CAPÍTULO
VIII
.
LAS
CORTES DECLARAN AL REY CULPABLE DE ALTA TRAICIÓN
Ausentes del
Parlamento las minorías más hostiles al Gobierno, se simplificó mucho la
discusión constitucional. El día 15 de octubre se puso a debate el Capítulo II
de la Constitución, que abarcaba: Familia, Economía y Cultura. Uno de sus
artículos, el 43, determinaba: «La familia está bajo la salvaguardia especial
del Estado. El matrimonio se funda en la igualdad de derechos para ambos sexos,
y podrá disolverse por mutuo disenso o a petición de cualquiera de los
cónyuges, con alegación en este caso de justa causa.»
Decía
también: «Los padres tienen para con los hijos habidos fuera de matrimonio los
mismos deberes que respecto de los nacidos en él. Las leyes civiles regularán
la investigación de la paternidad. No podrá consignarse declaración alguna
sobre la legitimidad o ilegitimidad de los nacidos ni sobre el estado civil de
los padres en las actas de inscripción ni en filiación alguna. El Estado
prestará asistencia a los enfermos y ancianos, y protección a la maternidad y a
la infancia, haciendo suya la «declaración de Ginebra» o Tabla de los derechos
del niño.
Jiménez de
Asúa achacaba a cansancio y agotamiento de los diputados el triunfo de
enmiendas de tan ridícula factura como la que elevó a precepto constitucional
la llamada «Tabla de derechos del niño». En torno al tema del divorcio se
entabló amplia discusión, y no porque se hiciesen objeciones a su implantación,
sino por todo lo contrario: por la pugna entablada entre ciertos diputados
sobre la adopción de mejores procedimientos para disolver los matrimonios.
Ossorio y Gallardo advirtió que un artículo de tal naturaleza no debía de
figurar incorporado a la Constitución, pues «el divorcio reduce el matrimonio
al más deleznable de los contratos». Coincidían con su opinión Alcalá Zamora,
Alba, Maura y Royo Villanova. Entendía éste que tal artículo no hacía falta en
la Constitución, por tener su lugar propio en el Código civil. Pero nadie le
hizo caso. Se centró el debate sobre una enmienda de la minoría socialista,
defendida por Sanchís Banús, por la cual se determinaba que la simple voluntad
de la mujer bastara para acordar la disolución, y aunque Basilio Álvarez dijo
que tal propuesta convertía en ley el histerismo, se aprobó, con la
rectificación de que la voluntad de cualquiera de los cónyuges bastaba para
disolver la unión. El presidente de la Comisión, Jiménez de Asúa, se lamentaba
del pobre paliativo que significaba el divorcio «para resolver el gran problema
de la coyunda», pues la crisis del matrimonio era tan patente, que en
Norteamérica, Inglaterra y Alemania «se proponen fórmulas como los matrimonios
condicionales o de compañeros, que significan el último esfuerzo de una
institución que no se resigna a desaparecer, y Rusia, en su Código de la
Familia, consagra ya en toda su amplitud la teoría socialista de las uniones
libres». En favor del amor libre y de la unión «no forzada legalmente» abogaba
Lluhí, diputado de la Esquerra, y el presidente de la comisión le replicó «que
la libertad de amar era tan compatible con la monogamia y con la continuidad
del afecto como puede serlo el matrimonio más santo, y a eso es a lo que se
refiere el Código de la Familia de la Rusia soviética de 1926, que niega en
puridad el matrimonio y proclama la libertad de amar».
Que se
incluyese en el artículo en cuestión como obligatorio el certificado médico
prematrimonial, pedía el doctor Juarros, y la comisión lo rechazó por
considerar excesiva exigencia. Otro diputado, el socialista Martín de Antonio,
reclamó «que el Estado aceptara, en orden a la maternidad, el principio de su
interrupción científica por razones de orden social y económica que
determinasen una ley». Pero al examinar el derecho al aborto y a su
posibilidad, por motivo social, Jiménez de Asúa apeló como suprema
jurisprudencia al texto soviético, y dijo: «Muchos que profesamos sinceramente
la doctrina que en Rusia se practica, exigimos para ello que se viva en estado
socialista; en este caso, como cuando se defendió la libertad de amar, se exige
que no haya régimen capitalista. Tanto esta libertad del aborto, como el libre
amor, serían peligrosos, como lo son la mayor parte de las instituciones que
exigen estrictamente un proceso socialista en el país y se injertan en el
régimen burgués porque, en definitiva, resultan en favor de las clases
dominantes. Por razón de oportunidad en este instante, no aceptamos el derecho
al aborto en la forma que aquí se ha propuesto. Todo lo que se puede hacer en
esta materia es que las penalidades sean más bajas.»
La parte del
artículo concerniente a la investigación de la paternidad y a identidad de
deberes por parte de los padres para con los hijos legítimos o ilegítimos no
encontró grave oposición ni reparos, pese a que con ellos se establecía de
derecho un nuevo régimen familiar en pugna con el Código y con toda la
regulación del Registro civil.
Y a este
punto llegaba la elaboración constitucional, cuando el día 20 de octubre el
presidente del Gobierno sorprendía a la Cámara con un proyecto de ley llamado
de Defensa de la República, con el dictamen favorable de la Comisión
permanente, y presentado para su discusión con carácter urgente.
La primera
vez que se habló de la Ley de Defensa de la República fue en el Consejo de
Ministros del 23 de julio, a propuesta de Maura. Sería copia de una ley alemana
del mismo nombre. Algunos ministros acogieron el proyecto con mucha reserva y
Prieto se manifestó opuesto. Maura razonaba que la ley era indispensable, para
robustecer la autoridad, en un momento en me había que enfrentarse con una
agitación subversiva creciente. Ataña escribe en su Diario con fecha 23 de
octubre que por la noche estuvo acompañado de Martin Guzmán y Rivas Cherif en
Gobernación con el ministro y el subsecretario hasta después de las dos de la
madrugada, dedicado a hacer el borrador «de un proyecto de ley que se ha dado
en llamar de Defensa de la República». Por la tarde de este día Azaña leyó el
proyecto al Consejo de Ministros. «Todos los ministros presentes (Marcelino
Domingo no asistió) lo aprobaron, menos Prieto. Dijo que le parecía mal y
reservaba su voto. Entonces se produjo un incidente bastante duro, aunque sin
ruido, entre Prieto y Largo. Decía Largo con enojo que habiéndose acordado en
el Consejo anterior, por unanimidad, hacer esta ley, no comprendía cómo ahora
podía votarse contra ella. A esto replicaba Prieto que no se le podía exigir de
antemano la conformidad con un texto desconocido. La discusión se prolongó
mucho y la resistencia de Prieto parecía invencible. Temí que el texto
fracasara, poniéndome en ridículo... En el Consejo estuvimos hablando del
asunto cerca de una hora. Se fue formando por influencia de Prieto la opinión
de que difícilmente se aprobaría en las Cortes. Yo tenía la intuición de que no
sería así… No recuerdo quién propuso que el proyecto fuese firmado por todos
los ministros y se aceptó».
Sorprendió a
la mayoría de los diputados, como queda dicho, tanto la presentación de una ley
de espíritu y texto tan represivos como el apremio con que el Gobierno exigía
su aprobación. Estimaban los diputados juristas que la mencionada ley
significaba la negación de la Constitución, y desde luego era incompatible con
ella. Resultaba, además, en extremo paradójico, según Ossorio y Gallardo, que
se hubiese organizado todo un Código fundamental tan inservible para defender a
le República. Su aprobación implicaría también, a juicio de Royo Villanova, un
nuevo régimen de Prensa, caracterizado por la extraordinaria facilidad que se
concedía para suspender periódicos. En nombre de los federales, Franchy anunció
que su minoría votaría en contra; más a la izquierda, el diputado Jiménez hizo
notar «que nada de lo establecido en la Constitución podría regir hasta le
disolución de las Cortes Constituyentes», mientras Balbontín afirmaba que la
nueva ley «escarnecía los derechos del hombre». Este proyecto, copia casi
literal de la ley alemana, según Santiago Alba, «era muchísimo más grave que
aquel famoso llamado del terrorismo, que trajo en una ocasión inolvidable a
esta Casa don Antonio Maura, que produjo un movimiento unánime de protestas y
que determinó que todas las izquierdas españolas, republicanas y monárquicas,
formando un bloque, recorriésemos España y diéramos en el suelo con el intento
y la situación».
A todos los
objetores de la flamante ley contestó Azaña con palabras «moderadas y serena»,
como si el proyecto fuese una cosa sencilla e inocente. «Seis o siete meses de
gobierno dijo— nos han hecho comprender que, actualmente, en las circunstancias
por que atraviesa el país, no tiene este Ministerio, ni otro alguno, los medios
legales bastantes para defenderse de los pequeños enemigos, de las
conjuraciones y del ambiente adverso a la República que puede irse formando y
que, acaso, se vaya formando, precisamente a causa de esta indefensión.» «Este
proyecto — agregó— no tiene quizá más que un defecto, que es el haber tardado
seis meses en nacer. Esta ley no la necesita este Gobierno; quien la necesita
es la República.» ¿Desde dónde acechaban los enemigos? Azaña respondía: «En esa
inmensa cantidad de organismos repartidos por toda España, más lentos en su
proceder y más fríos en su adhesión cuanto más baja es la jerarquía, cuanto más
alejados están de la inspección inmediata del poder central, del ministro, del
director: organismos que son, precisamente, con los que tienen más constante
relación la mayoría de los ciudadanos, y que hacen cundir en éstos el
desaliento y dan el funesto ejemplo de desafección hacia la institución
republicana. ¿Es que podemos olvidar —preguntaba— que al cabo de siete meses de
régimen nos encontramos todavía con que en una inmensa cantidad de pueblos y
aldeas la República no ha penetrado?» Y más adelante proseguía: «Existen
elementos que quieren llevar a la conciencia del país el convencimiento de que
República y anarquía, República y desorden social, son sinónimos; de que la
República no tiene medios de desenvolverse pacífica, legalmente, dentro de la
sociedad española, y esta ley tiene, en primer lugar, la ventaja de hacer
creer y hacer saber al país que es posible una República con autoridad y con
paz y con orden público.»
La verdadera
prensa no tenía por qué sentir temor ante la ley de Defensa de la República,
decía Azaña en réplica a observaciones de Royo Villanova. Vamos, especificaba,
«contra esos reptiles que circulan por la sombra, sembrando el descrédito o la
burla o las malas pasiones». Entendía el jefe del Gobierno que las penas establecidas
en el texto del proyecto «no podían ser más benignas ni más suaves». En
definitiva, el proyecto significaba la declaración paladina ante el país de que
el Gobierno recababa del Parlamento autorización eficaz y solemne para
defender la República y mantener la seguridad y orden en España.
La ley
obtuvo la mayoría necesaria de sufragios, pues como había previsto Azaña, los
grupos parlamentarios representados en el Gobierno formaron el cuadro para
defenderla, incluidos los socialistas. Pero dentro y fuera de España se la
enjuició sobre todo por su valor sintomático: la ley de Defensa demostraba que
la República no era un terreno de convivencia para todos los españoles. Por
otra parte, el jefe del Gobierno denunciaba, al decir que la ley era
indispensable para gobernar, la existencia de una oposición viva y extensa que
negaba la tan ponderada unanimidad republicana del pueblo español ante el
régimen «que el mismo se había dado». La República necesitaba para mantenerse
en pie del que Miguel de Unamuno llamaba «aparato ortopédico». Ley incompatible
con la parte dogmática de la Constitución y negación de la misma. De donde
resultaba que los progenitores de la República, imponían al país, a los seis
meses de Gobierno, la obligación de vivir indefinidamente en régimen de
excepción.
El texto íntegro de la Ley, tal como apareció en la Gaceta de Madrid del día 22 de octubre y se rectificó en la del 28, es el siguiente:
Articulo I.º Son actos de agresión a la República y quedan sometidos a la presente Ley:
I. La incitación a resistir o a desobedecer las leyes o las disposiciones legítimas de la Autoridad. –
II. La incitación a la indisciplina o al antagonismo entre Institutos armados, o entre éstos y los organismos civiles. –
III. La difusión de noticias que puedan quebrantar el crédito o perturbar la paz o el orden público. –
IV. La comisión de actos de violencia contra personas, cosas o propiedades, por motivos religiosos, políticos o sociales, o la incitación a comentarlos. –
V. Toda acción o expresión que redunde en menosprecio de las Instituciones y organismos del Estado. –
VI. La apología del régimen monárquico o de las personas en que se pretenda vincular su representación y el uso de emblemas, insignias o distintivos alusivos a uno u otras. –
VII. La tenencia ilícita de os de armas fuego o de sustancias explosivas prohibidas. –
VIII. La suspensión o cesación de industrias o labores de cualquier clase, sin justificación bastante. –
IX. Las huelgas no anunciadas con ocho días de anticipación, si no tienen otro plazo marcado en la ley especial, las declaradas por motivos que no relacionen con las condiciones de trabajo y las que no se sometan a un procedimiento de arbitraje o conciliación. –
X. La alteración injustificada del precio de las cosas. –
XI. La falta de celo y la negligencia de los funcionarios públicos en el desempeño de sus servicios.
Artículo 2.º Podrán ser confinados o extrañados, por un periodo no superior al de vigencia de esta Ley, o multados hasta la cuantía máxima de 10.000 pesetas, ocupándose o suspendiéndose, según los casos, los medios que hayan utilizado para su realización: a) los autores materiales o los inductores de hechos comprendidos en los números I al X del artículo anterior. Los autores de hechos comprendidos en el número XI serán suspendidos o separados de su cargo o postergados en sus respectivos escalafones. Cuando se impongan alguna de las sanciones previstas en esta Ley a una persona individual, podrá el interesado reclamar contra ella ante el señor ministro de la Gobernación el plazo de veinticuatro horas. Cuando se trate de la sanción impuesta a una persona colectiva, podrá reclamar contra la misma. ante el Consejo de ministros en el plazo de cinco días. b) Alúdese a la suspensión de publicaciones periódicas.
