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LA
VICTORIA REPUBLICANA
CAPITULO
II.
PROPAGANDA
Y ORGANIZACIÓN REPUBLICANAS
El
discurso de Valencia y su efecto. Acogida por los republicanos. Otros actos de
propaganda en las Vascongadas, Castilla y Andalucía. Examen del problema
constitucional en la Academia de Jurisprudencia. El plan revolucionario
expuesto ante el Ateneo. Fundación de la Derecha Republicana; su necesidad y
sus dificultades. Un discurso en Sevilla. Mitin en la plaza de toros de Madrid.
El discurso
que pronuncié en Valencia el 13 de abril de 1930, como toda manifestación en
apariencia súbita de un cambio transcendental, tuvo la lenta e invisible
preparación de mis meditaciones durante dos fases dictatoriales. Lógico final
de una actitud y sobre todo del proceso histórico que la determinaba, causó sin
embargo gran impresión de sorpresa por la negativa rotunda y sostenida que
opuse al asedio amistoso y periodístico, empeñado en conocer previamente el
derrotero de mi discurso. Esta impenetrable reserva la mantuve a tal extremo
que incluso mis hijos, al emprender el viaje para asistir al acto, participaban
con mayor motivo de la ansiedad y soportaban con menos resignación mi silencio.
Aun con ello quise ser y fui hermético sin hacer otra excepción en el momento
de partir para Valencia que la indicación de línea general a mi mujer, que
enferma no pudo acompañarme. Precauciones tales, insólitas en mi franqueza
harto comunicativa, no obedecieron al deseo de aumentar el interés que pudiera
despertar el acto, ni a facilitar con una ilusión de transigencia o
eclecticismo la apremiosa por el ansia de gobierno
para que el discurso se pronunciara. Determinó mi reserva, tenazmente
mantenida, una consideración que apunta de aquel discurso, complemento o
apéndice obligado de estos recuerdos y que ha comprendido perfectamente
Menéndez Pidal al contestarme el día de mi recepción en la Academia Española.
Quería a toda costa y logré ser dueño de mi pensamiento y fijar conforme al
mismo y al centímetro mi posición, empeño difícil en el que al descender por
resbaladiza pendiente, aún el eco de los aplausos o la presión de los rumores
podían empujarme o desviarme, y para evitarlo la curiosidad atenta era mejor
porque amortiguaba el entusiasmo, seguro en otro caso, del público.
Yo no había
pronunciado manifestaciones parecidas a las que se fueran produciendo a lo
largo de la vía en toda la noche del 14 de abril, por multitudes a la vez
disciplinadas y frenéticas, cuyo número no mermaba la molestia ni la decepción
de haberme aguardado ya para igual fin en la anterior noche del mismo día 13,
en que hablé, y en que creyeron regresaría a Madrid. Por eso hay que hablar de
La Opinión de Valencia, donde el gobierno impidió que se publicara el discurso,
teniendo que refugiarse en una edición clandestina copiosamente repartida, para
cuya tarea son hábiles y tan experimentados, según me constaba por anteriores
documentos ajenos y propios, los impresores levantinos, quienes más por ironía
que por cautela de disfraz, solían para audacias tales, razonarlas con un pie
de imprenta extranjero o de conocida adhesión reaccionaria. Valencia se mostró
de tal modo que el conato de procesamiento mostrado en la iniciación de
diligencias allí quedó, sin llamarme siquiera a declarar, porque al divulgarse
el propósito acordaron los republicanos de allí que al ser yo requerido en
Madrid prefiriese comparecer ante el Juzgado de la misma población en que
hablé; y esta eventualidad habría sido causa para el recibimiento y la
despedida de nuevos golpes que con prudencia quiso evitar el gobierno. Según
supe entonces por referencias que procuraron difundir los amigos de Berenguer,
éste y en general los ministros, combinando el criterio liberal para la
propaganda con el deseo de amortiguar el efecto producido en la opinión,
resistieron y dominaron la sugestión palatina de ir a un proceso, sosteniendo
que en la mesura de mi lenguaje sólo se encerraba el ejercicio de un lícito
derecho a opinar.
