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CAPÍTULO 93.FUERZAS DE ORDEN PÚBLICO RAPTAN Y ASESINAN A CALVO SOTELO
A las
diez de la noche del 12 de julio, en el momento en que el teniente de
Seguridad José Castillo pasaba por la calle de Augusto Figueroa, en dirección a
la de Fuencarral, de Madrid, fue muerto a tiros. Pertenecía al Segundo Grupo de
Fuerzas de Asalto y se dirigía al cuartel de Pontejos, a tomar servicio. Frente
a su casa le acechaban cuatro individuos, uno de los cuales gritó: «¡Ése, ése
es!» En seguida vinieron los disparos: dos de ellos le alcanzaron, uno, en el
corazón, y el oficial se desplomó. Varios transeúntes lo colocaron en un
automóvil, que lo trasladó al Equipo Quirúrgico, a donde llegó ya muerto. Poco
después fue llevado a la Dirección General de Seguridad e instalado en una
capilla ardiente dispuesta con adorno de flores y banderas rojas. Aquí fue
velado por su esposa, compañeros del Cuerpo y directivos de las Juventudes
Socialistas Unificadas, y su primo Carlos Castillo, abogado del Socorro Rojo
Internacional. En la calle rugía una muchedumbre que alzaba los puños y pedía
venganza. El teniente Castillo pertenecía al grupo de instructores de milicias
rojas, y el 16 de abril, durante el entierro de un alférez de la Guardia Civil
muerto en los incidentes del desfile conmemorativo de la República, se había
distinguido por su violencia al disolver los grupos y dio muerte de un disparo
al joven tradicionalista Llaguno, que protestaba contra los excesos de la
fuerza pública.
La
noticia del crimen se supo pronto en la Casa del Pueblo, no muy distante del
lugar donde acaeció el suceso; se propagó con celeridad por los centros
políticos extremistas, en los que el teniente era conocido, y produjo
indignación. En el cuartel de Pontejos y en la Dirección de Seguridad la
excitación llegó al paroxismo.
Varios
compañeros de Castillo, instructores, como él, de las Juventudes marxistas, y
algunos paisanos, guardaespaldas de personajes de la situación, que se
mostraban muy excitados, pedían a gritos inmediatas y ejemplares represalias
para aterrorizar a las derechas. «El Director general de Seguridad, Alonso
Mallol —escribe Prieto — no supo imponerse llamándolos con energía a la
obediencia, y esos guardias decidieron proceder por su cuenta.» Avisado el
subsecretario de Gobernación, Ossorio Florit, de que
en el cuartel de Pontejos se planeaban acciones criminales contra jefes de
derechas, nada hizo por impedirlo.
Se
hallaban las Secciones Primera y Segunda de retén en el Cuartel de Pontejos
—refiere el guardia de Asalto Castro Piñeiro— y pasada la media noche llegaron
unos paisanos «conocidos como extremistas de izquierda», y el guardia de Asalto
José del Rey, condenado a treinta años por su participación en los sucesos de
octubre de 1934, amnistiado y repuesto por el Gobierno. Pertenecía a la quinta
compañía y formaba en la escolta de la diputado Margarita Nelken. Uno de los
paisanos era Victoriano Cuenca, «bajo, fuerte de espaldas, la cabeza pelada y
el color cetrino», antiguo obrero panadero, en otro tiempo guardaespaldas del
presidente Machado, en Cuba, ahora adscrito a la escolta de Prieto, con carnet
de guardia de Asalto, sin serio. En el patio del Cuartel, oficiales, clases,
guardias y paisanos discuten en corros con viveza y voces levantadas.
Entre
tanto, en las proximidades del Cuartel se estacionan coches ligeros y
camionetas de la Dirección General de Seguridad. Hacia la una de la madrugada
se forma la compañía de servicio, a la que pertenece el guardia Castro Piñeiro.
Poco después de las dos se dispone su salida en coches y camionetas. El jefe de
cada vehículo recibe la orden escrita de la misión a cumplir, que les entrega
el teniente Andrés León Lupion, de la Sexta Compañía.
Los guardias avanzan por el orden en que están formados, y a Piñeiro Castro le
toca hacerlo con sus compañeros Bienvenido Pérez Rojo y Ricardo Cruz Cousillos. El teniente Barbeta les ordena subir a la
camioneta número 17, en la que se hallan los guardias de Asalto, vestidos de
paisano, Amalio Martínez Cano, Enrique Robles Rechica,
Sergio García, Ismael Bueso Vela, el estudiante de Medicina Federico Coello
García, socialista, que presta asistencia médica a Cuenca, aquejado de
enfermedad específica; Santiago García, y Francisco Ordóñez, de las milicias
marxistas, Suben también Victoriano Cuenca, el guardia amnistiado José del Rey,
a quien el teniente Lupion entrega un papel. Conduce
la camioneta el guardia Orencio Bravo Cambronero. Toma el mando el capitán de
la Guardia Civil Fernando Condés, de unos cuarenta
años. Viste de paisano. Alto, delgado, espíritu jacobino, impaciente por
precintar la revolución en la calle. La diputado Margarita Nelken, su amiga, y
los dirigentes marxistas le consideran por su energía y audacia como hombre
esencial en situaciones de turbulencia. Activo participante en la preparación
de los sucesos de Octubre de 1934 en Madrid fue sentenciado a reclusión
perpetua. Cumplió condena en el penal de Cartagena hasta la concesión de
amnistía.
