web counter
cristoraul.org

 

Niceto Alcalá- Zamora

LA VICTORIA REPUBLICANA 1930-1931

 

CAPITULO III.

EN PLENA CONSPIRACIÓN

 

Van afluyendo ofrecimientos de acción. Concordia republicana y pacto de San Sebastián. Sin dinero pero con fe. Revista de fuerzas y busca de caudillo. Anécdotas y episodios. Se dibuja un Gobierno y se inicia un programa. Fijación de éste y complemento de aquél tras la alianza con los socialistas. Una sesión dramática. Recuerdos de Galán; el chispazo de Jaca. La suerte está echada.

 

El periodo cuyas impresiones ordena este capítulo empieza en los primeros días de agosto, para terminar con exactitud de reloj a las nueve de la mañana del 14 de diciembre de 1930. Todo él está regido por el signo de la conjura, y como el que le sigue acusa con el relieve de sus trazos el inesperado retorno a un periodo romántico, que en los sentimientos como en las peripecias se produjo por el renacer del ideal y del entusiasmo.

Al par que las adhesiones de ideología política, iba recibiendo desde fines de abril, naturalmente en menor número y con mayor cautela, ofrecimientos de concurso armado. Lo facilitaba la confianza y simpatía que mi paso por el ministerio de la Guerra, siete años antes, había dejado en el Ejército y las nuevas relaciones que con los conspiradores más tenaces tracé como colaborador de Villanueva. Cuanto éste visible y definitivamente se detuvo en la marcha revolucionaria, vino hacia mí el núcleo principal de oficiales que le habían seguido: el marino Roldán, el artillero Pérez Salas, el aviador Franco, siempre lleno de ímpetu así como el anterior representaba la constancia reflexiva, taciturna, pero prototipo de la revolución más segura.

Con ellos o sin ellos, pero de igual procedencia, vinieron otros oficiales que me ayudaron en los trabajos, sin previo acuerdo entre sí, a veces en perpetua contradicción, como con el capitán de Artillería y diputado de las Constituyentes Pedro Romero, el más incansable trabajador de la revolución, el optimista por su propia decisión en cada instante, mientras que su compañero de empleo y arma Hurtado, a quien utilicé con frecuencia, daba siempre en sus informes una nota de realidad recelosa y desengañada, como por desgracia tenía que reflejarlo la actitud de varias guarniciones. Mis antiguos amigos los comandantes de Infantería Arronte y Palazón, secretarios en Guerra, ayudantes en la Presidencia, así como Legórburu y Mateo Campo, fueron aportándome elementos de muy distinto carácter: el aviador Riaño, sagaz y firme; el teniente coronel Trucharte, con mando de batallón en Madrid, medio de vigilancia y neutralización ya que no cabeza del alzamiento; el comandante de Caballería Jiménez Orge, primer jefe del Escuadrón de Escolta Presidencial, comprometido en el movimiento republicano en una de las más difíciles zonas de Madrid.

Al propio tiempo, por añejas relaciones, ocasional conocimiento o espontáneo impulso seguían o se situaron a mi lado los artilleros comandante Saravia y capitán Azcárraga, veteranos incansables de la conspiración de Sánchez-Guerra y Villanueva; el oficial de complemento Pando Reina, en ella comprometido, el artillero y geógrafo D. Rodrigo Gil, destinado en Aragón, el comandante de Estado Mayor, también de Zaragoza, Alonso, quien nos facilitó informes y servicios muy útiles; Vidal Loriga, apoyo de toda revolución, sobrino del conde de El Grove en el espíritu artillero, antítesis de él en la adhesión dinástica, y el capitán de Artillería y abogado D. Julio Ramos, que preparó el mayor éxito de organización en su regimiento de Cádiz; el comandante de Infantería, diputado en éstas y capitán de Estado Mayor Fernández Castillejo, que ya en plena dictadura había luchado en Sevilla contra la encarnación de aquélla en Cruz Conde.

Los jefes y oficiales a que me he referido como de más directa relación conmigo eran elementos de constante relación con todas las guarniciones, en cuya tarea, especialmente para la guarnición de Logroño, los ayudaba el auditor de Guerra, luego consejero de Estado, D. Julio Ramón de Laca. Luego, ya en plena conspiración, al reunirse el Comité Revolucionario en el Ateneo, se nos incorporaron muchos oficiales aviadores, vanguardia del movimiento, representados por los comandantes Sandino y Burguete, y sobre todo por el capitán Menéndez, director general que había sido de Seguridad.

Nunca fue mi plan un movimiento puramente militar, que en vez de cancelar agravaba, continuándolo, el ciclo y el siglo de nuestros pronunciamientos, pero nunca tampoco, ante la fuerza de la realidad, quise planear un movimiento meramente civil, destinado si no se obtenían desprendimientos de concurso o por lo menos pasividad simpatizante de la fuerza pública, a ser alternativa sin remedio, o acribillado por la superioridad de aquélla o propulsor de anarquía, si para quebrantarla minaba, total, radical y esencialmente su disciplina jerárquica.

Trabada o reforzada la relación con los más de los destacados y a través de ellos con muchas unidades del Ejército; confiado por tanto en la perspectiva que a un esfuerzo tenaz, perseverante, ofrecía el campo militar, era indispensable conseguir la concordia total de los republicanos, sin lo cual era imposible la alianza con los socialistas, así como sin la una y sin la otra, ni la revolución era viable ni el Gobierno Provisional compacto y duradero ni la confianza de la opinión general y el entusiasmo de la republicana posible.

En los últimos días de julio de 1930 había regresado Miguel Maura de Barcelona a Fuenterrabía, y a su paso por Lecumberri, convinimos en tener unas reuniones que se celebraron a primeros de agosto, asistiendo también Sánchez- Román en San Juan de Luz, Hendaya y San Sebastián. Juzgamos llegado el momento para constituir, con agrupación de todas las fuerzas republicanas y encauzamiento de los concursos militares, el Comité Revolucionario. Para estimular la consecución de este propósito, se acordó que yo viniera a Madrid convocando una reunión preparatoria de la definitiva que había de celebrarse y se celebró en San Sebastián, determinando el célebre pacto conocido con ese nombre.

Llegué a Madrid el 8 de agosto, con tanta oportunidad y fortuna que D. Alejandro Lerroux, por feliz coincidencia y ante unos informes que luego resultaron fantásticos sobre posibilidades de sublevación en parte de la Escuadra, tomó la misma iniciativa, enviándome un recado que se cruzó con el que yo le dirigía. De acuerdo ya ambos, se citó para la reunión preparatoria objetivo de mi viaje, celebrándose aquélla en mi despacho del Ateneo en la noche del 9 de agosto, asistiendo, además de D. Alejandro y de mí, Azaña, Galarza, Albornoz, Domingo y Prieto, que concurrió allí como luego a San Sebastián a título personal, en su propio nombre, que ya era bastante refuerzo por sí, aun no descontado la esperanza, que fue realidad, de arrastrar en definitiva y pronto la cooperación del Partido socialista.

Por un viaje que Albornoz necesitaba hacer a Andalucía, la reunión de San Sebastián no se pudo convocar para antes del día 17, dándonos todos cita en el hotel de Londres, donde alguna vez había pasado yo y pensaba instalarse Lerroux, pero no fue así, y el hotel se encontró sin motivo que lo justificara como lugar de un acontecimiento trascendental. Aunque con toda amabilidad se nos recibió allí, no era prudente deliberar en sitio que sólo se había fijado de primera cita y acordamos trasladar para la tarde al Círculo Republicano, donde tuvo lugar la historia de la deliberación, y a ella concurrimos los antes citados, Casares Quiroga por los republicanos autonomistas de Galicia, Sánchez- Román y Maura, Eduardo Ortega y Gasset, quien hizo valer para asistir su empeño en ello y su aureola de luchador, y los señores Ayguadé, Mallol y Carrasco en las representaciones respectivas de los amigos de Maciá en Acción Republicana y de Acció Catalana.

Si por la mañana nos había causado gran alegría la presencia de los tres representantes del particularismo republicano catalán, cuya comparecencia gestionada por la familia de D. Nicolás Salmerón, se había creído dudosa, por la tarde las primeras manifestaciones de aquellos elementos produjeron un efecto de angustia, por fortuna pronto desvanecida. Habíamos quedado solos quienes íbamos a deliberar tras la despedida previsora por la reserva, pero demasiado brusca y expeditiva por las maneras, que el representante de los republicanos vascos, presidiendo la reunión, había formulado respecto de otros entusiastas bilbaínos, riojanos, etc., a quienes llevó, aun sin estar invitados, su celoso ardimiento. Y tan pronto fue a iniciarse el diálogo, atravesó Carrasco Formiguera el pleito catalán, no ya con intransigencia de fondo, sino además con acritud de forma y sequedad de expresión, para dejarnos atónitos.

He oído decir varias veces en apreciación justiciera, y en definitiva elogiosa, del carácter catalán, que hay necesidad de penetrar en su trato para saborear lo agradable, y nunca se había confirmado eso mejor que con este descendiente por línea paterna de familia algo catalana, pero impregnado de aquel particularismo como pocos. No ya en trato posterior sino aquella misma tarde, pudo comenzar la apreciación y estima de la nobleza, rectitud y aun ponderación de criterio político en aquel espíritu cuya primera irrupción en la sala fue desastrosa. Sentíase la imposibilidad de seguir deliberando, pero la actitud más serena y conciliadora de Mallol, la sonrisa atrayente de Ayguadé, alentaban a seguir un diálogo que yo quería tuviese poco de discusión y menos de disculpa. Reservé mi intervención, dejé que la tuviera ante todo Albornoz, recabando incluso, por doctrina federal, las atribuciones del Estado total español, señaladamente sobre derechos individuales.

