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CAPÍTULO IX.

ALCALA ZAMORA, PRESIDENTE DE LA REPUBLICA

 

Que Niceto Alcalá Zamora sería el presidente de la República era secreto a voces, divulgado por los propios socialistas, que habían acordado su exaltación. Les contrarió no poco su gesto disidente al votarse el artículo 26 de la Constitución, y su promesa de recorrer España como abanderado de la campaña revisionista. Entonces algunos ministros socialistas pensaron en Lerroux como posible candidato, y Fernando de los Ríos le insinuó, según confiesa el interesado «Ese hombre —por Niceto Alcalá Zamora— se está poniendo imposible. Yo creo que esa cabeza no rige del todo bien. Entre mis amigos cunde el temor de que un presidente de la República con tales condiciones de desequilibrio puede ser peligroso para el régimen y para España. Debe usted disponerse a aceptar la candidatura para el cargo».

De ser cierta esta confidencia, sólo se explica como veleidad, hija del malhumor, puesto que la animadversión y desconfianza de los ministros socialistas hacia Lerroux era antigua, arraigada e irreconciliable. Más cierto parece que don Niceto fue advertido de que le convenía comportarse cauto y sigiloso, absteniéndose de intervenir en cualquier campaña política, para no comprometer el papel de supremo árbitro que se le pensaba asignar. Desde aquel instante, Alcalá Zamora, hasta entonces campeón de la locuacidad en el Parlamento, guardó silencio, la mejor manera de hacer méritos

El 2 de noviembre, el jefe del Gobierno reunía en un almuerzo en el restaurante Lhardy a todos los ministros, y de sobremesa se acordaba por unanimidad designar a Alcalá Zamora para ocupar la presidencia de la República. Martínez Barrio, Domingo, Largo Caballero y D'Olwer visitaron al día siguiente al interesado para enterarle de la decisión. El personaje aparentó que la noticia le caía de nuevas, y dada la trascendencia del ofrecimiento, pidió tiempo para consultar con su minoría, pues estaba pendiente el compromiso contraído solemnemente en las Cortes de emprender la campaña revisionista. Pero el Gobierno aliviaría todas sus preocupaciones con la debida antelación, y así, en Consejo de Ministros (12 de noviembre) se acordó no autorizar la propaganda revisionista, prohibiéndose de un plumazo los diez primeros mítines anunciados para un solo día. Suprimida la campaña, resultaba improcedente el propósito, y la minoría progresista, «con una efusión y una sinceridad impresionantes», declaró Alcalá Zamora, coincidió en que para éste era un deber aceptar la designación. El 1.° de diciembre Azaña leía a la Cámara un proyecto de ley sobre organización de la Casa del Presidente, y la Gaceta (5 de diciembre) publicaba el presupuesto asignado para el desempeño del cargo con arreglo al siguiente reparto: dotación del presidente, 1.000.000 de pesetas; gastos de representación, 250.000; personal y material de la Casa Presidencial, 750.000; viajes oficiales del presidente, 250.000. Total, 2.250.000 pesetas.

Cuando todo estuvo ultimado, el Consejo de Ministros (2 de diciembre) proclamó a Niceto Alcalá Zamora candidato oficial y único a la Presidencia de la República; se eligieron las habitaciones destinadas en el Palacio de Oriente para residencia del nuevo jefe de Estado, y se confirió a Indalecio Prieto el encargo de preparar el ceremonial y festejos adecuados al acontecimiento.

El ministro de Justicia leyó (4 de diciembre) a la Cámara un proyecto de ley sobre el divorcio y otro sobre secularización de cementerios. En el preámbulo del primero se decía que se trataba de terminar «con el sistema de prejuicios sociales e imposiciones confesionales que pesaban sobre el matrimonio, y a fin de hacer más clara y más limpia la moral familiar», pues «el divorcio, concebido en la forma propuesta a la Cámara, es el resorte postrero a que acudir cuando se haga imposible sostener las bases subjetivas que crean la familia». El proyecto de secularización de cementerios acabaría con la «situación vejatoria» a que sometía la legislación civil española al discrepante de la religión oficial, «sancionado en la hora de la muerte». La ley tendía «a dar satisfacción absoluta a una de las derivaciones más nobles y puras de la libertad de conciencia». «Secularizar los cementerios era un imperioso deber civil para el régimen naciente, y es hoy un corolario de los preceptos constitucionales aprobados por las Cortes.» La secularización de cementerios dio ocasión a solemnidades cívicas anacrónicas. A la de Barcelona acudieron el Ayuntamiento en Corporación, comisiones de sectas y partidos con sus banderas, algunas de éstas con símbolos masónicos, y una muchedumbre compuesta en su mayoría de curiosos. El día anterior, el alcalde mandó levantar una pared para separar los cementerios y el acto secularizador consistió en derribarla.

En la sesión del día 9 se dio lectura por un secretario al texto defini­tivo de la Constitución, y acto seguido se procedió a su votación. Obtuvo en favor 368 sufragios, cuando la mayoría absoluta requería sólo 236. «En virtud de la aprobación definitiva que acaba de verificarse, como presidente de las Cortes Constituyentes —dijo Besteiro—, declaro solemnemente promulgada la Constitución de la República española, que la Cámara, en uso de su soberanía, ha decretado y sancionado.» «Se ha hecho —añadió— una Constitución que deja libres todos los movimientos vitales del pueblo. Algunas minorías pueden estar contrariadas; pero no se debe olvidar que en la propia Constitución se indica el camino de su reforma, y por eso nadie puede intentarlo por medio de rebeldías. La Constitución debe ser punto de partida para la realización de una gran obra constructiva. Todos deben trabajar por sumar a España al movimiento de la nueva sociedad humana que está naciendo.» Al final, el presidente de la Cámara dio un viva al pueblo español.

* * *

Las Cortes procedieron (10 de diciembre) a elegir presidente de la República. Tornaron parte en la votación 410 de los 446 diputados que componían el Parlamento. El resultado fue el siguiente: 362 votos a favor de Alcalá Zamora, siete a Bartolomé B. Cossio, dos a Besteiro, uno a Miguel de Unamuno y 35 papeletas en blanco. Besteiro proclamó presidente de la República a Alcalá Zamora, y los diputados, puestos en pie, acogieron el fallo con una ovación.

Alcalá Zamora se había ocultado, pudoroso, en su domicilio, donde esperaba información de lo que sucedía en las Cortes. Los fieles amigos de su escueta minoría fueron los primeros en llegar inflamados de júbilo. «Ya eres presidente», gritó emocionada la esposa con los ojos cuajados de lágrimas, cuando la Mesa del Congreso, presidida por Besteiro, hizo su aparición, y Alcalá Zamora salía para guiarla hacia su despacho. «Por aquí, por la derecha... Claro que no lo digo en sentido político...», bromeaba el dueño de la casa.

Si de todos los prohombres de la República era Alcalá Zamora el que con mayor gusto vemos elevado a la magistratura suprema», escribía El Debate (11 de diciembre), ello significaba que los promotores de la candidatura habían acertado. La verdad es que entre todos los posibles candidatos, quienes tenían la misión de elegir presidente, no habían encontrado persona más idónea para la suprema magistratura del Estado. A Alcalá Zamora, reputado como mesurado y conservador, se le confiaba el encargo de regir una República que se proponía no conservar ni respetar nada. Alcalá Zamora refirió que el día 11, designado para tomar posesión de su cargo, «lo comenzó oyendo misa, en compañía de un sacerdote republicano de limpia historia revolucionaria». «Don Niceto habla demasiado de las misas que oye», comentó Azaña. Efusivo y desbordante de gozo, contó que su familia se oponía resueltamente a que durmiese en Palacio, amenazándole con estar toda la noche en vigilia si tal sucedía.

A las dos de la tarde, la Comisión parlamentaria recogió en su domicilio a Alcalá Zamora. Éste, en compañía del vicepresidente de las Cortes, Barnés, montó en un coche a la «gran Daumont», al que precedían cuatro carruajes con los delegados de las Cortes, más una muy lucida escolta montada. Las tropas cubrían la carrera, y una escuadrilla de aviones arrojaba pródiga lluvia de ejemplares de la Constitución. El paso de la comitiva no despertó entusiasmo. La mayoría de los balcones estaban desiertos, y muy pocos engalanados.

