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Niceto Alcalá- Zamora

LA VICTORIA REPUBLICANA 1930-1931

 

 

CAPITULO II.

PROPAGANDA Y ORGANIZACIÓN REPUBLICANAS

 

El discurso de Valencia y su efecto. Acogida por los republicanos. Otros actos de propaganda en las Vascongadas, Castilla y Andalucía. Examen del problema constitucional en la Academia de Jurisprudencia. El plan revolucionario expuesto ante el Ateneo. Fundación de la Derecha Republicana; su necesidad y sus dificultades. Un discurso en Sevilla. Mitin en la plaza de toros de Madrid.

 

El discurso que pronuncié en Valencia el 13 de abril de 1930, como toda manifestación en apariencia súbita de un cambio transcendental, tuvo la lenta e invisible preparación de mis meditaciones durante dos fases dictatoriales. Lógico final de una actitud y sobre todo del proceso histórico que la determinaba, causó sin embargo gran impresión de sorpresa por la negativa rotunda y sostenida que opuse al asedio amistoso y periodístico, empeñado en conocer previamente el derrotero de mi discurso. Esta impenetrable reserva la mantuve a tal extremo que incluso mis hijos, al emprender el viaje para asistir al acto, participaban con mayor motivo de la ansiedad y soportaban con menos resignación mi silencio. Aun con ello quise ser y fui hermético sin hacer otra excepción en el momento de partir para Valencia que la indicación de línea general a mi mujer, que enferma no pudo acompañarme. Precauciones tales, insólitas en mi franqueza harto comunicativa, no obedecieron al deseo de aumentar el interés que pudiera despertar el acto, ni a facilitar con una ilusión de transigencia o eclecticismo la apremiosa por el ansia de gobierno para que el discurso se pronunciara. Determinó mi reserva, tenazmente mantenida, una consideración que apunta de aquel discurso, complemento o apéndice obligado de estos recuerdos y que ha comprendido perfectamente Menéndez Pidal al contestarme el día de mi recepción en la Academia Española. Quería a toda costa y logré ser dueño de mi pensamiento y fijar conforme al mismo y al centímetro mi posición, empeño difícil en el que al descender por resbaladiza pendiente, aún el eco de los aplausos o la presión de los rumores podían empujarme o desviarme, y para evitarlo la curiosidad atenta era mejor porque amortiguaba el entusiasmo, seguro en otro caso, del público.

Yo no había pronunciado manifestaciones parecidas a las que se fueran produciendo a lo largo de la vía en toda la noche del 14 de abril, por multitudes a la vez disciplinadas y frenéticas, cuyo número no mermaba la molestia ni la decepción de haberme aguardado ya para igual fin en la anterior noche del mismo día 13, en que hablé, y en que creyeron regresaría a Madrid. Por eso hay que hablar de La Opinión de Valencia, donde el gobierno impidió que se publicara el discurso, teniendo que refugiarse en una edición clandestina copiosamente repartida, para cuya tarea son hábiles y tan experimentados, según me constaba por anteriores documentos ajenos y propios, los impresores levantinos, quienes más por ironía que por cautela de disfraz, solían para audacias tales, razonarlas con un pie de imprenta extranjero o de conocida adhesión reaccionaria. Valencia se mostró de tal modo que el conato de procesamiento mostrado en la iniciación de diligencias allí quedó, sin llamarme siquiera a declarar, porque al divulgarse el propósito acordaron los republicanos de allí que al ser yo requerido en Madrid prefiriese comparecer ante el Juzgado de la misma población en que hablé; y esta eventualidad habría sido causa para el recibimiento y la despedida de nuevos golpes que con prudencia quiso evitar el gobierno. Según supe entonces por referencias que procuraron difundir los amigos de Berenguer, éste y en general los ministros, combinando el criterio liberal para la propaganda con el deseo de amortiguar el efecto producido en la opinión, resistieron y dominaron la sugestión palatina de ir a un proceso, sosteniendo que en la mesura de mi lenguaje sólo se encerraba el ejercicio de un lícito derecho a opinar.

