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CAPÍTULO 91.CONSPIRACIONES CONTRA EL GOBIERNO
En los
comienzos del verano de 1936, el instinto de conservación, sin contar otras
razones superiores, movía a muchos españoles que se consideraban sentenciados
por la revolución y bajo el peso de gravísima amenaza, a agruparse para mejor
organizar su propia defensa y la de la patria. En cada ciudad o pueblo
importante hervía una conspiración, para buscar la forma de esquivar el peligro
o de enfrentarse con él.
En este
género de actividades clandestinas sobresalía Navarra, porque allí los
tradicionalistas conservaban el predominio en la Diputación, Ayuntamientos y en
organismos de muy diversa índole, merced a lo cual gozaban de una libertad de
movimientos inconcebible en el resto de España. La conspiración de Navarra es
exclusivamente tradicionalista, sin mezcla ni relación con las actividades de
otros partidos o elementos que también maquinaban contra el Gobierno. Ahora
bien, más propiamente que conspirar, el tradicionalismo navarro preparaba a sus
partidarios para afrontar el momento crítico, que se presentaría el día menos
pensado. Esta actitud de alerta adoptada por los carlistas en cuanto se
proclamó la República, se afianza conforme crece y se agrava el peligro, de
modo especial desde que sobreviene el Frente Popular. El año 1935 el número de
requetés organizados en Navarra era de unos 5.600, instruidos por algunos jefes
militares retirados por la ley de Azaña.
* * *
Sin
ninguna relación con la confabulación tradicionalista, un grupo de oficiales de
la guarnición de Pamplona, en el que se distinguían los oficiales Vicario,
Diez de la Lastra, Moscoso, Vizcaíno, Lorduy, Dapena y Vázquez, al igual que sucedía en otras plazas
españolas, meditaban sobre los procedimientos más adecuados para derrotar a la
que estiman inminente revolución comunista. Los capitanes contaban con muchas
adhesiones en el momento en que llegaba a Pamplona el general Mola para
posesionarse del Gobierno Militar y de la Jefatura de la 12 Brigada de
Infantería. Era el general alto, desgarbado y hosco. Nació en Cuba en 1887,
hijo de un capitán de la Guardia Civil y de una cubana oriunda de españoles.
Estudió en la Academia de Toledo y la mayor parte de su carrera militar la hizo
en África, donde reveló singulares condiciones de jefe, en especial en el sitio
de Dar Akobba (1924). Fue Comandante general de
Larache, y de aquí pasó a la Dirección General de Seguridad, al encargarse el
general Berenguer de la presidencia del Gobierno (1930). Desempeñó el cargo
durante los turbulentos meses precursores de la caída de la Monarquía y
proclamada la República, sufrió persecución y cárcel, y, como final de un
proceso, fue expulsado del Ejército. La amnistía de 1934 lo reintegró a las
armas, y siendo Gil Robles ministro de la Guerra, se le concedió mando de
tropas en la región occidental de Marruecos (Melilla). Estudioso, ávido de
cultura, era demócrata-liberal y anteriormente al cambio de régimen más se
inclinaba hacia la República que hacia la Monarquía. «Hombre de ideas
avanzadas», le denomina el marxista Bergua, primer
editor de las Memorias de Mola. De su paso por la Dirección sale doctorado en
experiencia política y curtido para siempre en desengaños. Aprende en textos y
testimonios irrefutables el poder de ciertas fuerzas secretas, la capacidad
expansiva del comunismo y en qué centros y despachos se urden las intrigas que
luego degeneran en motines y luchas abiertas. De todo ello da fe en sus libros,
escritos con pluma fácil y buen estilo narrativo, documentos de gran
importancia histórica. Casares Quiroga no lo olvida cuando desde el Ministerio
de la Guerra realiza la remoción de mandos. Lo saca de la Comandancia Militar
de Larache para enviarlo a Navarra, persuadido de que Mola es mucho más
peligroso al frente de tropas en África que junto a las masas de requetés, a
cuya ideología lo considera refractario.
En el
viaje de Mola de África a Pamplona, a su paso por Madrid, cambia impresiones
con varios generales, según se ha dicho. Apenas instalado en el viejo caserón
de la Capitanía militar, erigido sobre el solar que en el siglo XIII, ocupaba
el palacio de los Reyes de Navarra, compañeros de armas y civiles, amigos y
desconocidos, se ofrecen por carta, le animan, le requieren para «que haga
algo» a fin de remediar la espantosa anarquía que destroza a España. Algunas
de aquellas adhesiones son de generales y jefes con mando de tropas. Por otra
parte, el general Mola es informado por oficiales de su guarnición de las
actividades conspiratorias, no sólo en Pamplona, sino también en Álava,
Logroño, Burgos y Guipúzcoa. En cada capital española hierve un foco de
conjurados. El general puede darse cuenta de que esto es una realidad. El 19 de
abril un grupo de capitanes de las guarniciones de Pamplona, Burgos y Logroño,
reunidos en la capital de Navarra, hacen saber al general Mola por medio de su
ayudante, el comandante Fernández Cordón, que le reconocen como jefe de un
movimiento salvador de España y se ponen a sus órdenes.
Desde
aquel día, lo que hasta entonces es una actividad confusa, heterogénea y
deforme, cristaliza en una acción concreta, dirigida y precisa. Cuenta con
auxiliares y colaboradores muy eficaces. Entre ellos, los más inmediatos, el
coronel laureado García Escámez, jefe de Media Brigada de Montaña, y el capitán
Manuel Barrera, delegado de la Unión Militar Española en Navarra.
De los
apoyos que obtiene Mola, el más importante es el del general Queipo de Llano,
de 61 años, Inspector general de Carabineros, que también conspira y al cual el
cargo le proporciona una gran soltura para sus desplazamientos.
Mola, que
era meticuloso y ordenado, empezó a planear el alzamiento sobre el papel, con
un criterio simplista, dando por ciertas colaboraciones y asistencias, sinceras
a la hora del ofrecimiento, pero dudosas a la hora de la verdad. Organizar un
alzamiento nacional significaba preparar una maquinaria complejísima de mil
ruedas autónomas, magnetizadas por imponderables e imprevistos. Operación
basada en la credulidad, urdida en la sombra y en el secreto, sin garantías ni
comprobaciones y siempre con el riesgo de ser desarticulada por un delator o un
espía. Mola se afana por plasmar los anhelos de los partidarios impacientes en
esquemas con trayectorias y horarios fijos. De los prolegómenos y
consideraciones de carácter general pasa a los manifiestos, y de aquí a los
programas de Gobierno, en los que abarca hasta el último por menor de interés,
que no puede ser Olvidado por los Conjurados una vez triunfadores. Todo ello
con la firma de «El Director». Muchos de los cálculos e hipótesis se desvanecen
pronto al contacto con la realidad. El Alzamiento será una sucesión de
sorpresas, que escaparán a la previsión y capacidad de la mente humana,
imposible de armonizarlas, porque carecen de categoría y coherencia.La Instrucción reservada número de Mola lleva fecha 25 de abril, y en ella se
sientan las bases de una organización militar de la rebelión, que debería
quedar montada en el plazo de veinte días.