A la puerta del Congreso esperaban el Gobierno en pleno, autoridades y el presidente de la Generalidad, Maciá. Los ministros y algunos diputados vestían de frac. El salón de sesiones estaba rebosante, y la tribuna diplomática plena, con el nuncio de Su Santidad al frente. Una vez la Comitiva en el salón de sesiones, Alcalá Zamora se situó en un sillón frente a la mesa del presidente de la Cámara. Éste anunció que el presidente de la República, conforme a lo prevenido en el artículo 72 dela Constitución, iba a prestar promesa y Alcalá Zamora recitó acto seguido la fórmula que había sido redactada por el Gobierno poco antes: «Prometo solemnemente por mi honor, ante las Cortes Constituyentes y como órgano de la soberanía nacional, servir fielmente a la República, guardar y hacer cumplir la Constitución, observar las leyes, consagrar mi actividad de jefe del Estado al servicio de la Justicia y de España.» Esta fue la fórmula verbal; «hubo otra mental e íntima —dice Alcalá Zamora— en el interior de mi conciencia, hecha calladamente, pero con mayor eficacia, en forma de obligarme... Mi mano se tendió invisiblemente hacia unos Evangelios que no estaban sobre la mesa, y mis ojos miraron un Cristo que de allí había sido retirado hacía tiempo.» El Cristo y los Evangelios estaban proscritos por los amigos y colaboradores de Alcalá Zamora, los mismos que le elevaron a la presidencia.

La glorificación de don Niceto se amplió con la imposición por parte del ministro de Estado del collar de Isabel la Católica. El nuevo presidente daba señales de hallarse abrumado por tantas y tan fuertes emociones. Salió entre aplausos y parabienes para trasladarse en cortejo al Palacio de Oriente, su nueva mansión. Desde el balcón saludó a la muchedumbre que le aclamaba y presenció el desfile militar, en el que participaban fuerzas de la Legión y Regulares, de Marruecos.

De acontecimiento de elegancia y de grandeza lo calificó Fernando de los Ríos, cuando desde el balcón del Palacio de Oriente presenciaba con el presidente de la República, ministros y personajes, el paso de tropas entre los aplausos del público o los silbidos al desfilar la Guardia Civil.

Al siguiente día, el jefe del Estado recibía en Palacio al Cuerpo diplomático; el nuncio de Su Santidad, monseñor Tedeschini, como decano, al hacer sus votos, «por el presidente y por la nación a la que considero mi segunda patria», decía: Quiera daros la Providencia el noble orgullo de guiar a España a la solución de los problemas que perturban, angustian y a veces deshonran la edad moderna.» Alcalá Zamora contestó con elogios a las instituciones republicanas, «modeladas por la soberanía popular», y habló de las «ansias eternas de universalidad» y «del resurgir político de España ante el mundo, afirmado en la Constitución de que soy primer depositario de los principios más absolutos, categóricos y generosos del pacifismo en la comunidad internacional».

* * *

Por la noche (12 de diciembre) Azaña presentaba la dimisión del Gobierno. Alcalá Zamora inauguró su función presidencial dándole mucha solemnidad y aparato a su tarea, pues no se trataba de una dimisión de cortesía, sino de una crisis de fondo; la comenzó con una serie interminable de consultas; desde los más pomposos oráculos de la democracia hasta los jefes de los partidos, sin excluir a los amigos y contertulios del presidente. Sin embargo, el verdadero desarrollo de la crisis no se realizaba en Palacio, sino fuera de éste. Evacuadas las consultas, el presidente encargó a Azaña la formación de Gobierno el día 13. Por la noche, Azaña visitaba a Lerroux, para informarle de la misión que se le había confiado, ofreciéndole en el Ministerio que proyectaba la cartera de Estado. «Se lo agradecí —cuenta Lerroux—, pero antes de resolver le pedí que me dijese qué composición política iba a tener el Gobierno que se proponía formar.» «Le recordé mi criterio, el más radical que se había sostenido en la asamblea de Alianza Republicana —celebrada el día anterior—: prescindir de los socialistas...» «Volvió al día siguiente a la misma hora. Insistió no sé si por fórmula o sinceramente para que yo entrase en el Gobierno. Le manifesté que lo haría gustoso si prescindía de los socialistas; pero al argüirme con las dificultades que éstos opondrían en el Parlamento a la importante labor que había que realizar para completar la Constitución, me retiré a la segunda trinchera y defendí el criterio de que redujese aquellos Ministerios y les diese otras carteras. Me confesó que los socialistas parecían intransigentes, irreductibles, amenazadores. No pudimos llegar a un acuerdo, ni accedí a que en el Gobierno hubiese cualquier participación del partido radical, si el socialista no modificaba su actitud. Se despidió. Me pareció que se iba menos contrariado que el día anterior. Tal vez se sintió aliviado de un peso.»

El principal propósito de Azaña era prescindir de Indalecio Prieto, porque le contrariaba su intemperancia y su incompetencia. Ofreció la cartera de Hacienda al jurisconsulto y economista asturiano Manuel Pedregal, al profesor de Economía Política Agustín Viñuales y al diplomático Salvador de Madariaga. Los tres rehusaron. En cambio Luis Zulueta, que perteneció al partido de Melquiades Alvarez, aceptó muy satisfecho la cartera de Estado.

La negativa de Lerroux a participar en el Gobierno le facilitó la realización de su proyecto de suprimir la cartera de Comunicaciones. Suprimió también la de Economía y pasó los servicios de ésta a otro departamento, que amplió con el título de Ministerio de Agricultura, Industria y Comercio. Cambió la denominación del Ministerio de Fomento, que en adelante se llamaría de Obras Públicas. El 15 de diciembre llevó el Presidente de la República el nuevo Gobierno constituido así: Presidencia y Guerra, Azaña; Estado, Luis de Zulueta; Justicia, Albornoz; Marina, Giral; Hacienda, Carner; Gobernación, Casares Quiroga; Instrucción, de los Ríos; Obras Públicas, Prieto; Trabajo, Largo Caballero; Agricultura, Industria y Comercio, Marcelino Domingo.

El nuevo ministro de Hacienda Carner, había nacido en Vendrell y contaba sesenta y siete años. Era un hombre corpulento, de aspecto rústico, habitualmente serio y triste, con ese desinterés por las cosas inmediatas que tiene su origen en una salud precaria. Cursó la carrera de Derecho en la Universidad de Barcelona y se inició en la política como concejal y después como diputado nacionalista republicano, incorporado al movi­miento de Solidaridad Catalana en los años 1902 a 1907. En su época más activa de política dirigió el diario El Poble Catalá, de extrema izquierda. Tanto en el periódico como en el Parlamento combatió con infatigable energía los turbios negocios de Lerroux y de sus amigos, realizados a expensas de la administración municipal. Pero la lucha política le cansó pronto, y acabó por abandonarla para consagrarse de lleno a su profesión de abogado y a los negocios; en ambas actividades le aguardaba el éxito. Intervino en varias empresas y orientó la más grande industria láctea de Cataluña. Rico por su familia, amasó con su trabajo y su talento una espléndida fortuna. Parecía totalmente ajeno a la política, y mucho más a una política tan contraria a su condición de hombre ordenado, industrial y millonario, como la imperante, cuando Azaña le ofreció la cartera de Hacienda. «Me consta —escribía Calvo Sotelo— que Carner reúne condiciones excepcionales de competencia, austeridad y consecuencia». Carner cedió a las solicitudes de los amigos y se embarcó en la aventura política, porque creía que desde el Gobierno podría orientar e influir de manera muy provechosa en la aprobación del Estatuto de Cataluña.

Luis de Zulueta, de sesenta y cinco años, natural de Barcelona, era profesor de Pedagogía de la Escuela Superior del Magisterio. Impasible y frío, hasta su modo de vestir y su cuello cilíndrico y cerrado como el de los pastores luteranos le daban el aspecto de clerygman. El Gobierno provisional lo propuso para embajador de España cerca de la Santa Sede, pero ésta le negó el placer. Como compensación a este fracaso, Azaña le llevó al Ministerio de Estado. Pertenecía a la secta de los disidentes de la ortodoxia católica, y era el típico enciclopedista.

La minoría radical, presidida por Lerroux, se reunió poco después de haberse dado a conocer el nuevo Gobierno, e hizo pública la decisión de no formar parte del Ministerio, y su creencia «de que había llegado el momento de que prevaleciera el sentir y las orientaciones de la democracia liberal republicana, de acuerdo con la democracia socialista para preparar las evoluciones por cuyas etapas se ha de llegar a transformaciones que realicen cada día más los postulados de la justicia social.» Declaraban también «que los componentes del Gobierno no podían responder al sentido y a las orientaciones de la política que a juicio del partido radical necesitaba el país en aquel momento». A pesar de la promesa de apoyo al Gobierno, en la nota se hacía patente la absoluta separación del partido histórico republicano del primer Gobierno parlamentario de la República.