Creo una vez
más que el efecto de aquel discurso arrancó de la necesidad de que respondía
éste a la de un desplazamiento de fuerzas gubernamentales que diera a la
opinión lo que ésta deseaba sin hablar, quebranto ostensible de fuerzas
monárquicas, proclamación de imposibilidad en lo existente y garantía de ser
viable la institución republicana. Lo que yo hice estaba al alcance de muchos a
quienes faltó la visión, el ánimo, las fuerzas y quizá sobre todo la fe en el
pueblo. Porque la gran división abierta entre la dictadura y mostrada con
realce en las características de superioridad sentimental entre las Cortes
Constituyentes de la República y otros Parlamentos de nivel general quizá más
formado y culto está precisamente en eso: a un lado los que hemos conservado fe
en la energía popular como fuerza curativa y al otro los escépticos. Pudiera
decirse que la restauración monárquica, hecha por Cánovas de 1875 a 1876, fue
la ficción de un espíritu genial pero escéptico, mientras que la revolución por
mí organizada de 1930 a 1931 es la obra de una voluntad modesta pero que no
temió a las realidades por conservar la fe en las vicisitudes del pueblo.
Los
elementos republicanos nuevos y dispersos o antiguos todavía organizados
acogieron con efusiva simpatía el acto en Valencia y por ello recibí numerosas
visitas en Madrid. En la de Sánchez-Román recibí un mensaje muy afectuoso del
Partido Radical, un saludo cordialísimo de Albornoz... pero la organización de
los viejos cuadros republicanos era vestigio de un pasado y lo que se
necesitaba era constituirse de nuevo la hueste y las unidades para la lucha
inmediata. A mí me incumbía ante todo organizar a la derecha de aquel ejército,
sin preverse aún que me correspondería también el mando de todas partes en
cantidad y sobre todo en la calidad apetecible de conciencias por primera vez
despertadas hacia la preocupación del interés público. Llovían las adhesiones y
las felicitaciones; lo que no evolucionaba con semejante rapidez ni franqueza
era la hueste oligárquica de los antiguos partidos constitucionales
monárquicos. Esta cautela, defecto de una deformación constante y viciosa en
las prácticas de la democracia y reflejo de su falta de fe, las iba
arrinconando hacia el suicidio que luego practicara en las elecciones
constituyentes de 1931, con el daño superior por afectar éste a España entera,
de dejar indebidamente representada por enorme defecto de número y arcaísmo
impotente de tendencia reaccionaria a la opinión gubernamental. Con eso y con
todo, tenía que preocuparme de organizar, porque la esperanza de otros
caudillajes estaba perdida. Recibí, agradeciéndolo mucho a poco de terminar mi
discurso en Valencia, un telegrama muy afectuoso de Sánchez-Guerra, pero
aquella gallarda muestra de amistad sabía yo que no podía ir más lejos. También
me felicitó efusivamente Villanueva, quien antes de marchar yo para aquel acto
me había expresado su propósito de identificación sin reservas con lo que yo
hiciera; pero al requerirle insistentemente luego para la manifestación pública
en tal sentido, que había renovado con efecto enorme el de mi actitud, le
contuvo siempre la presión constante, irresistible y amistosa, a que en el
capítulo anterior me he referido.
Comprendida
la necesidad de organización y alentada la esperanza de allegar elementos para
ella, aunque no en la proporción apetecida por las adhesiones que
constantemente afluían, fue mi primer cuidado, antes de formar un partido,
encauzar una opinión, quebrantar la inercia de la clase media, sostén pasivo
aunque desengañado de la monarquía, y predisponer los ánimos a recibir la
transformación de régimen cuando no se consiguiera atraer la cooperación de las
voluntades o producirla. Para ello aproveché toda ocasión de propaganda que se
me presentó. En el Ateneo de San Sebastián, con toda la prudencia que imponía
un ambiente algo medroso y no poco lenitivo, más cohibido aún por la
insinuación, a la vez halago y amenaza, de que el gobierno permitiera o prohibiera
el juego; en Valladolid al socaire del homenaje a un magistrado recto; en la
Sociedad Económica de Málaga con más libertad de ambiente, procuré llevar a las
clases y fuerzas gubernamentales la evidencia de que, siendo inevitable, debían
procurar que la República viniese traída y dirigida por ellas y no contra ella.
La opción
era clara, lo bastante para impresionar los espíritus, aunque no lo suficiente
para sacudir la pereza. Si la voluntad de las clases medias y sobre todo de los
elementos sólidamente conservadores pero constitucionales hubiese comprendido
su camino de salvación, con sacrificio de todos los privilegios imposibles de
mantener pero con subsistencia de su interés y de sus significados
fundamentales, la Constitución de la República habría sido lo que yo decía y
propugnaba, porque las Cortes Constituyentes hubieran sido entonces lo que no
fueron por culpa de deserciones, divisiones y extravío de las derechas
españolas; el reflejo fiel en número y tendencia de la sociedad española.
