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LA VICTORIA REPUBLICANA

 

CAPITULO I.

BIFURCACIÓN DE LA PROTESTA REVOLUCIONARIA

 

Enero de 1930. Conato de rebelión dirigida por Goded. Ídem de alzamiento en Logroño. Vacilación y caída de la dictadura. La carta de los capitanes generales. Vano intento de continuar la sublevación ya contra el rey. Constitucionalistas y republicanos. El gabán de Lema y la capa de Estrada. Riesgo de nueva reacción. Discurso de Sánchez-Guerra en La Zarzuela. Berenguer me anuncia visita. Carta al fiscal del Supremo. Vísperas del discurso de Valencia.

 

No conocí ni tuve desde el establecimiento de la dictadura días más tranquilos y alejados del bullir político que los primeros de 1930. Parecía vivir en un mundo donde no se tuvieran noticias y menos inquietudes de orden político; un alto de descanso para el trajín que aguardaba; ese prólogo de aparente serenidad que suele preceder al torbellino desencadenado de los sucesos. Pasé yo esos días en Barcelona, visitando la Exposición, del 20 de mayo de 1929 al 15 de enero de 1930), y nunca, ni en mis primeros y lejanos viajes, cuando apenas me conocía nadie, pasé tan desapercibido ni viví tan aislado. Contribuyó a ello la enfermedad súbita de una de mis hijas, que casi me retuvo junto a ella en el hotel de la Exposición, pero de todos modos en los inevitables contactos con el pueblo y en el trato con algunos amigos, noté una extraña tranquilidad engañosa pero profunda, una de esas somnolencias catalanas que desorienta entre su agitación frecuente; en suma, un pueblo al parecer en momentánea indiferencia donde costaba trabajo reconocer la huella de la antigua solidaridad y presentir las futuras oleadas por el Estatuto.

Si la tranquilidad que me envolvió en Barcelona me hacía creer vivir en otro mundo, mayores fueron la sorpresa y el desencanto momentáneo al volver a Madrid y contestarme con señal de quietud absoluta aquellos a quienes yo dejara el encargo de seguir la red de conspiraciones y esperanzas. No asentí yo a la afirmación de semejante reposo y no me equivoqué. Tan pronto pude, la mañana siguiente a mi vuelta, hablar con don Miguel Villanueva, me confirmó éste, cual era lógico suponer, que la conspiración había entrado en su fase decisiva de inmediato estallido y por lo mismo el silencio en la superficie sólo reflejaba la profundidad del movimiento más serio y pronto a surgir que nunca. Goded, que ya de atrás había aceptado el papel de caudillo, juzgaba inmediato, casi llegado el instante de alzarse en armas para la primera decena de febrero, y a tal fin, pedía con gran delicadeza se le enviara una persona civil encargada no sólo de llevar sino de invertir algunos miles de duros, los necesarios para los primeros movimientos del Ejército sublevado hasta que acercándose a Sevilla organizara su intendencia propia. Sin perjuicio de acceder a ello se le advirtió que desde el instante mismo de asumir el mando en Cádiz y con el carácter además de ministro de la Guerra en el Gobierno Provisional, podía expedir órdenes de libramientos a la Delegación de Hacienda y mediante ella a la cuenta del Tesoro en el Banco de España.

Más que los escrúpulos monetarios, materia nunca despreciable, nos preocupaba apresurar el movimiento. El 10 de febrero resultaba fecha muy tardía, no sólo por la natural impaciencia que acumulaba el remanso de mis largos años, sino porque nos dábamos cuenta de que paralelamente a la trama nuestra de conspiración popular y bélica, se llevaba en palacio otra intriga cortesana más fácil de mover y desenlazar y encaminada precisamente, ante la impasibilidad ya percibida allí de sostener por más tiempo a Primo de Rivera, a desligar en la caída de éste la suerte del rey, presentado como autor de la liberación nacional y no como responsable del régimen absolutista. Urgía, por tanto, en palacio, dejar caer al dictador tan pronto se convenciera plenamente de la inminencia y seriedad del movimiento revolucionario, a cuyo embate caerían juntos dictador y trono, y sólo podríamos aprovechar por tanto los pocos días en que el aferramiento de Primo al mando, la ligazón de culpas con el monarca, las prendas y pruebas que de ello aquél poseyera y la ceguera reaccionaria impidieran ver con toda su magnitud y aproximación la tormenta revolucionaria.

Goded, a través de Burgos Mazo, indicó la posibilidad de adelantar el movimiento dentro de febrero para los primeros días, mas pareciendo que era aún demasiado tarde, se acordó expedir con acentuado apremio a uno de los amigos más íntimos de Villanueva, al abogado D. Luis Zavala, quien acompañado por su hijo y conducido por el capitán de artillería D. Carlos Azcárraga, que aparentaba ser el mecánico, logró, tras un penoso y entorpecido viaje, eludir las precauciones de vigilancia en las carreteras, ya que concentradas aquéllas en la general de Andalucía, desanduvieron la de Badajoz, que fue la utilizada para el aviso. Nuestro deseo era ganar días dentro del mes de enero, y de ser posible, del 25 al 26.

Paralelamente al movimiento principal, que tenía su punto de apoyo en Cádiz y su línea de avance hacia Sevilla, llevaba Villanueva directamente (pues lo de Andalucía estaba en la parte política confiado a la admirable gestión de Burgos Mazo) las negociaciones con los aviadores y organizada una base complementaria en el norte, cuyo núcleo era Logroño, plaza de guarnición muy bien dispuesta y de vecindario entusiasta y decidido, con tradición progresista que el viejo demócrata encarnaba aún.

