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LA
VICTORIA REPUBLICANA
CAPITULO
III.
EN
PLENA CONSPIRACIÓN
Van
afluyendo ofrecimientos de acción. Concordia republicana y pacto de San
Sebastián. Sin dinero pero con fe. Revista de fuerzas y busca de caudillo.
Anécdotas y episodios. Se dibuja un Gobierno y se inicia un programa. Fijación
de éste y complemento de aquél tras la alianza con los socialistas. Una sesión
dramática. Recuerdos de Galán; el chispazo de Jaca. La suerte está echada.
El periodo
cuyas impresiones ordena este capítulo empieza en los primeros días de agosto,
para terminar con exactitud de reloj a las nueve de la mañana del 14 de
diciembre de 1930. Todo él está regido por el signo de la conjura, y como el
que le sigue acusa con el relieve de sus trazos el inesperado retorno a un
periodo romántico, que en los sentimientos como en las peripecias se produjo
por el renacer del ideal y del entusiasmo.
Al par que
las adhesiones de ideología política, iba recibiendo desde fines de abril,
naturalmente en menor número y con mayor cautela, ofrecimientos de concurso
armado. Lo facilitaba la confianza y simpatía que mi paso por el ministerio de
la Guerra, siete años antes, había dejado en el Ejército y las nuevas
relaciones que con los conspiradores más tenaces tracé como colaborador de
Villanueva. Cuanto éste visible y definitivamente se detuvo en la marcha
revolucionaria, vino hacia mí el núcleo principal de oficiales que le habían
seguido: el marino Roldán, el artillero Pérez Salas, el aviador Franco, siempre
lleno de ímpetu así como el anterior representaba la constancia reflexiva,
taciturna, pero prototipo de la revolución más segura.
Con ellos o
sin ellos, pero de igual procedencia, vinieron otros oficiales que me ayudaron
en los trabajos, sin previo acuerdo entre sí, a veces en perpetua
contradicción, como con el capitán de Artillería y diputado de las
Constituyentes Pedro Romero, el más incansable trabajador de la revolución, el
optimista por su propia decisión en cada instante, mientras que su compañero de
empleo y arma Hurtado, a quien utilicé con frecuencia, daba siempre en sus
informes una nota de realidad recelosa y desengañada, como por desgracia tenía
que reflejarlo la actitud de varias guarniciones. Mis antiguos amigos los
comandantes de Infantería Arronte y Palazón, secretarios en Guerra, ayudantes
en la Presidencia, así como Legórburu y Mateo Campo,
fueron aportándome elementos de muy distinto carácter: el aviador Riaño, sagaz
y firme; el teniente coronel Trucharte, con mando de
batallón en Madrid, medio de vigilancia y neutralización ya que no cabeza del
alzamiento; el comandante de Caballería Jiménez Orge,
primer jefe del Escuadrón de Escolta Presidencial, comprometido en el
movimiento republicano en una de las más difíciles zonas de Madrid.
Al propio
tiempo, por añejas relaciones, ocasional conocimiento o espontáneo impulso
seguían o se situaron a mi lado los artilleros comandante Saravia y capitán
Azcárraga, veteranos incansables de la conspiración de Sánchez-Guerra y
Villanueva; el oficial de complemento Pando Reina, en ella comprometido, el
artillero y geógrafo D. Rodrigo Gil, destinado en Aragón, el comandante de
Estado Mayor, también de Zaragoza, Alonso, quien nos facilitó informes y
servicios muy útiles; Vidal Loriga, apoyo de toda revolución, sobrino del conde
de El Grove en el espíritu artillero, antítesis de él en la adhesión dinástica,
y el capitán de Artillería y abogado D. Julio Ramos, que preparó el mayor éxito
de organización en su regimiento de Cádiz; el comandante de Infantería,
diputado en éstas y capitán de Estado Mayor Fernández Castillejo, que ya en
plena dictadura había luchado en Sevilla contra la encarnación de aquélla en
Cruz Conde.
Los jefes y
oficiales a que me he referido como de más directa relación conmigo eran
elementos de constante relación con todas las guarniciones, en cuya tarea,
especialmente para la guarnición de Logroño, los ayudaba el auditor de Guerra,
luego consejero de Estado, D. Julio Ramón de Laca. Luego, ya en plena
conspiración, al reunirse el Comité Revolucionario en el Ateneo, se nos
incorporaron muchos oficiales aviadores, vanguardia del movimiento,
representados por los comandantes Sandino y Burguete, y sobre todo por el
capitán Menéndez, director general que había sido de Seguridad.
Nunca fue mi
plan un movimiento puramente militar, que en vez de cancelar agravaba,
continuándolo, el ciclo y el siglo de nuestros pronunciamientos, pero nunca
tampoco, ante la fuerza de la realidad, quise planear un movimiento meramente
civil, destinado si no se obtenían desprendimientos de concurso o por lo menos
pasividad simpatizante de la fuerza pública, a ser alternativa sin remedio, o
acribillado por la superioridad de aquélla o propulsor de anarquía, si para
quebrantarla minaba, total, radical y esencialmente su disciplina jerárquica.
Trabada o
reforzada la relación con los más de los destacados y a través de ellos con
muchas unidades del Ejército; confiado por tanto en la perspectiva que a un
esfuerzo tenaz, perseverante, ofrecía el campo militar, era indispensable
conseguir la concordia total de los republicanos, sin lo cual era imposible la
alianza con los socialistas, así como sin la una y sin la otra, ni la
revolución era viable ni el Gobierno Provisional compacto y duradero ni la
confianza de la opinión general y el entusiasmo de la republicana posible.
En los
últimos días de julio de 1930 había regresado Miguel Maura de Barcelona a
Fuenterrabía, y a su paso por Lecumberri, convinimos en tener unas reuniones
que se celebraron a primeros de agosto, asistiendo también Sánchez- Román en
San Juan de Luz, Hendaya y San Sebastián. Juzgamos llegado el momento para
constituir, con agrupación de todas las fuerzas republicanas y encauzamiento de
los concursos militares, el Comité Revolucionario. Para estimular la
consecución de este propósito, se acordó que yo viniera a Madrid convocando una
reunión preparatoria de la definitiva que había de celebrarse y se celebró en
San Sebastián, determinando el célebre pacto conocido con ese nombre.
Llegué a
Madrid el 8 de agosto, con tanta oportunidad y fortuna que D. Alejandro
Lerroux, por feliz coincidencia y ante unos informes que luego resultaron
fantásticos sobre posibilidades de sublevación en parte de la Escuadra, tomó la
misma iniciativa, enviándome un recado que se cruzó con el que yo le dirigía.
De acuerdo ya ambos, se citó para la reunión preparatoria objetivo de mi viaje,
celebrándose aquélla en mi despacho del Ateneo en la noche del 9 de agosto,
asistiendo, además de D. Alejandro y de mí, Azaña, Galarza, Albornoz, Domingo y
Prieto, que concurrió allí como luego a San Sebastián a título personal, en su
propio nombre, que ya era bastante refuerzo por sí, aun no descontado la
esperanza, que fue realidad, de arrastrar en definitiva y pronto la cooperación
del Partido socialista.
Por un viaje
que Albornoz necesitaba hacer a Andalucía, la reunión de San Sebastián no se
pudo convocar para antes del día 17, dándonos todos cita en el hotel de
Londres, donde alguna vez había pasado yo y pensaba instalarse Lerroux, pero no
fue así, y el hotel se encontró sin motivo que lo justificara como lugar de un
acontecimiento trascendental. Aunque con toda amabilidad se nos recibió allí,
no era prudente deliberar en sitio que sólo se había fijado de primera cita y
acordamos trasladar para la tarde al Círculo Republicano, donde tuvo lugar la
historia de la deliberación, y a ella concurrimos los antes citados, Casares
Quiroga por los republicanos autonomistas de Galicia, Sánchez- Román y Maura,
Eduardo Ortega y Gasset, quien hizo valer para asistir su empeño en ello y su
aureola de luchador, y los señores Ayguadé, Mallol y
Carrasco en las representaciones respectivas de los amigos de Maciá en Acción
Republicana y de Acció Catalana.
Si por la
mañana nos había causado gran alegría la presencia de los tres representantes
del particularismo republicano catalán, cuya comparecencia gestionada por la
familia de D. Nicolás Salmerón, se había creído dudosa, por la tarde las
primeras manifestaciones de aquellos elementos produjeron un efecto de
angustia, por fortuna pronto desvanecida. Habíamos quedado solos quienes íbamos
a deliberar tras la despedida previsora por la reserva, pero demasiado brusca y
expeditiva por las maneras, que el representante de los republicanos vascos,
presidiendo la reunión, había formulado respecto de otros entusiastas
bilbaínos, riojanos, etc., a quienes llevó, aun sin estar invitados, su celoso
ardimiento. Y tan pronto fue a iniciarse el diálogo, atravesó Carrasco Formiguera el pleito catalán, no ya con intransigencia de
fondo, sino además con acritud de forma y sequedad de expresión, para dejarnos
atónitos.
He oído
decir varias veces en apreciación justiciera, y en definitiva elogiosa, del
carácter catalán, que hay necesidad de penetrar en su trato para saborear lo
agradable, y nunca se había confirmado eso mejor que con este descendiente por
línea paterna de familia algo catalana, pero impregnado de aquel particularismo
como pocos. No ya en trato posterior sino aquella misma tarde, pudo comenzar la
apreciación y estima de la nobleza, rectitud y aun ponderación de criterio
político en aquel espíritu cuya primera irrupción en la sala fue desastrosa.