De más
efecto, porque el lugar y el auditorio lo permitían, fue la conferencia
pronunciada en Bilbao en la Sociedad El Sitio, acerca de las condiciones de
inviolabilidad en la monarquía repasándolas a la española con rigor lógico y
empuje dialéctico. Aquel hogar del liberalismo vasco originariamente neutral
para las diversificaciones de ese sentimiento se mostró resuelta y aún frenéticamente republicano.
No podía
abandonarse la propaganda en Madrid, cuya irradiación era más intensa y fácil.
Por ello, aunque no permitidos los actos de franca propaganda, aproveché dos
ocasiones; una en la Academia de Jurisprudencia y otra en el Ateneo. La primera
intervención, en torno a las características de la Constitución conveniente a
España, tuvo mayor resonancia y con la sinceridad de la autocrítica, mejor
éxito, no sin motivo. Permitía a la vez descargar los últimos golpes sobre la
monarquía que se bamboleaba, quemar las astillas de la Constitución de 1875 por
aquélla destrozada y esbozar, desde el problema político-religioso a la
organización de poderes del Estado, todas las líneas constructivas esenciales
de las soluciones y del régimen, convenientes para la cimentación y primera
traza de las instituciones republicanas. La conferencia en el Ateneo, con la
misma afluencia e igual entusiasmo y aplauso de justicia, era y tenía que ser
deliberadamente por el [no legible en el texto original] y fin de menos
amenidad oratoria, pero incomparable y distinta trascendencia.
Si en la
Academia esbocé un proyecto constructivo, en el Ateneo apareció toda la traza
de la obra revolucionaria, previa a aquella consolidación. Para llegar a la
realidad de las conclusiones constructivas del discurso de 28 de mayo en la
Academia de Jurisprudencia, se necesitaba una gesta de diputados republicanos
gubernamentales, que por incomprensión y culpa de las derechas españolas no me
acompañaron en las Cortes Constituyentes; para seguir fielmente el plan
revolucionario que tracé por completo ante el Ateneo el 30 del mismo mes, era
suficiente la asistencia y la confianza plena. Sin el chispazo prematuro de
Jaca, que quisimos y no logramos impedir, la ejecución habría sido total, pero
en empresas tales es imposible que en algo al menos los sucesos no se aparten
del programa que intente refrenarlo.
En aquella
conferencia condensé, para llevarlas a la realidad poco más tarde, antiguas y
prolongadas reflexiones que me había inspirado siempre el tema de los procesos
revolucionarios, intentando sistematizar la esencia constante de ellos. A tal
fin, dejando a un lado la justificación filosófica y aun la ideológica (para mí
tendencia jurídica tan atrayente) de las revoluciones, me había fijado en el
carácter excepcional y anormal de las mismas frente a la permanencia habitual
del orden, explicándolas bajo el aspecto de su mecánica, como un desplazamiento
de fuerzas, temperamental y habitualmente gubernamentales, que desengañadas de
un orden ya inocuo, farisaico o caduco, se suman transitoriamente a los
elementos de incorregible y tenaz inquietud para acelerar el proceso
eliminatorio, indispensable a la vida de un pueblo, aunque siempre con el
propósito de reconstituir un orden renovado que merezca el sostén y la defensa
que volverán a aplastarle, recobrando su significación fuerzas conservadoras.
Con esa vía
o criterio de enfoque fui encaminando las fases sucesivas de todo proceso
revolucionario: el descontento difuso, la concentración del reproche en imputar
las culpas al régimen; la coincidencia de las protestas en una solución
negativa como todo lo eliminatorio, ingente, vital, de trascendencia suma en
casos tales. Esa fase estaba ya recorrida y acentuada en la solución española.
Faltaba encarar bien la siguiente, o sea, la organización del complejo
revolucionario para armar su heterogeneidad, consiguiendo el triunfo y sobre
todo lo más delicado y difícil, que no es obtener aquél, tarea relativamente
sencilla cuando hay real y propicio ambiente revolucionario, sino en el momento
de conseguir la victoria, contener y retardar la desunión inevitable de los
vencedores, que fulminante y completa lleva al caos, y procurar además que las
fuerzas esencialmente gubernamentales no sean desbordadas ni amedrentadas por
la anarquía que más pronto o más tarde, siempre pronto, conduce a la reacción.