Acentuado el alejamiento de Sánchez-Guerra de la dirección activa del movimiento, por los motivos respetables a que en mis memorias he aludido, y de plena subdelegación de confianza en Villanueva, cuidaba yo sin embargo de tenerle al corriente, siendo yo quien solía enterarle de las noticias o determinaciones más interesantes, a las que nunca opuso reparo.

Otro emisario más apremiante, inesperado y visible llevó a Goded el deseo de apresuramiento. Deseaba el general, para cubrir estratégicamente la espalda de la hueste sublevada contra un eventual aunque no probable desembarco de fuerzas africanas, compensar la falta de escuadra o completar su pasividad con un importante refuerzo aéreo. Como seguridad viviente de tenerlo quiso ir y fue el comandante Franco, pero con el ímpetu, la prisa y la irreflexión de siempre se marchó en aparato cuya incautación por sorpresa fue ya pregonar y cuyo aterrizaje difícil y ruidoso equivalía a una proclama. Con ello, con la diferencia de graduación, de temperamento, de ideales y de objetivos políticos y ritmo táctico, la presencia del famoso aviador y su diálogo con Goded más irritó y contuvo que impulsó a éste, empezando la inquietud del encuentro a minar la confianza de su concurso.

Mientras tanto, cada vez se dibujaba más clara la intriga palatina que iba a poner en la calle al dictador, sustituyéndole con el comandante general de Alabarderos. La perspectiva de esta solución transaccional, al menos como comienzo, desarmaba el ímpetu de nuestra ala derecha conspiradora, y cuando ya cerca de las dos de la tarde hubimos de decidir en casa de Villanueva apremiar a todo trance el movimiento nuestro, libre de todo miramiento al rey, aunque todavía sin compromiso ni prejuicio sobre forma de gobierno que fuera más allá de las Cortes Constituyentes, notamos en la vacilación atenuadores, y en rigor reserva, del voto, los primeros síntomas de retirada en la actitud que siempre había sido resuelta del marqués de Lema. Adoptado el acuerdo, salimos separados cada uno y con precipitación tal que yo hube de llevarme el gabán de Lema, porque éste antes se había puesto el mío. Hasta aquel momento sin embargo el trueque, no ya de los abrigos sino de los papeles o datos que contuvieran, era indiferente, porque sólo en aquel momento se iniciaba o abría el ángulo que iba a separar tanto a los monárquicos constitucionales y aun a los constitucionalistas de los republicanos.

Yo he tenido siempre por indudable que Goded jugó con lealtad cabal, aunque con yerro final y manifiesto en aquellos turbios y contradictorios sucesos del final de enero. Su inconcebible aceptación de la subsecretaría de Guerra, representa a la vez sugestión sobre un ánimo afiliado dentro del caudillaje típico español y, principalmente por aversión a Primo de Rivera, dentro del berenguismo, y fue por otra parte la retirada de pequeñas ventajas para una ambición grande y no genial, ni idealista, que soñando y comenzando a representar el papel de caudillo de la revolución no tuvo constancia para persistir, ni decisión para desdeñar un cómodo refugio de mando. Pero he creído siempre que no hubo por su parte en los días de la conspiración doble juego, ni por revelación suya se conoció en las alturas la inminencia del golpe.

Bastaban los inevitables ruidos en los preparativos de éste y la segunda o tal vez la primera etapa preventiva hacia Sevilla para que el infante don Carlos, respetado y querido por su bondad caballerosa, para que tuviese éste las noticias bastantes y las hiciera llegar a Madrid con el doble estímulo de su leal solidaridad dinástica y de su sincero y notorio desagrado para el régimen dictatorial. Sea como fuere, la certidumbre de que se cernía una seria tormenta determinó la duda provocada por el rey en el ánimo del dictador sobre la posesión de asistencias y confianzas necesarias según él para continuar en su puesto. Inclinóse voluntariamente o lo empujaron también al desliz de plantear la cuestión de confianza a los capitanes generales de las regiones, yerro que procurado por el rey mismo facilitaba a éste la doble ventana de condenar la torpeza cometida por Primo de Rivera en la pregunta y destacar luego en las contestaciones el contraste reparador de la separación de suerte, entre la confianza intacta oficialmente de la fuerza hacia la corona, y su tibieza, ya que no su repulsa, hacia la dictadura en mayoría. Es decir, hacia la encarnación del sistema. La omisión de los dos capitanes generales del Ejército y de la Armada, D. Valeriano Weyler y D. Juan Aznar, entre los consultados por Primo de Rivera, causó extrañeza y cierta molestia, sobre todo en el primero de aquéllos, nunca inclinado al dictador, ni siquiera a la dictadura. Surgieron en el acto fórmulas ofrecidas a Weyler para que los dos más altos jerarcas militares aprovecharan el desaire mostrando su oposición al sistema, y D. Valeriano con la antigua y constante amistad que me mostró, prefirió a cualquier otro modelo el mío que yo redactara, dando el encargo de recogerlo a su hijo Fernando, destacado y notorio amigo mío en la política, que llegaba en la identificación hasta donde su pasado militar y su condición de gentilhombre, primogénito de un grande de España, hacía posible. Mostré yo a Fernando el desagrado de redactar aun para firmarlo por otra persona algo que al rey se dirigiese, pero comprendí la ventaja de asestar un golpe más a la dictadura, y como no podía negar a Weyler aquel pequeño servicio, dicté, colocándome magníficamente en la extrema avanzada que podían ocupar los firmantes, la carta que con mi variable palabra enviaron al rey los dos capitanes generales.

(He procurado obtener copias de estas cartas y muerto el general y su hijo me ha sido difícil. La que he encontrado impresa como enviada por los dos capitanes generales no es la auténtica, es uno de los proyectos desechados).

