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CAPÍTULO X.

REBELION ANARQUISTA EN LA CUENCA DEL LLOBREGAT

 

Un furioso huracán azotaba a España de Norte a Sur. Crímenes, atracos, choques sangrientos, motines, huelgas. El balance de cada mes rendía un número considerable de muertos y heridos. En noviembre y diciembre de 1931 hubo huelgas generales en Palencia, Almería, Oviedo, León, Huesca, Tarrasa, Badajoz y Gijón. Asesinatos, entre otros el del secretario del Ayuntamiento de Alar del Rey (Palencia), atracos, el perpetrado contra la Central de los Ferrocarriles de San Sebastián, costó la vida al jefe de estación Cayuela. Pero lo más repetido y generalizado en muchas provincias eran las agresiones a la Guardia Civil, «organismo brutal — decía el diario comunista— compuesto de asesinos sedientos de sangre proletaria y al servicio del capitalismo». En la campaña de descrédito y difamación de la Guardia Civil, coincidían comunistas, sindicalistas y socialistas. «Urge constituir los Soviets de campesinos, por ser el arma más formidable que podemos ofrecer a las fuerzas motrices de la revolución... —escribía Mundo Obrero (15 de diciembre)—. Esto requiere la movilización inmediata de todas nuestras disponibilidades. Tenemos que darnos cuenta de la trascendencia de los sucesos que se avecinan, que se nos vienen encima, que ya están aquí. Es cuestión de meses, de semanas, tal vez de días... La Guardia Civil se va a encontrar frente a toda la población del campo en plena rebeldía y dispuestos a ser los únicos dueños de la tierra».

Los socialistas habían sublevado a la población obrera de la provincia de Badajoz con una virulenta y persistente propaganda, en la que descollaron como principales agitadores los diputados Margarita Nelken y Manuel Muiño. Temas preferidos en sus discursos eran los ataques a la Guardia Civil, «fuerzas reaccionarias y enemigas del pueblo».

Para protestar contra su permanencia, y para pedir la destitución del jefe de estas fuerzas, y también la del gobernador civil, la Agrupación Socialista de Badajoz organizó un movimiento huelguístico en toda la provincia. Castilblanco, es un pueblo de 4.000 habitantes, de casas de adobe en su mayoría, tierras pobres y nivel de vida muy bajo, cuyos vecinos estaban dispuestos a profesar en cualquier credo revolucionario que les prometiera redimirles de su miseria. Eran especialmente solicitados por la propaganda socialista y a ella respondían, afiliándose a la Casa del Pueblo. Con la cooperación activa del alcalde se organizó (1 de enero) una manifestación de huelguistas, llevando como enseña una bandera roja. El acto no estaba autorizado, y la exaltación de sus participantes hacía temer que degeneraría en motín, por todo lo cual el cabo de la Guardia Civil, al frente de tres números, trató de convencer a los organizadores para que se disolviesen, y cuando se hallaba en este parlamento una piedra lanzada por un campesino dio en la cabeza al guardia. Volvióse rápido, para descubrir al agresor, y entonces otro campesino acometió con una navaja cabritera. En seguida, como obedientes a una consigna, cayeron en alud los manifestantes sobre los otros guardias, que desaparecieron en unos remolinos de gentes iracundas con rafagueos de puñales, hoces y palos. Todo fue rápido y espeluznante. Los cuatro guardias quedaron convertidos en un montón de despojos sanguinolentos. «Ni en Monte Arruit —diría el general Sanjurjo, director general de la Guardia Civil—, en la época del derrumbamiento de la Comandancia de Melilla, los cadáveres de los cristianos fueron mutilados con salvajismo semejante. Hubo mujeres que bailaron ante los restos de las víctimas».

Pasaron varias horas antes de que fuerzas llegadas de diversos puestos restablecieran el orden. La tragedia por lo bárbara y espantosa conmovió a las gentes. El Gobierno acordó que el ministro de la Gobernación asistiera al entierro de las víctimas, que se celebró en Badajoz. También asistió al acto el general Sanjurjo, que visiblemente se alejó del ministro al que no acudió a recibirle. En declaraciones a los periodistas nacionales y extranjeros, Sanjurjo habló de la gran responsabilidad por los sucesos que alcanzaba a los diputados socialistas, que con sus propagandas soliviantaban a los campesinos contra la Guardia Civil. Uno de los aludidos, Muiño, por toda respuesta dijo que de lo ocurrido en Castilblanco «la culpa de todo la tuvo la Guardia Civil». La diputado por Badajoz Margarita Nelken sólo veía en los sucesos «unos desahogos obligados de espíritus oprimidos». Porque ¿quién sabía lo que había pasado en el pueblo antes de los sucesos?» La Nelken era una judío-alemana, escritora especializada en temas de arte, colaboradora antes de la República de la prensa burguesa. «Se necesita —dice Azaña— vanidad y ambición para pasar por todo lo que ha pasado la Nelken hasta conseguir sentarse en el Congreso». El partido socialista la encomendó la dirección de una oficina para llevar un registro de los abusos de la Benemérita.

En una orden general, Sanjurjo recomendaba a la Guardia Civil templanza y el más exacto cumplimiento de las leyes y de los Reglamentos. «Porque os conozco —decía— me explico perfectamente la confianza de aquellos mártires —los de Castilblanco— que fiados en la bondad propia hablaban con las turbas llevando colgados los fusiles; no lo censuro, que no es censurable el buen deseo que les animó; pero quiero hacerlo resaltar para prevenir a todos de las fatales consecuencias que puede acarrear».

Por la indignación y griterío de las extremas izquierdas, parecía que los criminales de Castilblanco habían sido los guardias civiles y las víctimas los propios asesinos. «Las masas han tomado la ofensiva» titulaba el diario comunista Mundo Obrero la información de los sucesos del pueblo extremeño, y acusaba a los socialistas de permitir desde el Gobierno «las trágicas intervenciones de los guardias civiles, servidores del capitalismo, en las huelgas de los campesinos.» El Comité Central del Partido Comunista (2 de enero), excitaba a una lucha de masas para la consecución de varios objetivos, entre los que figuraban como más urgentes «la disolución de la Guardia Civil y la comparecencia ante un Tribunal del Pueblo de todos los asesinos de obreros y campesinos.» Y con epigrafía sensacional, gritaba: (4 de enero); «¡Salvad a los campesinos de Castilblanco! ¡Haced retroceder a esos verdugos mercenarios! ¡Imponed la disolución inmediata de la Guardia Civil!»

