cristoraul.org |
LA VICTORIA REPUBLICANA
CAPITULO
I.
BIFURCACIÓN
DE LA PROTESTA REVOLUCIONARIA
Enero de
1930. Conato de rebelión dirigida por Goded. Ídem de alzamiento en Logroño.
Vacilación y caída de la dictadura. La carta de los capitanes generales. Vano
intento de continuar la sublevación ya contra el rey. Constitucionalistas y
republicanos. El gabán de Lema y la capa de Estrada. Riesgo de nueva reacción.
Discurso de Sánchez-Guerra en La Zarzuela. Berenguer me anuncia visita. Carta
al fiscal del Supremo. Vísperas del discurso de Valencia.
No conocí ni
tuve desde el establecimiento de la dictadura días más tranquilos y alejados
del bullir político que los primeros de 1930. Parecía vivir en un mundo donde
no se tuvieran noticias y menos inquietudes de orden político; un alto de
descanso para el trajín que aguardaba; ese prólogo de aparente serenidad que
suele preceder al torbellino desencadenado de los sucesos. Pasé yo esos días en
Barcelona, visitando la Exposición, del 20 de mayo de 1929 al 15 de enero de
1930), y nunca, ni en mis primeros y lejanos viajes, cuando apenas me conocía
nadie, pasé tan desapercibido ni viví tan aislado. Contribuyó a ello la
enfermedad súbita de una de mis hijas, que casi me retuvo junto a ella en el
hotel de la Exposición, pero de todos modos en los inevitables contactos con el
pueblo y en el trato con algunos amigos, noté una extraña tranquilidad engañosa
pero profunda, una de esas somnolencias catalanas que desorienta entre su
agitación frecuente; en suma, un pueblo al parecer en momentánea indiferencia
donde costaba trabajo reconocer la huella de la antigua solidaridad y presentir
las futuras oleadas por el Estatuto.
Si la
tranquilidad que me envolvió en Barcelona me hacía creer vivir en otro mundo,
mayores fueron la sorpresa y el desencanto momentáneo al volver a Madrid y
contestarme con señal de quietud absoluta aquellos a quienes yo dejara el
encargo de seguir la red de conspiraciones y esperanzas. No asentí yo a la
afirmación de semejante reposo y no me equivoqué. Tan pronto pude, la mañana
siguiente a mi vuelta, hablar con don Miguel Villanueva, me confirmó éste, cual
era lógico suponer, que la conspiración había entrado en su fase decisiva de
inmediato estallido y por lo mismo el silencio en la superficie sólo reflejaba
la profundidad del movimiento más serio y pronto a surgir que nunca. Goded, que
ya de atrás había aceptado el papel de caudillo, juzgaba inmediato, casi
llegado el instante de alzarse en armas para la primera decena de febrero, y a
tal fin, pedía con gran delicadeza se le enviara una persona civil encargada no
sólo de llevar sino de invertir algunos miles de duros, los necesarios para los
primeros movimientos del Ejército sublevado hasta que acercándose a Sevilla
organizara su intendencia propia. Sin perjuicio de acceder a ello se le
advirtió que desde el instante mismo de asumir el mando en Cádiz y con el
carácter además de ministro de la Guerra en el Gobierno Provisional, podía
expedir órdenes de libramientos a la Delegación de Hacienda y mediante ella a
la cuenta del Tesoro en el Banco de España.
Más que los
escrúpulos monetarios, materia nunca despreciable, nos preocupaba apresurar el
movimiento. El 10 de febrero resultaba fecha muy tardía, no sólo por la natural
impaciencia que acumulaba el remanso de mis largos años, sino porque nos
dábamos cuenta de que paralelamente a la trama nuestra de conspiración popular
y bélica, se llevaba en palacio otra intriga cortesana más fácil de mover y
desenlazar y encaminada precisamente, ante la impasibilidad ya percibida allí
de sostener por más tiempo a Primo de Rivera, a desligar en la caída de éste la
suerte del rey, presentado como autor de la liberación nacional y no como
responsable del régimen absolutista. Urgía, por tanto, en palacio, dejar caer
al dictador tan pronto se convenciera plenamente de la inminencia y seriedad
del movimiento revolucionario, a cuyo embate caerían juntos dictador y trono, y
sólo podríamos aprovechar por tanto los pocos días en que el aferramiento de
Primo al mando, la ligazón de culpas con el monarca, las prendas y pruebas que
de ello aquél poseyera y la ceguera reaccionaria impidieran ver con toda su
magnitud y aproximación la tormenta revolucionaria.
Goded, a
través de Burgos Mazo, indicó la posibilidad de adelantar el movimiento dentro
de febrero para los primeros días, mas pareciendo que
era aún demasiado tarde, se acordó expedir con acentuado apremio a uno de los
amigos más íntimos de Villanueva, al abogado D. Luis Zavala, quien acompañado
por su hijo y conducido por el capitán de artillería D. Carlos Azcárraga, que
aparentaba ser el mecánico, logró, tras un penoso y entorpecido viaje, eludir
las precauciones de vigilancia en las carreteras, ya que concentradas aquéllas
en la general de Andalucía, desanduvieron la de Badajoz, que fue la utilizada
para el aviso. Nuestro deseo era ganar días dentro del mes de enero, y de ser
posible, del 25 al 26.
Paralelamente
al movimiento principal, que tenía su punto de apoyo en Cádiz y su línea de
avance hacia Sevilla, llevaba Villanueva directamente (pues lo de Andalucía
estaba en la parte política confiado a la admirable gestión de Burgos Mazo) las
negociaciones con los aviadores y organizada una base complementaria en el
norte, cuyo núcleo era Logroño, plaza de guarnición muy bien dispuesta y de
vecindario entusiasta y decidido, con tradición progresista que el viejo
demócrata encarnaba aún.