Fue atención de don Valeriano comunicarme también por medio de su hijo Fernando la respuesta del rey a aquella carta. Firme era mi convencimiento sobre la culpabilidad incorregible del monarca, verdadero asiento del régimen absolutista de que fue máscara y se creyó eje el dictador; pero de haber conservado alguna esperanza sobre la enmienda, me la habría hecho perder aquella obstinación en la altivez y en la ceguera que representaba en crisis tan grave y peligro tan irremediable un tono Luis XIV, desdeñando cuanto había de llamamiento constitucional y civil en la advertencia de Weyler y Aznar, para convertirla con sequedad no disimulada en lo que era, en una adhesión a su persona y a su significado.

Por fin en mi archivo apareció esta copia que dice así:

SEÑOR

Los capitanes generales que suscriben no pueden olvidar que, por la suprema jerarquía que ostentan según las leyes, son por derecho propio conforme a la Constitución, voz representante y autorizada de la conciencia y sentimiento del Ejército y de la Armada acerca de los problemas nacionales. Menos podrían olvidarlo en estos difíciles momentos y ante la iniciativa sin precedentes de consultar distintas autoridades militares en exploración de mantenimiento o retirada de confianza a la dictadura y al presidente que la ejerce.

Aunque pueden estimar los que suscriben como muestra de respeto a su elevada situación y sea desde luego grato para su comodidad no verse interrogados en esta consulta, estiman y cumplen como penoso deber significar a V. M. la intransferible prerrogativa de nombrar y separar los gobiernos, orientándose por los dictados de la voluntad nacional entera y libre.

Madrid, 28 de enero de 1930.

Señor, A.L.R.P. de V.M.

Dominaba en Andalucía, con vehemencia estrictamente constitucionalista, la organización ante todo y casi exclusivamente militar más adecuada a aquel plan, por ser fácil tenerle dentro de la disciplina sólo parcialmente quebrantada en el momento de la sublevación y convenir para semejante designio el alejamiento de masas populares que inevitablemente tratarían de empujar y desbordar el movimiento. En cambio en Madrid, partidarios de una solución más avanzada y amplia cuidábamos de asegurar la adhesión y aun el concurso de fuerzas civiles. En estas gestiones, que como todas las dirigía y llevaba principalmente Villanueva (aun encontrándose enfermo y en cama como ocurrió en varios de aquellos mismos días), tuvo una entrevista con D. Fernando de los Ríos que hubo de causarle honda impresión. Díjolo claramente el profesor socialista que a su juicio las masas populares, y desde luego lo afirmaba de las socialistas, no se lanzarían ante un plan frío, ambiguo, neutro como el de Cortes Constitucionales o soberanía nacional, sino que para sumarlas se necesitaba la bandera resueltamente remodelada de la República. Bajo el riesgo de que el influjo palatino se adelantara, apagando y deteniendo la revolución militar, me dio Villanueva dos encargos, por mí rápidamente cumplidos y de los cuales sólo descorrí algo el velo que los ha guardado con ocasión del elogio fúnebre de aquel veterano ante las Cortes Constituyentes. Era el encargo principal tener redactado un manifiesto revolucionario de sentido netamente republicano, por si los acontecimientos imponían la urgencia de su publicación, y fue la misión complementaria confiarme la advertencia que sobre esta transcendental eventualidad, como sobre todas las novedades importantes, entendí que debía hacerse a D. José Sánchez Guerra. Con la misma abstención de intervenciones y facilidad expedita para la dirección confiada a Villanueva, que venía siendo su norma de conducta, D. José quedó enterado del posible evento, me mostraba su apoyo y no oponía obstáculos.

Como temíamos, el movimiento militar de Cádiz, por mucho que quisimos apresurarlo, quedó adelantado y con ello impedido por el planteamiento de la crisis dictatorial cuyo desenlace a favor de Berenguer se presentaba rapidísimo y previsto. Con la caída de Primo de Rivera la oferta de restaurar la legalidad, la promesa clara de unas Cortes y el equívoco hábil de si tendrían función constituyente, el ala derecha de la conspiración y su brazo armado Goded quedaban sin entusiasmo, ya que no con plena satisfacción, porque habían conseguido una parte de sus propósitos y podrán alegar como disculpa la esperanza de obtener pacíficamente lo demás. Los que no podíamos sentir satisfacción ni ilusiones quisimos hacer un esfuerzo, aun desesperanzados por lo desfavorable del momentáneo ambiente. Salieron para Sevilla Miguel Maura y Salvatella, con el encargo de empujar hacia delante las fuerzas comprometidas, pero era imposible conseguir allí nada. La guarnición, salvo los vínculos que la ligaran personalmente con Goded, ofrecía débil punto de apoyo, porque según pude comprobar en septiembre del mismo año por el leve rescoldo que allí quedaba, nunca debió ser muy viva la llama revolucionaria. En cuanto a elementos civiles comprometidos, salvo algunos amigos personales míos, que también los tenía militares, y el hoy diputado radical Ramón González Sicilia, o estaban situados en una extrema izquierda que sólo ha servido luego para dañar o inquietar a la República o aunque firmes y leales para combatir a Primo de Rivera, estaban social y políticamente bastante más a la derecha que Burgos Mazo y habían de otorgar crédito de confianza a la situación que aquél sólo creía merecedora de recelosa pero inevitable tregua.

No fueron más eficaces, aunque se emprendieron con mayor optimismo, las últimas gestiones para precipitar el alzamiento en Logroño. Alentábase allí la excepcional facilidad, única por aquel entonces en España, de poderse encontrar incluso con la Guardia Civil, cuyo Jefe, actual ayudante mío, D. Fernando Albert, distinguíase por una adhesión resuelta e inquebrantable. Para allá salieron en noche de ventisca y nieve con muy desigual esperanza, el marino D. José María Roldán, los capitanes de Artillería D. Pedro Romero y D. Ignacio Pintado y como hombre civil, Ángel Galarza. Llegaron a planearlo todo, incluso con redacción escrita, para el movimiento, hubo las vacilaciones y retrocesos de casos tales, llegó allí también el influjo enervante de la caída del dictador y no fue posible hacer nada.