Prueba de
que Mola en los primeros días de su estancia en Pamplona, siente su ánimo más
propicio a retroceder que a avanzar por los caminos de la conspiración, es la
carta que dirige al general La Cerda, jefe de la Sexta Región, con motivo de
las afrentas hechas al Ejército en Zaragoza con ocasión del desfile militar
celebrado el 14 de abril en los actos conmemorativos de la República. Le pide
transmita al Gobierno un ruego: «para que la oficialidad del Ejército se
mantenga en la más estricta disciplina, conviene poner coto a las provocaciones
de que son objeto constantemente bajo la mirada benévola de las autoridades».
La Cerda creyó descubrir en la carta materia delictiva y comunicó lo sucedido
al Ministerio de la Guerra, el cual dispuso que el Inspector general, García
Caminero, hiciese en Pamplona las averiguaciones propias del caso. Éste, en su
informe al ministro, manifestaba «que era imprescindible relevar a Mola, porque
la guarnición de Pamplona, demasiado numerosa, estaba influida por él y podría
constituir un peligro». Proponía «que se disgregase dicha guarnición
repartiéndola por distintos puntos de España».
La
relación de Mola con la Unión Militar Española se hizo a partir de mediados de
abril cotidiana e íntima. La U. M. E. era una agrupación de jefes y oficiales
del Ejército fundada en Madrid en los primeros meses de 1934 para fomentar la
solidaridad y cohesión de los afiliados, disponiéndolos a una mejor defensa de
los principios esenciales de la patria, sin finalidad política determinada. No
se exigía al adherido otra cosa que una actitud de vigilancia y una
colaboración sincera y entusiasta. Los afiliados a la U. M. E. se comprometían
por sus propios sentimientos patrióticos, sin obligarse con votos o juramentos.
El motor de este movimiento fue el comandante de Estado Mayor Bartolomé Barba,
y contaba como adheridos a lo más significado y brillante del Ejército.
En cada
capital de región militar hay un representante de la U. M. E., el cual, a su
vez, nombra la Junta Regional. La Junta Central tiene su sede en Madrid. A
partir de febrero de 1936, los elementos de la U. M. E. en alerta, establecen
contacto no sólo con los jefes y oficiales, sino también con elementos
políticos de conocida oposición al Frente Popular. De esta actividad
conspiratoria de la U. M. E. el primer informado es Mola, tanto por su enlace
con la Junta de Madrid como por su estrecha relación con la Junta de Barcelona,
presidida por el teniente coronel Isarre Bescós.
La
segunda circular de Mola a los generales y a la Junta de Madrid lleva fecha de
25 de mayo y se refiere a la estrategia del Alzamiento. Admitido que es
imposible el triunfo inicial en Madrid, la capital será conquistada por las
columnas militares que partiendo de diversas provincias donde haya triunfado
el Alzamiento converjan en la capital de España. Se dice cómo deben operar las
fuerzas de cada división, a las que se les señala un objetivo; se recomienda
una actitud pasiva a las fuerzas que guarnecen Baleares, Canarias y Marruecos,
y «únicamente en el caso probable de que el Gobierno acuerde traer a la
Península fuerzas de choque a combatir a los patriotas, dichas fuerzas se
sumarán con todos sus cuadros a la rebeldía». A la Marina de guerra se le
asigna la misión de «impedir que desembarquen en España fuerzas que vengan a
oponerse al Movimiento». Los planes de Mola se basan en conjeturas e hipótesis,
pues carece de bases firmes para edificar sobre ellas. Admite que la rebeldía
es unánime. El supuesto de una actitud contraria al Alzamiento de fuerzas más o
menos considerables no cuenta en los proyectos iniciales del «Director». Cuando
transcurren algunos días, Madrid y Barcelona se perfilan ya como puntos
inciertos e inquietantes. Y más adelante, en las instrucciones de 31 de mayo,
se prevé que «para caso de fracasar el Movimiento, el repliegue se hará sobre
la línea del Ebro, debiendo tener presente que en la línea Zaragoza-Miranda
habrá de extremarse la resistencia y Navarra será reducto inexpugnable de la
rebeldía».
Estas
recomendaciones, escritas a la vista del mapa de un Alzamiento problemático,
variarán conforme Mola avance en el laberinto conspiratorio y obtenga una
información más completa de la disposición de las guarniciones o de la
importancia de la colaboración de los voluntarios.
* * *
A medida
que se extiende la organización secreta se reconoce más imprescindible la
jefatura de Mola para ordenar la embrollada madeja e impedir el brote de
movimientos esporádicos o deflagraciones de los impacientes, que supervaloran
sus propias fuerzas y subestiman la importancia del adversario.
A punto
estuvo de producirse un estallido el 19 de abril. Entre los comprometidos
figuraban Rodríguez del Barrio, Inspector genera] del Ejército; los generales
Saliquet, Ponte y Orgaz, y Varela: este último el más decidido partidario de la
aventura. También se hallaban complicados los generales Fanjul, Villegas y
González Carrasco, y, a juicio de éste, «nunca estuvo el Movimiento mejor
organizado». «Los jefes comprometidos se trasladaron a sus provincias. Y así,
con todo listo, llegó —cruzada de nerviosas esperanzas— la noche del 18.
Varela, oculto en casa de unos amigos, los señores de Lapique,
repasando su «papel», recibe aviso del general Del Barrio de que acuda
urgentemente a su domicilio... Del Barrio era hombre de complexión enfermiza y
apareció ante los ojos de José Enrique con el ánimo totalmente desfondado y
aprisionado por la energía de su mujer, a la que se veía peligrosamente
enterada de todos los detalles de la trama. Su petición, dictada por sus
apuntadores —mujer y ayudante — era el aplazamiento por unos días, hasta que
mejorara; pero bien claramente se veía que significaba una dilación sin fecha y
del todo incompatible con la exactitud y justeza que requería el funcionamiento
de la operación, ya articulada con mayor extensión excéntrica».
El plan
queda roto y desbaratado. El Gobierno sabe, si no todo, lo bastante para
sancionar a los principales conjurados con rápidas órdenes de confinamiento a
lugares remotos. Varela recibe la orden ministerial de fijar su residencia en
Cádiz, para donde deberá salir aquella misma noche. Una orden semejante confina
en Canarias al general Orgaz. A esto hay que añadir las incontables
destituciones, traslados y pases a situación de reserva de sospechosos de
conspirar o de animosidad contra el Frente Popular. Un tribunal inquisitorial
asesora al Ministro y pone a diario a su firma numerosas disposiciones que
dejan sin mando o sin cargo a todo aquel jefe u oficial que no ofrece garantías
de simpatías revolucionarias.
