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CAPÍTULO 91.

CONSPIRACIONES CONTRA EL GOBIERNO

 

En los comienzos del verano de 1936, el instinto de conservación, sin contar otras razones superiores, movía a muchos españoles que se consideraban sentenciados por la revolución y bajo el peso de gravísima amenaza, a agruparse para mejor organizar su propia defensa y la de la patria. En cada ciudad o pueblo importante hervía una conspiración, para buscar la forma de esquivar el peligro o de enfrentarse con él.

En este género de actividades clandestinas sobresalía Navarra, porque allí los tradicionalistas conservaban el predominio en la Diputación, Ayuntamientos y en organismos de muy diversa índole, merced a lo cual gozaban de una libertad de movimientos inconcebible en el resto de España. La conspiración de Navarra es exclusivamente tradicionalista, sin mezcla ni relación con las actividades de otros partidos o elementos que también maquinaban contra el Gobierno. Ahora bien, más propiamente que conspirar, el tradicionalismo navarro preparaba a sus partidarios para afrontar el momento crítico, que se presentaría el día menos pensado. Esta actitud de alerta adoptada por los carlistas en cuanto se proclamó la República, se afianza conforme crece y se agrava el peligro, de modo especial desde que sobreviene el Frente Popular. El año 1935 el número de requetés organizados en Navarra era de unos 5.600, instruidos por algunos jefes militares retirados por la ley de Azaña.

* * *

Sin ninguna relación con la confabulación tradicionalista, un grupo de oficiales de la guarnición de Pamplona, en el que se distinguían los ofi­ciales Vicario, Diez de la Lastra, Moscoso, Vizcaíno, Lorduy, Dapena y Vázquez, al igual que sucedía en otras plazas españolas, meditaban sobre los procedimientos más adecuados para derrotar a la que estiman inminente revolución comunista. Los capitanes contaban con muchas adhesiones en el momento en que llegaba a Pamplona el general Mola para posesionarse del Gobierno Militar y de la Jefatura de la 12 Brigada de Infantería. Era el general alto, desgarbado y hosco. Nació en Cuba en 1887, hijo de un capitán de la Guardia Civil y de una cubana oriunda de españoles. Estudió en la Academia de Toledo y la mayor parte de su carrera militar la hizo en África, donde reveló singulares condiciones de jefe, en especial en el sitio de Dar Akobba (1924). Fue Comandante general de Larache, y de aquí pasó a la Dirección General de Seguridad, al encargarse el general Berenguer de la presidencia del Gobierno (1930). Desempeñó el cargo durante los turbulentos meses precursores de la caída de la Monarquía y proclamada la República, sufrió persecución y cárcel, y, como final de un proceso, fue expulsado del Ejército. La amnistía de 1934 lo reintegró a las armas, y siendo Gil Robles ministro de la Guerra, se le concedió mando de tropas en la región occidental de Marruecos (Melilla). Estudioso, ávido de cultura, era demócrata-liberal y anteriormente al cambio de régimen más se inclinaba hacia la República que hacia la Mo­narquía. «Hombre de ideas avanzadas», le denomina el marxista Bergua, primer editor de las Memorias de Mola. De su paso por la Dirección sale doctorado en experiencia política y curtido para siempre en desengaños. Aprende en textos y testimonios irrefutables el poder de ciertas fuerzas secretas, la capacidad expansiva del comunismo y en qué centros y despachos se urden las intrigas que luego degeneran en motines y luchas abiertas. De todo ello da fe en sus libros, escritos con pluma fácil y buen estilo narrativo, documentos de gran importancia histórica. Casares Quiroga no lo olvida cuando desde el Ministerio de la Guerra realiza la remoción de mandos. Lo saca de la Comandancia Militar de Larache para enviarlo a Navarra, persuadido de que Mola es mucho más peligroso al frente de tropas en África que junto a las masas de requetés, a cuya ideología lo considera refractario.

En el viaje de Mola de África a Pamplona, a su paso por Madrid, cambia impresiones con varios generales, según se ha dicho. Apenas instalado en el viejo caserón de la Capitanía militar, erigido sobre el solar que en el siglo XIII, ocupaba el palacio de los Reyes de Navarra, compañeros de armas y civiles, amigos y desconocidos, se ofrecen por carta, le animan, le requieren para «que haga algo» a fin de remediar la espantosa anarquía que destroza a España. Algunas de aquellas adhesiones son de generales y jefes con mando de tropas. Por otra parte, el general Mola es informado por oficiales de su guarnición de las actividades conspiratorias, no sólo en Pamplona, sino también en Álava, Logroño, Burgos y Guipúzcoa. En cada capital española hierve un foco de conjurados. El general puede darse cuenta de que esto es una realidad. El 19 de abril un grupo de capitanes de las guarniciones de Pamplona, Burgos y Logroño, reunidos en la capital de Navarra, hacen saber al general Mola por medio de su ayudante, el comandante Fernández Cordón, que le reconocen como jefe de un movimiento salvador de España y se ponen a sus órdenes.

Desde aquel día, lo que hasta entonces es una actividad confusa, heterogénea y deforme, cristaliza en una acción concreta, dirigida y precisa. Cuenta con auxiliares y colaboradores muy eficaces. Entre ellos, los más inmediatos, el coronel laureado García Escámez, jefe de Media Brigada de Montaña, y el capitán Manuel Barrera, delegado de la Unión Militar Española en Navarra.

De los apoyos que obtiene Mola, el más importante es el del general Queipo de Llano, de 61 años, Inspector general de Carabineros, que también conspira y al cual el cargo le proporciona una gran soltura para sus desplazamientos.

Mola, que era meticuloso y ordenado, empezó a planear el alzamiento sobre el papel, con un criterio simplista, dando por ciertas colaboraciones y asistencias, sinceras a la hora del ofrecimiento, pero dudosas a la hora de la verdad. Organizar un alzamiento nacional significaba preparar una maquinaria complejísima de mil ruedas autónomas, magnetizadas por imponderables e imprevistos. Operación basada en la credulidad, urdida en la sombra y en el secreto, sin garantías ni comprobaciones y siempre con el riesgo de ser desarticulada por un delator o un espía. Mola se afana por plasmar los anhelos de los partidarios impacientes en esquemas con trayectorias y horarios fijos. De los prolegómenos y consideraciones de carácter general pasa a los manifiestos, y de aquí a los programas de Gobierno, en los que abarca hasta el último por menor de interés, que no puede ser Olvidado por los Conjurados una vez triunfadores. Todo ello con la firma de «El Director». Muchos de los cálculos e hipótesis se desvanecen pronto al contacto con la realidad. El Alzamiento será una sucesión de sorpresas, que escaparán a la previsión y capacidad de la mente humana, imposible de armonizarlas, porque carecen de categoría y coherencia.La Instrucción reservada número de Mola lleva fecha 25 de abril, y en ella se sientan las bases de una organización militar de la rebelión, que debería quedar montada en el plazo de veinte días.