Siguió el particularismo vasco, no receloso para el catalán, sosteniendo por voz de Sasiaín y de Prieto, el peligro que en la región de nuestras deliberaciones implicaba para la libertad la solución ultrafederalista. Fue sobria la reputación contenida de Miguel Maura; estuvo conciliador cual yo esperaba Domingo, catalán genuino pero inequívocamente incorporado a la política española; prudentes, casi abstenidos, Sánchez-Román y Lerroux, y cuando llegó el momento de hablar yo, pronto cayó noblemente al suelo el recelo que contra todos y en especial contra mí llevaba y confesó Carrasco, llegando en una reacción generosa de confianza, al empeño de que fuese yo quien, tras haber definido, redactase los términos del acuerdo. Esto último decidimos sin embargo confiarlo a Prieto, como periodista, y él ante todo se preocupó en la nota oficiosa de cuanto podía transparentar sin imprudencia, la concordia resuelta para implantar a todo trance la República.

Se había producido un acuerdo en torno al problema de Cataluña. España entera había asistido a la amargura de aquella región, en las persecuciones sufridas bajo un poder distinto al constitucional y extraño de todas aquéllas, la dictadura; la distinción para el régimen autonómico entre la vida interior de Cataluña, peculiar, determinada por su voluntad, registrada no más por el Parlamento Español y la vida de relación con las distintas regiones, que no pudiendo ser las obras porque sería la imposición de una solo, tenía que regularse conocidas las aspiraciones de ella, por el general consentimiento de las Cortes Constituyentes, cuya ulterior decisión, evidentemente amplia y justa, no podíamos prejuzgar ni cohibir. Quedó convenido que el Estatuto Catalán se formara en la región, se sometiera al plebiscito de ayuntamientos y ciudadanos y tal ponencia se presentara por el gobierno a la definitiva deliberación de las Constituyentes. El acuerdo y las aclaraciones que lo habían precedido y explicado, entre ellas la salvedad que hice de que ninguna parte o tendencia intentara torear con la violencia de un hecho material consumado, la legalidad pacífica de las soluciones, torcer ni prejuzgar, no se escribieron en parte alguna, y fue la lealtad y el honor de todos respetarlo sustancial y fielmente entre la agitación difícil y tentadora de un periodo revolucionario.

Dominado, no eludido, el escollo catalán, sobre lo demás no hubo casi necesidad de hablar, porque el acuerdo en el fin, la República, y en los medios, la revolución con fuerza a la vez popular y militar, estaba de antemano conseguido. Lo vidrioso que aún quedaba, organizar un Comité Revolucionario, se resolvió también fácilmente entre la comprensiva y silenciosa abnegación con que Lerroux se sometió a las injusticias o las severidades del recelo que su nombre había despertado en unos elementos de los partidos y del Ejército, y la propuesta expedita y feliz que, a la vez brusca y delicada, lanzó Miguel Maura tras unos segundos de consulta en voz baja conmigo por la alianza republicana entonces unida. A Azaña, confederado oficial de Lerroux; por los radicales socialistas Galarza, luchador y amigo nuestro sin la falta de fuerzas de Domingo ni el exceso imaginativo de Albornoz; por los catalanes Ayguadé, sin la apatía de Mallol ni la aspereza de Carrasco; Prieto, avanzada del socialismo, representación a la vez de las izquierdas vascas; Casares, que mostró su deseo y fue un acierto como equilibrio de otras tendencias autonomistas; y yo en representación de las moderadas, nombrado en el acto comité a propuesta de Indalecio, por todos aceptada y cuyos fundamentos fueron la doble confianza que había de inspirar a los elementos civiles de orden y a los simpatizantes del Ejército del que había sido su último jefe constitucional.

En menos de tres horas, dedicadas cerca de dos al problema catalán y unos minutos a redactar la nota para la prensa, se había dado un paso gigantesco en la marcha revolucionaria, creándose una fuerza cuya eficacia iba a rebasar todas nuestras esperanzas. Prieto, Albornoz y Azaña quedaron designados para continuar con apremio la gestión cerca de los socialistas; de la tregua y aun el apoyo por parte del sindicalismo se ocuparían especialmente Ayguadé y Casares; Don Alejandro hablaría con otras fuerzas sueltas del lado izquierdo, y por el derecho continuaría yo requerimientos que habían venido siendo incesantes. Pero desde luego era ya definitiva y total la coalición de los republicanos, sin excluir a los federales, también invitados y en representación virtual, aunque no efectiva, en aquella reunión histórica, por estorbos y penurias de reorganización y escrúpulos reglamentarios sobre el mandato.

El primer día inmediato siguiente al del pacto, reunióse ya quien dando ejemplo para evitar curiosidades indiscretas, nos dejó solos en su casa de Fuenterrabía. Un bosquejo del plan en el que estábamos acordes y un cálculo más que recuento de fuerzas, cuyo futuro inventario permitiera consultar aquél, llevaron poco rato. Saltó en el acto la preocupación fundamental e indominable del dinero: ¿cómo adquirirlo? Era el primer problema. Miguel, que lo suponía, trazó imaginativamente y antes de dejarnos reunidos proyectos que en la buena fe de su fantasía aseguraban alrededor de 2 o 3 millones, cifra calculada con una prontitud que era casi un milagro y una facilidad sin embargo teóricamente perfecta. Prieto se mostraba más escéptico y Azaña, a quien tuvimos la preocupación de nombrar tesorero sin contar todavía con un céntimo, no sé si contradecía o confirmaba su natural tono burlón, preocupándose con gran delicadeza de una exquisita contabilidad compatible con el obligado secreto y de poner la cuenta corriente a un tercer nombre de incondicional adhesión, pero sustraído del olfato policíaco en la busca y apoderamiento de nuestro futuro tesoro.

La deplorable situación de las finanzas revolucionarias no tenía trazas de remediarse. Allá para fines de agosto, al reunirse en Madrid el Comité, estábamos en mangas de camisa por lo tremendo del calor, y con los bolsillos vacíos porque las primeras 10.000 pesetas procedentes de los gallegos de uno y otro lado del Atlántico, no encontraron otra compañía regional y salieron de las arcas tan veloces como destinadas que fueron a viajes en automóvil de quienes iban a recorrer las guarniciones.

Las esperanzas de empréstitos o donativos cuantiosos se frustraron, incluso alguna que yo llevaba por buen camino y terminó con un desprendimiento de 5.000 duros y la oferta de algún otro posterior. En medio de aquellos apuros y escaseces, me mantuvo desde el primer instante, desde la reunión de Fuenterrabía, una discrepancia de optimismo que insinuaba sin acentuar la contradicción fiando en las extraordinarias facilidades proporcionadas por un ambiente de entusiasmo en el que no se necesita comprar ni casi indemnizar a nadie y en el que la misma abnegación obtiene donativos de las fortunas modestas y aun de las humildes: en suma dos factores morales de reducción enorme para el presupuesto de gastos y de insospechadas cuotas en el de ingresos, con una nivelación prodigiosa que es milagro de la fe.

Desvanecidas ofertas insistentes, repetidas y aun precisas tras de cuya persistencia engañosa se llegó a sospechar el deseo pérfido de conocer nuestros planes sin ayudar a su éxito, fue necesario defenderse con el presupuesto de la estrechez, trinchera última de mi optimismo. Complicaba la situación el pedir constante de los elementos, con decisión pero sin fortuna, que pedían armas, y no fue leve el trastorno, la más pesada demanda de pobreza que diferenciándose de Valencia, autónoma para procurarse su armamento, atravesaron los elementos comprometidos en Barcelona. Inconcebible nos pareció que unos sindicales de recaudación fabulosa en lo clandestino y perseguido, y una casi plutocracia cuya lucha se exaltaba por el estímulo de idealidad y sentimiento, no contaran con medios en definitiva muy modestos y hubo de mermar para allá el defendido de nuestra recaudación difícil. La explicación sólo pudo estar en ser turbia, una vez más, la maniobra del sindicalismo y en que los revolucionarios acomodados temían, sin motivo, a un acto de excepción, por parte del gobierno, de grandes dimensiones en Barcelona por cuya razón, de prudencia junto con otras coincidentes cautelas, se convino siempre que la gran ciudad no fuese avanzada, ni el centro del movimiento, el cual en todo caso debía producirse allí con cooperaciones de ejército y templanza de actitudes que calmaran suspicacias de cohesión nacional o social.

Se adquirieron armas, se hicieron muchos viajes, se dio algo sólo para unos días, aunque muy poco a los más necesitados, que iban a arriesgar el pan con la vida y así hubo dinero y aun alguno pudo dedicarse a las víctimas de la represión.