La matanza de Castilblanco inspiró al doctor Marañón la siguiente reflexión, (El Sol, 5 de enero): «A los puntos de la pluma de todos los comentarios, escribía, vendrá en este momento el recuerdo de Fuenteovejuna. Ahora, como entonces, un pueblo entero ha cometido un crimen. El actual seguramente no encontrará una mente genial que limpie de horror la tragedia y la haga pasar a la posteridad como un símbolo. En el fondo, es el mismo caso. Sólo que ahora el pueblo no es vengador generoso, sino el reo de un delito cruel, sin justificación y vergonzosamente anacrónico y, lo que es peor, un reo atontado y sostenido por cómplices infinitos: todos los españoles. Todos somos cómplices en el abandono, en la miseria moral de esos hermanos desalmados de Castilblanco y de los demás Castilblancos de España. Los Gobiernos de antes y los de ahora. El cura del pueblo y todos los curas. El maestro y todos los maestros. Cada uno de nosotros, que sabemos que esa vergüenza existe, y la dejamos existir, que vamos de paseo o de caza a los lugares montaraces y volvemos a la ciudad contando anécdotas pintorescas, que en realidad son retrasos intolerables de unos españoles y disimulo nuestro para no molestarnos en cambiarlos. Cuando los jueces pregunten quién mató a los guardias, el pueblo de Castilblanco podrá contestar, como Fuenteovejuna, que todo él. Cuando nos lo pregunte la Historia, toda España será Fuenteovejuna. Si esto no se remedia en seguida y antes que todo; si de este crimen sale sólo un castigo y no una experiencia provechosa, entonces habrá fracasado el sentido de esta generosa revolución y eso no será». El doctor Marañón no hacia ninguna referencia a los instigadores que exasperaban a los campesinos lanzándolos a la violencia y al crimen.

Al reanudarse las sesiones de Cortes (5 de enero) se planteó discusión sobre los sucesos de Castilblanco. Los diputados Beúnza, y el radical Diego Hidalgo, apuntaron a los socialistas como los verdaderos promotores de la huelga que originaría la tragedia, y el presidente Azaña puntualizó la actitud del Gobierno. (Lo sucedido en Castilblanco — dijo— no ha podido proceder ni remotamente de la política del Gobierno). Estimaba erróneo suponer que los crímenes de Castilblanco los hubiese originado la pasión política. «Cuando se es capaz de sentir pasión política no se cometen crímenes horrendos y vulgares». «Es preciso decir —añadió— que la Guardia Civil está siendo, desde que ha venido la República, objeto de apasionadas controversias». «Permitidme que exprese mi asombro, porque con motivo de un suceso en que nadie podrá decir que ha habido un abuso por parte de la Guardia Civil, se haya puesto en litigio o se haya querido poner en litigio el prestigio mismo del Instituto; no en las Cortes, ciertamente, sino fuera de aquí. Cualquiera diría que en Castilblanco ha sido la Guardia Civil quien se ha excedido en el cumplimiento del deber, y no deja de pasmarme que cuando cuatro infelices guardias han perecido en el cumplimiento de su obligación se ponga precisamente a discusión el prestigio del Instituto como si hubieran sido estos guardias no los muertos, sino los matadores.» «El Gobierno está absolutamente seguro y satisfecho del comportamiento del Instituto como Corporación, lo cual le da autoridad, medios y energía para cuando algún individuo del Instituto se exceda en sus atribuciones o falte, corregirle y castigarle, aplicándole la responsabilidad que compete a un Instituto militar.»

Pero Castilblanco no era sino uno más entre los innumerables pueblos de Extremadura, Andalucía y Levante contaminados del mismo veneno. El día 1 se registraban también: disturbios en Feria, Salvatierra de los Barros y Villanueva de la Serena, huelga general en Badajoz, colisiones en Écija, manifestaciones comunistas en San Sebastián. El 4, se descubría un complot anarquista, que comenzó con una huelga general para perturbar la provincia de Cuenca, y la Guardia Civil se tiroteaba con los obreros fortificados en la Casa del Pueblo de Villamayor de Santiago. Se producían desórdenes en Daimiel, y dos sacerdotes eran agredidos a tiros en las cercanías de Bilbao: uno de ellos, Bernardo Iza, resultaba muerto; y el otro, Zoilo Aguirre, grave. En Epila (Zaragoza) un choque de obreros con la Guardia Civil ocasionaba dos muertos y muchos heridos; en Jeresa (Valencia), se planteaba la huelga revolucionaria y los huelguistas amotinados pretendían asaltar la casa Cuartel de la Benemérita. La refriega daba como balance dos muertos y diecinueve heridos. Algo más grave sucedía al día siguiente, 5 de enero, en Arnedo (Logroño), donde los guardias civiles trataron de disolver una manifestación de huelguistas, a cuyo frente habían puesto sus organizadores mujeres y niños. Los incidentes degeneraron en colisión, y los guardias, bajo la impresión, sin duda, de lo ocurrido en Castilblanco, hicieron fuego sobre los grupos resultando seis muertos —de ellos cuatro mujeres— y treinta heridos.

Entraron súbitamente en erupción todos los cráteres de la cólera revolucionaria contra la Guardia Civil, desde los radicales-socialistas hasta los comunistas. Blanco especial de ataque fue el general Sanjurjo, que en aquellos días había enjuiciado con viveza de adjetivo la labor demoledora y corrosiva de la diputada Nelken, destacándola como la principal responsable de la turbulencia extremeña. En las Cortes (día 6) las agresiones de palabra fueron feroces: «Hay que arrastrar al general Sanjurjo», gritó el comandante Jiménez, anarcosindicalista. Y otro diputado del mismo grupo, Balbontín, afirmó: «Podrá parecer dura la frase de que, a mi juicio, el general Sanjurjo debería estar encarcelado, pero esto está en todos los libros, en gran parte de los discursos pronunciados por los señores ministros del actual Gobierno. Todo el mundo sabe que el general Sanjurjo fue coautor de la Dictadura de Primo de Rivera; estoy convencido de que es un enemigo de corazón de la República.» A estos y otros oradores procuró tranquilizar Azaña, asegurándoles que donde hiciera falta el castigo, «sería inexorable». «El Gobierno no critica las instituciones del Estado; cuando una institución no funciona bien, el Gobierno no la crítica, lo que hace es reformarla.» Pero Azaña, además de jefe del Gobierno, era ministro de la Guerra, y por lo mismo, sobre todas las cosas «actúa que atender a la autoridad del mando, que es un principio vital de las Instituciones militares y de la disciplina, y tal vez cuando se pretende reivindicar un hecho o ejercer una acción justiciera o política sobre una persona o sobre una Institución, formularla a destiempo y a deshora, sin responsabilidad y sin autoridad, impide que la obra de fondo se realice. Y esto me ha ocurrido más de una vez en el Ministerio de le Guerra... Designios políticos que yo podía tener trazados he tenido que romperlos o suspenderlos para que no recibiese ni mi conciencia ni la conciencia pública la impresión de que el ministro de la Guerra obedecía a excitaciones callejeras o a un deseo insano de buscar la popularidad». Consecuente con este criterio, parecía que Azaña no se doblegaría a la petición de los exaltados, que exigían la destitución de Sanjurjo; mas no ocurrió así. El 5 de febrero aparecía en el Diario Oficial una extensa combinación militar. El general Sanjurjo cesaba en la Dirección General de la Guardia Civil y se le encomendaba la Dirección General de Carabineros. Le sustituía en el puesto que dejaba vacante el general de división Miguel Cabanellas. Veintiséis decretos componían en total la combinación; entre ellos figuraba el general de división Agustín Gómez Morato designado para la Jefatura de las fuerzas militares de Marruecos y el general de brigada Francisco Franco Bahamonde para el mando de la 15 brigada de infantería (La Coruña).