Creo una vez más que el efecto de aquel discurso arrancó de la necesidad de que respondía éste a la de un desplazamiento de fuerzas gubernamentales que diera a la opinión lo que ésta deseaba sin hablar, quebranto ostensible de fuerzas monárquicas, proclamación de imposibilidad en lo existente y garantía de ser viable la institución republicana. Lo que yo hice estaba al alcance de muchos a quienes faltó la visión, el ánimo, las fuerzas y quizá sobre todo la fe en el pueblo. Porque la gran división abierta entre la dictadura y mostrada con realce en las características de superioridad sentimental entre las Cortes Constituyentes de la República y otros Parlamentos de nivel general quizá más formado y culto está precisamente en eso: a un lado los que hemos conservado fe en la energía popular como fuerza curativa y al otro los escépticos. Pudiera decirse que la restauración monárquica, hecha por Cánovas de 1875 a 1876, fue la ficción de un espíritu genial pero escéptico, mientras que la revolución por mí organizada de 1930 a 1931 es la obra de una voluntad modesta pero que no temió a las realidades por conservar la fe en las vicisitudes del pueblo.

Los elementos republicanos nuevos y dispersos o antiguos todavía organizados acogieron con efusiva simpatía el acto en Valencia y por ello recibí numerosas visitas en Madrid. En la de Sánchez-Román recibí un mensaje muy afectuoso del Partido Radical, un saludo cordialísimo de Albornoz... pero la organización de los viejos cuadros republicanos era vestigio de un pasado y lo que se necesitaba era constituirse de nuevo la hueste y las unidades para la lucha inmediata. A mí me incumbía ante todo organizar a la derecha de aquel ejército, sin preverse aún que me correspondería también el mando de todas partes en cantidad y sobre todo en la calidad apetecible de conciencias por primera vez despertadas hacia la preocupación del interés público. Llovían las adhesiones y las felicitaciones; lo que no evolucionaba con semejante rapidez ni franqueza era la hueste oligárquica de los antiguos partidos constitucionales monárquicos. Esta cautela, defecto de una deformación constante y viciosa en las prácticas de la democracia y reflejo de su falta de fe, las iba arrinconando hacia el suicidio que luego practicara en las elecciones constituyentes de 1931, con el daño superior por afectar éste a España entera, de dejar indebidamente representada por enorme defecto de número y arcaísmo impotente de tendencia reaccionaria a la opinión gubernamental. Con eso y con todo, tenía que preocuparme de organizar, porque la esperanza de otros caudillajes estaba perdida. Recibí, agradeciéndolo mucho a poco de terminar mi discurso en Valencia, un telegrama muy afectuoso de Sánchez-Guerra, pero aquella gallarda muestra de amistad sabía yo que no podía ir más lejos. También me felicitó efusivamente Villanueva, quien antes de marchar yo para aquel acto me había expresado su propósito de identificación sin reservas con lo que yo hiciera; pero al requerirle insistentemente luego para la manifestación pública en tal sentido, que había renovado con efecto enorme el de mi actitud, le contuvo siempre la presión constante, irresistible y amistosa, a que en el capítulo anterior me he referido.

Comprendida la necesidad de organización y alentada la esperanza de allegar elementos para ella, aunque no en la proporción apetecida por las adhesiones que constantemente afluían, fue mi primer cuidado, antes de formar un partido, encauzar una opinión, quebrantar la inercia de la clase media, sostén pasivo aunque desengañado de la monarquía, y predisponer los ánimos a recibir la transformación de régimen cuando no se consiguiera atraer la cooperación de las voluntades o producirla. Para ello aproveché toda ocasión de propaganda que se me presentó. En el Ateneo de San Sebastián, con toda la prudencia que imponía un ambiente algo medroso y no poco lenitivo, más cohibido aún por la insinuación, a la vez halago y amenaza, de que el gobierno permitiera o prohibiera el juego; en Valladolid al socaire del homenaje a un magistrado recto; en la Sociedad Económica de Málaga con más libertad de ambiente, procuré llevar a las clases y fuerzas gubernamentales la evidencia de que, siendo inevitable, debían procurar que la República viniese traída y dirigida por ellas y no contra ella.

La opción era clara, lo bastante para impresionar los espíritus, aunque no lo suficiente para sacudir la pereza. Si la voluntad de las clases medias y sobre todo de los elementos sólidamente conservadores pero constitucionales hubiese comprendido su camino de salvación, con sacrificio de todos los privilegios imposibles de mantener pero con subsistencia de su interés y de sus significados fundamentales, la Constitución de la República habría sido lo que yo decía y propugnaba, porque las Cortes Constituyentes hubieran sido entonces lo que no fueron por culpa de deserciones, divisiones y extravío de las derechas españolas; el reflejo fiel en número y tendencia de la sociedad española.