Otro día
era la guarnición de Burgos la que se impacientaba. El 29 de mayo, elementos de
la de Valencia estuvieron a punto de rebelarse, persuadidos de que serían
secundados por otras guarniciones.
El
ardimiento o la desesperación llevaba a muchos a suponer que bastaba un
arranque de coraje para ganar la adhesión de la mayoría del país e imponerse
victoriosamente a la anarquía. Quienes planeaban las sublevaciones locales eran
víctimas de ese espejismo. En ninguno de los casos se ofrecen pruebas válidas
acreditativas de que tales propósitos se apoyasen en bases serias y sólidas.
* * *
Todos
estos fracasos contribuyeron a hacer más patente la necesidad de la jefatura de
Mola: cada día una nueva promoción de generales, jefes y oficiales deposita en
él su plena confianza y le acata como «Director». El aumento incesante de
adhesiones de todas las provincias obliga a Mola a acelerar los preparativos,
pues crece el peligro de que el Gobierno descubra la conspiración y la
aplaste. Por otra parte, el enemigo también se da prisa en perfeccionar su
organización ofensiva en descomponer los núcleos del Ejército aún coherentes y
en liquidar los restos de los partidos o grupos contrarrevolucionarios.
Son días
decisivos para la conspiración. Queipo de Llano, el propagandista más
entusiasta y ágil del Alzamiento —«veinticinco mil kilómetros de coche», dice,
refiriéndose a sus largos recorridos misteriosos—, se presenta de nuevo en
Navarra y se entrevista con Mola en la Fonda Otamendi, de Irurzun, a veinte
kilómetros de Pamplona. Esta vez no hay veladuras, suspicacias ni recelos. El diálogo
es abierto, sincero, sin reservas. Cada uno descubre sus cartas. Mola enumera
los pros y los contras, las colaboraciones que estima seguras y las que tiene
por sospechosas o inciertas. Le entera de que ante las impresiones poco gratas
de Madrid y Barcelona, estudia la incomunicación de ambas capitales en los
primeros días de la sublevación, mediante unas marchas conjuntas de las fuerzas
de Valencia y Zaragoza.
Una de
sus mayores preocupaciones se las procura Miguel Cabanellas, jefe de la
División militar de Zaragoza, de 64 años, pieza fundamental en el plan. La
desconfianza de Mola se funda en la filiación masónica de Cabanellas y en su
antecedente de adherido al partido de Lerroux. Queipo se compromete a
incorporarlo a la conspiración. Dos días después, un mensajero de Queipo, el
teniente coronel de Ingenieros Rafael Fernández, visita a Cabanellas en
Zaragoza (3 de junio) y éste accede a verse con Mola; la adhesión de Burgos
queda asegurada con los generales Dávila y González de Lara y la incorporación
de tradicionalistas y falangistas.
Abundan
también las noticias infaustas para Mola: negativa de los irreductibles,
defecciones de los dudosos y oposición de los contrarios. Por el lado de
Cataluña el horizonte se ensombrece más. Las impresiones de Madrid son
pesimistas.
Inciertas las de Valencia. Como lo son las de San Sebastián y Bilbao. Sin
embargo, muchos jefes y oficiales de estas plazas, a sabiendas de su situación
de inferioridad, se hallan decididos a arriesgarlo todo.
La
entrevista de Mola con el general Cabanellas se celebra (7 de junio), después
de apelar a mil astucias, en plena carretera, a las nueve de la noche, en las
proximidades de Murillo, cerca de Tudela.
Hablaron
de la aportación de Zaragoza. Mola pidió 12.000 fusiles y varios millones de
cartuchos, pues la guarnición de Pamplona sólo disponía de 1.200 fusiles y era
escasa la munición. Cabanellas prometió enviárselos. «Yo sólo tengo una palabra
—dijo—, y sé cumplirla.»
Un
delegado de José Antonio, Rafael Garcerán, se entrevista con Mola (8 de junio).
Es portador de una carta de José Antonio y de datos sobre la organización
falangista. A juicio del jefe de Falange urge tomar una decisión. El tiempo
labora en contra de los conspiradores. Mola le dice a Garcerán: «La carta de
José Antonio me ha emocionado. Ofrece su colaboración y la de Falange en pleno
sin condiciones para sacar a España de los abismos en que se hunde.» El
encuentro con el general Kindelán se celebra en las proximidades de Lecumberri
(11 de junio), día de la festividad del Corpus Christi. Mola queda informado
de las gestiones que se hacen en Londres con el fin de alquilar un avión
«Dragón Rapide», con su piloto, para trasladar en su
día al general Franco de Canarias a África. Mola —refiere Kindelán me expuso
sus planes y me pidió mi activa colaboración, que le otorgué en el acto, y que
concretamos en los puntos siguientes: A) Acción de propaganda, estímulo y
encuadramientos sobre mis amigos de Aviación. B) Preparar por medio del
teniente coronel Álvarez Rementería, encargado de la
parte aérea del Movimiento en Madrid la neutralización de los elementos adictos
al Gobierno. C) Organizar una red de enlaces rápidos, con trasmisiones
telefónicas, por radio y por vía aérea, de noticias y órdenes, de acuerdo con
el teniente coronel Galarza, quien desempeñaba una especie de jefatura de
Estado Mayor del Movimiento.» Kindelán supone que una tercera parte de la
Aviación secundará la sublevación.
* * *
A
mediados de junio todavía el general Mola no ha dialogado con representantes de
las fuerzas tradicionalistas. El general procede como si no creyera preciso
pactar con aquéllos, convencido de que en el momento crítico no faltarán a la
cita que les den los acontecimiento. Sin embargo, sus más próximos auxiliares
le exponen la necesidad de llegar a una inteligencia; le convencen y preparan
un diálogo con el Delegado nacional de Requetés, José Luis Zamanillo (11 de
junio). La entrevista se celebra en el despacho de Capitanía. El delegado
entrega, por encargo de Fal Conde, Jefe delegado de
don Alfonso Carlos, un escrito con las condiciones que la Comunión
Tradicionalista fija para participar en el Alzamiento. Mola acoge con recelo y
suspicacia las peticiones, que desde el primer instante considera
«inadmisibles». Reserva la respuesta, porque ha de consultar con otros jefes, y
deja la cuestión en el aire. Su desconfianza se transparenta en un informe
reservado que al día siguiente (12 de junio) envía «a los compañeros
comprometidos», en el que dice: «Está por ultimar el acuerdo con los directivos
de una importante fuerza nacional, indispensable para la acción en ciertas
provincias, pues la colaboración es ofrecida a cambio de condiciones
inadmisibles, que nos harían prisioneros de cierto sector político en el
momento de la victoria. El llamado Pacto de San Sebastián está aún reciente
para que los españoles lo hayan olvidado, así como las dolorosas consecuencias
que ha traído a España. Nosotros no podemos en forma alguna hipotecar el
porvenir del nuevo Estado.»