Se pone
en marcha la camioneta y un turismo ocupado por los oficiales del Cuerpo de
Asalto, capitanes Antonio Moreno Navarro e Isidro Avals Cañada, y los tenientes Andrés León Lupion, Alfonso
Barbeta y Máximo Moreno, que sigue a la camioneta por la calle de Alcalá hasta
el comienzo de la de Velázquez. Por ésta continúa el primer vehículo, y al
llegar al cruce con la de Diego de León, cambia de dirección, deteniéndose
frente a la casa número 89, domicilio de Calvo Sotelo. Desciende primero el
capitán Condés, quien, como jefe de la expedición,
ordena al guardia Castro Piñeiro y a dos paisanos que detengan y registren los
coches que pasen; manda a otros dos montar vigilancia en bocacalles inmediatas,
pistola ametralladora en mano. A la puerta de la casa se hallan de servicio dos
guardias de Seguridad, a quienes Condés les muestra
su carnet de capitán de la Guardia Civil, a la vez que les dice: «Vamos al piso
de Calvo Sotelo a practicar un servicio.» Los guardias intimidados por la voz y
el gesto autoritario del jefe no hacen ninguna objeción.
Acude el
sereno y Condés le ordena abrir el portal. «¿Es que
vienen a detener al señor Calvo Sotelo?», pregunta. A lo cual le responde uno
de los paisanos: «Tú, lo mejor que puedes hacer es alejarte, si no quieres
ganarte dos tiros.»
Suben al
primer piso —domicilio del diputado— el capitán de la Guardia Civil, Victoriano
Cuenca, José del Rey y dos o tres más. Pulsan el timbre y acude una sirvienta,
que desde dentro pregunta quiénes son. Le contestan: «Abran a la autoridad.
Traemos orden de practicar un registro». La sirvienta se aleja y da cuenta de
lo que ocurre a Calvo Sotelo, que ya descansaba en el lecho. Se incorpora
sobresaltado y cubriéndose con un batín sobre su pijama se dirige a la puerta.
A su pregunta: «¿Quiénes son?», repiten que agentes de la autoridad en
servicio; oído lo cual, el dueño les franquea la entrada. Condés,
a la vez que muestra el carnet militar, dice a Calvo Sotelo que tiene orden de
hacer un registro, y sin más explicaciones se adentra en la casa, seguido de
los esbirros. Uno de éstos penetra en el despacho, agarra el auricular del
teléfono y de un tirón arranca el cordón de raíz. En este momento Condés anuncia a Calvo Sotelo que debe disponerse a
acompañarles a la Dirección General de Seguridad para ser sometido a un
interrogatorio. Todo es tan anormal y extraño, tan sospechosa la mezcla y
pelaje de guardias y paisanos, que Calvo Sotelo se asoma al balcón abierto a la
noche sofocante y dirigiéndose a los guardias de Seguridad, de vigilancia en la
calle, les pregunta a gritos si los que han subido son agentes de la autoridad:
la pareja contesta afirmativamente. La respuesta no le saca de duda al diputado
y vuelve a interrogar: «¿Son verdaderos agentes?» Repiten que sí. Entonces
Calvo Sotelo le recuerda a Condés que, como diputado
que es, goza de inmunidad parlamentaria y no puede ser detenido sino en
flagrante delito, caso que no existe, por lo cual desea hablar con la Dirección
General de Seguridad. Como el teléfono ha sido roto, Calvo Sotelo debe
renunciar a su propósito. A la institutriz, René Petus,
que intenta salir para hablar desde el teléfono de algún vecino de la casa, se
le prohíbe abandonar el domicilio. Ya no duda el diputado de que es víctima de
una maquinación criminal, pero no ve escape ni salvación. Se siente cercado por
los polizontes y paralizado por la presencia en la habitación inmediata de su
mujer y de sus hijos, a quienes debe ahorrarles el espectáculo de que le vean
caer asesinado. Aparenta ceder a la «palabra de caballero» que da el capitán Condés de que dentro de cinco minutos se encontrará en la
Dirección General de Seguridad, donde podrá alegar cuanto estime oportuno.
Penetra Calvo Sotelo en el dormitorio, para vestirse; Condés y del Rey le siguen y desde el marco de la puerta le observan sin perder
detalle. Previamente, el capitán ha desgarrado con rabia una enseña roja y
gualda que uno de los guardias cogió de un estante de la biblioteca para
entregársela como prueba delictiva al jefe de los allanadores. En el mismo
despacho, colocada en el rodillo de la máquina de escribir hay una cuartilla
tal como la dejó Calvo Sotelo al interrumpir su trabajo. Lleva escritas estas
palabras: «España está en ruinas. Vamos a reconstruirla». Ninguno de los
intrusos reparó en ella.
Mientras
tanto, su esposa doña Enriqueta de Grondona, aturdida y con la inconsciencia
natural producida por la sucesión de tan terribles e insólitas escenas, prepara
un maletín con los útiles más precisos de aseo.
El marido
le pide que incorpore también cuartillas y una pluma. Con voz débil, como un
susurro, le repite ella: «No te vayas, no te vayas». Una de las veces, Calvo
Sotelo le replica: «Calla, porque éstos se van a reír de ti, y entonces no
respondo de lo que pueda hacer».