La cuenta exacta sería difícil de formar, porque además de la recaudación centralizada en manos de Azaña y un epílogo que de enero a marzo del 31 corrió a cargo de D. Alejandro, iba yo atendiendo los gastos urgentes de viajes y peticiones de alguna más monta en ciertas plazas. Con todo, atando cabos y recuerdos, una partida de 10.000 duros y otra de 1.000, que llegaron por manos de D. Fernando de los Ríos; cerca de 8.000 que entregaron los radicales socialistas, unas veintitantas mil pesetas que una noche aportara Lerroux, cerca de 80.000 duros, que procedentes de amigos míos y de mí hube de facilitar, sumas parecidas a la de Lerroux que me parece llegaron a través de Prieto y cantidades sueltas que fui gastando. Llegamos a una cifra total e inverosímil, que si bien rebasó el millonejo de reales, se quedó muy distante del medio millón de pesetas, aún calculando por alto lo que ya presos nosotros y en libertad aunque oculto Lerroux recaudara e invirtiese durante el periodo primero de 1931 en que estuvo tratando de reorganizar para nuevo intento los restos de las fuerzas revolucionarias.

De todos modos mi cálculo es seguro, aunque sus datos exactos y de directo conocimiento terminan con la llegada y cobro el mismo día 13 de diciembre de la última partida de 2.000 duros que envió un banquero andaluz, luego diputado republicano progresista en las Constituyentes. Las cifras son inverosímiles, pero son ciertas. Entre tantas ilusiones convertidas en realidad, aquella esperanza mía de agosto de 1930, que sin cerrarse el intento justificado de mayores recursos, confió en el milagro del dinero, ha sido una de las más hondas satisfacciones revolucionarias. Así la República nació limpia de sospechas, su hacienda libre de compromiso, su economía dueña de sus destinos y la soberanía inmaculada y plena. Poder decirlo así, sin tutores de plutocracia española o extranjera, era grande y difícil empeño que el 14 de julio de 1931 me fue permitido proclamar ante las Cortes Constituyentes.

La obra perseverante de propaganda emprendida cerca de todo el Ejército perseguía dos objetivos, según el temperamento, el ambiente y la ideología predominante en las guarniciones: o una adhesión resuelta, difícil de obtener en unidades completas, o la neutralización al menos de éstas, constituyendo en ellas núcleos de contención y resistencia que propugnasen al menos el respeto neutral a las decisiones de la voluntad pública. Esto fue naturalmente mucho más fácil y completaba la resultante de eficacias en las adhesiones activas que íbamos obteniendo.

En las variaciones de una conspiración siempre insegura, secreta y desarrollada, entre noticias sensacionales y ánimos fácilmente impresionables, se da la paradoja de ser bruscas las novedades de día a día y escasean en realidad las alteraciones, de mes en mes. Si cada tarde o noche al dormirnos atendíamos al resumen de noticias con que como aperitivo iniciamos la reunión, los saltos de entusiasmo o decaimiento se reflejaban en aquellas dos frases que entre nosotros llegaron a ser célebres como reflejo a la vez de la cambiante atmósfera y del no menos cambiante temperamento de Miguel Maura, que alternativamente con júbilo o desilusión las pronunciaba: «España en pie» o «sólo tenemos un... golpe de mano». Si se compara el inventario total de fuerzas con que llegamos al movimiento revolucionario en diciembre y aquel otro que, al empezar la segunda quincena de octubre, mostrara yo ante los socialistas como un dato más determinante de su actitud, las diferencias son escasas en número e insignificantes en importancia.

Contamos siempre con lo más numeroso, resuelto y notorio de la Aviación, al extremo de ser muy contados los aeródromos, indiferente y hostil en realidad quizá sólo el de Burgos, singular contraste y escollo dada la base de nuestros planes, que determinó singulares previsiones para dominarlo mediante sorpresa fulminante.

La Artillería mantuvo con nosotros largas negociaciones en el símbolo de su espíritu colectivo, que lo era por entonces el coronel Redondo, sin decidirse como colectividad a la acción total conjunta, aún más paralizada en semejante amplitud decisiva desde que, retardado nuestro alzamiento por diferentes obstáculos o motivos, la alarma del gobierno le llevó en los decretos de noviembre a capitular mediante reparación, aunque limitada y tardía de agravios inferidos por el absolutismo a aquel cuerpo. Quedó siempre la predisposición colectiva de éste, dispuesto a una neutralidad benévola, con muy pocas y problemáticas excepciones que los artilleros reputaban inverosímiles de hostilidad y con valiosas y resueltas adhesiones. No fue de las más firmes y claras, siendo de las más necesarias la del triángulo constituido por las unidades de Vitoria, Logroño y Burgos, siempre más acordes en ir juntas que en el grado de su apoyo al movimiento. La vanguardia artillera en punto a organizaciones o unidades la formaron, de un lado la Academia de Segovia, neutralizante o neutralizada contra el gobierno o contra nosotros por la actitud de los dos batallones de Infantería que allá y en La Granja situó Primo de Rivera para enconar con mezquino interés político un odio de armas que tenazmente procuramos calmar; de otra parte por el regimiento o Comandancia de Cádiz, donde la obra perseverante del capitán Ramos y del comandante Iriarte, uno de los condenados a cadena perpetua en 1926, mi ayudante luego en la Presidencia, prepararon el singular espectáculo de que tras recibirme aquellos otros oficiales en una batería, pasara yo revista en un pabellón a toda la oficialidad de teniente coronel inclusive abajo, sólo con dos excepciones y la del coronel que, habiendo dejado de acudir por creerlo así prudente, varió de criterio presentándoseme cuando yo acababa de salir.

La Caballería, el arma que quizá padeciera más durante la dictadura, apartadas las venganzas contra los artilleros, mantúvose en general fría o adicta al régimen monárquico, con algunas excepciones entre los lanceros de Alcalá de Henares y más amplias y orgánicas en Valencia.

Por primera vez se quebrantó la tradicional repugnancia a los movimientos políticos en el Cuerpo de Ingenieros y encontramos dentro de él algunos concursos de comandante abajo, divisoria de empleos que por reflejar la ideológica y sentimental de las generaciones era la frecuente en todas las armas.

La Infantería, sin unidad de criterio, hecho tradicional y explicable por el volumen, nos fue ofreciendo facilidades, apartamientos y resistencias muy varias. Algunos núcleos en Madrid, principalmente en Asturias; poco en Andalucía, más bien como freno o eventualidad en Córdoba; un batallón casi decidido en Valencia, con el coronel Tirado; predisposición y algo más en Játiva y Alcoy, constantes avances y retrocesos en Logroño y Burgos; el núcleo de Jaca que merece mención aparte, audacias juveniles en Pamplona, que prepararon un plan algo novelesco sobre la base de Montjuich; neutralidades o acción complementaria tras los primeros pasos de otros ofrecidas en varias partes y una línea de simpatías avivadas que se corría por las guarniciones de León, Astorga, Zamora, Asturias y Santoña.

Como caudillo contamos desde el primer momento con Queipo de Llano, constante en la oferta y cumplidor en la acción. Fue también firme y leal Riquelme, cuya incompatibilidad con el primero por el rencor implacable de éste, permitió orillar la disciplinada transigencia del segundo y su empleo en sitio donde no se encontraran.

No tuvimos tampoco duda sobre la adhesión espontánea y leal de Cabanellas, pero fue su relación con nosotros más escasa y lejana antes de diciembre que después, durante nuestra prisión, cuando ya le dejaron más propicio a la comunicación la muerte de su mujer que vino a coincidir con los preparativos revolucionarios, y desengaño en las esperanzas que sobre total y pacífico restablecimiento de la libertad vinieron difundiendo sus antiguos amigos Berenguer y Rodríguez Viguri. Como todos los aludidos y algún otro afiliado de mucha más reducida clientela militar, mi amigo el general La Cerda, estaban pasados a la reserva por la persecución arbitraria de la dictadura, fue la tarea nuestra encontrar algún caudillo en activo. Pensé primero en Barreto, Gobernador Militar de Sevilla, por sus declaraciones democráticas, casi republicanas, y por sus compromisos con Goded, menos cohibidos cuando ya el infante don Carlos no era jefe inmediato, sustituido por Cavalcanti, pero Barreto, que accedió a darme cita en Córdoba para el 6 de septiembre, trasladándola luego a Sevilla, al llegar yo allí también se marchó con pretexto de caza, negándose a decir a dónde y hasta cuándo, actitud nada formal ni correcta en que se obstinó a mi regreso de Canarias.

A principios de octubre la búsqueda se fijó en un empleo inferior, pero en persona muy destacada, el coronel Varela. Su juventud, de unos cuarenta años, y su doble cruz laureada le daban singular relieve en el Arma de Infantería, con la circunstancia además para nuestro propósito feliz y decisivo de mandar el Regimiento de Cádiz, con cuyo concurso, el de aquella Artillería, ya obtenido el de la Aviación y una neutralidad expectante de la Escuadra, podíamos tener magnífica base de alzamiento. Accedió Varela a que nos viésemos en la madrugada del 4 de octubre en la carretera de Córdoba a Écija, a donde nos trasladamos, él desde Cádiz y yo desde Priego. Con toda puntualidad de ambos, faltó muy poco para no vernos porque creyéndose él vigilado en Sevilla resolvió sin tiempo para avisármelo cambiar de itinerario, entrando en la carretera no por Écija, en dirección opuesta a la mía, ni por Córdoba, en la misma que yo llevaba, que mientras más corría en su busca, más me alejaba de él. Por fin al regreso nos encontramos hablando largamente hasta la estación de Córdoba, donde le dejé poco antes del alba. Ni en aquella conversación ni en la posterior correspondencia que sostuvimos (firmando siempre «La Victoria», nombre de la aldea o caserío en que nos encontramos) logré convencerle, aun ayudado luego por nuestro común amigo el diputado socialista doctor Mouriz, para que saliera de una expectativa a lo sumo benévola, reservándome lealmente una libertad de acción que no usó. Alejaba las proporciones que veía muy exageradas de peligro comunista, pero yo creí siempre que juzgó en cambio con notorio error por defecto la cuantía y empuje de la fuerza revolucionaria reunida.