La ocasión para la algarada, el tumulto o la huelga surgía con cualquier motivo. Los actos preparados por las fuerzas de derechas eran un buen pretexto para el desorden, pues las izquierdas siempre los consideraban provocación, con lo cual quedaba no sólo justificada la reacción de los que se sentían ofendidos sino apoyada por el Gobierno. Se entreveraban con los excesos de la persecución el descubrimiento de extrañas conspiraciones y fantásticos complots, como uno denunciado por la Dirección General de Seguridad (11 de noviembre), simple argucia para deportar o meter en la cárcel a unas cuantas personas, entre ellas a José Antonio Primo de Rivera, que rechazó públicamente su participación en la intriga. «No es compatible, decía, con mi formación personal y profesional; con mi apellido, con la estimación social que me rodea y con la seriedad en que trato de inspirar mis actos, la participación en conspiraciones de sainete.»

Cada día del mes de enero dejaba su correspondiente sedimento de desórdenes. En Calzada de Calatrava los huelguistas se tiroteaban con la Guardia Civil, y resultaban dos muertos; en Valverde de Leganés (Badajoz) eran asaltadas y destrozadas las fincas (6 de enero); había huelga general en San Sebastián, con pedrea de los comercios abiertos; disturbios comunistas en Madrid (día 9); huelga general en Bilbao de caracteres revolucionarios como protesta contra los sucesos de Arnedo: el paro afectaba a toda la cuenca minera y estaba organizado por sindicalistas y comunistas (11 de enero). Huelgas, innumerables huelgas, brotaban en todas las provincias.

¿Para qué tantas huelgas?, se preguntaba El Socialista (17 de enero). Y respondía: «Están en crisis las industrias. No hay trabajo. Y en estos instantes difíciles para la economía no se les ocurre a esos elementos sin­dicalistas y comunistas —callaba el periódico la participación activa de sus amigos— más que lanzar obreros a la huelga. Es decir, ya que la situación de las familias obreras es difícil, porque sus ingresos son escasos para atender a las necesidades de la familia, se les obliga a perder sus jornales para aumentar la penuria de sus hogares. ¿Es esto admisible? Es necesario que la masa obrera no se deje sugestionar por el verbalismo huero que conduce a esos movimientos ineficaces y contraproducentes».

El mismo día que El Socialista hacía estas reflexiones, sus correligionarios de Bilbao se movilizaban para hostilizar a diez mil tradicionalistas, congregados en un mitin celebrado en el Frontón Euskalduna. Grupos situados en las inmediaciones a la salida de los concurrentes entonaron «La Internacional»; más tarde, frente a los locales de la Juventud Nacionalista Vasca y del Círculo Tradicionalista profirieron gritos y amenazas. Se produjo la refriega y sonaron disparos, a consecuencia de los cuales cayeron muertos tres socialistas y otras tres personas heridas. En el acto acordaron los socialistas la huelga general, y dueños de la calle, intentaron el asalto e incendio del diario La Gaceta del Norte y del Convento de las Hijas de María Reparadora; irrumpieron y desvalijaron el centro de Acción Católica, pusieron sitio al Círculo Tradicionalista, con el propósito de linchar a la salida a cuantos se encontraban en él, lo cual impidió la fuerza pública, a costa de grandes esfuerzos, toques de atención y descargas al aire. La noche, estremecida de explosiones y tiroteos, fue típicamente revolucionaria. El aspecto de Bilbao era desolador. Al día siguiente, el paro fue absoluto. A la salida de un mitin socialista en Santurce, y a cuenta de un tiroteo, cuyo origen no se supo con certeza, las turbas fueron contra la iglesia parroquial y la incendiaron. Las cárceles se llenaron con detenidos pertenecientes a los partidos de derechas, entre ellos los directivos de los partidos tradicionalistas, monárquico y de los Luises. «Estoy convencido, dijo el ministro de la Gobernación, Casares Quiroga, en las Cortes (día 21), que todos los movimientos de Bilbao están sostenidos por una gran figura de posición acaudalada y siempre todos los hilos van a parar a él. Por eso he ordenado que sea detenido; se trata de don José María Urquijo. Y también la responsabilidad recae sobre don Luciano de Zubiría, que se halla en Madrid. Los dos sufrirán la correspondiente sanción». Poco antes, había mencionado como peligroso agitador al diputado tradicionalista Marcelino Oreja. «Si no hubiera sido por la inmunidad parlamentaria, explicó, le habría deportado a Fernando Poo».

Por su parte, el Gobernador ordenó la clausura del convento de las Reparadoras, incendiado en parte por las turbas, «por tenencia ilícita de armas y por haber hecho disparos desde el interior», e impuso una multa de diez mil pesetas al Colegio de religiosas del Sagrado Corazón, también «por tenencia ilícita de armas». A la sanción había precedido un registro del convento, dirigido por el general Villa Abrille. De esta manera se daba satisfacción plena a los propaladores de especies calumniosas, pues el propio Gobernador contribuía a divulgar el infundio de que los conventos eran fortalezas de la reacción.

* * *

Al día siguiente de los sucesos de Bilbao se descubría en Valencia un plan revolucionario, urdido por los sindicalistas, con ramificaciones en toda la provincia. Los comprometidos de Moncada, Mazarrochos y Alfara del Patriarca, adelantándose al horario previsto, trataron de incendiar los templos, impidiéndolo la fuerza pública. Estalló una bomba en las oficinas de Altos Hornos de Sagunto, donde flamearon banderas rojas en los centros societarios, y la policía, que actuó con diligencia, descubrió arsenales de explosivos y de armas. El estallido se produjo en Cataluña, el día 19 de enero. Comenzó en Figols y Berga, con una huelga revolucionaria y asalto de comercios e invasión de las casas de somatenistas para apoderarse de las armas de éstos. Los revoltosos se adueñaron de los polvorines de las minas de potasa de Sallent. El movimiento de rebelión (21 de enero) se extendió a toda la cuenca del Llobregat, y los sediciosos se apoderaron de Sallent, Balsareny, Puigreig, Gironella, San Vicente de Castellat y Suria, cortaron el teléfono y el telégrafo, y en algunos sitios levantaron los rieles del ferrocarril. Dueños de los Ayuntamientos e izada la bandera roja, anunciaron por bando: «Proclamada la revolución en toda España, el Comité pone en conocimiento del proletariado de esta villa que todo aquel que esté discon­forme con el programa que persigue nuestra ideología será responsable de sus actos. El Comité Ejecutivo». La Guardia Civil, sitiada en sus puestos, se tiroteaba con los insurgentes.