A juzgar
por las primeras instrucciones escritas, Mola concibe la sublevación a la
manera de los «pronunciamientos» clásicos. Operación puramente militar, de
movimientos estratégicos combinados con unos objetivos concretos. Al elemento
civil adherido se le adjudica el papel de coro griego. El éxito o el fracaso
depende de la resolución y habilidad de los mandos y de la exactitud con que
cumplan las consignas recibidas. En ninguno de aquellos escritos se admite la
posibilidad de que la rebeldía degenere en lucha prolongada en campo abierto.
Tal vez por eso la participación de los carlistas, de cuya importancia
numérica el general desconfía, no la considera esencial. Puede ser una ayuda
considerable, que en ningún caso podrá inclinar la balanza.
Por su
parte, la masa carlista continúa sus preparativos, indiferente a las
vicisitudes de la negociación. Parece poseída de un sentimiento fatalista,
concorde a su estimación de fuerza indispensable. A última hora todo se
arreglará. Los directivos se afanan sin reposo para tener todo a punto cuando
suene la hora, que no puede tardar. En unos pueblos aceleran la instrucción, en
otros ensayan la movilización; aquí engrasan las armas viejas y allí prueban
unas pistolas nuevas. Todos tienen algún quehacer y ninguno rehúye obligación o
tarea. Incluso no pocos sacerdotes que repiten el grito de Pedro el Ermitaño:
«¡Dios lo quiere!», manipulan pólvora y contrabandean fusiles y bombas,
entregándose a unos servicios reñidos con su carácter y su ministerio.
* * *
Los
contrariados por el desacuerdo entre Mola y los tradicionalistas estiman
necesario y urgente un diálogo del general con Fal Conde, y a este fin preparan una entrevista de los personajes, que se celebra
en el monasterio de Irache (15 de junio), antiguo convento de benedictinos y
ahora residencia de escolapios, a la vista de Montejurra, nombre tan evocador para
los carlistas. Mola entrega al delegado de don Alfonso Carlos una nota fechada
en Madrid, que es un programa de los conspiradores militares, a modo de réplica
al pliego de condiciones que presentó Zamanillo.
Al
regreso de Irache, al llegar a las cercanías de Pamplona, refiere Maíz,
conductor del coche en que viajaba Mola, «éste seguía muy abstraído:
probablemente la conversación con Fal Conde ha dejado
cabos sin atar». Más exacto sería decir que no había atado ninguno. Las
divergencias eran tan grandes que hadan el diálogo imposible. El programa de
los generales no sólo no responde a las aspiraciones de los carlistas, sino que
es contrario del principio al fin. En total desacuerdo Mola y los
tradicionalistas, continúan cada uno por su camino, sin que se adivine en qué
punto pueden converger.
* * *
La
llegada de jefes, agentes y enlaces a Pamplona no cesa: el coronel Monasterio,
de Zaragoza; el general González Carrasco, que mandará en Valencia; el general
Saliquet, a quien se le ha encomendado Valladolid; el coronel Serrador, que
preside la Junta del Movimiento en dicha capital; el general Gregorio de
Benito, gobernador militar de Huesca; agentes destacados desde Vitoria por el
teniente coronel Alonso Vega, colaborador decidido y entusiasta de la empresa
desde el primer momento; Carlos Miralles, que siguiendo instrucciones de Mola
tiene reclutadas unas guerrillas de jóvenes monárquicos, que en su momento se
situarán en el puerto de Somosierra, para dominar sus cimas.
Al correr
de los días, el panorama de los conspiradores cambia de color y de forma. Lo
hasta ayer claro se torna sombrío, y, por el contrario, lo tenebroso se hace
transparente. El teniente coronel de Estado Mayor Seguí Almuzara,
que con el teniente coronel Yagüe lleva los principales hilos de la empresa en
Marruecos, llega a Pamplona, portador de noticias optimistas. Allí el Ejército
responderá unánime. A pesar de las destituciones y traslados, entre los mandos
más importantes hay total entendimiento, con un espíritu irreductible. A
Casares Quiroga la Legión, tropa temible, le inspira desconfianza.
Descabezarla, le produciría al Gobierno grande alivio. Al teniente coronel Heli Rolando de Tella, de conocido monarquismo, le ha
desposeído del mando de la Primera Legión. Al despedirse en Tahuima de sus legionarios (30 de junio), dispuesto a pasar a la zona francesa, les
dice: «Las manos encargadas de defender a España no están muertas todavía, sino
solamente crispadas ante la traición y dispuestas a arrostrar los sacrificios
que sean necesarios para impedir que se llegue a perpetrar el crimen de lesa
patria.» Sacar al teniente coronel Yagüe de aquel avispero significaría para el
Gobierno alejar un grave peligro. Yagüe es un jefe al que sus soldados
obedecen, sugestionados por su bravura. Casares Quiroga le llama a Madrid (6 de
junio) y utiliza las fórmulas de la seducción para convencerle de que abandone
Marruecos: un mando brillante en la Península, un puesto en el extranjero.
Yagüe sólo desea continuar al frente de la Segunda Legión, y, de lo contrario,
solicitará el retiro. A Mundo Obrero le ha desasosegado la presencia de Yagüe
en Madrid. «Yagüe —grita en sus titulares— debe ser encarcelado inmediatamente.
El clamor popular, las masas laboriosas del país piden y exigen el
encarcelamiento de ese verdugo del pueblo, enemigo declarado del régimen
republicano.»
Mola, que
en los proyectos trazados en los primeros días dispone que las tropas de
Marruecos deberán permanecer a la expectativa, rectifica este criterio en
nuevas instrucciones (24 de junio), en virtud de las cuales aquéllas «se
organizarán en columnas mixtas sobre la base de la Legión, una en la
circunscripción Oriental y otra en la Occidental, que desembarcarán,
respectivamente, en Málaga y Algeciras». Se dice también que «jefe de todas las
fuerzas de Marruecos lo será, hasta la incorporación de un prestigioso general
(Franco) la persona a quien van dirigidas estas instrucciones» (Yagüe). Se
insiste en que el movimiento ha de ser «simultáneo en todas las guarniciones
comprometidas», de «una gran violencia, pues las vacilaciones no conducen más
que al fracaso, e inmediato el embarque de tropas para el traslado de fuerzas
a los puntos indicados, en la inteligencia que se tiene casi la seguridad
absoluta de que este solo hecho será suficiente para que el Gobierno se dé por
vencido».