Artículo 3.º I. Para suspender las reuniones o manifestaciones públicas de carácter político, religioso o social, cuando por las circunstancias de su convocatoria sea presumible que su celebración pueda perturbar la paz pública. – II. Para clausurar los Centros o Asociaciones que se considere incitan a la realización de actos comprendidos en el artículo I.º de esta Ley. – III. Para intervenir la contabilidad e investigar el origen y distribución de los fondos de cualquier entidad de las definidas en la ley de asociaciones; y IV. Para decretar la incautación de toda clase de armas o sustancias explosivas, aun de las tenidas lícitamente.
Articulo 4.º Queda encomendada al ministro de la Gobernación la aplicación de la presente Ley. Para aplicarla, el Gobierno podrá nombrar Delegados especiales, cuya jurisdicción alcance a dos o más provincias. Si al disolverse las Cortes Constituyentes no hubiesen acordado ratificar esta Ley, se entenderá que queda derogada.
Articulo 5.º Las medidas gubernativas reguladas en los precedentes artículos no serán obstáculos para la aplicación de las sanciones establecidas en las Leyes penales.
Articulo 6.º Esta Ley empezará a regir al día siguiente de su publicación en la Gaceta de Madrid.
Se reanudó
la discusión del proyecto constitucional con los artículos 46 y 47; el primero
definía el trabajo como obligación social protegida por las leyes, fijaba el
compromiso de la República «de asegurar a todo trabajador las condiciones
necesarias de una existencia digna»; seguros de enfermedad, accidentes, paro,
vejez, invalidez, muerte, salarios mínimo y familiar, vacaciones anuales, etc.
Por el artículo 47 la República se comprometía también a proteger al campesino
y a los pescadores.
Comenzaron a
discutirse (23 de octubre) los artículos 48 y siguientes, relacionados con el
problema de la enseñanza. Las enmiendas aceptadas eran de los socialistas que
acentuaban con radicalismos el precepto constitucional. Declaraba el artículo:
«El servicio de la cultura es atribución esencial del Estado, y lo prestará
mediante instituciones educativas enlazadas por el sistema de la escuela
unificada», traducción por escuela única, y que significaba el monopolio de la
enseñanza por el Estado. «La enseñanza será laica, hará del trabajo el eje de
su actividad metódica y se inspirará en ideales de solidaridad humana.» A las
Iglesias se les reconocía en el mismo artículo «el derecho sujeto a inspección
del Estado, de enseñar sus respectivas doctrinas en sus propios
establecimientos». El artículo 50 trataba de la enseñanza en las regiones
autónomas.
En el acto
se entabló enconado debate a propósito de la lengua. La minoría catalana, más
que en la defensa de las prerrogativas del catalán, se distinguía por su
obstinación en cerrar el paso al castellano. Inútilmente trataron, mediante
enmiendas, los agrarios, Miguel de Unamuno, los socialistas y Sánchez Albornoz,
de buscar la avenencia con los adversarios del castellano como idioma oficial
de la República. No prosperaron los esfuerzos para que el derecho del Estado a
mantener o crear instituciones docentes fuese imperativo y no condicional. Ni
transigieron los irreductibles con la propuesta de Unamuno y otros firmantes
para que se reconociere obligatorio «el estudio de la lengua castellana, como
instrumento de enseñanza en todos los centros de España». Se impuso el criterio
de los catalanistas, secundados por quienes trataban de conmover, con lindos
tropos, como el de que «resultaba preferible hacer españolismo en catalán a
hacer catalanismo en español» Las regiones autónomas —se decía en el expresado
artículo— «podrán, organizar la enseñanza en sus lenguas respectivas, de
acuerdo con las facultades que se conceden en sus Estatutos. Es obligatorio el
estudio de la lengua castellana, y «ésta se usará también como instrumento de
enseñanza en todos los centros de instrucción primaria y secundaria de las
regiones autónoma.» El Estado «podrá mantener o crear en ellas instituciones
docentes de todos los grados en el idioma oficial de la República.»
En una
tarde, y apenas sin discusión, se aprobaron los dieciséis artículos del título
IV, referentes a las Cortes, muy representativos del carácter parlamentario de
la Constitución. El artículo 51 establecía: «La potestad legislativa reside en
el pueblo, que la ejerce por medio de las Cortes o Congreso de los Diputados.»
Preconizaba esto el régimen unicameral, y contra él se manifestaron diputados
de las minorías radicales, progresistas e independientes. Alcalá Zamora
concedía al problema tanta importancia, que a su entender «con él se jugaba el
porvenir de la República.» A los argumentos doctrinales añadía los hechos
acreditados por la experiencia remota y reciente de otros países.» «La Cámara
única —decía Alcalá Zamora—, por lo mismo que legisla o puede legislar, si no
es perezosa, con lamentable facilidad, promulga muchas leyes en que desborda su
tendencia, provocando la reacción del país, lo que hemos dado en llamar el
bandazo alternativo de la opinión pública española.» «Con la Cámara única es
punto menos que imposible formar mayoría flexible, elástica, cambiable, que,
ante nuevas necesidades, se adapte para atenderlas... No se quiere convivir, se
aspira a dominar, a la revancha, si se padeció ya la oposición; a excesos
precautorios para no verse en ésta, y a mantener la ilusión sobre la
perpetuidad del mando.» Otro artículo, el 62, restauraba la Diputación
Permanente de las Cortes, copiada de la Constitución de 1812, con mayores
facultades que la de antaño, que resurgía, no precisamente, opinaba Alcalá
Zamora, «porque se quisiera en nada consultar o atender los antecedentes de
vida española, y sí como un medio más de asegurarse la omnipotencia
parlamentaria». En virtud del artículo 66 se admitía el «referéndum», pero se
excluían de este recurso la Constitución y las leyes complementarias de la
misma, los Estatutos y las leyes tributarias. Aclárese — pedía el diputado
Barriobero— que el «referéndum» «podrá ser aplicado a todo menos el artículo 26
de la Constitución». Hasta ese extremo desconfiaban de la solidez de su propia
obra. El miedo de José Ortega y Gasset ante el abuso de plebiscitos procedía de
otro cuadrante: lo inspiraba el temor «a sentir sobre las losas de mármol las
sandalias del César que llega».
En el título
V, compuesto de diecinueve artículos, concernientes a Presidencia de la
República, las discrepancias de las minorías contrarias a lo propuesto en el
proyecto parlamentario apenas fueron tenidas en cuenta. El presidente de la
República, preceptuaba el artículo 67, es el jefe del Estado y personifica a la
Nación. Será elegido (artículo 68) conjuntamente por las Cortes y un número de compromisarios
igual al de diputados. Los compromisarios serán elegidos por sufragio
universal. El mandato del presidente (artículo 71) durará seis años. Otros
artículos se referían a las atribuciones del presidente y a su sustitución en
caso de impedimento temporal o ausencia. El artículo 81 declaraba: «El
presidente de la República podrá convocar el Congreso con carácter
extraordinario siempre que lo estime oportuno. Podrá suspender las sesiones
ordinarias del Congreso en cada legislatura sólo por un mes en el primer
período y por quince días en el segundo, siempre que no deje de cumplirse la
preceptuado en el artículo 58. (El artículo 58 decía: Las Cortes se reunirán sin necesidad de convocatoria el primer día hábil de los meses de febrero y octubre de cada año y funcionarán por lo menos, durante tres meses en el primer período y dos en el segundo.) El presidente podrá disolver las Cortes hasta
dos veces, como máximo, durante su mandato cuando lo estime necesario, sujetándose
a las siguientes condiciones: a) Por decreto motivado. b) Acompañando al
decreto de disolución la convocatoria de las nuevas elecciones para el plazo
máximo de sesenta días. En el caso de segunda disolución, el primer acto de las
nuevas Cortes será examinar y resolver sobre la necesidad del decreto de
disolución de las anteriores. El voto desfavorable de la mayoría absoluta de
las Cortes llevará aneja la destitución del presidente.,
El artículo
siguiente era complementario del anterior: «El presidente podrá ser destituido
antes de que expire su mandato. La iniciativa de destitución se tomará a
propuesta de las tres quintas partes de los miembros que compongan el Congreso,
y desde este instante el presidente no podrá ejercer sus funciones. En el plazo
de ocho días se convocará la elección de compromisarios en la forma prevenida
para la elección de presidente. Los compromisarios, reunidos con las Cortes,
decidirán por mayoría absoluta sobre la propuesta de éstas. Si la Asamblea vota
contra la destitución, quedará disuelto el Congreso. En caso contrario, esta
misma Asamblea elegirá nuevo presidente.»
Las minorías
radical y progresista, ésta por la voz de Alcalá Zamora, hicieron notar que por
temor a los abusos del presidente se incurría en el riesgo de convertir el
Parlamento en Convención, en el caso de que un presidente disolviera dos veces.
Pero este peligro no alarmó a la mayoría.
En la
primera decena de noviembre se aprobaron los ocho artículos del título VI,
algunos copia literal de la Constitución de Weimar, referentes a Gobierno,
nombramiento de ministros, atribuciones del Consejo de ministros,
responsabilidad en el orden civil y criminal, órganos asesores. El título VII,
concerniente a la administración de justicia, comprendía en sus artículos la
independencia de los Tribunales, elección del presidente del Tribunal Supremo,
participación del pueblo en la administración de justicia mediante la
institución del Jurado, gratuidad de la Justicia, indultos, responsabilidades
de los funcionarios judiciales y del Estado e inconstitucionalidad de las
leyes. El artículo 102 disponía: «Las amnistías sólo podrán ser acordadas por
el Parlamento. No se concederán indultos generales.» La supresión de los
indultos generales encrespó a ciertos diputados de extrema izquierda, en cuya
memoria vibraba todavía el recuerdo de las grandes campañas de agitación
promovidas a cuenta de estas demandas. El presidente de la Comisión, Jiménez de
Asúa, adujo las razones que tenían los socialistas para sustentar ese criterio.
Hemos traído la República, explicaba, con la esperanza de que todo «desde la
raíz al copete ha de mudarse en España». «Todo lo que no sea injertar la
democracia en la técnica, será poner en trance de perecer a la democracia. En
materia penal hay que cambiarlo todo. Los indultos no son precisos. El indulto
general no es más que el viejo recuerdo de un poder monárquico que en sus manos
tenía sacar de las cárceles a las gentes o mandarlas a ellas cuando, por
razones políticas, le molestaban. El indulto general no tiene defensa posible,
porque o es la impunidad o es el jubileo de los delitos. Esto lo hemos visto
bien palpable y marcadamente con ocasión del último indulto que con espíritu de
máxima generosidad dio el Gobierno hace poco, y ha resultado que de aquellos
miles de hombres que salieron de las cárceles casi todos han vuelto a ingresar
en ellas. Otra vez están en la cárcel los mismos que la República soltó. Con el
Código penal, que reforma el de 1870, al rebajarse las penas, automáticamente
se pondrá en libertad a aquellos sujetos que ya han cumplido las que nuevamente
se fijan: así, el propio Código penal es el que da margen a una gran
generosidad nueva.» La Cámara, convencida, votó en pro de la supresión de los
indultos generales.
El título
VIII —Hacienda pública— comenzó a discutirse el 21 de noviembre. Se componía de
catorce artículos. Crisol (20 de noviembre), lo calificaba de «largo y
frondoso», redactado con «un afán detallista impropio de una ley fundamental».
El artículo 108 prohibía a las Cortes «presentar enmiendas sobre aumento de
créditos a ningún artículo ni capítulo del proyecto de Presupuesto, a no ser
con la firma de la décima parte de sus miembros, Su aprobación exigirá, decía, voto
favorable de la mayoría absoluta del Congreso».
En una sola
jornada (26 de diciembre), quedaban aprobados los cinco artículos del título
IX: Garantías y reformas de la Constitución. El artículo 121 instituía con
jurisdicción en todo el territorio de la República un Tribunal, «nuevo en la
legislación española, denominado Tribunal de Garantías Constitucionales».
Copiado de otros similares de Francia, Alemania y Austria, se le facultaba
para resolver cuestiones del mayor interés, tanto en el orden jurisdiccional
como en el político: recursos de inconstitucionalidad de las leyes, de amparo
de garantías individuales cuando hubiese sido ineficaz la reclamación ante
otras autoridades, conflictos de competencia legislativa y cuantos surgieran
entre el Estado y las regiones autónomas y los de éstas entre sí; examen y
aprobación de los poderes de los compromisarios, que juntamente con las Cortes
eligen al presidente de la República; responsabilidad criminal del jefe del
Estado, del presidente del Consejo y de los ministros; responsabilidad criminal
del presidente y los magistrados del Tribunal Supremo y del fiscal de la
República.» El artículo 125, último de la Constitución, regulaba la reforma de
la misma «a propuesta del Gobierno o de la cuarta parte de los miembros del Parlamento».
«Acordada la necesidad de la reforma, quedará automáticamente disuelto el
Congreso y será convocada nueva elección para dentro del término de sesenta
días.»
