitar, a su antojo y conveniencia, la ley fundamental. Nuestra fórmula era
que sin Constitución, deshecha por la corona, no había otra salida ni más poder
que Cortes Constituyentes, cuya plena soberanía era incompatible con las
prerrogativas y presencias de aquélla. Sólo aceptábamos la participación en
elecciones municipales, para no dejar los pueblos en manos de las oligarquías
dinásticas, pero de ningún modo asentamos por nuestra participación la
legitimidad de unas Cortes ordinarias que sancionaran de hecho, enterrándolas
en la fosa común, como si no hubiese pasado nada en los siete años de la
dictadura. Nuestra labor de convencimiento trabajó primero sobre los
socialistas y republicanos no presos, prevaleciendo al cabo entre unos y otros,
no sin esfuerzo. Cuando nuestro frente estuvo compacto, fue relativamente fácil
ir ganando hacia el retraimiento franco, o al menos la condenación de las
Cortes ordinarias o constitucionalistas y liberales.
Tantos
pareceres adversos a la maniobra del gobierno Berenguer, aislándolo moralmente,
produjeron su caída con el desistimiento del decreto de convocatoria de Cortes,
después de lo publicado. Cuando con iniciativa tan desagradable como poco
sincera en el ánimo del rey, vino éste obligado a conjurar o hacer que confiaba
la presidencia del futuro gobierno a Sánchez- Guerra, el problema para nosotros
fue difícil entre los imperativos de conducta resuelta como caudillos de una
revolución en marcha y los miramientos debidos del que lo había sido noblemente
de aquélla, aunque en otra fase de menor avance en la intensidad del empuje y
el radicalismo de las soluciones, resolvimos nuestro problema, para lo cual
bastaba abrir el alma a todo afecto de nuestros espíritus hacia D. José, pero
resistiendo tenaz e inflexiblemente cualquier sugestión y de ellas la más
temible, la de nuestras simpatías para un acomodo que comprometiera
colaboraciones y aun desarmes. Ese estado de espíritu inspiró la nota oficiosa
de los presos antes transcrita y que podía juzgarse lanzada aunque sin
propósito de antemano, parapeto bastante para evitar el asedio directo y
afectuoso del que era nuestro amigo. No fue así por su gran bondad. Sin duda a
esa bondad de nuestro amigo se juntó autorizándole el impulso para reprobarlo
luego, la maquiavélica intención del monarca o de algún consejo que pudiera
recibir. Lo cierto es que con extrañeza de casi todos, y para nosotros sin tal
asombro pero emoción y gratitud profunda, diose el espectáculo histórico e
inolvidable de un gobernante encargado por el rey de formar ministerio que sale
de palacio y se dirige a una cárcel para pedir como base principalísima de su
amplia y difícil combinación ministerial, la entrada en ella de jefes
republicanos y socialistas, contra los cuales estaba pendiente con petición de
muy severas penas, un proceso por rebelión ante la jurisdicción militar.
Todas las
circunstancias, aun las de detalle o accidente, contribuían a aumentar la
impresión del excepcional suceso: la hora ya avanzada para la costumbre y el
régimen de la cárcel; la pobrísima desnudez de muros y banquetas débilmente
iluminados; la efusión en la negativa y la sencillez toda del diálogo, cuya
insólita trascendencia no se nos ocultaba; las huellas por desgracias evidentes
y visibles del avance de enfermedad, que hacía aún más temblorosa la voz y más
meritísimo el sacrificio del hombre que nos requería con respeto y discreción y
que estaba dispuesto a asumir la responsabilidad superior a sus fuerzas e
irrealizable para cualquiera a la altura que alcanzaban los acontecimientos.
Nuestra
negativa emocionada, cariñosa, fue inquebrantable y D. José tuvo la comprensión
bastante para no aumentar nuestra dificultad con extremos de insistencia que
vio del todo ineficaz. Fue en eso más compasivo el que aparentemente recibía un
desaire en comparación con los demás, incluso con los amigos nuestros, porque
aquella actitud de nosotros renovó, avivadas por unos momentos, las censuras de
los días anteriores. Y sin embargo esa cortés repulsa era aún más clara, de
menor o de ninguna vacilación, respecto a la nota oficiosa. También el tiempo
nos dio la razón, pero aun sin su transcurso era cierto y patente que nuestra
conformidad sobre destruir la fuerza revolucionaria habría presentado, siendo
un sacrificio, los extremos caracteres de una indelicadeza que trocaban
banquillo de los acusados por sillones de ministros. Mas todavía la
confirmación de que habíamos acertado vino al momento; aún sin la presencia de
nuestro estorbo indeseable para la incorregible perfidia del monarca,
aligerando tanta significación izquierdista el gobierno, cuya lista llevó al
día siguiente Sánchez-Guerra a palacio, y todavía le pareció demasiado
obstáculo a la intriga regia y salió declinando el encargo quien había entrado
con el ministerio hecho. Por fortuna ni el afecto ni el respecto nos llevaron a
un instante de flaqueza, porque de haberla tenido, la maniobra alfonsina habría
dejado a la revolución sin crédito, y el camino más expedito al gobierno Aznar
de concentración oligárquica, que con su tipo, composición y aun presidente,
estaba ya formado, aun antes del encargo que las circunstancias a la
conveniencia impuso a ofrecer con tan engañosa y frágil consistencia a la
abnegación de Sánchez Guerra, cuya historia, culminada entonces en un
sacrificio, merecía muy diferente trato del monarca.