Berenguer había sabido aprovechar el efecto moral, intenso aunque pasajero, del cambio y el propio espíritu impulsivo e inquieto del comandante D. Ramón Franco, las seguridades de plena reparación al derecho a la justicia, respeto leal e imposible al dictado de la soberanía nacional fuese cual fuese su tendencia, tranquilizaron las inquietudes, serenando los ímpetus. Don Miguel Villanueva conoció por el propio Franco el diálogo de éste con Berenguer, la esperanza entre confiada y expectante a que se inclinaban los aviadores comprometidos, y esta situación de ánimo, transmitida rápidamente a las distintas guarniciones, enfrió los entusiasmos de que había habido impresionantes ejemplos. Los habían dado entre otros muchos un jefe de Aviación del Ministerio, D. Luis Riaño, preparando en secreto aparatos que en vez de las proclamas gubernamentales repartirían revolucionarias, y el aviador hoy también ayudante mío D. José Legórburu, quien al presentir la necesidad de sus servicios, se trasladó desde su residencia a Madrid, a una velocidad inverosímil, ofreciendo incluso cuanto podía constituir su ahorro.

Todavía con el Gobierno Berenguer ya formado intentamos Villanueva y yo empujar la marcha de los sucesos, y sacrificando la prudencia a la celeridad, incluso por teléfono, sin clave y sin rodeos, dimos a varias poblaciones, señaladamente Burgos y Logroño, el encargo desesperanzado e irremediable de hacer lo que pudiesen.

La crisis y su solución frustraban un movimiento militar de éxito seguro; hubiera sido una Alcolea incruenta porque aun absteniéndose el dictador en haber sido personalmente el Novaliches de aquella hora, no había encontrado fuerza que mandar y oponer a la revolucionaria. Conseguíase sin embargo una ventaja inmensa que no estaba en las tímidas y engañosas promesas de normalidad constitucional y justiciera y consistía en poner en marcha los acontecimientos, precipitando por aceleración acumulada las escenas de desenlace tanto tiempo retardado.

En el orden de lo esencialmente político y produciéndose una reparación de responsabilidades y de actitudes también trascendental, así como en las culpas ya no era posible escudar las personales del rey en la confusión con las del dictador aparente, así también en la protesta, aclarando la tendencia del movimiento revolucionario, ampáranse los enemigos no más del sistema, las maneras, los métodos de Primo, dejándonos no un contingente crecido, pero con plena libertad de acción, a los que veíamos el origen, la entraña, el sostén y la responsabilidad de la dictadura en el monarca mismo. Una tregua para rehacer, encontrar fuerzas e incorporar otras más numerosas, alejadas y frías por la ambigüedad de la anterior fórmula revolucionaria. La tregua, en la rapidez y magnitud de los acontecimientos históricos, iba a ser brevísima, y durante ella aún se producirían nuevos desprendimientos o abstenciones que mermaran por la derecha y engrosaran en mayor proporción por la izquierda, la hueste que acometía la revolución para cambiar totalmente el régimen. En esa serie de transformaciones cambiaba el objetivo a abatir de la dictadura al trono; la fuerza de asalto de un conglomerado constitucional a una alianza republicano- socialista, y con sorpresa para mí mismo, cambió también el caudillo, porque pasé a serlo desde colaborador activo, que venía siendo mi papel y era mi deseo.

¿Desde cuándo estaba fraguada la solución Berenguer? Yo creo que vislumbrada por el rey desde mucho tiempo, tal vez antes de haberla insinuado Sánchez Guerra en 1926, y recordada en 1927. Desde luego con precisión algunos días antes de la caída de Primo de Rivera.

Recuerdo en relación con esa inminencia, por aquellos días, del Gobierno Berenguer, un diálogo interesante que sostuve durante la boda de una hija de Sánchez Guerra. Más que la boda misma consideré interesante la evocación sentimental de cómo se había concertado, con ocasión de estar su padre preso en el barco en que servía como oficial de Marina el novio. Más que la concurrencia brillante y numerosa, lo más típico y destacado como testigo era Guerrita, con un lujoso traje de torero rico y retirado. Más que nada el hervor de la conversación iba hacia los barruntos de la crisis y yo encontré a Estrada, conspirador activísimo hasta entonces, ministro inesperado poco después, muy al corriente de las cosas, y sus pronósticos resultaron certeros. Formado el Gobierno Berenguer, Estrada, cuyo brusco cambio de actitud era dificilísimo y violento, nos envió recado diciendo que una noche llegaría a mi casa un hombre embozado en una capa, para darme un abrazo y hablar largamente conmigo, y que ese hombre sería él. Transcurrieron los meses, la temperatura no era ya para capa y el embozado nunca acudió; porque el diálogo era tan difícilmente sostenible como su actitud. De mal agüero eran las prendas de abrigo para anudar relaciones entre los conspiradores. Con el trueque de gabanes terminó la solidaridad de la conjura entre Lema y yo; con el anuncio de la capa terminó la comunicación respecto de Estrada. Pero más diferencia que entre dos prendas había entre los dos hombres y en nuestras relaciones. Lema se mantuvo siempre en una actitud firme, pero templado como conspirador y al separarse francamente en una divisoria de la marcha pudimos seguir conviviendo con Estrada, que pasó de las guerrillas del movimiento al gobierno continuador de la dictadura, culpable de la ciega represión de Huesca, y el trato quedó interrumpido.