Prueba de que Mola en los primeros días de su estancia en Pamplona, siente su ánimo más propicio a retroceder que a avanzar por los caminos de la conspiración, es la carta que dirige al general La Cerda, jefe de la Sexta Región, con motivo de las afrentas hechas al Ejército en Zaragoza con ocasión del desfile militar celebrado el 14 de abril en los actos conmemorativos de la República. Le pide transmita al Gobierno un ruego: «para que la oficialidad del Ejército se mantenga en la más estricta disciplina, conviene poner coto a las provocaciones de que son objeto constantemente bajo la mirada benévola de las autoridades». La Cerda creyó descubrir en la carta materia delictiva y comunicó lo sucedido al Ministerio de la Guerra, el cual dispuso que el Inspector general, García Caminero, hiciese en Pamplona las averiguaciones propias del caso. Éste, en su informe al ministro, manifestaba «que era imprescindible relevar a Mola, porque la guarnición de Pamplona, demasiado numerosa, estaba influida por él y podría constituir un peligro». Proponía «que se disgregase dicha guarnición repartiéndola por distintos puntos de España».

La relación de Mola con la Unión Militar Española se hizo a partir de mediados de abril cotidiana e íntima. La U. M. E. era una agrupación de jefes y oficiales del Ejército fundada en Madrid en los primeros meses de 1934 para fomentar la solidaridad y cohesión de los afiliados, disponiéndolos a una mejor defensa de los principios esenciales de la patria, sin finalidad política determinada. No se exigía al adherido otra cosa que una actitud de vigilancia y una colaboración sincera y entusiasta. Los afiliados a la U. M. E. se comprometían por sus propios sentimientos patrióticos, sin obligarse con votos o juramentos. El motor de este movimiento fue el comandante de Estado Mayor Bartolomé Barba, y contaba como adheridos a lo más significado y brillante del Ejército.

En cada capital de región militar hay un representante de la U. M. E., el cual, a su vez, nombra la Junta Regional. La Junta Central tiene su sede en Madrid. A partir de febrero de 1936, los elementos de la U. M. E. en alerta, establecen contacto no sólo con los jefes y oficiales, sino también con elementos políticos de conocida oposición al Frente Popular. De esta actividad conspiratoria de la U. M. E. el primer informado es Mola, tanto por su enlace con la Junta de Madrid como por su estrecha relación con la Junta de Barcelona, presidida por el teniente coronel Isarre Bescós.

La segunda circular de Mola a los generales y a la Junta de Madrid lleva fecha de 25 de mayo y se refiere a la estrategia del Alzamiento. Admitido que es imposible el triunfo inicial en Madrid, la capital será conquistada por las columnas militares que partiendo de diversas provincias donde haya triunfado el Alzamiento converjan en la capital de España. Se dice cómo deben operar las fuerzas de cada división, a las que se les señala un objetivo; se recomienda una actitud pasiva a las fuerzas que guarnecen Baleares, Canarias y Marruecos, y «únicamente en el caso probable de que el Gobierno acuerde traer a la Península fuerzas de choque a combatir a los patriotas, dichas fuerzas se sumarán con todos sus cuadros a la rebeldía». A la Marina de guerra se le asigna la misión de «impedir que desembarquen en España fuerzas que vengan a oponerse al Movimiento». Los planes de Mola se basan en conjeturas e hipótesis, pues carece de bases firmes para edificar sobre ellas. Admite que la rebeldía es unánime. El supuesto de una actitud contraria al Alzamiento de fuerzas más o menos considerables no cuenta en los proyectos iniciales del «Director». Cuando transcurren algunos días, Madrid y Barcelona se perfilan ya como puntos inciertos e inquietantes. Y más adelante, en las instrucciones de 31 de mayo, se prevé que «para caso de fracasar el Movimiento, el repliegue se hará sobre la línea del Ebro, debiendo tener presente que en la línea Zaragoza-Miranda habrá de extremarse la resistencia y Navarra será reducto inexpugnable de la rebeldía».

Estas recomendaciones, escritas a la vista del mapa de un Alzamiento problemático, variarán conforme Mola avance en el laberinto conspiratorio y obtenga una información más completa de la disposición de las guarniciones o de la importancia de la colaboración de los voluntarios.

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A medida que se extiende la organización secreta se reconoce más imprescindible la jefatura de Mola para ordenar la embrollada madeja e impedir el brote de movimientos esporádicos o deflagraciones de los impacientes, que supervaloran sus propias fuerzas y subestiman la importancia del adversario.

A punto estuvo de producirse un estallido el 19 de abril. Entre los comprometidos figuraban Rodríguez del Barrio, Inspector genera] del Ejército; los generales Saliquet, Ponte y Orgaz, y Varela: este último el más decidido partidario de la aventura. También se hallaban complicados los generales Fanjul, Villegas y González Carrasco, y, a juicio de éste, «nunca estuvo el Movimiento mejor organizado». «Los jefes comprometidos se trasladaron a sus provincias. Y así, con todo listo, llegó —cruzada de nerviosas esperanzas— la noche del 18. Varela, oculto en casa de unos amigos, los señores de Lapique, repasando su «papel», recibe aviso del general Del Barrio de que acuda urgentemente a su domicilio... Del Barrio era hombre de complexión enfermiza y apareció ante los ojos de José Enrique con el ánimo totalmente desfondado y aprisionado por la energía de su mujer, a la que se veía peligrosamente enterada de todos los detalles de la trama. Su petición, dictada por sus apuntadores —mujer y ayudante — era el aplazamiento por unos días, hasta que mejorara; pero bien claramente se veía que significaba una dilación sin fecha y del todo incompatible con la exactitud y justeza que requería el funcionamiento de la operación, ya articulada con mayor extensión excéntrica».

El plan queda roto y desbaratado. El Gobierno sabe, si no todo, lo bastante para sancionar a los principales conjurados con rápidas órdenes de confinamiento a lugares remotos. Varela recibe la orden ministerial de fijar su residencia en Cádiz, para donde deberá salir aquella misma noche. Una orden semejante confina en Canarias al general Orgaz. A esto hay que añadir las incontables destituciones, traslados y pases a situación de reserva de sospechosos de conspirar o de animosidad contra el Frente Popular. Un tribunal inquisitorial asesora al Ministro y pone a diario a su firma numerosas disposiciones que dejan sin mando o sin cargo a todo aquel jefe u oficial que no ofrece garantías de simpatías revolucionarias.