Por lealtad
y por prudencia, la tramitación de la crisis, el encargo a Sánchez- Guerra y la
seguridad de que en todo caso el nuevo gobierno acentuaría su significación y
propósitos más constitucionales, nos llevaron en aquellas horas críticas a
contener enérgicamente cualquier intentona que, con elementos rehechos y
allegados, hubiésemos, por el contrario, lanzado aun a la desesperada de
confirmarse temores y previsiones que hubo ante la eventualidad de un retroceso
apenas disimulado a los métodos dictatoriales.
El primer
Consejo celebrado por el gabinete Aznar fue el pretexto utilizado en los bajos
y turbios fondos grotescos pero faltos de sentido moral y de respeto al derecho
que con caricatura del fascismo aparecían como secuaces de Albiñana, para la
bromita cuya pesadez indicaré, que se permitieron conmigo.
Llevábamos
algunos días en que elementos de la cárcel adictos a aquella hueste propalaban
absurdos rumores entre el personal de la prisión y en la calle, atribuyéndonos
el propósito de evadirnos. El día 19 uno de los presos políticos, el joven
abogado sindicalista Carlos Castillo, alarmado por rumores y medias
conversaciones que él sorprendió y no quiso revelarme, tuvo la generosidad, que
como era natural no acepté, de que cambiáramos secretamente durante la noche
para que fuese a él y no a mí a quien se pudiera encontrar en la mía. El 20 de
febrero, según pudimos saber luego, hubo extrañas novedades en las costumbres
de la cárcel; cierre prematuro de una oficina nocturna que vigilaba las
galerías; recrudecimiento en los rumores de evasión; prolongadas permanencias,
sin acostarse a su hora de costumbre, del legionario de Albiñana a quien
correspondía de hecho durante aquella noche dirigir los servicios de la cárcel,
puesto que el director dormía en su pabellón. Así las cosas, en la madrugada
del 21, después de las tres, me despertaron los vigilantes para que me
levantara y bajase a una conferencia telefónica, y como me resistiera por lo
extraño de ésta y lo incómodo de la hora, insistieron tras comprobación que me
decían haber hecho por ser la Presidencia del Consejo de Ministros el centro
desde donde con urgencia se me llamaba. Sólo entonces me vestí dando lugar
aquellas idas y venidas a que Largo Caballero, solícito y suspicaz, se
levantase también disponiéndose a acompañarme. Esta aparición no prevista de los
dos, determinó titubeos, vacilaciones, pasos en otra galería cercana al
despacho central donde acudimos y en el que la ausencia de comunicación, y aun
el silencio del supuesto interlocutor, reemplazaron a la precisa e insistente
llamada en virtud de la cual se me hizo bajar.
Instruidas
diligencias por denuncia hecha ante el Colegio de Abogados e iniciativa de
García Prieto, ministro de Justicia, y del subsecretario Martínez de Velasco, e
incoada la causa bajo la dirección de Ossorio y Gallardo. Al ser luego yo
presidente del Gobierno Provisional, se averiguaron otras cosas también
singulares. Aparecía como autor de la broma de la llamada telefónica un antiguo
recluso de la cárcel, ya sospechoso mientras estuvo como indiscreto moscón o
espía de cuanto hablábamos los presos políticos; era yerno de un empleado de
prisiones y protegido de otro jefe de categoría en la cárcel Modelo; se
encontraba falto de recursos aún para comer dos días antes del suceso y utilizó
para el aviso el teléfono de un establecimiento donde pagó concurrida
francachela; y aunque según el relato de los reaccionarios se trataba de una
broma, a lo sumo materia para un juicio de faltas, el autor conocido de aquélla
huyó de Madrid, declarándose la policía impotente para encontrarlo. Pero el
testimonio más expresivo unido a la carta, fue el plano de la propia cárcel
Modelo. Si hubiera bajado sólo para utilizar el teléfono al cual se me llamaba
habría tenido que atravesar, contra reglamento y consigna severísima (porque
aquella noche no había aparato utilizable dentro del recinto de la cárcel) el
paseo de circunvalación que rodea a ésta y conduce a la centralilla telefónica,
con un ancho de siete metros cruzando con la lentitud de mi escasa vista, entre
dos centinelas situados a pocos pasos y cuyo deber y frecuente ejercicio
nocturno era disparar contra cualquier ruido o aparición sospechosa. En la
causa declararon el oficial, cabo y soldados de la guardia, haciendo constar
ese deber y costumbre así como que nadie les previno que se me hubiera llamado
y que por tanto mi aparición era lícita. Nada supieron de esto y habrían
cumplido con su deber de haberse realizado las cosas como las habían planeado,
quienes fueran. Claro está que los vigilantes de prisiones no hubieran
realizado por sí ninguna agresión contra mí, pero la broma pudo ser mucho más
pesada y desde luego era menos inocente de lo que hubo empeño en decir luego
como disculpa.
Tras ese
incidente y sus comentarios, la atención dentro y fuera volvió al proceso cuya
vista ya se acercaba a las elecciones municipales, cuya convocatoria ya se
anunciaba como muy próxima. Ambos acontecimientos de tan distinta y sin embargo
relacionada significación delimitan un periodo corto pero muy interesante que
merece su capítulo separado.
CAPITULO
V
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