Con parecida cautela, aunque no con los mismos embozos, me anunció reiteradamente Berenguer una visita, que como yo suponía, aun siendo antiguo amigo a quien yo no podía negarme a recibir, nunca tuvo lugar. Efectivamente, procedió en sus exploraciones cerca de los enemigos de la pasada dictadura, con un orden de menor a mayor firmeza e intensidad en la oposición, que revelaba la táctica de ir cercenando por sectores la hueste revolucionaria, y en tal orden comprendió, no sin fundamento, que el último para tales intentos era yo. Fueron de avanzada los gobernantes de las dos provincias en que radicaban mis intereses políticos directos: el de Jaén a título de atención particular; el de Córdoba, director de El Imparcial, ex diputado con franca exploración y ofrecimientos sinceros, que agradecí pero no utilicé, mostrándole claramente lo irreductible de mi oposición a la corona.

Anunciado el discurso de Sánchez-Guerra, casi desde que se constituyó el Gobierno Berenguer, fueron Estrada y Matos aplazando el permiso sin transparentar nunca la prohibición, ni perder tampoco el contacto, alegando el pretexto de guardar mayor serenidad en la pasión del auditorio, buscando, a mi entender sin conseguirlo, aunque muchos de aquellos mismos lo creyeran logrado, una atenuación en los propósitos y en las palabras del orador.

No recuerdo un acto que despertara tanto interés durante este periodo. A mi lado en distinto palco a D. Miguel Villanueva, que deseaba mejor que guardar más avance en la posición de Sánchez Guerra, y al otro lado eran los vecinos, la redacción de ABC, cuyo comentario áspero, rencoroso, irritado, no obstante una antigua e íntima relación casi familiar con Sánchez-Guerra, anunciaba la situación fatal pero irremediable que suele seguir con trato injusto, no obstante ser explicable a las actitudes en que lo moderado e intermedio de la resultante oscurece ante las pasiones recitadas, la rectitud objetiva del propósito y la nobleza respetable de los móviles. Sin duda esta fatal injusticia la presentía el propio don José y por ello fue más valiente y abnegado su civismo al pronunciar un discurso que no dejaba satisfecho a nadie más que a su propio sentir en el desahogo de su conciencia.

Oratoriamente, apenas sí se sintió, sólo muy levemente en lo físico, el decaimiento ya visible y después desgraciadamente rápido en las facultades del que hablaba. Con todo, quizá bajo ese aspecto sea lo mejor entre sus propagandas y polémicas, por la seguridad en la medida y expresión del pensamiento y la firmeza sostenida del propósito en circunstancias esas muy difíciles y ante la presión manifiesta de la simpatía misma con que el auditorio procuraba llevar al orador incomparablemente más lejos de donde quiso ir y fue. De ahí la decepción, que no obstante el respeto y el cariño oscureció el éxito: desacuerdo de tendencias, más que censura de obras.

Aquel discurso, no obstante su frustración fulminante, llevaba en sí y en ésta misma, consecuencias trascendentales, era la condenación de la corona por Sánchez-Guerra, que proclamaba la culpa de aquélla, negándose a servirla y subrayada por el público de selección intelectual, de calidad templada y aun conservadora en gran parte, que aún encontró poco vigorosa la acusación y sobre todo leve el castigo. Con toda su ilusión y su torpeza, el gobierno vislumbró el abismo que acababa de mostrarse en la opinión porque la propaganda quedó de nuevo estorbada tras ese primer ensayo.

A pesar de todo, las consecuencias de ese discurso iban a ser incalculables. La actitud del orador y la del público hacían imposible, por discrepancia esencial de conclusiones, el mantenimiento del caudillaje leal y abnegado que en rigor cesó por voluntad de Sánchez-Guerra a raíz de la intentona de Valencia. Veía yo claro que D. José había acudido al público descargo de su conciencia, poniendo remate de dignidad a un empeño y a una historia, casi a una vida política, cuya continuación iban a ser ya no más que ocasiones e intermitentes epílogos. Llegando hasta donde creía que podía llegar, no podía ser por voluntaria renuncia el guía de un movimiento inevitable y mucho más decidido. Comprendiéndolo así, no se distanciaba sólo por la fijación de una meta menos alejada, ni por una velocidad de mayores pausas para alcanzarlas, sino que haciendo un alto de apartamiento, dejaba paso abierto a lo que no quería ni podía estorbar o seguir: era una abstención al margen de un impulso ya arrollador. En el mismo día, abierta visiblemente la sucesión, desde un año antes iniciado en el mando del movimiento revolucionario, mi vista se volvió hacia Villanueva, cuya briosa lugartenencia había creado en torno suyo un evidente prestigio, y determinado en mi antigua amistad un intenso acrecentamiento de afectos. Recuerdo que mis hijas le dijeron al despedirnos: «D. Miguel, no nos niegue Vd. el voto, que queremos contribuir a elegir presidente de la República». Sonriendo contestó él: «A mí no, a mí no, lo agradezco pero yo no, no puede ser», y efectivamente no iba a serlo, y esta segunda eliminación aumentaba la intensidad y las responsabilidades de mi empresa.