Otro día era la guarnición de Burgos la que se impacientaba. El 29 de mayo, elementos de la de Valencia estuvieron a punto de rebelarse, persuadidos de que serían secundados por otras guarniciones.

El ardimiento o la desesperación llevaba a muchos a suponer que bastaba un arranque de coraje para ganar la adhesión de la mayoría del país e imponerse victoriosamente a la anarquía. Quienes planeaban las sublevaciones locales eran víctimas de ese espejismo. En ninguno de los casos se ofrecen pruebas válidas acreditativas de que tales propósitos se apoyasen en bases serias y sólidas.

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Todos estos fracasos contribuyeron a hacer más patente la necesidad de la jefatura de Mola: cada día una nueva promoción de generales, jefes y oficiales deposita en él su plena confianza y le acata como «Director». El aumento incesante de adhesiones de todas las provincias obliga a Mola a acelerar los preparativos, pues crece el peligro de que el Gobierno descubra la conspiración y la aplaste. Por otra parte, el enemigo también se da prisa en perfeccionar su organización ofensiva en descomponer los núcleos del Ejército aún coherentes y en liquidar los restos de los partidos o grupos contrarrevolucionarios.

Son días decisivos para la conspiración. Queipo de Llano, el propagandista más entusiasta y ágil del Alzamiento —«veinticinco mil kilómetros de coche», dice, refiriéndose a sus largos recorridos misteriosos—, se presenta de nuevo en Navarra y se entrevista con Mola en la Fonda Otamendi, de Irurzun, a veinte kilómetros de Pamplona. Esta vez no hay veladuras, suspicacias ni recelos. El diálogo es abierto, sincero, sin reservas. Cada uno descubre sus cartas. Mola enumera los pros y los contras, las colaboraciones que estima seguras y las que tiene por sospechosas o inciertas. Le entera de que ante las impresiones poco gratas de Madrid y Barcelona, estudia la incomunicación de ambas capitales en los primeros días de la sublevación, mediante unas marchas conjuntas de las fuerzas de Valencia y Zaragoza.

Una de sus mayores preocupaciones se las procura Miguel Cabanellas, jefe de la División militar de Zaragoza, de 64 años, pieza fundamental en el plan. La desconfianza de Mola se funda en la filiación masónica de Cabanellas y en su antecedente de adherido al partido de Lerroux. Queipo se compromete a incorporarlo a la conspiración. Dos días después, un mensajero de Queipo, el teniente coronel de Ingenieros Rafael Fernández, visita a Cabanellas en Zaragoza (3 de junio) y éste accede a verse con Mola; la adhesión de Burgos queda asegurada con los generales Dávila y González de Lara y la incorporación de tradicionalistas y falangistas.

Abundan también las noticias infaustas para Mola: negativa de los irreductibles, defecciones de los dudosos y oposición de los contrarios. Por el lado de Cataluña el horizonte se ensombrece más. Las impresiones de Madrid son pesimistas. Inciertas las de Valencia. Como lo son las de San Sebastián y Bilbao. Sin embargo, muchos jefes y oficiales de estas plazas, a sabiendas de su situación de inferioridad, se hallan decididos a arriesgarlo todo.

La entrevista de Mola con el general Cabanellas se celebra (7 de junio), después de apelar a mil astucias, en plena carretera, a las nueve de la noche, en las proximidades de Murillo, cerca de Tudela.

Hablaron de la aportación de Zaragoza. Mola pidió 12.000 fusiles y varios millones de cartuchos, pues la guarnición de Pamplona sólo disponía de 1.200 fusiles y era escasa la munición. Cabanellas prometió enviárselos. «Yo sólo tengo una palabra —dijo—, y sé cumplirla.»

Un delegado de José Antonio, Rafael Garcerán, se entrevista con Mola (8 de junio). Es portador de una carta de José Antonio y de datos sobre la organización falangista. A juicio del jefe de Falange urge tomar una decisión. El tiempo labora en contra de los conspiradores. Mola le dice a Garcerán: «La carta de José Antonio me ha emocionado. Ofrece su colaboración y la de Falange en pleno sin condiciones para sacar a España de los abismos en que se hunde.» El encuentro con el general Kindelán se celebra en las proximidades de Lecumberri (11 de junio), día de la festi­vidad del Corpus Christi. Mola queda informado de las gestiones que se hacen en Londres con el fin de alquilar un avión «Dragón Rapide», con su piloto, para trasladar en su día al general Franco de Canarias a África. Mola —refiere Kindelán me expuso sus planes y me pidió mi activa colaboración, que le otorgué en el acto, y que concretamos en los puntos siguientes: A) Acción de propaganda, estímulo y encuadramientos sobre mis amigos de Aviación. B) Preparar por medio del teniente coronel Álvarez Rementería, encargado de la parte aérea del Movimiento en Madrid la neutralización de los elementos adictos al Gobierno. C) Organizar una red de enlaces rápidos, con trasmisiones telefónicas, por radio y por vía aérea, de noticias y órdenes, de acuerdo con el teniente coronel Galarza, quien desempeñaba una especie de jefatura de Estado Mayor del Movimiento.» Kindelán supone que una tercera parte de la Aviación secundará la sublevación.

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A mediados de junio todavía el general Mola no ha dialogado con representantes de las fuerzas tradicionalistas. El general procede como si no creyera preciso pactar con aquéllos, convencido de que en el momento crítico no faltarán a la cita que les den los acontecimiento. Sin embargo, sus más próximos auxiliares le exponen la necesidad de llegar a una inteligencia; le convencen y preparan un diálogo con el Delegado nacional de Requetés, José Luis Zamanillo (11 de junio). La entrevista se celebra en el despacho de Capitanía. El delegado entrega, por encargo de Fal Conde, Jefe delegado de don Alfonso Carlos, un escrito con las condiciones que la Comunión Tradicionalista fija para participar en el Alzamiento. Mola acoge con recelo y suspicacia las peticiones, que desde el primer instante considera «inadmisibles». Reserva la respuesta, porque ha de consultar con otros jefes, y deja la cuestión en el aire. Su desconfianza se transparenta en un informe reservado que al día siguiente (12 de junio) envía «a los compañeros comprometidos», en el que dice: «Está por ultimar el acuerdo con los directivos de una importante fuerza nacional, indispensable para la acción en ciertas provincias, pues la colaboración es ofrecida a cambio de condiciones inadmisibles, que nos harían prisioneros de cierto sector político en el momento de la victoria. El llamado Pacto de San Sebastián está aún reciente para que los españoles lo hayan olvidado, así como las dolorosas consecuencias que ha traído a España. Nosotros no podemos en forma alguna hipotecar el porvenir del nuevo Estado.»

