web counter
cristoraul.org

CAPÍTULO VIII .

LAS CORTES DECLARAN AL REY CULPABLE DE ALTA TRAICIÓN

 

Ausentes del Parlamento las minorías más hostiles al Gobierno, se simplificó mucho la discusión constitucional. El día 15 de octubre se puso a debate el Capítulo II de la Constitución, que abarcaba: Familia, Economía y Cultura. Uno de sus artículos, el 43, determinaba: «La familia está bajo la salvaguardia especial del Estado. El matrimonio se funda en la igualdad de derechos para ambos sexos, y podrá disolverse por mutuo disenso o a petición de cualquiera de los cónyuges, con alegación en este caso de justa causa.»

Decía también: «Los padres tienen para con los hijos habidos fuera de matrimonio los mismos deberes que respecto de los nacidos en él. Las leyes civiles regularán la investigación de la paternidad. No podrá consignarse declaración alguna sobre la legitimidad o ilegitimidad de los nacidos ni sobre el estado civil de los padres en las actas de inscripción ni en filiación alguna. El Estado prestará asistencia a los enfermos y ancianos, y protección a la maternidad y a la infancia, haciendo suya la «declaración de Ginebra» o Tabla de los derechos del niño.

Jiménez de Asúa achacaba a cansancio y agotamiento de los diputados el triunfo de enmiendas de tan ridícula factura como la que elevó a precepto constitucional la llamada «Tabla de derechos del niño». En torno al tema del divorcio se entabló amplia discusión, y no porque se hiciesen objeciones a su implantación, sino por todo lo contrario: por la pugna entablada entre ciertos diputados sobre la adopción de mejores procedimientos para disolver los matrimonios. Ossorio y Gallardo advirtió que un artículo de tal naturaleza no debía de figurar incorporado a la Constitución, pues «el divorcio reduce el matrimonio al más deleznable de los contratos». Coincidían con su opinión Alcalá Zamora, Alba, Maura y Royo Villanova. Entendía éste que tal artículo no hacía falta en la Constitución, por tener su lugar propio en el Código civil. Pero nadie le hizo caso. Se centró el debate sobre una enmienda de la minoría socialista, defendida por Sanchís Banús, por la cual se determinaba que la simple voluntad de la mujer bastara para acordar la disolución, y aunque Basilio Álvarez dijo que tal propuesta convertía en ley el histerismo, se aprobó, con la rectificación de que la voluntad de cualquiera de los cónyuges bastaba para disolver la unión. El presidente de la Comisión, Jiménez de Asúa, se lamentaba del pobre paliativo que significaba el divorcio «para resolver el gran problema de la coyunda», pues la crisis del matrimonio era tan patente, que en Norteamérica, Inglaterra y Alemania «se proponen fórmulas como los matrimonios condicionales o de compañeros, que significan el último esfuerzo de una institución que no se resigna a desaparecer, y Rusia, en su Código de la Familia, consagra ya en toda su amplitud la teoría socialista de las uniones libres». En favor del amor libre y de la unión «no forzada legalmente» abogaba Lluhí, diputado de la Esquerra, y el presidente de la comisión le replicó «que la libertad de amar era tan compatible con la monogamia y con la continuidad del afecto como puede serlo el matrimonio más santo, y a eso es a lo que se refiere el Código de la Familia de la Rusia soviética de 1926, que niega en puridad el matrimonio y proclama la libertad de amar».