Esforzándose
para que su rostro no delate la tremenda emoción sofrenada, Calvo Sotelo entra
en los dormitorios de sus hijos, da un beso a cada uno de ellos: Conchita,
Enriqueta, Pepe y Luis Emilio, que duermen, con excepción de la mayor,
Conchita, la cual le pregunta dónde va. «No te asustes —responde—, me llevan
detenido, pero volveré en seguida.» La esposa Je acompaña hasta la puerta. A
punto de salir, el marido le dice: «Siento todo esto por ti, que siempre eres
la víctima.»
«¿Cuándo
sabré de ti?», le pregunta ella, viéndole rodeado y en poder de los
secuestradores. «En cuanto llegue a la Dirección de Seguridad intentaré
comunicar contigo, si es que estos «señores» —exclama con triste ironía— no me
llevan a pegarme cuatro tiros.» Sin perder el dominio de sí mismo, dice los
últimos adioses y baja rápido la escalera. En el portal, ya iluminado, se
encuentra al portero, Agustín García, a quien encarga avise a sus hermanos,
pero que nada diga a sus padres, ancianos y enfermos.
Una vez
en la calle, Condés le ordena que suba a la
camioneta, que en sus costados lleva esta inscripción: «Dirección General de
Seguridad. Compañías de Asalto». Y el número 17 con signos muy destacados. «Y
usted, capitán, ¿no sube?», pregunta Calvo Sotelo. «Sí, ahora mismo.» El diputado
exclama: «¡Vamos a ver para qué nos quieren!»
A Calvo
Sotelo, que viste un traje gris, Condés le manda
situarse en la tercera fila de asientos de la camioneta, contando como primera
la correspondiente al conductor. Ocupa un sitio entre el guardia Castro Piñeiro,
sentado a su izquierda, y otro guardia de Seguridad, del Escuadrón de
Caballería, a su derecha. Condés se sienta a un lado
del conductor y José del Rey, al otro. El pistolero Victoriano Cuenca, en la
cuarta fila, exactamente detrás de Calvo Sotelo. El orden de colocación ha sido
fijado por Condés con buen cuidado de que nadie se
sitúe en los asientos inmediatamente anteriores que ocupa el secuestrado.
El
vehículo parte a gran velocidad y al llegar al cruce de la calle de Velázquez
con la de Ayala, cambia de dirección para seguir por esta última. El detenido,
sorprendido por el nuevo rumbo, grita: «¿Adónde vamos? Por aquí no se va a la
Dirección de Seguridad». En este momento Cuenca se incorpora, empuña su pistola
y dispara contra la nuca de Calvo Sotelo. En el acto —refiere Castro Piñeiro—
el guardia de Seguridad que iba a la derecha del diputado pasa a ocupar un
asiento en la fila siguiente, para no mancharse de sangre, y el asesino,
inclinándose sobre la víctima, que se ha desplomado exánime de bruces, hace un
segundo disparo apuntando a la cabeza. El coche, escenario del nefando crimen,
sigue su carrera. Cuenca exclama con voz que oyen todos: «Ya cayó uno de los de
Castillo. Ahora, al cementerio.» Condés y José del
Rey cambian una mirada de inteligencia.
Al
desembocar la camioneta en la calle de Alcalá, se cruza con otra de Compañías
de Asalto allí estacionada. La ocupan los guardias del teniente Barbeta, el
mayor, que por estar en el secreto de la criminal misión de la camioneta
número 17, la espera para convencerse de que los planes se habían cumplido.
Sigue el vehículo calle de Alcalá arriba, hasta el cementerio del Este Una vez
aquí, descienden Condés y José del Rey, buscan a los
guardianes y regresan a poco en compañía de dos vigilantes, a quienes les dicen
que traen el cuerpo de un sereno que han encontrado muerto en la vía pública.
Todo puede ser. Se viven unos días revueltos, de tan fácil criminalidad, que no
es el primer muerto abandonado en la calle que se recibe en el cementerio en
circunstancias anormales.
Ordena el
capitán que se aproxime la camioneta al pórtico lo más posible, y una vez
hecha la maniobra, grita: «¡Hala! ¡Bajar a ese hombre!» Colaboran todos para
sacar, no sin gran trabajo —pues Calvo Sotelo era un hombre fornido—, el
cadáver de entre los asientos y lo transportan al depósito, dejándolo sobre una
mesa de mármol. «¿La hoja de filiación?», reclama uno de los guardas. «Mañana
la traeremos», le responden. Y acto seguido inician el regreso. La carrera se
hace en silencio. Se han librado del cadáver, pero una fuerza misteriosa
oprime, abrumadora, y abate los ánimos. El conductor es el primero en hablar:
«Supongo que no nos delatarán.» Condés le
tranquiliza: «No te preocupes, que nada pasará.» El guardia José del Rey
garantiza el secreto: «El que diga algo, cuente que se suicida. Le mataremos
como a un perro.» Y vuelve a reinar el silencio.
Nada más
se habla hasta llegar a Pontejos. El cielo empieza a iluminarse con los
fulgores del alba.
«Una vez
en el cuartel de Pontejos —refiere Castro Piñeiro—, el capitán Condés pasó al despacho del oficial de guardia, donde
estaba el comandante Burillo, que al momento salió y abrazó al pistolero
Cuenca, que llevaba en la mano el maletín de Calvo Sotelo. Burillo echó su
brazo sobre los hombros del asesino y seguidos del capitán Moreno Navarro, de
los oficiales Lupion, Merino y Barbeta, subieron las
escaleras, hacia la Comandancia, en la que entraron y permanecieron largo
rato.» Empezaban a llegar los oficiales para informar del cumplimiento de los
servicios nocturnos y de madrugada que se les habían encomendado: de las
camionetas descendían los capturados en las redadas y eran conducidos a los
calabozos. Los semblantes de los guardias y de los presos palidecían por la
emoción, la fatiga y el insomnio.