Inesperadamente por medio del comandante de Caballería y aviador Riaño, se nos ofreció un general en activo, de división, relativamente joven y con carrera segura, Núñez de Prado, gobernador de Guinea, con licencia en Madrid entonces y cuya adhesión inexplicable por motivos de conveniencia, asegurada bajo la monarquía, juzgué siempre merecedor de aplauso y agradecimiento, de una convicción por ideal y bien del país. Inopinadamente, también a través de cura castrense, surgió el ofrecimiento de un general de brigada con mando, en la de Burgos, Villa-Abrille, al cual encontré al mediar octubre en un pintoresco pinar de Soria, pero aún más pintorescas iban a ser las entrevistas en Madrid con el Comité Revolucionario. Y eso que la primera vez que le vi, y como precauciones para no ser conocido, salió en la dirección de unas maniobras, iba de uniforme y con fajín, aunque se puso encima la gabardina de un amigo, y buscando con afán un sitio solitario, escogió el cruce de unas carreteras.

A punto estuvimos de tener un caudillo más extraño, el general Las Heras, gobernador militar de Huesca, muerto con ocasión de los sucesos de Jaca y con todas las circunstancias de entusiasta monárquico. Más que por creerlo así, por noticias sobre las dificultades de su carácter no habíamos pensado en abordarlo cuando un comandante médico amigo suyo se presentó en Madrid, sin embajada directa, pero expresando la creencia fundada en sus conversaciones de que sería posible y desde luego era muy útil contar con el general. Regresó el médico a Huesca con una clave que comunicara el resultado y éste no nos fue propicio o por exceso de optimismo en las esperanzas del mediador o por rectificaciones de propósito en el ánimo del general.

Entre una ligera avería de automóvil que ocurrió a Eduardo Ortega y Gasset al comenzar el otoño y la ingenuidad simpatizante de la Guardia Civil que acudiera a ayudarlo, nos proporcionaron la interesante noticia de que todos los concurrentes al pacto de San Sebastián, con una lista de acompañamiento algo arbitraria, figurábamos ya en las mochilas de todas las parejas y en los bolsillos de todos los agentes de policía para ser detenidos al primer aviso circular.

Las peripecias de vigilancia y persecución con aspecto a ratos de cinema se iniciaron súbitamente, para no interrumpirse, ya en la madrugada del 11 de octubre. Insistente y recio llamar del teléfono me obligó a saltar de la cama comprendiendo que no se trataba de algo sin interés y urgencia. Era un aviso que me daba el luego diputado radical D. Miguel Cámara, participándome los registros y detenciones que en aquel momento se efectuaban en Barcelona y el peligro de que detuvieran en el expreso a Ayguadé, que venía hacia Madrid con documentos de interés. De este viaje estaba yo enterado, pero como no conocía entonces al comunicante, me hice de nuevas, colgué el teléfono, busqué en la guía el nombre de aquél, de quien recordaba ser empleado de la propia telefónica, llamé a su casa y al comprobar que estaba levantado y junto al aparato, presintiendo mi precaución, pudo el diálogo, aunque siempre con reservas, ser más explícito. Aun destacados dos de mis hijos para salir al encuentro de Ayguadé, pasó desapercibido para aquéllos y por fortuna también para la policía, y como tuvo el acierto de dirigirse al hotel Florida, cuya propietaria republicana rompió en vez de remitir a la Dirección de Seguridad el parte de llegada, y trajo disimuladamente el maletín del viajero a mi casa, fue fácil ocultarle en ésta, sacarle luego en la noche siguiente confiándolo al marino, Sr. Roldán, y tras algunos rodeos, llevarlo al cabo en automóvil a Barcelona, donde había de estar oculto pero conspirando varios meses. Pudo hacer el viaje acompañándole el capitán de Artillería Sr. Pintado, y provisto de una cédula en que el médico catalán figuraba como abogado del Estado madrileño. Por fortuna nada comprobaron los agentes durante el camino, porque si bien no era de suponer que le hubieran sometido a examen sobre el Impuesto de Derechos Reales, apreciando a Ayguadé, el acento castellano era un imposible.

Cuando aún no había salido de mi casa, donde celebramos reunión con el futuro alcalde de Barcelona, hube de sacar de ella, poniéndolo a salvo apresuradamente, a Prieto, a quien supimos buscaba la policía con órdenes apremiantes. Ya había un agente vigilando la puerta, pero por un descuido, sólo la de la casa, y obligándole con habilidad a retirarse un poco, uno de mis hijos, que salió regresando después para leer un periódico junto a la farola, de esta manera pudo Indalecio salir en coche desde el interior del jardín por la puerta de éste, ocultando su respetable humanidad en un gran periódico también que mis otros dos hijos desenvolvían, situados a izquierda y derecha de Prieto.

Sólo por simpatía negligente en los encargados de prender a Prieto puede explicarse que no lo hicieran durante dos meses un poco largos, en los cuales aquél, aunque mudando de domicilio y de nombres, siempre raros (pues al principio se llamó Lucio y luego nos telefoneó un día que era Roque, sucesor por traspaso) es lo cierto que no perdió una reunión de conspiradores, fuese en casa de Miguel Maura, fuese en el Ateneo, y que en todas las cautelas de entrar en éste por puerta reservada y ocultándose como podía con el gabán, venían abajo cuando se marchaba invariablemente al café Regina, en plena calle Alcalá, para discutir con todos sus pulmones a dos pasos de la Puerta del Sol.

La voz fornida de Indalecio iba in crescendo al atacar las notas, en él muy frecuentes, de la interjección más briosa, y cuando agotado al parecer el repertorio de éstas cayó un día en la cuenta de que le habrían oído con frecuencia las señoras que visitaban la casa de Maura, para enmendarlo se increpó a sí mismo, en voz aún más alta y enriqueciendo el léxico con la más variada y espléndida ristra.

Si Prieto, con la agilidad de su entendimiento, el brío de su corazón y la gracia con exceso sazonada de su lenguaje, era entre las preocupaciones serias el mayor aliciente de las reuniones, bajo otro aspecto superaban a todas en amenidad aquellas en que misteriosamente y a altas horas concurría el general Villa-Abrille. La fantasía estratégica de sus planes, que hacían de los alrededores de Alsasua y de las peñas de Irurzun paso obligado del movimiento revolucionario; la contradicción instantánea y total de sus cálculos y de sus datos; la familiaridad que al primer saludo se permitía con todos, sin excluir la seriedad científica de D. Fernando de los Ríos, produjeron cuando nos quedábamos solos las mayores expresiones de regocijo, no ya en aquél, jovial en el fondo, sino en Azaña, el hombre más imperturbable de todo el Comité y que yo creo no haya reído con aquellas ganas ni en los días lejanos de la niñez. Sin embargo la apreciación de indudable buena fe, arrojo y aun clarividencia en aquel hombre de tan destacadas rarezas, la solidaridad de propósito en que iba a servirnos y ese ambiente de romántico buen humor que surge en las conspiraciones y confía temerariamente en el azar nos llevaba sintiendo el sobresalto a poner inevitablemente la confianza de nuestra suerte en caudillo de genialidades sorprendentes.

La prisión del comandante Franco fue una torpeza del gobierno bajo muchos aspectos. Irritó a los aviadores, empujando aún más su inclinación a nosotros. Contuvo providencialmente la impaciencia de aquel a quien ya costaba trabajo sujetar a primeros de octubre, dispuesto siempre a un alzamiento prematuro, con irreflexión de la que dará idea el siguiente dato. El 9 de aquel mes me soltó a quemarropa la combinación de que el 12 no bastaba, tenía que ser el movimiento inminente según ultimátum de la Marina que no aguantaba ya más contraórdenes ni esperas. Yo me quedé atónito porque ni contaban desgraciadamente con unidades navales ni hubo jamás contraórdenes, ya que las sucesivas fechas examinadas como posibles para el movimiento nunca llegaron a adoptarse en firme hasta la única decisiva y mantenida del 15 de diciembre. Le invité a que hablaran conmigo los marinos portadores del ultimátum, que según le habían dicho a él estaban en Madrid y resultó fantástica la referencia por su seguridad creída.

El último daño para el gobierno monárquico en la prisión de Franco fue la novelesca aventura de su fuga, desde el primer día preparada y asegurada por sus compañeros, determinante de nueva aureola que aumentaba el prestigio del héroe popular, y la fuerza atrayente del movimiento revolucionario.

La conspiración contó con cooperaciones desconcertantes aun para habilidad y celo mayores de los que mostró la policía. Algunos mensajes y alguna excursión de los más comprometidos corrieron a cargo de aristócratas, luego revelados en las Constituyentes, como el duque de las Torres, y aun de sacerdotes, alguno de íntima amistad conmigo (don Juan García Vilches) a quien la jurisdicción militar de Burgos persiguió inútilmente hasta Priego.