Esa doctrina
general recordatoria de la necesidad, eficacia y trascendencia de las fuerzas
conservadoras en un movimiento revolucionario fue corroborada con ejemplos y
alusiones, una de éstas a Sánchez-Guerra, presente entre el auditorio, que le
tributó indescriptible ovación, afirmaba con reiteración la indispensable
asistencia y aún el necesario predomino de elementos gubernamentales en toda
revolución y muy señaladamente en la española. Dirigí llamamiento insistente a
los hombres de orden, para que aceptasen momentáneamente la responsabilidad de
dirigir el movimiento inspirando confianza a la opinión y agrupando la gran
coalición en cuyo nombre había de pedirse al monarca su retirada, y al ser
desoído tal requerimiento, entonces y sólo entonces la violencia con el
esfuerzo de las masas republicanas, con todos los recursos al alcance de las
multitudes obreras y pidiendo a la fuerza pública que por lo menos diera paso a
la voluntad de la nación para inspirar confianza al país, pedí que al pie del
llamamiento fueran las firmas de los hombres que asumiéramos la responsabilidad
de hacerlo y no ocultándose que con tal publicidad se sacrificaba a la eficacia
de una revolución encauzada, la seguridad personal de los conspiradores,
agregué: «De la cárcel se sale, de la emigración se regresa, para recoger las
riendas del gobierno». Prevista la facilidad del tiempo pero sentida como
obsesión la necesidad de consolidarlo, insistí en que a la victoria debía
preceder la concordia transaccional entre los elementos revolucionarios sobre
las primeras tareas de gobierno, único medio de hacer una revolución fecunda y
eficaz que no fuese ni el acto de la fuerza de los militares, ni el caos
trágico y efímero de los anarquizantes.
La
intermitente y relativa tolerancia de estas discusiones o conferencias dentro
de la Academia y Ateneo no se extendió a la calle. Restablecido de nuevo el
silencio, en ella quedaron aplazados para más tarde, y vino a ser nada, los
actos de propaganda que sin disponer un momento de tregua tenía ya concertados
en La Coruña, Zamora, Barcelona, Palma, Santander... Ya que no se podía
continuar la predicación cerca de las clases de obra para salvarlas
paradójicamente con ésta, en la revolución inevitable había que organizar lo
allegado, y a eso dediqué principalmente el mes de junio y primeros días de
julio.
Componíase la hueste que en mi
derredor se iba agrupando de elementos nuevos, compresivos, voluntarios del
ideal y de la necesidad, y de algunos amigos, de los viejos cuadros políticos
que por su afecto, clarividencia o confianza me seguían en la arriesgada evolución,
separándose también de las ventajas del poder. Cuando acometíamos la
organización surgió, por mediación de algunos afiliados, la idea y la
probabilidad de reforzarnos en fusión que la ideología facilitaba, aunque el
temperamento la estorbaba. Con aquellos desprendimientos más sinceros,
democráticos y ciudadanos que Miguel Maura había traído hacia la República
entre la antigua hueste de su padre. Fácil de coordinar en lo esencial el
acuerdo, surgieron las dificultades en los detalles, hasta en la redacción
incluso en el nombre que a mí me desagradaba, el de derecha, aun comprendiendo
la momentánea ventaja de su empleo, fui cediendo en esas accidentales
discrepancias, muy secundarias junto al empeño ineludible de organizar un
partido republicano de orden.
Hubo alguna
divergencia que pronto iba a contradecirse ruidosamente como burla de
previsiones. Fue ella en torno al problema de las autonomías regionales, cuando
Miguel Maura me dijo que a eso se aludiera sin ahondar mucho por el [...] podía
reparar la [...] de mi pensamiento de la aptitud del suyo. ¡Quién iba a
decirnos que antes de un año los choques del catalanismo serían con él y que a
mí me estaba reservada la diplomática difícil tarea de ir trayendo razón y
cordialidad a Maciá mismo, evitando el choque gravísimo entre autoridades
surgidas simultáneamente de una revolución.
Nunca me
formé grandes ilusiones sobre la fuerza ni siquiera la cohesión de la Derecha
Liberal Republicana. Aun con más larga preparación y expedita propaganda, era
problemático sacar de su inercia a las gentes que pudieron ayudarnos, haber
modelado en 1931 sin obstáculo una Constitución mucho más templada de lo que
después, aun asaltadas las trincheras de una revisión o reforma, pueda
constituir su esperanza máxima.