Acentuado el
alejamiento de Sánchez-Guerra de la dirección activa del movimiento, por los
motivos respetables a que en mis memorias he aludido, y de plena subdelegación
de confianza en Villanueva, cuidaba yo sin embargo de tenerle al corriente,
siendo yo quien solía enterarle de las noticias o determinaciones más
interesantes, a las que nunca opuso reparo.
Otro
emisario más apremiante, inesperado y visible llevó a Goded el deseo de
apresuramiento. Deseaba el general, para cubrir estratégicamente la espalda de
la hueste sublevada contra un eventual aunque no probable desembarco de fuerzas
africanas, compensar la falta de escuadra o completar su pasividad con un
importante refuerzo aéreo. Como seguridad viviente de tenerlo quiso ir y fue el
comandante Franco, pero con el ímpetu, la prisa y la irreflexión de siempre se
marchó en aparato cuya incautación por sorpresa fue ya pregonar y cuyo
aterrizaje difícil y ruidoso equivalía a una proclama. Con ello, con la
diferencia de graduación, de temperamento, de ideales y de objetivos políticos
y ritmo táctico, la presencia del famoso aviador y su diálogo con Goded más
irritó y contuvo que impulsó a éste, empezando la inquietud del encuentro a
minar la confianza de su concurso.
Mientras
tanto, cada vez se dibujaba más clara la intriga palatina que iba a poner en la
calle al dictador, sustituyéndole con el comandante general de Alabarderos. La
perspectiva de esta solución transaccional, al menos como comienzo, desarmaba
el ímpetu de nuestra ala derecha conspiradora, y cuando ya cerca de las dos de
la tarde hubimos de decidir en casa de Villanueva apremiar a todo trance el
movimiento nuestro, libre de todo miramiento al rey, aunque todavía sin
compromiso ni prejuicio sobre forma de gobierno que fuera más allá de las
Cortes Constituyentes, notamos en la vacilación atenuadores, y en rigor
reserva, del voto, los primeros síntomas de retirada en la actitud que siempre
había sido resuelta del marqués de Lema. Adoptado el acuerdo, salimos separados
cada uno y con precipitación tal que yo hube de llevarme el gabán de Lema,
porque éste antes se había puesto el mío. Hasta aquel momento sin embargo el
trueque, no ya de los abrigos sino de los papeles o datos que contuvieran, era
indiferente, porque sólo en aquel momento se iniciaba o abría el ángulo que iba
a separar tanto a los monárquicos constitucionales y aun a los
constitucionalistas de los republicanos.
Yo he tenido
siempre por indudable que Goded jugó con lealtad cabal, aunque con yerro final
y manifiesto en aquellos turbios y contradictorios sucesos del final de enero.
Su inconcebible aceptación de la subsecretaría de Guerra, representa a la vez
sugestión sobre un ánimo afiliado dentro del caudillaje típico español y,
principalmente por aversión a Primo de Rivera, dentro del berenguismo,
y fue por otra parte la retirada de pequeñas ventajas para una ambición grande
y no genial, ni idealista, que soñando y comenzando a representar el papel de
caudillo de la revolución no tuvo constancia para persistir, ni decisión para
desdeñar un cómodo refugio de mando. Pero he creído siempre que no hubo por su
parte en los días de la conspiración doble juego, ni por revelación suya se
conoció en las alturas la inminencia del golpe.
Bastaban los
inevitables ruidos en los preparativos de éste y la segunda o tal vez la
primera etapa preventiva hacia Sevilla para que el infante don Carlos,
respetado y querido por su bondad caballerosa, para que tuviese éste las
noticias bastantes y las hiciera llegar a Madrid con el doble estímulo de su
leal solidaridad dinástica y de su sincero y notorio desagrado para el régimen
dictatorial. Sea como fuere, la certidumbre de que se cernía una seria tormenta
determinó la duda provocada por el rey en el ánimo del dictador sobre la
posesión de asistencias y confianzas necesarias según él para continuar en su
puesto. Inclinóse voluntariamente o lo empujaron
también al desliz de plantear la cuestión de confianza a los capitanes
generales de las regiones, yerro que procurado por el rey mismo facilitaba a
éste la doble ventana de condenar la torpeza cometida por Primo de Rivera en la
pregunta y destacar luego en las contestaciones el contraste reparador de la
separación de suerte, entre la confianza intacta oficialmente de la fuerza
hacia la corona, y su tibieza, ya que no su repulsa, hacia la dictadura en
mayoría. Es decir, hacia la encarnación del sistema. La omisión de los dos
capitanes generales del Ejército y de la Armada, D. Valeriano Weyler y D. Juan
Aznar, entre los consultados por Primo de Rivera, causó extrañeza y cierta
molestia, sobre todo en el primero de aquéllos, nunca inclinado al dictador, ni
siquiera a la dictadura. Surgieron en el acto fórmulas ofrecidas a Weyler para
que los dos más altos jerarcas militares aprovecharan el desaire mostrando su
oposición al sistema, y D. Valeriano con la antigua y constante amistad que me
mostró, prefirió a cualquier otro modelo el mío que yo redactara, dando el
encargo de recogerlo a su hijo Fernando, destacado y notorio amigo mío en la
política, que llegaba en la identificación hasta donde su pasado militar y su
condición de gentilhombre, primogénito de un grande de España, hacía posible.
Mostré yo a Fernando el desagrado de redactar aun para firmarlo por otra persona
algo que al rey se dirigiese, pero comprendí la ventaja de asestar un golpe más
a la dictadura, y como no podía negar a Weyler aquel pequeño servicio, dicté,
colocándome magníficamente en la extrema avanzada que podían ocupar los
firmantes, la carta que con mi variable palabra enviaron al rey los dos
capitanes generales.
(He
procurado obtener copias de estas cartas y muerto el general y su hijo me ha
sido difícil. La que he encontrado impresa como enviada por los dos capitanes
generales no es la auténtica, es uno de los proyectos desechados).