Al
clarear el día se presenta el teniente coronel Sánchez Plaza, Jefe superior del
Cuerpo, que pasa a entrevistarse con Burillo. Entre tanto, un guardia, de
probado fanatismo marxista, Tomás Pérez, se dedica a limpiar las manchas de
sangre de la camioneta número 17, estacionada en la plazuela de Pontejos, a la
puerta del Cuartel.
* * *
Apenas
perpetrado el secuestro, la esposa de Calvo Sotelo se derrumba como desvanecida
en un sillón, en tanto un muchacho recadero, Francisco Sánchez, que vive en la
casa, por otro teléfono, instalado en el departamento de servicio, llama a los
hermanos del detenido, Luis y Joaquín, y a Andrés Amado y Arturo Salgado Biempica, amigos íntimos comunicándoles lo sucedido. Otro
gran amigo y vecino de casa del líder monárquico, Joaquín Bau también avisado,
se hallaba ausente de Madrid. Los primeros en llegar son Salgado Biempica y su esposa, que viven en una calle próxima a la
casa del diputado. Inmediatamente resuelven llamar a la Dirección General de
Seguridad y que sea la propia esposa de Calvo Sotelo la que pregunte los
motivos de la detención y por el paradero de su marido. El director general,
Alonso Mallol, le responde que no se ha dado orden de registro de la casa de
ningún diputado y menos de detención. Y acto seguido exclama: «Parece mentira
que un hombre con el talento de su marido se haya entregado tan fácilmente».
Con lo cual queda dibujada con caracteres terroríficos la tragedia presentida.
Poco
tardan en presentarse en el domicilio de Calvo Sotelo los hermanos y amigos
avisados. En cuanto conocen los detalles del dramático secuestro salen
disparados hacia la Dirección de Seguridad, donde, tras insistente forcejeo,
logran ser recibidos por Alonso Mallol, muy ocupado, como todos los
funcionarios de la casa, en preparar el traslado al cementerio del cadáver del
teniente Castillo, de cuerpo presente en una estancia inmediata, convertida en
capilla ardiente, abarrotada de gente. El director general afirma no saber nada
del suceso. Ha ordenado que se averigüe el paradero del diputado y los nombres
de quienes practicaron la detención. Desde allí se trasladan los indagadores al
Ministerio de la Gobernación, donde coinciden con el diputado y catedrático de
la Central, Pedro Sáinz Rodríguez. El subsecretario, Ossorio Tafall, carece de noticias sobre el asunto; pero promete
enterar al ministro y dar órdenes para averiguar lo ocurrido. Los amigos y
familiares de Calvo Sotelo se niegan a abandonar el despacho hasta que no se
les diga dónde está el diputado. Y es tan grande su resolución y energía, que
el subsecretario sale para hacer —según advierte— una indagación. Regresa a los
pocos momentos y con rostro alterado comunica que al Cuartelillo de Pontejos
acaba de llegar, según le ha informado el teniente coronel Sánchez Plaza, una
camioneta con manchas de sangre bajo sus asientos. La noticia enardece y
sobresalta a los visitantes, los cuales preguntan al subsecretario si están
detenidos los ocupantes del vehículo. Ossorio y Taffal se limita a contestar: «No ha sido posible, porque las fuerzas que utilizaron
la camioneta han marchado a prestar servicio a las Embajadas».
La
noticia del secuestro de Calvo Sotelo se propaga por los hilos telefónicos
como el fuego en una rueda de pólvora entre los amigos y partidarios del líder
monárquico. Apenas clarea el día, centenares de personas abandonan el lecho,
inquietas por el presentimiento de haberse cometido un atentado monstruoso,
para acudir a los centros oficiales y policíacos, ávidas de noticias. Nadie
sabe nada. A las seis de la mañana el conde de Vallellano llama al domicilio
del Presidente de las Cortes. Éste se halla en la finca de un amigo, en las
proximidades de la provincia de Valencia. Decide entonces informar del suceso
al Oficial Mayor de las Cortes, San Martín, para que sin pérdida de tiempo se
le comunique al Presidente. En cuanto Martínez Barrio sabe lo ocurrido,
emprende el viaje a Madrid y a las nueve de la mañana está en su despacho.
Su primer
cuidado es pedir al ministro de la Gobernación que movilice todas las fuerzas
de policía y de la Guardia Civil, encargándoles que descubran el paradero del
diputado. Al conde de Vallellano le dice que a los efectos de la indagatoria
«se cuente con él, pues está más interesado que nadie en el castigo de aquel
desafuero parlamentario», si bien «rechaza la hipótesis de que se trate de un
crimen y menos de que en su ejecución hayan intervenido fuerzas de Orden
Público». Poco después, el ministro de la Gobernación, Moles, le comunica el
hallazgo del cadáver de Calvo Sotelo. El ministro ha sido informado de la
tremenda noticia por el jefe de los servicios municipales del Cementerio, el
cual a su vez la tuvo del capellán de la necrópolis primero, y del director de
la misma, Emilio Serrano, poco después.