De más efecto, porque el lugar y el auditorio lo permitían, fue la conferencia pronunciada en Bilbao en la Sociedad El Sitio, acerca de las condiciones de inviolabilidad en la monarquía repasándolas a la española con rigor lógico y empuje dialéctico. Aquel hogar del liberalismo vasco originariamente neutral para las diversificaciones de ese sentimiento se mostró resuelta y aún frenéticamente republicano.

No podía abandonarse la propaganda en Madrid, cuya irradiación era más intensa y fácil. Por ello, aunque no permitidos los actos de franca propaganda, aproveché dos ocasiones; una en la Academia de Jurisprudencia y otra en el Ateneo. La primera intervención, en torno a las características de la Constitución conveniente a España, tuvo mayor resonancia y con la sinceridad de la autocrítica, mejor éxito, no sin motivo. Permitía a la vez descargar los últimos golpes sobre la monarquía que se bamboleaba, quemar las astillas de la Constitución de 1875 por aquélla destrozada y esbozar, desde el problema político-religioso a la organización de poderes del Estado, todas las líneas constructivas esenciales de las soluciones y del régimen, convenientes para la cimentación y primera traza de las instituciones republicanas. La conferencia en el Ateneo, con la misma afluencia e igual entusiasmo y aplauso de justicia, era y tenía que ser deliberadamente por el [no legible en el texto original] y fin de menos amenidad oratoria, pero incomparable y distinta trascendencia.

Si en la Academia esbocé un proyecto constructivo, en el Ateneo apareció toda la traza de la obra revolucionaria, previa a aquella consolidación. Para llegar a la realidad de las conclusiones constructivas del discurso de 28 de mayo en la Academia de Jurisprudencia, se necesitaba una gesta de diputados republicanos gubernamentales, que por incomprensión y culpa de las derechas españolas no me acompañaron en las Cortes Constituyentes; para seguir fielmente el plan revolucionario que tracé por completo ante el Ateneo el 30 del mismo mes, era suficiente la asistencia y la confianza plena. Sin el chispazo prematuro de Jaca, que quisimos y no logramos impedir, la ejecución habría sido total, pero en empresas tales es imposible que en algo al menos los sucesos no se aparten del programa que intente refrenarlo.

En aquella conferencia condensé, para llevarlas a la realidad poco más tarde, antiguas y prolongadas reflexiones que me había inspirado siempre el tema de los procesos revolucionarios, intentando sistematizar la esencia constante de ellos. A tal fin, dejando a un lado la justificación filosófica y aun la ideológica (para mí tendencia jurídica tan atrayente) de las revoluciones, me había fijado en el carácter excepcional y anormal de las mismas frente a la permanencia habitual del orden, explicándolas bajo el aspecto de su mecánica, como un desplazamiento de fuerzas, temperamental y habitualmente gubernamentales, que desengañadas de un orden ya inocuo, farisaico o caduco, se suman transitoriamente a los elementos de incorregible y tenaz inquietud para acelerar el proceso eliminatorio, indispensable a la vida de un pueblo, aunque siempre con el propósito de reconstituir un orden renovado que merezca el sostén y la defensa que volverán a aplastarle, recobrando su significación fuerzas conservadoras.

Con esa vía o criterio de enfoque fui encaminando las fases sucesivas de todo proceso revolucionario: el descontento difuso, la concentración del reproche en imputar las culpas al régimen; la coincidencia de las protestas en una solución negativa como todo lo eliminatorio, ingente, vital, de trascendencia suma en casos tales. Esa fase estaba ya recorrida y acentuada en la solución española. Faltaba encarar bien la siguiente, o sea, la organización del complejo revolucionario para armar su heterogeneidad, consiguiendo el triunfo y sobre todo lo más delicado y difícil, que no es obtener aquél, tarea relativamente sencilla cuando hay real y propicio ambiente revolucionario, sino en el momento de conseguir la victoria, contener y retardar la desunión inevitable de los vencedores, que fulminante y completa lleva al caos, y procurar además que las fuerzas esencialmente gubernamentales no sean desbordadas ni amedrentadas por la anarquía que más pronto o más tarde, siempre pronto, conduce a la reacción.