Fue atención
de don Valeriano comunicarme también por medio de su hijo Fernando la respuesta
del rey a aquella carta. Firme era mi convencimiento sobre la culpabilidad
incorregible del monarca, verdadero asiento del régimen absolutista de que fue
máscara y se creyó eje el dictador; pero de haber conservado alguna esperanza
sobre la enmienda, me la habría hecho perder aquella obstinación en la altivez
y en la ceguera que representaba en crisis tan grave y peligro tan irremediable
un tono Luis XIV, desdeñando cuanto había de llamamiento constitucional y civil
en la advertencia de Weyler y Aznar, para convertirla con sequedad no
disimulada en lo que era, en una adhesión a su persona y a su significado.
Por fin en
mi archivo apareció esta copia que dice así:
SEÑOR
Los
capitanes generales que suscriben no pueden olvidar que, por la suprema
jerarquía que ostentan según las leyes, son por derecho propio conforme a la
Constitución, voz representante y autorizada de la conciencia y sentimiento del
Ejército y de la Armada acerca de los problemas nacionales. Menos podrían
olvidarlo en estos difíciles momentos y ante la iniciativa sin precedentes de
consultar distintas autoridades militares en exploración de mantenimiento o
retirada de confianza a la dictadura y al presidente que la ejerce.
Aunque
pueden estimar los que suscriben como muestra de respeto a su elevada situación
y sea desde luego grato para su comodidad no verse interrogados en esta
consulta, estiman y cumplen como penoso deber significar a V. M. la
intransferible prerrogativa de nombrar y separar los gobiernos, orientándose
por los dictados de la voluntad nacional entera y libre.
Madrid, 28
de enero de 1930.
Señor,
A.L.R.P. de V.M.
Dominaba en
Andalucía, con vehemencia estrictamente constitucionalista, la organización
ante todo y casi exclusivamente militar más adecuada a aquel plan, por ser
fácil tenerle dentro de la disciplina sólo parcialmente quebrantada en el
momento de la sublevación y convenir para semejante designio el alejamiento de
masas populares que inevitablemente tratarían de empujar y desbordar el
movimiento. En cambio en Madrid, partidarios de una solución más avanzada y
amplia cuidábamos de asegurar la adhesión y aun el concurso de fuerzas civiles.
En estas gestiones, que como todas las dirigía y llevaba principalmente
Villanueva (aun encontrándose enfermo y en cama como ocurrió en varios de
aquellos mismos días), tuvo una entrevista con D. Fernando de los Ríos que hubo
de causarle honda impresión. Díjolo claramente el
profesor socialista que a su juicio las masas populares, y desde luego lo
afirmaba de las socialistas, no se lanzarían ante un plan frío, ambiguo, neutro
como el de Cortes Constitucionales o soberanía nacional, sino que para sumarlas
se necesitaba la bandera resueltamente remodelada de la República. Bajo el
riesgo de que el influjo palatino se adelantara, apagando y deteniendo la
revolución militar, me dio Villanueva dos encargos, por mí rápidamente cumplidos
y de los cuales sólo descorrí algo el velo que los ha guardado con ocasión del
elogio fúnebre de aquel veterano ante las Cortes Constituyentes. Era el encargo
principal tener redactado un manifiesto revolucionario de sentido netamente
republicano, por si los acontecimientos imponían la urgencia de su publicación,
y fue la misión complementaria confiarme la advertencia que sobre esta
transcendental eventualidad, como sobre todas las novedades importantes,
entendí que debía hacerse a D. José Sánchez Guerra. Con la misma abstención de
intervenciones y facilidad expedita para la dirección confiada a Villanueva,
que venía siendo su norma de conducta, D. José quedó enterado del posible
evento, me mostraba su apoyo y no oponía obstáculos.
Como
temíamos, el movimiento militar de Cádiz, por mucho que quisimos apresurarlo,
quedó adelantado y con ello impedido por el planteamiento de la crisis
dictatorial cuyo desenlace a favor de Berenguer se presentaba rapidísimo y
previsto. Con la caída de Primo de Rivera la oferta de restaurar la legalidad,
la promesa clara de unas Cortes y el equívoco hábil de si tendrían función
constituyente, el ala derecha de la conspiración y su brazo armado Goded
quedaban sin entusiasmo, ya que no con plena satisfacción, porque habían
conseguido una parte de sus propósitos y podrán alegar como disculpa la
esperanza de obtener pacíficamente lo demás. Los que no podíamos sentir
satisfacción ni ilusiones quisimos hacer un esfuerzo, aun desesperanzados por
lo desfavorable del momentáneo ambiente. Salieron para Sevilla Miguel Maura y Salvatella, con el encargo de empujar hacia delante las
fuerzas comprometidas, pero era imposible conseguir allí nada. La guarnición,
salvo los vínculos que la ligaran personalmente con Goded, ofrecía débil punto
de apoyo, porque según pude comprobar en septiembre del mismo año por el leve
rescoldo que allí quedaba, nunca debió ser muy viva la llama revolucionaria. En
cuanto a elementos civiles comprometidos, salvo algunos amigos personales míos,
que también los tenía militares, y el hoy diputado radical Ramón González
Sicilia, o estaban situados en una extrema izquierda que sólo ha servido luego
para dañar o inquietar a la República o aunque firmes y leales para combatir a
Primo de Rivera, estaban social y políticamente bastante más a la derecha que
Burgos Mazo y habían de otorgar crédito de confianza a la situación que aquél
sólo creía merecedora de recelosa pero inevitable tregua.
No fueron
más eficaces, aunque se emprendieron con mayor optimismo, las últimas gestiones
para precipitar el alzamiento en Logroño. Alentábase allí la excepcional facilidad, única por aquel entonces en España, de poderse
encontrar incluso con la Guardia Civil, cuyo Jefe, actual ayudante mío, D.