A juzgar por las primeras instrucciones escritas, Mola concibe la sublevación a la manera de los «pronunciamientos» clásicos. Operación puramente militar, de movimientos estratégicos combinados con unos objetivos concretos. Al elemento civil adherido se le adjudica el papel de coro griego. El éxito o el fracaso depende de la resolución y habilidad de los mandos y de la exactitud con que cumplan las consignas recibidas. En ninguno de aquellos escritos se admite la posibilidad de que la rebeldía degenere en lucha prolongada en campo abierto. Tal vez por eso la partici­pación de los carlistas, de cuya importancia numérica el general desconfía, no la considera esencial. Puede ser una ayuda considerable, que en ningún caso podrá inclinar la balanza.

Por su parte, la masa carlista continúa sus preparativos, indiferente a las vicisitudes de la negociación. Parece poseída de un sentimiento fatalista, concorde a su estimación de fuerza indispensable. A última hora todo se arreglará. Los directivos se afanan sin reposo para tener todo a punto cuando suene la hora, que no puede tardar. En unos pueblos aceleran la instrucción, en otros ensayan la movilización; aquí engrasan las armas viejas y allí prueban unas pistolas nuevas. Todos tienen algún quehacer y ninguno rehúye obligación o tarea. Incluso no pocos sacerdotes que repiten el grito de Pedro el Ermitaño: «¡Dios lo quiere!», manipulan pólvora y contrabandean fusiles y bombas, entregándose a unos servicios reñidos con su carácter y su ministerio.

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Los contrariados por el desacuerdo entre Mola y los tradicionalistas estiman necesario y urgente un diálogo del general con Fal Conde, y a este fin preparan una entrevista de los personajes, que se celebra en el monasterio de Irache (15 de junio), antiguo convento de benedictinos y ahora residencia de escolapios, a la vista de Montejurra, nombre tan evocador para los carlistas. Mola entrega al delegado de don Alfonso Carlos una nota fechada en Madrid, que es un programa de los conspiradores militares, a modo de réplica al pliego de condiciones que presentó Zamanillo.

Al regreso de Irache, al llegar a las cercanías de Pamplona, refiere Maíz, conductor del coche en que viajaba Mola, «éste seguía muy abstraído: probablemente la conversación con Fal Conde ha dejado cabos sin atar». Más exacto sería decir que no había atado ninguno. Las divergencias eran tan grandes que hadan el diálogo imposible. El programa de los generales no sólo no responde a las aspiraciones de los carlistas, sino que es contrario del principio al fin. En total desacuerdo Mola y los tradicionalistas, continúan cada uno por su camino, sin que se adivine en qué punto pueden converger.

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La llegada de jefes, agentes y enlaces a Pamplona no cesa: el coronel Monasterio, de Zaragoza; el general González Carrasco, que mandará en Valencia; el general Saliquet, a quien se le ha encomendado Valladolid; el coronel Serrador, que preside la Junta del Movimiento en dicha capital; el general Gregorio de Benito, gobernador militar de Huesca; agentes destacados desde Vitoria por el teniente coronel Alonso Vega, colaborador decidido y entusiasta de la empresa desde el primer momento; Carlos Miralles, que siguiendo instrucciones de Mola tiene reclutadas unas guerrillas de jóvenes monárquicos, que en su momento se situarán en el puerto de Somosierra, para dominar sus cimas.

Al correr de los días, el panorama de los conspiradores cambia de color y de forma. Lo hasta ayer claro se torna sombrío, y, por el contrario, lo tenebroso se hace transparente. El teniente coronel de Estado Mayor Seguí Almuzara, que con el teniente coronel Yagüe lleva los principales hilos de la empresa en Marruecos, llega a Pamplona, portador de noticias optimistas. Allí el Ejército responderá unánime. A pesar de las destituciones y traslados, entre los mandos más importantes hay total entendimiento, con un espíritu irreductible. A Casares Quiroga la Legión, tropa temible, le inspira desconfianza. Descabezarla, le produciría al Gobierno grande alivio. Al teniente coronel Heli Rolando de Tella, de conocido monarquismo, le ha desposeído del mando de la Primera Legión. Al despedirse en Tahuima de sus legionarios (30 de junio), dispuesto a pasar a la zona francesa, les dice: «Las manos encargadas de defender a España no están muertas todavía, sino solamente crispadas ante la traición y dispuestas a arrostrar los sacrificios que sean necesarios para impedir que se llegue a perpetrar el crimen de lesa patria.» Sacar al teniente coronel Yagüe de aquel avispero significaría para el Gobierno alejar un grave peligro. Yagüe es un jefe al que sus soldados obedecen, sugestionados por su bravura. Casares Quiroga le llama a Madrid (6 de junio) y utiliza las fórmulas de la seducción para convencerle de que abandone Marruecos: un mando brillante en la Península, un puesto en el extranjero. Yagüe sólo desea continuar al frente de la Segunda Legión, y, de lo contrario, solicitará el retiro. A Mundo Obrero le ha desasosegado la presencia de Yagüe en Madrid. «Yagüe —grita en sus titulares— debe ser encarcelado inmediatamente. El clamor popular, las masas laboriosas del país piden y exigen el encarcelamiento de ese verdugo del pueblo, enemigo declarado del régimen republicano.»

Mola, que en los proyectos trazados en los primeros días dispone que las tropas de Marruecos deberán permanecer a la expectativa, rectifica este criterio en nuevas instrucciones (24 de junio), en virtud de las cuales aquéllas «se organizarán en columnas mixtas sobre la base de la Legión, una en la circunscripción Oriental y otra en la Occidental, que desembarcarán, respectivamente, en Málaga y Algeciras». Se dice también que «jefe de todas las fuerzas de Marruecos lo será, hasta la incorporación de un prestigioso general (Franco) la persona a quien van dirigidas estas instrucciones» (Yagüe). Se insiste en que el movimiento ha de ser «simul­táneo en todas las guarniciones comprometidas», de «una gran violencia, pues las vacilaciones no conducen más que al fracaso, e inmediato el embarque de tropas para el traslado de fuerzas a los puntos indicados, en la inteligencia que se tiene casi la seguridad absoluta de que este solo hecho será suficiente para que el Gobierno se dé por vencido».