Que se incluyese en el artículo en cuestión como obligatorio el certificado médico prematrimonial, pedía el doctor Juarros, y la comisión lo rechazó por considerar excesiva exigencia. Otro diputado, el socialista Martín de Antonio, reclamó «que el Estado aceptara, en orden a la maternidad, el principio de su interrupción científica por razones de orden social y económica que determinasen una ley». Pero al examinar el derecho al aborto y a su posibilidad, por motivo social, Jiménez de Asúa apeló como suprema jurisprudencia al texto soviético, y dijo: «Muchos que profesamos sinceramente la doctrina que en Rusia se practica, exigimos para ello que se viva en estado socialista; en este caso, como cuando se defendió la libertad de amar, se exige que no haya régimen capitalista. Tanto esta libertad del aborto, como el libre amor, serían peligrosos, como lo son la mayor parte de las instituciones que exigen estrictamente un proceso socialista en el país y se injertan en el régimen burgués porque, en definitiva, resultan en favor de las clases dominantes. Por razón de oportunidad en este instante, no aceptamos el derecho al aborto en la forma que aquí se ha propuesto. Todo lo que se puede hacer en esta materia es que las penalidades sean más bajas.»

La parte del artículo concerniente a la investigación de la paternidad y a identidad de deberes por parte de los padres para con los hijos legítimos o ilegítimos no encontró grave oposición ni reparos, pese a que con ellos se establecía de derecho un nuevo régimen familiar en pugna con el Código y con toda la regulación del Registro civil.

Y a este punto llegaba la elaboración constitucional, cuando el día 20 de octubre el presidente del Gobierno sorprendía a la Cámara con un proyecto de ley llamado de Defensa de la República, con el dictamen favorable de la Comisión permanente, y presentado para su discusión con carácter urgente.

La primera vez que se habló de la Ley de Defensa de la República fue en el Consejo de Ministros del 23 de julio, a propuesta de Maura. Sería copia de una ley alemana del mismo nombre. Algunos ministros acogieron el proyecto con mucha reserva y Prieto se manifestó opuesto. Maura razonaba que la ley era indispensable, para robustecer la autoridad, en un momento en me había que enfrentarse con una agitación subversiva creciente. Ataña escribe en su Diario con fecha 23 de octubre que por la noche estuvo acompañado de Martin Guzmán y Rivas Cherif en Gobernación con el ministro y el subsecretario hasta después de las dos de la madrugada, dedicado a hacer el borrador «de un proyecto de ley que se ha dado en llamar de Defensa de la República». Por la tarde de este día Azaña leyó el proyecto al Consejo de Ministros. «Todos los ministros presentes (Marcelino Domingo no asistió) lo aprobaron, menos Prieto. Dijo que le parecía mal y reservaba su voto. Entonces se produjo un incidente bastante duro, aunque sin ruido, entre Prieto y Largo. Decía Largo con enojo que habiéndose acordado en el Consejo anterior, por unanimidad, hacer esta ley, no comprendía cómo ahora podía votarse contra ella. A esto replicaba Prieto que no se le podía exigir de antemano la conformidad con un texto desconocido. La discusión se prolongó mucho y la resistencia de Prieto parecía invencible. Temí que el texto fracasara, poniéndome en ridículo... En el Consejo estuvimos hablando del asunto cerca de una hora. Se fue formando por influencia de Prieto la opinión de que difícilmente se aprobaría en las Cortes. Yo tenía la intuición de que no sería así… No recuerdo quién propuso que el proyecto fuese firmado por todos los ministros y se aceptó».

Sorprendió a la mayoría de los diputados, como queda dicho, tanto la presentación de una ley de espíritu y texto tan represivos como el apremio con que el Gobierno exigía su aprobación. Estimaban los diputados juristas que la mencionada ley significaba la negación de la Constitución, y desde luego era incompatible con ella. Resultaba, además, en extremo paradójico, según Ossorio y Gallardo, que se hubiese organizado todo un Código fundamental tan inservible para defender a le República. Su aprobación implicaría también, a juicio de Royo Villanova, un nuevo régimen de Prensa, caracterizado por la extraordinaria facilidad que se concedía para suspender periódicos. En nombre de los federales, Franchy anunció que su minoría votaría en contra; más a la izquierda, el diputado Jiménez hizo notar «que nada de lo establecido en la Constitución podría regir hasta le disolución de las Cortes Constituyentes», mientras Balbontín afirmaba que la nueva ley «escarnecía los derechos del hombre». Este proyecto, copia casi literal de la ley alemana, según Santiago Alba, «era muchísimo más grave que aquel famoso llamado del terrorismo, que trajo en una ocasión inolvidable a esta Casa don Antonio Maura, que produjo un movimiento unánime de protestas y que determinó que todas las izquierdas españolas, republicanas y monárquicas, formando un bloque, recorriésemos España y diéramos en el suelo con el intento y la situación».