La recia voluntad de Villanueva, que durante la lucha revolucionaria no se resintió un momento por la enfermedad crónica y agudizada, y que con alardes de energía, que dominaba la proximidad de los ochenta años, había de ser menos fuerte y vencedora para resistir la serie de presiones que en torno a él ejerciera la amistad de los afines. Mientras todos fuimos a un solo propósito no hubo tirones encontrados ni vacilación posible, pero la dispersión de los revolucionarios ante el nuevo gobierno y las perspectivas más o menos engañosas de un pacífico retorno a la normalidad significaron para aquella voluntad anciana convertirla en palenque donde se libraba la batalla de las dos tendencias, prosecución de la empresa revolucionaria o tregua esperanzada en soluciones transaccionales. Para el primer derrotero cerca de Villanueva era yo casi el único que actuaba con éxito momentáneo, pero una labor mucho más extensa y tenaz neutralizaba mi esfuerzo. Para detenerle en la indecisión constitucionalista o constituyente, pesó mucho, como antes cerca de Sánchez-Guerra, el parecer de Bergamín y sobre todo el de Burgos Mazo, pero en este último más que su propio criterio y temperamento democráticos, con proceder en lejana evolución de la extrema derecha conservadora, pesaba la singular ambigüedad e incorregible vacilación de D. Melquíades Álvarez. Tal vez un temor equivocado al reproche de informalidad contenía al gran orador reformista, impidiéndole ver que un retorno a la República, lejos de ser contradanza, era la postura más lógica y expedita que para situarse en tal campo tuvo ningún partido o persona con motivo de la dictadura y después de ésta. La aproximación de los reformistas a la monarquía, como la anterior del posibilismo, había descansado, y no ya tácita sino expresamente, sobre el supuesto de un compromiso recíproco en la monarquía para ser no ya sinceramente constitucional, sino intensamente democrática. Incumplida escandalosamente la obligación, por la corona, con retroceso al despotismo del poder personal, el deber de los antiguos republicanos que habían evolucionado quedaba a su vez resuelto y expedito el derecho para volver a las antiguas posiciones de la República, acusando al rey con mayor razón y energía que nadie. No se podía dirigírseles ni el reproche de candidez en la confianza, porque el rango de quien los había engañado era suficiente disculpa para su ingenuidad. No lo entendió sin embargo así Melquíades Álvarez, y el reformismo acentuó fuera de razón el equívoco de su ambigüedad y la sutileza de ser accidentales las formas de gobierno a la hora en que este problema había vuelto a ser, con más intensidad y razón que nunca, el eje de la vida pública española. Por eso el discurso contradictorio de Álvarez, cuando ya a fin de abril, reanudadas las propagandas harto tardíamente en La Comedia, sin aprovechar siquiera el experimento que dos semanas antes había significado el mío de Valencia, encontró la repulsa manifiesta e irritada de un público cortés, congregado por invitación y admirador subyugado de la lógica contundente y las bellezas oratorias con que el orador había flagelado al rey en la primera parte, para facilitarle en la segunda la impunidad de su continuación en el trono.

Fueron cerrando todas las soluciones de una posible e indispensable dirección gubernamental, para el movimiento revolucionario, y como éste sólo podía encauzar quien, con experiencia de gobierno y significación templada, pudiese ofrecer garantías al deseo de orden y al sobresalto de lo desconocido que tiene la conciencia española, el puesto que iban dejando vacantes tantos a quienes reiteradamente, y sirviéndoles yo, incitara a ocuparlos, unía a ser un deber que se me imponía, por alejamiento de los demás y por apreciación madura, reflexiva, muy prolongada en mi última deliberación.

Las meditaciones hechas durante los años de la dictadura, de cuyo interno proceso en mi conciencia hay huellas suficientes en las memorias, se condensaron en una recapitulación retrospectiva y presente, al final del invierno de 1930. Confirmé una vez más la imposibilidad moral y material de que continuara el rey; vi que las enormes dificultades de juzgar la conducta de éste, reinando un hijo suyo, se agravaban por agotamiento dinástico, que planteaba casi la incapacidad sucesoria, principal ventaja y aun razón de ser de una monarquía hereditaria, no dudé como no dudó nadie que ni en 1869 fue quimera la ilusión de una dinastía extraña, aun con raras cualidades en el primer llamado, en las condiciones de España y de Europa de 1930, eso no podía ni pensarse, presentí todos los estragos de una República epiléptica efímera, destructora y estéril; o por exclusión de todas esas soluciones vi como una única posible una República de orden.

Resuelto a mostrar mi pensamiento en Valencia, ciudad que escogí sin vacilar entre las que me tenían invitado para mi primer discurso al reanudarse las propagandas, allá me fui para hablar el domingo 23 de abril. Pero antes de este discurso, cuyas consecuencias iban a superar pronto mis cálculos, hubo dos prólogos de algún interés en Madrid.

En la serie de retrocesos o de revelaciones que rectificaban la esperanza inicial de rectitud, despertada por el Ministerio Berenguer, fue de lo más expresiva una circular justificada por la Fiscalía del Tribunal Supremo, lanzada precisamente a causa de ello por la dictadura mediante el escandaloso decreto que en los últimos días de 1928 suprimió de plano la inamovilidad judicial. Pero poco después de nombrado fiscal, el Gobierno Berenguer la impuso para poner mordaza a toda propaganda y amparar con impunidad las culpas fundamentales de la dictadura, una circular draconiana y farisaica en la cual de la Constitución deshecha por el monarca sólo quedaba en pie con todo el poderío de éste su inviolabilidad absoluta, y como fortificación de ella contra cualquier orador o periodista las brutalidades penales del Código gubernativo y dictatorial que había sido unificado no ya ante la opinión política, sino ante la conciencia jurídica, el mayor y más audaz exceso de poder arbitrario. Me sorprendió en el campo la lectura de aquella circular arrancada o impuesta a un espíritu justificado, y con la indignación de su lectura, inmediatamente y de un tirón, redacté la carta que a continuación transcribo por la polvareda que levantó y porque fue la primera transparencia de las consecuencias lógicas a que el avance del tiempo y las fuerzas de los sucesos llevaba mi oposición irreductible al poder personal, verdadero origen, sostén y animador de la dictadura, sólo atenuada en aquellos días por exigencia táctica, pero esencialmente mantenida.