A Franco le desazona la política del Gobierno, los continuos vejámenes, insultos y agresiones de todas clases de que es objeto el Ejército y de modo especial el frenesí de traslados y destituciones dispuestos por el ministro de la Guerra, Casares Quiroga, decidido a suprimir en las instituciones militares el espíritu que las justifica como salvaguardia y escudo de la sociedad y de la patria. Con ánimo de frenar aquel impulso destructor, en una llamada a la responsabilidad y a la conciencia del gobernante y en un último intento por evitar lo que parece ya irremediable, el general dirige al ministro de la Guerra (23 de junio) una carta, en la que le hace reflexiones sobre las consecuencias de su política de persecución y arbitrariedad. Sólo en un día (16 de junio) se han publicado sesenta y dos decretos de ceses y traslados de jefes y oficiales de la Guardia Civil.

La carta de Franco a Casares Quiroga dice así:

«Respetado ministro: Es tan grave el estado de inquietud que en el ánimo de la oficialidad parecen producir las últimas medidas militares, que contraería una grave responsabilidad y faltaría a la lealtad debido si no le hiciese presentes mis impresiones sobre el momento castrense y los peligros que paro la disciplina del Ejército tienen la falta de interior satisfacción y el estado de inquietud moral y material que se percibe, sin palmaria exteriorización, en los Cuerpos de oficiales y suboficiales. Las recientes disposiciones que reintegran al Ejército a los jefes y oficiales sentenciados de Cataluña, y la más moderna de destinos antes de antigüedad y hoy dejados al arbitrio ministerial, que desde el movimiento militar de junio del 17 no se habían alterado, así como los recientes relevos, han despertado la inquietud de la gran mayoría del Ejército. Las noticias de los incidentes de Alcalá de Henares, con sus antecedentes de provocaciones y agresiones por parte de elementos extremistas, concatenados con el cambio de guarniciones, que produce, sin duda, un sentimiento de disgusto, desgraciada y torpemente exteriorizado, en momentos de ofuscación, que, interpretado en forma de delito colectivo, tuvo gravísimas consecuencias para los jefes y oficiales que en tales hechos participaron, ocasionando dolor y sentimiento en la colectividad militar. Todo esto, excelentísimo señor, pone, aparentemente, de manifiesto la información deficiente que, acaso, en este aspecto debe llegar a V. E., o el desconocimiento que los elementos colaboradores militares pueden tener de los problemas íntimos y morales de la colectividad militar. No desearía que esta carta pudiese menoscabar el buen nombre que posean quienes en el orden militar le informen o aconsejen, que pueden pecar por ignorancia; pero sí me permito asegurar, con la responsabilidad de mi empleo y la seriedad de mi historia, que las disposiciones publicadas permiten apreciar que los informes que las motivaron se apartan de la realidad y son algunas veces contrarias a los intereses patrios, presentando al Ejército bajo vuestra vista con unas características y vicios alejados de la realidad. Han sido recientemente apartados de sus mandos y destinos jefes, en su mayoría, de historia brillante y de elevado concepto en el Ejército, otorgándose sus puestos, así como aquellos de más distinción y confianza, a quienes, en general, están calificados por el noventa por ciento de sus compañeros como más pobres en virtudes. No sienten ni son más leales a las instituciones los que se acercan a adularlas y a cobrar la cuenta de serviles colaboraciones, pues los mismos se destacaron en los años pasados con Dictadura y Monarquía. Faltan a la verdad quienes le presentan al Ejército como desafecto a la República; le engañan quienes simulan complots a la medida de sus turbias pasiones; prestan un desdichado servicio a la patria quienes disfracen la inquietud, dignidad y patriotismo de la oficialidad, haciéndoles aparecer como símbolos de conspiración y desafecto. De la falta de ecuanimidad y justicia de los Poderes públicos en la administración del Ejército en el año 1917, surgieron las Juntas Militares de Defensa. Hoy pudiera decirse virtualmente, en un plano anímico, que las Juntas Militares están hechas. Los escritos que clandestinamente aparecen con las iniciales U. M. E. y U. M. R. son síntomas fehacientes de su existencia y heraldo de futuras luchas civiles si no se atiende a evitarlo, cosa que considero fácil con medidas de consideración, ecuanimidad y justicia. Aquel movimiento de indisciplina colectivo de 1917, motivado en gran parte por el favoritismo y arbitrariedad en la cuestión de destinos, fue producido en condiciones semejantes, aunque en peor grado, que las que hoy se sienten en los Cuerpos del Ejército. No le oculto a V. E. el peligro que encierra este estado de conciencia colectivo en los momentos presentes, en que se unen las inquietudes profesionales con aquellas otras de todo buen español ante los graves problemas de la patria.

«Apartado muchas millas de la Península, no dejan de llegar hasta aquí noticias, por distintos conductos, que acusan que este estado que aquí se aprecia existe igualmente, tal vez en mayor grado, en las guarniciones peninsulares, c incluso entre todas las fuerzas militares de Orden público.

«Conocedor de la disciplina, a cuyo estudio me he dedicado muchos años, puedo asegurarle que es tal el espíritu de justicia que impera en los cuadros militares, que cualquiera medida de violencia no justificada produce efectos contraproducentes en la masa general de las colectividades al sentirse a merced de actuaciones anónimas y de calumniosas delaciones.

«Considero un deber hacerle llegar a su conocimiento lo que creo una gravedad grande para la disciplina militar, que V. E. puede fácilmente comprobar si personalmente se informa de aquellos generales y jefes de Cuerpo que, exentos de pasiones políticas, vivan en contacto y se preocupen de los problemas íntimos y del sentir de sus subordinados.

« Muy atentamente le saluda su affmo. y subordinado, Francisco Franco.»