Como flecos
de la Constitución fueron votadas dos leyes transitorias. En virtud de una de
ellas, el primer presidente de la República sería elegido en votación secreta,
y para su proclamación debería obtener la mayoría absoluta de los diputados en
el ejercicio del cargo. La segunda determinaba que la Comisión de
Responsabilidades tendría carácter constitucional, transitorio hasta concluir
la misión que le había sido encomendada; y la ley de Defensa de la República
conservaría su vigencia mientras subsistieran las Cortes Constituyentes, si
antes éstas no la derogaban expresamente.
El 27 de
noviembre quedó aprobado el dictamen constitucional, en cuyo examen y discusión
se habían consumido cincuenta y siete sesiones. Frente a la táctica de Alcalá
Zamora, de participación asidua en la discusión de cada artículo, mientras fue
presidente del Gobierno, el comportamiento de Azaña se caracterizó por una
abstención sistemática. «Desde aquel momento hasta la terminación del debate
constitucional — apunta Alcalá Zamora—, el presidente del Gobierno ha dejado en
el Diario de Sesiones la huella de cinco líneas y media, que ocupan las
palabras pronunciadas en la sesión del 3 de diciembre».
* * *
La
Constitución no había sido discutida ni negociada, sino impuesta por la fuerza
de una mayoría sectaria, más atenta a las consignas de los partidos que a los
dictados de la conveniencia nacional. La oposición de los diputados católicos
no logró impedir ningún atropello, «ni influyó en la esencia de las leyes, ni
acertó a desviar al Gobierno de su política persecutoria», reconoce Gil Robles.
No fue estimada su colaboración ni aceptado su consejo. El proyecto elaborado,
como se ha dicho, en su parte principal por los socialistas, conservó el
espíritu de sus inspiradores, al cristalizar en leyes fundamentales. Las
sesiones de Cortes tuvieron carácter de disputa agria y mitinesca más que de
discusión serena y razonable como lo exigía la transcendencia de los temas
examinados. El desenlace fue la ruptura, ausentándose de la Cámara los
diputados que se sentían agraviados en sus sentimientos y en sus derechos.
Algunos
juicios de personajes sobresalientes que colaboraron en el estudio del Código
de los derechos ciudadanos, corroboran que la Constitución como consecuencia de
los múltiples errores de quienes la concibieron, resultó un engendro que
llevaba los virus de la guerra civil y hacía imposible la convivencia de los
españoles.
Para
Salvador de Madariaga, «la mayoría de los diputados carecían de experiencia
parlamentaria, y un número no pequeño de entre ellos eran hombres de espíritu
doctrinario y dogmático». «Esta circunstancia fue un verdadero infortunio para
la República, pues llevó a las Cortes a poner en pie una Constitución que no
era viable.» Los tres defectos capitales de la Constitución eran: «La flojera
del ejecutivo, la falta del Senado y la separación de la Iglesia y del Estado.»
En sus medidas constitucionales para con la Iglesia cometió la República
algunas de sus faltas más garrafales. «Si hubiese tenido la sabiduría de
atenerse al Concordato vigente, habría heredado los excepcionales privilegios
de que gozaba el Estado español, conquistados sobre el Vaticano en el curso de
los siglos por unos monarcas que, si bien devotos hasta el fanatismo, no habían
sido nunca clericales. Pero las Cortes estaban comprometidas a la separación
por las prédicas de sus partidos, y dieron al mundo el espectáculo de un Estado
que se despoja de sus más valiosos privilegios en el momento en que más los
necesitaba.»
Al comentar
Lerroux las vaguedades y el confusionismo a que se prestan muchos artículos de
la Constitución, achaca a ignorancia de los diputados tan graves defectos.
«Apartados por hastío —escribe— los espíritus más elevados, quedó la plebe
—dice esto olvidándose, sin duda, que en ella figuraban sus propios diputados—,
con más instinto demagógico que democrático, pretendiendo intervenir
directamente en todas las cuestiones de Gobierno, a pesar de su incapacidad
enciclopédica.» Ello explica «el estilo y la tónica de una Constitución
inspirada en la desconfianza de los poderes que necesariamente han de formar la
arquitectura de la República para tenerlos sometidos al del Parlamento». «A
poco que se fije la atención se advertirá cómo se ha procurado subordinar el
poder ejecutivo, el judicial y el presidencial a las Cortes. Y no por justo
derecho democrático de ejercer una acción fiscalizadora, sino por mero afán de
dominación despótica...» «Y así crean una presidencia de la República mezquina,
encanijada, sin libertad moral, sin independencia política, sin poder de
iniciativa, sin eficacia y, por consiguiente, sin autoridad ni prestigio. El
equilibrio de los diversos poderes es una cosa; pero la menos fecunda de las
subordinaciones es la que somete la autoridad del jefe del Estado, de los
hombres de acción y pensamiento representados por el judicial, a la muchedumbre
gregaria de elegidos por un sufragio inorgánico y defectuoso, en un sistema
electoral prostituido, para llegar a componer una Asamblea parlamentaria en la
que, a poco, los que piensan no hablan, y los que hablan no piensan,
confabulación, en fin, de partidos artificiales sin arraigo ni consistencia en
la opinión, oligarquías que ejercen la más infecunda, irresponsable y odiosa de
las dictaduras.»
Para Alcalá
Zamora las Cortes Constituyentes «adolecían de un grave defecto, el mayor sin
duda para una Asamblea representativa: que no lo eran, como cabal ni aproximada
coincidencia de la estable, verdadera y permanente opinión española». Culpaba
de ello a las derechas, «por no haber participado de una manera activa en la
contienda electoral, incorporadas plenamente al régimen», pretensión de todo
punto imposible, porque los republicanos ni las admitían en su coto, ni
consintieron propaganda ni libertad de acción, repudiándolas por enemigas del
régimen. Alcalá Zamora reconoce que en las Cortes Constituyentes «predominaron
dos tendencias, ambas envejecidas en el mundo». Una, la federalista, que la
considera casi extinguida, y otra, «copiada manifiestamente de Francia, donde
ya había doblado el cabo de las Tormentas, convirtiéndole en el de Buena
Esperanza, fue el anticlericalismo rabioso, el laicismo intransigente».
«Parecía que, cual si fueran manuscritos preciosos y textos infalibles, se
habían adquirido, y se leían, colecciones de La Lanterne, y algunos, para
evitarse la molestia de traducir, nutrían su ideología y cultura en los
ejemplares de El Motín, o en los de El Cencerro, en Fray Liberto, y algo más,
mucho más peligroso: se copió de Méjico el encono en la lucha religiosa, el
deseo de convertirla en guerra civil crónica, encarnizada, de exterminio de
aquel sentimiento... y, en definitiva, de no cambiarse el rumbo del país
mismo».
No acaban
aquí los ataques del que fue Presidente del Gobierno Provisional a la
Constitución. Esta se dictó, o se planeó, de espaldas a la realidad nacional.
«Se procuró legislar obedeciendo a teorías, sentimientos o intereses de
partidos, sin pensar en esa realidad de convivencia patria, sin cuidarse apenas
de que se legislaba para España, o como si la Constitución fuese a regir en
otro país.»
Y no fueron
solas las causas expuestas las que desnaturalizaron la Constitución, sino que
entró por mucho, a juicio de Alcalá Zamora, «el espíritu sectario de una fuerza
parlamentaria pasajera, y no representativa de la voluntad española, que logró
imponerse y tararear el «trágala» mortificante, agresivo e injurioso». «Han
hecho de la República, más que una sociedad abierta a la adhesión de todos los
españoles, una sociedad estrecha, con número limitado de accionistas y hasta
con bonos de privilegio de fundador.» «Se hizo una Constitución que invita a la
guerra civil, desde lo dogmático —en que impera la pasión sobre la serenidad
justiciera— a lo orgánico, en que la improvisación, el equilibrio inestable
sustituyen a la experiencia y a la construcción sólida de los poderes.» «No en
vano en alguna discusión famosa, durante el debate constitucional, en nombre
del partido que, como ya recordé, pesó más dañosamente para los rumbos de la
política, se entonó lírico canto, invocando, provocando a la guerra civil.»
Añadamos a
los anteriores el juicio de José Ortega y Gasset, sucinto, pero muy expresivo:
«Constitución lamentable, sin pies ni cabeza, ni el resto de materia orgánica
que suele haber entre los pies y la cabeza.» Y el de Miguel de Unamuno: «No hay
modo de darse cuenta de lo que puede llegar a ser una Constitución urdida o
tramada, no por choque y entrecruce de doctrinas diversas, sino de intereses de
partidos, o mejor, de clientelas políticas sometidas a una disciplina que nada
tienen de discipulado. Así se forja, claro que no más que en el papel, un
Código de compromiso henchido, no ya de contradicciones íntimas, que esto suele
ser un resorte de progreso, sino de ambigüedades hueras de verdadera contenido.
Así se llega al camelo. Y esto es lo peor».
No
influyeron en la Constitución, como se ha visto, quienes debían hacerlo por su
cultura, sus méritos o su talento. Al revés, «impusieron, dice el historiador
Fernández Almagro, su ascendiente los que recogían en sus palabras heces
sociales y tópicos ideológicos: selección de los peores, acentuada por lo que
tuvo de envidia y de doblez. Falsos preteridos del régimen anterior, el maestro
de escuela, el simple empleado, el periodista de calidad dudosa... Se tomaron
el desquite a costa de subvertirlo todo, cuando un azar histórico les improvisó
diputados». En la enumeración de influencias no debe olvidarse una primordial y
decisiva: la masónica. Un contingente tan importante de masones en el Gobierno
y en el Parlamento ejercían la suficiente hegemonía para impregnar de espíritu
masónico las leyes fundamentales del país. Los artículos más importantes de la
Constitución están copiados de la Declaración de principios formulada en la
Asamblea que celebró la Gran Logia Española en Madrid los días 23, 24 y 25 de
mayo y del proyecto redactado por la logia Manuel Ruiz Zorrilla, de Barcelona.
En el Boletín Oficial del Gran Oriente Español se publicaron los mensajes de
logias extranjeras de felicitación y gozo par la labor desarrollada por los
«hermanos» en las Cortes Constituyentes.
* * *
El
presidente de la Comisión de Responsabilidades, Manuel Cordero, informaba a la
Cámara, reunida inesperadamente en sesión secreta (6 de noviembre) de una
filtración escandalosa de cuanto se trataba en la Comisión. De lo por ella
discutido y de los acuerdos adoptados tenía inmediato y puntual conocimiento
Juan March y Ordinas, poderoso hombre de negocios. Iniciada la averiguación, se
vino a descubrir que el confidente era Emiliano Iglesias, diputado radical, el
cual había ofrecido al vocal de la Comisión, Simó Bofarull, la cantidad de
veinticinco mil pesetas para que en la tramitación del expediente instruido a
March se mostrara benévolo y resistiera las presiones que se le hicieran si,
como Iglesias suponía, no existían indicios de culpabilidad contra el
financiero. Éste, a juicio de Iglesias, era víctima de una injusta persecución
y acreedor al amparo de las personas con sentido jurídico.
La Cámara
designó a una comisión depuradora, la cual redactó un dictamen proponiendo se
declarasen las Cortes incompatibles con Emiliano Iglesias. Los diputados
presentes, que eran 153, excepto uno, votaron todos en favor del dictamen.
Iglesias quedó separado de la minoría radical. Cuatro días después la misma
comisión depuradora manifestaba en otro dictamen «haber llegado al
convencimiento moral de que el diputado Juan March se había hecho acreedor a
una sanción idéntica a la impuesta a Iglesias». De los 195 asistentes, 191
votaron la incompatibilidad con bolas blancas.
March, a
quien el ministro de Hacienda, Prieto, llamó «aventurero de los negocios y de
las Compañías», hizo historia ante la Cámara de su vida para explicar el origen
de su fortuna. Hijo de familia modestísima, desde muy joven se dedicó a la
compraventa de terrenos y parcelación de los mismos, en Mallorca, en Levante y
en la Mancha, para vender las parcelas a plazos. Llegó a firmar más de cuarenta
mil escrituras. En 1905 emprendió el negocio de los tabacos, interesándose en
una fábrica de Argel. En 1911 consiguió el monopolio del tabaco en la zona del
Protectorado de Marruecos, y entonces se hizo pública la complacencia de los
gobernantes porque fuese un español el monopolista y no una Compaña extranjera.
Se le concedió en época de la Dictadura la exclusiva en las plazas de
soberanía, pues la Compañía de Tabacos perdía dinero porque los precios se
habían envilecido. Lejos de combatir a la República, aseguraba March le había
prestado su colaboración; en prueba de ello había retornado a España cinco
millones de dólares, producto de venta de unas sociedades eléctricas que poseía
en Bélgica.
La
animadversión de los republicanos contra March se explicaba porque en el
período revolucionario se había recabado con insistencia, y siempre sin éxito,
su ayuda económica. En cierta ocasión, refería March, me envió Galarza a un
amigo «para decirme que debía cambiar de conducta respecto a la futura
revolución, pues por dos veces había evitado que pistoleros llegados de
Barcelona me agrediesen y temía que, al final, se produjera el atentado».
Alejandro Lerroux cuenta que durante la etapa preparatoria de la revolución,
por indicación de Miguel Maura, recibió en su casa a March, y le propuso la
operación siguiente: «Calculo -le dijo Lerroux- el valor de mis propiedades
inmuebles en más de dos millones de pesetas. Están gravadas en el Hipotecario
con hipotecas que ascienden, en cifras redondas, a quinientas mil. Se las vendo
a usted a pacto de retro en dos millones. Usted retiene quinientas mil para
redimir las hipotecas. Yo entrego un millón a la Junta Revolucionaria y me
quedo con otro medio para hacer frente al porvenir. Si triunfa la República,
ella pagará este préstamo. Si no triunfa, usted no pierde nada, y yo dejo a los
míos, en el peor de los casos, un pedazo de pan.» March rechazó la operación.