Esa doctrina general recordatoria de la necesidad, eficacia y trascendencia de las fuerzas conservadoras en un movimiento revolucionario fue corroborada con ejemplos y alusiones, una de éstas a Sánchez-Guerra, presente entre el auditorio, que le tributó indescriptible ovación, afirmaba con reiteración la indispensable asistencia y aún el necesario predomino de elementos gubernamentales en toda revolución y muy señaladamente en la española. Dirigí llamamiento insistente a los hombres de orden, para que aceptasen momentáneamente la responsabilidad de dirigir el movimiento inspirando confianza a la opinión y agrupando la gran coalición en cuyo nombre había de pedirse al monarca su retirada, y al ser desoído tal requerimiento, entonces y sólo entonces la violencia con el esfuerzo de las masas republicanas, con todos los recursos al alcance de las multitudes obreras y pidiendo a la fuerza pública que por lo menos diera paso a la voluntad de la nación para inspirar confianza al país, pedí que al pie del llamamiento fueran las firmas de los hombres que asumiéramos la responsabilidad de hacerlo y no ocultándose que con tal publicidad se sacrificaba a la eficacia de una revolución encauzada, la seguridad personal de los conspiradores, agregué: «De la cárcel se sale, de la emigración se regresa, para recoger las riendas del gobierno». Prevista la facilidad del tiempo pero sentida como obsesión la necesidad de consolidarlo, insistí en que a la victoria debía preceder la concordia transaccional entre los elementos revolucionarios sobre las primeras tareas de gobierno, único medio de hacer una revolución fecunda y eficaz que no fuese ni el acto de la fuerza de los militares, ni el caos trágico y efímero de los anarquizantes.

La intermitente y relativa tolerancia de estas discusiones o conferencias dentro de la Academia y Ateneo no se extendió a la calle. Restablecido de nuevo el silencio, en ella quedaron aplazados para más tarde, y vino a ser nada, los actos de propaganda que sin disponer un momento de tregua tenía ya concertados en La Coruña, Zamora, Barcelona, Palma, Santander... Ya que no se podía continuar la predicación cerca de las clases de obra para salvarlas paradójicamente con ésta, en la revolución inevitable había que organizar lo allegado, y a eso dediqué principalmente el mes de junio y primeros días de julio.

Componíase la hueste que en mi derredor se iba agrupando de elementos nuevos, compresivos, voluntarios del ideal y de la necesidad, y de algunos amigos, de los viejos cuadros políticos que por su afecto, clarividencia o confianza me seguían en la arriesgada evolución, separándose también de las ventajas del poder. Cuando acometíamos la organización surgió, por mediación de algunos afiliados, la idea y la probabilidad de reforzarnos en fusión que la ideología facilitaba, aunque el temperamento la estorbaba. Con aquellos desprendimientos más sinceros, democráticos y ciudadanos que Miguel Maura había traído hacia la República entre la antigua hueste de su padre. Fácil de coordinar en lo esencial el acuerdo, surgieron las dificultades en los detalles, hasta en la redacción incluso en el nombre que a mí me desagradaba, el de derecha, aun comprendiendo la momentánea ventaja de su empleo, fui cediendo en esas accidentales discrepancias, muy secundarias junto al empeño ineludible de organizar un partido republicano de orden.

Hubo alguna divergencia que pronto iba a contradecirse ruidosamente como burla de previsiones. Fue ella en torno al problema de las autonomías regionales, cuando Miguel Maura me dijo que a eso se aludiera sin ahondar mucho por el [...] podía reparar la [...] de mi pensamiento de la aptitud del suyo. ¡Quién iba a decirnos que antes de un año los choques del catalanismo serían con él y que a mí me estaba reservada la diplomática difícil tarea de ir trayendo razón y cordialidad a Maciá mismo, evitando el choque gravísimo entre autoridades surgidas simultáneamente de una revolución.

Nunca me formé grandes ilusiones sobre la fuerza ni siquiera la cohesión de la Derecha Liberal Republicana. Aun con más larga preparación y expedita propaganda, era problemático sacar de su inercia a las gentes que pudieron ayudarnos, haber modelado en 1931 sin obstáculo una Constitución mucho más templada de lo que después, aun asaltadas las trincheras de una revisión o reforma, pueda constituir su esperanza máxima.

Aun reducida la pequeña hueste al cuadro de organización, constituido al mediar julio de 1930, la desavenencia y el recelo estaban no ya previstos, sino mostrados. La transigencia prodigada en las reuniones preparatorias revelábase manifiestamente ineficaz. Con la prisa del último preparativo en un veraneo, retardada por tal menester, limábamos la redacción y autorizábamos las firmas del manifiesto, y no había entrado éste en circulación, ni descansado yo del viaje, cuando Ossorio, Florit y el catedrático Recasens, dos de los mauristas significados, se dejaron o se hicieron interrogar por periodistas al solo efecto de consignar en sendas declaraciones que la agrupación recién nacida no me tenía por jefe, contra lo que generalmente pudiera creerse. Sólo se les olvidó consignar que de esa creencia difundida y quizá explicable, el primero que no participaba ni en la ilusión ni en el deseo era yo mismo.