* * *

Por grande que sea la astucia de los confabulados para encubrir sus intrigas, la conspiración tiene tan profusas ramificaciones, que resulta imposible mantenerla en secreto. Por otra parte, no faltan confidentes filtrados en la tupida red de agentes, ni incidentes originados por quienes actúan por iniciativa propia. En la calle de Tudescos, de Madrid, la policía descubre (9 de junio) cien uniformes de la Guardia Civil, confeccionados en Zaragoza por encargo de Agustín Tellería, de Anzuola (Guipúzcoa), a  quien se le detiene con otros cinco complicados en la operación. La prensa frentepopulista destaca el hecho como prueba evidente de las maquinaciones para un estallido sangriento. Las denuncias de que en el Norte se prepara algo sonado son continuas. El Gobierno se dispone a aplastar con un golpe audaz y de sorpresa a los conspiradores de Navarra. Para ello organiza una acción policíaca con el pretexto de vigilar y suprimir el contrabando de armas en la frontera. Sesenta policías de Madrid y doce camionetas de guardias de Asalto procedentes de Madrid, Logroño, Vitoria y San Sebastián, se presentan en Pamplona, al amanecer del 27 de junio. Al frente de estas fuerzas figura el Director general de Seguridad, Alonso Mallol. En el acto comienzan los registros en el Círculo Carlista y en los domicilios de los más significados tradicionalistas. Las pesquisas no se circunscriben a la capital, sino que se extienden también a Estella, Sangüesa, Villaba y otras localidades en las que predominan los carlistas. Las batidas no dan ningún resultado. Mola ha sido prevenido doce horas antes de esta irrupción de inquisidores por un enlace del comisario de policía de Madrid, Santiago Martín Báguenas, a quien el general conoció en su época de Director general de Seguridad. Este aviso permite adoptar las previsiones que la visita aconseja. El botín se reduce a una pistola con licencia, pero sin guía, hallada en el hogar del teniente coronel Utrilla, jefe de los Requetés navarros, a quien se le detiene. Mola acude al despacho del gobernador civil para saludar al Director general de Seguridad. Le pregunta la razón de aquel alarde policíaco. «Mallol — refiere Iribarren— expuso a su interlocutor los recelos que infundía su actitud y la necesidad de que con hechos claros disipase las sospechas que sobre él recaían. Mola respondió con una severa catilinaria contra los excesos de la demagogia y la falta de autoridad, única causa del malestar que no negaba existiese en el Ejército. El Director de Seguridad, confundido, se deshizo en excusas y regresó a Madrid, convencido de que Mola no abandonaría por ningún motivo su mando en Navarra y que no se podía pensar en privarle de él por la violencia.

El mismo día en que ocurren estas cosas el general deja a la alarmada Pamplona, para acudir a una cita con el diputado tradicionalista alavés José Luis Oriol Urigüen. La entrevista se celebra en un camino entre bosques, de Leiza a Huici. El diputado ofrece a Mola el apoyo de los requetés de Álava y su colaboración personal.

Comienza el mes de julio sin que se haya producido el entendimiento entre Mola y los carlistas. Sin embargo, éstos no se creen ajenos ni extraños a los planes urdidos por elementos del Ejército, por cuanto que mantienen relación constante con el general Sanjurjo, al que reconocen como jefe supremo de la operación que se prepara.

Esta inteligencia entre el general, residente en Estoril, y los tradicionalistas, quedó sellada en marzo, cuando Fal Conde expresó al general el deseo de que fuese jefe de un posible alzamiento carlista. Poco después, en mayo, visita a Sanjurjo el príncipe Francisco Javier Borbón Parma, designado regente de la Comunión Tradicionalista por su tío Alfonso Carlos. Es la confirmación de que los carlistas reconocen al general como jefe militar. Por entonces, algunos directivos tradicionalistas proyectaban una insurrección en la sierra de Aracena (Huelva) y en la de Gata (Cáceres), utopía que no obtuvo aprobación de los jefes sensatos. En sus conversaciones con Sanjurjo, el príncipe de Borbón Parma propuso «que si el alzamiento lo hacían sólo los tradicionalistas, se proclamaría rey a don Alfonso Carlos, dejándose para más adelante el pleito de la sucesión, y si era obra conjunta con los militares, se crearía un Gobierno provisional de restauración monárquica, bajo la presidencia de Sanjurjo».

Confinado Varela en Cádiz, Sanjurjo se dirige a Mola, cuyas actividades conspiratorias conoce, diciéndole: «Necesito su decisión. Quiero que usted me represente. Pepe.» En una postdata añade que está dispuesto a ir a España si Mola desea. Portador de la respuesta de Mola es el director del Diario de Navarra y diputado, Raimundo García, y a ella se refiere Sanjurjo en carta a un amigo con las siguientes palabras; «Me dijo que el general Mola estaba completamente resuelto a levantar la región con el Ejército y muchos paisanos, núcleos compuestos de carlistas; que no me moviera sin que él me hubiese llamado, ni aun quitándole de allí; que todo se hacía por mí, y que a los dos o tres días me mandaba un técnico para hablar conmigo. Parece que tiene las guarniciones de Navarra, Vascongadas, Burgos y Logroño».

¿Cómo salir del estancamiento en que han quedado las negociaciones de Mola y los carlistas? Los oficiales que actúan de enlaces del general, deseosos de que se concierte el acuerdo preparan una nueva entrevista de Fal Conde con Mola en el pueblo de Echauri, en casa del jefe de requetés Esteban Ezcurra (2 de julio). No puede concurrir el delegado de los tradicionalistas, por las muchas dificultades que traban su paso por la frontera, pues Fal Conde reside en San Juan de Luz. Le representa el Delegado nacional de Requetés, Zamanillo. «No hubo acuerdo —explica Lizarza, que asistió al diálogo—, ni posibilidad de alcanzarlo por trato directo.» El delegado de requetés entregó al general una nota redactada por Fal Conde, en la que reiteraba las condiciones de los carlistas, «postulados esenciales de nuestro programa».

El desacuerdo persiste mientras el general se dedica a descifrar otros enigmas: Barcelona, Madrid, Valencia... Ninguno de estos nombres le infunde confianza. Las últimas impresiones de los mensajeros están impregnadas de desesperanza y pesimismo. En Barcelona, elementos muy notorios de la guarnición son entusiastas del Alzamiento, mientras los altos mandos se manifiestan totalmente opuestos: el jefe de la División, general Llano de la Encomienda; el general de la Guardia Civil, Aranguren, y dos coroneles, el jefe de Aviación, teniente coronel Díaz Sandino... Las masas de los partidos revolucionarios, incluida la C. N. T. y los nacionalistas, están apercibidas para aplastar cualquier movimiento antigubernamental. Madrid no ofrece mejor semblante: falta cohesión entre los conjurados, unidad de propósitos y coincidencia para una acción conjunta. Los planes del Alzamiento en la capital de España, son elaborados por el teniente coronel de Ingenieros Alberto Alvarez Rementería, que manda el Batallón núm. de zapadores de Carabanchel hasta fines de junio, con la colaboración de varios compañeros integrantes de la Junta de la U. M. E. (163).