A todos los objetores de la flamante ley contestó Azaña con palabras «moderadas y serena», como si el proyecto fuese una cosa sencilla e inocente. «Seis o siete meses de gobierno dijo— nos han hecho comprender que, actualmente, en las circunstancias por que atraviesa el país, no tiene este Ministerio, ni otro alguno, los medios legales bastantes para defenderse de los pequeños enemigos, de las conjuraciones y del ambiente adverso a la República que puede irse formando y que, acaso, se vaya formando, precisamente a causa de esta indefensión.» «Este proyecto — agregó— no tiene quizá más que un defecto, que es el haber tardado seis meses en nacer. Esta ley no la necesita este Gobierno; quien la necesita es la República.» ¿Desde dónde acechaban los enemigos? Azaña respondía: «En esa inmensa cantidad de organismos repartidos por toda España, más lentos en su proceder y más fríos en su adhesión cuanto más baja es la jerarquía, cuanto más alejados están de la inspección inmediata del poder central, del ministro, del director: organismos que son, precisamente, con los que tienen más constante relación la mayoría de los ciudadanos, y que hacen cundir en éstos el desaliento y dan el funesto ejemplo de desafección hacia la institución republicana. ¿Es que podemos olvidar —preguntaba— que al cabo de siete meses de régimen nos encontramos todavía con que en una inmensa cantidad de pueblos y aldeas la República no ha penetrado?» Y más adelante proseguía: «Existen elementos que quieren llevar a la conciencia del país el convencimiento de que República y anarquía, República y desorden social, son sinónimos; de que la República no tiene medios de desenvolverse pacífica, legalmente, dentro de la sociedad espa­ñola, y esta ley tiene, en primer lugar, la ventaja de hacer creer y hacer saber al país que es posible una República con autoridad y con paz y con orden público.»

La verdadera prensa no tenía por qué sentir temor ante la ley de Defensa de la República, decía Azaña en réplica a observaciones de Royo Villanova. Vamos, especificaba, «contra esos reptiles que circulan por la sombra, sembrando el descrédito o la burla o las malas pasiones». Entendía el jefe del Gobierno que las penas establecidas en el texto del proyecto «no podían ser más benignas ni más suaves». En definitiva, el proyecto significaba la declaración paladina ante el país de que el Gobier­no recababa del Parlamento autorización eficaz y solemne para defender la República y mantener la seguridad y orden en España.

La ley obtuvo la mayoría necesaria de sufragios, pues como había previsto Azaña, los grupos parlamentarios representados en el Gobierno formaron el cuadro para defenderla, incluidos los socialistas. Pero dentro y fuera de España se la enjuició sobre todo por su valor sintomático: la ley de Defensa demostraba que la República no era un terreno de convivencia para todos los españoles. Por otra parte, el jefe del Gobierno denunciaba, al decir que la ley era indispensable para gobernar, la existencia de una oposición viva y extensa que negaba la tan ponderada unanimidad republicana del pueblo español ante el régimen «que el mismo se había dado». La República necesitaba para mantenerse en pie del que Miguel de Unamuno llamaba «aparato ortopédico». Ley incompatible con la parte dogmática de la Constitución y negación de la misma. De donde resultaba que los progenitores de la República, imponían al país, a los seis meses de Gobierno, la obligación de vivir indefinidamente en régimen de excepción.