Un Ministerio nuevo, «no sólo en cuanto a las personas, sino más aún en cuanto a sus propósitos y modos de gobernar, ha nacido con entera claridad y plena autoridad», anunció Azaña al presentarse a las Cortes (17 de diciembre). Convenía saber si un Ministerio de coalición republicanosocialista continuaría gobernando, o si debería ser sólo republicano o sólo socialista.

En la reunión plenaria de la asamblea de la Alianza Republicana las opiniones fueron encontradas. Azaña sostuvo que la coalición republicanosocialista no se debía romper. Cuando el presidente de la República le confirió el encargo de constituir Ministerio, «porque la mayoría, si no la unanimidad de los consultantes opinaban que el Ministerio debía presidirlo yo», Azaña le dijo que lo aceptaba para formar, si podía, «un Ministerio de concentración republicanosocialista». Su primera visita fue para Alejandro Lerroux. Aprobó éste el programa del Gobierno en gestación, y dio «todo género de facilidades para formarlo». Trataba Azaña de conservar en el nuevo Ministerio la misma ponderación de fuerzas que en el anterior. Distribuyó las carteras así: Tres para los socialistas, dos para los radicales socialistas y la de Hacienda se la reservó a Jaime Carner, «hombre independiente, íntegro, moral y capacitado», que respecto a la confección de presupuestos tenía las mismas ideas que Azaña. En este punto los trabajos, repitió la visita a Lerroux, el cual le dijo que a su partido «no le satisfacía la solución porque se conservaba en el Ministerio o se agravaba una participación excesiva del partido socialista, y porque no recibía el partido radical o la Alianza Republicana el número de carteras proporcionado a su importancia». Pensó Azaña en renunciar a la negociación, e insinuó a Lerroux que se dispusiera a comenzarlas; pero éste le advirtió de la inutilidad de tal ensayo, pues no quería gobernar con aquellas Cortes. Azaña renunció al compromiso, pero el presidente le ratificó la misión, pues «conocía el parecer de todas las personas consultadas», y la situación parlamentaria «era clarísima», ya que «los grupos reunidos por Azaña tenían mayoría en la Cámaras.

Dicho lo anterior, el jefe del Gobierno esbozó el programa parlamen­tario, íntimamente ligado a la duración de las Cortes, que «vivirán y subsistirán mientras sean instrumento eficaz de Gobierno; es decir, mientras en ellas puedan levantarse y sostenerse Gobiernos con mayoría para gobernar cualquiera que sean estas mayorías». Estimaba preciso aprobar, por lo pronto, el Presupuesto, la ley Agraria, el Estatuto de Cataluña y la ley Electoral. Simultáneamente era menester que el Parlamento aprobara las leyes reformatorias del Código civil; la del Divorcio y Matrimonio civil; la que regulase los nuevos derechos de los hijos ilegítimos y la de secularización de cementerios. Además, se debía votar una nueva ley de Orden público, la orgánica del Tribunal de Garantías Constitucionales, la electoral del presidente del Tribunal Supremo, la complementaria del artículo 26 de la Constitución, es decir, la ley de relaciones de la Iglesia y del Estado y la de Asociaciones religiosas.

«Yo gobernaré —prometió Azaña — siempre que cuente con una mayoría republicana y socialista, y también tendremos oposición. La oposición es la que puede derribar al Gobierno y el que derriba a un Gobierno, ¡ah!, sabe que tiene la obligación de gobernar al día siguiente.» «Una mayoría contraria al Ministerio que sea capaz de sustituirlo en el Gobierno, ¡bien venida sea cuando quiera que sea! Entre nosotros, republicanos y socialistas, no puede haber más que lealtad, claridad y perfecta compenetración de propósitos.»

La primera salida del Jefe del Gobierno fue a Barcelona, con el pro­pósito de asistir al estreno de la tragicomedia La Corona, que escribió en 1928, sin que hasta entonces se le hubiese brindado ocasión de ponerla en escena. Debió esta feliz oportunidad a su cuñado Cipriano Rivas Cherif y a la actriz Margarita Xirgu, que se ofreció a representarla en el Teatro de Goya. Obtuvo un éxito «oficial» y la obra se mantuvo en cartel diez días. El autor asistió al estreno desde una platea, acompañado de Maciá y otros políticos catalanes. En honor al Presidente del Consejo se celebraron recepciones y homenajes, función de gala en el Liceo, visitas a Gerona y Sitges, banquete de los intelectuales y del Ayuntamiento. En sus declaraciones se mostró optimista: «Cataluña tendrá pronto su Estatuto y también se aprobarán los de otras regiones, pues el único obstáculo para no concedérselo era la Monarquía.»

Por su parte, el presidente de la República se despidió de sus compa­ñeros los concejales del Ayuntamiento de Madrid, designó el personal de la Casa presidencial; nombró secretario general a Rafael Sánchez Guerra y jefe del Cuarto Militar al general Gonzalo Queipo de Llano. El día 15, al cumplirse el aniversario del fusilamiento de los capitanes Galán y García Hernández, sublevados en Jaca, se abrió por primera vez después de la marcha de los Reyes la capilla pública de Palacio, rezándose una misa. Asistió el presidente de la República con su esposa, la madre del capitán Galán, la viuda de García Hernández e invitados. Algunos elementos izquierdistas censuraron a Alcalá Zamora por esta iniciativa, que la consideraban contraria al espíritu laico de la Constitución. La capilla no se volvió a abrir más.

* * *

Mientras esté a la cabecera de este Gobierno, afirmó también Azaña en la declaración ministerial, «no esperéis de mí que haga política de par­tido». «Antes que hombre de partido soy gobernante, republicano y español, y todo lo que yo haga será por el prestigio la excelencia y la autoridad del Gobierno, por el bienestar de la República y por la prosperidad tranquila de España, a la que quisiera dejar encauzada para más altos destinos, sobre la que tengo propósitos y esperanzas que se impacientan por salir a la luz, así que este período provisional de la República se substancie.»

Trataba con este lenguaje el presidente del Gobierno de restaurar esperanzas, levantar ánimos y galvanizar optimismos, pues no ignoraba que un viento glacial de desencanto había dejado ateridos muchos espíritus que soñaron con la República como régimen ideal. Las lamentaciones eran frecuentes en la prensa incondicional e incluso algunos ministros reconocían que hubo exceso de promesas por parte de unos y de candidez por parte de otros. «La República vino con demasiada alegría», opinaba Albornoz. «La gente confiaba en soluciones inmediatas», afirmaba Marcelino Domingo. «Se ha sentido excesiva prisa —confirmaba Prieto— por alcanzar lo que debe ser obra de mucho tiempo.» Esto decían quienes pocos meses antes eran los expendedores al por mayor del optimismo republicano. «El hambre es general —escribía La Voz (25 de septiembre) —. Gobernantes de la República: el pueblo tiene hambre, y hay que darle de comer. No, no es posible que los hombres que en la oposición tenían soluciones revolucionarias, verdaderamente revolucionarias para estos problemas, se hayan olvidado tan pronto de ellas.»

El desencanto llegaba hasta las más altas cimas. Hasta José Ortega y Gasset. Desde Crisol (9 de septiembre), y con el título «Un aldabonazo», pedía que no fuese falsificada la República. Recordaba la inexistencia de vencedores y vencidos, «por la sencilla razón de que no hubo lucha», y le parecía grotesco «el aire triunfal de algunas gentes cuando pretenden fundar la ejecutividad de sus propósitos en la revolución». «Nada más ridículo que querer cobrar cómodamente una revolución que no nos ha hecho padecer ni nos ha costado duros y largos esfuerzos.» «Llamar revolución al cambio de régimen acontecido en España es la tergiversación más grave y desorientadora que puede cometerse...» «Una cantidad inmensa de españoles que colaboraron en el advenimiento de la República con su acción, con su voto o con lo que es más eficaz que todo esto, con su esperanza, se dicen ahora entre desasosegados y descontentos: ¡No es esto, no es esto! La República es una cosa. El «radicalismo» es otra. Si no, al tiempo.»