Sentíase la imposibilidad de seguir deliberando, pero la actitud más serena y
conciliadora de Mallol, la sonrisa atrayente de Ayguadé,
alentaban a seguir un diálogo que yo quería tuviese poco de discusión y menos
de disculpa. Reservé mi intervención, dejé que la tuviera ante todo Albornoz,
recabando incluso, por doctrina federal, las atribuciones del Estado total
español, señaladamente sobre derechos individuales.
Siguió el
particularismo vasco, no receloso para el catalán, sosteniendo por voz de Sasiaín y de Prieto, el peligro que en la región de
nuestras deliberaciones implicaba para la libertad la solución ultrafederalista. Fue sobria la reputación contenida de
Miguel Maura; estuvo conciliador cual yo esperaba Domingo, catalán genuino pero
inequívocamente incorporado a la política española; prudentes, casi abstenidos,
Sánchez-Román y Lerroux, y cuando llegó el momento de hablar yo, pronto cayó
noblemente al suelo el recelo que contra todos y en especial contra mí llevaba
y confesó Carrasco, llegando en una reacción generosa de confianza, al empeño
de que fuese yo quien, tras haber definido, redactase los términos del acuerdo.
Esto último decidimos sin embargo confiarlo a Prieto, como periodista, y él
ante todo se preocupó en la nota oficiosa de cuanto podía transparentar sin
imprudencia, la concordia resuelta para implantar a todo trance la República.
Se había
producido un acuerdo en torno al problema de Cataluña. España entera había
asistido a la amargura de aquella región, en las persecuciones sufridas bajo un
poder distinto al constitucional y extraño de todas aquéllas, la dictadura; la
distinción para el régimen autonómico entre la vida interior de Cataluña,
peculiar, determinada por su voluntad, registrada no más por el Parlamento
Español y la vida de relación con las distintas regiones, que no pudiendo ser
las obras porque sería la imposición de una solo, tenía que regularse conocidas
las aspiraciones de ella, por el general consentimiento de las Cortes
Constituyentes, cuya ulterior decisión, evidentemente amplia y justa, no
podíamos prejuzgar ni cohibir. Quedó convenido que el Estatuto Catalán se
formara en la región, se sometiera al plebiscito de ayuntamientos y ciudadanos
y tal ponencia se presentara por el gobierno a la definitiva deliberación de
las Constituyentes. El acuerdo y las aclaraciones que lo habían precedido y
explicado, entre ellas la salvedad que hice de que ninguna parte o tendencia
intentara torear con la violencia de un hecho material consumado, la legalidad
pacífica de las soluciones, torcer ni prejuzgar, no se escribieron en parte
alguna, y fue la lealtad y el honor de todos respetarlo sustancial y fielmente
entre la agitación difícil y tentadora de un periodo revolucionario.
Dominado, no
eludido, el escollo catalán, sobre lo demás no hubo casi necesidad de hablar,
porque el acuerdo en el fin, la República, y en los medios, la revolución con
fuerza a la vez popular y militar, estaba de antemano conseguido. Lo vidrioso
que aún quedaba, organizar un Comité Revolucionario, se resolvió también
fácilmente entre la comprensiva y silenciosa abnegación con que Lerroux se
sometió a las injusticias o las severidades del recelo que su nombre había
despertado en unos elementos de los partidos y del Ejército, y la propuesta
expedita y feliz que, a la vez brusca y delicada, lanzó Miguel Maura tras unos
segundos de consulta en voz baja conmigo por la alianza republicana entonces
unida. A Azaña, confederado oficial de Lerroux; por los radicales socialistas
Galarza, luchador y amigo nuestro sin la falta de fuerzas de Domingo ni el
exceso imaginativo de Albornoz; por los catalanes Ayguadé,
sin la apatía de Mallol ni la aspereza de Carrasco; Prieto, avanzada del
socialismo, representación a la vez de las izquierdas vascas; Casares, que
mostró su deseo y fue un acierto como equilibrio de otras tendencias
autonomistas; y yo en representación de las moderadas, nombrado en el acto
comité a propuesta de Indalecio, por todos aceptada y cuyos fundamentos fueron
la doble confianza que había de inspirar a los elementos civiles de orden y a
los simpatizantes del Ejército del que había sido su último jefe
constitucional.
En menos de
tres horas, dedicadas cerca de dos al problema catalán y unos minutos a
redactar la nota para la prensa, se había dado un paso gigantesco en la marcha
revolucionaria, creándose una fuerza cuya eficacia iba a rebasar todas nuestras
esperanzas. Prieto, Albornoz y Azaña quedaron designados para continuar con
apremio la gestión cerca de los socialistas; de la tregua y aun el apoyo por
parte del sindicalismo se ocuparían especialmente Ayguadé y Casares; Don Alejandro hablaría con otras fuerzas sueltas del lado izquierdo,
y por el derecho continuaría yo requerimientos que habían venido siendo
incesantes. Pero desde luego era ya definitiva y total la coalición de los
republicanos, sin excluir a los federales, también invitados y en
representación virtual, aunque no efectiva, en aquella reunión histórica, por
estorbos y penurias de reorganización y escrúpulos reglamentarios sobre el
mandato.
El primer
día inmediato siguiente al del pacto, reunióse ya quien dando ejemplo para
evitar curiosidades indiscretas, nos dejó solos en su casa de Fuenterrabía. Un
bosquejo del plan en el que estábamos acordes y un cálculo más que recuento de
fuerzas, cuyo futuro inventario permitiera consultar aquél, llevaron poco rato.
Saltó en el acto la preocupación fundamental e indominable del dinero: ¿cómo
adquirirlo? Era el primer problema. Miguel, que lo suponía, trazó
imaginativamente y antes de dejarnos reunidos proyectos que en la buena fe de
su fantasía aseguraban alrededor de 2 o 3 millones, cifra calculada con una
prontitud que era casi un milagro y una facilidad sin embargo teóricamente
perfecta. Prieto se mostraba más escéptico y Azaña, a quien tuvimos la preocupación
de nombrar tesorero sin contar todavía con un céntimo, no sé si contradecía o
confirmaba su natural tono burlón, preocupándose con gran delicadeza de una
exquisita contabilidad compatible con el obligado secreto y de poner la cuenta
corriente a un tercer nombre de incondicional adhesión, pero sustraído del
olfato policíaco en la busca y apoderamiento de nuestro futuro tesoro.
La
deplorable situación de las finanzas revolucionarias no tenía trazas de
remediarse. Allá para fines de agosto, al reunirse en Madrid el Comité,
estábamos en mangas de camisa por lo tremendo del calor, y con los bolsillos
vacíos porque las primeras 10.000 pesetas procedentes de los gallegos de uno y
otro lado del Atlántico, no encontraron otra compañía regional y salieron de
las arcas tan veloces como destinadas que fueron a viajes en automóvil de
quienes iban a recorrer las guarniciones.
Las
esperanzas de empréstitos o donativos cuantiosos se frustraron, incluso alguna
que yo llevaba por buen camino y terminó con un desprendimiento de 5.000 duros
y la oferta de algún otro posterior. En medio de aquellos apuros y escaseces,
me mantuvo desde el primer instante, desde la reunión de Fuenterrabía, una
discrepancia de optimismo que insinuaba sin acentuar la contradicción fiando en
las extraordinarias facilidades proporcionadas por un ambiente de entusiasmo en
el que no se necesita comprar ni casi indemnizar a nadie y en el que la misma
abnegación obtiene donativos de las fortunas modestas y aun de las humildes: en
suma dos factores morales de reducción enorme para el presupuesto de gastos y
de insospechadas cuotas en el de ingresos, con una nivelación prodigiosa que es
milagro de la fe.
Desvanecidas
ofertas insistentes, repetidas y aun precisas tras de cuya persistencia
engañosa se llegó a sospechar el deseo pérfido de conocer nuestros planes sin
ayudar a su éxito, fue necesario defenderse con el presupuesto de la estrechez,
trinchera última de mi optimismo. Complicaba la situación el pedir constante de
los elementos, con decisión pero sin fortuna, que pedían armas, y no fue leve
el trastorno, la más pesada demanda de pobreza que diferenciándose de Valencia,
autónoma para procurarse su armamento, atravesaron los elementos comprometidos
en Barcelona. Inconcebible nos pareció que unos sindicales de recaudación
fabulosa en lo clandestino y perseguido, y una casi plutocracia cuya lucha se
exaltaba por el estímulo de idealidad y sentimiento, no contaran con medios en
definitiva muy modestos y hubo de mermar para allá el defendido de nuestra
recaudación difícil. La explicación sólo pudo estar en ser turbia, una vez más,
la maniobra del sindicalismo y en que los revolucionarios acomodados temían, sin
motivo, a un acto de excepción, por parte del gobierno, de grandes dimensiones
en Barcelona por cuya razón, de prudencia junto con otras coincidentes
cautelas, se convino siempre que la gran ciudad no fuese avanzada, ni el centro
del movimiento, el cual en todo caso debía producirse allí con cooperaciones de
ejército y templanza de actitudes que calmaran suspicacias de cohesión nacional
o social.
Se
adquirieron armas, se hicieron muchos viajes, se dio algo sólo para unos días,
aunque muy poco a los más necesitados, que iban a arriesgar el pan con la vida
y así hubo dinero y aun alguno pudo dedicarse a las víctimas de la represión.
La cuenta
exacta sería difícil de formar, porque además de la recaudación centralizada en
manos de Azaña y un epílogo que de enero a marzo del 31 corrió a cargo de D.