El texto íntegro de la Ley, tal como apareció en la Gaceta de Madrid del día 22 de octubre y se rectificó en la del 28, es el siguiente:

Articulo I.º Son actos de agresión a la República y quedan sometidos a la presente Ley:

I. La incitación a resistir o a desobedecer las leyes o las disposiciones legítimas de la Autoridad. –

II. La incitación a la indisciplina o al antagonismo entre Institutos armados, o entre éstos y los organismos civiles. –

III. La difusión de noticias que puedan quebrantar el crédito o perturbar la paz o el orden público. –

IV. La comisión de actos de violencia contra personas, cosas o propiedades, por motivos religiosos, políticos o sociales, o la incitación a comentarlos. –

V. Toda acción o expresión que redunde en menosprecio de las Instituciones y organismos del Estado. –

VI. La apología del régimen monárquico o de las personas en que se pretenda vincular su representación y el uso de emblemas, insignias o distintivos alusivos a uno u otras. –

VII. La tenencia ilícita de os de armas fuego o de sustancias explosivas prohibidas. –

VIII. La suspensión o cesación de industrias o labores de cualquier clase, sin justificación bastante. –

IX. Las huelgas no anunciadas con ocho días de anticipación, si no tienen otro plazo marcado en la ley especial, las declaradas por motivos que no relacionen con las condiciones de trabajo y las que no se sometan a un procedimiento de arbitraje o conciliación. –

X. La alteración injustificada del precio de las cosas. –

XI. La falta de celo y la negligencia de los funcionarios públicos en el desempeño de sus servicios.

Artículo 2.º Podrán ser confinados o extrañados, por un periodo no superior al de vigencia de esta Ley, o multados hasta la cuantía máxima de 10.000 pesetas, ocupándose o suspendiéndose, según los casos, los medios que hayan utilizado para su realización: a) los autores materiales o los inductores de hechos comprendidos en los números I al X del artículo anterior. Los autores de hechos comprendidos en el número XI serán suspendidos o separados de su cargo o postergados en sus respectivos escalafones. Cuando se impongan alguna de las sanciones previstas en esta Ley a una persona individual, podrá el interesado reclamar contra ella ante el señor ministro de la Gobernación el plazo de veinticuatro horas. Cuando se trate de la sanción impuesta a una persona colectiva, podrá reclamar contra la misma. ante el Consejo de ministros en el plazo de cinco días. b) Alúdese a la suspensión de publicaciones periódicas.

Artículo 3.º I. Para suspender las reuniones o manifestaciones públicas de carácter político, religioso o social, cuando por las circunstancias de su convocatoria sea presumible que su celebración pueda perturbar la paz pública. – II. Para clausurar los Centros o Asociaciones que se considere incitan a la realización de actos comprendidos en el artículo I.º de esta Ley. – III. Para intervenir la contabilidad e investigar el origen y distribución de los fondos de cualquier entidad de las definidas en la ley de asociaciones; y IV. Para decretar la incautación de toda clase de armas o sustancias explosivas, aun de las tenidas lícitamente.

Articulo 4.º Queda encomendada al ministro de la Gobernación la aplicación de la presente Ley. Para aplicarla, el Gobierno podrá nombrar Delegados especiales, cuya jurisdicción alcance a dos o más provincias. Si al disolverse las Cortes Constituyentes no hubiesen acordado ratificar esta Ley, se entenderá que queda derogada.

Articulo 5.º Las medidas gubernativas reguladas en los precedentes artículos no serán obstáculos para la aplicación de las sanciones establecidas en las Leyes penales.

Articulo 6.º Esta Ley empezará a regir al día siguiente de su publicación en la Gaceta de Madrid.

 

Se reanudó la discusión del proyecto constitucional con los artículos 46 y 47; el primero definía el trabajo como obligación social protegida por las leyes, fijaba el compromiso de la República «de asegurar a todo traba­jador las condiciones necesarias de una existencia digna»; seguros de enfermedad, accidentes, paro, vejez, invalidez, muerte, salarios mínimo y familiar, vacaciones anuales, etc. Por el artículo 47 la República se comprometía también a proteger al campesino y a los pescadores.