Por lo demás, los agentes llegaron en fuerza de convivir vigilándonos estrechamente, a cierta cordialidad con nosotros. Los encargados de Miguel Maura pactaron algo así como un modus vivendi, en que el portero y el de aquel mismo Maura les facilitaba un resumen de noticias sobre visitas hechas y recibidas. Mi vigilancia se mostró en la mañana del 13 de noviembre, instalada en un automóvil frente a casa, cerrando la salida de ésta por la noche, que me seguía a todas partes y a toda hora. Pude sin embargo conferenciar libremente con los militares, citándolos en casa de mi secretario, el Sr. Díaz Berrio, a donde iban antes que yo, saliendo después. En tres ocasiones pude sin proponérmelo burlar a los policías, que me perdieron la pista: una yendo a pie a casa de Maura; otra, por dos veces, en las proximidades del Ateneo y la tercera en el acto de León, yendo a ver el monumento al Arcipreste de Hita. No entraba en ninguno de aquellos momentos como plan mío evadirme, y al incorporarme a ellos la última vez, nos hicimos tan amigos que por leve avería de mi coche trajéronme en el suyo y todos campechanamente merendamos en Villalba.

La ausencia de toda precaución solía caracterizar a las comunicaciones procedentes de Barcelona, al extremo de hablarnos por teléfono y a sabiendas de intervenirlo la censura, no ya sobre el movimiento revolucionario por las claras, sino aun acerca de violencias que nunca entraron en los planes y algún emisario que vino a Madrid para tratar concursos de importancia, traía por poder de una entidad a la que era extraño un pedazo de papel con un sello de aquéllos. En cambio, cauto por demás, Marcelino Domingo, cuando enviaba algún revolucionario desconocido, venía éste sin renglones, aviso previo ni contraseña alguna que le disfrazase de un soplón o policía contra el que hubiera de encerrarme en absoluta reserva.

La seguridad de que el movimiento sería próximo y la firmeza del propósito mostrada en el Ateneo acerca de un previo programa transaccional de los partidos, que impidiese la crisis del Gobierno Provisional y con ello el caos anárquico, por lo menos hasta la reunión de las Constituyentes, nos decidió antes de mediar octubre a acometer, según se había previsto en San Sebastián, la formación de aquel gobierno.

Por extraña pero explicable paradoja, fue de los radicales socialistas, por boca de Albornoz, la iniciativa pronta y fácilmente aceptada de que fuese yo el presidente, designación en cierto modo hecha virtualmente desde que, con ocasión del famoso pacto, se me encargó presidir el Comité. La propuesta a mi favor lo era manifiestamente contra Lerroux, respecto del cual estaba avivado el recelo de las otras fracciones. Por ser ello indudable por mi sincera y gran estima a Don Alejandro y por el sacrificio compresivo de éste, justificaba aún más las atenciones a su larga y destacada historia de luchador, fue mi primera gestión acerca de él. Preveía y encontré dificultades, más de honda contrariedad que de intransigente negativa, porque yo no podía ofrecerle ninguna de las dos carteras que sabía le agradaban. En Gobernación era la incompatibilidad con los elementos catalanistas y la suspicacia electoral despertada en todos, y en Guerra, donde tales peligros se alejaban, surgía por interpretación literal aunque absurda de las arrogancias habituales en las arengas del tribuno, el temor a la amenaza latente de un acto de fuerza después del triunfo y con ocasión de cualquier desorden. Comprendiéndolo así, creí que la figura simbólica del tribuno debía destacarse para España y el extranjero como primer nombre en la lista de ministros y, atento a sus cualidades de naturales distinciones y aun a sus flaquezas por ciertas elegancias, le propuse y logré con empeño que al fin aceptase ser ministro de Estado.

La necesidad de dar a la opinión turbulenta de extrema izquierda y a la asustadiza de centro derecha sensación y garantías de fortaleza en Gobernación hizo admitir, puesto que estaba para ello eliminado Lerroux, la candidatura a Miguel Maura, que era allí otro eje o cimiento para acoplar el gobierno.

Ninguna dificultad ofreció designar a Domingo para Instrucción Pública, ni tampoco para Fomento, donde estaba indicado su puesto como luego se ha visto, a Indalecio Prieto, con quien contábamos ya como revolucionario y estábamos seguros de contar como ministro, aun a título personal si los socialistas no se decidieran. Fue inútil ofrecerles el secreto absoluto para no comprometerles, apareciendo yo mismo encargado de tal departamento hasta el día del triunfo. Se resistieron obstinadamente y a su entender no tanto por cautela contra los riesgos de conspirador, cuanto por mantener intacto un prestigio de augures misteriosos, sacerdotes infalibles, quebradizos y rotos, pasaban de la teoría o de la crítica a enfrentarse con la difícil realidad económica, financiera y monetaria de un mundo en crisis.

Haciendo un alto por los motivos indicados en la formación del gobierno, fuimos avanzando, en cuanto aquella paralización y espera permitían, sobre la adopción del programa. Llevé un cuestionario dividido en quince temas, cuyo orden de discusión estableció con criterio lógico Albornoz, y comenzamos a fijar la transacción de los partidos sobre los diversos problemas, que mediante esa labor pudimos ir resolviendo desde el mismo día 15 de abril de 1931.

Algo avanzados ya los preliminares de aquellos acuerdos, que naturalmente habían de someterse a revisión y complementos al ponernos de acuerdo con los socialistas, entró la negociación, que continuamente se había llevado cerca de éstos, en fase definitiva ya mediado octubre. Deseábamos nosotros contar a más de Prieto con otros dos ministros del socialismo, D. Fernando de los Ríos para Justicia y Largo Caballero en Trabajo. Sin comprometer solemnemente conformidades que en el complejo ritual de la disciplina socialista exigen acuerdos y solemnidades indispensables, la tendencia a colaborar era ya tan fuerte y vencedora en decisiones hipotéticas y propias, que salimos Azaña y yo con impresión de victoria de casa de Besteiro, donde con él y los dos antes aludidos se celebró la primera entrevista, a la que siguieron algunas más. Por cierto, que a la favorable acogida contribuyó la sinceridad plena con que les presenté el inventario de nuestras fuerzas revolucionarias, por ellos solicitado con cuidadoso interés y bastante recelo ante el riesgo de nueva frustración o incumplimiento de concurso que les llevaba, como en 1917, tras la derrota, a una destrucción de sus organizaciones, cuidadosamente reconstituidas.

Había hecho la fatalidad que precisamente la noche antes al reunirse el Comité Revolucionario, no corrieran vientos de los más favorables en el diario recuento de fuerzas y noticias, y aquel pesimismo relativo y momentáneo, temieron algunos republicanos que, asomando en mi franqueza, contribuyera a retraer al socialismo aún vacilante. Con viveza poco acostumbrada, que por cierto a Lerroux le agradó y la elogió mucho, repliqué que yo diría la verdad sin apocamiento pero sin ficticia ilusión, y que si se deseaba narrador más optimista con el riesgo de que fuera menos exacto, lo buscaran para aquella embajada en que la veracidad era el principal deber. Me ratificaron los republicanos la confianza de sus poderes y acertamos, alentando la del socialismo por la franqueza misma con que les hablara.

Pocos días después de la primera entrevista en casa de Besteiro, concurrían ya a las reuniones del Gobierno Provisional en que se había ido transformando el Comité Revolucionario Ríos y Largo Caballero, con las calidades y representación que habíamos deseado tuviese.

Llevaron los socialistas una larga nota de aspiraciones para el programa, que no era radicalismo extremo y que además advirtieron no constituían intangible ultimátum. Fue por consiguiente tarea relativamente fácil en las secciones finales de octubre y en las de noviembre ir ajustando la solución de los distintos problemas a resolver por el Gobierno Provisional. Con ello, que luego fue a La Gaceta, y cuyo índice por tanto huelga aquí, quedaba muy alejado el peligro de una crisis en el vacío de poderes constitucionales, producida dentro del único que como provisional existiría. Había sin embargo que calcular el planteamiento inesperado de cuestiones en que la concordia no fuera posible y entonces se aceptó mi propuesta de que, ante los problemas no concertados, previamente inaplazables, se resolvería por mayoría salvando un voto, sin dimitir los ministros o el presidente no conformes.

Fuimos paralelamente a la fijación del programa y organización del movimiento, complementando el gobierno.

Por la valía de su entendimiento y la firmeza de su adhesión republicana, tuve empeño, desde el instante mismo en que quedó fijado el puesto de D. Alejandro, en ofrecer una cartera a Sánchez-Román, pero toda la insistencia, aun apoyada ardorosamente por los demás, fue inútil ante las resistencias que su fértil agilidad encontraba medio de razonar. No quiso tampoco la embajada cerca del Vaticano, y aun cuando aceptó, en momentos en que la solidaridad de la conjura era riesgo, la presidencia del Consejo de Estado, se negó a ocuparla cuando llegamos al poder.

Era constante piedra angular en mi bosquejo de gobierno un ministro netamente autonomista catalán, no incorporado a la política general española como lo estaba dentro del Partido Radical Socialista Marcelino Domingo. Aquel ministro catalanista era, asistiendo al consejo y hablando a sus afines, el portavoz de nuestra lealtad sin prejuicio y era a la vez una garantía de confianza sin audacia ni impaciencia en Cataluña. Hablé primero a Carner, un antiguo amigo mío, y enseguida a Hurtado, que también lo era, y autor por cierto en 1908 de una extraña profecía parlamentaria, según la cual vio entonces en mi constante pero leal contradicción del catalanismo, el hombre con quien podrían tener una concordia. No quisieron aceptar ni el uno ni el otro, alegando múltiples incompatibilidades, quizá por falta de fe en el triunfo y en las necesidades de la economía nacional, diose a Nicolau. Celebro que fuera nuestro compañero por sus condiciones de lealtad, rectitud, cultura, deseo de acierto y trato agradabilísimo.