«Yo no puedo ni debo -dijo- convertirme en banquero de la revolución.»
Tal negativa
la revolución no se la perdonó nunca.
El día 12 de
noviembre se interrumpió el debate constitucional para presentar a las Cortes
la pieza más sensacional elaborada por la Comisión de Responsabilidades: el
acta de acusación contra el rey Alfonso XIII, por supuestos gravísimos delitos
no probados nunca que habían servido a las izquierdas de base para sus feroces
campañas difamatorias contra el monarca, en especial durante la última campaña
electoral que acabó con el régimen monárquico. El dictamen aparecía firmado por
todos los componentes de la Comisión, con excepción de Royo Villanova y
Centeno, que presentaban un voto particular.
Se decía en
el documento que «era patente en don Alfonso XIII, desde los albores de su
reinado, una irrefrenable inclinación hacia el poder absoluto; su acatamiento a
la Constitución fue siempre formulario e ineficiente; eran sus ministros
preferidos los que se oponían más duramente a las aspiraciones populares; su
principal preocupación fue siempre la de reforzar los resortes del poder
personal, distribuyendo por sí mismo los cargos militares, las mercedes y
recompensas para suscitar una personal adhesión en el Ejército. El Parlamento
lo toleraba sólo a manera de ficción democrática».
En la
acusación se imputaban al Rey los delitos y hechos vituperables difundidos
tantas veces en la propaganda revolucionaria:
«Los
desastres militares en Marruecos..., que denunciaban una organización
incompetente e inmoral, como forjada por el favoritismo de un monarca y
aguijada por el logro de recompensas, culminaron en la catástrofe de 1921...»
«Nombrada una Comisión para depurar responsabilidades, y cuando se disponía a
reanudar sus tareas el día 20 de septiembre, don Alfonso de Borbón, decidido
una vez más a oponerse a la voluntad del pueblo, preparó, de acuerdo con
algunos generales, el golpe de Estado.» «El carácter palatino de estos militares,
que fueron el núcleo de la sublevación, sería bastante a denunciar la anuencia
del ex rey, cuya comprobación con numerosos indicios y pruebas es ya un hecho
histórico incontrovertible.»
Se añadía:
«No es labor propia de este documento, que recoge el estado de conciencia del
país, la de descender a referir los pormenores múltiples que establecen la
inequívoca deslealtad del monarca en cuanto a sus deberes constitucionales; y
su manifiesta intervención como inspirador, primero, como cooperador, después,
y como sustentador más tarde, del golpe de Estado desencadenado impunemente por
unos generales bajo su amparo, y que durante siete años ha mantenido a España
en un régimen de arbitrariedad y de tiranía...» «A la luz del más elemental
análisis jurídico, el régimen instaurado por la sublevación militar fue el del
poder personal puro y simple, sostenido por la fuerza militar, la que hacía del
jefe del Estado el jefe de una sublevación permanente contra el pueblo. En tal
situación no cabe señalar la existencia de ministros responsables.» «Don
Alfonso de Borbón ha incurrido, con personal y directa personalidad, ante el
pueblo español, en el delito de lesa majestad, por haber realizado tales desafueros
contra la soberanía del pueblo.» «El sentimiento de que se encuentran invadidos
- los representantes del pueblo- al formular esta declaración, es por el dolor
de los años malogrados para el progreso de España que ha significado el
enjambre de errores de este fatal reinado, en que un pueblo ha tenido que
asistir inerme e impotente al espectáculo de su ruina.»
Y la
acusación se concretaba así: «La Comisión de Responsabilidades, consciente de
su elevado y solemne deber, propone a las Cortes Constituyentes que declaren a
don Alfonso de Borbón y Habsburgo Lorena reo de los delitos de lesa majestad
contra la soberanía del pueblo español y jefe de una rebelión militar
encaminada a cambiar la forma de Gobierno representativo por la de su poder
personal absoluto, con lo que mantuvo privado de sus actividades y derechos
fundamentales al pueblo durante siete años. Como responsable de este
trascendental delito, que libremente y en uso de sus facultades soberanas
establecen las Cortes Constituyentes, declara incurso a don Alfonso de Borbón
en las siguientes penas: el reo será degradado solemnemente de todas sus
dignidades y derechos y títulos, que no podrá ostentar legalmente ni dentro ni
fuera de España, de los que el pueblo español, por boca de sus representantes,
elegidos para votar las nuevas normas del Estado español, lo declara decaído,
sin que pueda reivindicarlos jamás ni para sí ni para sus sucesores.
«Aunque la
gravedad de sus culpas le harían merecedor de la pena de muerte, la Comisión,
representando el espíritu de la Cámara, contraria en principio a esta pena,
propone se le condene a la de reclusión perpetua, en el caso de que pise
territorio nacional. Sólo le sería aplicada la pena de muerte en el caso de que
por continuar en sus actos de rebeldía, después de destronado por el pueblo,
por su personal actuación y la de sus secuaces, pudiera constituir un peligro
para la seguridad del Estado republicano. De todos los bienes, derechos y
acciones de su propiedad, que se encuentren en territorio nacional, se
incautará en su beneficio el Estado, que dispondrá del uso más conveniente que
deba darles, siendo preferente el de responder a los perjuicios causados a la
administración pública por el estado de inmoralidad administrativa en el que
fue notorio su influjo durante las Dictaduras.»
Los
diputados de la Comisión Antonio Royo Villanova y José Centeno, en un voto
particular, sugerían a las Cortes Constituyentes, y como refrendo al veredicto
del pueblo español, «declarar a don Alfonso de Borbón y Habsburgo Lorena
responsable del delito de alta traición, cualificado moralmente por el perjurio
y jurídicamente por el secuestro alevoso y reiterado de la soberanía nacional,
y que por todo ello debía ser condenado a la pena de extrañamiento perpetuo y a
la accesoria de inhabilitación, también perpetua, para el ejercicio del cargo
público». Cortés Cavanillas recuerda que «pocas semanas antes de la
presentación de este voto Royo Villanova tomaba parte en un mitin monárquico en
Sevilla». «Durante mi larga, aunque modesta vida política — Royo Villanova —,
he actuado siempre en los partidos liberales y figuré últimamente en la extrema
izquierda de la Monarquía. Allí me cogió la Dictadura, a la que combatí, noble
y francamente » Y al ver a la Monarquía incompatible con la democracia,
«entendí que el deber de los monárquicos que juraron la Constitución era
defender el orden dentro de la República».
Como
defensor del rey intervino el conde de Romanones. No quiso consultar el caso
con don Alfonso; «pero habiendo llegado mi propósito — dice el conde— a
conocimiento de persona de su intimidad, ésta me dijo que el rey prefería ser
condenado sin que nadie se levantara a defenderle. Mi primer impulso, al
conocer esta gallarda resolución, fue someterme a ella; pero a punto de
anunciar a Besteiro que renunciaba a la palabra, en una especie de alucinación
creí escuchar una voz dulcísima de mujer, a la cual rendí culto ferviente toda
mi vida, que me decía: «Tu deber es defender a mi hijo.» Ya no dudé. Y sin
perder momento salí (de la finca de Toledo) para llegar a Madrid a tiempo de
comenzar la sesión.»
Ésta se
había abierto a las tres de la tarde, y, suspendida durante dos horas, se
reanudó a medianoche. «A esta hora —escribe Romanones— es mi costumbre
inalterable estar no ya en el lecho, sino durmiendo. Llegué directamente al
Congreso. Sus puertas de acceso y sus alrededores, ocupados por compacta
muchedumbre. Dentro, en los pasillos, era tanta la gente, que no se podía
circular...; las tribunas, repletas, y en ellas la crema de la aristocracia,
atraída por el espectáculo que esperaba presenciar. ¡Qué otro más atrayente que
la condena del rey! ¡Y el que pudiera ser maltratado por los «jabalíes» quien
se levantara a defenderle!... Aquella noche, la Asamblea Constituyente ofrecía
un espectáculo digno de ser retenido. La nota dominante de los congregados era
la de rebosante satisfacción. Se sentían orgullosos de haber llegado a la
cúspide de la representación de la soberanía nacional y de tener en sus manos
nada menos que la cabeza del rey. Y si no la cabeza, porque a ello no se
atrevían, sus derechos, su jerarquía y sus honores y su patrimonio.»
«El señor
Figueroa tiene la palabra», dijo el presidente. Y el conde de Romanones comenzó
la defensa.
Tres veces
presidente del Consejo de Ministros, ministro «tantas veces, que ya no las
recuerdo», presidente del Congreso y del Senado, y en total cuarenta años de
actuación política dentro de la Monarquía, «si guardara silencio hasta los
enemigos más iracundos de don Alfonso entenderían que cometía con mi silencio
una felonía». Se le condena al rey sin oírle, y sin atenerse a ninguna clase de
requisitos ni de forma procesales; se afirma «que manifestó inclinaciones al
poder absoluto». «Si juzgáramos por inclinaciones, ¿quién sería el que
estuviera libre de condena?» «Se le acusa por su afán de influir en el Ejército
para ganar su adhesión e imponerse.» «Si se lo propuso, no lo consiguió. Basta
recordar lo que pasó el 14 de abril.» «Se le hace responsable de todo cuanto
sucedió en Marruecos.» El conde de Romanones pregunta «si era aquello una época
de poder absoluto o si, por el contrario, existía siempre un Gobierno
responsable». «Aquí hay algunos que fueron ministros con don Alfonso, ¿alguna
vez pusieron al pie de un decreto la firma contra su voluntad, coaccionados?
¿Es que en el expediente Picasso sobre los desastres de Marruecos hay rastro o
prueba fehaciente o siquiera indiciaria de una acción directa de don Alfonso
con sus jefes?»
«Tampoco
puede ofrecerse prueba demostrativa de que el rey inspirase o participase de
ningún modo en la preparación de la Dictadura del general Primo de Rivera,
causa principal por la cual se le condena. El telegrama del capitán general de
Cataluña al de Madrid, general Muñoz Cobo, era taxativo, y exigía al rey con
urgencia dar solución a la cuestión planteada.» «Es un general que desde el
primer momento se impone al rey de una manera clara, terminante, categórica. La
opinión, en su inmensa mayoría, se colocó al lado del dictador, guiada por el
odio que tenía a las organizaciones políticas y a sus hombres». La acusación
también afirma que don Alfonso fue siempre enemigo de las elecciones. «¿Enemigo
de las elecciones el rey de España?», pregunta el conde de Romanones. Si
hubiera sido enemigo de las elecciones, ¿estaríais vosotros aquí?» «La pena de
degradación y de pérdida de honores y títulos no supone nada, puesto que el rey
no está en España. Entonces la Comisión apela a una pena afectiva, de las que
afectan al bolsillo.»
El conde de
Romanones concluyó su defensa en esta forma: «El que ha sido rey de España fue
juzgado y sentenciado por la República vencedora el mismo 14 de abril, que le
condenó a la pena de extrañamiento perpetuo. Cuando yo, que tuve el triste
honor de flamear la bandera blanca pidiendo el armisticio, hablé con el señor
Alcalá Zamora, la condición absoluta que me impuso fue la de que el rey debía
salir de España inmediatamente «antes de que el sol se pusiera». Si hubieran
pesado sobre él esas responsabilidades de que le acusa la Comisión, se le
hubiera negado la salida.» «Se le acusa también de haber influido para realizar
actos inmorales con grave perjuicio de la administración. Influir sobre otros
no puede constituir un acto personal único, porque es necesario que se diga
sobre quiénes influyó. ¿Se pueden saber estos nombres? ¿Qué negocios inmorales
eran aquellos? Que se digan. Yo pido a las personalidades del foro aquí
presentes que digan si esas acusaciones de la Comisión son admisibles ante el
derecho de gentes. Porque a los reyes, en los momentos convulsivos de las
revoluciones, se les puede llevar al patíbulo; lo que no se puede hacer es,
fríamente, premeditadamente, difamarlos, porque los reyes tienen el mismo
derecho que los más modestos ciudadanos a no ser difamados sin pruebas.»
* * *
Había que
mantener el dictamen de la Comisión a toda costa, pues, de lo contrario, se
desvanecía un mito revolucionario utilizado durante veinte años. Galarza, como
vocal de la Comisión, fue designado para replicar al conde de Romanones,
mantener la acusación y repetir la serie de cargos consignados en el acta:
responsabilidad de don Alfonso en la Dictadura, propensión al poder absoluto,
transformación del Ejército en guardia pretoriana, predominio de camarillas,
afanes imperialistas, gobierno al margen de la Constitución. Reconocía el vocal
«la posibilidad de que la calificación del delito de lesa majestad y de jefe de
una rebelión militar no fueran exactas». Pero hay que pensar «que los delitos
que cometen los reyes no están en los artículos del Código, porque se les
conceptúa inviolables». Por eso se ha buscado, «sin pensar en el Código», la
calificación que les corresponde. Y como la majestad «no reside sólo en los
reyes, sino también en los pueblos, y esta majestad ha sido ultrajada por el
perjurio del rey, por los atentados que cometió contra el pueblo soberano, por
eso hemos definido este delito de lesa majestad», si bien, agrega a
continuación, «el delito peculiar de los reyes cuando faltan a la Constitución
es delito de alta traición, en el que están comprendidos todos los demás
delitos». «Y le condenamos también a la pena de reclusión perpetua para el caso
de que volviera a España.»