Fernando Albert, distinguíase por una adhesión
resuelta e inquebrantable. Para allá salieron en noche de ventisca y nieve con
muy desigual esperanza, el marino D. José María Roldán, los capitanes de
Artillería D. Pedro Romero y D. Ignacio Pintado y como hombre civil, Ángel
Galarza. Llegaron a planearlo todo, incluso con redacción escrita, para el
movimiento, hubo las vacilaciones y retrocesos de casos tales, llegó allí
también el influjo enervante de la caída del dictador y no fue posible hacer
nada.
Berenguer
había sabido aprovechar el efecto moral, intenso aunque pasajero, del cambio y
el propio espíritu impulsivo e inquieto del comandante D. Ramón Franco, las
seguridades de plena reparación al derecho a la justicia, respeto leal e
imposible al dictado de la soberanía nacional fuese cual fuese su tendencia,
tranquilizaron las inquietudes, serenando los ímpetus. Don Miguel Villanueva
conoció por el propio Franco el diálogo de éste con Berenguer, la esperanza
entre confiada y expectante a que se inclinaban los aviadores comprometidos, y
esta situación de ánimo, transmitida rápidamente a las distintas guarniciones,
enfrió los entusiasmos de que había habido impresionantes ejemplos. Los habían
dado entre otros muchos un jefe de Aviación del Ministerio, D. Luis Riaño,
preparando en secreto aparatos que en vez de las proclamas gubernamentales
repartirían revolucionarias, y el aviador hoy también ayudante mío D. José Legórburu, quien al presentir la necesidad de sus
servicios, se trasladó desde su residencia a Madrid, a una velocidad
inverosímil, ofreciendo incluso cuanto podía constituir su ahorro.
Todavía con
el Gobierno Berenguer ya formado intentamos Villanueva y yo empujar la marcha
de los sucesos, y sacrificando la prudencia a la celeridad, incluso por
teléfono, sin clave y sin rodeos, dimos a varias poblaciones, señaladamente
Burgos y Logroño, el encargo desesperanzado e irremediable de hacer lo que
pudiesen.
La crisis y
su solución frustraban un movimiento militar de éxito seguro; hubiera sido una
Alcolea incruenta porque aun absteniéndose el dictador en haber sido
personalmente el Novaliches de aquella hora, no había
encontrado fuerza que mandar y oponer a la revolucionaria. Conseguíase sin embargo una ventaja inmensa que no estaba en las tímidas y engañosas
promesas de normalidad constitucional y justiciera y consistía en poner en
marcha los acontecimientos, precipitando por aceleración acumulada las escenas de
desenlace tanto tiempo retardado.
En el orden
de lo esencialmente político y produciéndose una reparación de
responsabilidades y de actitudes también trascendental, así como en las culpas
ya no era posible escudar las personales del rey en la confusión con las del
dictador aparente, así también en la protesta, aclarando la tendencia del
movimiento revolucionario, ampáranse los enemigos no
más del sistema, las maneras, los métodos de Primo, dejándonos no un
contingente crecido, pero con plena libertad de acción, a los que veíamos el
origen, la entraña, el sostén y la responsabilidad de la dictadura en el
monarca mismo. Una tregua para rehacer, encontrar fuerzas e incorporar otras
más numerosas, alejadas y frías por la ambigüedad de la anterior fórmula
revolucionaria. La tregua, en la rapidez y magnitud de los acontecimientos
históricos, iba a ser brevísima, y durante ella aún se producirían nuevos
desprendimientos o abstenciones que mermaran por la derecha y engrosaran en
mayor proporción por la izquierda, la hueste que acometía la revolución para
cambiar totalmente el régimen. En esa serie de transformaciones cambiaba el
objetivo a abatir de la dictadura al trono; la fuerza de asalto de un
conglomerado constitucional a una alianza republicano- socialista, y con
sorpresa para mí mismo, cambió también el caudillo, porque pasé a serlo desde
colaborador activo, que venía siendo mi papel y era mi deseo.
¿Desde
cuándo estaba fraguada la solución Berenguer? Yo creo que vislumbrada por el
rey desde mucho tiempo, tal vez antes de haberla insinuado Sánchez Guerra en
1926, y recordada en 1927. Desde luego con precisión algunos días antes de la
caída de Primo de Rivera.
Recuerdo en
relación con esa inminencia, por aquellos días, del Gobierno Berenguer, un
diálogo interesante que sostuve durante la boda de una hija de Sánchez Guerra.
Más que la boda misma consideré interesante la evocación sentimental de cómo se
había concertado, con ocasión de estar su padre preso en el barco en que servía
como oficial de Marina el novio. Más que la concurrencia brillante y numerosa,
lo más típico y destacado como testigo era Guerrita, con un lujoso traje de
torero rico y retirado. Más que nada el hervor de la conversación iba hacia los
barruntos de la crisis y yo encontré a Estrada, conspirador activísimo hasta
entonces, ministro inesperado poco después, muy al corriente de las cosas, y
sus pronósticos resultaron certeros. Formado el Gobierno Berenguer, Estrada,
cuyo brusco cambio de actitud era dificilísimo y violento, nos envió recado
diciendo que una noche llegaría a mi casa un hombre embozado en una capa, para
darme un abrazo y hablar largamente conmigo, y que ese hombre sería él. Transcurrieron
los meses, la temperatura no era ya para capa y el embozado nunca acudió;
porque el diálogo era tan difícilmente sostenible como su actitud. De mal
agüero eran las prendas de abrigo para anudar relaciones entre los
conspiradores. Con el trueque de gabanes terminó la solidaridad de la conjura
entre Lema y yo; con el anuncio de la capa terminó la comunicación respecto de
Estrada. Pero más diferencia que entre dos prendas había entre los dos hombres
y en nuestras relaciones. Lema se mantuvo siempre en una actitud firme, pero
templado como conspirador y al separarse francamente en una divisoria de la
marcha pudimos seguir conviviendo con Estrada, que pasó de las guerrillas del
movimiento al gobierno continuador de la dictadura, culpable de la ciega represión
de Huesca, y el trato quedó interrumpido.