A las
diez de la mañana Martínez Barrio recibe a los diputados monárquicos
Vallellano, Fuentes Pila, Amado y Albiñana, que acuden a expresar su
indignación por el crimen y a pedir se autorice el traslado del cadáver de
Calvo Sotelo a la Academia de Jurisprudencia. «Por los mismos motivos que
ustedes y por otros que no escaparán a su perspicacia — explica Martínez Barrio
con rostro afligido—, nadie más que yo deplora esta mancha que cae sobre la
República y cuyas consecuencias no se pueden prever hasta dónde alcanzarán».
Gestionará la autorización para el traslado del cadáver a la Academia de
Jurisprudencia, aunque supone que será denegada. Poco después llega el diputado cedista Geminiano Carrascal, que en nombre del jefe
de la C. E. D. A. pide a Martínez Barrio la inmediata reapertura de las Cortes.
Gil Robles se halla en camino de regreso desde Biarritz, y en cuanto llegue a
Madrid le reiterará esta petición, pero Martínez Barrio considera que va a ser
muy difícil complacerles.
El jefe
del Gobierno acude a su despacho al filo del mediodía. La noche anterior ha
asistido a una comida seguida de baile en la Embajada del Brasil, instalada en
el antiguo palacio de los duques de Aliaga, en la Castellana, en honor del
Presidente de la República, Azaña. Fiesta fastuosa, entre las más brillantes
de cuantas se han celebrado en los últimos meses en el mundo diplomático, y que
se prolongó hasta las cinco de la mañana.
* * *
La
primera comunicación que servirá para iniciar el sumario se recibe en el
Juzgado de guardia número 3, a las nueve y media de la mañana del día 13. La
envía la Dirección General de Seguridad y dice que el diputado Calvo Sotelo ha
sido sacado con violencia de su domicilio. Media hora después, otra
comunicación contiene las declaraciones de los guardias de Seguridad de
servicio en la calle de Velázquez. Relatan las escenas ocurridas a la llegada
de la camioneta en la forma que se ha dicho.
«Hago
detallada mención del testimonio de los guardias de Seguridad expone el juez Ursicinio Pérez Carbajo —, porque da la clave para que
cualquier organismo policial de mediana solvencia profesional y ética siguiera
una trayectoria que indeclinablemente había de conducir al esclarecimiento del
delito y la presentación ante el Juzgado de sus autores confesos, juntamente
con los elementos de convicción, en un plazo muy limitado de horas. Pero la
Dirección General de Seguridad se mantuvo en quietismo punible. Envió al
Juzgado las dos comunicaciones dichas, y a las once de la mañana una tercera,
brevísima, de que, según aviso del Depósito de cadáveres del cementerio del
Este, había allí, sin identificar, uno que pudiera ser el del señor Calvo
Sotelo.»
El juez
se apresura a trasladarse al cementerio: examina el cadáver, y por el relato de
los guardas conoce la forma y circunstancias en que fue llevado. Aprecia dos
heridas de arma de fuego inmediatas a la región occipital. Considera ineludible
ocupar la camioneta número 17, y a este fin se dirige al Cuartelillo de
Pontejos, a cuya puerta se halla el vehículo. Lo reconoce con minuciosidad:
lavado con esmero, no se ha conseguido, sin embargo, borrar las manchas
delatoras de sangre, todavía roja, en las hendiduras de las tablas del piso. Al
comandante de las fuerzas de Asalto, Burillo, presente en la diligencia, le
ruega el traslado en el acto de la camioneta a la puerta del Juzgado. Así
promete hacerlo el comandante pero se niega en absoluto a decir el nombre del
oficial u oficiales de guardia en el Cuartel durante la pasada noche. El juez
se incauta del libro de «Servicios del Grupo de Especialidades», que no
contiene ninguna anotación referente a las actuaciones en la noche del crimen.
Los
doctores Piga y Águila Collantes, médicos-forenses,
dictaminan que las manchas de la camioneta son de sangre y corroboran el sitio
que la víctima ocupó en el vehículo. El juez se traslada al domicilio de Calvo
Sotelo y recibe declaración de la viuda y servidores. También interroga a los
tenientes del Grupo de Especialidades Moreno y Barbeta. Ninguno estuvo de
guardia la noche de autos ni saben a quién correspondía hacerla, ni en rigor,
según sus manifestaciones, la había hecho nadie, «porque el nerviosismo que a
todos dominaba con motivo del asesinato de su compañero, el teniente Castillo,
fue causa de que los servicios estuviesen desatendidos».
Como
resultado de reconocimiento en rueda, el chófer Orencio Bravo, así como dos
guardias, son identificados por varios testigos e ingresan en el calabozo del
Juzgado de Guardia.
Acaba de
adoptar el juez estas disposiciones, cuando se presenta en su despacho el
comandante Burillo, y con acento de gran indignación exclama: «Señor Juez, la
fuerza está inquieta, cansada de tanto esperar v en peligro de adoptar
resoluciones lamentables. Hasta este momento les he contenido; pero no sé si
podré seguir haciéndolo, y están armados.» A lo que el juez contesta: «Si usted
no se cree lo suficiente seguro de sí mismo para hacerse obedecer, suspendo la
diligencia en el acto.» Continúa el diálogo, y el juez añade: «Reintegre usted
la fuerza al cuartel y me la devuelve desarmada. Luego, del orden no faltará
quien responda.» El comandante sale, y al cabo de un rato regresa para decir al
juez que el peligro está conjurado.
A las
once de la noche del 13 se presenta en el Juzgado el magistrado del Tribunal
Supremo Iglesias Portal, designado juez especial de la causa por acuerdo del
Consejo de ministros adoptado unas horas antes y se hace cargo de las
diligencias.