Son tantos a contar lo que se trama en la capital de España y las noticias de tan diversa índole, que producen confusión. En una de sus primeras instrucciones, relativas a Madrid, Mola apunta como máxima aspiración:

«Que la primera y segunda divisiones, si no se suman al Movimiento, por lo menos adopten una actitud de neutralidad benévola y desde luego se opongan terminantemente a hacer frente a los que luchan por la causa de la patria».

Tampoco la situación de Valencia consiente forjarse ilusiones. En aquella guarnición reina el descontento, debido a la incertidumbre sobre quién ejercerá el mando de la sublevación. Designado el general Goded, de cincuenta y cuatro años, comandante militar de Baleares, se dedicó en el acto a planear el levantamiento. Pero pocos días después, la Junta del Movimiento de Barcelona, enterada de que el general de división González Carrasco, de cincuenta y nueve años, con más escepticismo que entusiasmo respecto al éxito de la empresa, había sido designado para el mando de Cataluña, hace saber a Mola que no lo acepta, y pide que la dirección recaiga en Goded. Mola accede y González Carrasco es nom­brado para Valencia.

El jefe de la División militar de Valencia es el general de brigada Fernando Martínez Monje, de sesenta y dos años, caracterizado republicano, secundado en su oposición al Alzamiento por otros generales y jefes. No obstante, la mayoría de los jefes y oficiales son partidarios fervientes del golpe militar y cuentan con el concurso de grandes núcleos de la Derecha Regional Valenciana, de los tradicionalistas y falangistas, que participan activamente en los preparativos.

El coronel García Escámez, que, enviado por Mola, recorre Andalucía para explorar aquellas guarniciones, las considera como las menos preparadas de España, y a sus mandos, los menos dispuestos a secundar un Alzamiento. Con excepción de Cádiz. Aquí los generales Varela, López Pinto y el almirante Atauri aseguran el éxito.

Otro punto oscuro es Oviedo, del que Mola apenas habla. Pero cuando surge la conversación sobre Asturias y sus mineros, el general exclama: «Allí está el coronel Aranda, que me merece total confianza. Estoy seguro de que no fallará.» Antonio Aranda, de cuarenta y ocho años, coronel de Estado Mayor, Comandante General de Asturias, visita en el mes de marzo a Azaña y le informa de que en aquella provincia se ha recrudecido con virulencia el furor revolucionario más peligroso que en 1934, porque ahora la rebeldía cuenta con la colaboración resuelta de las autoridades locales y con el favor del Gobierno. Aranda denuncia los agravios y ataques de que son objeto el Ejército y la fuerza pública. Azaña le tranquiliza con la promesa de que el Gobierno no se dejará arrollar por las riadas extremistas. En la antesala del despacho presidencial Aranda coincide con el general Franco que a punto de salir para Canarias acude a despedirse de Azaña. El criterio de ambos jefes militares es coincidente y fundado en el mismo temor: la impotencia del Gobierno para frenar y con­tener a la anarquía que se propaga a impulsos de la propaganda comunista.

En los últimos días de junio Mola recibe una adhesión extraordinaria. El ex ministro cedista y diputado Rafael Aizpún desea hacer saber al general, por mediación de su ayudante, el capitán Barrera, el propósito del jefe de la C. E. D. A., Gil Robles, de poner a disposición de Mola una suma importante, que, en caso de fracasar el Movimiento, le permita a él y a sus familiares hacer frente a las contingencias que les deparasen un resultado adverso. El ayudante, que conoce muy bien al general, disuade al ex ministro de tal idea, pues sabe por anticipado que aquél no aceptará el ofrecimiento. Pocos días después llegan a Pamplona Francisco Herrera Oria, acompañado de Carlos Salamanca, como enviados de Gil Robles, y entregan al general la suma de 500.000 pesetas para gastos de la conspiración. El dinero procede del sobrante de los fondos que reunió la C. E. D. A. para la última campaña electoral.

Mil ojos vigilan a Mola, que cada día se hace más sospechoso por sus manejos clandestinos o visibles. Este juego del ratón y el gato gusta al general. «Estoy seguro —dice su secretario  — de que a Mola le seducían el misterio y la clandestinidad de sus actividades de conspirador.» En sus Memorias se trasluce también esta afición a la intriga, a lo esotérico y a lo novelesco. Ha sido designado para el mando de la Sexta División Orgánica (Burgos) el general Batet (23 de junio), en sustitución del general Lacerda. La primera visita del nuevo Capitán general de la Sexta Región es para Vitoria, de donde se traslada a Pamplona (4 de julio).

La conversación de los dos jefes se desarrolla en un ambiente de desconfianza mutua. Se acechan. Batet advierte a Mola que todos sus pasos son vigilados, y el avisado responde, complacido, que de esta manera se sabrá su correcto proceder.

* * *

Pamplona se estremece de júbilo porque han comenzado sus tradicionales fiestas de San Fermín (7 de julio). Buen pretexto para justificar la presencia en la ciudad de muchos forasteros que acuden atraídos por la llamada secreta de la conspiración. Entre ellos, el general Fanjul, navarro, que estudia con Mola la distribución de puestos. Será portador a Madrid de la lista definitiva: Queipo en África; Mola, en Pamplona y Logroño; González de Lara, en Burgos; González Carrasco, en Valencia; Goded, en Barcelona, y Villegas, en Madrid. «Me ha correspondido dice Fanjul a sus familiares, el puesto de menores probabilidades de éxito. Lo he aceptado porque es mi deber.» También acuden a Pamplona los capitanes López Várela y Ramón Mola, éste único hermano del general, delegados de la guarnición de Barcelona. Los informes de ambos ratifican las malas impresiones sobre el resultado que aguarda al Alzamiento en la capital catalana.

La animación jaranera de los días de San Fermín no puede neutralizar el relente de tragedia que se respira. El día de San Fermín llegan a Pam­plona el jefe falangista de Santander Manuel Hedilla, el general Kindelán y Rafael Garcerán, pasante de José Antonio, ahora jefe de Falange en Madrid, por haber sido encarcelado Fernando Primo de Rivera, que sustituía a su hermano en el mando de la Falange. Desde la cárcel traspasó a Garcerán sus poderes. Portador de buenas noticias para Mola sobre la situación de Galicia es el capitán del Cuerpo Jurídico Tomás Garicano. Considera seguro el éxito en aquella región. Sale pata La Coruña (12 de julio), con instrucciones para los jefes de Marina Manuel Vierna y Salvador Moreno, de la base de El Ferrol, que también las han recibido de la Junta de Madrid por mediación de Eugenio Vegas Latapie, y para los jefes del Ejército Luis Tovar, Fermín Gutiérrez Soto y Pablo Martín Alonso.