La Confederación Nacional del Trabajo publicó en Barcelona (20 de enero) un manifiesto en el que decía que los trabajadores estaban decepcionados por no haber sido cumplida ni una sola de las promesas hechas por los gobernantes, y por el fracaso del nuevo régimen «a cuyo advenimiento, es necesario proclamarlo en alta voz, contribuyeron más que nadie los trabajadores de la Confederación Nacional del Trabajo». «Los trabajadores —añadía— se dan cuenta, esta vez más claramente que nunca, de que el Parlamento es impotente en absoluto para resolver ningu­no de los problemas sustantivos relacionados con el porvenir del pueblo y de que el régimen presente es la equivalencia matemática del régimen pasado». «De todo ello resulta que el Estado es el primer enemigo del pueblo.» «Los trabajadores no deben fiar a ningún partido, ni a poder alguno, la obra magna de su propio esfuerzo.» «El panorama que ofrece España en estos momentos es aterrador. El malestar se traduce en rebeldías desbordantes. La falange de los sin trabajo va creciendo. La miseria va ganando cada día en extensión y en intensidad.» La C. N. T. llamaba a la unión a todos los trabajadores, para «acelerar el ritmo de nuestra marcha», pues «vivimos en un período revolucionario».

El movimiento del Llobregat era dirigido por los anarcosindicalistas con la cooperación de los comunistas, sin que se advirtiera abstención por parte de los socialistas. Cierto es que en aquella zona la influencia de éstos apenas era perceptible. El Gobierno movilizó en el acto fuerzas del Ejército de las guarniciones de Gerona, Barbastro y Lérida, y Guardia Civil de la Comandancia de Zaragoza para dirigirlas contra los insurrectos. El destructor Alcalá Galiano llegó a Barcelona.

Miguel Maura pidió a la Cámara (21 de enero) un voto de confianza al Gobierno, que le fue otorgado por 285 votos contra cuatro. Esta propuesta sirvió a Azaña para explicar lo que sucedía en la cuenca del Llobregat. «El Gobierno —dijo— no tiene inconveniente en declarar que se preparaba en España un movimiento revolucionario para el día 25 con objeto de derribar la República. En este movimiento, preparado dentro y fuera de España, cuyos hilos en el extranjero están en posesión del Ministerio, conocemos las personas que han ido al extranjero a recibir instrucciones de poderes enemigos del Estado español, sabemos la cotización hecha por fuerzas extranjeras para alentar este movimiento y la cantidad que ha sido librada a España para impulsarlo». Y a continuación añadió con maligna intención: «Todo esto que conoce el Gobierno nos permite asegurar que sobre la base y con las fuerzas de la extrema izquierda revolucionaria española se intercala un aliento, un algo que es más que complacencia una satisfacción y una esperanza por parte de elementos de la extrema derecha». Siguió diciendo: «El general de la cuarta División ha recibido de mí personalmente la orden de enviar a la zona donde se ha producido ese levantamiento las fuerzas necesarias para que lo aplasten de una manera inmediata». «He dado órdenes al general de la cuarta División para que este disturbio quede extinguido en horas». «Y le he dicho al general de la División que no le doy más que quince minutos de tiempo entre la llegada de las fuerzas al lugar de los sucesos y la extinción de éstos.» Los diputados de la mayoría rompieron en una ovación y en vítores a la República.

El orador prosiguió: «Los que se han puesto a perturbar el orden en la zona de Manresa no son huelguistas: son rebeldes son insurrectos, y como tales serán tratados, y como la fuerza militar va contra ellos y procederá como contra enemigos, no harán falta sino horas para que esto quede extinguido, y no quede de ello más que la memoria.» Azaña hizo saber a la Cámara que el Gobierno no se olvidaba de las provincias Vascongadas. «El Consejo de Ministros hemos acordado esta mañana el nombramiento de un delegado general del Gobierno que se encargue en las provincias Vascongadas y Navarra de la aplicación de la Ley de Defensa de la República. Este delegado, que funcionará bajo la responsabilidad y las órdenes directas del ministro de la Gobernación, cuidará de restablecer el respeto a los derechos de todos con el inexorable rigor que es preciso en las circunstancias delicadas que atravesamos. Y diremos más: este delegado del Gobierno enviará a las ciudades pequeñas, a las villas y lugares, emisarios y comisarios suyos que vigilen de cerca la vida interior local en el orden político, gubernativo y de orden público».

En tres días quedó sofocada la rebelión de la cuenca del Llobregat: los sediciosos, a la aparición de las tropas, se entregaban sin resistencia, convencidos de que su gesto no había tenido la repercusión esperada en el resto de España. Muchos huelguistas huyeron a los montes y abandonaron armamento, municiones y explosivos. El día 22 las fuerzas del Ejército entraron en Cardona, último foco revolucionario. Mientras esto sucedía en la cuenca del Llobregat, la policía se dedicaba en Barcelona y en otras poblaciones a la detención de jefes y agitadores sindicalistas y los tras­ladaba a las bodegas del vapor Buenas Aires. «Mi actitud, afirmó Casares Quiroga, es irreductible. Los verdaderos comprometidos saldrán de España o yo dejo de ser ministro de la Gobernación».

En esta labor era eficazmente secundado por el nuevo gobernador de Barcelona, Juan Moles, varias veces diputado republicano en tiempo de la Monarquía, designado para sustituir a José Oriol Anguera de Sojo, que había dimitido el 21 de diciembre. En una nota explicaba éste los motivos de su decisión, que no eran otros sino la enemiga cada vez más acentuada de Maciá y de la Esquerra, expresada en discursos y artículos calumniosos y violentos. «La causa de la hostilidad, decía Anguera de Sojo, la veo hoy bien clara: dice la Esquerra —es de creer que con el asentimiento perfecto de su honorable jefe— que su propósito es imprimir en todas partes la ideología del partido. Pues bien; en esa ideología suya no puedo seguirle». Denominaba a la Confederación Nacional del Trabajo «aglomeración que actúa muchas veces con un poder irresponsable y el fin de la cual es, por su propia confesión, la anarquía, o dicho en otros términos, el comunismo libertario». El consejero de la Generalidad, Carrasco Formiguera, identificado con la actitud de Anguera de Sojo, renunció a su acta.

Había quedado aplastada la sublevación de la cuenca del Llobregat, pero en prueba de que el movimiento preparado era más extenso y los complicados múltiples, se produjeron perturbaciones con arreglo a un calendario elaborado por la anarquía; el 21 de enero, huelga general en La Coruña y estallido de bombas en Barcelona; el 22, desórdenes comunistas en Cuatro Caminos (Madrid), huelga general revolucionaria en Málaga, paro y desmanes en Villagarcía; el 23, huelga general en Barcelona; graves disturbios y paro en las minas de Bilbao; el 25, paro general en Sevilla, Córdoba, bombas y tiroteos en Málaga, desórdenes en Teruel y Valencia; en algunos pueblos, entre ellos Montserrat, se proclamó por bando la revolución social; día 26, huelga en Manresa; en Sollana (Valencia) se instaura la república soviética, graves sucesos en El Padul (Granada), hallazgo de un gran depósito de bombas en Zaragoza, paro general en Alicante y parcial en Murcia; el día 27, desórdenes comunistas en varios pueblos de la provincia de Toledo; el 28, se descubre un depósito de explosivos en Sevilla y se declara la huelga general en Cuenca.