Queda
bien probada la premeditación en el asesinato de Calvo Sotelo, la elección de
los ejecutores y la forma de perpetrarlo, según se deduce por la colocación en
la camioneta de guardias y pistoleros, dispuesta por Condés.
El que ha de ser autor material del crimen se sitúa inmediatamente detrás de
Calvo Sotelo. Cometido el delito, cuantos componen la expedición se juramentan
para guardar silencio, y «al que hable se le matará como a un perro». Indalecio
Prieto ha tratado de endosar toda la responsabilidad de la tragedia al
pistolero Cuenca,
pues Condés «sólo pretendía efectuar una detención,
pero nunca pensó que el detenido iba a ser asesinado». Extraño modo de
practicar una detención por iniciativa personal, con una fuerza de pistoleros
que le reconoce como jefe y le obedece a ciegas. La hipótesis de Prieto es tan
inverosímil que no encuentra razón alguna para hacerla válida.
Ninguno
de los autores y cómplices acude al requerimiento del juez.
Únicamente el teniente Máximo Moreno se presentará a declarar tres días después
del crimen, acompañado del Fiscal de la República, para manifestar que no sabe
nada del suceso.
Ya no es
posible negar la evidencia. El jefe más caracterizado de la oposición
parlamentaria ha sido secuestrado y muerto por agentes del Gobierno, de
uniforme la mayoría y sirviéndose de un vehículo y de armas propiedad del
Estado. Al mediodía la noticia es conocida de todo Madrid, y poco después de
toda España, a pesar de los esfuerzos del Gobierno y de los rigores de la
censura por ocultarla.
Desde las
diez de la mañana hasta las dos y media de la tarde (13 de julio), los ministros,
reunidos en Consejo, estudian la situación. Por la tarde se reanuda el Consejo.
A las nueve de la noche el Gobierno facilita una nota en la que reparte
equitativamente su reprobación por los asesinatos de Calvo Sotelo y el
teniente Castillo, equiparándolos en gravedad. La nota del Gobierno dice así:
«El Consejo de ministros, ante los hechos de violencia, y que han culminado en
la muerte del oficial de Seguridad señor Castillo y el diputado a Cortes don
José Calvo Sotelo, hechos de notoria gravedad v cuya execración tiene que
formular las más sinceras y encendidas protestas, se cree en el caso de hacer
una declaración pública en el sentido de que procederá inmediatamente con la
mayor energía y la severidad más clara, dentro de los preceptos de la ley de
Orden Público, a tomar todas aquellas medidas que demanda las necesidad de
mantener el espíritu de convivencia entre los españoles y el respeto elemental
a los derechos de la vida humana. No hay idea, principio ni doctrina que merezca
respeto cuando quienes dicen profesarlas acuden a procedimientos reñidos con la
más elemental consideración hacia la existencia de los ciudadanos. No puede
haber Gobierno que se considere a la altura de su misión si no reprime, severa
y prontamente, actos de naturaleza tal que ponen en situación de derrota todos
los principios de los pueblos civilizados. El Gobierno, al reiterar su
execración ante hechos de esta naturaleza, que causan víctimas innecesarias,
afirma su propósito decidido de utilizar todos los recursos que la ley de Orden
Público pone en sus manos, sin distinción de ninguna especie, aplicándolos con
la intensidad necesaria allí donde el mal se produzca y sea cualquiera la
filiación de sus autores o de sus inspiradores. Inmediatamente será publicado
el oportuno bando, en que se haga constar esta medida, reproducción exacta de
los preceptos legales, y al propio tiempo impulsará y acelerará la
investigación judicial de los hechos ocurridos, a cuyo efecto han sido
designados, como jueces especiales que entienden en los sumarios que se
instruyen, dos magistrados del Tribunal Supremo. Se han practicado ya múltiples
detenciones, que serán seguidas de otras, habiéndose clausurado distintos
Centros.
»Incuestionablemente,
existe una gran mayoría de españoles, amantes de la legalidad republicana, que
no se asustan por el progreso de las disposiciones legislativas y que
contemplan con tranquilidad toda obra de justicia social. Estos españoles sólo
desean que la obra se ejecute en paz, y que su resultado se aprecie como una
contribución al progreso de la vida nacional. A la serenidad de ellos acude el
Gobierno en estas horas, en que en nuestras manos, en las de todos, está el
depósito de nuestra civilización; y contando con este concurso imprescindible,
tiene la evidencia de que logrará imponer la ley a unos y a otros para que no triunfe,
por encima del designio de la República, la obra perturbadora de tantos
exaltados.»
* * *
Cuando
los periódicos de la tarde son voceados en la calle, el ministro de la
Gobernación autoriza la publicación de la noticia. El diario Ya había
preparado dos ediciones: una, ajustada a las normas prohibitivas, y otra, con
el relato completo del crimen. A los pocos momentos de concedida la
autorización ministerial, pone a la venta su edición especial, que el público
arrebata y lee consternado. Este éxito es sancionado con la suspensión
indefinida del periódico, decretada por la Dirección General de Seguridad. El
diario monárquico La Época sufre idéntica sanción por insertar un
comentario del suceso. .