Alejandro, iba yo atendiendo los gastos urgentes de viajes y peticiones de
alguna más monta en ciertas plazas. Con todo, atando cabos y recuerdos, una
partida de 10.000 duros y otra de 1.000, que llegaron por manos de D. Fernando
de los Ríos; cerca de 8.000 que entregaron los radicales socialistas, unas
veintitantas mil pesetas que una noche aportara Lerroux, cerca de 80.000 duros,
que procedentes de amigos míos y de mí hube de facilitar, sumas parecidas a la
de Lerroux que me parece llegaron a través de Prieto y cantidades sueltas que
fui gastando. Llegamos a una cifra total e inverosímil, que si bien rebasó el millonejo de reales, se quedó muy distante del medio millón
de pesetas, aún calculando por alto lo que ya presos
nosotros y en libertad aunque oculto Lerroux recaudara e invirtiese durante el
periodo primero de 1931 en que estuvo tratando de reorganizar para nuevo
intento los restos de las fuerzas revolucionarias.
De todos
modos mi cálculo es seguro, aunque sus datos exactos y de directo conocimiento
terminan con la llegada y cobro el mismo día 13 de diciembre de la última
partida de 2.000 duros que envió un banquero andaluz, luego diputado
republicano progresista en las Constituyentes. Las cifras son inverosímiles,
pero son ciertas. Entre tantas ilusiones convertidas en realidad, aquella
esperanza mía de agosto de 1930, que sin cerrarse el intento justificado de
mayores recursos, confió en el milagro del dinero, ha sido una de las más
hondas satisfacciones revolucionarias. Así la República nació limpia de
sospechas, su hacienda libre de compromiso, su economía dueña de sus destinos y
la soberanía inmaculada y plena. Poder decirlo así, sin tutores de plutocracia
española o extranjera, era grande y difícil empeño que el 14 de julio de 1931
me fue permitido proclamar ante las Cortes Constituyentes.
La obra
perseverante de propaganda emprendida cerca de todo el Ejército perseguía dos
objetivos, según el temperamento, el ambiente y la ideología predominante en
las guarniciones: o una adhesión resuelta, difícil de obtener en unidades
completas, o la neutralización al menos de éstas, constituyendo en ellas
núcleos de contención y resistencia que propugnasen al menos el respeto neutral
a las decisiones de la voluntad pública. Esto fue naturalmente mucho más fácil
y completaba la resultante de eficacias en las adhesiones activas que íbamos
obteniendo.
En las
variaciones de una conspiración siempre insegura, secreta y desarrollada, entre
noticias sensacionales y ánimos fácilmente impresionables, se da la paradoja de
ser bruscas las novedades de día a día y escasean en realidad las alteraciones,
de mes en mes. Si cada tarde o noche al dormirnos atendíamos al resumen de
noticias con que como aperitivo iniciamos la reunión, los saltos de entusiasmo
o decaimiento se reflejaban en aquellas dos frases que entre nosotros llegaron
a ser célebres como reflejo a la vez de la cambiante atmósfera y del no menos
cambiante temperamento de Miguel Maura, que alternativamente con júbilo o
desilusión las pronunciaba: «España en pie» o «sólo tenemos un... golpe de
mano». Si se compara el inventario total de fuerzas con que llegamos al
movimiento revolucionario en diciembre y aquel otro que, al empezar la segunda
quincena de octubre, mostrara yo ante los socialistas como un dato más
determinante de su actitud, las diferencias son escasas en número e
insignificantes en importancia.
Contamos
siempre con lo más numeroso, resuelto y notorio de la Aviación, al extremo de
ser muy contados los aeródromos, indiferente y hostil en realidad quizá sólo el
de Burgos, singular contraste y escollo dada la base de nuestros planes, que
determinó singulares previsiones para dominarlo mediante sorpresa fulminante.
La
Artillería mantuvo con nosotros largas negociaciones en el símbolo de su
espíritu colectivo, que lo era por entonces el coronel Redondo, sin decidirse
como colectividad a la acción total conjunta, aún más paralizada en semejante
amplitud decisiva desde que, retardado nuestro alzamiento por diferentes
obstáculos o motivos, la alarma del gobierno le llevó en los decretos de
noviembre a capitular mediante reparación, aunque limitada y tardía de agravios
inferidos por el absolutismo a aquel cuerpo. Quedó siempre la predisposición
colectiva de éste, dispuesto a una neutralidad benévola, con muy pocas y
problemáticas excepciones que los artilleros reputaban inverosímiles de
hostilidad y con valiosas y resueltas adhesiones. No fue de las más firmes y
claras, siendo de las más necesarias la del triángulo constituido por las
unidades de Vitoria, Logroño y Burgos, siempre más acordes en ir juntas que en
el grado de su apoyo al movimiento. La vanguardia artillera en punto a
organizaciones o unidades la formaron, de un lado la Academia de Segovia,
neutralizante o neutralizada contra el gobierno o contra nosotros por la
actitud de los dos batallones de Infantería que allá y en La Granja situó Primo
de Rivera para enconar con mezquino interés político un odio de armas que
tenazmente procuramos calmar; de otra parte por el regimiento o Comandancia de
Cádiz, donde la obra perseverante del capitán Ramos y del comandante Iriarte,
uno de los condenados a cadena perpetua en 1926, mi ayudante luego en la
Presidencia, prepararon el singular espectáculo de que tras recibirme aquellos
otros oficiales en una batería, pasara yo revista en un pabellón a toda la
oficialidad de teniente coronel inclusive abajo, sólo con dos excepciones y la
del coronel que, habiendo dejado de acudir por creerlo así prudente, varió de
criterio presentándoseme cuando yo acababa de salir.
La
Caballería, el arma que quizá padeciera más durante la dictadura, apartadas las
venganzas contra los artilleros, mantúvose en general
fría o adicta al régimen monárquico, con algunas excepciones entre los lanceros
de Alcalá de Henares y más amplias y orgánicas en Valencia.
Por primera
vez se quebrantó la tradicional repugnancia a los movimientos políticos en el
Cuerpo de Ingenieros y encontramos dentro de él algunos concursos de comandante
abajo, divisoria de empleos que por reflejar la ideológica y sentimental de las
generaciones era la frecuente en todas las armas.
La
Infantería, sin unidad de criterio, hecho tradicional y explicable por el
volumen, nos fue ofreciendo facilidades, apartamientos y resistencias muy
varias. Algunos núcleos en Madrid, principalmente en Asturias; poco en
Andalucía, más bien como freno o eventualidad en Córdoba; un batallón casi
decidido en Valencia, con el coronel Tirado; predisposición y algo más en
Játiva y Alcoy, constantes avances y retrocesos en Logroño y Burgos; el núcleo
de Jaca que merece mención aparte, audacias juveniles en Pamplona, que
prepararon un plan algo novelesco sobre la base de Montjuich;
neutralidades o acción complementaria tras los primeros pasos de otros
ofrecidas en varias partes y una línea de simpatías avivadas que se corría por
las guarniciones de León, Astorga, Zamora, Asturias y Santoña.
Como
caudillo contamos desde el primer momento con Queipo de Llano, constante en la
oferta y cumplidor en la acción. Fue también firme y leal Riquelme, cuya
incompatibilidad con el primero por el rencor implacable de éste, permitió
orillar la disciplinada transigencia del segundo y su empleo en sitio donde no
se encontraran.
No tuvimos
tampoco duda sobre la adhesión espontánea y leal de Cabanellas, pero fue su
relación con nosotros más escasa y lejana antes de diciembre que después,
durante nuestra prisión, cuando ya le dejaron más propicio a la comunicación la
muerte de su mujer que vino a coincidir con los preparativos revolucionarios, y
desengaño en las esperanzas que sobre total y pacífico restablecimiento de la
libertad vinieron difundiendo sus antiguos amigos Berenguer y Rodríguez Viguri.
Como todos los aludidos y algún otro afiliado de mucha más reducida clientela
militar, mi amigo el general La Cerda, estaban pasados a la reserva por la
persecución arbitraria de la dictadura, fue la tarea nuestra encontrar algún
caudillo en activo. Pensé primero en Barreto, Gobernador Militar de Sevilla,
por sus declaraciones democráticas, casi republicanas, y por sus compromisos
con Goded, menos cohibidos cuando ya el infante don Carlos no era jefe
inmediato, sustituido por Cavalcanti, pero Barreto,
que accedió a darme cita en Córdoba para el 6 de septiembre, trasladándola
luego a Sevilla, al llegar yo allí también se marchó con pretexto de caza,
negándose a decir a dónde y hasta cuándo, actitud nada formal ni correcta en
que se obstinó a mi regreso de Canarias.
A principios
de octubre la búsqueda se fijó en un empleo inferior, pero en persona muy
destacada, el coronel Varela. Su juventud, de unos cuarenta años, y su doble
cruz laureada le daban singular relieve en el Arma de Infantería, con la
circunstancia además para nuestro propósito feliz y decisivo de mandar el
Regimiento de Cádiz, con cuyo concurso, el de aquella Artillería, ya obtenido
el de la Aviación y una neutralidad expectante de la Escuadra, podíamos tener
magnífica base de alzamiento. Accedió Varela a que nos viésemos en la madrugada
del 4 de octubre en la carretera de Córdoba a Écija, a donde nos trasladamos,
él desde Cádiz y yo desde Priego. Con toda puntualidad de ambos, faltó muy poco
para no vernos porque creyéndose él vigilado en Sevilla resolvió sin tiempo
para avisármelo cambiar de itinerario, entrando en la carretera no por Écija,
en dirección opuesta a la mía, ni por Córdoba, en la misma que yo llevaba, que
mientras más corría en su busca, más me alejaba de él. Por fin al regreso nos
encontramos hablando largamente hasta la estación de Córdoba, donde le dejé
poco antes del alba. Ni en aquella conversación ni en la posterior
correspondencia que sostuvimos (firmando siempre «La Victoria», nombre de la
aldea o caserío en que nos encontramos) logré convencerle, aun ayudado luego
por nuestro común amigo el diputado socialista doctor Mouriz,
para que saliera de una expectativa a lo sumo benévola, reservándome lealmente
una libertad de acción que no usó. Alejaba las proporciones que veía muy
exageradas de peligro comunista, pero yo creí siempre que juzgó en cambio con
notorio error por defecto la cuantía y empuje de la fuerza revolucionaria
reunida.