Resultaba
tan burda y disparatada la acusación, que Ossorio y Gallardo, después de
reconocer «que cuando él fue ministro, el rey en los despachos y en los
Consejos había cumplido perfecta y absolutamente sus deberes de monarca
constitucional», y de añadir «que tampoco sabía si el rey trajo la Dictadura»,
prosiguió en estos términos: «Aquí se nos trae una cosa que se llama proceso, y
lo primero que no hay es proceso ninguno, porque no hay ni un papel escrito
sobre él, ni un folio... Faltan en absoluto las garantías del procedimiento...»
«Votar este
dictamen —añadía —, donde hay tales deficiencias procesales; donde se retuercen
los textos legales para llamar delito de lesa majestad al cometido por el rey
contra el pueblo; donde se habla de una rebelión militar, sin decir en qué
forma participó en ella; donde se establecen penas que no se aplican porque no
se pueden aplicar, y que se dejan latentes en lo futuro, por si algún día
conviene aplicarlas, dictamen en que ocurren todas esas cosas tiene un carácter
de complicación curialesca, de retrotraimiento de textos legales, de cosa
minúscula y detallada, que rebaja un poco el tono del debate y la magnitud de
la prueba.» Por todo lo cual pedía a la Cámara considerase el proceso judicial
«como un gran fenómeno histórico político y con palabras sobrias dictara la
resolución que le pareciera conveniente a las necesidades y a la historia de
España.»
A medida que
avanzaba la sesión se desmoronaba el grotesco patíbulo alzado para «ejecutar»
al Rey. El proceso que los fiscales jacobinos inventaron con el propósito de
dar a su acusación importancia de acontecimiento histórico se extinguía como
hoguera sin combustible. Al advertir el peligro de un final ridículo, un grupo
de diputados encabezado por el radical socialista Pedro Rico, presentó una
proposición para que las Cortes declarasen a don Alfonso de Borbón «culpable de
alta traición, como fórmula jurídica que resume todos los delitos del acta
acusatoria». Al defender la proposición aseguró que aquellos momentos «eran los
más solemnes en la vida de la Cámara española», pues se trataba de «juzgar toda
una vida de delitos, toda una vida de prevaricaciones, toda una vida de
traición a España».
Gil Robles,
alejado del Congreso con los diputados católicos mientras durase la discusión
constitucional, se reintegró a su escaño, «sublevado por el espectáculo que
daban las Cortes». Como preámbulo a su intervención, hizo esta aclaración: «Si
yo atiendo a mis antecedentes familiares y a mis primeras ideas políticas,
podría definirme como antidinástico. En toda mi vida no atravesé los umbrales
de Palacio ni pedí, ni esperé, ni obtuve nada del último monarca español.»
Dicho esto, opinó así sobre el acta de acusación: «Aquí no hay enjuiciamiento,
aquí no hay un procedimiento, aquí no hay nada más que una acusación que se
basa en unos indicios y en unos supuestos.» «Hay un principio fundamental en el
Derecho político que está por encima de las mismas Constituyentes..., verdadero
postulado de la existencia política: la irresponsabilidad del jefe del Estada
respecto de aquellos actos que tengan necesariamente el refrendo del ministro,
que por este mismo hecho asume toda la responsabilidad de los actos del jefe
del Estado.» «Pues si en los actos de don Alfonso pudo existir un abuso de
funciones o extralimitación, ha de pasarse a la cuenta de la debilidad o de la
pasión de aquellos ministros que no supieron cumplir con su deber y pusieron el
refrendo donde no había más que la expresión de la voluntad absoluta del
monarca.»
«¿Pero es
que se estima que en momentos excepcionales esa responsabilidad de los
ministros no cubre la responsabilidad de los actos del rey? Pues la
responsabilidad del monarca en este caso se hace siempre efectiva por medio de
una revolución. Y la revolución se ha producido con un significado
perfectamente definido en los actos del pueblo, que ya antes que vosotros
impuso la sanción que estimó conveniente al monarca, porque pudiendo entonces
imponerle otra sanción más grave, no tuvo por conveniente el hacerlo. Y si el
pueblo no lo hizo, la más alta representación entonces de la República lo
sancionó, porque a la hora que don Alfonso abandonaba la capital del que
entonces era su reino ya existía un Gobierno provisional de la República, el
cual, no solamente autorizó la salida del monarca, sino que puso a su
disposición los elementos para que la voluntad del pueblo se cumpliera.»
El discurso
de Gil Robles transcurría entre incesantes interrupciones y vocerío de
protestas. Algunos diputados se ausentaban airados y gesticulantes para
demostrar su furiosa indignación. El acta acusadora se revolvía ahora contra
los acusadores. Si el rey era un felón, un tirano y un pozo de delitos, ¿por
qué le dejasteis escapar? Eso mismo preguntaba José Calvo Sotelo en un escrito
presentado a las Cortes. «La República —decía — pactó con la Monarquía el día 14
de abril. Lo declaran los dos principales personajes que en la negociación
actuaron, don Gregorio Marañón y don Niceto Alcalá Zamora, en artículos
publicados con su firma en El Sol (17 de mayo de 1931).» «Cualquiera que fuese
la delincuencia imputable a don Alfonso es evidente que en aquella jornada la
República consideró sanción suficiente y ejemplar el destronamiento. Todo lo
demás es subalterno. Y nada más deplorable que la guillotina de papel sellado y
prosa curialesca con que los valientes de ahora quieren sepultar el último
símbolo de la realeza histórica española.»
El Gobierno
es el responsable, exclamó Balbontín, por haber consentido la fuga del Rey.
Alcalá Zamora no pudo soportar más y se alzó para justificar su intervención
como representante de la República naciente en el pacto con la Monarquía
moribunda. Tenía el convencimiento «profundo, absoluto, inconmovible de la culpabilidad
del rey; pero no quería que la República naciera con una tragedia sangrienta».
Porque la tragedia «era la dificultad de reconocimiento, la atmósfera de
desdén, de apartamiento, de execración y de recelo respecto del régimen
naciente...
«Además, yo
me planteé este problema: ¿Qué hacíamos nosotros con el rey?... Y examinadas
las diversas soluciones, sin previo acuerdo de los ministros, se optó por
dejarle libre el camino que él se trazara... Y las muchedumbres se lo dejaron
expedito por aquella suprema intuición del pueblo español, que sabe guiarse y
salvarse en los momentos difíciles de su vida...»
«El proceso
del rey ya no existe... Si hay que pedir una responsabilidad porque la
revolución no se ensañó con una tragedia, aquí está el culpable, que no niega
su culpa ni rehúye la sanción. ¿No habéis visto que a pesar de la valía
individual de los oradores, en su conjunto, objetivamente ha habido un
descenso, un decaimiento manifiesto en este debate, en proporción con la
materia que le sirve de contenido? Y todo lo que aquí añadamos son rúbricas de
ejecución de sentencia, rótulos legales, rituarios o de doctrina que aplicamos
a un proceso en que ya se produjo la excepción de cosa juzgada. Pero no
olvidéis una cosa: todo lo que aquí hagamos, por perfecto que sea, permitirá el
arañazo sutil en nombre de la técnica de los juristas: lo que hizo España eso es
lo grande, lo definitivo; esa es la sentencia; esa no permitirá revisiones, y
esa será confirmada en cuanto podamos presentir sin equivocarnos el rumbo
definitivo de España.»
Consideró
Azaña llegado el momento de finalizar esta discusión, cuyo principal tema se
perdía en alborotada garrulería. Primero proclamó la terminante solidaridad del
Gobierno con su antiguo presidente: «Todo cuanto se hizo el 14 de abril fue de
común acuerdo, participando todos en la responsabilidad.» «Lo más alto, lo más
luminoso, lo que quedará como raro ejemplo en la historia de España es que se
haya podido derrocar el régimen en medio de la universal alegría de los
españoles, y sin que ni por el pensamiento de un solo madrileño pasase ni un
propósito de agresión, no ya un acto, y que haya podido caer una Monarquía
tenida por milenaria sin que se haya roto siquiera un cristal, y habiéndose
convertido el pueblo en defensor de los restos de la familia real...» «Fue
acuerdo unánime del Comité revolucionario que no se tocara a las personas
reales.» «El Comité revolucionario ni el Gobierno provisional no tuvieron que
tomar ninguna medida para cumplir su propósito: el defensor de la familia real
aquella noche fue el pueblo de Madrid.» «Este debate debe terminar
inmediatamente. Aceptamos el texto que acaba de leer la Comisión. Responde a la
altura de las circunstancias y a los propósitos del debate.» «Este es un
proceso de orden político, de fundamento moral y de resonancia histórica.»
«Este acto adquiere un valor jurídico y forma de voluntad soberana emanada de
las Cortes; y esta noche, con esta votación, se realiza la segunda proclamación
de la República española.»
Y acto
seguido se aprobó por aclamación la condena del «ex rey de España don Alfonso
de Borbón y Habsburgo Lorena». El fallo decía:
«Las Cortes
Constituyentes declaran culpable de alta traición, como fórmula jurídica que
resume todos los delitos del acta acusatoria, al que fue rey de España, quien,
ejercitando los poderes de su magistratura contra la Constitución del Estado,
ha cometido la más criminal violación del orden jurídico de su país, y, en su
consecuencia, el Tribunal soberano de la Nación declara solemnemente fuera de
la ley a don Alfonso de Borbón y Habsburgo Lorena. Privado de la paz jurídica,
cualquier ciudadano español podrá aprehender su persona si penetrase en el
territorio nacional.
«Don Alfonso
de Borbón será degradado de todas sus dignidades, derechos y títulos, que no
podrá ostentar legalmente ni dentro ni fuera de España, de los cuales el pueblo
español, por boca de sus representantes elegidos para votar las nuevas normas
del Estado español, le declara decaído, sin que pueda reivindicarlos jamás ni
para él ni para sus sucesores.
«De todos
los bienes, derechos y acciones de su propiedad que se encuentren en el
territorio nacional se incautará, en su beneficio, el Estado, que dispondrá el
uso más conveniente que deba darles.
«Esta
sentencia, que aprueban las Cortes soberanas Constituyentes, después de
sancionada por el Gobierno provisional de la República, será impresa y fijada
en todos los Ayuntamientos de España y comunicada a los representantes
diplomáticos de todos los países, así como a la Sociedad de las Naciones.»
* * *
En realidad,
los principales apologistas de la inocencia del rey fueron los propios autores
o inspiradores del acta. La satisfacción o el aplauso no pasó de los límites
del salón de sesiones. El público acogió con indiferencia o con desprecio el
resultado de aquella parodia de proceso histórico, defraudado al observar que
no se le daba nada de cuanto se le había ofrecido. Si Miguel Maura decía del
acta «que estaba compuesta con el mismo aire que un artículo de Hojas Libres»,
que era tanto como decir prosa agria de libelo, el diario Crisol (13 de
noviembre) la calificaba de «asombrosamente pueril, aparatosa, inconveniente en
todos los aspectos, materia para toda clase de ironías y preparada con un
espíritu leguleyo».
Acto de
persecución rencorosa la llamó A B C «La única finalidad de la acusación —
decía— es la de vejar y ofender al adversario caído, porque fue el rey. Pero lo
fue mucho tiempo: más de treinta años lo ha tenido España al frente de los
destinos nacionales, en quieta y pacifica posesión del trono, y no se comprende
que haya españoles empeñados en hacerle pasar a la historia, no como el rey que
se equivoca y pierde la confianza y la adhesión de su país, sino como un
delincuente merecedor de todas las execraciones, descalificado de todas las
virtudes personales, al que se le perdona compasivamente la pena capital. ¿Qué
nación es ésta, regida tranquilamente tantos años por un hombre tal como lo
juzgaban los que para proceder así han tenido que aguardar la retirada y la
expatriación del rey, al que algunos de sus acusadores prestaron pleitesía y
servicio, aunque menos servicio del que quisieran?» El Debate se expresaba de
este modo: «No hay proceso, no se precisan cargos fundados, no hay ley
aplicable al caso. No se aduce prueba concreta de extralimitación de las
funciones de soberano constitucional. Tampoco se citan nombres ni se aportan
pruebas de las inmoralidades administrativas; la acusación de la injerencia del
monarca en la preparación del golpe de Estado de 1923 fue gratuita y de
injusticia manifiesta. Y en cuanto al delito de lesa majestad contra la
soberanía del pueblo, es una invención que no merece ni un comentario. La
sesión fue impropia de una Cámara que representa a la nación española. No fue
histórica, no tuvo grandeza ni prestigio.»
Don Alfonso
XIII agradeció en efusiva carta al conde de Romanones el testimonio de lealtad
y afecto que éste le ofreció con su defensa, testimonio de «un valor enorme en
estos momentos de inmensas tribulaciones y hondas amarguras». No era la menor
«el ver ingratitudes e infidelidades por parte de algunos que mejor que nadie
pudieron testimoniar acerca de la pureza de intención en que me inspiré siempre
para servir a mi amadísima España, y laborar por su dicha con todas mis fuerzas
y energías. Este fue, bien lo sabes, enorme y constante anhelo de mi vida.
Confío en que la Providencia hará que triunfe la causa de la verdad y de la justicia».