Al filósofo y a los que como él daban aldabonazos pidiendo una rec­tificación de la República, había contestado Azaña en un discurso pronunciado el 14 de septiembre de 1931 en la Asamblea de Acción Republicana, en el que trataba de justificar el porvenir sombrío e inclemente con estas palabras: «Es una vana disputa, singularmente vana entra las muchas que andan por ahí, la que ha solido trabarse sobre quién y cómo han traído a España la República, con un discurso, o a fuerza de confabulaciones, o en virtud de libelos clandestinos, o en virtud de una actitud expectante ante la tiranía, convertida toda la acción política en murmuraciones de café... La República ha sido traída por todos; por el esfuerzo organizador de algunos, por el sacrificio de muy pocos, por la simpatía expectante de muchos y a última hora por la aquiescencia eficaz y terminante de los electores, que en el mes de abril consumaron la obra preparada desde largos años atrás...» «Ha llegado la hora de trabajar..., la hora del esfuerzo y del crujir de dientes... Ya no volveremos nunca al estado de risueña esperanza anterior al 14 de abril, y ahora todo son para nosotros trabajos, dificultades y responsabilidades.» «Y esta carga que ha caído sobre los ciudadanos españoles ha producido un desaliento, un malestar que trae su origen precisamente en la facilidad con que se nos vino a las manos el régimen republicano... Ahora que han pasado las palmas y vítores de abril, el entusiasmo de los ingenuos, que sólo esperaban en la virtud milagrosa y operante de la revolución instantánea, ha desaparecido. Yo me alegro mucho de que haya desaparecido el entusiasmo. El entusiasmo no sirve para administrar ni para gobernar, ni para reformar un país; el entusiasmo ofusca el entendimiento, paraliza la acción y extravía a las gentes.» «¿Creíais acaso que gobernar la República iba a consistir todo en actitudes tribunicias, en palmas, en laureles, en banderas y en Himno de Riego? ¡Ah! Pues si lo creíais, no merecéis el nombre de republicanos ni merecéis la libertad» «La República, además de hacerse temer, se hará respetar. No amenazo a nadie, pero mi criterio se expresa en la acción de Pedro Crespo, que ya era alcalde popular. Si alguien derriba la silla, yo derribaré la mesa.»

En prueba de que no se avenían con semejantes perspectivas, y menos con la proscripción del entusiasmo como funesto para la República, José Ortega y Gasset, en una conferencia pronunciada el 6 de diciembre en el cine de la ópera, decía: «Si se compara nuestra República en la hora feliz de su natividad con el ambiente que ahora la rodea, el balance arroja una pérdida, y no, como debiera, una ganancia. No se han sumado nuevos quilates al entusiasmo republicano; al contrario, le han sido restados. Y si esto es indiscutible, lo será también extraer la inmediata e inexcusable consecuencia: que es preciso rectificar el perfil de la República, Y añadía: «Lo que no se comprende es que habiendo sobrevenido la República con tanta plenitud y tan poca discordia, sin apenas herida, ni apenas dolores, hayan bastado siete meses para que empiece a cundir por el país desazón, descontento, desánimo, en suma, tristeza. ¿Por qué nos han hecho una República triste y agria, o, mejor dicho, por qué nos han hecho una vida agria y triste bajo la joven constelación de una República naciente?»

Quedaba expuesto el mal, pero al buscar a los responsables el profesor los encontraba en las clases representantes del antiguo régimen, como «se atrevería a demostrarlo si tuviera tiempo». Pero le faltó sin duda, y los oyentes se quedaron sin la demostración. Más adelante hizo esta confesión: «Yo he venido a la República como otros muchos, movido por la entusiasta esperanza de que, por fin, al cabo de centurias, se iba a permitir a nuestro pueblo, a la espontaneidad nacional, corregir su propia fortuna, regularse a sí mismo, como hace todo organismo sano: rearticular sus impulsos en plena holgura, sin violencia de nadie, de suerte que en nuestra sociedad cada individuo y cada grupo fuese auténticamente lo que es, sin quedar por la presión o el favor deformada su sincera realidad... Y el error que en estos meses se ha cometido, ignoro por culpa de quién, tal vez sin culpa de nadie, pero que se ha cometido, es que al cabo de ellos, cuando debíamos todos sentirnos embalados en un alegre y ascendente destino común, sea preciso reclamar la nacionalización de la República, que la República cuente con todos y que todos acojan a la República.»

No acababa Ortega y Gasset de descubrir a los responsables de aque­lla adulteración del régimen —¿clases representativas del antiguo régimen?, ¿tal vez nadie?—, pero en el transcurso de su peroración hizo este comentario: «En vez de una política unitaria, nacional, dejó el Gobierno que cada ministro saliese por la mañana, la escopeta al brazo, resuelto a cazar al revuelo algún decreto, vistoso como un faisán, con el cual contentar la apetencia de su grupo, de su partido o de su masa cliente.» «No es razón que abone esta conducta decir que los decretos fulminados por el Gobierno provisional hayan sido convenidos de antemano, cuando se preparaba la revolución, porque entre el uno y el otro hecho se había intercalado aquella magnífica reacción de nuestro pueblo que anulaba las previsiones revolucionarias. De esta suerte quedó la República a merced de demandas particulares y a veces del chantaje que sobre ella quisiera ejercer cualquier grupo díscolo; es decir, que se esfumó la supremacía del Estado, representante de la nación, frente y contra todo partidismo.»

Creía Ortega y Gasset que, por fortuna, el daño no había sido excesivo y era remediable. Para ello proponía la formación de un partido de amplitud nacional, «gigante», que interpretase a la República, «como un instrumento de todo y de nada, para forjar la nueva nación, y haciendo de ella un cuerpo ágil, diestro, solidario, actualísimo, capaz de dar su buen brinco sobre las grupas de la fortuna histórica, animal fabuloso que pasó ante los pueblos siempre muy a la carrera». Esta era la brillante solución que el conferenciante proponía para salvar a España de sus males y rectificar el gesto agrio y triste de la República.

¿Pero hacía falta rectificar la República? ¿No iba acaso por los cami­nos trazados, y resultaba la obra soñada por sus progenitores? ¿No había denunciado el actual jefe del Gobierno quiénes eran los responsables de todo cuanto sucedía? Con ocasión del banquete ofrecido por Acción Republicana (17 de julio de 1931), Azaña definió con estas palabras el triunfo republicano y su consecuencia: «Todos nuestros esfuerzos han arribado al coronamiento de la victoria y a la redención republicana de nuestra España...» «Nosotros hemos venido al Gobierno traídos por una revolución, todo lo pacífica que se quiera, pero una revolución preparada, organizada y propagada con el ánimo resuelto a apelar a todos los medios de protesta; a la violencia, cuando se presentaba la coyuntura de ser violentos; al voto del pueblo, cuando el pueblo fue invitado a expresar su voto en las urnas...» «Mantener el espíritu revolucionario del Gobierno es la única salvaguardia de la República y el único modo de conservar su estabilidad, lo cual se conseguirá no por el reposo, sino por la velocidad...» «Y es que para nosotros la República es un instrumento de guerra, si queréis, no me atrevo a decirlo porque esta palabra de guerra es muy dura; un instrumento de construcción, de refacción del Estado y de la sociedad española desde sus cimientos hasta la cima...» «La República valdrá lo que nosotros queramos hacer de ella; pero ya ha valido la dignificación del pueblo español, y a mí no me importan nada todos los errores técnicos, todas las incapacidades de la administración, todas las bancarrotas, si ya, merced a la República, tenemos la libertad y la dignidad humana » «Ante las derechas republicanas, nosotros nos desplegaremos en frente de batalla, y por todos los medios lícitos en la lucha estorbaremos su advenimiento al Poder.» «Ya somos los árbitros y los responsables de nuestra conducta. Ya no podemos echar la culpa al rey de nada de lo que pase en España; ya no podemos echar la culpa a ningún poder extranjero. Tenedlo presente: ya no hay ninguna otra causa que no sea la de nuestro propio arbitrio, nuestro entendimiento y nuestra voluntad. Esta es la inmensa responsabilidad que se nos ha venido encima. Miradlo bien, republicanos, que el día de nuestro fracaso no tendremos a mano el fácil recurso de echar la culpa a nuestro vecino. No; si la República española se hunde, nuestra será la culpa. Si no sabemos gobernar, la culpa será nuestra. No hay ya a quien echar el fardo de la responsabilidad. Ved que la libertad trae consigo esta tremenda consecuencia: la de una responsabilidad ineludible, no sólo ante nuestros conciudadanos, sino ante la Historia.»