Con parecida
cautela, aunque no con los mismos embozos, me anunció reiteradamente Berenguer
una visita, que como yo suponía, aun siendo antiguo amigo a quien yo no podía
negarme a recibir, nunca tuvo lugar. Efectivamente, procedió en sus
exploraciones cerca de los enemigos de la pasada dictadura, con un orden de
menor a mayor firmeza e intensidad en la oposición, que revelaba la táctica de
ir cercenando por sectores la hueste revolucionaria, y en tal orden comprendió,
no sin fundamento, que el último para tales intentos era yo. Fueron de avanzada
los gobernantes de las dos provincias en que radicaban mis intereses políticos
directos: el de Jaén a título de atención particular; el de Córdoba, director
de El Imparcial, ex diputado con franca exploración y ofrecimientos sinceros,
que agradecí pero no utilicé, mostrándole claramente lo irreductible de mi
oposición a la corona.
Anunciado el
discurso de Sánchez-Guerra, casi desde que se constituyó el Gobierno Berenguer,
fueron Estrada y Matos aplazando el permiso sin transparentar nunca la
prohibición, ni perder tampoco el contacto, alegando el pretexto de guardar
mayor serenidad en la pasión del auditorio, buscando, a mi entender sin
conseguirlo, aunque muchos de aquellos mismos lo creyeran logrado, una
atenuación en los propósitos y en las palabras del orador.
No recuerdo
un acto que despertara tanto interés durante este periodo. A mi lado en
distinto palco a D. Miguel Villanueva, que deseaba mejor que guardar más avance
en la posición de Sánchez Guerra, y al otro lado eran los vecinos, la redacción
de ABC, cuyo comentario áspero, rencoroso, irritado, no obstante una antigua e
íntima relación casi familiar con Sánchez-Guerra, anunciaba la situación fatal
pero irremediable que suele seguir con trato injusto, no obstante ser
explicable a las actitudes en que lo moderado e intermedio de la resultante
oscurece ante las pasiones recitadas, la rectitud objetiva del propósito y la
nobleza respetable de los móviles. Sin duda esta fatal injusticia la presentía el propio don José y por ello fue más valiente y
abnegado su civismo al pronunciar un discurso que no dejaba satisfecho a nadie
más que a su propio sentir en el desahogo de su conciencia.
Oratoriamente,
apenas sí se sintió, sólo muy levemente en lo físico, el decaimiento ya visible
y después desgraciadamente rápido en las facultades del que hablaba. Con todo,
quizá bajo ese aspecto sea lo mejor entre sus propagandas y polémicas, por la
seguridad en la medida y expresión del pensamiento y la firmeza sostenida del
propósito en circunstancias esas muy difíciles y ante la presión manifiesta de
la simpatía misma con que el auditorio procuraba llevar al orador
incomparablemente más lejos de donde quiso ir y fue. De ahí la decepción, que
no obstante el respeto y el cariño oscureció el éxito: desacuerdo de
tendencias, más que censura de obras.
Aquel
discurso, no obstante su frustración fulminante, llevaba en sí y en ésta misma,
consecuencias trascendentales, era la condenación de la corona por
Sánchez-Guerra, que proclamaba la culpa de aquélla, negándose a servirla y
subrayada por el público de selección intelectual, de calidad templada y aun
conservadora en gran parte, que aún encontró poco vigorosa la acusación y sobre
todo leve el castigo. Con toda su ilusión y su torpeza, el gobierno vislumbró
el abismo que acababa de mostrarse en la opinión porque la propaganda quedó de
nuevo estorbada tras ese primer ensayo.
A pesar de
todo, las consecuencias de ese discurso iban a ser incalculables. La actitud
del orador y la del público hacían imposible, por discrepancia esencial de
conclusiones, el mantenimiento del caudillaje leal y abnegado que en rigor cesó
por voluntad de Sánchez-Guerra a raíz de la intentona de Valencia. Veía yo
claro que D. José había acudido al público descargo de su conciencia, poniendo
remate de dignidad a un empeño y a una historia, casi a una vida política, cuya
continuación iban a ser ya no más que ocasiones e intermitentes epílogos.
Llegando hasta donde creía que podía llegar, no podía ser por voluntaria
renuncia el guía de un movimiento inevitable y mucho más decidido.
Comprendiéndolo así, no se distanciaba sólo por la fijación de una meta menos
alejada, ni por una velocidad de mayores pausas para alcanzarlas, sino que
haciendo un alto de apartamiento, dejaba paso abierto a lo que no quería ni
podía estorbar o seguir: era una abstención al margen de un impulso ya
arrollador. En el mismo día, abierta visiblemente la sucesión, desde un año
antes iniciado en el mando del movimiento revolucionario, mi vista se volvió
hacia Villanueva, cuya briosa lugartenencia había creado en torno suyo un
evidente prestigio, y determinado en mi antigua amistad un intenso
acrecentamiento de afectos. Recuerdo que mis hijas le dijeron al despedirnos:
«D. Miguel, no nos niegue Vd. el voto, que queremos contribuir a elegir
presidente de la República». Sonriendo contestó él: «A mí no, a mí no, lo
agradezco pero yo no, no puede ser», y efectivamente no iba a serlo, y esta
segunda eliminación aumentaba la intensidad y las responsabilidades de mi
empresa.