La resistencia de los sabios a encargarse del Ministerio de Hacienda y mi oposición a candidaturas de banqueros, que, aun con la mayor corrección personal, hubieran suscitado murmuraciones, mantenía sin proveer a aquella cartera. Entonces Galarza, como portavoz de la juventud, lanzó el nombre de Prieto y éste tuvo la abnegación de acceder a un cambio en el que previó fácilmente su sacrificio. Hago con gusto la justicia de proclamarlo así, añadiendo que en la gestión como ministro del Tesoro fue impecable modelo y como director de los cambios hizo cuanto hubiera podido hacer otro, sin llegar a milagros imposibles por las faltas de la dictadura, las imprudencias alarmantes de los extremistas en mayo, el retraimiento medroso e intencionado de fuero conservador y las circunstancias todas externas e internas de aquel tiempo.

Representado a medias el Partido Radical Socialista en Domingo, por ser éste a la vez miembro de la izquierda catalana, busqué el equilibrio en la designación de Albornoz para el Ministerio de Comunicaciones, cuya creación acordamos ante la importancia de los servicios y el entusiasmo republicano predominante en los cuerpos respectivos.

Cuando quedó sin titular Fomento por desplazarse Prieto a Hacienda, se planteó una discusión desagradable, espinosa; Lerroux pidió con razón numérica otro ministro más para los radicales, pero este partido se miraba con recelo por los demás. En consideración a algunas íntimas predilecciones o amistades de D. Alejandro, la designación era muy difícil. Vine a resolverla proponiendo yo a Martínez Barrio, que fue aceptado para Comunicaciones, pasando Albornoz, aunque con protesta y contrariedad lerrouxista, por ser más antiguo en la jerarquía y notoriedad republicana. Cuando Casares, que ya había mostrado sus dotes de hombre inteligente y hábil, indicó que al regionalismo gallego debía darse una satisfacción, el problema pudo resolverse fácilmente desprendiéndome yo del Ministerio de Marina, que me había reservado con la Presidencia, y quedó definitivamente formado el gobierno que iba a resistir sin alteraciones todas las alternativas de la adversidad y de la fortuna. Fue ello posible porque al propio tiempo, y aun antes, se había convenido el programa cuya meditación reflexiva y transaccional explica la rapidez fecunda con que fue apareciendo en La Gaceta la obra revolucionaria que medio año antes se había convenido.

Estábamos en los momentos de aceptar definitivamente el gobierno y surgió la eventualidad no realizada de alterarlo sustancialmente. Obedeció ello a que las antiguas gestiones, de nuevo reiteradas con empeño, acerca de los constitucionalistas, para decidirles a la colaboración republicana, encontraron en el ultimátum que a su indecisión imponía dirigir las circunstancias, la vacilación simpatizante de Villanueva, con quien convine muy corto plazo para ver si resolvía favorablemente el titubeo de los demás. No fue así y aquel último intento de ensanchar la coalición por la derecha, que tan útil hubiera resultado para la estabilización sólida y prudente de la República, se frustró definitivamente. Por cierto, que este incidente proporcionó la primera ocasión de medir a qué punto había avanzado la amistad que apresuradamente se estableció entre Largo Caballero y yo. El día en que las negociaciones con el constitucionalismo mostraban horizonte optimista, propuse, en previsión del éxito, el acoplamiento eventual de las figuras directoras de aquella tendencia ya en la embajada del Vaticano, ya en la Presidencia de las Cortes, cuya previsión no teníamos calculada; ya en la misma jefatura del Gobierno, quedándome yo en Marina, en el Consejo de Estado o en cualquier otro puesto, y cuando se examinaba esta última contingencia interrumpió Largo con una brusquedad aparente y una afectuosidad real, diciendo «y no hay otra cosa de más interés en que perder el tiempo».

Desenvolvíanse las reuniones en ambiente de mutua y cordial compensación, sin que llegaran a ser difíciles en grado molesto ni los mismos debates sobre acoplamiento de carteras entre los allí presentes, y nunca fue tema de discordias la provisión de cargos, que virtualmente quedó hecha. El orden de discusión consistía generalmente en exponer cada problema con sugestión o esbozo de ponencia que se completaba en el debate a cargo principalmente de Ríos, Sánchez-Román, Maura y Prieto, por ese orden, en casi todas las cuestiones, de Largo, principalmente en las sociales. Azaña, con algunas opiniones a veces decisivas sobre las cuestiones fundamentales, fue el ponente natural para las reformas orgánicas de Guerra, aceptadas sustancialmente, habiendo sido yo para la reducción o supresión del fuero como problema que abarcaba también Marina, creo dejaban de exponer su aspiración los representantes del Comité Militar, siendo aquélla generalmente de buen sentido, de tendencia democrática y aun de criterio civil. La menos feliz y la más empeñada de sus conclusiones, a la que pareció asentir resueltamente Azaña y más Miguel, que yo hube de dar paso en el papel con el firme propósito y realizada esperanza de que no se llevase a cabo, era la creación de tres divisiones de una guardia republicana que habría sido peligro y no garantía del orden, cuyo mantenimiento hubiera parecido la destrucción del Ejército y de la Guardia Civil, a cuyo lado existiera. Había tenido por misión aplastar los intentos de hostilidad del régimen mandando las brigadas comandantes, las compañías suboficiales, etc.; en suma, un caos jerárquico, un dispendio enorme y un pretorianismo, muy republicano pero pretorianismo al fin.

Lerroux, el de mayor constancia en el optimismo a prueba de noticias adversas, asistía a las deliberaciones generalmente silencioso. Pocas veces quebrantó esta actitud y en algunas de ellas sobre criterio para mantener el orden público, alusiones retrospectivas e inoportunas a la semana trágica de 1909, produjeron situación violenta entre él y Maura. Aquella casi inconsciente inhibición de D. Alejandro sobre la fijación de programa, reflejaba probablemente su escepticismo en cuanto al contraste de idealidades con realidad, la cautela de no mostrarse todavía cual luego apareció tras el triunfo mucho menos radical de lo que había sido y el consejo de su gran talento natural a su no pequeño amor propio para evitar que apareciese la falta de preparación estudiosa, reflexiva, técnica sobre las más de las materias, a abordar a fondo con frecuencia, hasta los detalles.

Desconcertaba por otra parte un silencio parecido en Marcelino Domingo, porque no concordaba ni con sus muestras anteriores de laboriosidad disciplinada y culta, ni era presagio acertado, sobre las excelentes dotes de un gran ministro que en distintos departamentos ha revelado. Lo corriente es que por los radicales socialistas hablaran o Albornoz, poco, sobre algún problema de morrión de penacho, o con mayor frecuencia Galarza, sobre los aspectos más reglamentarios de lo político o de lo jurídico. Era y fue nuestro fiscal del Tribunal Supremo.

Establecidas las bases del programa, cuyos extractos o actas del acuerdo extendía generalmente Casares, se aprobó también la declaración del gobierno, publicada luego en La Gaceta del 16 de abril con el nombre de Estatuto Jurídico Provisional de la República, compuesto sobre la base de dos redacciones distintas, que resultaron sin embargo acordes, de Ríos y de Sánchez Román, llevándose algunas puntualizaciones de éste al texto de aquél.

Si en general las sesiones eran apacibles, hubo alguna intensamente dramática. Faltaban no muchos días (en vísperas de la crisis parcial en que salió el general Marzo de Gobernación), y hubimos de examinar el trato que en el instante del alzamiento hubiera de aplicarse a los ministros de la monarquía, cuya reunión convenía impedir. Entre elementos militares comprometidos y a pesar de la nobleza de espíritus constantemente mostrada, se imponía por exigencias de táctica realizar a toda costa, sin reparar en nada, aquel objetivo, facilidad considerable para el triunfo. Al criterio predominante del gobierno, y desde luego al mío, se amoldaba mejor, aun reconociendo aquella ventaja y el riesgo de la solución convenida por todos nosotros, extender al gobierno el trato humanitario que respecto de la familia real había prevalecido bastante antes, en reunión que celebramos en casa de Miguel Maura. Fue allí donde el mismo Prieto, en el primer ímpetu noble de su exaltación, dijo que él, en frío, no quería sacrificar ninguna vida que hubiera respetado la espontaneidad dramática de la lucha. Lo corroboró sin vacilar luego Largo Caballero, cuando refiriéndose con el lenguaje del Madrid castizo a las infantas, y expresando el sentir popular de la masa, a él tan cercana, decía de mal efecto y expuesto a provocar una reacción a cualquier cosa que les pasara a las chicas.