No hacía falta rectificar nada a juicio de Azaña, ni había otros res­ponsables de cuanto sucedía que los propios republicanos. Era menester, por tanto, que los desencantados descubrieran nuevas razones a su desilusión, o en otro caso reconocer que la revolución no había encontrado los intérpretes que la situación exigía.

Decepcionado se mostraba también Melquiades Álvarez; pero a título de fervoroso republicano ofreció (5 de diciembre), desde el teatro de la Comedia, los oportunos remedios para consolidar el régimen. Empezó por avisar que eran peligrosos los derroteros por donde lo conducían quienes lo regían y administraban. La Constitución la consideraba defectuosa, contradictoria, peligrosa y alarmista. «Mucha gente ve en los preceptos constitucionales una ofensa sacrílega a sus creencias y el origen de futuras persecuciones» «En la atmósfera de una Cámara exacerbada por el fanatismo político, la voz de la razón y de la templanza no era ni podía ser atendida.» Consideraba que el peligro mayor había pasado, y veía en Lerroux el caudillo de la auténtica fuerza republicana, en quien ponía todas sus esperanzas la mayoría del país. «Él —aseguraba— sabrá mantener la libertad y el orden.» Por su parte, el orador le ofrecía su concurso y el de sus adeptos políticos. La gente, comentó Lerroux al saber esta adhesión, «me contempla como a un ser mesiánico». Más agrio y violento se manifestó en las censuras al Gobierno y a su obra el ex ministro Miguel Maura, en un discurso pronunciado (10 de enero) en el cine de la Ópera; pero a la vez se atrevió a garantizar el porvenir de la República, «que irá por donde quieran las clases conservadoras, con la sola condición de que éstas pongan en ello ahínco y constancia». Previamente reconoció que las Cortes estaban divorciadas de la opinión nacional y que con la economía española en pleno colapso no era oportuno un Gobierno controlado por los socialistas; definió el plebiscito catalán como una farsa y a la Esquerra como una partida de amigos que se habían adueñado del Poder en Cataluña. Estimaba urgente la reforma agraria, la negociación con Roma, y coincidía con Ortega y Gasset en la necesidad de crear un gran partido nacional, como federación de agrupaciones afines. «Ortega y Gasset y yo marcharnos por el mismo camino y nos dirigimos al mismo lugar. Prometo no perderlo de vista, en la seguridad de que nos encontraremos pronto.»

Si hasta ese punto se manifestaban defraudados quienes habían puesto ilusión y esperanza en la República, ya se comprenderá cuál era el estado de ánimo de quienes nunca creyeron en ella como régimen nacional, pues sabían los virus sectarios y disgregadores que aquel llevaba en sus entrañas. Pasados los primeros meses de sorpresa, católicos, indiferentes o neutros ingresaban a oleadas en el partido que con el título de Acción Nacional se creó para intervenir en las elecciones constituyentes, con bien escasa eficacia según hemos visto. El 17 de octubre, Ángel Herrera abandonaba la presidencia de Gobierno de Acción Nacional, para dedicarse por entero a la dirección de la Acción Católica y de El Debate. Fue designado para sustituirle José María Gil Robles; los otros componentes de la Junta eran: conde de Rodezno, Antonio Goicoechea, Carlos Martín Álvarez, José Medina Togores, conde de Vallellano, Cirilo Tornos, Carlos Pla y Dimas Madariaga.

Gil Robles se había revelado en pocos meses como el más vibrante clarín de la propaganda. Desarrollaba una actividad asombrosa; simultaneaba su labor de parlamentario, siempre en la brecha, con su dinamismo tribunicio, haciéndose presente ante las muchedumbres de todas las provincias españolas. No sólo las derechas le reconocían como adalid, sino que las propias izquierdas, al arreciar en sus ataques contra él, lo destacaban como el adversario más peligroso del momento. Peligroso no sólo por su prodigiosa movilidad y arrestos, sino también por su táctica: Gil Robles propugnaba la democracia, para conseguir la entrada en la ciudadela republicana, pues una vez dentro, trataría, siempre por caminos legales, de transformar lo que era un régimen perjudicial para los intereses superiores del espíritu y de la patria, en un régimen tolerante, justo y sin odios.

José María Gil Robles nació en Salamanca el 27 de noviembre de 1898. Era hijo del catedrático de aquella Universidad don Enrique, que en alguna legislatura representó en Cortes a los tradicionalistas del distrito de Pamplona. José María Gil Robles hizo sus estudios de Bachillerato en el Colegio de los Padres Salesianos de la ciudad de Salamanca, y en la misma cursó la carrera de Derecho. Ganó por oposición la cátedra de Derecho político de la Universidad de La Laguna (Canarias) y solicitó la excedencia para ingresar en la redacción de El Debate. Se especializó en problemas sociales, viajó mucho, intervino con Ossorio y Gallardo en la formación del Partido Social Popular, y al advenimiento de la Dictadura prestó muy estimable colaboración a Calvo Sotelo en la redacción de los Estatutos municipal y provincial. Se negó, sin embargo, a participar en la Unión Patriótica, pues creía un error la pretensión de convertir aquélla en un partido nacional. «Una organización política —decía — tiene fuerza para gobernar cuando tiene sus raíces en el pueblo o cuando la sostiene un poder extraño».

No se crea que todos los adheridos a Acción Nacional aceptaban el principio de la accidentalidad de las formas de gobierno, ni estaban dis­puestos a republicanizarse. Entre los afiliados se contaban muchísimos alfonsinos y tradicionalistas, que se habían refugiado en A. N. para guarecerse de la tormenta revolucionaria, y con el deseo de coadyuvar con la mayor eficacia en una labor contraria a la política imperante: su crédito no iba más lejos. En el mismo seno de la Junta de Gobierno surgieron discrepancias, y éste fue tal vez el principal motivo que indujo a Ángel Herrera a dejar la presidencia.

El crecimiento de la fuerza denominada de derechas era arrollador. Las organizaciones regionales surgían impetuosas; la de Valencia, denominada Derecha Regional Valenciana, bajo la presidencia de Luis Lucia, con sus 20.000 socios, se adhirió a Acción Nacional. Los oradores alfonsinos tradicionalistas o simplemente católicos, eran solicitados de todas las poblaciones españolas, y cada conferencia o mitin significaba un triunfo contra el Gobierno. Este espíritu patriótico y cristiano penetraba en la Universidad, en las Academias, en los Colegios profesionales y se desbordaba en la calle.

La prensa denominada de orden, en oposición a la gubernamental o demagógica, alcanzaba una difusión jamás conocida: un semanario incisivo, titulado Gracia y justicia, fundado y dirigido por Manuel Delgado Barreto, el ingenio satírico más agudo de la época, alcanzó una tirada superior a los 200.000 ejemplares, cifra jamás conocida hasta entonces en la historia del periodismo de este género. El semanario era impreso en los talleres de la Editorial Católica y propiedad de ésta.

El programa de Acción Nacional que había sido redactado por Antonio Goicoechea y aprobado en Asamblea se publicó el 3 de diciembre, y comprendía doce apartados: en el primero insistía en su negativa a conceptuarse como partido político; el programa era «circunstancial, como la unión a la que aspiraba», mínimo y defensivo. Omitía toda declaración sobre formas de gobierno. Los restantes puntos se referían a defensa de la religión, de la nación, de la familia, de la propiedad privada, del trabajo, al robustecimiento del principio de autoridad, a la autonomía regional, a la enseñanza, al problema económico, a la reforma agraria y a la necesidad de la revisión constitucional.

También en el mes de diciembre, el día 15, aparece el primer número de una revista titulada Acción Española, bajo la dirección de Fernando Quintanar, marqués de Quintanar y conde de Santibáñez del Río. Era obra de las inquietudes y entusiasmos del teniente auditor del Cuerpo Jurídico Militar, Eugenio Vegas Latapié, el cual soñaba con crear una gran revista, donde inteligencias selectas educasen y opusieran la buena doctrina a la invasión de unos idearios anárquicos.

En julio de 1931 —cuenta Vegas Latapié— los marqueses de Pelayo, fervientes monárquicos pusieron a disposición del general Orgaz, jefe de un incipiente movimiento conspiratorio, cien mil pesetas, que entregaron al político santanderino Santiago Fuentes Pila; pero cuando éste acababa de cobrarlas se presentó la policía en su domicilio a practicar un registro y a detenerle. Fuentes Pila logró ocultar el dinero, y desde la prisión envió noticias del escondite al marqués de Quintanar, y así éste pudo recuperarlo.

Algunos meses después fue autorizado por el general Orgaz para que invirtiese una parte en la fundación de la revista Acción Española. El guía y orientador de la asociación de intelectuales nacida bajo el título de Acción Española fue Ramiro de Maeztu, alavés, de sesenta y cuatro años, que por evolución ideológica había pasado desde el extremismo anarquista de su primera juventud a las afirmaciones de un patriotismo diamantino, revelándose como defensor de los destinos y de la verdad de España, frente a los falsos axiomas políticos que la desnaturalizaban. Conocía muy bien las intenciones, propósitos y modos de los enemigos de la Patria, por haber convivido con ellos. Sabía el rencor que los movía y la trama de sus conspiraciones. Maeztu era el guardián que mantenía en alerta a cuantos sentían la preocupación por la salud y el futuro de España. Monárquico acérrimo, entendía la Monarquía como la forma de Gobierno necesaria superior a todas. Autodidacta, escritor de estilo claro, robusto y categórico, de extraordinaria cultura, fue embajador en Argentina durante la dictadura de Primo de Rivera.

Maeztu escribió el artículo de presentación de la revista Acción Española. «El ideal hispánico —decía —está en pie. La obra de España, lejos de ser ruinas y polvo, es una fábrica a medio hacer..., o si se quiere, una flecha caída a mitad del camino, que espera el brazo que la recoja y lance al blanco, o una sinfonía interrumpida, que está pidiendo los músicos que sepan continuarla... Venimos a desempeñar una función de enlace. Nos proponemos mostrar a los españoles educados que el sentido de la cultura en los pueblos modernos coincide con la corriente histórica de España; que los legajos de Sevilla y Simancas y las piedras de Santiago, Burgos y Toledo no son tumbas de una España muerta, sino fuentes de vida; que el mundo, que nos había condenado, nos da ahora la razón, arrepentido, por supuesto, sin pensar en nosotros, sino incidentalmente, porque hemos descuidado la defensa de nuestro propio ser, según los mejores ontologistas de hoy, porque también la filosofía contemporánea viene a decirnos que hay que salir de esa suicida negación de nosotros mismos, con que hemos reducido a trivialidad a un pueblo, que vivió durante más de dos siglos en la justificada persuasión de ser la nueva Roma y el Israel cristiano.»

En otro sector, el universitario y ateneísta Ramiro Ledesma Ramos, en cuya alma habían labrado honda huella los libros de Nietzsche y Maurras, se movía como inspirador de un grupo en el que intervenían, entre otros, los universitarios Santiago Montero Díaz, Juan Aparicio, Antonio Bermúdez Cañete, durante breves meses Ernesto Giménez Caballero, los aviadores Ruiz de Alda e Iglesias, y más tarde un abogado de Valladolid, Onésimo Redondo, al frente de algunos intelectuales que formaban la Junta Castellana de Actuación Hispánica. Admitía ésta como principio fundamental que España «una e imperial, está obligada por su historia y la capacidad de su cultura a ser puente entre los demás pueblos, dando al Estado una estructura y pureza hispana.»

Proclamaba la Junta «su veneración por las grandiosas tradiciones patrias y la comunidad de raza y destino con las naciones ibéricas de Ultramar». Rechazaba «la teoría de la lucha de clases, pues todos los elementos que intervienen naturalmente en la producción deben vivir en una armonía presidida por la justicia». «Frente a los intelectuales somos imperiales. ¡Arriba los valores hispánicos!», se leía en la cabecera del primer número del órgano de este movimiento La Conquista del Estado, publicado el 14 de marzo de 1931. Y en el llamamiento a la juventud, escrito por Ledesma Ramos, se decía: «No buscamos votos, sino minorías audaces y valiosas; buscamos jóvenes equipos militares, sin hipocresía frente al fusil y a la disciplina de guerra... Nuestra organización se estructurará a base de células sindicales y células políticas. La edad de los afiliados a las células se fija entre los dieciocho y los cuarenta y cinco años». En La Conquista del Estado se explicaba «por qué nacían las Juntas de Ofensiva Nacionalsindicalista —J. O. N. S.—, dónde estaba el enemigo, quiénes debían formar parte de las mismas y objetivos del Nacionalsindicalismo.» Respecto al emblema, Juan Aparicio, un granadino, poeta y estudiante de Filosofía y Letras, compañero de Ramiro Ledesma desde los comienzos de su aventura política, «provocó la discu­sión para adoptar las flechas yugadas, viejo proyecto que defendía el burgalés Escribano Ortega, llevado de su temperamento de dibujante y de su educación tradicionalista. Rafael Sánchez Mazas ya había defendido este emblema como símbolo nacional en una conferencia dada en el año 1927 en el Ateneo de Santander. El uniforme consistía en camisa negra y corbata roja; y como bandera, se adoptó la rojinegra, pues todos estuvieron de acuerdo en que había que arrancar a los anarcosindicalistas sus colores sindicales para nacionalizarlos... La consigna la ideó Juan Aparicio. Fue: ¡España, Una, Grande y Libre! Y concluía con un ¡Viva España»!

La compenetración de Ledesma Ramos y de Onésimo Redondo fue muy pronto completa; había un gran paralelismo en sus vidas; ambos eran castellanos de familias modestas: de Alfaraz (Zamora) el uno, y de Quintanilla de Abajo (Valladolid), Redondo. Los dos nacieren el mismo año: 1905. Ledesma Ramos fue funcionario del Cuerpo Técnico de Correos, y ello le permitió ampliar su cultura y costearse los estudios de Filosofía y Ciencias exactas en la Universidad de Madrid. Onésimo Redondo ingresó en el Cuerpo de Hacienda, y así pudo hacer la carrera de abogado en la Universidad de Salamanca y doctorarse con éxito. «Es católico ferviente, pertenece a la Asociación de Propagandistas y de mucha vida interior: periódicamente se recluye para hacer ejercicios espirituales; frecuenta los Sacramentos y lee todas las noches la Biblia. Por mediación de los Padres jesuitas, en 1926, marcha a Heidelberg, y es lector de español en la Universidad de Mannheim, donde estudia economía; admira los campos cultivados y los montes poblados de Baviera y Westfalia, y contempla emocionado los desfiles colosales de los nazis, que son preludio de la nueva Alemania». Al regresar a España fundó en Valladolid el Sindicato Remolachero, y al advenir la República se decidió a intervenir activamente en política, para lo cual creó el 13 de junio de 1931 el semanario Libertad, «antiburgués y revolucionario por razones evangélicas y españolísimas», órgano de las Juntas Castellanas de Actuación Hispánica, bajo el lema: «¡Castilla, salva a España!»

Lo mismo Onésimo Redondo que Ramiro Ledesma Ramos sólo con­taban con su fe y su entusiasmo para realizar sus ambiciosos planes de conquista política. Por anemia económica, y por no poder resistir la rigurosa persecución policiaca, el órgano de las J. O. N. S. suspendía su publicación por segunda vez el 24 de octubre de 1931. Pero la organización, pese a la falta de medios, siguió adelante. Los estatutos fueron presentados a la Dirección General de Seguridad (30 de noviembre), y pocos días después doce afiliados de Madrid y de provincias se reunían en asamblea en el domicilio social, avenida de Eduardo Dato, 7. Allí quedó designado el primer Triunvirato Ejecutivo Central, formado por Ramiro Ledesma, Onésimo Redondo y un extremeño, Francisco Jiménez, a quien sustituyó pronto el escritor, versado en ciencias económicas, Antonio Bermúdez Cañete. El manifiesto de los dieciséis puntos comprendía: Unidad española y lucha contra el separatismo; subordinación a los fines de la Patria; respeto a la tradición católica; reivindicación de Gibraltar; reclamación de Tánger y aspiración al dominio de Marruecos y Argelia; limitación del Parlamento; ordenación de la Administración española; exterminio de los partidos marxistas; violencia nacionalista contra violencia roja; sindicación obligatoria de los productores e ilegalidad de la lucha de clases; sometimiento de la riqueza a las conveniencias nacionales; los sindicatos serán organismos públicos bajo la protección del Estado; impulso de la economía agrícola; se facilitará la entrada en las Universidades a los hijos del pueblo; extirpación de las influencias extranjeras; castigo de los que especulen con la miseria e ignorancia del pueblo; el Estado Nacionalsindicalista confiará los mandos políticos de más alta responsabilidad a la juventud de la Patria.

Al suspender su publicación La Conquista del Estado quedó como órgano de las J. O. N. S. el semanario Libertad, de Valladolid, el cual anunciaba (8 de enero de 1932) que en este mismo año quedarían constituidas las milicias anticomunistas. «No cabe esperar, escribía, defensa segura de la vida civilizada de España mientras no surja una ideología tan feroz en la defensa como lo es la contraria en el ataque, equipándonos con medios de lucha que superen a los del enemigo».

* * *

Los tradicionalistas vieron complicarse su situación con la muerte de su caudillo, don Jaime de Borbón, duque de Anjou y de Madrid, hijo de don Carlos de Borbón, y de su primera esposa doña Margarita de Borbón. La muerte le sobrevino d 2 de octubre de 1931, a consecuencia de una angina de pecho, mientras paseaba con unos amigos por el bosque de Chantilly. Al ocurrir el suceso estaban en curso unas negociaciones de reconciliación entre las dos ramas dinásticas. «El 22 de septiembre de 1931 don Alfonso XIII visitó por primera vez a su primo don Jaime en su modesta residencia de la Avenue Hoche, visita que devolvió don Jaime en Fontainebleau el 25 del citado mes».

A esta entrevista había precedido el entendimiento entre los dos pre­tendientes, convencidos de que la gravedad de la situación de España exigía la unión de todos los interesados en evitar a la nación un mal irremediable. El acuerdo se había concretado meses antes en un convenio negociado tras de laboriosas discusiones en «La Ferme», villa de San Juan de Luz, propiedad de la vizcondesa de La Gironde, entre alfonsinos y carlistas conspicuos, partidarios de la fusión de las dos ramas. Julio Danvila y José María Gómez Pujadas fueron designados para informar a sus respectivos jefes del deseo de sus partidarios. Don Alfonso y don Jaime dieron su conformidad a los trabajos, y en nuevas y laboriosas gestiones se llegó a la redacción del documento, cuyo texto fue llevado a don Alfonso XIII por el conde de Plasencia y a don Jaime por Gómez de Pujadas. Se sacaron solamente dos copias, de puño y letra del duque de Miranda. El documento aparecía firmado por los dos jefes de las ramas dinásticas en Territet (Suiza) y llevaba la fecha de 12 de septiembre de 1931. «Como consecuencia del Pacto, existió una aproximación personal entre los jefes de las dos ramas. Don Alfonso XIII envió a su hijo don Jaime, duque de Segovia, a visitar a su tía, del mismo nombre, en París; acto seguido, éste fue a ver a don Alfonso a Fontainebleau, y también dicho don Alfonso XIII visitó a su primo en la capital de Francia.»

Algunos tradicionalistas, en especial aquellos que procedían del campo integrista, se mostraron en todo momento contrarios al pacto, por considerarlo que estaba «dentro de la línea de la tesis de don Alfonso XIII, que, como rey constitucional, estimaba que su título de soberanía provenía de las Cortes, y, además, de acuerdo con su manifiesto de despedida a los españoles, en abril de 1931, mientras que don Jaime, menos cauto y avi­sado, aceptó firmar este pacto, que no podía ser más contrario a los princi­pios de la legitimidad, según el concepto tradicional, pues el título de su soberanía no procedía del sufragio universal, sino de la ley de sucesión y de su nacimiento en relación con ésta».

Al sobrevenir el fallecimiento de don Jaime, que murió soltero, reca­yeron sus derechos en su tío, el infante don Alfonso Carlos de Borbón y Austria. Este, hermano de Carlos VII, anciano de ochenta y un años, único varón descendiente directo de la dinastía carlista que se inició con Carlos V. En Carta Manifiesto (12 de octubre) dirigida al marqués de Villores, delegado de la Comunión Tradicionalista en España, y en respuesta a múltiples solicitudes recibidas para que aceptara la herencia que recaía sobre él, afirmaba que creería faltar al debido agradecimiento si a tanta prueba de lealtad no correspondiera yo con la mía, aceptando el sacrificio que me pedís, impuesto más todavía por el deber que por el derecho, en las difíciles circunstancias por las que atraviesa España. Sacrificio postrero, que nunca pude pensar me fuera exigido por la Providencia, pero que acepto decidido porque es la voluntad de Dios, Soberano de todos los destinos, y el deseo de la Comunión Tradicionalista, acreedora de todos los sacrificios. Aclamado por vosotros en estos días de tanta amargura para la Comunión Católico-Monárquica y para mí, recojo, aun desconfiando en mis fuerzas, pero confiando en el auxilio de Dios, la gloriosa herencia de doctrina y sacrificios que mantuvieron todos mis antepasados».

El infante don Alfonso Carlos delegó en su sobrino don Alfonso XIII la representación para que presidiera los funerales de don Jaime. Transcurridos los días de duelo, representantes de las dos ramas dinásticas, designados por los respectivos jefes, se dedicaron a concertar la fusión de las mismas. Los representantes de don Alfonso Carlos eran: Esteban Bilbao, Rafael de Olazábal, Luis Zuazola, José Gómez de Pujadas y Manuel Senante. Representaban a don Alfonso XIII: el conde de Vallellano, el general Ponte y Manso de Zúñiga, Quiñones de León, el marqués de Albayda, Julio Danvila y el marqués de Cartagena.

Como resultado de las negociaciones, que fueron muy laboriosas, don Alfonso Carlos publicaba (6 de enero de 1932) un largo Manifiesto dirigido a los españoles, para dejar constancia de su protesta contra la Constitución promulgada por las Cortes de la República, «ilegítima en sus orígenes y más ilegítima en sus preceptos». «Frente a esta Constitución revolucionaria levanto yo la bandera de nuestras tradiciones nacionales, tal como la heredé de mis antepasados.» «Ninguna otra bandera más respetuosa para la libertad que esta bandera de la Tradición, que fue madre de todas ellas.» (Aborrezco todo absolutismo, que nunca fue español ni cristiano», y después de expresar sus deseos para el mejor logro del bienestar de las regiones «con personalidad y los derechos que un malhadado centralismo les arrebató» de los pueblos y de los hogares, terminaba con estas palabras:

«España, con las reservas de su inagotable espiritualidad, puede ser todavía en la Historia un ejemplo de lo que son capaces los pueblos que supieron conservar la fe y el sentimiento de sus tradiciones cristianas. Representante de ellas, por mi derecho y por mi historia, yo ofrezco mi colaboración, dispuesto como siempre a los mayores sacrificios. Mi aspiración es la de dotar a España, con el concurso de sus legítimas Cortes y Concejos, de una ley fundamental cristiana y española, que nacida en la entraña nacional e inspirada en nuestras tradiciones, satisfaga todos los anhelos y todas las necesidades nacionales. Mi misión es obra de paz y de concordia. A todos llamo, muy especialmente y en primer término a mi amado sobrino Alfonso, en quien a mi muerte y por rigurosa aplicación estricta de la ley, habrán de consolidarse mis derechos, aceptando aquellos principios fundamentales que en nuestro régimen tradicional se han exigido a todos los reyes con anteposición de derechos personales; y a todos sin distinción de clases ni condiciones, porque todos los españoles de buena voluntad caben bajo la bandera de la verdadera España. El que la ama está conmigo y yo con él para labrar juntos por la grandeza de la Patria.»

«El manifiesto fue redactado en una sola noche por Esteban Bilbao, jurisconsulto tradicionalista que vivía deportado en Navia de Suarna (Lugo) y retocado por propia mano de don Alfonso Carlos, que introdujo alguna nueva idea.»

El día 23 de enero, fecha de San Ildefonso, don Alfonso XIII, por su parte, publicaba otro manifiesto, redactado por el conde de Vallellano, con la aprobación de los ex ministros conde de Guadalhorce, Yanguas Messía, La Cierva, Callejo y Calvo Sotelo. El documento lo firmó don Alfonso en Mürren (Suiza). Decía en él que rompía su silencio, porque «el estado anárquico de la patria y el generoso llamamiento a los españoles de persona respetable de mi sangre me mueven a pensar, después de maduro y reflexivo examen, que tengo el deber de no permanecer callado más tiempo». Declaraba no haber abdicado ni renunciado a sus derechos, «que por ser inherentes a la secular institución monárquica son imprescriptibles». Rompía su silencio porque mantenerlo, a la vista del peligro vivo y actual para España, «sería un crimen de lesa Patria y cobardía del que no me absolvería jamás ni mi conciencia ni la Historia» «Para evitarlo —añadía—, no levanto bandera, que mi intención no es dividir, sino agrupar a todos los españoles; digo, la mía es la de siempre, la misma roja y gualda, bendita, venerada, sacrosanta, la única a que ofrendé mi vida y conmigo millones de españoles, la que me acompaña a todos los sitios y ha de servir de sudario a mi cadáver, de la que mientras aliente no aparto la vista; la que arranqué del crucero de guerra que me traje a mi destierro y en la que veo siempre la imagen integral de mis adoradas alma y tierras españolas. Puesto que ella y los principios fundamentales, el llamamiento de mi amado tío y jefe de mi familia, don Alfonso Carlos de Borbón y Austria de Este, que aplaudo, suscribo y acepto, son los mismos, unámonos todos en verdadera comunión espiritual contra la ola de comunismo y de anarquismo que la invade.»