* * *
El llamado
proceso del Rey sirvió de ocasión para que de nuevo la Prensa, que se
distinguía por ser enemiga a la Monarquía, reprodujera viejas y fantásticas
versiones sobre el capital acumulado por Alfonso XIII durante su reinado,
haciendo ascender sus cuentas corrientes y los depósitos de sus valores
industriales a cifras fabulosas. La Intendencia de la Casa Real calificó de
«infundadas y absurdas» algunas de las afirmaciones y el monarca en una
conversación con el duque Alejandro de Rusia concretó: «Cuanto poseo en España
lo heredé de mi abuela o de mi madre, o lo compré de mi propio peculio. La
mayoría de mis posesiones no me representó jamás beneficio económico de ninguna
clase». Según nota del ministro de Hacienda, «de los libros de contabilidad de
la Real Casa se podía deducir que en diciembre de 1929 la fortuna del Rey se
valoraba en 26.108.850,27 pesetas, a saber: en metálico, 833.664,42; en
inmuebles, 788.505,63 y en valores, 24.566.680,22. De esta última cifra
corresponden 14.338.255,23 a valores extranjeros, por este orden: Banco
Hipotecario Argentino, Shell, Ferrocarriles norteamericanos, Empréstito
argentino, Riotinto y Wagons Lits. Los valores nacionales representan un 40 por
100 de la total cartera: corresponden a empréstitos de Madrid, Deuda Amortizable,
Bonos oro y Monopolio de Petróleos.
El caudal
privado de doña Victoria se valoraba en 2.372.972,82 pesetas; el del
primogénito, en 12.988.672; el de don Jaime, en 2.493.214,06; el de doña
Beatriz, en 2.289.610,24; el de doña Cristina, en 1.481.240,70; el de don Juan,
en 1.249.379,63, y en cifra aproximada el de don Gonzalo.
Representaba
el caudal privado de doña María Cristina un total de 34.197.665,13 pesetas, de
las cuales 20.273.920,95 en valores extranjeros. Con arreglo a valoraciones que
databan del año 1929, la fortuna de la Familia Real representaba: en metálico
3.862.674,18 pesetas; en inmuebles 5.516.112,48 pesetas; en valores nacionales
y extranjeros, 75.595.385,12 pesetas, o sea un total de 84.974.171,78. Todo,
según testimonio de la Administración republicana, que se había incautado de
los bienes muebles e inmuebles de la Familia Real.
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JUAN MARCH
Juan March Ordinas (Santa Margarita, Baleares, 4 de
octubre de 1880;-Madrid, 10 de
marzo de 1962) fue
un empresario y financiero español, considerado uno de los
más influyentes del siglo XX.
Sus primeros negocios incluyeron la trata de cerdos, la
compraventa de terrenos y el monopolio de tabaco en Marruecos. En
ambas guerras mundiales actuó principalmente del lado de los aliados siendo un
ferviente anglófilo. En 1923 obtuvo su primer acta de diputado en el
Parlamento nacional. Ya durante la Segunda República la obtendría por
las Cortes republicanas de Baleares en 1931 y 1933.
Fundó y participó en periódicos de diversas inclinaciones
políticas. Su financiación del golpe de Estado de 1936 contra
el gobierno de la República fue clave para el éxito de los
sublevados. Sin embargo, con el paso del tiempo, March se opuso a Franco
y apostó por la monarquía.
Entre sus negocios más relevantes destacan la creación de la
compañía Naval Transmediterránea en 1916, de la Compañía de
Petróleos Pi en 1925 y de la Banca March en 1926, así como la
compra de la Barcelona Traction.
Al final de su vida emerge su figura como mecenas y filántropo
creando en 1955 la Fundación Juan March 8en apoyo y fomento a la
cultura y la investigación en España, siendo considerada una de las más
relevantes en el ámbito internacional. Murió en Madrid, a causa de las
lesiones producidas en un accidente de tráfico, a los 81 años de edad.
Procedente de una familia campesina de Santa
Margarita (Mallorca), era hijo de un tratante de ganado porcino.
Estudió comercio en el colegio franciscano de Puente de Inca,
pero fue expulsado de la escuela.
Con veinte años se ocupaba de tres negocios de forma simultánea:
la venta de cerdos, igual que su progenitor; la compraventa de terrenos y
el contrabando de tabaco, una industria tradicional de los
hombres de mar. Con los beneficios obtenidos compró terrenos de la
antigua y arruinada aristocracia mallorquina. Posteriormente se dedicó al
contrabando, adquiriendo productos
en África y Gibraltar que más tarde eran vendidos en la
costa valenciana. En 1906 se dedica a la producción de tabaco,
comprando parte de una fábrica de tabaco en Argelia;
en 1911 obtuvo de la Compañía Internacional de Tabacos
de Marruecos, de capital francés, el monopolio del comercio
de tabaco en todo Marruecos, incluido el español. Intervino en la
producción de electricidad en Baleares, donde también se hizo con acciones
de la Compañía de Tranvías de Palma de
Mallorca y Canarias.
Durante la I Guerra Mundial (1915) se vio involucrado en
un incidente internacional, al dar suministros a los
submarinos austriacos que operaban en
el Mediterráneo occidental, resguardados en la isla de
Cabrera frente a s'Avall, finca de su propiedad
en la costa de Mallorca. Ello costó, a instancias del Primer Lord del
Almirantazgo británico Winston Churchill,
la expropiación inmediata de la isla a los propietarios por parte del
ramo español de Guerra y que nunca la recuperaran.
En 1916 creó la Compañía Trasmediterránea, que con un capital
inicial de cien millones de pesetas integraba varias navieras, y
controlaba las comunicaciones entre Baleares y Marruecos y el tráfico
de cabotaje en Levante. Juan March fue por entonces sospechoso
en el asesinato de Rafael Garau el 29 de septiembre
de 1916, un apuesto joven de una familia contrabandista rival, amante de su
mujer. El sumario del caso estuvo envuelto en todo tipo de irregularidades:
cuando un juez estaba a punto de procesar a Juan March, se le destituía o se le
trasladaba, y numerosos documentos del atestado terminaron por
desaparecer. No hubo forma humana de esclarecer el asunto. Pero el pueblo lo
acusó del crimen y la figura de March suscitó tanto odio en el pueblo de Santa
Margarita que ya no pudo volver a pisar el lugar.
Habiendo conseguido la protección (mutua)
del dictador Miguel Primo de Rivera, en 1926 fundó
la Banca March con el objetivo de financiar una parte de sus
actividades empresariales. Previamente, en abril de 1923 fue elegido diputado
a Cortes por Mallorca por Izquierda Liberal,
de Santiago Alba Bonifaz.
En 1921 fue fundador e impulsor del periódico liberal El Día,
que sería su órgano de expresión personal. Pero también tenía parte en
Madrid en el izquierdista La Libertad y en
el conservador Informaciones (1925).
En las actividades denominadas negocios de guerra y
además del avituallamiento de submarinos cabe destacar la venta de
miles de fusiles Mauser 98 y millones de cartuchos (7,92 x 57) al
cabecilla Abd el-Krim, que en el norte de Marruecos acosaba
al ejército español. La entrega se hizo con los fusiles desprovistos de
aguja percutora, almacenadas estas en una gabarra que no se liberó
hasta que el pago acordado fue satisfecho y los intervinientes se encontraron a
salvo. Como consecuencia de todas estas actuaciones, Francesc
Cambó dijo de él que era "el último pirata del
Mediterráneo".
II República
Establecida la Segunda República en 1931, se inició una
investigación de un año sobre sus actividades irregulares. El ministro de
Hacienda Jaime Carner llegó a la conclusión siguiente en un famoso
discurso: "O la República somete a March, o March someterá a la
República". Fue detenido, siendo acusado de colaboración con la dictadura
y de contrabando. Los libros de cuentas de March ardieron misteriosamente en
Santa Margarita. Finalmente, fue encarcelado en junio de 1932 en la cárcel
Modelo de Madrid acusado de llevar a cabo actividades económicas
irregulares y de financiar a Primo de Rivera, consiguiendo a cambio el
monopolio del tabaco en Ceuta y Melilla. En 1933 fue trasladado
a la cárcel de Alcalá de Henares —en la que disfrutaba de numerosos
privilegios—, de la cual se fugó el 4 de noviembre, sobornando al
oficial de guardia Eugenio Vargas y huyendo a Gibraltar. Años más tarde,
el régimen de Franco nombraría a este funcionario para altos cargos
de Instituciones Penitenciarias. Hechos como esta evasión, que afectó
grandemente el prestigio del entonces gabinete provisional de Martínez
Barrio, motivaron que March fuese calificado por el exministro Mariano Ansó como "gran corruptor de hombres e
instituciones". Mientras estaba preso, además, sería elegido el 3
de septiembre como vocal regional del Tribunal de Garantías de la
República.
Salió, pues, March de la cárcel, llegó a Gibraltar y de allí se
trasladó a París, donde la evasión alcanzará interés sensacional, porque a
su llegada a la capital de Francia convocó a los representantes de la
Prensa europea, para razonar las acusaciones y las motivaciones ocultas,
declaró en su defensa:
“Colectivamente —afirma el Sr. March— acuso a los que en 1930
vinieron a pedirme dos millones de pesetas para hacer la revolución. La
República, me dijeron, le devolverá un millón por cada peseta. Acuso a cuantos
me persiguieron, prevaricando a sabiendas, a los que a mi costa falsificaron
documentos, a los que cometieron en la tramitación del proceso todos los
delitos que es dable cometer en un procedimiento judicial. Colectivamente acuso
de prevaricaciones a los ministros del Gobierno Azaña, y de un modo concreto e
individual, a los Sres. Carner, Prieto y Domingo. Pero no sólo
de prevaricaciones, sino de otros delitos que revisten figura penal. No me
refiero, claro está, a los auxilios morales y materiales que algunos de
aquellos señores hayan recabado y obtenido de mí, antes de llegar al Gobierno.
A los quince días de estar recluido en la cárcel de Madrid, unos amigos o
asociados del Sr. Carner, que a la sazón era ministro de Hacienda, los Sres. Viellas, comisionaron un estudio relativo a mis negocios en
Marruecos, y, al mismo tiempo, el referido ministro y otros elementos del
Gobierno gestionaban «oficialmente», cerca de la «Societé Internationale des Tabacs du Maroc», la rescisión de mi contrato, con el
propósito manifiesto y probado de adjudicarlo a sus amigos, y previa oferta a
la Sociedad de que esta entidad sería indemnizada cumplidamente. Como ya el
director de la Sociedad, y el consejero español, marqués de Caviedes, objetaron
al Sr. Carner la imposibilidad de ejecutar la operación sin mi asentimiento,
puesto que yo era una de las partes contratantes, el ministro arguyó en su
despacho oficial: «No se preocupen ustedes, March pasará en la cárcel todo el
resto de su vida».”
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Emiliano Iglesias Ambrosio (Puenteareas, 28 de
julio de 1878 - Madrid, 3 de
octubre de 1941)notas 1 fue un político español.
Hizo el Bachillerato en Pontevedra. Lideró la
juventud federal de esa ciudad y en 1894 era miembro del Partido
Federal. Licenciado en Derecho por la Universidad de Santiago de
Compostela, ejerció durante algún tiempo en Pontevedra donde fue director del
periódico La Unión Republicana. En 1904 los círculos republicanos de
Pontevedra organizaron un mitin, en el Teatro Circo, en el que
habló Alejandro Lerroux, de gira por Galicia. El acto fue convocado a
través de un manifiesto firmado por Joaquín Poza Cobas, en nombre
de El Grito del Pueblo, Emiliano Iglesias, por la Juventud
Republicana, Sebastián Maquieira, por el Casino Republicano, entre otros.
Emiliano Iglesias siguió a Lerroux a Barcelona, instalándose definitivamente
allí en 1906.
Con Lerroux fundó en Barcelona el Partido Radical, del que
fue destacado dirigente. Desde 1906 dirigió El Progreso, portavoz del
radicalismo. Desde esta publicación defendió a Francisco Ferrer
Guardia cuando fue implicado en el atentado de Mateo
Morral contra Alfonso XIII y atacó a Solidaridad Catalana.
También fue presidente del Ateneo de Concentración Republicana Radical del VI
Distrito de Barcelona. Cuando Lerroux marchó al exilio en Argentina en 1908, se
convirtió en el líder del Partido Radical en el interior. En 1909 fue elegido
concejal en Barcelona, donde fue acusado de irregularidades administrativas.
Desde las páginas de El Progreso atacó de forma
virulenta tanto a la Iglesia católica como al ejército, a causa de
la Guerra de Marruecos. Sin embargo, también a partir de 1908 desarrolló
una intensa campaña en contra de Solidaridad Obrera con el objetivo
de conservar para el radicalismo el apoyo de los sectores obreros barceloneses.
A causa de su enfrentamiento con los solidarios, mantuvo una actitud ambigua en
relación con los sucesos de la Semana Trágica, lo que no impidió su
detención el 31 de julio y su procesamiento en la llamada "Causa contra
Trinidad Alted Fornet, Emiliano Iglesias Ambrosio, Luis Zurdo Olivares, Juana
Ardiaca Mas e Francisco Ferrer Guardia, por el delito de rebelión militar»,
siendo, sin embargo, exonerado en marzo de 1910. Después defendió a algunos de
los implicados, incluso al mismo Ferrer Guardia, y fue elegido diputado en
las elecciones generales de ese año. En 1914 firmó en nombre de su partido
el Pacto de Sant Gervasi, mediante el cual los radicales y la Unión
Federal Nacionalista Republicana acordaban una coalición electoral en
Cataluña para las elecciones de ese año. El pacto no consiguió los
resultados esperados, lo que provocó la desbandada de la UFNR. La firma del
pacto provocó el distanciamiento entre Lerroux e Iglesias. Este fue elegido
concejal en Barcelona en 1917 y detenido durante la huelga general
revolucionaria de ese año. Fue elegido diputado en las elecciones generales
de 1920 y 1923, yendo al exilio en Francia durante la dictadura
de Primo de Rivera.
De vuelta a Barcelona, al proclamar Lluís
Companys la República en Barcelona el 14 de abril de 1931, ocupó
el gobierno civil, pero fue rápidamente desalojado por los anarquistas, sin
llegar a tomar posesión del cargo (Companys fue nombrado gobernador civil
por Macià y confirmado poco después por Miguel Maura).