Pero el problema de los ministros era más difícil, por duras exigencias de la lucha y por la antipatía que rodeaba a algunos, más intensa y extensamente que a nadie, a Rodríguez de Viguri, destacado en la odiosidad por sus anteriores relaciones con los revolucionarios. Para llevar a feliz resultado aquel acuerdo, comencé, cuando llegó el momento de emoción en que iba a resolverse, por excluir cortés pero resueltamente de la deliberación a los militares, cuya tendencia predominante me constaba. Me fundé para ello en que se trataba de una lucha entre dos gobiernos, el parapetado en La Gaceta y el que iba a asaltarla, correspondiendo a éste sólo fijar las condiciones del ataque y del encuentro. Luego utilicé una de las facultades, al parecer más nimia y sin embargo eficaz, que tiene quien preside un gobierno, y es alterar súbitamente el orden de votación. Seguro, por presentimiento, de la moderación personal y adhesión entrañable a mí por parte de Marcelino Domingo, tuve la corazonada de lanzarlo a votar el primero tras el parecer que no ofrecía duda de Miguel Maura. Cuando el ministro revolucionario de extrema izquierda votó lo que yo que esperaba, la cuestión estaba resuelta, mejor dicho, no existía; de otros muchos estaba yo seguro y de todos se obtuvieron, con diferencia de matices o de razonamientos, respuestas satisfactorias. Incluso la impasibilidad de Azaña encontró aquel día expresión feliz más tibia que de costumbre.

Había conocido a Galán en abril de 1927, con motivo de la vista ante el Supremo por los sucesos de la noche de San Juan. Me impresionó su nerviosidad exaltada, inquieta, y no se me borraba la actitud y el tono con que cerró el juicio reproduciendo las últimas palabras de mi rectificación, dirigidas al presidente de aquel Consejo General Carbó: «Ha hecho bien al decir que aquí manda, porque lo que no podría decir es que aquí obedece», alusión a las órdenes de severidad que sabíamos había dado Primo de Rivera.

Interrumpida la relación con Galán, tuve las primeras noticias de que éste era el principal apoyo dentro de la guarnición de Jaca, cuando, a primeros de octubre de 1930, nos comunicó Azaña que cuando llegase el instante del alzamiento, un grupo de muchachos entusiastas, ateneístas y estudiantes iría en caravana con pretexto de deportes para auxiliar a aquel foco militar. Venía costándonos trabajo contener la impaciencia y sobre todo la imprudencia con que aquellos jóvenes se expresaban hablando a grito, y aun en la calle, de sus propósitos, con una ligereza precursora de aquella marcha final en que compusieron poemas anticipados y hasta dejaron una película como pieza de convicción a recoger por la policía.

De Galán no sabía nada más cuando al mediar noviembre me avisó Domingo, con extremada cautela, para que recibiera una visita espontánea que me pondría al tanto de sus gestiones, que a él le habían producido honda impresión, aunque por su alejamiento de la técnica profesional, no se considerase Marcelino autoridad en la materia. Llegó la visita, que era la de Galán, quien permaneció en mi despacho cerca de dos horas; desde un poco antes de las dos, en que habitualmente almorzaba, hasta bastante después de las tres, en que aquel día me senté a la mesa. El ardor inusitado y sincero de aquel hombre, la rectitud de conciencia, no ya la adhesión republicana, sino en sus extravíos ideológicos, el fuego que ponía en el propósito de sacrificio para arrostrar el riesgo y la facilidad para una exposición dominadora de una estrategia imaginativa pero atrayente, me explico que impresionaran a Domingo. Trabajo me costó a mí, mucho más defendido por mi temperamento y por cercanía respecto de aquellos asuntos y problemas, no dejarme llevar ni un momento por aquella fantasía espléndida y lanzada a toda marcha en su plan. Descansaba éste en el supuesto, que inútilmente le repetía, era infundado, pues por desgracia no teníamos medios de librar el esfuerzo principal en Andalucía. Esta idea suya era la reminiscencia, ya totalmente borrada del plan Goded de 1929 a enero de 1930 y creyendo ese plan subsistente, lo condenaba por creer estratégicamente ineficaz un éxito táctico en el sur, doctrina que por cierto contradice la resultante de nuestra historia militar y política.

La singular concepción estratégica de Galán descansaba en atribuir una importancia decisiva a los lugares en que servía o estaban próximos a Jaca. Con ello y confiando temerariamente en una serie de afortunados golpes de audacia facilitados por el efecto moral creciente y la predisposición de guarniciones, si no comprometidas, minadas, forjó su plan para apoderarse de Jaca con sus elementos propios y los que llegaran de Madrid. Tras esta sorpresa de Huesca, donde aguardaba encontrar adhesión en vez de resistencia; seguidamente engrosada la columna a Lérida donde el ambiente de la población era efectivamente republicano, y donde parte de la fuerza simpatizaba y aun conspiraba. Hasta ahí el propósito de Galán se mostraba como irreductible y sólo cuando fuesen ya dueños de Lérida, se ponía a las órdenes del Comité Revolucionario para marchar según prefiriésemos sobre Barcelona o sobre Zaragoza, desde donde quedaba amenazado Madrid. Esta cadena de éxitos fulminantes acometidos con un puñado de estudiantes y otro de soldados, parecíame aún más que temerario, quimérico, atreviéndome a proponerle la empresa más modesta pero eficaz que consistiría en apoderarse de Canfranc y de su estación internacional. Con ello y teniendo nosotros preparado el plan, los apoderamientos por sorpresa de Irún y Portbou, se daría al mundo la sensación completa de empezar la revolución en la frontera. Pero Galán, reconociendo la conveniencia de este efecto moral, replicaba que la empresa a él propuesta era la obra secundaria de sólo dos compañías, sin pensar en que ni aún con éstas contaba seguramente.

Así como se mostraba irreductible en la estrategia de su marcha desde Jaca a Lérida, etapa ya de acatamiento a nosotros, manifestó igual tenacidad y franqueza en la táctica a seguir. Basaba ésta en una experiencia psicológica amarga y escéptica respecto de los demás, seguro en cambio de su lealtad propia, conforme a la cual enseñanza frecuente de las conspiraciones, lo difícil entre los comprometidos es encontrar quien dé el primer paso, abundando luego más los seguidores, y aquella actitud inicial y resuelta la reservaba para sí. De tal fe y tal recelo llegaba aparente lógica deducción en la imposibilidad práctica y frustración segura de los alzamientos simultáneos, estando por ello resulto a adelantarse a todos. Cuando yo le hice ver que un chispazo impediría la revolución, su efecto indispensable de total coincidente sorpresa, poniendo en guardia al gobierno monárquico, me expuso con aquella su sinceridad indomable, la resolución meditada y definitiva de anticiparse a la fecha que nosotros acordamos, con sólo esta alternativa o escalón: si teníamos la franqueza de advertírselo sólo se lanzaría 24 horas antes, si tomábamos la precaución de ocultárselo empezaría dos días antes de la fecha que se transparentaba o él presintiese.

En largo diálogo cuyas exposiciones iniciales, irreductibles y por ello definitivas, dejó transcritas, me produjo honda y duradera inquietud. No era aquél un hombre de baladronas teorías; nos hallábamos frente a una exaltación abnegada, invencible pero incalculablemente peligrosa por lo mismo. Llevé mi impresión con mis temores a nuestro Comité Revolucionario y convinimos todos en la única solución, que si no atajaba el riesgo, daba alguna esperanza de cortarlo. Con la expedición madrileña, mejor aún, antes que ella, refuerzo detonador o fulminante del explosivo de Jaca y que a su vez costaba trabajo contener, y aquí donde era la imprudencia constante, iría llevando la representación del gobierno Casares, que se prestó abnegadamente voluntario ante difícil y abnegada misión. Salió, no dos días, sino cuatro antes de la fecha fijada, para entretener, calmar y retrasar a Galán hasta el momento oportuno. La fatalidad dispuso las cosas de otro modo. Cuando Casares llegó a Jaca, Galán estaba ausente en uno de sus frecuentes viajes preparatorios de la conspiración. Nada de anormal, ni como síntoma, se percibía, y al despertar pocas horas después Casares, eran los tiros del movimiento desatado por Galán, con quien le fue imposible hablar, los que interrumpían su agitado sueño e iban a frustrar el movimiento tan afanosamente preparado.

La noticia del alzamiento en Jaca produjo al gobierno revolucionario enorme estupor, porque involuntariamente le causaba más daño, que al gabinete monárquico. No obstante, sobreponiéndonos a toda contrariedad por el interés y los afectos solidarios del propósito, intentamos desesperadamente lo único que podía, aunque casi imposible realizar, trazarse; entorpecer la salida y marcha de tropas de Zaragoza, tarea en que se consiguió algo; precipitar el movimiento como refuerzo en una de las plazas más próximas, en Lérida; y distraer al gobierno con otra preocupación, la más distante, a cuyo fin pedíamos lo mismo respecto de Cádiz. Aun con la cooperación de telegrafistas adictos, que en la madrugada deslizaban despachos clandestinos, el intento no pudo realizarse, el movimiento aquel nacía muerto, y hería gravísimamente, con gravedad que se mostró irremediable, al otro, total y descartado.

Aunque el daño pareció de momento grave e irreparable, una meditación reflexiva posterior de los sucesos hace pensar que fue mejor nacimiento para la República el hecho legal de voluntad ciudadana ocurrido en abril que lo habría sido la confusión revolucionaria de masas y fuerzas sublevadas el 15 de diciembre. Aun sin este optimismo en aquellas fechas, imposible de vislumbrar para los sublevados de Jaca, nuestro sentimiento se determinó por la piedad ante su desventura, la gratitud ante su abnegación y la justicia para su recto propósito y noble entusiasmo. Todo eso sobrepuso siempre a la magnitud de la contrariedad causada y de la indisciplina previamente advertida.