Inesperadamente
por medio del comandante de Caballería y aviador Riaño, se nos ofreció un
general en activo, de división, relativamente joven y con carrera segura, Núñez
de Prado, gobernador de Guinea, con licencia en Madrid entonces y cuya adhesión
inexplicable por motivos de conveniencia, asegurada bajo la monarquía, juzgué
siempre merecedor de aplauso y agradecimiento, de una convicción por ideal y
bien del país. Inopinadamente, también a través de cura castrense, surgió el
ofrecimiento de un general de brigada con mando, en la de Burgos, Villa-Abrille, al cual encontré al mediar octubre en un
pintoresco pinar de Soria, pero aún más pintorescas iban a ser las entrevistas
en Madrid con el Comité Revolucionario. Y eso que la primera vez que le vi, y
como precauciones para no ser conocido, salió en la dirección de unas
maniobras, iba de uniforme y con fajín, aunque se puso encima la gabardina de
un amigo, y buscando con afán un sitio solitario, escogió el cruce de unas
carreteras.
A punto
estuvimos de tener un caudillo más extraño, el general Las Heras, gobernador
militar de Huesca, muerto con ocasión de los sucesos de Jaca y con todas las
circunstancias de entusiasta monárquico. Más que por creerlo así, por noticias
sobre las dificultades de su carácter no habíamos pensado en abordarlo cuando
un comandante médico amigo suyo se presentó en Madrid, sin embajada directa,
pero expresando la creencia fundada en sus conversaciones de que sería posible
y desde luego era muy útil contar con el general. Regresó el médico a Huesca
con una clave que comunicara el resultado y éste no nos fue propicio o por
exceso de optimismo en las esperanzas del mediador o por rectificaciones de
propósito en el ánimo del general.
Entre una
ligera avería de automóvil que ocurrió a Eduardo Ortega y Gasset al comenzar el
otoño y la ingenuidad simpatizante de la Guardia Civil que acudiera a ayudarlo,
nos proporcionaron la interesante noticia de que todos los concurrentes al
pacto de San Sebastián, con una lista de acompañamiento algo arbitraria,
figurábamos ya en las mochilas de todas las parejas y en los bolsillos de todos
los agentes de policía para ser detenidos al primer aviso circular.
Las
peripecias de vigilancia y persecución con aspecto a ratos de cinema se
iniciaron súbitamente, para no interrumpirse, ya en la madrugada del 11 de
octubre. Insistente y recio llamar del teléfono me obligó a saltar de la cama
comprendiendo que no se trataba de algo sin interés y urgencia. Era un aviso
que me daba el luego diputado radical D. Miguel Cámara, participándome los
registros y detenciones que en aquel momento se efectuaban en Barcelona y el
peligro de que detuvieran en el expreso a Ayguadé,
que venía hacia Madrid con documentos de interés. De este viaje estaba yo
enterado, pero como no conocía entonces al comunicante, me hice de nuevas,
colgué el teléfono, busqué en la guía el nombre de aquél, de quien recordaba
ser empleado de la propia telefónica, llamé a su casa y al comprobar que estaba
levantado y junto al aparato, presintiendo mi precaución, pudo el diálogo,
aunque siempre con reservas, ser más explícito. Aun destacados dos de mis hijos
para salir al encuentro de Ayguadé, pasó
desapercibido para aquéllos y por fortuna también para la policía, y como tuvo
el acierto de dirigirse al hotel Florida, cuya propietaria republicana rompió
en vez de remitir a la Dirección de Seguridad el parte de llegada, y trajo
disimuladamente el maletín del viajero a mi casa, fue fácil ocultarle en ésta,
sacarle luego en la noche siguiente confiándolo al marino, Sr. Roldán, y tras
algunos rodeos, llevarlo al cabo en automóvil a Barcelona, donde había de estar
oculto pero conspirando varios meses. Pudo hacer el viaje acompañándole el
capitán de Artillería Sr. Pintado, y provisto de una cédula en que el médico
catalán figuraba como abogado del Estado madrileño. Por fortuna nada
comprobaron los agentes durante el camino, porque si bien no era de suponer que
le hubieran sometido a examen sobre el Impuesto de Derechos Reales, apreciando
a Ayguadé, el acento castellano era un imposible.
Cuando aún
no había salido de mi casa, donde celebramos reunión con el futuro alcalde de
Barcelona, hube de sacar de ella, poniéndolo a salvo apresuradamente, a Prieto,
a quien supimos buscaba la policía con órdenes apremiantes. Ya había un agente
vigilando la puerta, pero por un descuido, sólo la de la casa, y obligándole
con habilidad a retirarse un poco, uno de mis hijos, que salió regresando
después para leer un periódico junto a la farola, de esta manera pudo Indalecio
salir en coche desde el interior del jardín por la puerta de éste, ocultando su
respetable humanidad en un gran periódico también que mis otros dos hijos
desenvolvían, situados a izquierda y derecha de Prieto.
Sólo por
simpatía negligente en los encargados de prender a Prieto puede explicarse que
no lo hicieran durante dos meses un poco largos, en los cuales aquél, aunque
mudando de domicilio y de nombres, siempre raros (pues al principio se llamó
Lucio y luego nos telefoneó un día que era Roque, sucesor por traspaso) es lo
cierto que no perdió una reunión de conspiradores, fuese en casa de Miguel
Maura, fuese en el Ateneo, y que en todas las cautelas de entrar en éste por
puerta reservada y ocultándose como podía con el gabán, venían abajo cuando se
marchaba invariablemente al café Regina, en plena calle Alcalá, para discutir
con todos sus pulmones a dos pasos de la Puerta del Sol.
La voz
fornida de Indalecio iba in crescendo al atacar las notas, en él muy
frecuentes, de la interjección más briosa, y cuando agotado al parecer el
repertorio de éstas cayó un día en la cuenta de que le habrían oído con
frecuencia las señoras que visitaban la casa de Maura, para enmendarlo se
increpó a sí mismo, en voz aún más alta y enriqueciendo el léxico con la más
variada y espléndida ristra.
Si Prieto,
con la agilidad de su entendimiento, el brío de su corazón y la gracia con
exceso sazonada de su lenguaje, era entre las preocupaciones serias el mayor
aliciente de las reuniones, bajo otro aspecto superaban a todas en amenidad
aquellas en que misteriosamente y a altas horas concurría el general Villa-Abrille. La fantasía estratégica de sus planes, que hacían
de los alrededores de Alsasua y de las peñas de Irurzun paso obligado del
movimiento revolucionario; la contradicción instantánea y total de sus cálculos
y de sus datos; la familiaridad que al primer saludo se permitía con todos, sin
excluir la seriedad científica de D. Fernando de los Ríos, produjeron cuando
nos quedábamos solos las mayores expresiones de regocijo, no ya en aquél,
jovial en el fondo, sino en Azaña, el hombre más imperturbable de todo el
Comité y que yo creo no haya reído con aquellas ganas ni en los días lejanos de
la niñez. Sin embargo la apreciación de indudable buena fe, arrojo y aun
clarividencia en aquel hombre de tan destacadas rarezas, la solidaridad de
propósito en que iba a servirnos y ese ambiente de romántico buen humor que
surge en las conspiraciones y confía temerariamente en el azar nos llevaba
sintiendo el sobresalto a poner inevitablemente la confianza de nuestra suerte
en caudillo de genialidades sorprendentes.
La prisión
del comandante Franco fue una torpeza del gobierno bajo muchos aspectos. Irritó
a los aviadores, empujando aún más su inclinación a nosotros. Contuvo
providencialmente la impaciencia de aquel a quien ya costaba trabajo sujetar a
primeros de octubre, dispuesto siempre a un alzamiento prematuro, con
irreflexión de la que dará idea el siguiente dato. El 9 de aquel mes me soltó a
quemarropa la combinación de que el 12 no bastaba, tenía que ser el movimiento
inminente según ultimátum de la Marina que no aguantaba ya más contraórdenes ni
esperas. Yo me quedé atónito porque ni contaban desgraciadamente con unidades
navales ni hubo jamás contraórdenes, ya que las sucesivas fechas examinadas
como posibles para el movimiento nunca llegaron a adoptarse en firme hasta la
única decisiva y mantenida del 15 de diciembre. Le invité a que hablaran
conmigo los marinos portadores del ultimátum, que según le habían dicho a él
estaban en Madrid y resultó fantástica la referencia por su seguridad creída.
El último
daño para el gobierno monárquico en la prisión de Franco fue la novelesca
aventura de su fuga, desde el primer día preparada y asegurada por sus
compañeros, determinante de nueva aureola que aumentaba el prestigio del héroe
popular, y la fuerza atrayente del movimiento revolucionario.
La
conspiración contó con cooperaciones desconcertantes aun para habilidad y celo
mayores de los que mostró la policía. Algunos mensajes y alguna excursión de
los más comprometidos corrieron a cargo de aristócratas, luego revelados en las
Constituyentes, como el duque de las Torres, y aun de sacerdotes, alguno de
íntima amistad conmigo (don Juan García Vilches) a quien la jurisdicción
militar de Burgos persiguió inútilmente hasta Priego.