 

Carta del Excmo. Sr. D. Niceto Alcalá-Zamora al fiscal supremo D. Santiago del Valle, publicado en El Sol de 18 de marzo de 1930:

Mi respetable compañero y querido amigo: porque debe hacerse justicia a aquellos de quienes se pide ésta, me complace siempre decir que V. E. la enalteció con su ejemplar conducta de magistrado, a la que no faltó para ser perfecta ni siquiera el atropello de la dictadura, precisamente por ello recibido. Culminaron los desafueros del poder arbitrario en aquel Real Decreto de diciembre de 1928 que arrancó de su toga y de otros emblemas llevados con dignidad en la vida y recordados al fallar con decoro; ha sido quizá el mayor acierto del nuevo Gobierno su nombramiento [...], aunque los espíritus amantes de la justicia, que no confunden la reparación debida con la compensación ganada, habrían deseado el espectáculo educador de una solemnidad más grande que la apertura de tribunales, en la que V. E. con sus compañeros de persecución hubiera sido reintegrado públicamente en el cargo que tanto honrara siquiera por veinticuatro horas, antes de ascender a las posiciones que le deseo y merece. Así se habría celebrado la nulidad absoluta de aquella monstruosa determinación sin dejar de ésta otro rastro y efecto que la validez, por evitar un trastorno de las actuaciones en que entendieran sus reemplazantes.

Quiero recordar también que, aun cuando la justicia y más en espíritu cual el suyo, no se haga teniendo por móvil y base de la esperanza harto ilusoria de la gratitud, sobradamente frágil, para alentar virtud alguna, hay épocas en que la rareza del tesón justiciero halla respuesta en otra conciencia lo bastante noble y compresiva para tributar el reconocimiento del defensor a la rectitud del magistrado. Con todo eso que acabo de aludir, surge llena de amargura, pero libre de acritud, mi discrepancia, tan resuelta como respetuosa, respecto de la reciente y ya famosa circular que como representante del Gobierno ha publicado. Con igual convicción que falta de esperanzas expongo mi parecer y acudo a V. E. a fin de que rectifique el suyo. Utilizo el derecho de petición y el de emisión de pensamiento, y al invocarlos por ese orden atiendo a un motivo de fondo y a otro de forma: es el primero, el que de petición no puede suspenderse a diferencia de la libertad de propaganda: es el segundo, que, en grata deferencia de cortesía, mi carta sólo intentará llamarse abierta cuando lo haya sido por V. E.

Asómbrame que para defender un postulado constitucional se recuerde y aplique el Código Penal promulgado por la dictadura. No aludo con ella a sus defectos sin disculpa a su pobre espigueo en el progreso jurídico de sesenta años. Me refiero a que, aun centuplicados sus aciertos, no compensarían el bárbaro retroceso a la penalidad por decreto, a la «inconstitucionalidad máxima» que ese titulado Código supone. Su sola existencia, dado el origen, destroza la Constitución, chocando abiertamente con cuatro de sus artículos esenciales: con el 18, según el cual sólo son leyes las votadas en Cortes; con el 54 1, que veda excesos tales a la mera potestad reglamentaria del Poder Ejecutivo; con el 16, de elemental civilización, «de los que no pueden suspenderse» conforme al que no cabe proceso ni leyes anteriores al delito, y con el 17, que sobre advertir la imposibilidad de suspender el 16, lo refuerza declarando que, ni suspendidas las otras garantías y en estado de guerra, se podrá aplicar ni establecer penalidad distinta de la fijada en la ley.

Proteger la Constitución con el Código de D. Galo Ponte, o sea con el texto que destroza a aquélla, es imposible. Venga otra circular recordando el comiso de los ejemplares de ese Código como cuerpos del delito previsto en el artículo 207 del auténtico, ya que un precepto gubernativo que pretende ser «penal» sólo consigue en Derecho ser «penable».

La dificultad esencial no se sortea ni se evita acudiendo al Código de 1870, porque está en la entraña del problema. Admitido el milagro absurdo de que se pueda alternadamente matar y resucitar la Constitución, según plazca o convenga, ningún precepto de aquélla puede servir de obstáculo para su defensa y amparo a su violación.

En la guerra, sólo en la guerra, y como escarnio cumbre de la violencia, se ha visto a los asaltantes de las murallas, guarda y confianza para la existencia de los pueblos, atrincherarse en los restos de su destrozo cuando los azares de la lucha, con frecuencia la alarma por sus correrías y la protesta por sus estragos, les imponían o aconsejaban la defensiva como táctica temporal, nunca de conducta fija y tranquilizadora. Pero el derecho no es la fuerza, sino superior a ella, único señor terrenal de ella.

Quizá oiga a espíritus cortesanos, con los que no le confundo, que cierto artículo de la Constitución, el que excluye y afirma las responsabilidades, viene a ser clave de la misma: el más visible por alto y refulgente. Admitido el criterio, sólo que por objetar que en los monumentos constitucionales, como en todos, las cúpulas no pueden sostenerse cuando rodaron, así fuese por culpas ajenas, sillares menos labrados pero más recios, que eran pilas o cimiento.

Reducir los respetos constitucionales a uno solo, cuando se han deshecho los demás, no es lícito, y aún como imposición del Poder es más gallardo un acto de fuerza que una fórmula de ley.

He de concluir recordando, aunque me conoce, que mi exposición, contradictoria de su criterio, no solicita ni sugiere benevolencia de trato. Nos hemos conocido en la lucha por la justicia, de la que siempre quise y quiero ser apasionado servidor, que rehúye ficciones, busca culpas y combate iniquidades. En esa noble misión hemos llegado a ser excelentes amigos. Pero tal vez mi vocación no se verá tan cumplida ni mi conciencia quedará tan tranquila como el día en que su cargo y mis convencimientos establezcan entre los dos una relación que nunca sospechamos: la de reo, prevista en los errores de su circular, perseguido por el celo de sus subordinados. Aun así, continuará inquebrantable mi afecto, y cordial a más de cortés, mi consideración. En muestra de ella he querido que del probable evento tenga noticias, antes que por la denuncia ajena, por anticipo de la confesión propia.