A Franco
le desazona la política del Gobierno, los continuos vejámenes, insultos y
agresiones de todas clases de que es objeto el Ejército y de modo especial el
frenesí de traslados y destituciones dispuestos por el ministro de la Guerra,
Casares Quiroga, decidido a suprimir en las instituciones militares el
espíritu que las justifica como salvaguardia y escudo de la sociedad y de la
patria. Con ánimo de frenar aquel impulso destructor, en una llamada a la
responsabilidad y a la conciencia del gobernante y en un último intento por
evitar lo que parece ya irremediable, el general dirige al ministro de la
Guerra (23 de junio) una carta, en la que le hace reflexiones sobre las
consecuencias de su política de persecución y arbitrariedad. Sólo en un día (16
de junio) se han publicado sesenta y dos decretos de ceses y traslados de jefes
y oficiales de la Guardia Civil.
La
carta de Franco a Casares Quiroga dice así:
«Respetado
ministro: Es tan grave el estado de inquietud que en el ánimo de la oficialidad
parecen producir las últimas medidas militares, que contraería una grave
responsabilidad y faltaría a la lealtad debido si no le hiciese presentes mis
impresiones sobre el momento castrense y los peligros que paro la disciplina
del Ejército tienen la falta de interior satisfacción y el estado de inquietud
moral y material que se percibe, sin palmaria exteriorización, en los Cuerpos
de oficiales y suboficiales. Las recientes disposiciones que reintegran al
Ejército a los jefes y oficiales sentenciados de Cataluña, y la más moderna de
destinos antes de antigüedad y hoy dejados al arbitrio ministerial, que desde
el movimiento militar de junio del 17 no se habían alterado, así como los
recientes relevos, han despertado la inquietud de la gran mayoría del Ejército.
Las noticias de los incidentes de Alcalá de Henares, con sus antecedentes de
provocaciones y agresiones por parte de elementos extremistas, concatenados con
el cambio de guarniciones, que produce, sin duda, un sentimiento de disgusto,
desgraciada y torpemente exteriorizado, en momentos de ofuscación, que,
interpretado en forma de delito colectivo, tuvo gravísimas consecuencias para
los jefes y oficiales que en tales hechos participaron, ocasionando dolor y
sentimiento en la colectividad militar. Todo esto, excelentísimo señor, pone,
aparentemente, de manifiesto la información deficiente que, acaso, en este
aspecto debe llegar a V. E., o el desconocimiento que los elementos
colaboradores militares pueden tener de los problemas íntimos y morales de la
colectividad militar. No desearía que esta carta pudiese menoscabar el buen
nombre que posean quienes en el orden militar le informen o aconsejen, que
pueden pecar por ignorancia; pero sí me permito asegurar, con la
responsabilidad de mi empleo y la seriedad de mi historia, que las
disposiciones publicadas permiten apreciar que los informes que las motivaron
se apartan de la realidad y son algunas veces contrarias a los intereses
patrios, presentando al Ejército bajo vuestra vista con unas características y
vicios alejados de la realidad. Han sido recientemente apartados de sus mandos
y destinos jefes, en su mayoría, de historia brillante y de elevado concepto en
el Ejército, otorgándose sus puestos, así como aquellos de más distinción y
confianza, a quienes, en general, están calificados por el noventa por ciento
de sus compañeros como más pobres en virtudes. No sienten ni son más leales a
las instituciones los que se acercan a adularlas y a cobrar la cuenta de
serviles colaboraciones, pues los mismos se destacaron en los años pasados con
Dictadura y Monarquía. Faltan a la verdad quienes le presentan al Ejército como
desafecto a la República; le engañan quienes simulan complots a la medida de
sus turbias pasiones; prestan un desdichado servicio a la patria quienes
disfracen la inquietud, dignidad y patriotismo de la oficialidad, haciéndoles
aparecer como símbolos de conspiración y desafecto. De la falta de ecuanimidad
y justicia de los Poderes públicos en la administración del Ejército en el año
1917, surgieron las Juntas Militares de Defensa. Hoy pudiera decirse
virtualmente, en un plano anímico, que las Juntas Militares están hechas. Los
escritos que clandestinamente aparecen con las iniciales U. M. E. y U. M. R.
son síntomas fehacientes de su existencia y heraldo de futuras luchas civiles
si no se atiende a evitarlo, cosa que considero fácil con medidas de
consideración, ecuanimidad y justicia. Aquel movimiento de indisciplina
colectivo de 1917, motivado en gran parte por el favoritismo y arbitrariedad en
la cuestión de destinos, fue producido en condiciones semejantes, aunque en
peor grado, que las que hoy se sienten en los Cuerpos del Ejército. No le
oculto a V. E. el peligro que encierra este estado de conciencia colectivo en
los momentos presentes, en que se unen las inquietudes profesionales con
aquellas otras de todo buen español ante los graves problemas de la patria.
«Apartado
muchas millas de la Península, no dejan de llegar hasta aquí noticias, por
distintos conductos, que acusan que este estado que aquí se aprecia existe
igualmente, tal vez en mayor grado, en las guarniciones peninsulares, c incluso
entre todas las fuerzas militares de Orden público.
«Conocedor
de la disciplina, a cuyo estudio me he dedicado muchos años, puedo asegurarle
que es tal el espíritu de justicia que impera en los cuadros militares, que
cualquiera medida de violencia no justificada produce efectos contraproducentes
en la masa general de las colectividades al sentirse a merced de actuaciones
anónimas y de calumniosas delaciones.
«Considero
un deber hacerle llegar a su conocimiento lo que creo una gravedad grande para
la disciplina militar, que V. E. puede fácilmente comprobar si personalmente se
informa de aquellos generales y jefes de Cuerpo que, exentos de pasiones
políticas, vivan en contacto y se preocupen de los problemas íntimos y del
sentir de sus subordinados.
« Muy atentamente le saluda su affmo.
y subordinado, Francisco Franco.»