Había que atender a preocupaciones y objetivos muy superiores a tales pequeñeces. A aquello otro hube de dedicarme desde mi llegada a Lecumberri, porque como de costumbre, y aquel año con más intensidad y trascendencia, iba a concentrar en el País Vasco el interés de la vida política, convirtiéndolo en lugar de trajín y no de reposo.

Más fácil que fundir en un solo partido los grupos de la Derecha Liberal Republicana, y un celo más importante de momento, era concertar los distintos núcleos del republicanismo español para llegar tras su alianza transitoria a una cooperación también momentánea, pero decisiva, con los socialistas. Y más fácil también era y resultó, que para la dirección circunstancial de esas cooperaciones, muy distintas de la jefatura imposible de un partido único, a su vez imposible, me aceptaran los viejos republicanos. Precisamente la novedad de mi incorporación me hacía extraño a sus rencores y por ello superior a sus querellas. A mi decepción de un momento podían someterse, a su mortificación y jactancia de victoria, ninguno de ellos.

Justo es tributar a Lerroux la justicia especial que se le debe por los sacrificios singulares que su acomodamiento y facilidades representaron. Desaparecidos los ex-presidentes del poder ejecutivo en la Primera República, muerto también Azcárate, la talla de D. Alejandro, con todos los errores y los azares de una larga vida, se destacaba con magnitud que además su propio temperamento arrogante y sincero en la confesión de la estima propia exaltaba ante las gentes y ante sí. No opuso sin embargo la menor resistencia a una colaboración subordinada y a ratos secundaria en la preparación de los trabajos revolucionarios, en la fijación de acuerdos o programas y aun en el trazado o noticia de los planes. De la natural amargura que ello le produjera sólo reveló con discreción lo bastante para que, comprendiendo los demás lo consciente en él del sacrificio, pudiesen valorarlo como debían. Sin duda la realidad de un ambiente para él entonces más receloso aún que otras veces, y a cuya aspereza había ido resignándose, influyó como fuerza de necesidad, pero en todo caso reconocerlo y aceptarlo supone un mérito más de inteligencia que se suma al de corazón y voluntad a su adhesión a la causa republicana.

Aunque cronológicamente no corresponda en rigor al periodo de este capítulo (que abarca del 13 de abril al final de junio de 1930), debo incluir por conexión de índole o de carácter los dos últimos actos de propaganda que pude realizar cuando de nuevo se permitió esto. Fue el primero, un gran mitin de ataques al régimen celebrado en Sevilla el 18 de septiembre, a mi regreso de un viaje a Canarias de ocasión literaria e indirecto aprovechamiento político. El acto en Sevilla fue para mí una sorpresa que me sorprendió además casi totalmente afónico, para hablar en condiciones tales a 7.000 personas. Pero todo importaba poco entonces. También cuando la gran reunión de la plaza de toros de Madrid, la primera vez que nos presentamos el 28 de aquel septiembre aniversario de Alcolea, reunidos ante las representaciones llegadas de toda España, los caudillos o portavoces de las distintas tendencias republicanas, se inutilizaron los micrófonos cuando yo empezaba a hablar y tuve que sostener a voz natural, ni auxilio de resonancia en un gran circo abierto y para más de 20.000 personas, todo el discurso. Me entendieron sin deficiencia y aplaudieron a rabiar en Madrid como en Sevilla. Si no hubiera logrado entenderme era igual, bastaba el presentimiento de lo que iba a decirse y en rigor la presencia del orador en aquellos días, porque he dicho mal antes al sacar estas últimas propagandas del lugar que su fecha le fija, para clasificarlas por ser discurso ante las propagandas. Eran ya actos esencialmente revolucionarios: la palabra era acción, y el público parte capital del arte oratorio, que en vez de soliloquio es diálogo, y lo era ya casi todo. Habíamos entrado de lleno en la revolución que no tardaría en asaltar el poder de forma irresistible y victoriosa.

 

 

CAPITULO III . EN PLENA CONSPIRACIÓN

Van afluyendo ofrecimientos de acción. Concordia republicana y pacto de San Sebastián. Sin dinero pero con fe. Revista de fuerzas y busca de caudillo. Anécdotas y episodios. Se dibuja un Gobierno y se inicia un programa. Fijación de éste y complemento de aquél tras la alianza con los socialistas. Una sesión dramática. Recuerdos de Galán; el chispazo de Jaca. La suerte está echada.