En 1931 fue elegido diputado en las Cortes Constituyentes por el
Partido Republicano Radical en la circunscripción de Pontevedra, dentro de
la candidatura liderada por la Federación Republicana Gallega. Durante
esta legislatura, fue el vicepresidente del comité que redactó el proyecto
de constitución. Revalidó su acta de diputado en 1933, de nuevo por
Pontevedra, y fue nombrado embajador en México. No consiguió acta en las
elecciones de febrero de 1936.
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ÁNGEL GALARZA GAGO (Madrid, 4 de noviembre de 1891-París, 26 de
julio de 1966) fue un jurista y político español, miembro
sucesivamente del Partido Republicano Radical Socialista (PRRS) –a
cuya fundación contribuyó en 1929–, del Partido Republicano Radical
Socialista Independiente (PRRSI) y del Partido Socialista Obrero
Español (PSOE). Ocupó los cargos de fiscal general de la
República, director general de Seguridad y ministro de la
Gobernación durante la Segunda República Española y la
posterior guerra civil.
Oriundo de Zamora, Ángel Galarza nació en Madrid. Estudió la
carrera de Derecho en la Universidad de Madrid, donde se licenció en 1919, se
doctoró en 1921. De amplia formación jurídica, especializado en derecho
penal, ejerció de abogado criminalista.
Su primera etapa fue de militancia socialista, afiliándose a
la Agrupación Socialista Madrileña del partido Socialista Obrero
Español (PSOE) en junio de 1919. Al cabo de unos años se alineó en las filas
del republicanismo. En 1920 Trabajó inicialmente en la redacción del
periódico El Sol (1920) y, posteriormente, en La Voz, donde
trataba la información municipal y de tribunales y, alguna vez, la vida
parlamentaria.
Fue detenido en 1929 por su participación en la preparación de un
movimiento militar y civil en Murcia contra la dictadura de Primo de
Rivera. Coincidió en la cárcel, entre otros, con Marcelino
Domingo, Álvaro de Albornoz y Benito Artigas, con quienes fundó,
ese año, el Partido Republicano Radical Socialista (PRRS) que, tras
varias reuniones preparatorias en el Ateneo de Madrid, fue uno de los
impulsores del Pacto de San Sebastián en el verano de 1930.1
Su participación en el movimiento prorrepublicano de diciembre de
1930 le llevó de nuevo a la cárcel. Su proceso fue desglosado (separado) del de
los firmantes del manifiesto republicano y compareció solo ante un tribunal de
guerra que le impuso una condena más dura que la del resto de los encausados.
Se encontraba aún en prisión al caer la Monarquía en abril de 1931.
Ya con la Segunda República, el gobierno provisional lo
nombra fiscal general de la República y poco después director
general de Seguridad3 puesto del que tomó posesión el 16 de mayo de
1931, siendo el creador de la Sección de Guardias de Asalto y de
Vigilantes de Caminos dentro de los cuerpos de Seguridad, teniendo como segundo
a Agustín Muñoz Grandes. Galarza fue también subsecretario del Ministerio
de Comunicaciones. También fue concejal del Ayuntamiento de Madrid en abril de
1931 y Diputado en Cortes por Zamora (junio de
1931), en representación del Partido Republicano Radical Socialista.
En febrero de 1932 la Asamblea local de Madrid del PRRS lo expulsó
del Partido y aunque asistió al III Congreso del mismo, celebrado en Santander
en mayo de 1932, acabó abandonándolo para ingresar tiempo después en el Partido
Socialista Obrero Español (1933), muy próximo a las tesis de Francisco
Largo Caballero. Tras las elecciones generales de España de 1936, en las
que salió elegido diputado por el PSOE en Zamora, su discurso político se
radicaliza.
Durante su paso por las Cortes republicanas participó en las
Comisiones de Responsabilidades, Presidencia y Reforma del Reglamento en la
legislatura de 1931 a 1933 y en las de Actas y Calidades, Justicia,
Gobernación, Presidencia, Suplicatorios y Reforma de Reglamento en la
legislatura de 1936 a 1939.
Guerra Civil
Al producirse el golpe de Estado que dio lugar a la Guerra
Civil huyó de Zamora aconsejado por el también diputado y amigo
suyo Antonio Rodríguez Cid, huyendo posteriormente
a Portugal sin esperar la llegada de los mineros de Ponferrada.
Una vez iniciada la guerra civil, el 4 de septiembre de 1936,
se hizo cargo del Ministerio de la Gobernación en los gabinetes
presididos por Francisco Largo Caballero de septiembre de 1936 a mayo de 1937.
Posteriormente, fue vocal del Tribunal de Responsabilidades Civiles.
Aunque durante el ministerio del general Sebastián Pozas,
apenas se tomaron medidas para acabar con los paseos, fue Ángel Galarza
quien sí firmó varias medidas legislativas con el objeto de atajar este clima
de violencia especialmente grave en Madrid. Su labor se vio
seriamente manchada por las matanzas de Paracuellos, y aunque es acusado
por algunos autores (César Vidal) como uno de los responsables, otros
como Ian Gibson descargan esa responsabilidad. Según Gibson (citando
a su vez a Mijaíl Koltsov), el traslado de los
presos derechistas encarcelados en las cárceles madrileñas fue
acordado en el Consejo de Ministros del 1 de noviembre, siéndole
encomendada la tarea a Galarza. Para Gabriel Jackson, Galarza jamás pudo
establecer un control efectivo sobre los guardianes de la prisión, hombres con
las ideas más elementales sobre la justicia y algunos con largos antecedentes
penales, quienes interpretaron las órdenes de evacuación a su modo. El
día 6, la cercanía a la capital del Ejército Franquista provoca que el gobierno
republicano decida trasladarse a Valencia. Sin embargo, para
entonces las evacuaciones seguían sin haber comenzado. El gobierno
republicano abandonó la ciudad ese día, incluidos Galarza y Manuel Muñoz
Martínez, a la sazón director general de Seguridad.
Fue cesado tras los Sucesos de Mayo en Barcelona, y
la posterior caída del gobierno de Francisco Largo Caballero.
Estuvo exiliado en México y Francia. Falleció en París el 25 de
julio de 1966.
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PEDRO RICO LÓPEZ (Madrid 1888, Aix-en-Provence 1957)
fue un abogado
y político republicano español,alcalde de Madrid en
dos ocasiones (1931-1934 y 1936). Murió exiliado en
Aix-en-Provence,Francia, en 1957. Es autor de la obra Roja, amarilla y morada publicada en 1950.
Estudió Derecho en
la Universidad Central de Madrid, donde se licenció en 1910. De ideología
antimonárquica, fue uno de los fundadores de la Juventud Escolar
Republicana. Posteriormente formó parte del Partido Republicano Federal, antes de ser uno de los
organizadores del Grupo de Acción Republicana de Manuel Azaña.
Fue propuesto por su
partido como candidato por Madrid en la candidatura de
la Conjunción Republicano-Socialista para las
trascendentales elecciones del 12 de abril de 1931 (que llevaron a la
renuncia a la Jefatura del Estado de Alfonso XIII y la proclamación
de la II República). Rico obtuvo el puesto de concejal por el conservador
distrito de Buenavista (donde aunque fue el candidato de la Conjunción menos
votado, de los tres presentados, obtuvo 9.905 votos por 6.299 del primer
candidato monárquico, el antiguo alcalde de Madrid, Fernando Suárez de Tangil y Angulo, conde de Vallellano). Su carácter popular y su cercanía a las organizaciones
obreras socialistas le llevaron a que día 15 fuese elegido alcalde
por la corporación municipal (las elecciones habían otorgado treinta
concejales a la conjunción republicano-socialista, repartidos a partes iguales entre socialistas y republicanos, y veinte a
los monárquicos; el alcalde era elegido por votación entre los concejales del
ayuntamiento). Desempeñó el cargo de alcalde hasta el 6 de octubre
de 1934, cuando las autoridades locales pertenecientes a partidos de
izquierda fueron destituidas tras los sucesos
revolucionarios de Asturias y Cataluña.
En las elecciones a
Cortes Constituyentes formó parte de la candidatura por la circunscripción
de Madrid capital de nuevo por la coalición republicano-socialista, dentro del
cupo correspondiente a Acción Republicana, el partido de Manuel
Azaña, obteniendo el escaño. Obtuvo 124.227 votos, siendo el cuarto candidato
más
votado de la circunscripción madrileña.
Con un amplio sobrepeso,
Rico fue muy popular en Madrid. La instalación en 1934 de un tipo de
papeleras panzudas, que recordaban a la silueta del alcalde, fueron bautizadas
popularmente como "pedritos". Los republicanos pusieron su nombre al
panzudo avión estadounidense Grumman G-23 fabricado en
19317 Como alcalde, fue el
encargado de recibir la Casa de Campo, hasta entonces patrimonio real,
cedida al pueblo de Madrid por el gobierno provisional de la República de manos de Indalecio Prieto, ministro
de Hacienda (1 de mayo de 1931). También organizó el festejo inaugural de
la plaza de toros de Las Ventas, presidida por el presidente de la
República, Niceto Alcalá Zamora, con el fin de recaudar fondos para obreros
parados de la ciudad (17 de junio de 1931). Su mandato estuvo enfocado en resolver los
problemas sociales de la ciudad, reduciendo el paro, mejorar la enseñanza y conseguir viviendas
para las clases proletarias. Colaboró con el ministro de Obras
Públicas, Indalecio Prieto en la prolongación de la Paseo de la
Castellana, la construcción de los Nuevos Ministerios y el plan de
reforma de la ciudad propuesto por Zuazo y Jansen, el cual
apenas pudo iniciarse. También se encargó de la prolongación de la calle Serrano,
la construcción de una estación depuradora de aguas residuales y la
construcción de varias calles del Ensanche de Madrid. De esa colaboración entre
el ayuntamiento y el gobierno de la República surgen también otros proyectos
emblemáticos para la capital, como la "Playa de Madrid" (1932) o el proyecto de
carretera que enlazaría la ciudad con la cercana Sierra de Guadarrama.
En la etapa de Pedro Rico
como alcalde, además, fueron construidos el mercado central de frutas y
verduras de Legazpi (en los terrenos del Matadero) y el de pescado
de Puerta de Toledo, así como otros mercados municipales como el de
Olavide, o el de Antón Martín y se proyectaron otros como el de Maravillas o el
de Embajadores; comenzaron a circular los primeros autobuses urbanos de dos
pisos, similares a los londinenses (y hoy desaparecidos); se amplió la red de
tranvías, alcanzando su máxima extensión histórica, y la del suburbano, en su
segunda etapa como alcalde, con la ampliación de la línea 3 desde Embajadores
hasta Legazpi; se construyeron nuevos baños públicos en Bravo Murillo y la
Guindalera y se transformaron las antiguas caballerizas del Palacio
de Oriente, bajo la dirección del arquitecto aragonés Fernando García
Mercadal, constituyéndose los Jardines de Sabatini en los terrenos
que ocupaban las anteriores.
A pesar de su cercanía a
las organizaciones obreras, Rico pertenecía al ala derecha de Acción
Republicana. En la elección del consejo nacional del
partido de septiembre de 1931, Rico perdió su puesto de consejero,
lo que ha sido interpretado por los historiadores como una derrota del ala
derecha del partido a la que Rico pertenecía.14 En mayo de 1934, Rico se
unió al Partido Radical Demócrata, recién formado por Martínez Barrio, en el que
agruparon los radicales disconformes con la
colaboración con la CEDA. Los radical demócratas serían uno de los grupos que
crearían posteriormente Unión Republicana. Tras la
creación de este último partido, en diciembre de 1934, Pedro
Rico fue elegido miembro de su comité ejecutivo nacional.
En 1936, Rico se presentó
a las elecciones de febrero como representante de Unión
Republicana en las listas del Frente Popular por Córdoba,
obteniendo acta de diputado.
Al acceder el Frente
Popular al poder, fue repuesto en la alcaldía (20 de febrero). Sin embargo, una
vez estallada la Guerra Civil, a pesar de declaraciones triunfalistas, su
gestión fue un fracaso, puesto que se vio incapaz de garantizar el abastecimiento,
al tanto que el orden público apenas se mantuvo. Al llegar noviembre e irse
acercando las columnas franquistas, participó en los mítines en los que se
llamaba a la resistencia, animando a los madrileños y llegando a afirmar que
moriría antes que salir de la ciudad.
Sin embargo, al huir el
gobierno de Largo Caballero a Valencia el día 6 de
noviembre, Pedro Rico se unió a la comitiva gubernamental, huyendo de la ciudad
asediada (se trata del episodio bélico conocido como batalla de Madrid),
tras firmar un decreto en el que delegaba la alcaldía en el teniente de alcalde
«por tener que ausentarme de esta ciudad para desempeñar una misión que me ha
sido confiada por el Frente Popular». No obstante, milicianos anarquistas de la columna
de Del
Rosal, controlaban Tarancón (Cuenca), por donde pasa
la carretera a Valencia. Aunque los primeros coches, donde iba Largo Caballero,
pasaron por la localidad sin impedimento, cuando los milicianos se percataron
de que era todo el gobierno el que se dirigía a Valencia, ordenaron parar a los
coches y hacer salir a sus ocupantes. Los ministros miembros de
la CNT Juan López y Juan Peiró fueron obligados a
volver a Madrid, al igual que el alcalde, que como tal debía permanecer con sus
conciudadanos. El resto de la comitiva, tras una tensa escena y consultas con
la jefatura libertaria, pues los anarquistas amenazaban con
fusilarles, fue autorizado a seguir.