En la madrugada del 10 de febrero zarpaba del puerto de Barcelona el Buenos Aires, con rumbo desconocido. Llevaba a bordo 119 sindicalistas y comunistas que se habían distinguido en la revolución de la cuenca del Llobregat. En la lista de presos figuraban Buenaventura Durruti y Francisco y Domingo Ascaso. En Valencia embarcaron otros doce comunistas y anarquistas, uno de ellos el doctor García Vilella, y en Cádiz, tres más. Hasta algunos días después no dio a conocer el ministro el destino del barco, que era Bata, en la Guinea española. Los diputados Balbontín, Barriobero y Franco, interpelaron al Gobierno (11 de febrero), entre grandes alborotos, sobre las deportaciones, «hecho inicuo, jamás conocido en la Monarquía, en la Dictadura, ni con el Gobierno Berenguer» y sobre los sucesos del Llobregat. A todos contestó el ministro de la Gobernación, y despejó la incógnita planteada por Azaña en anterior discurso, cuando aludió sin nombrarla, a una nación patrocinadora de la insurrección del Llobregat». Esa nación era Rusia. El ministro la acusó en estos términos: «Naturalmente que no he de afirmar que todos aquellos que intervinieron en los actos que se realizaron en los pueblos de la cuenca del Llobregat el día 21 del mes pasado fueron con la conciencia firme de hacer una cosa deliberadamente orientada y meditada; colaboraron en un acto dirigido por otros, pero sabiendo ellos dónde iban y queriendo, como decían, el establecimiento en España de la república comunista. Esto han dicho las proclamas que repartían en los pueblos; esto han dicho con armas en las manos, tomando determinaciones de violencia; esto han hecho en los diversos pueblos del Llobregat donde estalló el movimiento, causando en España una perturbación de momento, que produjo incalculables males que no se pudieron remediar entonces; esto han hecho además con la intención decidida de llegar hasta el final de su propósito, porque yo os pregunto: Si el Gobierno no hubiera tomado inmediatamente decisiones enérgicas, que se veía claramente por todos que iban a ser aplicadas, ¿es que estos hombres que se habían apoderado de cinco cajas de dinamita de 25 kilos cada una, que habían arrebatado las armas a los somatenes, que habían construido bombas con esa dinamita arrebatada, utilizando lámparas de las minas, no hubieran llevado a cabo sus propósitos? ¿Es que esos hombres habían hecho todo esto para que resultara sólo una cosa teatral, para jugar, sin finalidad alguna? ¿Es que cuando querían y decían que querían la República soviética y tenían posibilidad de lograrlo allí, si el poder público no hubiera acudido a cortar la raíz duramente, brutalmente, el movimiento que se proyectaba, hubiesen dejado de hacer todo lo que decían que iban a realizar? El sistema de la revolución gratis, señores diputados, aquí se ha terminado».

«¿Pero es que eran ellos los que dirigían el movimiento? Si dirigir se llama simplemente la parte estratégica, sí; eran las gentes de estos pueblos, algunas de las gentes de estos pueblos. La masa tiene siempre sus directores, y aquéllos, que en Barcelona son conocidos de todo el mundo, cuyos nombres corren de boca en boca por toda España, como acusados de verdaderos crímenes sociales y que como acusados deben ser castigados por los Tribunales, son aquellos cuyo nombre pronuncian algunas gentes con verdadero terror, los que dirigían desde Barcelona. Y a ellos, ¿quién les dirigía? ¿No es extraño que el día que el ministro de la Gobernación tenía los hilos de lo que se tramaba en Manresa; que el día 21, cuando el ministro de la Gobernación sabía lo que iba a acontecer dentro de tres horas, la Radio de Moscú lanzara a los cuatro vientos la noticia de que los hermanos soviéticos de España estaban luchando en las calles contra las fuerzas mandadas por el Gobierno, con el fin de establecer la república soviética? ¿No es extraño que a la misma hora que lo conocía el ministro de la Gobernación se lanzara desde fuera la noticia? ¿No os choca esto? ¿Os dais cuenta de que ha llegado el momento de vernos cara a cara, de deslindar los campos, de que nadie se oculte?»

El ministro declaraba también hallarse dispuesto a defender la Repú­blica, por encima de la Constitución y de todas las leyes, contra los futuros ataques, pues sabía que el movimiento se repetiría. Planteada por el jefe del Gobierno la cuestión de confianza, le fue otorgada por 159 votos contra 14.

Tan pronto como se divulgó la salida del Buenos Aires con los presos comenzaron a advertirse en varias regiones de España los síntomas precur­sores de otra erupción revolucionaria. El (11 de febrero) se declaraba en Granada y Melilla la huelga general, y conflictos parciales en Valencia el día 15 se produjeron desórdenes callejeros en Madrid, con explosión de petardos e incendios de algunos tranvías; intentaron los sindicalistas, sin conseguirlo, el paro general en Barcelona, donde estallaron bombas y hubo tiroteos de los huelguistas con la fuerza pública; en Tarrasa los anarquistas cercaron la Casa Cuartel de la Guardia Civil y se apoderaron del Ayuntamiento, en cuyo balcón izaron la bandera negra. Hasta siete horas después de resistir los guardias no recibieron autorización para repeler a tiros a los sitiadores; tropas del Ejército arrojaron a los sediciosos del Ayuntamiento; en Sevilla el paro fue absoluto, y la agitación roja se propagó a varios pueblos; los sucesos más graves se registraron en Zaragoza, donde grupos de pistoleros impusieron el terror en las calles, matando a un transeúnte e hiriendo a varios; el movimiento huelguístico afectó con más o menos intensidad a Toledo, Guipúzcoa, Vitoria, Valencia, Cuenca, Pamplona, Ronda, Cádiz, Algeciras, Soria, Salamanca, Jerez de la Frontera, Huelva, Gerona, Burgos, Puertollano, Coruña, Palma de Mallorca y Ceuta. Estallaron muchas bombas y en varios puntos quedaron cortadas las líneas ferroviarias; el día 16 se reprodujeron los sucesos en Zaragoza, y en un choque entre los pistoleros y la fuerza pública hubo cuatro muertos y doce heridos. La mayoría de las víctimas eran transeúntes sorprendidos en la calle.

La agitación revolucionaria continuaba en varias provincias y los desmanes se multiplicaban en los campos de Toledo, Andalucía y Extremadura, con la roturación de tierras sin consentimiento de sus dueños, destrozo de los pastizales y robo de ganado. Todavía en días sucesivos perduró el rescoldo de huelgas en Murcia, Vigo y Alicante; el día 19 estalló una bomba en el Ayuntamiento de Barcelona.