Por lo
demás, los agentes llegaron en fuerza de convivir vigilándonos estrechamente, a
cierta cordialidad con nosotros. Los encargados de Miguel Maura pactaron algo
así como un modus vivendi, en que el portero y el de aquel mismo Maura les
facilitaba un resumen de noticias sobre visitas hechas y recibidas. Mi
vigilancia se mostró en la mañana del 13 de noviembre, instalada en un
automóvil frente a casa, cerrando la salida de ésta por la noche, que me seguía
a todas partes y a toda hora. Pude sin embargo conferenciar libremente con los
militares, citándolos en casa de mi secretario, el Sr. Díaz Berrio, a donde
iban antes que yo, saliendo después. En tres ocasiones pude sin proponérmelo
burlar a los policías, que me perdieron la pista: una yendo a pie a casa de
Maura; otra, por dos veces, en las proximidades del Ateneo y la tercera en el
acto de León, yendo a ver el monumento al Arcipreste de Hita. No entraba en
ninguno de aquellos momentos como plan mío evadirme, y al incorporarme a ellos
la última vez, nos hicimos tan amigos que por leve avería de mi coche trajéronme en el suyo y todos campechanamente merendamos en
Villalba.
La ausencia
de toda precaución solía caracterizar a las comunicaciones procedentes de
Barcelona, al extremo de hablarnos por teléfono y a sabiendas de intervenirlo
la censura, no ya sobre el movimiento revolucionario por las claras, sino aun
acerca de violencias que nunca entraron en los planes y algún emisario que vino
a Madrid para tratar concursos de importancia, traía por poder de una entidad a
la que era extraño un pedazo de papel con un sello de aquéllos. En cambio,
cauto por demás, Marcelino Domingo, cuando enviaba algún revolucionario
desconocido, venía éste sin renglones, aviso previo ni contraseña alguna que le
disfrazase de un soplón o policía contra el que hubiera de encerrarme en
absoluta reserva.
La seguridad
de que el movimiento sería próximo y la firmeza del propósito mostrada en el
Ateneo acerca de un previo programa transaccional de los partidos, que
impidiese la crisis del Gobierno Provisional y con ello el caos anárquico, por
lo menos hasta la reunión de las Constituyentes, nos decidió antes de mediar
octubre a acometer, según se había previsto en San Sebastián, la formación de
aquel gobierno.
Por extraña
pero explicable paradoja, fue de los radicales socialistas, por boca de
Albornoz, la iniciativa pronta y fácilmente aceptada de que fuese yo el
presidente, designación en cierto modo hecha virtualmente desde que, con
ocasión del famoso pacto, se me encargó presidir el Comité. La propuesta a mi
favor lo era manifiestamente contra Lerroux, respecto del cual estaba avivado
el recelo de las otras fracciones. Por ser ello indudable por mi sincera y gran
estima a Don Alejandro y por el sacrificio compresivo de éste, justificaba aún
más las atenciones a su larga y destacada historia de luchador, fue mi primera
gestión acerca de él. Preveía y encontré dificultades, más de honda
contrariedad que de intransigente negativa, porque yo no podía ofrecerle ninguna
de las dos carteras que sabía le agradaban. En Gobernación era la
incompatibilidad con los elementos catalanistas y la suspicacia electoral
despertada en todos, y en Guerra, donde tales peligros se alejaban, surgía por
interpretación literal aunque absurda de las arrogancias habituales en las
arengas del tribuno, el temor a la amenaza latente de un acto de fuerza después
del triunfo y con ocasión de cualquier desorden. Comprendiéndolo así, creí que
la figura simbólica del tribuno debía destacarse para España y el extranjero
como primer nombre en la lista de ministros y, atento a sus cualidades de
naturales distinciones y aun a sus flaquezas por ciertas elegancias, le propuse
y logré con empeño que al fin aceptase ser ministro de Estado.
La necesidad
de dar a la opinión turbulenta de extrema izquierda y a la asustadiza de centro
derecha sensación y garantías de fortaleza en Gobernación hizo admitir, puesto
que estaba para ello eliminado Lerroux, la candidatura a Miguel Maura, que era
allí otro eje o cimiento para acoplar el gobierno.
Ninguna
dificultad ofreció designar a Domingo para Instrucción Pública, ni tampoco para
Fomento, donde estaba indicado su puesto como luego se ha visto, a Indalecio
Prieto, con quien contábamos ya como revolucionario y estábamos seguros de
contar como ministro, aun a título personal si los socialistas no se
decidieran. Fue inútil ofrecerles el secreto absoluto para no comprometerles,
apareciendo yo mismo encargado de tal departamento hasta el día del triunfo. Se
resistieron obstinadamente y a su entender no tanto por cautela contra los
riesgos de conspirador, cuanto por mantener intacto un prestigio de augures
misteriosos, sacerdotes infalibles, quebradizos y rotos, pasaban de la teoría o
de la crítica a enfrentarse con la difícil realidad económica, financiera y
monetaria de un mundo en crisis.
Haciendo un
alto por los motivos indicados en la formación del gobierno, fuimos avanzando,
en cuanto aquella paralización y espera permitían, sobre la adopción del
programa. Llevé un cuestionario dividido en quince temas, cuyo orden de
discusión estableció con criterio lógico Albornoz, y comenzamos a fijar la
transacción de los partidos sobre los diversos problemas, que mediante esa
labor pudimos ir resolviendo desde el mismo día 15 de abril de 1931.
Algo
avanzados ya los preliminares de aquellos acuerdos, que naturalmente habían de
someterse a revisión y complementos al ponernos de acuerdo con los socialistas,
entró la negociación, que continuamente se había llevado cerca de éstos, en
fase definitiva ya mediado octubre. Deseábamos nosotros contar a más de Prieto
con otros dos ministros del socialismo, D. Fernando de los Ríos para Justicia y
Largo Caballero en Trabajo. Sin comprometer solemnemente conformidades que en
el complejo ritual de la disciplina socialista exigen acuerdos y solemnidades
indispensables, la tendencia a colaborar era ya tan fuerte y vencedora en
decisiones hipotéticas y propias, que salimos Azaña y yo con impresión de
victoria de casa de Besteiro, donde con él y los dos antes aludidos se celebró
la primera entrevista, a la que siguieron algunas más. Por cierto, que a la
favorable acogida contribuyó la sinceridad plena con que les presenté el
inventario de nuestras fuerzas revolucionarias, por ellos solicitado con
cuidadoso interés y bastante recelo ante el riesgo de nueva frustración o
incumplimiento de concurso que les llevaba, como en 1917, tras la derrota, a
una destrucción de sus organizaciones, cuidadosamente reconstituidas.
Había hecho
la fatalidad que precisamente la noche antes al reunirse el Comité
Revolucionario, no corrieran vientos de los más favorables en el diario
recuento de fuerzas y noticias, y aquel pesimismo relativo y momentáneo,
temieron algunos republicanos que, asomando en mi franqueza, contribuyera a
retraer al socialismo aún vacilante. Con viveza poco acostumbrada, que por
cierto a Lerroux le agradó y la elogió mucho, repliqué que yo diría la verdad
sin apocamiento pero sin ficticia ilusión, y que si se deseaba narrador más
optimista con el riesgo de que fuera menos exacto, lo buscaran para aquella
embajada en que la veracidad era el principal deber. Me ratificaron los
republicanos la confianza de sus poderes y acertamos, alentando la del
socialismo por la franqueza misma con que les hablara.
Pocos días
después de la primera entrevista en casa de Besteiro, concurrían ya a las
reuniones del Gobierno Provisional en que se había ido transformando el Comité
Revolucionario Ríos y Largo Caballero, con las calidades y representación que
habíamos deseado tuviese.
Llevaron los
socialistas una larga nota de aspiraciones para el programa, que no era
radicalismo extremo y que además advirtieron no constituían intangible
ultimátum. Fue por consiguiente tarea relativamente fácil en las secciones
finales de octubre y en las de noviembre ir ajustando la solución de los
distintos problemas a resolver por el Gobierno Provisional. Con ello, que luego
fue a La Gaceta, y cuyo índice por tanto huelga aquí, quedaba muy alejado el
peligro de una crisis en el vacío de poderes constitucionales, producida dentro
del único que como provisional existiría. Había sin embargo que calcular el
planteamiento inesperado de cuestiones en que la concordia no fuera posible y
entonces se aceptó mi propuesta de que, ante los problemas no concertados,
previamente inaplazables, se resolvería por mayoría salvando un voto, sin
dimitir los ministros o el presidente no conformes.
Fuimos
paralelamente a la fijación del programa y organización del movimiento,
complementando el gobierno.
Por la valía
de su entendimiento y la firmeza de su adhesión republicana, tuve empeño, desde
el instante mismo en que quedó fijado el puesto de D. Alejandro, en ofrecer una
cartera a Sánchez-Román, pero toda la insistencia, aun apoyada ardorosamente
por los demás, fue inútil ante las resistencias que su fértil agilidad
encontraba medio de razonar. No quiso tampoco la embajada cerca del Vaticano, y
aun cuando aceptó, en momentos en que la solidaridad de la conjura era riesgo,
la presidencia del Consejo de Estado, se negó a ocuparla cuando llegamos al
poder.