* * *
Por
grande que sea la astucia de los confabulados para encubrir sus intrigas, la
conspiración tiene tan profusas ramificaciones, que resulta imposible
mantenerla en secreto. Por otra parte, no faltan confidentes filtrados en la
tupida red de agentes, ni incidentes originados por quienes actúan por
iniciativa propia. En la calle de Tudescos, de Madrid, la policía descubre (9
de junio) cien uniformes de la Guardia Civil, confeccionados en Zaragoza por
encargo de Agustín Tellería, de Anzuola (Guipúzcoa), a quien se le detiene con otros cinco
complicados en la operación. La prensa frentepopulista destaca el hecho como prueba evidente de las maquinaciones para un estallido
sangriento. Las denuncias de que en el Norte se prepara algo sonado son
continuas. El Gobierno se dispone a aplastar con un golpe audaz y de sorpresa a
los conspiradores de Navarra. Para ello organiza una acción policíaca con el
pretexto de vigilar y suprimir el contrabando de armas en la frontera. Sesenta
policías de Madrid y doce camionetas de guardias de Asalto procedentes de
Madrid, Logroño, Vitoria y San Sebastián, se presentan en Pamplona, al amanecer
del 27 de junio. Al frente de estas fuerzas figura el Director general de
Seguridad, Alonso Mallol. En el acto comienzan los registros en el Círculo
Carlista y en los domicilios de los más significados tradicionalistas. Las
pesquisas no se circunscriben a la capital, sino que se extienden también a
Estella, Sangüesa, Villaba y otras localidades en las
que predominan los carlistas. Las batidas no dan ningún resultado. Mola ha sido
prevenido doce horas antes de esta irrupción de inquisidores por un enlace del
comisario de policía de Madrid, Santiago Martín Báguenas,
a quien el general conoció en su época de Director general de Seguridad. Este
aviso permite adoptar las previsiones que la visita aconseja. El botín se
reduce a una pistola con licencia, pero sin guía, hallada en el hogar del
teniente coronel Utrilla, jefe de los Requetés navarros, a quien se le detiene.
Mola acude al despacho del gobernador civil para saludar al Director general de
Seguridad. Le pregunta la razón de aquel alarde policíaco. «Mallol — refiere
Iribarren— expuso a su interlocutor los recelos que infundía su actitud y la
necesidad de que con hechos claros disipase las sospechas que sobre él recaían.
Mola respondió con una severa catilinaria contra los excesos de la demagogia y
la falta de autoridad, única causa del malestar que no negaba existiese en el
Ejército. El Director de Seguridad, confundido, se deshizo en excusas y regresó
a Madrid, convencido de que Mola no abandonaría por ningún motivo su mando en
Navarra y que no se podía pensar en privarle de él por la violencia.
El mismo
día en que ocurren estas cosas el general deja a la alarmada Pamplona, para
acudir a una cita con el diputado tradicionalista alavés José Luis Oriol Urigüen. La entrevista se celebra en un camino entre
bosques, de Leiza a Huici. El diputado ofrece a Mola
el apoyo de los requetés de Álava y su colaboración personal.
Comienza
el mes de julio sin que se haya producido el entendimiento entre Mola y los
carlistas. Sin embargo, éstos no se creen ajenos ni extraños a los planes
urdidos por elementos del Ejército, por cuanto que mantienen relación constante
con el general Sanjurjo, al que reconocen como jefe supremo de la operación que
se prepara.
Esta
inteligencia entre el general, residente en Estoril, y los tradicionalistas,
quedó sellada en marzo, cuando Fal Conde expresó al
general el deseo de que fuese jefe de un posible alzamiento carlista. Poco
después, en mayo, visita a Sanjurjo el príncipe Francisco Javier Borbón Parma,
designado regente de la Comunión Tradicionalista por su tío Alfonso Carlos. Es
la confirmación de que los carlistas reconocen al general como jefe militar.
Por entonces, algunos directivos tradicionalistas proyectaban una insurrección
en la sierra de Aracena (Huelva) y en la de Gata (Cáceres), utopía que no
obtuvo aprobación de los jefes sensatos. En sus conversaciones con Sanjurjo, el
príncipe de Borbón Parma propuso «que si el alzamiento lo hacían sólo los
tradicionalistas, se proclamaría rey a don Alfonso Carlos, dejándose para más
adelante el pleito de la sucesión, y si era obra conjunta con los militares, se
crearía un Gobierno provisional de restauración monárquica, bajo la presidencia
de Sanjurjo».
Confinado
Varela en Cádiz, Sanjurjo se dirige a Mola, cuyas actividades conspiratorias
conoce, diciéndole: «Necesito su decisión. Quiero que usted me represente.
Pepe.» En una postdata añade que está dispuesto a ir a España si Mola desea.
Portador de la respuesta de Mola es el director del Diario de Navarra y
diputado, Raimundo García, y a ella se refiere Sanjurjo en carta a un amigo con
las siguientes palabras; «Me dijo que el general Mola estaba completamente
resuelto a levantar la región con el Ejército y muchos paisanos, núcleos
compuestos de carlistas; que no me moviera sin que él me hubiese llamado, ni
aun quitándole de allí; que todo se hacía por mí, y que a los dos o tres días
me mandaba un técnico para hablar conmigo. Parece que tiene las guarniciones de
Navarra, Vascongadas, Burgos y Logroño».
¿Cómo
salir del estancamiento en que han quedado las negociaciones de Mola y los
carlistas? Los oficiales que actúan de enlaces del general, deseosos de que se
concierte el acuerdo preparan una nueva entrevista de Fal Conde con Mola en el pueblo de Echauri, en casa del
jefe de requetés Esteban Ezcurra (2 de julio). No puede concurrir el delegado
de los tradicionalistas, por las muchas dificultades que traban su paso por la
frontera, pues Fal Conde reside en San Juan de Luz.
Le representa el Delegado nacional de Requetés, Zamanillo. «No hubo acuerdo
—explica Lizarza, que asistió al diálogo—, ni posibilidad de alcanzarlo por
trato directo.» El delegado de requetés entregó al general una nota redactada
por Fal Conde, en la que reiteraba las condiciones de
los carlistas, «postulados esenciales de nuestro programa».
El
desacuerdo persiste mientras el general se dedica a descifrar otros enigmas:
Barcelona, Madrid, Valencia... Ninguno de estos nombres le infunde confianza.
Las últimas impresiones de los mensajeros están impregnadas de desesperanza y
pesimismo. En Barcelona, elementos muy notorios de la guarnición son
entusiastas del Alzamiento, mientras los altos mandos se manifiestan totalmente
opuestos: el jefe de la División, general Llano de la Encomienda; el general de
la Guardia Civil, Aranguren, y dos coroneles, el jefe de Aviación, teniente
coronel Díaz Sandino... Las masas de los partidos revolucionarios, incluida la
C. N. T. y los nacionalistas, están apercibidas para aplastar cualquier
movimiento antigubernamental. Madrid no ofrece mejor semblante: falta cohesión
entre los conjurados, unidad de propósitos y coincidencia para una acción
conjunta. Los planes del Alzamiento en la capital de España, son elaborados por
el teniente coronel de Ingenieros Alberto Alvarez Rementería, que manda el Batallón núm. de zapadores de
Carabanchel hasta fines de junio, con la colaboración de varios compañeros
integrantes de la Junta de la U. M. E. (163).