* * *

La huelga del Llobregat, y sus derivaciones, constituyeron un ensayo de la Confederación General del Trabajo, en connivencia con los comunis­tas, para probar su fuerza y la disciplina de la organización en capitales donde hasta entonces el sindicalismo no se había hecho presente en las luchas sociales. El crecimiento de la C. N. T. era arrollador. «Desde abril de 1931, hasta junio de 1932, la C. N. T. —escribe el líder sindicalista Angel Pestaña— expidió un millón doscientos mil carnets, de los que hay que descontar un tanto por ciento prudencial de carnets perdidos y de bajas. Pero aun cuando descontemos el pico que sobra del millón, que será de un 20 por 100 de los efectivos numéricos señalados por los carnets, siempre nos encontraremos con un millón de afiliados, en cifra redonda, cantidad nada despreciable».

Si el sindicalismo se mostraba satisfecho del auge y poderío de su organización, no podía, en cambio, sentirse contento el comunismo, que avanzaba penosamente a remolque de la C. N. T., como se decía en la carta que a mediados de febrero dirigía la Oficina Internacional Comunista a los dirigentes españoles, en vísperas del IV Congreso Nacional Comunista Español en Sevilla. Lamentaba la Oficina «que no se hubiera aprovechado la capacidad revolucionaria de los españoles en los días de la proclamación de la República». «En un año se ha pasado de 1.500 afiliados comunistas a 10.000. Pero cuando se ha producido una revolución y un millón de tra­bajadores se han lanzado a la calle, ese número de 10.000 es una gota de agua en el mar.» La acusación contra los dirigentes la concretaba la Oficina Internacional Comunista con esta, palabras: «En los años 1930 y 1931 se reunieron todas las condiciones favorables, que debió aprovechar el partido comunista para conquistar una influencia decisiva y actuar. El partido no lo ha conseguido. Hay que remediar esto lo más rápidamente posible. La causa principal de los defectos del partido, de la incomprensión del carácter de la revolución y de las obligaciones del proletariado, de la incapacidad para conducir a las masas, de que las órdenes acertadas no se hayan cumplido, de la pasividad que ha existido, está en que el partido comunista es prisionero de las tendencias sectarias y del anarquismo. La dirección del partido no tiene trazada todavía una línea política justa. Las situaciones políticas han sido apreciadas de una manera inexacta. Esa dirección no ha preparado el proletariado para hacer la revolución democrática. El partido se ha encerrado en sí mismo, se ha desentendido de la clase obrera, ha desconocido a los campesinos, se ha separado de las grandes masas. Cuando la República vino al empuje de las grandes masas que se echaron a la calle, el partido lanzó órdenes erróneas e incomprensibles.»

También advertía la Oficina la falta de tentativas serias para crear soviets, comités de fábrica, desarmar a la fuerza pública, armar al proletariado, formar un frente revolucionario único. Especialmente en la organización de los campesinos, el partido comunista se había hecho culpable de pasividad y lentitud. Tampoco el partido comunista había sabido buscar el contacto con la C. N. T., e incluso con la Unión General de Trabajadores. La carta terminaba así: «El partido comunista tiene demasiadas supervivencias anarquistas. No es una organización proletaria, sino un grupo de propagandistas sectarios, débilmente unidos a las masas, sin política clara ni perspectivas precisas. Es una pequeña tertulia de amigos cristalizados en una retorta. Continúa aplicándose el sistema de dirección personal. Las organizaciones regionales llevan una vida lánguida. Esto alcanza ya proporciones inadmisibles. Se trata de hacer una «elite» comunista. Ello denota un espíritu «pequeño burgués», que tiende a la creación del héroe, lo cual no pasa de ser un reflejo del caciquismo,

Los sindicalistas trataban de descomponer la República y de imponer la fuerza de su organización, al margen de la legislación social; los comu­nistas pretendían llegar al Poder a través del soviet, de los comités de fábricas y por el armamento del proletariado. ¿Cuáles eran los propósitos de los socialistas? El día 12 de febrero se hacían públicas las conclusiones del Congreso Nacional de Juventudes socialistas, celebrado en la Casa del Pueblo de Madrid, encaminado «a la formación de un plantel de camaradas bien entrenados en las luchas políticas que puedan prestar gran ayuda al partido en todas sus campañas y reemplazar a los hombres que por ineluc­table ley física vayan desapareciendo». En las conclusiones aprobadas se pedía «que frente a las guerras imperialistas se acentúe la guerra de clase contra clase, dentro de las fronteras, debiendo de realizarse toda clase de propaganda para arrancar del alma de los obreros sus sentimientos «patrioteros». Se pedía la supresión total del presupuesto de Guerra, la retirada de las tropas de Marruecos, la reducción del servicio en filas, la anulación de las deudas de guerra y el desarme total. Las peticiones quinta y sexta se referían a la formación de las milicias socialistas, y decían así: «El Congreso declara que para establecer el Gobierno socialista de una forma sólida y definitiva, se hace imprescindible que el Partido y las Juventudes, así como las entidades sindicales que con nosotros guardan un estrecho nexo de afinidad, formen y adiestren organismos propios que puedan convenirse en cualquier momento en instituciones adaptables al sistema de Gobierno y reemplazar con ventaja a otros organismos políticos creados por el régimen burgués, y que no tienen posible utilización en las normas de un Gobierno socialista. El Congreso afirma que el sostenimiento de un Gobierno socialista ha de basarse en una inteligente y disciplinada agrupación de fuerzas exclusivamente obreras, tanto nacional como internacional, y en la disciplina halle su máxima expresión la posibilidad de gobernar en socialista, para lo cual se hace imprescindible que el partido intervenga activamente cerca de la Internacional Obrera y Socialista, para que acelere el ritmo de los acontecimientos que hagan factible el triunfo internacional y definitivo del socialismo.»

No se trataba, pues, de defender la República, que en resumidas cuentas importaba accidentalmente, sino de sostener el régimen socialista, caso de ser implantado, o si se ofrecía una oportunidad instaurar la dictadura del proletariado.

No puede sorprender que en presencia de un estado de cosas como el reflejado, de constante convulsión social, de desenfreno en las propagandas disolventes, de barrenamiento en los cimientos sociales, de inquietud ante el espantoso porvenir que se preparaba, hubiese quienes pensaran en levantar diques para contener a la riada anárquica. El rumor de un posible movimiento militar surgía espontáneamente, inspirado por el deseo de muchos españoles de ver el fin a una época caótica. A raíz de los sucesos de Castilblanco, el rumor fue más insistente que nunca. Lo motivó la noticia de que el general Sanjurjo se había entrevistado con Lerroux. «Eso es una insidia —dijo el jefe radical a los periodistas—. No he celebrado tal entrevista ni ninguna otra con jefes militares.» También el general la desmintió en unas declaraciones a El Sol (5 de enero). Por su parte, el líder socialista Largo Caballero no creía existiese quien se atreviera a intentar un golpe de Estado como el año 1923, porque hace falta «un traidor en el Poder, un Gobierno cobarde y un país borreguil para soportarlo». Sin embargo, la entrevista se había celebrado. No precisa la fecha Lerroux, pero debió de ser en los primeros días de enero, a juzgar por este dato: Azaña (8 de enero) había anunciado a Sanjurjo su cese como Director General de la Guardia Civil y le ofrecía a cambio la Dirección General de Carabineros. «El general —dice el jefe radical— fue a visitarme a mi casa de San Rafael, me dio cuenta y me pidió consejo. Él se inclinaba a rechazar la Dirección de Carabineros, porque era una compensación que no necesitaba. Yo le aconsejé que la aceptara. Sería una demostración de acatamiento». A esta entrevista había precedido otra, que Lerroux la refiere así:

«Por entonces, se reprodujeron escenas de poco antes de la República, pero cambiando los papeles. El general Sanjurjo, director de la Guardia Civil, preocupado por el estado de cosas, quiso hablar conmigo. Para él la República auténtica la representaba yo. Por mediación de Azpiazu concertamos un almuerzo en un restaurante muy céntrico de Madrid, al que yo invité para que fuese testigo a Martínez Barrio. Almorzamos los cuatro. El general, muy discreto y mesurado, desahogó su corazón, y nos expuso el estado espiritual que se estaba creando en el Ejército, resignado primero a las reformas radicales y súbitas de Azaña, con la esperanza de que a la destrucción siguiese la renovación y la reconstrucción reparadora; pero alarmado, profundamente alarmado, con la extensión que alcanzaba la indisciplina social y la flaqueza que en reprimir los desmanes para atajarla manifestaba el Gobierno. Muy suavemente añadió que tal estado de cosas se atribuía en los medios militares a una intervención excesiva en aquél de los socialistas, y que, aun cuando él no entendía de política, con su opinión coincidían tales y cuales generales y eran las más excitadas tales y cuales guarniciones.,

«La cosa estaba bien clara. Los tres oyentes coincidieron. Nuestra opinión, fui yo el que la expuse, coincidía con la del general en el reconocimiento del estado de cosas, pero nuestro pronóstico difería por el convencimiento de que el mal tendría remedio mediante un cambio político en la gobernación de la República. No hubo otras insinuaciones ni proposiciones de ninguna clase. Para mí aparecía evidente la disposición de ánimo de Sanjurjo, y no creía equivocarme interpretando aquella conversación como un sondeo, primer paso hacia una conspiración.»

«Al día siguiente se lo dije a Ubaldo Azpiazu, que negó con todo género de seguridades fundamento a mi sospecha. De todas suertes, yo le hice confidente de mi estado de conciencia: después de haber conspirado cerca de medio siglo para lograr el triunfo de la República, me había comprometido conmigo mismo a no volver a conspirar mientras ella existiese. Para mí lo fundamental era la República; lo accidental y secundario, el gobernar. Quienquiera que gobernase con arreglo a la Constitución, mientras la conservara, tendría mi acatamiento, hasta mi sumisión. En esto, como en todo por entonces, estábamos de acuerdo Martínez Barrio y yo. Como lo estuvimos en juzgar la acritud de Sanjurjo. Azpiazu me dijo que le había dado cuenta de nuestra conversación.»

De todo ello se deduce que en el mes de enero de 1932, después de los sucesos de Castilblanco, fue cuando el general Sanjurjo, a quien de modo tan notorio se debió la instauración de la República, estaba convencido de la necesidad de modificarla sustancialmente, pues tal como la interpretaban sus administradores era un régimen inaceptable e inadecuado para España. En lo cual coincidía con Lerroux, si bien éste daba a entender que una República inspirada y administrada por él satisfaría a la mayor parte de los españoles. Lerroux, prisionero de su historia revolucionaria, que le obligaba a ser fiel a sus radicalismos, alcanzaba enorme popularidad, fundamentada en su enemistad con los gobernantes, aunque en realidad estos no hacían sino interpretar en tono menor el programa político predicado por Lerroux durante toda su vida. Se alzaba, pues, como una esperanza inútil sobre un pedestal de barro. Más de cuarenta mil personas, muchas de ellas llegadas de provincias, se congregaron en la plaza de toros de Madrid en la mañana del domingo 21 de febrero, para escuchar al jefe radical, confiados en que éste poseía el talismán prodigioso contra los males que aquejaban a España. Palabras de paz para todos los hombres, fue la primera expresión del orador. Y después de asegurar que no sentía odio hacia nadie, pasó a analizar la situación: «La preponderancia socialista alarma al país. Pero cuidado, que esto no es condenación de una doctrina, de una aspiración o de una conducta siquiera.» Muchas y significativas resistencias, emboscadas y desaires llevaba sufridos en silencio, por parte de sus compañeros de conspiración primero y del Gobierno después; pero «su silencio había terminado en el Parlamento y en la calle». Se equivocaban quienes interpretaban sus palabras como una amenaza, o el anuncio de una lucha de partidos para perturbar la vida de la República, o para entablar una competencia de doctrinas. «El partido radical a nadie trata de disputarle un puesto a la izquierda, ni mucho menos a la derecha.» «A quienes se hallan más a la izquierda les deseo como colmo de la fortuna que vean realizado el programa mínimo del partido radical.» «Nosotros queremos mantener con todos los grupos políticos que actúan en la órbita de la República las relaciones más sinceras, más estrechas y más cordiales.» «Aspiro a que, en el porvenir, las relaciones entre el partido socialista —al que la República debe eminentes servicios— y los partidos republicanos, formando Gobierno de concentración, sean siempre cordiales.» ¿Cuál sería el comportamiento de los radicales en el Gobierno? «La Constitución para nosotros, mientras sea ley, tal como está, es sagrada. No nos estorba ningún artículo de la Constitución. Nosotros no haremos bandera de su revisión. Mantenemos la separación de la Iglesia y el Estado. Acordó la Constitución la disolución de una de las Ordenes religiosas. Ya está disuelta. Ya está hecho. Acatarlo y cumplirlo. Pero persecución religiosa, no.» «Mi vida personal y de mi hogar, por ventura, es absolutamente laica. Pero yo digo que los hombres que hemos perdido la fe religiosa no podemos haber perdido la obligación de respetar aquello que en la conciencia de nuestros semejantes tiene un culto, ni podemos tampoco perder el respeto que merecen aquellas instituciones que en el pasado contribuyeron a la obra de progreso espiritual.» Ante la reforma agraria, «el partido radical se interpone entre la ilusión excesiva y la realidad». «La reforma agraria es una cosa en el fondo tan compleja, tan llena de dificultades, que no podrá ser la obra de un Parlamento, ni de tres, ni de una generación, ni de varias..., y no se puede realizar por la ponencia de un Gobierno ni por la ponencia de unas Cortes Constituyentes.» «En los presupuestos se tiende de una manera formularia a la nivelación por un aumento ciego y a voleo.» Respecto al Estatuto de Cataluña, «se adquirió un compromiso en San Sebastián, mediante el cual una región puso al servicio del ideal revolucionario republicano su fuerza. Llegamos al triunfo. ¿Vamos a medir quién puso más o quién puso menos? Lo que debemos hacer es cumplir con nuestros compromisos. Demos a Cataluña toda aquella autonomía que es indispensable para el desenvolvimiento de la libertad individual y colectiva». Lerroux observa que la opinión pública comienza a pensar que si las Cortes Constituyentes prorrogan indefinidamente su misión, «realizan un secuestro de la soberanía nacional y caen en una dictadura parlamentaria». «La opinión pública desea saber cuál es la misión que tienen que realizar definitivamente estas Cortes Constituyentes, necesita saber cuáles son esos proyectos de urgencia que se llaman complementarios de la Constitución. Y necesita también que se le diga por qué el país ha enajenado su soberanía, vinculándola a una sola representación y si son mejores hijos de madre los actuales diputados a Cortes que los que pudieran venir mañana, en unas nuevas elecciones a representar al país.» «El partido radical no siente apresuramiento ni ambición por gobernar.» «Primero queremos que nos levanten el veto los emperadores de los obreros. Y que los representantes del partido socialista se recojan a sus tiendas, para realizar una obra fiscalizadora.» Pese a todo, Lerroux se declaró optimista. «Creo —terminó— que en un porvenir muy próximo tendremos lo que hoy no tenemos: patria, patrimonio y patriotismo.»