Las
prohibiciones no rigen para la prensa izquierdista. Los titulares de la primera
plana de Claridad dicen: «Cuatro pistoleros fascistas asesinaron a tiros, el
domingo por la noche, al teniente de Asalto don José Castillo. El cobarde
atentado se cometió cuando el teniente salía de su casa para tomar el
servicio.» En la página 16, columna tercera, escribe: «Anoche, a las tres de la
madrugada, fue sacado de su domicilio y muerto el jefe visible del fascismo y
ex ministro de la Dictadura, don José Calvo Sotelo.» El diario comunista Mundo
Obrero titula así la información: «Esta madrugada ha sido muerto el jefe de
Renovación Española, Calvo Sotelo.—Frente a la reacción y el fascismo, acción
común de las fuerzas populares para el total aniquilamiento de las hordas del
crimen.» (El crimen a que el diario
comunista se refiere es el del teniente Castillo.)
Heraldo
de Madrid comenta: «Ni una hora más de flaquezas o vacilaciones para
poner a raya a los enemigos de la República», porque «las derechas, nadie lo
duda a estas alturas, han pasado de su posición de gente de orden, como cumple
a su tradición y a su plan económico, al terreno de la intransigencia y del
desorden.»
El
Socialista informa así (14 de julio): «En la mañana de hoy será
inhumado el cadáver del infortunado teniente don José Castillo. Fue asesinado
alevosamente por cuatro pistoleros fascistas apostados a la puerta de su
casa.—El ex ministro de la Dictadura, señor Calvo Sotelo, ha sido muerto en
circunstancias extrañas. Fue primeramente secuestrado y su cadáver conducido
después al cementerio del Este.» El comentario de Prieto, publicado en El
Liberal de Bilbao, es un anuncio de la «batalla a muerte» que se avecina: «Esto
no puede continuar. Si la reacción sueña con un golpe de Estado incruento, como
el de 1923, se equivoca de medio a medio. Si supone que encontrará al régimen
indefenso, se engaña. Para vencer habrá que saltar por encima del valladar
humano que le opondrán las masas proletarias. Será —lo tengo dicho muchas
veces— una batalla a muerte, porque cada uno de los dos bandos sabe que el
adversario, si triunfa, no le dará cuartel. Aun habiendo de ocurrir así, sería
preferible ese combate decisivo a esta continua sangría.
Preferible
el combate decisivo a continuar así, opina el líder socialista. Es creencia
general que la carga explosiva acumulada va a deflagar en un tremendo estallido. Reunidos en la Casa del Pueblo delegados de la U.G.
T. del Partido Socialista y de las Juventudes Socialistas y del Partido
Comunista, acuerdan, «con coincidencia absoluta y unánime, ofrecer al Gobierno
el concurso y apoyo de las masas». Una comisión de los reunidos, presidida por
Indalecio Prieto, acude al Ministerio de la Gobernación para ofrecerse al
Gobierno, dispuestos a cooperar en la forma que sea si se produce un intento de
fuerzas de las derechas contra el régimen republicano.
Adelantándose
a los acontecimientos, las milicias marxistas se ponen en pie de guerra. Montan
guardia en los sitios estratégicos, patrullan por las calles y coadyuvan con
policías y guardias de Asalto en los registros domiciliarios y en las
detenciones. El Director General de Seguridad declara que «todos los jefes y
subjefes de Falange Española de todas las capitales y pueblos importantes
están detenidos».
Madrid,
por la noche, conserva las apariencias de ciudad libre; pero no hace falta
observar mucho para tener la sensación de que una fuerza bárbara y monstruosa
se ha adueñado de la capital.
El
Gobierno prohíbe el anuncio de los dos entierros. El cadáver del teniente
Castillo, trasladado al cementerio civil a las cuatro de la madrugada, es
inhumado a las diez de la mañana. El féretro va envuelto en la bandera roja del
Comité provincial del Partido Comunista. Desfilan ante el cadáver las milicias
uniformadas socialistas y comunistas, marcando el paso y puño en alto. En la
presidencia del duelo están el alcalde de Madrid, el presidente de la
Diputación, muchos diputados socialistas y comunistas, jefes y oficiales del
Cuerpo de Asalto, algunos oficiales del Ejército. El teniente coronel Mangada
pronuncia al pie de la tumba unas palabras que son una arenga guerrera.
El
desfile de gentes ante el cadáver de Calvo Sotelo es incesante. La capilla
ardiente, instalada en una dependencia del cementerio, desborda de flores y
coronas. Calvo Sotelo, amortajado con hábito franciscano, tiene entre sus manos
un crucifijo. Una bandera roja y gualda, a sus pies. A las cinco de la tarde
(15 de julio), hora señalada para el entierro, se han congregado en el
cementerio miles de personas. Más de sesenta diputados, y, entre ellos,
parlamentarios notorios: Gil Robles, Martínez de Velasco, Goicoechea,
Melquíades Alvarez, La Cierva, Ventosa, Vallellano,
Sáinz Rodríguez... A una representación de la Mesa de las Cortes integrada por
el vicepresidente Fernández Clérigo, el secretario González y Fernández de la
Bandera y el Oficial Mayor San Martín no se la permite sumarse al cortejo. El
féretro, cubierto con la bandera bicolor, llevado a hombros de los diputados
Amado, Fuentes Pila, Sáinz Rodríguez, Albiñana, Valiente, Serrano Mendicute,
Bermúdez Cañete, Comín y el hermano de la víctima Joaquín Calvo Sotelo, pasa
por entre la muchedumbre acongojada.
Silencio
meditativo y doloroso, quebrantado por los sollozos y las preces del sacerdote.