Era
constante piedra angular en mi bosquejo de gobierno un ministro netamente
autonomista catalán, no incorporado a la política general española como lo
estaba dentro del Partido Radical Socialista Marcelino Domingo. Aquel ministro
catalanista era, asistiendo al consejo y hablando a sus afines, el portavoz de
nuestra lealtad sin prejuicio y era a la vez una garantía de confianza sin
audacia ni impaciencia en Cataluña. Hablé primero a Carner, un antiguo amigo
mío, y enseguida a Hurtado, que también lo era, y autor por cierto en 1908 de
una extraña profecía parlamentaria, según la cual vio entonces en mi constante
pero leal contradicción del catalanismo, el hombre con quien podrían tener una
concordia. No quisieron aceptar ni el uno ni el otro, alegando múltiples
incompatibilidades, quizá por falta de fe en el triunfo y en las necesidades de
la economía nacional, diose a Nicolau. Celebro que fuera nuestro compañero por
sus condiciones de lealtad, rectitud, cultura, deseo de acierto y trato
agradabilísimo.
La
resistencia de los sabios a encargarse del Ministerio de Hacienda y mi
oposición a candidaturas de banqueros, que, aun con la mayor corrección
personal, hubieran suscitado murmuraciones, mantenía sin proveer a aquella
cartera. Entonces Galarza, como portavoz de la juventud, lanzó el nombre de
Prieto y éste tuvo la abnegación de acceder a un cambio en el que previó
fácilmente su sacrificio. Hago con gusto la justicia de proclamarlo así,
añadiendo que en la gestión como ministro del Tesoro fue impecable modelo y
como director de los cambios hizo cuanto hubiera podido hacer otro, sin llegar
a milagros imposibles por las faltas de la dictadura, las imprudencias
alarmantes de los extremistas en mayo, el retraimiento medroso e intencionado
de fuero conservador y las circunstancias todas externas e internas de aquel
tiempo.
Representado
a medias el Partido Radical Socialista en Domingo, por ser éste a la vez
miembro de la izquierda catalana, busqué el equilibrio en la designación de
Albornoz para el Ministerio de Comunicaciones, cuya creación acordamos ante la
importancia de los servicios y el entusiasmo republicano predominante en los
cuerpos respectivos.
Cuando quedó
sin titular Fomento por desplazarse Prieto a Hacienda, se planteó una discusión
desagradable, espinosa; Lerroux pidió con razón numérica otro ministro más para
los radicales, pero este partido se miraba con recelo por los demás. En
consideración a algunas íntimas predilecciones o amistades de D. Alejandro, la
designación era muy difícil. Vine a resolverla proponiendo yo a Martínez
Barrio, que fue aceptado para Comunicaciones, pasando Albornoz, aunque con
protesta y contrariedad lerrouxista, por ser más
antiguo en la jerarquía y notoriedad republicana. Cuando Casares, que ya había
mostrado sus dotes de hombre inteligente y hábil, indicó que al regionalismo
gallego debía darse una satisfacción, el problema pudo resolverse fácilmente
desprendiéndome yo del Ministerio de Marina, que me había reservado con la
Presidencia, y quedó definitivamente formado el gobierno que iba a resistir sin
alteraciones todas las alternativas de la adversidad y de la fortuna. Fue ello
posible porque al propio tiempo, y aun antes, se había convenido el programa
cuya meditación reflexiva y transaccional explica la rapidez fecunda con que
fue apareciendo en La Gaceta la obra revolucionaria que medio año antes se
había convenido.
Estábamos en
los momentos de aceptar definitivamente el gobierno y surgió la eventualidad no
realizada de alterarlo sustancialmente. Obedeció ello a que las antiguas
gestiones, de nuevo reiteradas con empeño, acerca de los constitucionalistas,
para decidirles a la colaboración republicana, encontraron en el ultimátum que
a su indecisión imponía dirigir las circunstancias, la vacilación simpatizante
de Villanueva, con quien convine muy corto plazo para ver si resolvía
favorablemente el titubeo de los demás. No fue así y aquel último intento de
ensanchar la coalición por la derecha, que tan útil hubiera resultado para la
estabilización sólida y prudente de la República, se frustró definitivamente.
Por cierto, que este incidente proporcionó la primera ocasión de medir a qué
punto había avanzado la amistad que apresuradamente se estableció entre Largo
Caballero y yo. El día en que las negociaciones con el constitucionalismo
mostraban horizonte optimista, propuse, en previsión del éxito, el acoplamiento
eventual de las figuras directoras de aquella tendencia ya en la embajada del
Vaticano, ya en la Presidencia de las Cortes, cuya previsión no teníamos
calculada; ya en la misma jefatura del Gobierno, quedándome yo en Marina, en el
Consejo de Estado o en cualquier otro puesto, y cuando se examinaba esta última
contingencia interrumpió Largo con una brusquedad aparente y una afectuosidad
real, diciendo «y no hay otra cosa de más interés en que perder el tiempo».
Desenvolvíanse las reuniones en ambiente
de mutua y cordial compensación, sin que llegaran a ser difíciles en grado
molesto ni los mismos debates sobre acoplamiento de carteras entre los allí
presentes, y nunca fue tema de discordias la provisión de cargos, que virtualmente
quedó hecha. El orden de discusión consistía generalmente en exponer cada
problema con sugestión o esbozo de ponencia que se completaba en el debate a
cargo principalmente de Ríos, Sánchez-Román, Maura y Prieto, por ese orden, en
casi todas las cuestiones, de Largo, principalmente en las sociales. Azaña, con
algunas opiniones a veces decisivas sobre las cuestiones fundamentales, fue el
ponente natural para las reformas orgánicas de Guerra, aceptadas
sustancialmente, habiendo sido yo para la reducción o supresión del fuero como
problema que abarcaba también Marina, creo dejaban de exponer su aspiración los
representantes del Comité Militar, siendo aquélla generalmente de buen sentido,
de tendencia democrática y aun de criterio civil. La menos feliz y la más
empeñada de sus conclusiones, a la que pareció asentir resueltamente Azaña y
más Miguel, que yo hube de dar paso en el papel con el firme propósito y
realizada esperanza de que no se llevase a cabo, era la creación de tres
divisiones de una guardia republicana que habría sido peligro y no garantía del
orden, cuyo mantenimiento hubiera parecido la destrucción del Ejército y de la
Guardia Civil, a cuyo lado existiera. Había tenido por misión aplastar los
intentos de hostilidad del régimen mandando las brigadas comandantes, las
compañías suboficiales, etc.; en suma, un caos jerárquico, un dispendio enorme
y un pretorianismo, muy republicano pero pretorianismo al fin.
Lerroux, el
de mayor constancia en el optimismo a prueba de noticias adversas, asistía a
las deliberaciones generalmente silencioso. Pocas veces quebrantó esta actitud
y en algunas de ellas sobre criterio para mantener el orden público, alusiones
retrospectivas e inoportunas a la semana trágica de 1909, produjeron situación
violenta entre él y Maura. Aquella casi inconsciente inhibición de D. Alejandro
sobre la fijación de programa, reflejaba probablemente su escepticismo en
cuanto al contraste de idealidades con realidad, la cautela de no mostrarse
todavía cual luego apareció tras el triunfo mucho menos radical de lo que había
sido y el consejo de su gran talento natural a su no pequeño amor propio para
evitar que apareciese la falta de preparación estudiosa, reflexiva, técnica
sobre las más de las materias, a abordar a fondo con frecuencia, hasta los
detalles.
Desconcertaba
por otra parte un silencio parecido en Marcelino Domingo, porque no concordaba
ni con sus muestras anteriores de laboriosidad disciplinada y culta, ni era
presagio acertado, sobre las excelentes dotes de un gran ministro que en
distintos departamentos ha revelado. Lo corriente es que por los radicales
socialistas hablaran o Albornoz, poco, sobre algún problema de morrión de
penacho, o con mayor frecuencia Galarza, sobre los aspectos más reglamentarios
de lo político o de lo jurídico. Era y fue nuestro fiscal del Tribunal Supremo.
Establecidas
las bases del programa, cuyos extractos o actas del acuerdo extendía
generalmente Casares, se aprobó también la declaración del gobierno, publicada
luego en La Gaceta del 16 de abril con el nombre de Estatuto Jurídico
Provisional de la República, compuesto sobre la base de dos redacciones
distintas, que resultaron sin embargo acordes, de Ríos y de Sánchez Román,
llevándose algunas puntualizaciones de éste al texto de aquél.
Si en
general las sesiones eran apacibles, hubo alguna intensamente dramática.
Faltaban no muchos días (en vísperas de la crisis parcial en que salió el
general Marzo de Gobernación), y hubimos de examinar el trato que en el
instante del alzamiento hubiera de aplicarse a los ministros de la monarquía,
cuya reunión convenía impedir. Entre elementos militares comprometidos y a
pesar de la nobleza de espíritus constantemente mostrada, se imponía por
exigencias de táctica realizar a toda costa, sin reparar en nada, aquel
objetivo, facilidad considerable para el triunfo. Al criterio predominante del
gobierno, y desde luego al mío, se amoldaba mejor, aun reconociendo aquella
ventaja y el riesgo de la solución convenida por todos nosotros, extender al
gobierno el trato humanitario que respecto de la familia real había prevalecido
bastante antes, en reunión que celebramos en casa de Miguel Maura. Fue allí
donde el mismo Prieto, en el primer ímpetu noble de su exaltación, dijo que él,
en frío, no quería sacrificar ninguna vida que hubiera respetado la
espontaneidad dramática de la lucha. Lo corroboró sin vacilar luego Largo
Caballero, cuando refiriéndose con el lenguaje del Madrid castizo a las
infantas, y expresando el sentir popular de la masa, a él tan cercana, decía de
mal efecto y expuesto a provocar una reacción a cualquier cosa que les pasara a
las chicas.