Varias veces en el transcurso de su oración el jefe radical fue aplaudido y aclamado frenéticamente. Más de cuatro mil personas desfilaron por su domicilio para felicitarle, y los telegramas de adhesión de oyentes que siguieron su discurso por radio se contaban por millares.

La opinión pública —afirmaba Martínez Barrio— desborda al partido radical. No importaba a muchos las vacilaciones y contradicciones del orador, ni sus titubeos y temores; les bastaba con considerarle como al hombre con mayores probabilidades para sustituir a los que gobernaban. El deseo de cambiar de postura, y de encontrar una República, como decía Grevy, que no asustase a nadie, explicaba aquella ascensión de Lerroux, que el día 27 de febrero alcanzaba su apoteosis en Barcelona. El antiguo emperador del Paralelo recibía en el hotel Ritz el homenaje de la buena sociedad barcelonesa, de smoking ellos y de trajes de noche y enjoyadas las señoras, como para una función de gala en el Liceo. Banqueros, industriales, hombres de negocios se habían congregado en número de mil doscientos para aclamar al jefe radical. Los antiguos lerrouxistas, componentes de la vieja guardia, deslumbrados, medrosos y avergonzados, contemplaban el cuadro fastuoso sin comprender, pues aquel mundo no era el suyo. «Saludo a los amigos nuevos», dijo Lerroux. «Jamás creí que llegaría un día como éste, Y buscando una explicación a lo que le parecía increíble, lo justificó «como fruto de una siembra de muchos años». Predicó respeto para las creencias, «nunca he hecho escarnio de ningún símbolo»; prometió «someter al terrorismo, cuando gobierne», y calificó de «perjudicial la excesiva intervención del socialismo en estos momento.» A las pretensiones de los partidarios del Estatuto sólo oponía como límite la unidad moral superior de España; pero al día siguiente visitó a Maciá, para decirle que si se hiciera cargo del Gobierno la primera cuestión que trataría de resolver sería el problema catalán». Triunfal fue también la visita de Lerroux a Valencia, el 21 de marzo, donde proclamó «que en el naufragio del país él era la tabla de salvación»; pero entre los viajes a Barcelona y Valencia puso un breve paréntesis en Madrid para recibir el homenaje que le tributaron ingenieros, arquitectos, en número de ciento cincuenta y ocho, y otro las juventudes radicales, con motivo de cumplir sesenta y ocho años. «Esta mañana —dijo— he releído un artículo que frecuentemente me presentan como un padrón de ignominia para deducir contradicciones mías. El artículo se titula «Rebeldes, rebeldes». He sentido la satisfacción que si me volviera a nacer un hijo. He sentido el orgullo del que lo ve crecido, educado, identificado con su padre. Sí; allí está mi alma entera. Ése soy yo.» En las siguientes semanas, los homenajes se sucedieron: los médicos y farmacéuticos, los abogados, los representantes de la Banca, el Comercio y la Industria, los escritores y artistas, los catedráticos y profesores veían en Lerroux una estrella con fulgor mesiánico, que se levantaba esplendorosa en el horizonte político de España.

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Pese a las muchas dificultades que se oponían a su propaganda, las derechas continuaban su labor de proselitismo, con gran éxito y entusiasmo de las masas católicas, aun a sabiendas de los riesgos que entrañaba la concurrencia a los actos, pues no faltaban las provocaciones izquierdistas que solían terminar con pedradas, garrotazos, disparos y las consiguientes víctimas. Tal sucedió en Palencia (8 de noviembre), Lugo, (16 de diciembre), Granada (28 de febrero de 1932), Palma de Mallorca (24 de abril), donde Gil Robles se vio obligado a disparar contra sus agresores. La oratoria de los propagandistas era renovadora, no tenía el tono jeremiaco de otros tiempos, sino que vibraba en consonancia con el nerviosismo del momento, no sólo en la polémica con el Gobierno y sus adeptos, sino también para reconvenir a las derechas, exigiéndoles otro modo de pensar y obrar en relación con los problemas sociales, lenguaje no oído hasta entonces, que producía no poca sorpresa y mayores críticas. «El Sindicato —afirmaba Ángel Herrera en Zamora (21 de febrero)— será elemento fundamental de los grupos y de las instituciones públicas futuras. El sindicalismo cristiano español no es comparable con el sindicalismo cristiano de las grandes naciones del continente. ¿Por qué crece raquítica esta planta en nuestro suelo? «Las ideas que circulan en una gran masa de nuestros amigos son, más que ideas verdaderas, prejuicios completamente incompatibles con la doctrina corriente en el mundo, entre los autores de la sociología cristiana. Urge en la derecha modificar tal estado de opinión por todos los medios. El programa está enunciado con una sola frase por los grandes Pontífices León XIII y Pío X: la redención del proletariado.» «Los puntos fundamentales de este programa serán: el reconocimiento efectivo del derecho al trabajo, la instauración de un régimen político y económico que haga posible el pagar jornales mínimos familiares, los seguros sociales, la ascensión de los trabajadores del campo a pequeños propietarios, la elevación de todos los trabajadores de la industria, técnicos y manuales, dentro de las empresas, con el propósito de irlos aproximando cada día a la posición jurídica que hoy tiene dentro de ella la representación del capital; el Sindicato, instrumento, no de lucha, sino de conciliación social; la corporación obligatoria, fórmula de la profesión organizada, y una de las instituciones fundamentales del Estado futuro.»

Ante 20.000 personas congregadas en la plaza de toros de Sevilla (21 de febrero), Gil Robles pronunciaba anatemas como éste: «Las clases conservadoras han sido cómplices con su egoísmo de cuanto ha sucedido. Han pasado el tiempo calentándose al sol de la prosperidad, sin pensar que otros hermanos suyos en Cristo pasaban hambre y padecían abandono... Queremos justicia para los de arriba y para los de abajo. No admitimos la tiranía del Sindicato basada en el número, pero tampoco podemos admitir la tiranía del poderoso, basada en sus millones, que si son suyos, son también de la colectividad.»

El aliento de la revolución se percibía hasta en la oratoria de sus enemigos.

 

CAPÍTULO XI.

DISOLUCIÓN POR DECRETO DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS