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CAPÍTULO X.REBELION ANARQUISTA EN LA CUENCA DEL LLOBREGAT
Un furioso
huracán azotaba a España de Norte a Sur. Crímenes, atracos, choques
sangrientos, motines, huelgas. El balance de cada mes rendía un número
considerable de muertos y heridos. En noviembre y diciembre de 1931 hubo
huelgas generales en Palencia, Almería, Oviedo, León, Huesca, Tarrasa, Badajoz
y Gijón. Asesinatos, entre otros el del secretario del Ayuntamiento de Alar del
Rey (Palencia), atracos, el perpetrado contra la Central de los Ferrocarriles
de San Sebastián, costó la vida al jefe de estación Cayuela. Pero lo más
repetido y generalizado en muchas provincias eran las agresiones a la Guardia
Civil, «organismo brutal — decía el diario comunista— compuesto de asesinos
sedientos de sangre proletaria y al servicio del capitalismo». En la campaña de
descrédito y difamación de la Guardia Civil, coincidían comunistas,
sindicalistas y socialistas. «Urge constituir los Soviets de campesinos, por
ser el arma más formidable que podemos ofrecer a las fuerzas motrices de la
revolución... —escribía Mundo Obrero (15 de diciembre)—. Esto requiere
la movilización inmediata de todas nuestras disponibilidades. Tenemos que
darnos cuenta de la trascendencia de los sucesos que se avecinan, que se nos
vienen encima, que ya están aquí. Es cuestión de meses, de semanas, tal vez de
días... La Guardia Civil se va a encontrar frente a toda la población del campo
en plena rebeldía y dispuestos a ser los únicos dueños de la tierra».
Los
socialistas habían sublevado a la población obrera de la provincia de Badajoz
con una virulenta y persistente propaganda, en la que descollaron como
principales agitadores los diputados Margarita Nelken y Manuel Muiño. Temas
preferidos en sus discursos eran los ataques a la Guardia Civil, «fuerzas
reaccionarias y enemigas del pueblo».
Para
protestar contra su permanencia, y para pedir la destitución del jefe de estas
fuerzas, y también la del gobernador civil, la Agrupación Socialista de Badajoz
organizó un movimiento huelguístico en toda la provincia. Castilblanco, es un
pueblo de 4.000 habitantes, de casas de adobe en su mayoría, tierras pobres y
nivel de vida muy bajo, cuyos vecinos estaban dispuestos a profesar en
cualquier credo revolucionario que les prometiera redimirles de su miseria.
Eran especialmente solicitados por la propaganda socialista y a ella
respondían, afiliándose a la Casa del Pueblo. Con la cooperación activa del
alcalde se organizó (1 de enero) una manifestación de huelguistas, llevando
como enseña una bandera roja. El acto no estaba autorizado, y la exaltación de
sus participantes hacía temer que degeneraría en motín, por todo lo cual el
cabo de la Guardia Civil, al frente de tres números, trató de convencer a los
organizadores para que se disolviesen, y cuando se hallaba en este parlamento
una piedra lanzada por un campesino dio en la cabeza al guardia. Volvióse rápido, para descubrir al agresor, y entonces otro
campesino acometió con una navaja cabritera. En seguida, como obedientes a una
consigna, cayeron en alud los manifestantes sobre los otros guardias, que
desaparecieron en unos remolinos de gentes iracundas con rafagueos de puñales, hoces y palos. Todo fue rápido y espeluznante. Los cuatro guardias
quedaron convertidos en un montón de despojos sanguinolentos. «Ni en Monte Arruit —diría el general Sanjurjo, director general de la
Guardia Civil—, en la época del derrumbamiento de la Comandancia de Melilla,
los cadáveres de los cristianos fueron mutilados con salvajismo semejante. Hubo
mujeres que bailaron ante los restos de las víctimas».
Pasaron
varias horas antes de que fuerzas llegadas de diversos puestos restablecieran
el orden. La tragedia por lo bárbara y espantosa conmovió a las gentes. El
Gobierno acordó que el ministro de la Gobernación asistiera al entierro de las
víctimas, que se celebró en Badajoz. También asistió al acto el general
Sanjurjo, que visiblemente se alejó del ministro al que no acudió a recibirle.
En declaraciones a los periodistas nacionales y extranjeros, Sanjurjo habló de
la gran responsabilidad por los sucesos que alcanzaba a los diputados
socialistas, que con sus propagandas soliviantaban a los campesinos contra la
Guardia Civil. Uno de los aludidos, Muiño, por toda respuesta dijo que de lo
ocurrido en Castilblanco «la culpa de todo la tuvo la Guardia Civil». La
diputado por Badajoz Margarita Nelken sólo veía en los sucesos «unos desahogos
obligados de espíritus oprimidos». Porque ¿quién sabía lo que había pasado en
el pueblo antes de los sucesos?» La Nelken era una judío-alemana, escritora
especializada en temas de arte, colaboradora antes de la República de la prensa
burguesa. «Se necesita —dice Azaña— vanidad y ambición para pasar por todo lo
que ha pasado la Nelken hasta conseguir sentarse en el Congreso». El partido
socialista la encomendó la dirección de una oficina para llevar un registro de
los abusos de la Benemérita.
En una orden
general, Sanjurjo recomendaba a la Guardia Civil templanza y el más exacto
cumplimiento de las leyes y de los Reglamentos. «Porque os conozco —decía— me
explico perfectamente la confianza de aquellos mártires —los de Castilblanco—
que fiados en la bondad propia hablaban con las turbas llevando colgados los
fusiles; no lo censuro, que no es censurable el buen deseo que les animó; pero
quiero hacerlo resaltar para prevenir a todos de las fatales consecuencias que
puede acarrear».
Por la
indignación y griterío de las extremas izquierdas, parecía que los criminales
de Castilblanco habían sido los guardias civiles y las víctimas los propios
asesinos. «Las masas han tomado la ofensiva» titulaba el diario comunista Mundo
Obrero la información de los sucesos del pueblo extremeño, y acusaba a los
socialistas de permitir desde el Gobierno «las trágicas intervenciones de los
guardias civiles, servidores del capitalismo, en las huelgas de los
campesinos.» El Comité Central del Partido Comunista (2 de enero), excitaba a
una lucha de masas para la consecución de varios objetivos, entre los que
figuraban como más urgentes «la disolución de la Guardia Civil y la
comparecencia ante un Tribunal del Pueblo de todos los asesinos de obreros y
campesinos.» Y con epigrafía sensacional, gritaba: (4 de enero); «¡Salvad a los
campesinos de Castilblanco! ¡Haced retroceder a esos verdugos mercenarios!
¡Imponed la disolución inmediata de la Guardia Civil!»
La matanza de
Castilblanco inspiró al doctor Marañón la siguiente reflexión, (El Sol,
5 de enero): «A los puntos de la pluma de todos los comentarios, escribía,
vendrá en este momento el recuerdo de Fuenteovejuna. Ahora, como entonces, un
pueblo entero ha cometido un crimen. El actual seguramente no encontrará una
mente genial que limpie de horror la tragedia y la haga pasar a la posteridad
como un símbolo. En el fondo, es el mismo caso. Sólo que ahora el pueblo no es
vengador generoso, sino el reo de un delito cruel, sin justificación y
vergonzosamente anacrónico y, lo que es peor, un reo atontado y sostenido por
cómplices infinitos: todos los españoles. Todos somos cómplices en el abandono,
en la miseria moral de esos hermanos desalmados de Castilblanco y de los demás Castilblancos de España. Los Gobiernos de antes y los de
ahora. El cura del pueblo y todos los curas. El maestro y todos los maestros.
Cada uno de nosotros, que sabemos que esa vergüenza existe, y la dejamos
existir, que vamos de paseo o de caza a los lugares montaraces y volvemos a la
ciudad contando anécdotas pintorescas, que en realidad son retrasos
intolerables de unos españoles y disimulo nuestro para no molestarnos en
cambiarlos. Cuando los jueces pregunten quién mató a los guardias, el pueblo de
Castilblanco podrá contestar, como Fuenteovejuna, que todo él. Cuando nos lo
pregunte la Historia, toda España será Fuenteovejuna. Si esto no se remedia en
seguida y antes que todo; si de este crimen sale sólo un castigo y no una
experiencia provechosa, entonces habrá fracasado el sentido de esta generosa
revolución y eso no será». El doctor Marañón no hacia ninguna referencia a los
instigadores que exasperaban a los campesinos lanzándolos a la violencia y al
crimen.
Al reanudarse
las sesiones de Cortes (5 de enero) se planteó discusión sobre los sucesos de
Castilblanco. Los diputados Beúnza, y el radical
Diego Hidalgo, apuntaron a los socialistas como los verdaderos promotores de la
huelga que originaría la tragedia, y el presidente Azaña puntualizó la actitud
del Gobierno. (Lo sucedido en Castilblanco — dijo— no ha podido proceder ni
remotamente de la política del Gobierno). Estimaba erróneo suponer que los
crímenes de Castilblanco los hubiese originado la pasión política. «Cuando se
es capaz de sentir pasión política no se cometen crímenes horrendos y
vulgares». «Es preciso decir —añadió— que la Guardia Civil está siendo, desde
que ha venido la República, objeto de apasionadas controversias». «Permitidme
que exprese mi asombro, porque con motivo de un suceso en que nadie podrá decir
que ha habido un abuso por parte de la Guardia Civil, se haya puesto en litigio
o se haya querido poner en litigio el prestigio mismo del Instituto; no en las
Cortes, ciertamente, sino fuera de aquí. Cualquiera diría que en Castilblanco
ha sido la Guardia Civil quien se ha excedido en el cumplimiento del deber, y
no deja de pasmarme que cuando cuatro infelices guardias han perecido en el
cumplimiento de su obligación se ponga precisamente a discusión el prestigio
del Instituto como si hubieran sido estos guardias no los muertos, sino los
matadores.» «El Gobierno está absolutamente seguro y satisfecho del
comportamiento del Instituto como Corporación, lo cual le da autoridad, medios
y energía para cuando algún individuo del Instituto se exceda en sus
atribuciones o falte, corregirle y castigarle, aplicándole la responsabilidad
que compete a un Instituto militar.»
Pero
Castilblanco no era sino uno más entre los innumerables pueblos de Extremadura,
Andalucía y Levante contaminados del mismo veneno. El día 1 se registraban
también: disturbios en Feria, Salvatierra de los Barros y Villanueva de la
Serena, huelga general en Badajoz, colisiones en Écija, manifestaciones
comunistas en San Sebastián. El 4, se descubría un complot anarquista, que
comenzó con una huelga general para perturbar la provincia de Cuenca, y la
Guardia Civil se tiroteaba con los obreros fortificados en la Casa del Pueblo
de Villamayor de Santiago. Se producían desórdenes en Daimiel, y dos sacerdotes
eran agredidos a tiros en las cercanías de Bilbao: uno de ellos, Bernardo Iza,
resultaba muerto; y el otro, Zoilo Aguirre, grave. En Epila (Zaragoza) un choque de obreros con la Guardia Civil ocasionaba dos muertos y
muchos heridos; en Jeresa (Valencia), se planteaba la
huelga revolucionaria y los huelguistas amotinados pretendían asaltar la casa
Cuartel de la Benemérita. La refriega daba como balance dos muertos y
diecinueve heridos. Algo más grave sucedía al día siguiente, 5 de enero, en
Arnedo (Logroño), donde los guardias civiles trataron de disolver una
manifestación de huelguistas, a cuyo frente habían puesto sus organizadores
mujeres y niños. Los incidentes degeneraron en colisión, y los guardias, bajo
la impresión, sin duda, de lo ocurrido en Castilblanco, hicieron fuego sobre
los grupos resultando seis muertos —de ellos cuatro mujeres— y treinta heridos.
Entraron
súbitamente en erupción todos los cráteres de la cólera revolucionaria contra
la Guardia Civil, desde los radicales-socialistas hasta los comunistas. Blanco
especial de ataque fue el general Sanjurjo, que en aquellos días había
enjuiciado con viveza de adjetivo la labor demoledora y corrosiva de la
diputada Nelken, destacándola como la principal responsable de la turbulencia
extremeña. En las Cortes (día 6) las agresiones de palabra fueron feroces: «Hay
que arrastrar al general Sanjurjo», gritó el comandante Jiménez,
anarcosindicalista. Y otro diputado del mismo grupo, Balbontín, afirmó: «Podrá
parecer dura la frase de que, a mi juicio, el general Sanjurjo debería estar
encarcelado, pero esto está en todos los libros, en gran parte de los discursos
pronunciados por los señores ministros del actual Gobierno. Todo el mundo sabe
que el general Sanjurjo fue coautor de la Dictadura de Primo de Rivera; estoy
convencido de que es un enemigo de corazón de la República.» A estos y otros
oradores procuró tranquilizar Azaña, asegurándoles que donde hiciera falta el
castigo, «sería inexorable». «El Gobierno no critica las instituciones del
Estado; cuando una institución no funciona bien, el Gobierno no la crítica, lo
que hace es reformarla.» Pero Azaña, además de jefe del Gobierno, era ministro
de la Guerra, y por lo mismo, sobre todas las cosas «actúa que atender a la
autoridad del mando, que es un principio vital de las Instituciones militares y
de la disciplina, y tal vez cuando se pretende reivindicar un hecho o ejercer
una acción justiciera o política sobre una persona o sobre una Institución,
formularla a destiempo y a deshora, sin responsabilidad y sin autoridad, impide
que la obra de fondo se realice. Y esto me ha ocurrido más de una vez en el
Ministerio de le Guerra... Designios políticos que yo podía tener trazados he
tenido que romperlos o suspenderlos para que no recibiese ni mi conciencia ni
la conciencia pública la impresión de que el ministro de la Guerra obedecía a
excitaciones callejeras o a un deseo insano de buscar la popularidad». Consecuente
con este criterio, parecía que Azaña no se doblegaría a la petición de los
exaltados, que exigían la destitución de Sanjurjo; mas no ocurrió así. El 5 de febrero aparecía en el Diario
Oficial una extensa combinación militar. El general Sanjurjo cesaba en la
Dirección General de la Guardia Civil y se le encomendaba la Dirección General
de Carabineros. Le sustituía en el puesto que dejaba vacante el general de
división Miguel Cabanellas. Veintiséis decretos componían en total la
combinación; entre ellos figuraba el general de división Agustín Gómez Morato
designado para la Jefatura de las fuerzas militares de Marruecos y el general
de brigada Francisco Franco Bahamonde para el mando de la 15 brigada de
infantería (La Coruña).
La ocasión
para la algarada, el tumulto o la huelga surgía con cualquier motivo. Los actos
preparados por las fuerzas de derechas eran un buen pretexto para el desorden,
pues las izquierdas siempre los consideraban provocación, con lo cual quedaba
no sólo justificada la reacción de los que se sentían ofendidos sino apoyada
por el Gobierno. Se entreveraban con los excesos de la persecución el
descubrimiento de extrañas conspiraciones y fantásticos complots, como uno
denunciado por la Dirección General de Seguridad (11 de noviembre), simple
argucia para deportar o meter en la cárcel a unas cuantas personas, entre ellas
a José Antonio Primo de Rivera, que rechazó públicamente su participación en la
intriga. «No es compatible, decía, con mi formación personal y profesional; con
mi apellido, con la estimación social que me rodea y con la seriedad en que
trato de inspirar mis actos, la participación en conspiraciones de sainete.»
Cada día del
mes de enero dejaba su correspondiente sedimento de desórdenes. En Calzada de
Calatrava los huelguistas se tiroteaban con la Guardia Civil, y resultaban dos
muertos; en Valverde de Leganés (Badajoz) eran asaltadas y destrozadas las
fincas (6 de enero); había huelga general en San Sebastián, con pedrea de los
comercios abiertos; disturbios comunistas en Madrid (día 9); huelga general en
Bilbao de caracteres revolucionarios como protesta contra los sucesos de
Arnedo: el paro afectaba a toda la cuenca minera y estaba organizado por
sindicalistas y comunistas (11 de enero). Huelgas, innumerables huelgas,
brotaban en todas las provincias.
¿Para qué
tantas huelgas?, se preguntaba El Socialista (17 de enero). Y respondía:
«Están en crisis las industrias. No hay trabajo. Y en estos instantes difíciles
para la economía no se les ocurre a esos elementos sindicalistas y comunistas
—callaba el periódico la participación activa de sus amigos— más que lanzar
obreros a la huelga. Es decir, ya que la situación de las familias obreras es
difícil, porque sus ingresos son escasos para atender a las necesidades de la
familia, se les obliga a perder sus jornales para aumentar la penuria de sus
hogares. ¿Es esto admisible? Es necesario que la masa obrera no se deje
sugestionar por el verbalismo huero que conduce a esos movimientos ineficaces y
contraproducentes».
El mismo día
que El Socialista hacía estas reflexiones, sus correligionarios de
Bilbao se movilizaban para hostilizar a diez mil tradicionalistas, congregados
en un mitin celebrado en el Frontón Euskalduna. Grupos situados en las
inmediaciones a la salida de los concurrentes entonaron «La Internacional»; más
tarde, frente a los locales de la Juventud Nacionalista Vasca y del Círculo
Tradicionalista profirieron gritos y amenazas. Se produjo la refriega y sonaron
disparos, a consecuencia de los cuales cayeron muertos tres socialistas y otras
tres personas heridas. En el acto acordaron los socialistas la huelga general,
y dueños de la calle, intentaron el asalto e incendio del diario La Gaceta
del Norte y del Convento de las Hijas de María Reparadora; irrumpieron y
desvalijaron el centro de Acción Católica, pusieron sitio al Círculo
Tradicionalista, con el propósito de linchar a la salida a cuantos se
encontraban en él, lo cual impidió la fuerza pública, a costa de grandes
esfuerzos, toques de atención y descargas al aire. La noche, estremecida de
explosiones y tiroteos, fue típicamente revolucionaria. El aspecto de Bilbao
era desolador. Al día siguiente, el paro fue absoluto. A la salida de un mitin
socialista en Santurce, y a cuenta de un tiroteo, cuyo origen no se supo con
certeza, las turbas fueron contra la iglesia parroquial y la incendiaron. Las
cárceles se llenaron con detenidos pertenecientes a los partidos de derechas,
entre ellos los directivos de los partidos tradicionalistas, monárquico y de
los Luises. «Estoy convencido, dijo el ministro de la Gobernación, Casares
Quiroga, en las Cortes (día 21), que todos los movimientos de Bilbao están
sostenidos por una gran figura de posición acaudalada y siempre todos los hilos
van a parar a él. Por eso he ordenado que sea detenido; se trata de don José
María Urquijo. Y también la responsabilidad recae sobre don Luciano de Zubiría,
que se halla en Madrid. Los dos sufrirán la correspondiente sanción». Poco
antes, había mencionado como peligroso agitador al diputado tradicionalista
Marcelino Oreja. «Si no hubiera sido por la inmunidad parlamentaria, explicó,
le habría deportado a Fernando Poo».
Por su parte,
el Gobernador ordenó la clausura del convento de las Reparadoras, incendiado en
parte por las turbas, «por tenencia ilícita de armas y por haber hecho disparos
desde el interior», e impuso una multa de diez mil pesetas al Colegio de
religiosas del Sagrado Corazón, también «por tenencia ilícita de armas». A la
sanción había precedido un registro del convento, dirigido por el general Villa Abrille. De esta manera se daba satisfacción plena a
los propaladores de especies calumniosas, pues el propio Gobernador contribuía
a divulgar el infundio de que los conventos eran fortalezas de la reacción.
* * *
Al día
siguiente de los sucesos de Bilbao se descubría en Valencia un plan
revolucionario, urdido por los sindicalistas, con ramificaciones en toda la
provincia. Los comprometidos de Moncada, Mazarrochos y Alfara del Patriarca, adelantándose al horario previsto, trataron de
incendiar los templos, impidiéndolo la fuerza pública. Estalló una bomba en las
oficinas de Altos Hornos de Sagunto, donde flamearon banderas rojas en los centros
societarios, y la policía, que actuó con diligencia, descubrió arsenales de
explosivos y de armas. El estallido se produjo en Cataluña, el día 19 de enero.
Comenzó en Figols y Berga, con una huelga revolucionaria
y asalto de comercios e invasión de las casas de somatenistas para apoderarse
de las armas de éstos. Los revoltosos se adueñaron de los polvorines de las
minas de potasa de Sallent. El movimiento de rebelión (21 de enero) se extendió
a toda la cuenca del Llobregat, y los sediciosos se apoderaron de Sallent,
Balsareny, Puigreig, Gironella, San Vicente de Castellat y Suria, cortaron el
teléfono y el telégrafo, y en algunos sitios levantaron los rieles del
ferrocarril. Dueños de los Ayuntamientos e izada la bandera roja, anunciaron
por bando: «Proclamada la revolución en toda España, el Comité pone en
conocimiento del proletariado de esta villa que todo aquel que esté disconforme
con el programa que persigue nuestra ideología será responsable de sus actos.
El Comité Ejecutivo». La Guardia Civil, sitiada en sus puestos, se tiroteaba
con los insurgentes.
La
Confederación Nacional del Trabajo publicó en Barcelona (20 de enero) un
manifiesto en el que decía que los trabajadores estaban decepcionados por no haber
sido cumplida ni una sola de las promesas hechas por los gobernantes, y por el
fracaso del nuevo régimen «a cuyo advenimiento, es necesario proclamarlo en
alta voz, contribuyeron más que nadie los trabajadores de la Confederación
Nacional del Trabajo». «Los trabajadores —añadía— se dan cuenta, esta vez más
claramente que nunca, de que el Parlamento es impotente en absoluto para
resolver ninguno de los problemas sustantivos relacionados con el porvenir del
pueblo y de que el régimen presente es la equivalencia matemática del régimen
pasado». «De todo ello resulta que el Estado es el primer enemigo del pueblo.»
«Los trabajadores no deben fiar a ningún partido, ni a poder alguno, la obra
magna de su propio esfuerzo.» «El panorama que ofrece España en estos momentos
es aterrador. El malestar se traduce en rebeldías desbordantes. La falange de
los sin trabajo va creciendo. La miseria va ganando cada día en extensión y en
intensidad.» La C. N. T. llamaba a la unión a todos los trabajadores, para
«acelerar el ritmo de nuestra marcha», pues «vivimos en un período
revolucionario».
El movimiento
del Llobregat era dirigido por los anarcosindicalistas con la cooperación de
los comunistas, sin que se advirtiera abstención por parte de los socialistas.
Cierto es que en aquella zona la influencia de éstos apenas era perceptible. El
Gobierno movilizó en el acto fuerzas del Ejército de las guarniciones de
Gerona, Barbastro y Lérida, y Guardia Civil de la Comandancia de Zaragoza para
dirigirlas contra los insurrectos. El destructor Alcalá Galiano llegó a
Barcelona.
Miguel Maura
pidió a la Cámara (21 de enero) un voto de confianza al Gobierno, que le fue
otorgado por 285 votos contra cuatro. Esta propuesta sirvió a Azaña para
explicar lo que sucedía en la cuenca del Llobregat. «El Gobierno —dijo— no
tiene inconveniente en declarar que se preparaba en España un movimiento
revolucionario para el día 25 con objeto de derribar la República. En este
movimiento, preparado dentro y fuera de España, cuyos hilos en el extranjero
están en posesión del Ministerio, conocemos las personas que han ido al
extranjero a recibir instrucciones de poderes enemigos del Estado español,
sabemos la cotización hecha por fuerzas extranjeras para alentar este
movimiento y la cantidad que ha sido librada a España para impulsarlo». Y a
continuación añadió con maligna intención: «Todo esto que conoce el Gobierno
nos permite asegurar que sobre la base y con las fuerzas de la extrema
izquierda revolucionaria española se intercala un aliento, un algo que es más
que complacencia una satisfacción y una esperanza por parte de elementos de la
extrema derecha». Siguió diciendo: «El general de la cuarta División ha
recibido de mí personalmente la orden de enviar a la zona donde se ha producido
ese levantamiento las fuerzas necesarias para que lo aplasten de una manera
inmediata». «He dado órdenes al general de la cuarta División para que este
disturbio quede extinguido en horas». «Y le he dicho al general de la División
que no le doy más que quince minutos de tiempo entre la llegada de las fuerzas
al lugar de los sucesos y la extinción de éstos.» Los diputados de la mayoría
rompieron en una ovación y en vítores a la República.
El orador
prosiguió: «Los que se han puesto a perturbar el orden en la zona de Manresa no
son huelguistas: son rebeldes son insurrectos, y como tales serán tratados, y
como la fuerza militar va contra ellos y procederá como contra enemigos, no
harán falta sino horas para que esto quede extinguido, y no quede de ello más
que la memoria.» Azaña hizo saber a la Cámara que el Gobierno no se olvidaba de
las provincias Vascongadas. «El Consejo de Ministros hemos acordado esta mañana
el nombramiento de un delegado general del Gobierno que se encargue en las
provincias Vascongadas y Navarra de la aplicación de la Ley de Defensa de la
República. Este delegado, que funcionará bajo la responsabilidad y las órdenes
directas del ministro de la Gobernación, cuidará de restablecer el respeto a
los derechos de todos con el inexorable rigor que es preciso en las
circunstancias delicadas que atravesamos. Y diremos más: este delegado del
Gobierno enviará a las ciudades pequeñas, a las villas y lugares, emisarios y
comisarios suyos que vigilen de cerca la vida interior local en el orden
político, gubernativo y de orden público».
En tres días
quedó sofocada la rebelión de la cuenca del Llobregat: los sediciosos, a la
aparición de las tropas, se entregaban sin resistencia, convencidos de que su
gesto no había tenido la repercusión esperada en el resto de España. Muchos
huelguistas huyeron a los montes y abandonaron armamento, municiones y
explosivos. El día 22 las fuerzas del Ejército entraron en Cardona, último foco
revolucionario. Mientras esto sucedía en la cuenca del Llobregat, la policía se
dedicaba en Barcelona y en otras poblaciones a la detención de jefes y
agitadores sindicalistas y los trasladaba a las bodegas del vapor Buenas
Aires. «Mi actitud, afirmó Casares Quiroga, es irreductible. Los verdaderos
comprometidos saldrán de España o yo dejo de ser ministro de la Gobernación».
En esta labor
era eficazmente secundado por el nuevo gobernador de Barcelona, Juan Moles,
varias veces diputado republicano en tiempo de la Monarquía, designado para
sustituir a José Oriol Anguera de Sojo, que había dimitido el 21 de diciembre.
En una nota explicaba éste los motivos de su decisión, que no eran otros sino
la enemiga cada vez más acentuada de Maciá y de la Esquerra, expresada en
discursos y artículos calumniosos y violentos. «La causa de la hostilidad,
decía Anguera de Sojo, la veo hoy bien clara: dice la Esquerra —es de creer que
con el asentimiento perfecto de su honorable jefe— que su propósito es imprimir
en todas partes la ideología del partido. Pues bien; en esa ideología suya no
puedo seguirle». Denominaba a la Confederación Nacional del Trabajo
«aglomeración que actúa muchas veces con un poder irresponsable y el fin de la
cual es, por su propia confesión, la anarquía, o dicho en otros términos, el
comunismo libertario». El consejero de la Generalidad, Carrasco Formiguera, identificado con la actitud de Anguera de Sojo,
renunció a su acta.
Había quedado
aplastada la sublevación de la cuenca del Llobregat, pero en prueba de que el
movimiento preparado era más extenso y los complicados múltiples, se produjeron
perturbaciones con arreglo a un calendario elaborado por la anarquía; el 21 de
enero, huelga general en La Coruña y estallido de bombas en Barcelona; el 22,
desórdenes comunistas en Cuatro Caminos (Madrid), huelga general revolucionaria
en Málaga, paro y desmanes en Villagarcía; el 23, huelga general en Barcelona;
graves disturbios y paro en las minas de Bilbao; el 25, paro general en
Sevilla, Córdoba, bombas y tiroteos en Málaga, desórdenes en Teruel y Valencia;
en algunos pueblos, entre ellos Montserrat, se proclamó por bando la revolución
social; día 26, huelga en Manresa; en Sollana (Valencia) se instaura la república soviética, graves sucesos en El Padul (Granada), hallazgo de un gran depósito de bombas en
Zaragoza, paro general en Alicante y parcial en Murcia; el día 27, desórdenes
comunistas en varios pueblos de la provincia de Toledo; el 28, se descubre un
depósito de explosivos en Sevilla y se declara la huelga general en Cuenca.
En la
madrugada del 10 de febrero zarpaba del puerto de Barcelona el Buenos Aires,
con rumbo desconocido. Llevaba a bordo 119 sindicalistas y comunistas que se
habían distinguido en la revolución de la cuenca del Llobregat. En la lista de
presos figuraban Buenaventura Durruti y Francisco y Domingo Ascaso. En Valencia embarcaron otros doce comunistas y
anarquistas, uno de ellos el doctor García Vilella, y en Cádiz, tres más. Hasta
algunos días después no dio a conocer el ministro el destino del barco, que era
Bata, en la Guinea española. Los diputados Balbontín, Barriobero y Franco, interpelaron al Gobierno (11 de febrero), entre grandes alborotos,
sobre las deportaciones, «hecho inicuo, jamás conocido en la Monarquía, en la
Dictadura, ni con el Gobierno Berenguer» y sobre los sucesos del Llobregat. A
todos contestó el ministro de la Gobernación, y despejó la incógnita planteada
por Azaña en anterior discurso, cuando aludió sin nombrarla, a una nación
patrocinadora de la insurrección del Llobregat». Esa nación era Rusia. El
ministro la acusó en estos términos: «Naturalmente que no he de afirmar que
todos aquellos que intervinieron en los actos que se realizaron en los pueblos
de la cuenca del Llobregat el día 21 del mes pasado fueron con la conciencia
firme de hacer una cosa deliberadamente orientada y meditada; colaboraron en un
acto dirigido por otros, pero sabiendo ellos dónde iban y queriendo, como
decían, el establecimiento en España de la república comunista. Esto han dicho
las proclamas que repartían en los pueblos; esto han dicho con armas en las
manos, tomando determinaciones de violencia; esto han hecho en los diversos
pueblos del Llobregat donde estalló el movimiento, causando en España una
perturbación de momento, que produjo incalculables males que no se pudieron
remediar entonces; esto han hecho además con la intención decidida de llegar
hasta el final de su propósito, porque yo os pregunto: Si el Gobierno no
hubiera tomado inmediatamente decisiones enérgicas, que se veía claramente por
todos que iban a ser aplicadas, ¿es que estos hombres que se habían apoderado
de cinco cajas de dinamita de 25 kilos cada una, que habían arrebatado las
armas a los somatenes, que habían construido bombas con esa dinamita
arrebatada, utilizando lámparas de las minas, no hubieran llevado a cabo sus
propósitos? ¿Es que esos hombres habían hecho todo esto para que resultara sólo
una cosa teatral, para jugar, sin finalidad alguna? ¿Es que cuando querían y
decían que querían la República soviética y tenían posibilidad de lograrlo
allí, si el poder público no hubiera acudido a cortar la raíz duramente,
brutalmente, el movimiento que se proyectaba, hubiesen dejado de hacer todo lo
que decían que iban a realizar? El sistema de la revolución gratis, señores
diputados, aquí se ha terminado».
«¿Pero es que
eran ellos los que dirigían el movimiento? Si dirigir se llama simplemente la
parte estratégica, sí; eran las gentes de estos pueblos, algunas de las gentes
de estos pueblos. La masa tiene siempre sus directores, y aquéllos, que en
Barcelona son conocidos de todo el mundo, cuyos nombres corren de boca en boca
por toda España, como acusados de verdaderos crímenes sociales y que como
acusados deben ser castigados por los Tribunales, son aquellos cuyo nombre
pronuncian algunas gentes con verdadero terror, los que dirigían desde
Barcelona. Y a ellos, ¿quién les dirigía? ¿No es extraño que el día que el
ministro de la Gobernación tenía los hilos de lo que se tramaba en Manresa; que
el día 21, cuando el ministro de la Gobernación sabía lo que iba a acontecer
dentro de tres horas, la Radio de Moscú lanzara a los cuatro vientos la noticia
de que los hermanos soviéticos de España estaban luchando en las calles contra
las fuerzas mandadas por el Gobierno, con el fin de establecer la república
soviética? ¿No es extraño que a la misma hora que lo conocía el ministro de la
Gobernación se lanzara desde fuera la noticia? ¿No os choca esto? ¿Os dais
cuenta de que ha llegado el momento de vernos cara a cara, de deslindar los
campos, de que nadie se oculte?»
El ministro
declaraba también hallarse dispuesto a defender la República, por encima de la
Constitución y de todas las leyes, contra los futuros ataques, pues sabía que
el movimiento se repetiría. Planteada por el jefe del Gobierno la cuestión de
confianza, le fue otorgada por 159 votos contra 14.
Tan pronto
como se divulgó la salida del Buenos Aires con los presos comenzaron a
advertirse en varias regiones de España los síntomas precursores de otra
erupción revolucionaria. El (11 de febrero) se declaraba en Granada y Melilla
la huelga general, y conflictos parciales en Valencia el día 15 se produjeron
desórdenes callejeros en Madrid, con explosión de petardos e incendios de
algunos tranvías; intentaron los sindicalistas, sin conseguirlo, el paro
general en Barcelona, donde estallaron bombas y hubo tiroteos de los
huelguistas con la fuerza pública; en Tarrasa los anarquistas cercaron la Casa
Cuartel de la Guardia Civil y se apoderaron del Ayuntamiento, en cuyo balcón
izaron la bandera negra. Hasta siete horas después de resistir los guardias no
recibieron autorización para repeler a tiros a los sitiadores; tropas del
Ejército arrojaron a los sediciosos del Ayuntamiento; en Sevilla el paro fue
absoluto, y la agitación roja se propagó a varios pueblos; los sucesos más
graves se registraron en Zaragoza, donde grupos de pistoleros impusieron el
terror en las calles, matando a un transeúnte e hiriendo a varios; el
movimiento huelguístico afectó con más o menos intensidad a Toledo, Guipúzcoa,
Vitoria, Valencia, Cuenca, Pamplona, Ronda, Cádiz, Algeciras, Soria, Salamanca,
Jerez de la Frontera, Huelva, Gerona, Burgos, Puertollano, Coruña, Palma de
Mallorca y Ceuta. Estallaron muchas bombas y en varios puntos quedaron cortadas
las líneas ferroviarias; el día 16 se reprodujeron los sucesos en Zaragoza, y
en un choque entre los pistoleros y la fuerza pública hubo cuatro muertos y
doce heridos. La mayoría de las víctimas eran transeúntes sorprendidos en la
calle.
La agitación
revolucionaria continuaba en varias provincias y los desmanes se multiplicaban
en los campos de Toledo, Andalucía y Extremadura, con la roturación de tierras
sin consentimiento de sus dueños, destrozo de los pastizales y robo de ganado.
Todavía en días sucesivos perduró el rescoldo de huelgas en Murcia, Vigo y
Alicante; el día 19 estalló una bomba en el Ayuntamiento de Barcelona.
* * *
La huelga del
Llobregat, y sus derivaciones, constituyeron un ensayo de la Confederación
General del Trabajo, en connivencia con los comunistas, para probar su fuerza
y la disciplina de la organización en capitales donde hasta entonces el
sindicalismo no se había hecho presente en las luchas sociales. El crecimiento
de la C. N. T. era arrollador. «Desde abril de 1931, hasta junio de 1932, la C.
N. T. —escribe el líder sindicalista Angel Pestaña—
expidió un millón doscientos mil carnets, de los que hay que descontar un tanto
por ciento prudencial de carnets perdidos y de bajas. Pero aun cuando
descontemos el pico que sobra del millón, que será de un 20 por 100 de los
efectivos numéricos señalados por los carnets, siempre nos encontraremos con un
millón de afiliados, en cifra redonda, cantidad nada despreciable».
Si el
sindicalismo se mostraba satisfecho del auge y poderío de su organización, no
podía, en cambio, sentirse contento el comunismo, que avanzaba penosamente a
remolque de la C. N. T., como se decía en la carta que a mediados de febrero
dirigía la Oficina Internacional Comunista a los dirigentes españoles, en
vísperas del IV Congreso Nacional Comunista Español en Sevilla. Lamentaba la
Oficina «que no se hubiera aprovechado la capacidad revolucionaria de los
españoles en los días de la proclamación de la República». «En un año se ha
pasado de 1.500 afiliados comunistas a 10.000. Pero cuando se ha producido una
revolución y un millón de trabajadores se han lanzado a la calle, ese número
de 10.000 es una gota de agua en el mar.» La acusación contra los dirigentes la
concretaba la Oficina Internacional Comunista con esta, palabras: «En los años
1930 y 1931 se reunieron todas las condiciones favorables, que debió aprovechar
el partido comunista para conquistar una influencia decisiva y actuar. El
partido no lo ha conseguido. Hay que remediar esto lo más rápidamente posible.
La causa principal de los defectos del partido, de la incomprensión del
carácter de la revolución y de las obligaciones del proletariado, de la
incapacidad para conducir a las masas, de que las órdenes acertadas no se hayan
cumplido, de la pasividad que ha existido, está en que el partido comunista es
prisionero de las tendencias sectarias y del anarquismo. La dirección del
partido no tiene trazada todavía una línea política justa. Las situaciones
políticas han sido apreciadas de una manera inexacta. Esa dirección no ha
preparado el proletariado para hacer la revolución democrática. El partido se
ha encerrado en sí mismo, se ha desentendido de la clase obrera, ha desconocido
a los campesinos, se ha separado de las grandes masas. Cuando la República vino
al empuje de las grandes masas que se echaron a la calle, el partido lanzó
órdenes erróneas e incomprensibles.»
También
advertía la Oficina la falta de tentativas serias para crear soviets, comités
de fábrica, desarmar a la fuerza pública, armar al proletariado, formar un
frente revolucionario único. Especialmente en la organización de los
campesinos, el partido comunista se había hecho culpable de pasividad y
lentitud. Tampoco el partido comunista había sabido buscar el contacto con la
C. N. T., e incluso con la Unión General de Trabajadores. La carta terminaba
así: «El partido comunista tiene demasiadas supervivencias anarquistas. No es
una organización proletaria, sino un grupo de propagandistas sectarios,
débilmente unidos a las masas, sin política clara ni perspectivas precisas. Es
una pequeña tertulia de amigos cristalizados en una retorta. Continúa aplicándose
el sistema de dirección personal. Las organizaciones regionales llevan una vida
lánguida. Esto alcanza ya proporciones inadmisibles. Se trata de hacer una
«elite» comunista. Ello denota un espíritu «pequeño burgués», que tiende a la
creación del héroe, lo cual no pasa de ser un reflejo del caciquismo,
Los
sindicalistas trataban de descomponer la República y de imponer la fuerza de su
organización, al margen de la legislación social; los comunistas pretendían
llegar al Poder a través del soviet, de los comités de fábricas y por el
armamento del proletariado. ¿Cuáles eran los propósitos de los socialistas? El
día 12 de febrero se hacían públicas las conclusiones del Congreso Nacional de
Juventudes socialistas, celebrado en la Casa del Pueblo de Madrid, encaminado
«a la formación de un plantel de camaradas bien entrenados en las luchas
políticas que puedan prestar gran ayuda al partido en todas sus campañas y
reemplazar a los hombres que por ineluctable ley física vayan desapareciendo».
En las conclusiones aprobadas se pedía «que frente a las guerras imperialistas
se acentúe la guerra de clase contra clase, dentro de las fronteras, debiendo
de realizarse toda clase de propaganda para arrancar del alma de los obreros
sus sentimientos «patrioteros». Se pedía la supresión total del presupuesto de
Guerra, la retirada de las tropas de Marruecos, la reducción del servicio en
filas, la anulación de las deudas de guerra y el desarme total. Las peticiones
quinta y sexta se referían a la formación de las milicias socialistas, y decían
así: «El Congreso declara que para establecer el Gobierno socialista de una
forma sólida y definitiva, se hace imprescindible que el Partido y las Juventudes,
así como las entidades sindicales que con nosotros guardan un estrecho nexo de
afinidad, formen y adiestren organismos propios que puedan convenirse en
cualquier momento en instituciones adaptables al sistema de Gobierno y
reemplazar con ventaja a otros organismos políticos creados por el régimen
burgués, y que no tienen posible utilización en las normas de un Gobierno
socialista. El Congreso afirma que el sostenimiento de un Gobierno socialista
ha de basarse en una inteligente y disciplinada agrupación de fuerzas
exclusivamente obreras, tanto nacional como internacional, y en la disciplina
halle su máxima expresión la posibilidad de gobernar en socialista, para lo
cual se hace imprescindible que el partido intervenga activamente cerca de la
Internacional Obrera y Socialista, para que acelere el ritmo de los
acontecimientos que hagan factible el triunfo internacional y definitivo del
socialismo.»
No se
trataba, pues, de defender la República, que en resumidas cuentas importaba
accidentalmente, sino de sostener el régimen socialista, caso de ser
implantado, o si se ofrecía una oportunidad instaurar la dictadura del
proletariado.
No puede
sorprender que en presencia de un estado de cosas como el reflejado, de
constante convulsión social, de desenfreno en las propagandas disolventes, de barrenamiento en los cimientos sociales, de inquietud ante
el espantoso porvenir que se preparaba, hubiese quienes pensaran en levantar
diques para contener a la riada anárquica. El rumor de un posible movimiento
militar surgía espontáneamente, inspirado por el deseo de muchos españoles de
ver el fin a una época caótica. A raíz de los sucesos de Castilblanco, el rumor
fue más insistente que nunca. Lo motivó la noticia de que el general Sanjurjo
se había entrevistado con Lerroux. «Eso es una insidia —dijo el jefe radical a
los periodistas—. No he celebrado tal entrevista ni ninguna otra con jefes militares.»
También el general la desmintió en unas declaraciones a El Sol (5 de
enero). Por su parte, el líder socialista Largo Caballero no creía existiese
quien se atreviera a intentar un golpe de Estado como el año 1923, porque hace
falta «un traidor en el Poder, un Gobierno cobarde y un país borreguil para
soportarlo». Sin embargo, la entrevista se había celebrado. No precisa la fecha
Lerroux, pero debió de ser en los primeros días de enero, a juzgar por este
dato: Azaña (8 de enero) había anunciado a Sanjurjo su cese como Director
General de la Guardia Civil y le ofrecía a cambio la Dirección General de
Carabineros. «El general —dice el jefe radical— fue a visitarme a mi casa de
San Rafael, me dio cuenta y me pidió consejo. Él se inclinaba a rechazar la Dirección
de Carabineros, porque era una compensación que no necesitaba. Yo le aconsejé
que la aceptara. Sería una demostración de acatamiento». A esta entrevista
había precedido otra, que Lerroux la refiere así:
«Por
entonces, se reprodujeron escenas de poco antes de la República, pero cambiando
los papeles. El general Sanjurjo, director de la Guardia Civil, preocupado por
el estado de cosas, quiso hablar conmigo. Para él la República auténtica la
representaba yo. Por mediación de Azpiazu concertamos un almuerzo en un
restaurante muy céntrico de Madrid, al que yo invité para que fuese testigo a
Martínez Barrio. Almorzamos los cuatro. El general, muy discreto y mesurado,
desahogó su corazón, y nos expuso el estado espiritual que se estaba creando en
el Ejército, resignado primero a las reformas radicales y súbitas de Azaña, con
la esperanza de que a la destrucción siguiese la renovación y la reconstrucción
reparadora; pero alarmado, profundamente alarmado, con la extensión que
alcanzaba la indisciplina social y la flaqueza que en reprimir los desmanes
para atajarla manifestaba el Gobierno. Muy suavemente añadió que tal estado de
cosas se atribuía en los medios militares a una intervención excesiva en aquél
de los socialistas, y que, aun cuando él no entendía de política, con su
opinión coincidían tales y cuales generales y eran las más excitadas tales y
cuales guarniciones.,
«La cosa
estaba bien clara. Los tres oyentes coincidieron. Nuestra opinión, fui yo el
que la expuse, coincidía con la del general en el reconocimiento del estado de
cosas, pero nuestro pronóstico difería por el convencimiento de que el mal
tendría remedio mediante un cambio político en la gobernación de la República.
No hubo otras insinuaciones ni proposiciones de ninguna clase. Para mí aparecía
evidente la disposición de ánimo de Sanjurjo, y no creía equivocarme
interpretando aquella conversación como un sondeo, primer paso hacia una
conspiración.»
«Al día
siguiente se lo dije a Ubaldo Azpiazu, que negó con todo género de seguridades
fundamento a mi sospecha. De todas suertes, yo le hice confidente de mi estado
de conciencia: después de haber conspirado cerca de medio siglo para lograr el
triunfo de la República, me había comprometido conmigo mismo a no volver a
conspirar mientras ella existiese. Para mí lo fundamental era la República; lo
accidental y secundario, el gobernar. Quienquiera que gobernase con arreglo a
la Constitución, mientras la conservara, tendría mi acatamiento, hasta mi
sumisión. En esto, como en todo por entonces, estábamos de acuerdo Martínez
Barrio y yo. Como lo estuvimos en juzgar la acritud de Sanjurjo. Azpiazu me
dijo que le había dado cuenta de nuestra conversación.»
De todo ello
se deduce que en el mes de enero de 1932, después de los sucesos de
Castilblanco, fue cuando el general Sanjurjo, a quien de modo tan notorio se
debió la instauración de la República, estaba convencido de la necesidad de
modificarla sustancialmente, pues tal como la interpretaban sus administradores
era un régimen inaceptable e inadecuado para España. En lo cual coincidía con
Lerroux, si bien éste daba a entender que una República inspirada y
administrada por él satisfaría a la mayor parte de los españoles. Lerroux,
prisionero de su historia revolucionaria, que le obligaba a ser fiel a sus
radicalismos, alcanzaba enorme popularidad, fundamentada en su enemistad con
los gobernantes, aunque en realidad estos no hacían sino interpretar en tono menor
el programa político predicado por Lerroux durante toda su vida. Se alzaba,
pues, como una esperanza inútil sobre un pedestal de barro. Más de cuarenta mil
personas, muchas de ellas llegadas de provincias, se congregaron en la plaza de
toros de Madrid en la mañana del domingo 21 de febrero, para escuchar al jefe
radical, confiados en que éste poseía el talismán prodigioso contra los males
que aquejaban a España. Palabras de paz para todos los hombres, fue la primera
expresión del orador. Y después de asegurar que no sentía odio hacia nadie,
pasó a analizar la situación: «La preponderancia socialista alarma al país.
Pero cuidado, que esto no es condenación de una doctrina, de una aspiración o
de una conducta siquiera.» Muchas y significativas resistencias, emboscadas y
desaires llevaba sufridos en silencio, por parte de sus compañeros de
conspiración primero y del Gobierno después; pero «su silencio había terminado
en el Parlamento y en la calle». Se equivocaban quienes interpretaban sus
palabras como una amenaza, o el anuncio de una lucha de partidos para perturbar
la vida de la República, o para entablar una competencia de doctrinas. «El
partido radical a nadie trata de disputarle un puesto a la izquierda, ni mucho
menos a la derecha.» «A quienes se hallan más a la izquierda les deseo como
colmo de la fortuna que vean realizado el programa mínimo del partido radical.»
«Nosotros queremos mantener con todos los grupos políticos que actúan en la
órbita de la República las relaciones más sinceras, más estrechas y más
cordiales.» «Aspiro a que, en el porvenir, las relaciones entre el partido
socialista —al que la República debe eminentes servicios— y los partidos
republicanos, formando Gobierno de concentración, sean siempre cordiales.»
¿Cuál sería el comportamiento de los radicales en el Gobierno? «La Constitución
para nosotros, mientras sea ley, tal como está, es sagrada. No nos estorba
ningún artículo de la Constitución. Nosotros no haremos bandera de su revisión.
Mantenemos la separación de la Iglesia y el Estado. Acordó la Constitución la
disolución de una de las Ordenes religiosas. Ya está
disuelta. Ya está hecho. Acatarlo y cumplirlo. Pero persecución religiosa, no.»
«Mi vida personal y de mi hogar, por ventura, es absolutamente laica. Pero yo
digo que los hombres que hemos perdido la fe religiosa no podemos haber perdido
la obligación de respetar aquello que en la conciencia de nuestros semejantes
tiene un culto, ni podemos tampoco perder el respeto que merecen aquellas
instituciones que en el pasado contribuyeron a la obra de progreso espiritual.»
Ante la reforma agraria, «el partido radical se interpone entre la ilusión
excesiva y la realidad». «La reforma agraria es una cosa en el fondo tan
compleja, tan llena de dificultades, que no podrá ser la obra de un Parlamento,
ni de tres, ni de una generación, ni de varias..., y no se puede realizar por
la ponencia de un Gobierno ni por la ponencia de unas Cortes Constituyentes.»
«En los presupuestos se tiende de una manera formularia a la nivelación por un
aumento ciego y a voleo.» Respecto al Estatuto de Cataluña, «se adquirió un
compromiso en San Sebastián, mediante el cual una región puso al servicio del
ideal revolucionario republicano su fuerza. Llegamos al triunfo. ¿Vamos a medir
quién puso más o quién puso menos? Lo que debemos hacer es cumplir con nuestros
compromisos. Demos a Cataluña toda aquella autonomía que es indispensable para
el desenvolvimiento de la libertad individual y colectiva». Lerroux observa que
la opinión pública comienza a pensar que si las Cortes Constituyentes prorrogan
indefinidamente su misión, «realizan un secuestro de la soberanía nacional y
caen en una dictadura parlamentaria». «La opinión pública desea saber cuál es
la misión que tienen que realizar definitivamente estas Cortes Constituyentes,
necesita saber cuáles son esos proyectos de urgencia que se llaman
complementarios de la Constitución. Y necesita también que se le diga por qué
el país ha enajenado su soberanía, vinculándola a una sola representación y si
son mejores hijos de madre los actuales diputados a Cortes que los que pudieran
venir mañana, en unas nuevas elecciones a representar al país.» «El partido
radical no siente apresuramiento ni ambición por gobernar.» «Primero queremos
que nos levanten el veto los emperadores de los obreros. Y que los
representantes del partido socialista se recojan a sus tiendas, para realizar
una obra fiscalizadora.» Pese a todo, Lerroux se declaró optimista. «Creo
—terminó— que en un porvenir muy próximo tendremos lo que hoy no tenemos:
patria, patrimonio y patriotismo.»
Varias veces
en el transcurso de su oración el jefe radical fue aplaudido y aclamado
frenéticamente. Más de cuatro mil personas desfilaron por su domicilio para
felicitarle, y los telegramas de adhesión de oyentes que siguieron su discurso
por radio se contaban por millares.
La opinión
pública —afirmaba Martínez Barrio— desborda al partido radical. No importaba a
muchos las vacilaciones y contradicciones del orador, ni sus titubeos y
temores; les bastaba con considerarle como al hombre con mayores probabilidades
para sustituir a los que gobernaban. El deseo de cambiar de postura, y de
encontrar una República, como decía Grevy, que no
asustase a nadie, explicaba aquella ascensión de Lerroux, que el día 27 de
febrero alcanzaba su apoteosis en Barcelona. El antiguo emperador del Paralelo
recibía en el hotel Ritz el homenaje de la buena sociedad barcelonesa, de
smoking ellos y de trajes de noche y enjoyadas las señoras, como para una
función de gala en el Liceo. Banqueros, industriales, hombres de negocios se
habían congregado en número de mil doscientos para aclamar al jefe radical. Los
antiguos lerrouxistas, componentes de la vieja
guardia, deslumbrados, medrosos y avergonzados, contemplaban el cuadro fastuoso
sin comprender, pues aquel mundo no era el suyo. «Saludo a los amigos nuevos»,
dijo Lerroux. «Jamás creí que llegaría un día como éste, Y buscando una
explicación a lo que le parecía increíble, lo justificó «como fruto de una
siembra de muchos años». Predicó respeto para las creencias, «nunca he hecho
escarnio de ningún símbolo»; prometió «someter al terrorismo, cuando gobierne»,
y calificó de «perjudicial la excesiva intervención del socialismo en estos
momento.» A las pretensiones de los partidarios del Estatuto sólo oponía como
límite la unidad moral superior de España; pero al día siguiente visitó a
Maciá, para decirle que si se hiciera cargo del Gobierno la primera cuestión
que trataría de resolver sería el problema catalán». Triunfal fue también la
visita de Lerroux a Valencia, el 21 de marzo, donde proclamó «que en el naufragio
del país él era la tabla de salvación»; pero entre los viajes a Barcelona y
Valencia puso un breve paréntesis en Madrid para recibir el homenaje que le
tributaron ingenieros, arquitectos, en número de ciento cincuenta y ocho, y
otro las juventudes radicales, con motivo de cumplir sesenta y ocho años. «Esta
mañana —dijo— he releído un artículo que frecuentemente me presentan como un
padrón de ignominia para deducir contradicciones mías. El artículo se titula
«Rebeldes, rebeldes». He sentido la satisfacción que si me
volviera a nacer un hijo. He sentido el orgullo del que lo ve crecido, educado,
identificado con su padre. Sí; allí está mi alma entera. Ése soy yo.» En las
siguientes semanas, los homenajes se sucedieron: los médicos y farmacéuticos,
los abogados, los representantes de la Banca, el Comercio y la Industria, los
escritores y artistas, los catedráticos y profesores veían en Lerroux una
estrella con fulgor mesiánico, que se levantaba esplendorosa en el horizonte
político de España.
*
* *
Pese a las
muchas dificultades que se oponían a su propaganda, las derechas continuaban su
labor de proselitismo, con gran éxito y entusiasmo de las masas católicas, aun
a sabiendas de los riesgos que entrañaba la concurrencia a los actos, pues no
faltaban las provocaciones izquierdistas que solían terminar con pedradas,
garrotazos, disparos y las consiguientes víctimas. Tal sucedió en Palencia (8
de noviembre), Lugo, (16 de diciembre), Granada (28 de febrero de 1932), Palma
de Mallorca (24 de abril), donde Gil Robles se vio obligado a disparar contra
sus agresores. La oratoria de los propagandistas era renovadora, no tenía el
tono jeremiaco de otros tiempos, sino que vibraba en consonancia con el
nerviosismo del momento, no sólo en la polémica con el Gobierno y sus adeptos,
sino también para reconvenir a las derechas, exigiéndoles otro modo de pensar y
obrar en relación con los problemas sociales, lenguaje no oído hasta entonces,
que producía no poca sorpresa y mayores críticas. «El Sindicato —afirmaba Ángel
Herrera en Zamora (21 de febrero)— será elemento fundamental de los grupos y de
las instituciones públicas futuras. El sindicalismo cristiano español no es
comparable con el sindicalismo cristiano de las grandes naciones del
continente. ¿Por qué crece raquítica esta planta en nuestro suelo? «Las ideas
que circulan en una gran masa de nuestros amigos son, más que ideas verdaderas,
prejuicios completamente incompatibles con la doctrina corriente en el mundo,
entre los autores de la sociología cristiana. Urge en la derecha modificar tal
estado de opinión por todos los medios. El programa está enunciado con una sola
frase por los grandes Pontífices León XIII y Pío X: la redención del
proletariado.» «Los puntos fundamentales de este programa serán: el reconocimiento
efectivo del derecho al trabajo, la instauración de un régimen político y
económico que haga posible el pagar jornales mínimos familiares, los seguros
sociales, la ascensión de los trabajadores del campo a pequeños propietarios,
la elevación de todos los trabajadores de la industria, técnicos y manuales,
dentro de las empresas, con el propósito de irlos aproximando cada día a la
posición jurídica que hoy tiene dentro de ella la representación del capital;
el Sindicato, instrumento, no de lucha, sino de conciliación social; la
corporación obligatoria, fórmula de la profesión organizada, y una de las
instituciones fundamentales del Estado futuro.»
Ante 20.000
personas congregadas en la plaza de toros de Sevilla (21 de febrero), Gil
Robles pronunciaba anatemas como éste: «Las clases conservadoras han sido
cómplices con su egoísmo de cuanto ha sucedido. Han pasado el tiempo
calentándose al sol de la prosperidad, sin pensar que otros hermanos suyos en
Cristo pasaban hambre y padecían abandono... Queremos justicia para los de
arriba y para los de abajo. No admitimos la tiranía del Sindicato basada en el
número, pero tampoco podemos admitir la tiranía del poderoso, basada en sus
millones, que si son suyos, son también de la colectividad.»
El aliento de
la revolución se percibía hasta en la oratoria de sus enemigos.
CAPÍTULO XI.DISOLUCIÓN POR DECRETO DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS
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