Comenzaron a discutirse (23 de octubre) los artículos 48 y siguientes, relacionados con el problema de la enseñanza. Las enmiendas aceptadas eran de los socialistas que acentuaban con radicalismos el precepto constitucional. Declaraba el artículo: «El servicio de la cultura es atribución esencial del Estado, y lo prestará mediante instituciones educativas enlazadas por el sistema de la escuela unificada», traducción por escuela única, y que significaba el monopolio de la enseñanza por el Estado. «La enseñanza será laica, hará del trabajo el eje de su actividad metódica y se inspirará en ideales de solidaridad humana.» A las Iglesias se les reconocía en el mismo artículo «el derecho sujeto a inspección del Estado, de enseñar sus respectivas doctrinas en sus propios establecimientos». El artículo 50 trataba de la enseñanza en las regiones autónomas.

En el acto se entabló enconado debate a propósito de la lengua. La minoría catalana, más que en la defensa de las prerrogativas del catalán, se distinguía por su obstinación en cerrar el paso al castellano. Inútilmente trataron, mediante enmiendas, los agrarios, Miguel de Unamuno, los socialistas y Sánchez Albornoz, de buscar la avenencia con los adversarios del castellano como idioma oficial de la República. No prosperaron los esfuerzos para que el derecho del Estado a mantener o crear instituciones docentes fuese imperativo y no condicional. Ni transigieron los irreductibles con la propuesta de Unamuno y otros firmantes para que se reconociere obligatorio «el estudio de la lengua castellana, como instrumento de enseñanza en todos los centros de España». Se impuso el criterio de los catalanistas, secundados por quienes trataban de conmover, con lindos tropos, como el de que «resultaba preferible hacer españolismo en catalán a hacer catalanismo en español» Las regiones autónomas —se decía en el expresado artículo— «podrán, organizar la enseñanza en sus lenguas respectivas, de acuerdo con las facultades que se conceden en sus Estatutos. Es obligatorio el estudio de la lengua castellana, y «ésta se usará también como instrumento de enseñanza en todos los centros de instrucción primaria y secundaria de las regiones autónoma.» El Estado «podrá mantener o crear en ellas instituciones docentes de todos los grados en el idioma oficial de la República.»

En una tarde, y apenas sin discusión, se aprobaron los dieciséis artículos del título IV, referentes a las Cortes, muy representativos del carácter parlamentario de la Constitución. El artículo 51 establecía: «La potestad legislativa reside en el pueblo, que la ejerce por medio de las Cortes o Congreso de los Diputados.» Preconizaba esto el régimen unicameral, y contra él se manifestaron diputados de las minorías radicales, progresistas e independientes. Alcalá Zamora concedía al problema tanta importancia, que a su entender «con él se jugaba el porvenir de la República.» A los argumentos doctrinales añadía los hechos acreditados por la experiencia remota y reciente de otros países.» «La Cámara única —decía Alcalá Zamora—, por lo mismo que legisla o puede legislar, si no es perezosa, con lamentable facilidad, promulga muchas leyes en que desborda su tendencia, provocando la reacción del país, lo que hemos dado en llamar el bandazo alternativo de la opinión pública española.» «Con la Cámara única es punto menos que imposible formar mayoría flexible, elástica, cambiable, que, ante nuevas necesidades, se adapte para atenderlas... No se quiere convivir, se aspira a dominar, a la revancha, si se padeció ya la oposición; a excesos precautorios para no verse en ésta, y a mantener la ilusión sobre la perpetuidad del mando.» Otro artículo, el 62, restauraba la Diputación Permanente de las Cortes, copiada de la Constitución de 1812, con mayores facultades que la de antaño, que resurgía, no precisamente, opinaba Alcalá Zamora, «porque se quisiera en nada consultar o atender los antecedentes de vida española, y sí como un medio más de asegurarse la omnipotencia parlamentaria». En virtud del artículo 66 se admitía el «referéndum», pero se excluían de este recurso la Constitución y las leyes complementarias de la misma, los Estatutos y las leyes tributarias. Aclárese — pedía el diputado Barriobero— que el «referéndum» «podrá ser aplicado a todo menos el artículo 26 de la Constitución». Hasta ese extremo desconfiaban de la solidez de su propia obra. El miedo de José Ortega y Gasset ante el abuso de plebiscitos procedía de otro cuadrante: lo inspiraba el temor «a sentir sobre las losas de mármol las sandalias del César que llega».