Pedro Rico fue obligado a
volver a Madrid ya que no pudo llegar a Valencia con el resto del gobierno. Se
asiló en la Embajada de México, huyendo poco después de nuevo hacia
Valencia oculto en el portaequipajes del Nili,
banderillero de Juan Belmonte, desde donde consiguió embarcar para
América.
El día 13 se constituyó el
nuevo ayuntamiento, con Cayetano Redondo al frente de la Alcaldía,
junto con Julián Besteiro, Rafael Henche (quien
sucedió en 1937 a Cayetano Redondo) y Wenceslao Carrillo.
Desde Valencia partió a
Francia y desde allí a México, donde escribió un breve libro sobre la
bandera republicana, Roja, amarilla y morada, publicado en 1950 en
Buenos Aires por las Ediciones de Información y Propaganda de la República Española y reeditado en 2006
por el Ateneo Republicano de Galicia (ARGA).
En 1941, ya exiliado desde
1937, el Movimiento Nacional de la dictadura franquista,
sentenció a Pedro Rico López a inhabilitación absoluta por quince años,
extrañamiento (expulsión del país según el art. 86 del Código Penal vigente en
1941) por quince años y al pago de diez millones de pesetas. Parte del texto de
la sentencia n.º 170 es el siguiente:
"En Madrid a 13 de
marzo de 1941, RESULTANDO que de las pruebas, informes y antecedentes aportados
a las diligencias, aparece justificado que el referido expedientado ha figurado
siempre en partidos de ideologías de extremas izquierdas, habiendo desempeñado
la Alcaldía de Madrid al advenimiento de la República de 1931, y después en
1936, al apoderarse el frente popular del poder, en cuyo cargo le sorprendió el
Movimiento Nacional, dedicándose a arengar a excitar a las masas empleando
todos los medios, incluso la radio, en términos asaz violentos y demagógicos,
así mismo fue Diputado a Cortes desde expresado año 1931, hasta que huyeron a
Francia por evitar caer en poder de las Fuerzas Nacionales, desempeñando varios
cargos en distintas Comisiones Parlamentarias, distinguiéndose en su
intervención acusadamente demoledora para todo lo que significara orden y
familia, y del más caracterizado laicismo, siendo el autor de una proposición
en octubre de 1936 para la concesión de plenos poderes al Gobierno que entonces
presidía Largo Caballero, en orden a las circunstancias de entonces; parece ser
se le persiguió algo por elementos que se tachaban más extremistas,
refugiándose en la Embajada de México, saliendo al extranjero como agregado a
la Embajada roja de Bruselas, desde donde siguió laborando a favor del Frente
Popular y en contra del Movimiento Nacional. No se le reconocen bienes de su
propiedad, y tiene un hijo mayor de edad ... FALLAMOS, que debemos condenar y
condenamos al expedientado don Pedro Rico López a las sanciones de inhabilitación
absoluta por una período de 15 años; la de extrañamiento por el mismo período
de 15 años; y a la económica de pago de 10 millones de pesetas, que se harán
efectivas en la forma dispuesta en la Ley de 9 de febrero de 1939, en relación
con el Código Penal Común, adoptando para ello las medidas pertinentes".
Manuel Giménez Ruiz, Presidente del Tribunal Regional de Responsabilidades
Políticas de Madrid, siendo los vocales don Fermín Lozano y don Alfonso Senra y el secretario don Antonio Carrasco Cobo.
Murió
en Aix-en-Provence, Francia, en 1957.
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CONDE DE
ROMANONES
Álvaro
Figueroa y Torres (Madrid, 9 de agosto de 1863-Madrid, 11 de septiembre de
1950), conocido por su título nobiliario de conde de Romanones, fue un
político, empresario y terrateniente español.
Preboste
del Partido Liberal, a lo largo de su carrera política fue senador por la
provincia de Toledo, presidente del Senado, presidente del Congreso de
los Diputados, varias veces ministro y tres veces presidente del Consejo de
Ministros durante el reinado de Alfonso XIII. Considerado
en su época como uno de los grandes terratenientes de España, estuvo estrechamente
ligado a los capitales franceses y sería accionista de
importantes empresas españolas de la época, como Peñarroya, Minas del Rif,
ferrocarriles, etc. Ostentó el título nobiliario de I conde de Romanones.
La
historiografía ha presentado al conde de Romanones como epítome de todas las
lacras —clientelismo, corrupción, despotismo— del sistema político de
la Restauración.
Juventud y
primeros años
Nació el 9
de agosto de 1863, en la casa de Cisneros —situada en la plaza de la Villa de
Madrid—.
Fue el
cuarto hijo de Ignacio de Figueroa Mendieta y Ana de Torres
Romo, marqueses de Villamejor y de
acaudalada familia, con propiedades inmobiliarias e importantes posesiones
en Guadalajara y propietarios de las minas de La
Unión (Murcia). En su juventud sufrió un accidente que le dejaría una
cojera permanente, muy comentada en su época.
Cursó
estudios de derecho por la Universidad de Madrid (1884);
posteriormente se doctoró en la Universidad de Bolonia,7 a donde se trasladó con la idea de
especializarse en Derecho político, aunque no ejerció la abogacía, dedicándose a la política y a los negocios.
Apoyado en
sus inicios por su suegro, el ilustre político y jurisconsulto Manuel
Alonso Martínez, comenzó su actividad política
como diputado por Guadalajara en las primeras Cortes de
la regencia de María Cristina —desde 1888 a 1936 se mantendría como
diputado sin interrupción por Guadalajara—, pasó después
a concejal del Ayuntamiento de Madrid. Se convertiría en alcalde de
la ciudad el 15 de marzo de 1894 sucediendo a Santiago de Angulo.8 Su carrera política desde sus inicios
estuvo siempre vinculada al Partido
Liberal fundado por Práxedes Mateo Sagasta, del que llegó a ser uno
de sus principales líderes.
Fue ministro
de Instrucción Pública y Bellas Artes con Sagasta (1901-1902), mandato durante el cual
adoptaría importantes medidas: promulgó la incorporación del sueldo de los
maestros al presupuesto general del Estado, la reforma de la enseñanza primaria —la cual incluyó la aprobación de un nuevo plan de
estudios que estaría vigente hasta 1937—, una ampliación de la edad escolar
obligatoria, etc. En 1903 fundaría un periódico político de carácter personalista: el Diario Universal.
Tras del
asesinato de Canalejas quedó convertido en jefe indiscutible de una de las
principales facciones del Partido Liberal. Otro notable del
partido, Manuel García Prieto, acaudillaría una escisión opuesta a la
facción mayoritaria romanista,13 el llamado Partido Liberal Democrático. A finales de 1912
Figueroa formó un nuevo gobierno, durante el cual comenzó el establecimiento del Protectorado de Marruecos.
Poseedor de intereses económicos y mineros en Marruecos, esta
circunstancia le llevaría a acercar posturas con Francia para así ganarse su apoyo. Dichos intereses eran
compartidos con la familia Güell y el marqués de Comillas a través de la Sociedad Española de Minas del Rif.
En 1913
autorizó la venta a la Galería de Pintura de Berlín (perteneciente a
los Museos Estatales de Berlín) del retablo de Monforte de Lemos, con
la Adoración de los Reyes de Hugo van der Goes.
Tras el
estallido la Primera Guerra Mundial el gobierno de Eduardo
Dato declaró la neutralidad española ante el conflicto. El conde
de Romanones, abiertamente francófilo,16 publicaría en el Diario Universal un famoso artículo —«Neutralidades que matan»— en el cual atacaría abiertamente la
declaración de neutralidad y asoció la causa de los Aliados con el interés nacional español.
Su posición
abiertamente aliadófila contrastó con el
posicionamiento germanófilo que predominó en las élites y las huestes
conservadoras. En diciembre de 1915 formó un nuevo gobierno, dando un giro a la política exterior, decantándose por los aliados y
enfrentándose a Alemania a raíz del incidente en el que
buques españoles fueron torpedeados por submarinos alemanes. Pero fue
incapaz de resolver los problemas sociales internos del país y se vio constantemente
atacado por la prensa germanófila.
Romanones y
su gobierno también padecieron el bloqueo parlamentario a manos de los
catalanistas de la Lliga Regionalista, que a lo
largo de 1916 bloquearon sistemáticamente todos los proyectos de ley en el
Congreso. La intención del gobierno de exigir
pruebas de aptitud física y profesional como requisito para los ascensos militares
fue el detonante que llevaría a la constitución, en 1917, de las
llamadas Juntas de Defensa. En abril de 1917,
debiendo hacer frente a una grave crisis general, el gabinete cayó.
Gobierno de
Romanones (1918) En marzo de 1918 se integró en el llamado «gobierno de
concentración nacional» de Antonio Maura desempeñando las carteras
Instrucción y Justicia, y poco después lo haría en el efímero gobierno de García Prieto como ministro de Estado. A finales de ese año fue encargado nuevamente
de presidir un gobierno, que debió lidiar con la agitación autonomista en Cataluña y con una elevada
conflictividad laboral que alcanzaría su cénit con la Huelga de «La Canadiense». Por ello, el gobierno
Romanones decretó en enero de 1919 la suspensión de garantías constitucionales
para la provincia de Barcelona, medida que meses después extendería a toda
España.
Romanones
recibiendo a Ángel Pestaña en 1922. Pero al mismo tiempo, emprendió
medidas contemporizadoras con la clase obrera. El 3 de abril de 1919 firmaría
el llamado «Decreto de la jornada de ocho horas», por el cual se introducía de forma oficial la jornada laboral de ocho
horas —una reivindicación histórica de los trabajadores— y también, en marzo de 1919, aprobó el denominado Retiro Obrero que constituyó el primer seguro de
jubilación de carácter obligatorio para los obreros, establecido en España. El gobierno Romanones
terminaría cayendo en abril de 1919.
En
septiembre de 1922 se integró como ministro de Gracia y Justicia en el gobierno
de concentración liberal de García Prieto, el que iba a ser el último gobierno
constitucional de la monarquía. En mayo de 1923 pasaría a ocupar la presidencia del Senado,
cargo que desempeñaba todavía cuando en septiembre de ese año el general Primo de Rivera dio su golpe de Estado.
Llegó a
aparecer nombrado en Luces de bohemia, obra teatral de Valle-Inclán,
como paradigma del hombre inmensamente rico.
De Alfonso
XIII a la guerra civil
Tras la
instauración de la dictadura de Primo de Rivera se mantuvo al margen
de la política. No obstante, en 1926 encabezó una conspiración que buscaba
derribar al régimen —la llamada «Sanjuanada»—. El dictador, enterado de
la conspiración, logró desbaratarla y arrestó a sus cabecillas; a Romanones le impuso de
multa 500.000 pesetas.
Caída la
dictadura, pasó a formar parte del gobierno presidido por el
almirante Juan Bautista Aznar, en el que se integró como ministro de
Estado. El propio Alfonso XIII habría insistido especialmente
en que Figueroa formase parte del gabinete, a pesar de la oposición de figuras como Melquíades Álvarez o Burgos Mazo. A pesar de la grave
crisis que atravesaba el régimen, creyó que la situación se resolvería satisfactoriamente para
la monarquía. Fue el Conde de Romanones el que concibió la restauración de la «normalidad
constitucional» mediante la celebración de elecciones municipales, provinciales
y, finalmente, a Cortes. Sin embargo, tras el
resultado de las candidaturas monárquicas en las elecciones municipales de
1931, aconsejaría al monarca que abandonara España. De cara a los periodistas
manifestó: «El resultado de las elecciones no puede ser más lamentable para los monárquicos. Esta es la
realidad, y es preciso decirla, porque ocultarla sería contraproducente e inútil».
Por encargo
del monarca, Romanones se entrevistó personalmente con Niceto Alcalá Zamora y el comité revolucionario, pactando
el traspaso pacífico de poder al Gobierno Provisional de la República sin intervención militar, a cambio de
garantizar la vida del rey y de su familia. Ya instaurada la República lograría reconstruir su entramado
clientelar-caciquil en la provincia de Guadalajara, al punto de poder servirse
del mismo y obtener acta de diputado en las Cortes republicanas por tres ocasiones. No obstante, su peso
político fue insignificante, si bien intervino con decisión en defensa de la
figura del rey Alfonso XIII en el exilio, y de su propia gestión.
No participó
en la conspiración militar que llevaría a la guerra civil. El
estallido de la contienda, el 18 de julio, le sorprendió en la localidad
guipuzcoana de Fuenterrabía, en cuyo ayuntamiento sería puesto bajo
custodia; posteriormente sería trasladado a San Sebastián. Romanones lograría pasar a Francia gracias
a las gestiones del embajador francés, Jean Herbette. Durante el conflicto se
convirtió en seguidor de Franco, regresando a la zona
ocupada por el ejército sublevado en 1937. Fue uno de los veintidós miembros de
la comisión que, presidida por Ildefonso Bellón, estuvo encargada de elaborar
un informe que trató de justificar la ilegimitidad del gobierno republicano, y que sería entregado al ministro de interior
franquista, Ramón Serrano Súñer, en febrero de
1939, el dictamen sobre la
ilegitimidad de los poderes actuantes el 18 de julio de 1936.
Tras el
conflicto, se ocupó de completar sus memorias, desarrollando actividades
relacionadas con la Real Academia de la Historia y la Real
Academia de Jurisprudencia y Legislación. Fue procurador de las
primeras Cortes franquistas entre 1943 y 1946, en calidad de director
de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.41 Aunque alejado de la
primera línea de la política, hacia 1943 mantuvo contacto epistolar
con el pretendiente Juan de Borbón.
Falleció
en Madrid el 11 de septiembre de 1950.