Siempre su leal amigo q. e. s. m., Niceto Alcalá-Zamora

 

Poco antes de salir para Valencia, el rumbo y la conclusión de mi discurso, definidos de actitud, ofrecían ya escasa duda para los pocos espíritus atentos que observaron alusiones muy claras en la conferencia pronunciada en Madrid la noche del 11 de abril de 1930. En la serie de biografías de antiguos presidentes de la Academia de Jurisprudencia organizadas por Ossorio y Gallardo con motivo del segundo centenario de aquélla, me correspondió a mí hablar acerca de Olózaga. No podían faltar como en todo momento de propaganda cohibida las insinuaciones de orden político a que además tanto se prestaban la vida intensa, romántica y tumultuosa del biografiado. Aun sin sujeto tan ocasional para ello, ya en la primera conferencia de la serie, acerca de D. Manuel Cortina, D. Francisco Bergamín inició su retroceso hacia la posible transacción con el rey deslizando una frase que fue comentadísima, su confianza en la enmienda de las alturas. Como inmediatamente después vino la conferencia a mi cargo, aproveché la ocasión de decir que tal confianza la había perdido en absoluto como en su tiempo la perdió Olózaga y recordé que éste, marcando la evolución natural al progresismo ante lo incorregible de la dinastía en los últimos días de su vida, no negó ni consejo ni concurso a la República.

Para Ossorio, que presidía la sesión, no quedó nada y hubo de rogarme que aun haciendo más incómodo el viaje a Valencia, lo retrasara para intervenir en la tarde del 12 de abril en el Colegio de Abogados acerca de la derogación del famoso Código Penal gubernativo. Accedí a ello y a iniciar el debate como lo hice con moderación de forma que obtuvo el respeto, ya que no fuera posible la conformidad, del propio hijo de Primo de Rivera, pero con implacable oposición de fondo. Sustituí en mi propuesta el concepto de derogación reconocedora y permisiva de un periodo de vigencia y eficacia legítima de aquella obra ilegal, por el de anulación completa de sus efectos, y extendí el examen a la revisión total y sintética de la obra legislativa de la dictadura. Este problema había determinado en mis largas meditaciones desde que prolongándose el régimen traído por el golpe de Estado, fue imposible por fuerza de realidad, culpa general de sometimiento y trabazón poderosa de intereses creados al amparo de situaciones jurídicas, cortar y separar las arbitrariedades con la simplista y expeditiva solución de declarar ilegal y nulo todo lo hecho. Fruto de aquellas meditaciones aún más puntualizadas desde que Sánchez Guerra me confió enviarme mediando septiembre de 1928 el encargo de concretar solución para tan magno problema, fue la clasificación de todos los decretos-leyes (que dicho sea de paso, seguía expidiéndolos el pseudo-constitucional Gobierno Berenguer) en cuatro grupos: derogados con eficacia de las situaciones y ejecutorias a su amparo; anulados en sus consecuencias mismas por enorme atropello a la libertad, a la civilización jurídica o a sustanciales derechos del Estado; subsistentes por imposición de realidad cuya perturbación implicara trastorno o excepcionales acierto y ventaja, y todos los demás, muchas veces publicados como leyes por mera vanidad pretenciosa y suntuaria, reducidos al rango de preceptos reglamentarios, sólo aplicables en cuanto se conformaran con el texto superior de las leyes votadas en Cortes. Este criterio de clasificación no encontró objeciones ni impugnados dentro del Colegio de Abogados, donde aquella tarde exponía el meditado decreto, que un año después, el 15 de abril de 1931, iba a publicar como Jefe del Gobierno Provisional para que sirviera de base a la liquidación legislativa de la obra dictatorial. Como se ve el Gobierno revolucionario no pecó por imprevisión ni por improvisación: sus acuerdos tenían lejana e insólita raíz de estudios preparatorios de larga reflexión.

Y en la noche del 12 de abril de 1930, después de trabar conocimiento y amistad, en diálogo interesantísimo con Alfonso Costa sobre las futuras relaciones de soberanías plenas y constantemente acordes entre España y Portugal, salía para Valencia. Allí, al día siguiente iba a cambiar de modo ostensible y trascendental el rumbo de mi vida. Eso lo sabía yo; lo que no pude calcular es que el influjo del suceso llegara tan rápido y tan hondo a la marcha general de la vida pública española: consecuente con mi concepción histórica que reduce a proporciones mínimas el papel efectivo de los protagonistas aparentes, para dar a la colectividad entera y al encadenamiento de los hechos el influjo principal, comprendo perfectamente que ese punto de vista se confirma por la desproporción entre el acto y la persona de un lado y la magnitud de las repercusiones por otro. Es que todo estaba preparado y la explosión republicana sólo necesitaba para concentrar primero y para lanzar después sus fuerzas una adhesión gubernamental, aliento y garantías de confianza, fuese de quien fuese.

 

 

CAPITULO II.

PROPAGANDA Y ORGANIZACIÓN REPUBLICANAS

 

El discurso de Valencia y su efecto. Acogida por los republicanos. Otros actos de propaganda en las Vascongadas, Castilla y Andalucía. Examen del problema constitucional en la Academia de Jurisprudencia. El plan revolucionario expuesto ante el Ateneo. Fundación de la Derecha Republicana; su necesidad y sus dificultades. Un discurso en Sevilla. Mitin en la plaza de toros de Madrid.