En el título V, compuesto de diecinueve artículos, concernientes a Presidencia de la República, las discrepancias de las minorías contrarias a lo propuesto en el proyecto parlamentario apenas fueron tenidas en cuenta. El presidente de la República, preceptuaba el artículo 67, es el jefe del Estado y personifica a la Nación. Será elegido (artículo 68) conjuntamente por las Cortes y un número de compromisarios igual al de diputados. Los compromisarios serán elegidos por sufragio universal. El mandato del presidente (artículo 71) durará seis años. Otros artículos se referían a las atribuciones del presidente y a su sustitución en caso de impedimento temporal o ausencia. El artículo 81 declaraba: «El presidente de la República podrá convocar el Congreso con carácter extraordinario siempre que lo estime oportuno. Podrá suspender las sesiones ordinarias del Congreso en cada legislatura sólo por un mes en el primer período y por quince días en el segundo, siempre que no deje de cumplirse la preceptuado en el artículo 58. (El artículo 58 decía: Las Cortes se reunirán sin necesidad de convocatoria el primer día hábil de los meses de febrero y octubre de cada año y funcionarán por lo menos, durante tres meses en el primer período y dos en el segundo.) El presidente podrá disolver las Cortes hasta dos veces, como máximo, durante su mandato cuando lo estime necesario, sujetándose a las siguientes condiciones: a) Por decreto motivado. b) Acompañando al decreto de disolución la convocatoria de las nuevas elecciones para el plazo máximo de sesenta días. En el caso de segunda disolución, el primer acto de las nuevas Cortes será examinar y resolver sobre la nece­sidad del decreto de disolución de las anteriores. El voto desfavorable de la mayoría absoluta de las Cortes llevará aneja la destitución del presidente.,

El artículo siguiente era complementario del anterior: «El presidente podrá ser destituido antes de que expire su mandato. La iniciativa de destitución se tomará a propuesta de las tres quintas partes de los miembros que compongan el Congreso, y desde este instante el presidente no podrá ejercer sus funciones. En el plazo de ocho días se convocará la elección de compromisarios en la forma prevenida para la elección de presidente. Los compromisarios, reunidos con las Cortes, decidirán por mayoría absoluta sobre la propuesta de éstas. Si la Asamblea vota contra la destitución, quedará disuelto el Congreso. En caso contrario, esta misma Asamblea elegirá nuevo presidente.»

Las minorías radical y progresista, ésta por la voz de Alcalá Zamora, hicieron notar que por temor a los abusos del presidente se incurría en el riesgo de convertir el Parlamento en Convención, en el caso de que un presidente disolviera dos veces. Pero este peligro no alarmó a la mayoría.