La recia
voluntad de Villanueva, que durante la lucha revolucionaria no se resintió un
momento por la enfermedad crónica y agudizada, y que con alardes de energía,
que dominaba la proximidad de los ochenta años, había de ser menos fuerte y
vencedora para resistir la serie de presiones que en torno a él ejerciera la
amistad de los afines. Mientras todos fuimos a un solo propósito no hubo
tirones encontrados ni vacilación posible, pero la dispersión de los
revolucionarios ante el nuevo gobierno y las perspectivas más o menos engañosas
de un pacífico retorno a la normalidad significaron para aquella voluntad
anciana convertirla en palenque donde se libraba la batalla de las dos
tendencias, prosecución de la empresa revolucionaria o tregua esperanzada en
soluciones transaccionales. Para el primer derrotero cerca de Villanueva era yo
casi el único que actuaba con éxito momentáneo, pero una labor mucho más
extensa y tenaz neutralizaba mi esfuerzo. Para detenerle en la indecisión
constitucionalista o constituyente, pesó mucho, como antes cerca de
Sánchez-Guerra, el parecer de Bergamín y sobre todo el de Burgos Mazo, pero en
este último más que su propio criterio y temperamento democráticos, con
proceder en lejana evolución de la extrema derecha conservadora, pesaba la
singular ambigüedad e incorregible vacilación de D. Melquíades Álvarez. Tal vez
un temor equivocado al reproche de informalidad contenía al gran orador
reformista, impidiéndole ver que un retorno a la República, lejos de ser
contradanza, era la postura más lógica y expedita que para situarse en tal
campo tuvo ningún partido o persona con motivo de la dictadura y después de
ésta. La aproximación de los reformistas a la monarquía, como la anterior del
posibilismo, había descansado, y no ya tácita sino expresamente, sobre el
supuesto de un compromiso recíproco en la monarquía para ser no ya sinceramente
constitucional, sino intensamente democrática. Incumplida escandalosamente la
obligación, por la corona, con retroceso al despotismo del poder personal, el
deber de los antiguos republicanos que habían evolucionado quedaba a su vez
resuelto y expedito el derecho para volver a las antiguas posiciones de la
República, acusando al rey con mayor razón y energía que nadie. No se podía
dirigírseles ni el reproche de candidez en la confianza, porque el rango de
quien los había engañado era suficiente disculpa para su ingenuidad. No lo
entendió sin embargo así Melquíades Álvarez, y el reformismo acentuó fuera de
razón el equívoco de su ambigüedad y la sutileza de ser accidentales las formas
de gobierno a la hora en que este problema había vuelto a ser, con más
intensidad y razón que nunca, el eje de la vida pública española. Por eso el
discurso contradictorio de Álvarez, cuando ya a fin de abril, reanudadas las
propagandas harto tardíamente en La Comedia, sin aprovechar siquiera el
experimento que dos semanas antes había significado el mío de Valencia,
encontró la repulsa manifiesta e irritada de un público cortés, congregado por
invitación y admirador subyugado de la lógica contundente y las bellezas
oratorias con que el orador había flagelado al rey en la primera parte, para
facilitarle en la segunda la impunidad de su continuación en el trono.
Fueron
cerrando todas las soluciones de una posible e indispensable dirección
gubernamental, para el movimiento revolucionario, y como éste sólo podía
encauzar quien, con experiencia de gobierno y significación templada, pudiese
ofrecer garantías al deseo de orden y al sobresalto de lo desconocido que tiene
la conciencia española, el puesto que iban dejando vacantes tantos a quienes
reiteradamente, y sirviéndoles yo, incitara a ocuparlos, unía a ser un deber
que se me imponía, por alejamiento de los demás y por apreciación madura,
reflexiva, muy prolongada en mi última deliberación.
Las
meditaciones hechas durante los años de la dictadura, de cuyo interno proceso
en mi conciencia hay huellas suficientes en las memorias, se condensaron en una
recapitulación retrospectiva y presente, al final del invierno de 1930.
Confirmé una vez más la imposibilidad moral y material de que continuara el
rey; vi que las enormes dificultades de juzgar la conducta de éste, reinando un
hijo suyo, se agravaban por agotamiento dinástico, que planteaba casi la
incapacidad sucesoria, principal ventaja y aun razón de ser de una monarquía
hereditaria, no dudé como no dudó nadie que ni en 1869 fue quimera la ilusión
de una dinastía extraña, aun con raras cualidades en el primer llamado, en las
condiciones de España y de Europa de 1930, eso no podía ni pensarse, presentí
todos los estragos de una República epiléptica efímera, destructora y estéril;
o por exclusión de todas esas soluciones vi como una única posible una
República de orden.
Resuelto a
mostrar mi pensamiento en Valencia, ciudad que escogí sin vacilar entre las que
me tenían invitado para mi primer discurso al reanudarse las propagandas, allá
me fui para hablar el domingo 23 de abril. Pero antes de este discurso, cuyas
consecuencias iban a superar pronto mis cálculos, hubo dos prólogos de algún
interés en Madrid.
En la serie
de retrocesos o de revelaciones que rectificaban la esperanza inicial de
rectitud, despertada por el Ministerio Berenguer, fue de lo más expresiva una
circular justificada por la Fiscalía del Tribunal Supremo, lanzada precisamente
a causa de ello por la dictadura mediante el escandaloso decreto que en los
últimos días de 1928 suprimió de plano la inamovilidad judicial. Pero poco
después de nombrado fiscal, el Gobierno Berenguer la impuso para poner mordaza
a toda propaganda y amparar con impunidad las culpas fundamentales de la
dictadura, una circular draconiana y farisaica en la cual de la Constitución
deshecha por el monarca sólo quedaba en pie con todo el poderío de éste su
inviolabilidad absoluta, y como fortificación de ella contra cualquier orador o
periodista las brutalidades penales del Código gubernativo y dictatorial que
había sido unificado no ya ante la opinión política, sino ante la conciencia
jurídica, el mayor y más audaz exceso de poder arbitrario. Me sorprendió en el
campo la lectura de aquella circular arrancada o impuesta a un espíritu
justificado, y con la indignación de su lectura, inmediatamente y de un tirón,
redacté la carta que a continuación transcribo por la polvareda que levantó y
porque fue la primera transparencia de las consecuencias lógicas a que el
avance del tiempo y las fuerzas de los sucesos llevaba mi oposición
irreductible al poder personal, verdadero origen, sostén y animador de la
dictadura, sólo atenuada en aquellos días por exigencia táctica, pero esencialmente
mantenida.