Pero el
problema de los ministros era más difícil, por duras exigencias de la lucha y
por la antipatía que rodeaba a algunos, más intensa y extensamente que a nadie,
a Rodríguez de Viguri, destacado en la odiosidad por sus anteriores relaciones
con los revolucionarios. Para llevar a feliz resultado aquel acuerdo, comencé,
cuando llegó el momento de emoción en que iba a resolverse, por excluir cortés
pero resueltamente de la deliberación a los militares, cuya tendencia
predominante me constaba. Me fundé para ello en que se trataba de una lucha
entre dos gobiernos, el parapetado en La Gaceta y el que iba a asaltarla,
correspondiendo a éste sólo fijar las condiciones del ataque y del encuentro.
Luego utilicé una de las facultades, al parecer más nimia y sin embargo eficaz,
que tiene quien preside un gobierno, y es alterar súbitamente el orden de
votación. Seguro, por presentimiento, de la moderación personal y adhesión
entrañable a mí por parte de Marcelino Domingo, tuve la corazonada de lanzarlo
a votar el primero tras el parecer que no ofrecía duda de Miguel Maura. Cuando
el ministro revolucionario de extrema izquierda votó lo que yo que esperaba, la
cuestión estaba resuelta, mejor dicho, no existía; de otros muchos estaba yo
seguro y de todos se obtuvieron, con diferencia de matices o de razonamientos,
respuestas satisfactorias. Incluso la impasibilidad de Azaña encontró aquel día
expresión feliz más tibia que de costumbre.
Había
conocido a Galán en abril de 1927, con motivo de la vista ante el Supremo por
los sucesos de la noche de San Juan. Me impresionó su nerviosidad exaltada,
inquieta, y no se me borraba la actitud y el tono con que cerró el juicio
reproduciendo las últimas palabras de mi rectificación, dirigidas al presidente
de aquel Consejo General Carbó: «Ha hecho bien al decir que aquí manda, porque
lo que no podría decir es que aquí obedece», alusión a las órdenes de severidad
que sabíamos había dado Primo de Rivera.
Interrumpida
la relación con Galán, tuve las primeras noticias de que éste era el principal
apoyo dentro de la guarnición de Jaca, cuando, a primeros de octubre de 1930,
nos comunicó Azaña que cuando llegase el instante del alzamiento, un grupo de
muchachos entusiastas, ateneístas y estudiantes iría en caravana con pretexto
de deportes para auxiliar a aquel foco militar. Venía costándonos trabajo
contener la impaciencia y sobre todo la imprudencia con que aquellos jóvenes se
expresaban hablando a grito, y aun en la calle, de sus propósitos, con una
ligereza precursora de aquella marcha final en que compusieron poemas
anticipados y hasta dejaron una película como pieza de convicción a recoger por
la policía.
De Galán no
sabía nada más cuando al mediar noviembre me avisó Domingo, con extremada
cautela, para que recibiera una visita espontánea que me pondría al tanto de
sus gestiones, que a él le habían producido honda impresión, aunque por su
alejamiento de la técnica profesional, no se considerase Marcelino autoridad en
la materia. Llegó la visita, que era la de Galán, quien permaneció en mi
despacho cerca de dos horas; desde un poco antes de las dos, en que
habitualmente almorzaba, hasta bastante después de las tres, en que aquel día
me senté a la mesa. El ardor inusitado y sincero de aquel hombre, la rectitud
de conciencia, no ya la adhesión republicana, sino en sus extravíos
ideológicos, el fuego que ponía en el propósito de sacrificio para arrostrar el
riesgo y la facilidad para una exposición dominadora de una estrategia
imaginativa pero atrayente, me explico que impresionaran a Domingo. Trabajo me
costó a mí, mucho más defendido por mi temperamento y por cercanía respecto de
aquellos asuntos y problemas, no dejarme llevar ni un momento por aquella
fantasía espléndida y lanzada a toda marcha en su plan. Descansaba éste en el
supuesto, que inútilmente le repetía, era infundado, pues por desgracia no
teníamos medios de librar el esfuerzo principal en Andalucía. Esta idea suya
era la reminiscencia, ya totalmente borrada del plan Goded de 1929 a enero de
1930 y creyendo ese plan subsistente, lo condenaba por creer estratégicamente
ineficaz un éxito táctico en el sur, doctrina que por cierto contradice la
resultante de nuestra historia militar y política.
La singular
concepción estratégica de Galán descansaba en atribuir una importancia decisiva
a los lugares en que servía o estaban próximos a Jaca. Con ello y confiando
temerariamente en una serie de afortunados golpes de audacia facilitados por el
efecto moral creciente y la predisposición de guarniciones, si no
comprometidas, minadas, forjó su plan para apoderarse de Jaca con sus elementos
propios y los que llegaran de Madrid. Tras esta sorpresa de Huesca, donde
aguardaba encontrar adhesión en vez de resistencia; seguidamente engrosada la
columna a Lérida donde el ambiente de la población era efectivamente
republicano, y donde parte de la fuerza simpatizaba y aun conspiraba. Hasta ahí
el propósito de Galán se mostraba como irreductible y sólo cuando fuesen ya
dueños de Lérida, se ponía a las órdenes del Comité Revolucionario para marchar
según prefiriésemos sobre Barcelona o sobre Zaragoza, desde donde quedaba
amenazado Madrid. Esta cadena de éxitos fulminantes acometidos con un puñado de
estudiantes y otro de soldados, parecíame aún más que
temerario, quimérico, atreviéndome a proponerle la empresa más modesta pero
eficaz que consistiría en apoderarse de Canfranc y de su estación
internacional. Con ello y teniendo nosotros preparado el plan, los
apoderamientos por sorpresa de Irún y Portbou, se daría al mundo la sensación
completa de empezar la revolución en la frontera. Pero Galán, reconociendo la
conveniencia de este efecto moral, replicaba que la empresa a él propuesta era
la obra secundaria de sólo dos compañías, sin pensar en que ni aún con éstas
contaba seguramente.
Así como se
mostraba irreductible en la estrategia de su marcha desde Jaca a Lérida, etapa
ya de acatamiento a nosotros, manifestó igual tenacidad y franqueza en la
táctica a seguir. Basaba ésta en una experiencia psicológica amarga y escéptica
respecto de los demás, seguro en cambio de su lealtad propia, conforme a la
cual enseñanza frecuente de las conspiraciones, lo difícil entre los
comprometidos es encontrar quien dé el primer paso, abundando luego más los
seguidores, y aquella actitud inicial y resuelta la reservaba para sí. De tal
fe y tal recelo llegaba aparente lógica deducción en la imposibilidad práctica
y frustración segura de los alzamientos simultáneos, estando por ello resulto a
adelantarse a todos. Cuando yo le hice ver que un chispazo impediría la
revolución, su efecto indispensable de total coincidente sorpresa, poniendo en
guardia al gobierno monárquico, me expuso con aquella su sinceridad indomable,
la resolución meditada y definitiva de anticiparse a la fecha que nosotros
acordamos, con sólo esta alternativa o escalón: si teníamos la franqueza de
advertírselo sólo se lanzaría 24 horas antes, si tomábamos la precaución de
ocultárselo empezaría dos días antes de la fecha que se transparentaba o él
presintiese.
En largo
diálogo cuyas exposiciones iniciales, irreductibles y por ello definitivas,
dejó transcritas, me produjo honda y duradera inquietud. No era aquél un hombre
de baladronas teorías; nos hallábamos frente a una exaltación abnegada,
invencible pero incalculablemente peligrosa por lo mismo. Llevé mi impresión
con mis temores a nuestro Comité Revolucionario y convinimos todos en la única
solución, que si no atajaba el riesgo, daba alguna esperanza de cortarlo. Con
la expedición madrileña, mejor aún, antes que ella, refuerzo detonador o
fulminante del explosivo de Jaca y que a su vez costaba trabajo contener, y
aquí donde era la imprudencia constante, iría llevando la representación del
gobierno Casares, que se prestó abnegadamente voluntario ante difícil y
abnegada misión. Salió, no dos días, sino cuatro antes de la fecha fijada, para
entretener, calmar y retrasar a Galán hasta el momento oportuno. La fatalidad
dispuso las cosas de otro modo. Cuando Casares llegó a Jaca, Galán estaba
ausente en uno de sus frecuentes viajes preparatorios de la conspiración. Nada
de anormal, ni como síntoma, se percibía, y al despertar pocas horas después
Casares, eran los tiros del movimiento desatado por Galán, con quien le fue
imposible hablar, los que interrumpían su agitado sueño e iban a frustrar el
movimiento tan afanosamente preparado.
La noticia
del alzamiento en Jaca produjo al gobierno revolucionario enorme estupor,
porque involuntariamente le causaba más daño, que al gabinete monárquico. No
obstante, sobreponiéndonos a toda contrariedad por el interés y los afectos
solidarios del propósito, intentamos desesperadamente lo único que podía,
aunque casi imposible realizar, trazarse; entorpecer la salida y marcha de
tropas de Zaragoza, tarea en que se consiguió algo; precipitar el movimiento
como refuerzo en una de las plazas más próximas, en Lérida; y distraer al
gobierno con otra preocupación, la más distante, a cuyo fin pedíamos lo mismo
respecto de Cádiz. Aun con la cooperación de telegrafistas adictos, que en la
madrugada deslizaban despachos clandestinos, el intento no pudo realizarse, el
movimiento aquel nacía muerto, y hería gravísimamente, con gravedad que se
mostró irremediable, al otro, total y descartado.