Aun reducida
la pequeña hueste al cuadro de organización, constituido al mediar julio de
1930, la desavenencia y el recelo estaban no ya previstos, sino mostrados. La
transigencia prodigada en las reuniones preparatorias revelábase manifiestamente ineficaz. Con la prisa del último preparativo en un veraneo,
retardada por tal menester, limábamos la redacción y autorizábamos las firmas
del manifiesto, y no había entrado éste en circulación, ni descansado yo del
viaje, cuando Ossorio, Florit y el catedrático Recasens,
dos de los mauristas significados, se dejaron o se hicieron interrogar por
periodistas al solo efecto de consignar en sendas declaraciones que la
agrupación recién nacida no me tenía por jefe, contra lo que generalmente
pudiera creerse. Sólo se les olvidó consignar que de esa creencia difundida y
quizá explicable, el primero que no participaba ni en la ilusión ni en el deseo
era yo mismo.
Había que
atender a preocupaciones y objetivos muy superiores a tales pequeñeces. A
aquello otro hube de dedicarme desde mi llegada a Lecumberri, porque como de
costumbre, y aquel año con más intensidad y trascendencia, iba a concentrar en
el País Vasco el interés de la vida política, convirtiéndolo en lugar de trajín
y no de reposo.
Más fácil
que fundir en un solo partido los grupos de la Derecha Liberal Republicana, y
un celo más importante de momento, era concertar los distintos núcleos del
republicanismo español para llegar tras su alianza transitoria a una
cooperación también momentánea, pero decisiva, con los socialistas. Y más fácil
también era y resultó, que para la dirección circunstancial de esas
cooperaciones, muy distintas de la jefatura imposible de un partido único, a su
vez imposible, me aceptaran los viejos republicanos. Precisamente la novedad de
mi incorporación me hacía extraño a sus rencores y por ello superior a sus
querellas. A mi decepción de un momento podían someterse, a su mortificación y
jactancia de victoria, ninguno de ellos.
Justo es
tributar a Lerroux la justicia especial que se le debe por los sacrificios
singulares que su acomodamiento y facilidades representaron. Desaparecidos los ex-presidentes del poder ejecutivo en la Primera República,
muerto también Azcárate, la talla de D. Alejandro, con todos los errores y los
azares de una larga vida, se destacaba con magnitud que además su propio
temperamento arrogante y sincero en la confesión de la estima propia exaltaba
ante las gentes y ante sí. No opuso sin embargo la menor resistencia a una
colaboración subordinada y a ratos secundaria en la preparación de los trabajos
revolucionarios, en la fijación de acuerdos o programas y aun en el trazado o
noticia de los planes. De la natural amargura que ello le produjera sólo reveló
con discreción lo bastante para que, comprendiendo los demás lo consciente en
él del sacrificio, pudiesen valorarlo como debían. Sin duda la realidad de un
ambiente para él entonces más receloso aún que otras veces, y a cuya aspereza
había ido resignándose, influyó como fuerza de necesidad, pero en todo caso
reconocerlo y aceptarlo supone un mérito más de inteligencia que se suma al de
corazón y voluntad a su adhesión a la causa republicana.
Aunque
cronológicamente no corresponda en rigor al periodo de este capítulo (que
abarca del 13 de abril al final de junio de 1930), debo incluir por conexión de
índole o de carácter los dos últimos actos de propaganda que pude realizar
cuando de nuevo se permitió esto. Fue el primero, un gran mitin de ataques al
régimen celebrado en Sevilla el 18 de septiembre, a mi regreso de un viaje a
Canarias de ocasión literaria e indirecto aprovechamiento político. El acto en
Sevilla fue para mí una sorpresa que me sorprendió además casi totalmente
afónico, para hablar en condiciones tales a 7.000 personas. Pero todo importaba
poco entonces. También cuando la gran reunión de la plaza de toros de Madrid,
la primera vez que nos presentamos el 28 de aquel septiembre aniversario de
Alcolea, reunidos ante las representaciones llegadas de toda España, los
caudillos o portavoces de las distintas tendencias republicanas, se
inutilizaron los micrófonos cuando yo empezaba a hablar y tuve que sostener a
voz natural, ni auxilio de resonancia en un gran circo abierto y para más de
20.000 personas, todo el discurso. Me entendieron sin deficiencia y aplaudieron
a rabiar en Madrid como en Sevilla. Si no hubiera logrado entenderme era igual,
bastaba el presentimiento de lo que iba a decirse y en rigor la presencia del
orador en aquellos días, porque he dicho mal antes al sacar estas últimas
propagandas del lugar que su fecha le fija, para clasificarlas por ser discurso
ante las propagandas. Eran ya actos esencialmente revolucionarios: la palabra
era acción, y el público parte capital del arte oratorio, que en vez de
soliloquio es diálogo, y lo era ya casi todo. Habíamos entrado de lleno en la
revolución que no tardaría en asaltar el poder de forma irresistible y
victoriosa.
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