Carta del
Excmo. Sr. D. Niceto Alcalá-Zamora al fiscal supremo D. Santiago del Valle,
publicado en El Sol de 18 de marzo de 1930:
Mi
respetable compañero y querido amigo: porque debe hacerse justicia a aquellos
de quienes se pide ésta, me complace siempre decir que V. E. la enalteció con
su ejemplar conducta de magistrado, a la que no faltó para ser perfecta ni
siquiera el atropello de la dictadura, precisamente por ello recibido.
Culminaron los desafueros del poder arbitrario en aquel Real Decreto de
diciembre de 1928 que arrancó de su toga y de otros emblemas llevados con
dignidad en la vida y recordados al fallar con decoro; ha sido quizá el mayor
acierto del nuevo Gobierno su nombramiento [...], aunque los espíritus amantes
de la justicia, que no confunden la reparación debida con la compensación
ganada, habrían deseado el espectáculo educador de una solemnidad más grande
que la apertura de tribunales, en la que V. E. con sus compañeros de
persecución hubiera sido reintegrado públicamente en el cargo que tanto honrara
siquiera por veinticuatro horas, antes de ascender a las posiciones que le
deseo y merece. Así se habría celebrado la nulidad absoluta de aquella
monstruosa determinación sin dejar de ésta otro rastro y efecto que la validez,
por evitar un trastorno de las actuaciones en que entendieran sus
reemplazantes.
Quiero
recordar también que, aun cuando la justicia y más en espíritu cual el suyo, no
se haga teniendo por móvil y base de la esperanza harto ilusoria de la
gratitud, sobradamente frágil, para alentar virtud alguna, hay épocas en que la
rareza del tesón justiciero halla respuesta en otra conciencia lo bastante
noble y compresiva para tributar el reconocimiento del defensor a la rectitud
del magistrado. Con todo eso que acabo de aludir, surge llena de amargura, pero
libre de acritud, mi discrepancia, tan resuelta como respetuosa, respecto de la
reciente y ya famosa circular que como representante del Gobierno ha publicado.
Con igual convicción que falta de esperanzas expongo mi parecer y acudo a V. E.
a fin de que rectifique el suyo. Utilizo el derecho de petición y el de emisión
de pensamiento, y al invocarlos por ese orden atiendo a un motivo de fondo y a
otro de forma: es el primero, el que de petición no puede suspenderse a
diferencia de la libertad de propaganda: es el segundo, que, en grata deferencia
de cortesía, mi carta sólo intentará llamarse abierta cuando lo haya sido por
V. E.
Asómbrame
que para defender un postulado constitucional se recuerde y aplique el Código
Penal promulgado por la dictadura. No aludo con ella a sus defectos sin
disculpa a su pobre espigueo en el progreso jurídico de sesenta años. Me
refiero a que, aun centuplicados sus aciertos, no compensarían el bárbaro
retroceso a la penalidad por decreto, a la «inconstitucionalidad máxima» que
ese titulado Código supone. Su sola existencia, dado el origen, destroza la
Constitución, chocando abiertamente con cuatro de sus artículos esenciales: con
el 18, según el cual sólo son leyes las votadas en Cortes; con el 54 n° 1, que veda excesos tales a la mera potestad
reglamentaria del Poder Ejecutivo; con el 16, de elemental civilización, «de
los que no pueden suspenderse» conforme al que no cabe proceso ni leyes
anteriores al delito, y con el 17, que sobre advertir la imposibilidad de
suspender el 16, lo refuerza declarando que, ni suspendidas las otras garantías
y en estado de guerra, se podrá aplicar ni establecer penalidad distinta de la
fijada en la ley.
Proteger la
Constitución con el Código de D. Galo Ponte, o sea con el texto que destroza a
aquélla, es imposible. Venga otra circular recordando el comiso de los
ejemplares de ese Código como cuerpos del delito previsto en el artículo 207
del auténtico, ya que un precepto gubernativo que pretende ser «penal» sólo
consigue en Derecho ser «penable».
La
dificultad esencial no se sortea ni se evita acudiendo al Código de 1870,
porque está en la entraña del problema. Admitido el milagro absurdo de que se
pueda alternadamente matar y resucitar la Constitución, según plazca o
convenga, ningún precepto de aquélla puede servir de obstáculo para su defensa
y amparo a su violación.
En la
guerra, sólo en la guerra, y como escarnio cumbre de la violencia, se ha visto
a los asaltantes de las murallas, guarda y confianza para la existencia de los
pueblos, atrincherarse en los restos de su destrozo cuando los azares de la
lucha, con frecuencia la alarma por sus correrías y la protesta por sus
estragos, les imponían o aconsejaban la defensiva como táctica temporal, nunca
de conducta fija y tranquilizadora. Pero el derecho no es la fuerza, sino
superior a ella, único señor terrenal de ella.
Quizá oiga a
espíritus cortesanos, con los que no le confundo, que cierto artículo de la
Constitución, el que excluye y afirma las responsabilidades, viene a ser clave
de la misma: el más visible por alto y refulgente. Admitido el criterio, sólo
que por objetar que en los monumentos constitucionales, como en todos, las
cúpulas no pueden sostenerse cuando rodaron, así fuese por culpas ajenas,
sillares menos labrados pero más recios, que eran pilas o cimiento.
Reducir los
respetos constitucionales a uno solo, cuando se han deshecho los demás, no es
lícito, y aún como imposición del Poder es más gallardo un acto de fuerza que
una fórmula de ley.