Son
tantos a contar lo que se trama en la capital de España y las noticias de tan
diversa índole, que producen confusión. En una de sus primeras instrucciones,
relativas a Madrid, Mola apunta como máxima aspiración:
«Que la
primera y segunda divisiones, si no se suman al Movimiento, por lo menos
adopten una actitud de neutralidad benévola y desde luego se opongan
terminantemente a hacer frente a los que luchan por la causa de la patria».
Tampoco
la situación de Valencia consiente forjarse ilusiones. En aquella guarnición
reina el descontento, debido a la incertidumbre sobre quién ejercerá el mando
de la sublevación. Designado el general Goded, de cincuenta y cuatro años,
comandante militar de Baleares, se dedicó en el acto a planear el levantamiento. Pero
pocos días después, la Junta del Movimiento de Barcelona, enterada de que el
general de división González Carrasco, de cincuenta y nueve años, con más
escepticismo que entusiasmo respecto al éxito de la empresa, había sido
designado para el mando de Cataluña, hace saber a Mola que no lo acepta, y pide
que la dirección recaiga en Goded. Mola accede y González Carrasco es nombrado
para Valencia.
El jefe
de la División militar de Valencia es el general de brigada Fernando Martínez
Monje, de sesenta y dos años, caracterizado republicano, secundado en su
oposición al Alzamiento por otros generales y jefes. No obstante, la mayoría de
los jefes y oficiales son partidarios fervientes del golpe militar y cuentan
con el concurso de grandes núcleos de la Derecha Regional Valenciana, de los
tradicionalistas y falangistas, que participan activamente en los
preparativos.
El
coronel García Escámez, que, enviado por Mola, recorre Andalucía para explorar
aquellas guarniciones, las considera como las menos preparadas de España, y a
sus mandos, los menos dispuestos a secundar un Alzamiento. Con excepción de
Cádiz. Aquí los generales Varela, López Pinto y el almirante Atauri aseguran el éxito.
Otro
punto oscuro es Oviedo, del que Mola apenas habla. Pero cuando surge la conversación
sobre Asturias y sus mineros, el general exclama: «Allí está el coronel Aranda,
que me merece total confianza. Estoy seguro de que no fallará.» Antonio Aranda,
de cuarenta y ocho años, coronel de Estado Mayor, Comandante General de
Asturias, visita en el mes de marzo a Azaña y le informa de que en aquella
provincia se ha recrudecido con virulencia el furor revolucionario más
peligroso que en 1934, porque ahora la rebeldía cuenta con la colaboración
resuelta de las autoridades locales y con el favor del Gobierno. Aranda
denuncia los agravios y ataques de que son objeto el Ejército y la fuerza
pública. Azaña le tranquiliza con la promesa de que el Gobierno no se dejará
arrollar por las riadas extremistas. En la antesala del despacho presidencial
Aranda coincide con el general Franco que a punto de salir para Canarias acude
a despedirse de Azaña. El criterio de ambos jefes militares es coincidente y
fundado en el mismo temor: la impotencia del Gobierno para frenar y contener a
la anarquía que se propaga a impulsos de la propaganda comunista.
En los
últimos días de junio Mola recibe una adhesión extraordinaria. El ex ministro cedista y diputado Rafael Aizpún desea hacer saber al general, por mediación de su ayudante, el capitán Barrera,
el propósito del jefe de la C. E. D. A., Gil Robles, de poner a disposición de
Mola una suma importante, que, en caso de fracasar el Movimiento, le permita a
él y a sus familiares hacer frente a las contingencias que les deparasen un
resultado adverso. El ayudante, que conoce muy bien al general, disuade al ex
ministro de tal idea, pues sabe por anticipado que aquél no aceptará el
ofrecimiento. Pocos días después llegan a Pamplona Francisco Herrera Oria,
acompañado de Carlos Salamanca, como enviados de Gil Robles, y entregan al
general la suma de 500.000 pesetas para gastos de la conspiración. El dinero
procede del sobrante de los fondos que reunió la C. E. D. A. para la última
campaña electoral.
Mil ojos
vigilan a Mola, que cada día se hace más sospechoso por sus manejos
clandestinos o visibles. Este juego del ratón y el gato gusta al general.
«Estoy seguro —dice su secretario — de
que a Mola le seducían el misterio y la clandestinidad de sus actividades de
conspirador.» En sus Memorias se trasluce también esta afición a la intriga, a
lo esotérico y a lo novelesco. Ha sido designado para el mando de la Sexta
División Orgánica (Burgos) el general Batet (23 de junio), en sustitución del
general Lacerda. La primera visita del nuevo Capitán
general de la Sexta Región es para Vitoria, de donde se traslada a Pamplona (4
de julio).
La
conversación de los dos jefes se desarrolla en un ambiente de desconfianza
mutua. Se acechan. Batet advierte a Mola que todos sus pasos son vigilados, y
el avisado responde, complacido, que de esta manera se sabrá su correcto
proceder.
* * *
Pamplona
se estremece de júbilo porque han comenzado sus tradicionales fiestas de San
Fermín (7 de julio). Buen pretexto para justificar la presencia en la ciudad de
muchos forasteros que acuden atraídos por la llamada secreta de la
conspiración. Entre ellos, el general Fanjul, navarro, que estudia con Mola la
distribución de puestos. Será portador a Madrid de la lista definitiva: Queipo
en África; Mola, en Pamplona y Logroño; González de Lara, en Burgos; González
Carrasco, en Valencia; Goded, en Barcelona, y Villegas, en Madrid. «Me ha
correspondido dice Fanjul a sus familiares, el puesto de menores probabilidades
de éxito. Lo he aceptado porque es mi deber.» También acuden a Pamplona los
capitanes López Várela y Ramón Mola, éste único hermano del general, delegados
de la guarnición de Barcelona. Los informes de ambos ratifican las malas
impresiones sobre el resultado que aguarda al Alzamiento en la capital catalana.
La
animación jaranera de los días de San Fermín no puede neutralizar el relente de
tragedia que se respira. El día de San Fermín llegan a Pamplona el jefe
falangista de Santander Manuel Hedilla, el general Kindelán y Rafael Garcerán,
pasante de José Antonio, ahora jefe de Falange en Madrid, por haber sido
encarcelado Fernando Primo de Rivera, que sustituía a su hermano en el mando de
la Falange. Desde la cárcel traspasó a Garcerán sus poderes. Portador de buenas
noticias para Mola sobre la situación de Galicia es el capitán del Cuerpo
Jurídico Tomás Garicano. Considera seguro el éxito en aquella región. Sale pata
La Coruña (12 de julio), con instrucciones para los jefes de Marina Manuel Vierna y Salvador Moreno, de la base de El Ferrol, que
también las han recibido de la Junta de Madrid por mediación de Eugenio Vegas Latapie, y para los jefes del Ejército Luis Tovar, Fermín
Gutiérrez Soto y Pablo Martín Alonso.