«Dejemos aquello que pueda separar en estos momentos a cuantos españoles creen que en la Monarquía únicamente se halla el remedio de los males de nuestra España; aceptemos lo mucho que nos une, que ya es sobrado, y cuando restablecido el orden en España, un Gobierno provisional convoque las Cortes, acatemos una Constitución que cobije y ampare por igual a todos los españoles en la zona templada de la sustancia histórica de nuestras tradiciones, adaptadas a las necesidades de los tiempo presentes. La realidad nos demuestra que por los derroteros que hasta ahora ha seguido esta segunda República española no es más viable que la primera.

«Ante esta situación, yo llamo por primera vez desde mi salida de España a todos los españoles de buena voluntad, sin distinción de clases ni condiciones, incluso a los que de buena fe reconozcan sus yerros y sus errores y les digo: Católicos, españoles, monárquicos de las dos ramas, los que civiles, militares y marinos, con lealtad, por mí bien agradecida, sir­vieron a España con patriótico celo en tiempo de mi dinastía y a las huestes tradicionalistas, que, animadas de tan pura espiritualidad y tan ejemplar desinterés, mantuvieron sus ideales tan dilatados años; uníos todos para salvar a España; os lo pide quien se halla dispuesto a servirla como el último de los ciudadanos.»

Don Alfonso XIII terminaba declarándose dispuesto a someterse a nueva prueba electoral, y afirmaba que «jamás habría de ser obstáculo para aceptar lo que la verdadera y libre voluntad nacional determinen. Como complemento de estos manifiestos, y por los mismos representantes de los dos personajes de sangre real, y con la aprobación de éstos, se llegó a un pacto conducente a la unión de los monárquicos españoles.

La pujanza del movimiento contrarrevolucionario no pasaba inadvertida para los elementos gubernamentales, y en especial para Indalecio Prieto, el cual, en una conferencia en el teatro María Guerrero de Madrid (6 de diciembre) avisaba de lo que sucedía y de sus consecuencias con estas palabras: «La reacción española, que no la podemos considerar disuelta, aniquilada, destruida; la reacción española es más fuerte que los partidas republicanos españoles... El porvenir político, a mi juicio, es éste: la reacción, que ha necesitado muy poco tiempo para rehacerse, que está envalentonada, jactanciosa, retadora y desafiante, habrá de acrecer posiblemente y en fecha próxima su fuerza, y aquí se habrá de plantear dentro de muy poco la gran batalla con una nitidez asombrosa: los elementos reaccionarios y clericales contra el partido socialista, y cuando llegue esa gran batalla, habrán desaparecido, se habrán esfumado, se habrán diluido los actuales partidos republicanos.»

* * *

No obstante la buena disposición de los monárquicos de las dos tendencias en favor de la unificación, ni el pacto ni los manifiestos obtuvieron el debido refrendo. Don Alfonso Carlos, al principio, se mostró muy inclinado a la inteligencia con su sobrino. «Como sabes —decía en una carta a don Francisco de P. Oller (1 de diciembre de 1931), don Alfonso fue a buscar a Jaime y el 12 de septiembre firmaron juntos un pacto de formar los dos partidos monárquicos con un solo frente para combatir al comunismo y salvar a España. Yo felicité a Jaime y le escribí que le bendeciría por ese hermoso acto. Jaime no renunció en nada a sus derechos.» «Nieves y yo — añadía — acabamos de tener una entrevista con don Alfonso, el que fue de lo más cariñoso para nosotros, y él y yo fijamos de trabajar juntos para salvar España y la religión, siguiendo yo nuestros ideales tradicionalistas». Con fecha 12 de septiembre de 1933, don Alfonso Carlos, en carta a don Lorenzo Sáenz, se expresaba así: «El famoso pacto firmado el 12 de septiembre de 1932 (?) entre don Alfonso y Jaime me lo envió don Alfonso al morir Jaime. Me quedé desconsolado al ver la firma de Jaime, pues está puesto en términos no tradicionalistas. Estaba dispuesto Jaime a reconocer por rey a don Alfonso y volverse él infante si las Cortes ¡constituyentes! lo deseaban. Don Alfonso deseaba tener mi firma como va indicado en aquel pacto; yo me opuse absolutamente, pues soy tradicionalista decidido y antiliberal. Jaime lo firmó, sin duda, con la mejor intención, siendo, de su parte, un acto de generosidad; pero no se dio cuenta, en su noble arranque, que no tenía el derecho de ceder en una cuestión que no era suya. En cuanto a mí, quedé del todo libre y no lo firmé; de modo que ningún pacto me ata a don Alfonso. En mi manifiesto de 6 de enero de 1932 declaré, tan sólo, que según la ley fundamental (Sálica), la rama de don Alfonso me sucedería si aceptaba como suyos nuestros principios fundamentales (tradicionalistas). Así sería la continuación de la doctrina tradicionalista. Pero para esto debería don Alfonso haber reconocido la legitimidad de nuestra rama antes de mi muerte —la que no puede tardar—, o, si no, abdicar en su hijo, el que tendrá que reconocerme.» «Mis queridos buenos sobrinos, los príncipes de Parma, declararon que ellos no aceptan mi sucesión, porque se atienen a la ley Sálica y no quieren ser usurpadores.» En cuanto al deseo de perdonar a sus enemigos, debemos tomar para modelo al Papa actual, que perdonó al actual Rey de Italia, Víctor Manuel II (nieto de aquel Víctor Manuel que robó en 1820 los Estados Pontificios a Pío IX), y no sólo le perdonó, sino que le reconoció como Rey de Italia, con Roma por capital. ¡Qué ejemplo mayor podemos seguir nosotros con la rama de don Alfonso, con la grande diferencia que yo declaro que el que siga debe volverse soberano tradicionalista!

¿Obedecía el cambio que se advierte en las anteriores cartas a influencia de personas con predicamento en el tradicionalismo, que actuaban como asesores y consejeros de don Alfonso Carlos? Parece indudable. Por su parte, Román Oyarzun dice: «El reingreso de integristas, partidarios de Nocedal y mellistas —partidarios de Juan Vázquez de Mella — en el carlismo se hizo más extenso y acelerado con don Alfonso Carlos, a quien consideraban como mucho más afín a ellos que don Jaime. En efecto, don Alfonso Carlos era mucho más derechista, como diríamos en el argot político, que su difunto sobrino, y, acaso en doctrina, sentimiento e inclinaciones se hallaba más próximo al integrismo que al carlismo auténtico. De ahí la preponderancia de elementos procedentes del integrismo en el partido carlista, que por orden del nuevo y octogenario caudillo se iba a llamar «tradicionalista carlista».

También por parte de don Alfonso XIII hubo rectificaciones. Hallándose en Jerusalén, declaró que no tenía conocimiento del manifiesto publicado y calificó las noticias propaladas sobre este asunto de increíbles y cómicas. Unos días después, don Alfonso XIII declaraba al corresponsal de Le Temps en El Cairo que el manifiesto no había sido sometido previamente a su aprobación y, por tanto, desconocía si estaba o no de acuerdo con la línea de conducta que se había trazado.

Pese a estas anomalías, prevaleció la buena disposición de los monárquicos de las dos ramas hacia la unificación, y tradicionalistas y alfonsinos emprendieron juntos una campaña por todo el país, destacándose en esta labor proselitista Goicoechea, Pradera, los condes de Rodezno, Vallellano y Bustillo; Fal Conde, Sáinz Rodríguez, Lamamie de Clairac, Beúnza, Bilbao, Asúa y otros.

 

CAPÍTULO X.

REBELION ANARQUISTA EN LA CUENCA DEL LLOBREGAT