He de
concluir recordando, aunque me conoce, que mi exposición, contradictoria de su
criterio, no solicita ni sugiere benevolencia de trato. Nos hemos conocido en
la lucha por la justicia, de la que siempre quise y quiero ser apasionado
servidor, que rehúye ficciones, busca culpas y combate iniquidades. En esa
noble misión hemos llegado a ser excelentes amigos. Pero tal vez mi vocación no
se verá tan cumplida ni mi conciencia quedará tan tranquila como el día en que
su cargo y mis convencimientos establezcan entre los dos una relación que nunca
sospechamos: la de reo, prevista en los errores de su circular, perseguido por
el celo de sus subordinados. Aun así, continuará inquebrantable mi afecto, y
cordial a más de cortés, mi consideración. En muestra de ella he querido que
del probable evento tenga noticias, antes que por la denuncia ajena, por
anticipo de la confesión propia.
Siempre su
leal amigo q. e. s. m., Niceto Alcalá-Zamora
Poco antes
de salir para Valencia, el rumbo y la conclusión de mi discurso, definidos de
actitud, ofrecían ya escasa duda para los pocos espíritus atentos que
observaron alusiones muy claras en la conferencia pronunciada en Madrid la
noche del 11 de abril de 1930. En la serie de biografías de antiguos
presidentes de la Academia de Jurisprudencia organizadas por Ossorio y Gallardo
con motivo del segundo centenario de aquélla, me correspondió a mí hablar
acerca de Olózaga. No podían faltar como en todo momento de propaganda cohibida
las insinuaciones de orden político a que además tanto se prestaban la vida
intensa, romántica y tumultuosa del biografiado. Aun sin sujeto tan ocasional
para ello, ya en la primera conferencia de la serie, acerca de D. Manuel Cortina,
D. Francisco Bergamín inició su retroceso hacia la posible transacción con el
rey deslizando una frase que fue comentadísima, su confianza en la enmienda de
las alturas. Como inmediatamente después vino la conferencia a mi cargo,
aproveché la ocasión de decir que tal confianza la había perdido en absoluto
como en su tiempo la perdió Olózaga y recordé que éste, marcando la evolución
natural al progresismo ante lo incorregible de la dinastía en los últimos días
de su vida, no negó ni consejo ni concurso a la República.
Para
Ossorio, que presidía la sesión, no quedó nada y hubo de rogarme que aun
haciendo más incómodo el viaje a Valencia, lo retrasara para intervenir en la
tarde del 12 de abril en el Colegio de Abogados acerca de la derogación del
famoso Código Penal gubernativo. Accedí a ello y a iniciar el debate como lo
hice con moderación de forma que obtuvo el respeto, ya que no fuera posible la
conformidad, del propio hijo de Primo de Rivera, pero con implacable oposición
de fondo. Sustituí en mi propuesta el concepto de derogación reconocedora y
permisiva de un periodo de vigencia y eficacia legítima de aquella obra ilegal,
por el de anulación completa de sus efectos, y extendí el examen a la revisión
total y sintética de la obra legislativa de la dictadura. Este problema había
determinado en mis largas meditaciones desde que prolongándose el régimen
traído por el golpe de Estado, fue imposible por fuerza de realidad, culpa
general de sometimiento y trabazón poderosa de intereses creados al amparo de
situaciones jurídicas, cortar y separar las arbitrariedades con la simplista y
expeditiva solución de declarar ilegal y nulo todo lo hecho. Fruto de aquellas
meditaciones aún más puntualizadas desde que Sánchez Guerra me confió enviarme
mediando septiembre de 1928 el encargo de concretar solución para tan magno
problema, fue la clasificación de todos los decretos-leyes (que dicho sea de
paso, seguía expidiéndolos el pseudo-constitucional Gobierno Berenguer) en cuatro grupos: derogados con eficacia de las situaciones
y ejecutorias a su amparo; anulados en sus consecuencias mismas por enorme
atropello a la libertad, a la civilización jurídica o a sustanciales derechos
del Estado; subsistentes por imposición de realidad cuya perturbación implicara
trastorno o excepcionales acierto y ventaja, y todos los demás, muchas veces
publicados como leyes por mera vanidad pretenciosa y suntuaria, reducidos al
rango de preceptos reglamentarios, sólo aplicables en cuanto se conformaran con
el texto superior de las leyes votadas en Cortes. Este criterio de
clasificación no encontró objeciones ni impugnados dentro del Colegio de
Abogados, donde aquella tarde exponía el meditado decreto, que un año después,
el 15 de abril de 1931, iba a publicar como Jefe del Gobierno Provisional para
que sirviera de base a la liquidación legislativa de la obra dictatorial. Como
se ve el Gobierno revolucionario no pecó por imprevisión ni por improvisación:
sus acuerdos tenían lejana e insólita raíz de estudios preparatorios de larga
reflexión.
Y en la
noche del 12 de abril de 1930, después de trabar conocimiento y amistad, en
diálogo interesantísimo con Alfonso Costa sobre las futuras relaciones de
soberanías plenas y constantemente acordes entre España y Portugal, salía para
Valencia. Allí, al día siguiente iba a cambiar de modo ostensible y
trascendental el rumbo de mi vida. Eso lo sabía yo; lo que no pude calcular es
que el influjo del suceso llegara tan rápido y tan hondo a la marcha general de
la vida pública española: consecuente con mi concepción histórica que reduce a
proporciones mínimas el papel efectivo de los protagonistas aparentes, para dar
a la colectividad entera y al encadenamiento de los hechos el influjo
principal, comprendo perfectamente que ese punto de vista se confirma por la
desproporción entre el acto y la persona de un lado y la magnitud de las
repercusiones por otro. Es que todo estaba preparado y la explosión republicana
sólo necesitaba para concentrar primero y para lanzar después sus fuerzas una
adhesión gubernamental, aliento y garantías de confianza, fuese de quien fuese.
PROPAGANDA
Y ORGANIZACIÓN REPUBLICANAS
|