¿El
desacuerdo entre Mola y los carlistas es un pleito insoluble? Los personajes
navarros más sobresalientes de la conspiración buscan la manera de enmendar la
que les parece inconcebible desavenencia. Hasta entonces el general ha
dialogado con representantes de la Comunión Tradicionalista que no son
navarros. ¿Por qué no ponerle en relación con carlistas de la región, piedra
angular y eje del tradicionalismo español? El director del Diario de Navarra,
«Garcilaso», gestiona y consigue que el conde de Rodezno se entreviste con el
general. Hasta mayo de 1934, Rodezno, figura señorial y de autoridad en
Navarra, presidió la Junta Suprema del Tradicionalismo, puesto en el que fue
sustituido por Fal Conde. El encuentro se celebra (9
de junio) en los alrededores de Pamplona.
El conde,
enterado de las dificultades para llegar a un arreglo, pues el general no se
consideraba con poderes para pactar sobre el futuro del nuevo Estado, le
sugirió que se entendiese con la Junta Regional Carlista de Navarra y poco
después Mola se entrevista con Joaquín Baleztena y José Martínez Berasain, presidente y vocal, respectivamente, de dicha
Junta, los cuales fijan como condiciones mínimas para que los carlistas
navarros participen en el Movimiento que éste tenga por bandera la bicolor y
que la administración de los ayuntamientos de Navarra sea concedida a los
carlistas. El general acepta las dos condiciones y por un momento se cree que
ha sido salvado el escollo y que de ahora en adelante el camino quedará
despejado y fácil.
El
Gobierno parece estar convencido de que el jefe de la conspiración es Mola y de
que en Navarra se halla a punto de estallar. La U.M.R.A. — Unión Militar
Republicana Antifascista— fundada en 1934, y que desde el advenimiento del
Frente Popular ha adquirido gran auge y ascendiente sobre el ministro de la
Guerra, acusa a Mola y a la oficialidad de la guarnición de Pamplona de
hallarse en plena rebeldía y reclaman con insistencia la destitución del
general y el traslado de los jefes cómplices a otras zonas militares. El
ministro de la Guerra llama a Madrid al general Batet, y le pide que persuada a
Mola para que acepte su traslado a otra guarnición. El ministro no se atreve a
destituirlo, sin duda por temor a las consecuencias que pudiera arrastrar esta
medida.
En cuanto
regresa a Burgos, Batet telefonea a Mola. Tiene urgencia de verle y le propone
una inmediata entrevista en Logroño para el día siguiente. Mola sugiere la conveniencia
de elegir un lugar más solitario, oculto a la curiosidad de las gentes; por
ejemplo, el monasterio de Irache, cerca de Estella. El capitán general de
Burgos acepta y fija las nueve de la mañana para el encuentro.
A Mola le
deja muy preocupado la llamada, y confía a sus ayudantes la sospecha de que sea
una treta para quitarle de su mando en Pamplona. Los ayudantes participan de la
misma desconfianza y en el acto organizan la protección de su jefe, con la
ayuda de elementos carlistas de Estella. A las nueve de la mañana (10 de julio)
coinciden en la puerta del monasterio los dos jefes. Los recibe el prior y les
conduce a una sala de visitas, en el primer piso. «Presidía la estancia —cuenta
Iribarren — un retrato con boina de la reina carlista doña Margarita, la cual
durante la segunda guerra civil residió en el convento, habilitado para
hospital de sangre.»
La
conversación se prolonga durante hora y media. Batet repite con insistencia que
el Gobierno sabe y posee pruebas de la rebeldía que se prepara y considera al
general «cabeza directora del complot». Mola niega: ignora que se fragüe un
movimiento subversivo, y menos que él sea jefe de la confabulación. Arguye
Batet: «La mejor manera de convencer al Gobierno de la falsedad de las
imputaciones sería que usted pidiese el traslado a la guarnición que le
conviniera.» «Me he cansado de solicitarlo y nunca he sido atendido», replica
Mola. Y en esta pugna, acusaciones por un lado, justificaciones y evasivas por
otro, transcurre el tiempo. Al final, Batet le dice: «Prométame que no va a
sublevarse.» «Se lo prometo», contesta. «¿Palabra de honor», pregunta Batet, levantándose.
«Palabra de honor de que no estoy comprometido en ninguna aventura», replica
Mola. Poco después, en su viaje de regreso a Pamplona, dice a quienes le
acompañan: «¿Puede ser una aventura prepararse para salvar a la patria de la
catástrofe que se avecina?».
CAPÍTULO 92.EN PLENA ANARQUÍA
FIEBRE
CRIMINAL EN CIUDADES Y PUEBLOS. — SANGRIENTAS LUCHAS ENTRE LOS TRABAJADORES DE
MÁLAGA ATERRORIZAN AL VECINDARIO. — EN MADRID LOS SINDICALISTAS IMPONEN SU
DESPÓTICO DOMINIO. — 120.000 HUELGUISTAS EN LA CAPITAL DE ESPAÑA, UN MILLÓN EN
TODO EL PAÍS, MÁS 800.000 OBREROS PARADOS. — LA VIDA EN MADRID, AL COMENZAR EL
VERANO DE 1936, DESCRITA POR SALVADOR DE MADARIAGA «GAZIEL» Y OSSORIO Y
GALLARDO. — EL MINISTRO DE TRABAJO DICTA UN LAUDO PARA RESOLVER EL CONFLICTO DE
LA CONSTRUCCIÓN Y LOS SINDICALISTAS SE NIEGAN A ACEPTARLO. — EPIDEMIA
HUELGUÍSTICA EN TODA ESPAÑA. — ASALTO E INCENDIO DE IGLESIAS, CRÍMENES
POLÍTICOS Y RECRUDECIMIENTO DE LA PERSECUCIÓN RELIGIOSA. — UNAMUNO DENUNCIA LA
DEGRADACIÓN CIUDADANA. — «SI LA REPÚBLICA FRACASA EN MANOS DE REPUBLICANOS, NO
LES QUEDARÁ A ÉSTOS MÁS QUE UN CAMINO HONROSO: DESAPARECER DE LA REPÚBLICA»
(MARTÍNEZ BARRIO). — NUEVOS EPISODIOS DE LA CRISIS DEL SOCIALISMO. — DENUNCIAS
EN LAS CORTES DE DESMANES Y CRÍMENES POLÍTICOS. — CUATRO FALANGISTAS IRRUMPEN
EN RADIO VALENCIA Y DIVULGAN QUE UN MOVIMIENTO FALANGISTA HA TRIUNFADO EN
ESPAÑA. — POCO DESPUÉS SE PRODUCEN GRAVES DESÓRDENES EN LA CAPITAL LEVANTINA.
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