¿El desacuerdo entre Mola y los carlistas es un pleito insoluble? Los personajes navarros más sobresalientes de la conspiración buscan la manera de enmendar la que les parece inconcebible desavenencia. Hasta entonces el general ha dialogado con representantes de la Comunión Tradicionalista que no son navarros. ¿Por qué no ponerle en relación con carlistas de la región, piedra angular y eje del tradicionalismo español? El director del Diario de Navarra, «Garcilaso», gestiona y consigue que el conde de Rodezno se entreviste con el general. Hasta mayo de 1934, Rodezno, figura señorial y de autoridad en Navarra, presidió la Junta Suprema del Tradicionalismo, puesto en el que fue sustituido por Fal Conde. El encuentro se celebra (9 de junio) en los alrededores de Pamplona.

El conde, enterado de las dificultades para llegar a un arreglo, pues el general no se consideraba con poderes para pactar sobre el futuro del nuevo Estado, le sugirió que se entendiese con la Junta Regional Carlista de Navarra y poco después Mola se entrevista con Joaquín Baleztena y José Martínez Berasain, presidente y vocal, respectivamente, de dicha Junta, los cuales fijan como condiciones mínimas para que los carlistas navarros participen en el Movimiento que éste tenga por bandera la bicolor y que la administración de los ayuntamientos de Navarra sea concedida a los carlistas. El general acepta las dos condiciones y por un momento se cree que ha sido salvado el escollo y que de ahora en adelante el camino quedará despejado y fácil.

El Gobierno parece estar convencido de que el jefe de la conspiración es Mola y de que en Navarra se halla a punto de estallar. La U.M.R.A. — Unión Militar Republicana Antifascista— fundada en 1934, y que desde el advenimiento del Frente Popular ha adquirido gran auge y ascendiente sobre el ministro de la Guerra, acusa a Mola y a la oficialidad de la guarnición de Pamplona de hallarse en plena rebeldía y reclaman con insistencia la destitución del general y el traslado de los jefes cómplices a otras zonas militares. El ministro de la Guerra llama a Madrid al general Batet, y le pide que persuada a Mola para que acepte su traslado a otra guarnición. El ministro no se atreve a destituirlo, sin duda por temor a las consecuencias que pudiera arrastrar esta medida.

En cuanto regresa a Burgos, Batet telefonea a Mola. Tiene urgencia de verle y le propone una inmediata entrevista en Logroño para el día siguiente. Mola sugiere la conveniencia de elegir un lugar más solitario, oculto a la curiosidad de las gentes; por ejemplo, el monasterio de Irache, cerca de Estella. El capitán general de Burgos acepta y fija las nueve de la mañana para el encuentro.

A Mola le deja muy preocupado la llamada, y confía a sus ayudantes la sospecha de que sea una treta para quitarle de su mando en Pamplona. Los ayudantes participan de la misma desconfianza y en el acto organizan la protección de su jefe, con la ayuda de elementos carlistas de Estella. A las nueve de la mañana (10 de julio) coinciden en la puerta del monasterio los dos jefes. Los recibe el prior y les conduce a una sala de visitas, en el primer piso. «Presidía la estancia —cuenta Iribarren — un retrato con boina de la reina carlista doña Margarita, la cual durante la segunda guerra civil residió en el convento, habilitado para hospital de sangre.»

La conversación se prolonga durante hora y media. Batet repite con insistencia que el Gobierno sabe y posee pruebas de la rebeldía que se prepara y considera al general «cabeza directora del complot». Mola niega: ignora que se fragüe un movimiento subversivo, y menos que él sea jefe de la confabulación. Arguye Batet: «La mejor manera de convencer al Gobierno de la falsedad de las imputaciones sería que usted pidiese el traslado a la guarnición que le conviniera.» «Me he cansado de solicitarlo y nunca he sido atendido», replica Mola. Y en esta pugna, acusaciones por un lado, justificaciones y evasivas por otro, transcurre el tiempo. Al final, Batet le dice: «Prométame que no va a sublevarse.» «Se lo prometo», contesta. «¿Palabra de honor», pregunta Batet, levantándose. «Palabra de honor de que no estoy comprometido en ninguna aventura», replica Mola. Poco después, en su viaje de regreso a Pamplona, dice a quienes le acompañan: «¿Puede ser una aventura prepararse para salvar a la patria de la catástrofe que se avecina?».

 

 

CAPÍTULO 92.

EN PLENA ANARQUÍA

 

FIEBRE CRIMINAL EN CIUDADES Y PUEBLOS. — SANGRIENTAS LUCHAS ENTRE LOS TRABAJADORES DE MÁLAGA ATERRORIZAN AL VECINDARIO. — EN MADRID LOS SINDICALISTAS IMPONEN SU DESPÓTICO DOMINIO. — 120.000 HUELGUISTAS EN LA CAPITAL DE ESPAÑA, UN MILLÓN EN TODO EL PAÍS, MÁS 800.000 OBREROS PARADOS. — LA VIDA EN MADRID, AL COMENZAR EL VERANO DE 1936, DES­CRITA POR SALVADOR DE MADARIAGA «GAZIEL» Y OSSORIO Y GALLARDO. — EL MINISTRO DE TRABAJO DICTA UN LAUDO PARA RESOLVER EL CONFLICTO DE LA CONSTRUCCIÓN Y LOS SINDICALISTAS SE NIEGAN A ACEPTARLO. — EPIDEMIA HUELGUÍSTICA EN TODA ESPAÑA. — ASALTO E INCENDIO DE IGLESIAS, CRÍMENES POLÍTICOS Y RECRUDECIMIENTO DE LA PERSECUCIÓN RELIGIOSA. — UNAMUNO DENUNCIA LA DEGRADACIÓN CIUDADANA. — «SI LA REPÚBLICA FRACASA EN MANOS DE REPUBLICANOS, NO LES QUEDARÁ A ÉSTOS MÁS QUE UN CAMINO HONROSO: DESAPARECER DE LA REPÚBLICA» (MARTÍNEZ BARRIO). — NUEVOS EPISODIOS DE LA CRISIS DEL SOCIALISMO. — DENUNCIAS EN LAS CORTES DE DESMANES Y CRÍMENES POLÍTICOS. — CUATRO FALANGISTAS IRRUMPEN EN RADIO VALENCIA Y DIVULGAN QUE UN MOVIMIENTO FALANGISTA HA TRIUNFADO EN ESPAÑA. — POCO DESPUÉS SE PRODUCEN GRAVES DESÓRDENES EN LA CAPITAL LEVANTINA.