Nunca llegamos a fijar y menos a comunicar una fecha que luego hubiera de ser rectificada. Pensamos en varias, nos inclinamos a alguna, pero fueron retardando la decisión dificultades para organizarse en distintos puntos.

Desde nuestra alianza con los socialistas, había sido propósito constante elegir, salvo circunstancia distinta que impidiera otra preferencia, un lunes, por la mayor facilidad para organizar con eficacia total y simultánea en dicho día la huelga general, complemento del alzamiento de fuerzas políticas y militares. Por esa consideración y ante justificada espera, que los republicanos y militares de Valencia pidieron para ultimar la organización de aquéllos y facilitar el entorpecido desembarco de armamento para el paisanaje oculto dentro de cajas metálicas en las proximidades de la costa, vino a ser el 15 de diciembre la fecha que del 7 al 8 decidimos y ratificamos. En el acto se llevaron las contraseñas para tal aprobación, que fueron los décimos de un número de lotería al que había sido abonado Miguel Maura y en los cuales se estampaban como partícipes a jugar y total importe de la participación, el día y la hora del movimiento, o sea, el 15 a las seis de la mañana.

Tomada la determinación y notificada a los distintos lugares con la cautela necesaria, cuando nos sorprendió el suceso de Jaca teníamos distribuida así la presencia del Comité Revolucionario o Gobierno Provisional. Domingo estaría en Cataluña, con preferencia en Lérida, actuando en Barcelona y junto a Nicolau, y como elemento extraño a la lucha de los partidos catalanes por todos ellos aceptado, Sánchez-Guerra (Rafael). Martínez Barrio permanecería en Sevilla y Prieto marchó a Bilbao, donde una conferencia que yo no pensaba dar, pero que se inventó de acuerdo con el presidente de El Sitio, sería el pretexto de mi salida hacia el norte. Como ya queda dicho, Casares salió para Jaca y Albornoz, con Galarza, hacia Valencia, despistando con un viaje a Alicante, donde hizo detenerlos la alarma causada por la sublevación de aquella plaza pirenaica. Don Fernando de los Ríos quedó designado para instalarse en Cuatro Vientos con los sublevados; Maura y Largo dirigían la sección civil de Madrid desde el hotel Florida, y Azaña acompañaría a aquél o a éstos, conforme a las circunstancias.

Lerroux, Sánchez-Román y yo coincidiríamos por distintos caminos en Burgos, escogido para base del movimiento.

La elección de Burgos obedeció a insólitas facilidades que allí ofreciera el Arma de Caballería, incluso con un coronel de regimiento, luego mi ayudante, Rodríguez, al mando de la Brigada de Infantería por Villa-Abrille, aunque luego resultó la había influido y trabajado poco, a la predisposición favorable de guarniciones próximas y a las ventajas estratégicas de Miranda de Ebro, lugar señalado para la concentración. Grupos de oficiales disponibles enviados desde Madrid tomarían por sorpresa el aeródromo en la madrugada del 15, mientras los demás por igual medio nos adueñaríamos de Burgos y como la huelga ferroviaria no alcanzaría a las secciones donde nos conviniera la circulación de trenes, la concentración prevista podría operarse con facilidad, sin que descuidáramos en nuestras previsiones destacar alguna patrulla que, cortando la línea de Valladolid a Ariza, aislara la primera de dichas ciudades de Zaragoza.

Desde el momento en que se fijó la fecha, todo de acuerdo con el gobierno, que ya tenía convenido y aun detallado su programa de reforma, constituyóse un Comité de Acción formado bajo mi presidencia por los ministros de Guerra (Azaña), Gobernación (Maura), Trabajo (Largo) y nuestro director de Seguridad, que volvería a serlo don Carlos Blanco, cuyos afectos dentro de la policía como recuerdos del anterior mando nos habían proporcionado informes útiles. De los cinco fuimos casi siempre Maura, Largo y yo los más asiduos, viéndonos en el Ateneo, donde ya desde el final de octubre y con pretexto de cumplir el acuerdo de aquella entidad para estudiar las responsabilidades de la dictadura habíamos trasladado las reuniones antes habituales en casa de Miguel.

El plan revolucionario en cuanto a Madrid difería muy poco del que se desarrolló, salvo el lamentable retardo de horas, que si no impidió apoderarse de aeródromos y campamentos, ni la entrada en algún cuartel, estorbó la sorpresa en éstos y sirvió de pretexto al incumplimiento de la promesa socialista en cuanto a huelga general, que a su vez, dado el encadenamiento pactado del esfuerzo social y el militar, desalentó a los sublevados de Cuatro Vientos, determinando su vuelo a Portugal sin atacar ningún objetivo en la corte.

Así como Queipo debía dirigir y dirigió en Madrid, Núñez de Prado, el general en activo y de mayor graduación, fue destinado a Burgos como base del movimiento, y Riquelme marchó a Játiva para presentarse con la guarnición de aquella ciudad y los republicanos de la misma y de los pueblos próximos, en Valencia, produciendo el efecto moral consiguiente a ser también revolucionario el primer refuerzo que llegara a la capital sublevada. En los demás sitios, una vez planteada en todas partes la huelga general en su máxima extensión e intensidad, aunque evitando y retardando los efectos de innecesaria alarma y molestia, las fuerzas comprometidas debían según su importancia y los factores circunstanciales, llegar desde el retardo a la acción del gobierno monárquico, a la sublevación franca y victoriosa, pasando por la neutralización expectante de guarniciones y ciudades.

El aborto de Jaca con toda la contrariedad que en nosotros determinó y la previsión de sus probables consecuencias adversas no podía producir y no produjo un cambio de fecha, que en tales condiciones hubiera equivalido al desistimiento. Fuimos adelante convencidos de la mayor dificultad, pero con serena confianza, cada cual dispuesto a cumplir con su deber. Recuerdo la despedida afectuosa y ligeramente emocionada de Galarza, cuando al despedirse me dijo: «Por lo que pueda pasar, perdóneme usted si en alguna discusión tuve demasiada viveza». Nada había que perdonar en aquella intimidad tan sincera y compenetrada que entre nosotros se estableció.

Tuvimos todos la fortuna de rodearnos de familias identificadas en el propósito y aun en el entusiasmo, que jamás entibiaron la decisión. Cuando en las últimas horas del 13, mi mujer y mis hijas destruían cuidadosamente todo signo o marca de mis ropas, mi hija menor se limitó a decirme: «Tú haz lo que debes, que nosotros, pase lo que pase, haremos lo que podamos». Al ver a mi familia mantener a aquella altura su temple, les revelé, mereciendo su aprobación, lo que tenía resuelto como un deber moral para el caso de derrota. Mi paso a Francia, como el de Prieto, Lerroux, Domingo y Nicolau, era notoriamente más fácil que el de los otros distanciados del norte, pero si a éstos los prendían y sobre cualquiera de ellos iba a recaer la acusación específica de caudillo, que en realidad me correspondía a mí, entendimos que debía volver sometiéndome a su mismo proceso.

Aquellas precauciones de omitir marcas obedecían al plan de viajar con nombre y cédula de otra persona, confiando en que una vez fuera de Madrid no me conocieran de ese modo las parejas de la carretera, ya que mi fotografía entonces no estaba divulgada. Para burlar la estrecha vigilancia policiaca teníamos preparado, y por dos veces, el juego de la casa con dos puertas; la primera en un colegio de la calle del Noviciado, dirigido por un cura donde se hospedaba otro, mi amigo y paisano D. Juan García Vilches; y la segunda combinación entre dos casas modernas, al parecer independientes pero comunicadas entre sí, propiedad ambas del duque de las Torres, cuyo automóvil con el seguro tranquilizador del aristocrático dominio era el que debía llevarme. Yo disponía de la cédula de un amigo poco antes fallecido, gibraltareño, cuya viuda, doña Augusta Dencher, alemana de nacimiento, española de corazón e íntima amiga nuestra, se ofreció incluso a acompañarme completando la apariencia tranquilizadora. No quise aceptar ese agradecido riesgo y aunque la señora me llevara once años, el difunto marido dieciocho y yo no hable inglés, mi pelo blanco y la seguridad de no encontrarme a Wells con tricornio me permitían pasar por un británico gibraltareño, en vida tan andaluz de acento como yo. Salvada así la carretera, luego, en Burgos, donde llegaríamos de madrugada, instalándonos en la casa de la madre del artillero y aviador D.

Arturo Menéndez, si la fatalidad hacía que me reconociera algún vigilante trasnochador, podía volver a ser quien era pasando allí como explicable descanso en mi viaje a Bilbao, donde estaba anunciada una conferencia que había de pronunciar el lunes 15, por la noche.

Así estaban dispuestas las cosas cuando me acosté el 13 por la noche. Desde la mañana siguiente iba a cambiar todo, más aún que ya había cambiado bajo el adverso influjo de los acontecimientos de Jaca.

 

CAPITULO IV . DESDE LA CÁRCEL SE MANDA

La detención. Los manifiestos. Un rasgo de Largo Caballero. Otro de mi familia. Optimismo a pesar de la frustración. Cómo se vivía en la cárcel. Allí se concentra el interés de la política española. Los Consejos de Ministros. Entrevistas inolvidables. La crisis del gobierno Berenguer. Actitudes escépticas, nuestra fe. Una nota oficiosa dada por los presos.