Aunque el
daño pareció de momento grave e irreparable, una meditación reflexiva posterior
de los sucesos hace pensar que fue mejor nacimiento para la República el hecho
legal de voluntad ciudadana ocurrido en abril que lo habría sido la confusión
revolucionaria de masas y fuerzas sublevadas el 15 de diciembre. Aun sin este
optimismo en aquellas fechas, imposible de vislumbrar para los sublevados de
Jaca, nuestro sentimiento se determinó por la piedad ante su desventura, la
gratitud ante su abnegación y la justicia para su recto propósito y noble
entusiasmo. Todo eso sobrepuso siempre a la magnitud de la contrariedad causada
y de la indisciplina previamente advertida.
Nunca
llegamos a fijar y menos a comunicar una fecha que luego hubiera de ser
rectificada. Pensamos en varias, nos inclinamos a alguna, pero fueron
retardando la decisión dificultades para organizarse en distintos puntos.
Desde
nuestra alianza con los socialistas, había sido propósito constante elegir,
salvo circunstancia distinta que impidiera otra preferencia, un lunes, por la
mayor facilidad para organizar con eficacia total y simultánea en dicho día la
huelga general, complemento del alzamiento de fuerzas políticas y militares.
Por esa consideración y ante justificada espera, que los republicanos y
militares de Valencia pidieron para ultimar la organización de aquéllos y
facilitar el entorpecido desembarco de armamento para el paisanaje oculto
dentro de cajas metálicas en las proximidades de la costa, vino a ser el 15 de
diciembre la fecha que del 7 al 8 decidimos y ratificamos. En el acto se
llevaron las contraseñas para tal aprobación, que fueron los décimos de un número
de lotería al que había sido abonado Miguel Maura y en los cuales se estampaban
como partícipes a jugar y total importe de la participación, el día y la hora
del movimiento, o sea, el 15 a las seis de la mañana.
Tomada la
determinación y notificada a los distintos lugares con la cautela necesaria,
cuando nos sorprendió el suceso de Jaca teníamos distribuida así la presencia
del Comité Revolucionario o Gobierno Provisional. Domingo estaría en Cataluña,
con preferencia en Lérida, actuando en Barcelona y junto a Nicolau, y como
elemento extraño a la lucha de los partidos catalanes por todos ellos aceptado,
Sánchez-Guerra (Rafael). Martínez Barrio permanecería en Sevilla y Prieto
marchó a Bilbao, donde una conferencia que yo no pensaba dar, pero que se
inventó de acuerdo con el presidente de El Sitio, sería el pretexto de mi
salida hacia el norte. Como ya queda dicho, Casares salió para Jaca y Albornoz,
con Galarza, hacia Valencia, despistando con un viaje a Alicante, donde hizo
detenerlos la alarma causada por la sublevación de aquella plaza pirenaica. Don
Fernando de los Ríos quedó designado para instalarse en Cuatro Vientos con los
sublevados; Maura y Largo dirigían la sección civil de Madrid desde el hotel
Florida, y Azaña acompañaría a aquél o a éstos, conforme a las circunstancias.
Lerroux,
Sánchez-Román y yo coincidiríamos por distintos caminos en Burgos, escogido
para base del movimiento.
La elección
de Burgos obedeció a insólitas facilidades que allí ofreciera el Arma de
Caballería, incluso con un coronel de regimiento, luego mi ayudante, Rodríguez,
al mando de la Brigada de Infantería por Villa-Abrille,
aunque luego resultó la había influido y trabajado poco, a la predisposición
favorable de guarniciones próximas y a las ventajas estratégicas de Miranda de
Ebro, lugar señalado para la concentración. Grupos de oficiales disponibles
enviados desde Madrid tomarían por sorpresa el aeródromo en la madrugada del
15, mientras los demás por igual medio nos adueñaríamos de Burgos y como la
huelga ferroviaria no alcanzaría a las secciones donde nos conviniera la
circulación de trenes, la concentración prevista podría operarse con facilidad,
sin que descuidáramos en nuestras previsiones destacar alguna patrulla que,
cortando la línea de Valladolid a Ariza, aislara la primera de dichas ciudades
de Zaragoza.
Desde el
momento en que se fijó la fecha, todo de acuerdo con el gobierno, que ya tenía
convenido y aun detallado su programa de reforma, constituyóse un Comité de Acción formado bajo mi presidencia por los ministros de Guerra
(Azaña), Gobernación (Maura), Trabajo (Largo) y nuestro director de Seguridad,
que volvería a serlo don Carlos Blanco, cuyos afectos dentro de la policía como
recuerdos del anterior mando nos habían proporcionado informes útiles. De los
cinco fuimos casi siempre Maura, Largo y yo los más asiduos, viéndonos en el
Ateneo, donde ya desde el final de octubre y con pretexto de cumplir el acuerdo
de aquella entidad para estudiar las responsabilidades de la dictadura habíamos
trasladado las reuniones antes habituales en casa de Miguel.
El plan
revolucionario en cuanto a Madrid difería muy poco del que se desarrolló, salvo
el lamentable retardo de horas, que si no impidió apoderarse de aeródromos y
campamentos, ni la entrada en algún cuartel, estorbó la sorpresa en éstos y
sirvió de pretexto al incumplimiento de la promesa socialista en cuanto a
huelga general, que a su vez, dado el encadenamiento pactado del esfuerzo
social y el militar, desalentó a los sublevados de Cuatro Vientos, determinando
su vuelo a Portugal sin atacar ningún objetivo en la corte.
Así como
Queipo debía dirigir y dirigió en Madrid, Núñez de Prado, el general en activo
y de mayor graduación, fue destinado a Burgos como base del movimiento, y
Riquelme marchó a Játiva para presentarse con la guarnición de aquella ciudad y
los republicanos de la misma y de los pueblos próximos, en Valencia,
produciendo el efecto moral consiguiente a ser también revolucionario el primer
refuerzo que llegara a la capital sublevada. En los demás sitios, una vez
planteada en todas partes la huelga general en su máxima extensión e
intensidad, aunque evitando y retardando los efectos de innecesaria alarma y
molestia, las fuerzas comprometidas debían según su importancia y los factores
circunstanciales, llegar desde el retardo a la acción del gobierno monárquico,
a la sublevación franca y victoriosa, pasando por la neutralización expectante
de guarniciones y ciudades.
El aborto de
Jaca con toda la contrariedad que en nosotros determinó y la previsión de sus
probables consecuencias adversas no podía producir y no produjo un cambio de
fecha, que en tales condiciones hubiera equivalido al desistimiento. Fuimos
adelante convencidos de la mayor dificultad, pero con serena confianza, cada
cual dispuesto a cumplir con su deber. Recuerdo la despedida afectuosa y
ligeramente emocionada de Galarza, cuando al despedirse me dijo: «Por lo que
pueda pasar, perdóneme usted si en alguna discusión tuve demasiada viveza».
Nada había que perdonar en aquella intimidad tan sincera y compenetrada que
entre nosotros se estableció.
Tuvimos
todos la fortuna de rodearnos de familias identificadas en el propósito y aun
en el entusiasmo, que jamás entibiaron la decisión. Cuando en las últimas horas
del 13, mi mujer y mis hijas destruían cuidadosamente todo signo o marca de mis
ropas, mi hija menor se limitó a decirme: «Tú haz lo que debes, que nosotros,
pase lo que pase, haremos lo que podamos». Al ver a mi familia mantener a
aquella altura su temple, les revelé, mereciendo su aprobación, lo que tenía
resuelto como un deber moral para el caso de derrota. Mi paso a Francia, como
el de Prieto, Lerroux, Domingo y Nicolau, era notoriamente más fácil que el de
los otros distanciados del norte, pero si a éstos los prendían y sobre
cualquiera de ellos iba a recaer la acusación específica de caudillo, que en
realidad me correspondía a mí, entendimos que debía volver sometiéndome a su
mismo proceso.
Aquellas
precauciones de omitir marcas obedecían al plan de viajar con nombre y cédula
de otra persona, confiando en que una vez fuera de Madrid no me conocieran de
ese modo las parejas de la carretera, ya que mi fotografía entonces no estaba
divulgada. Para burlar la estrecha vigilancia policiaca teníamos preparado, y
por dos veces, el juego de la casa con dos puertas; la primera en un colegio de
la calle del Noviciado, dirigido por un cura donde se hospedaba otro, mi amigo
y paisano D. Juan García Vilches; y la segunda combinación entre dos casas
modernas, al parecer independientes pero comunicadas entre sí, propiedad ambas
del duque de las Torres, cuyo automóvil con el seguro tranquilizador del
aristocrático dominio era el que debía llevarme. Yo disponía de la cédula de un
amigo poco antes fallecido, gibraltareño, cuya viuda, doña Augusta Dencher, alemana de nacimiento, española de corazón e
íntima amiga nuestra, se ofreció incluso a acompañarme completando la
apariencia tranquilizadora. No quise aceptar ese agradecido riesgo y aunque la
señora me llevara once años, el difunto marido dieciocho y yo no hable inglés,
mi pelo blanco y la seguridad de no encontrarme a Wells con tricornio me
permitían pasar por un británico gibraltareño, en vida tan andaluz de acento
como yo. Salvada así la carretera, luego, en Burgos, donde llegaríamos de
madrugada, instalándonos en la casa de la madre del artillero y aviador D.
Arturo
Menéndez, si la fatalidad hacía que me reconociera algún vigilante
trasnochador, podía volver a ser quien era pasando allí como explicable
descanso en mi viaje a Bilbao, donde estaba anunciada una conferencia que había
de pronunciar el lunes 15, por la noche.
Así estaban
dispuestas las cosas cuando me acosté el 13 por la noche. Desde la mañana
siguiente iba a cambiar todo, más aún que ya había cambiado bajo el adverso
influjo de los acontecimientos de Jaca.
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