Junto a la tumba, Goicoechea, jefe de Renovación Española, despide al compañero
de luchas con unas palabras vibrantes de emoción y entereza, responso al héroe
y plegaria al mártir.
«No te
ofrecemos que rogaremos a Dios por ti; te pedimos que ruegues tú por nosotros.
Ante esa bandera colocada como una cruz sobre tu pecho, ante Dios que nos oye y
nos ve, empeñamos solemne juramento de consagrar nuestra vida a esta triple
labor: imitar tu ejemplo, vengar tu muerte y salvar a España, que todo es uno y
lo mismo; porque salvar a España será vengar tu muerte, e imitar tu ejemplo
será el camino más seguro para salvar a España.»
Un
extraordinario servicio de la Guardia Civil, a pie y montada, domina todo el
cementerio, sus salidas y la carretera. En las Ventas y en la plaza de Manuel
Becerra la vigilancia está encomendada a guardias de Asalto. Terminado el
entierro, el nerviosismo de muchos de los concurrentes, sofrenado hasta
entonces con gran esfuerzo, se dispara en imprecaciones y gritos. El regreso
es una manifestación encrespada y rugiente, que las fuerzas de Asalto
desarticulan con cargas violentas, primero, y después a tiros. Los disturbios
graves en la plaza de Manuel Becerra se reproducen en la calle de Alcalá. El
duelo se cierra con nuevos crespones y una rúbrica de sangre: un muerto y
varios heridos.
La
división de los españoles a partir de este momento en dos mitades
irreconciliables es radical y absoluta. Cada una de ellas siente, piensa y ve
de distinta manera, sin posible comprensión, afinidad o coincidencia, porque
cada mitad se considera en posesión de la verdad entera. Un abismo
infranqueable de odio las separa. Nada de común existe entre los españoles
escindidos, aunque han nacido bajo el mismo cielo, se sustentan del mismo
suelo, conocen las mismas exigencias, viven idénticos azares y deben hacer
juntos el camino que les traza la historia. Sin embargo, «son tan profundas
nuestras diferencias —escribe Indalecio Prieto en El Liberal de Bilbao (15 de
julio) —, que ya no pueden estar juntos ni los vivos ni los muertos. Los
cadáveres de don José Castillo y de don José Calvo Sotelo no podían estar
expuestos en el mismo depósito. El cadáver del señor Calvo Sotelo quedó en el
depósito general y el del señor Castillo se llevó al depósito del que fue
cementerio civil. El cadáver del señor Castillo estaba custodiado por guardias
de Asalto. El del señor Calvo Sotelo por guardias Civiles. Al primero le rindió
homenaje una gran masa proletaria. Al segundo le escoltó hasta la fosa una
legión de señoritos. ¿Se quiere una expresión que pinte con mayor patetismo el
actual estado de España? Difícilmente podrá hallarse otra más gráfica. Los
odios de una y otra muchedumbre saltaban por encima de las tapias que acotan
los dos recintos mortuorios».
España
vive atormentada por la guerra civil.
CAPÍTULO 94.TREMENDAS ACUSACIONES CONTRA EL GOBIERNO EN LA DIPUTACIÓN PERMANENTE DE LAS CORTES
«LAS
MINORÍAS MONÁRQUICAS NO PUEDEN CONVIVIR NI UN MOMENTO MÁS CON LOS AMPARADORES Y
CÓMPLICES DE ESTE CRIMEN DE ESTADO» (DE LA DECLARACIÓN LEÍDA POR EL CONDE DE
VALLELLANO). — «LO QUE LLAMÁIS FASCISMO ES UN MOVIMIENTO DE SANA Y HASTA DE
SANTA REBELDÍA QUE PRENDE EN EL CORAZÓN DE LOS ESPAÑOLES». — «ESTE PERÍODO
VUESTRO SERÁ EL PERÍODO MÁXIMO DE VERGÜENZA DE UN RÉGIMEN, DE UN SISTEMA, DE
UNA NACIÓN. NO ESTAMOS DISPUESTOS A QUE CONTINÚE ESTA FARSA; CUANTO MAYOR SEA
LA VIOLENCIA, MAYOR SERÁ LA REACCIÓN» (GIL ROBLES). — EL GOBIERNO REPRESENTA
UNA PROTESTA CONSTANTE CONTRA LA VIOLENCIA, DICE EL MINISTRO DE ESTADO. — «ES
INJUSTO —AFIRMA PRIETO— PONER FECHAS AL PERÍODO DE ANARQUÍA EN QUE VIVE
ESPAÑA». «EN LA FORMA EN QUE SE CONDUCEN LOS PARTIDOS POLÍTICOS NUNCA HABRÁ
PAZ» (PÓRTELA). — «NO ESTAMOS DISPUESTOS A DAR APARIENCIA DE NORMALIDAD A LO
QUE NO ES MÁS QUE UNA MONSTRUOSA PERSECUCIÓN REALIZADA EN NOMBRE DE LA
REPÚBLICA» (GIL ROBLES). — «EN TREINTA AÑOS DE VIDA PARLAMENTARIA NO RECUERDO
QUE ESPAÑA HAYA ATRAVESADO UNA SITUACIÓN DE ANARQUÍA Y DE DESORDEN CRÓNICO COMO
EL DE AHORA» (VENTOSA). — TODAS LAS MINORÍAS DE DERECHAS NIEGAN SU VOTO DE
CONFIANZA AL GOBIERNO Y PÓRTELA SE ABSTIENE.
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