En la primera decena de noviembre se aprobaron los ocho artículos del título VI, algunos copia literal de la Constitución de Weimar, referentes a Gobierno, nombramiento de ministros, atribuciones del Consejo de ministros, responsabilidad en el orden civil y criminal, órganos asesores. El título VII, concerniente a la administración de justicia, comprendía en sus artículos la independencia de los Tribunales, elección del presidente del Tribunal Supremo, participación del pueblo en la administración de justicia mediante la institución del Jurado, gratuidad de la Justicia, indultos, responsabilidades de los funcionarios judiciales y del Estado e inconstitucionalidad de las leyes. El artículo 102 disponía: «Las amnistías sólo podrán ser acordadas por el Parlamento. No se concederán indultos generales.» La supresión de los indultos generales encrespó a ciertos diputados de extrema izquierda, en cuya memoria vibraba todavía el recuerdo de las grandes campañas de agitación promovidas a cuenta de estas demandas. El presidente de la Comisión, Jiménez de Asúa, adujo las razones que tenían los socialistas para sustentar ese criterio. Hemos traído la República, explicaba, con la esperanza de que todo «desde la raíz al copete ha de mudarse en España». «Todo lo que no sea injertar la democracia en la técnica, será poner en trance de perecer a la democracia. En materia penal hay que cambiarlo todo. Los indultos no son precisos. El indulto general no es más que el viejo recuerdo de un poder monárquico que en sus manos tenía sacar de las cárceles a las gentes o mandarlas a ellas cuando, por razones políticas, le molestaban. El indulto general no tiene defensa posible, porque o es la impunidad o es el jubileo de los delitos. Esto lo hemos visto bien palpable y marcadamente con ocasión del último indulto que con espíritu de máxima generosidad dio el Gobierno hace poco, y ha resultado que de aquellos miles de hombres que salieron de las cárceles casi todos han vuelto a ingresar en ellas. Otra vez están en la cárcel los mismos que la República soltó. Con el Código penal, que reforma el de 1870, al rebajarse las penas, automáticamente se pondrá en libertad a aquellos sujetos que ya han cumplido las que nuevamente se fijan: así, el propio Código penal es el que da margen a una gran generosidad nueva.» La Cámara, convencida, votó en pro de la supresión de los indultos generales.

El título VIII —Hacienda pública— comenzó a discutirse el 21 de noviembre. Se componía de catorce artículos. Crisol (20 de noviembre), lo calificaba de «largo y frondoso», redactado con «un afán detallista impropio de una ley fundamental». El artículo 108 prohibía a las Cortes «presentar enmiendas sobre aumento de créditos a ningún artículo ni capítulo del proyecto de Presupuesto, a no ser con la firma de la décima parte de sus miembros, Su aprobación exigirá, decía, voto favorable de la mayoría absoluta del Congreso».

En una sola jornada (26 de diciembre), quedaban aprobados los cinco artículos del título IX: Garantías y reformas de la Constitución. El artículo 121 instituía con jurisdicción en todo el territorio de la República un Tribunal, «nuevo en la legislación española, denominado Tribunal de Garantías Constitucionales». Copiado de otros similares de Francia, Ale­mania y Austria, se le facultaba para resolver cuestiones del mayor interés, tanto en el orden jurisdiccional como en el político: recursos de inconstitucionalidad de las leyes, de amparo de garantías individuales cuando hubiese sido ineficaz la reclamación ante otras autoridades, conflictos de competencia legislativa y cuantos surgieran entre el Estado y las regiones autónomas y los de éstas entre sí; examen y aprobación de los poderes de los compromisarios, que juntamente con las Cortes eligen al presidente de la República; responsabilidad criminal del jefe del Estado, del presidente del Consejo y de los ministros; responsabilidad criminal del presidente y los magistrados del Tribunal Supremo y del fiscal de la República.» El artículo 125, último de la Constitución, regulaba la reforma de la misma «a propuesta del Gobierno o de la cuarta parte de los miembros del Parlamento». «Acordada la necesidad de la reforma, quedará automáticamente disuelto el Congreso y será convocada nueva elección para dentro del término de sesenta días.»

Como flecos de la Constitución fueron votadas dos leyes transitorias. En virtud de una de ellas, el primer presidente de la República sería elegido en votación secreta, y para su proclamación debería obtener la mayoría absoluta de los diputados en el ejercicio del cargo. La segunda determinaba que la Comisión de Responsabilidades tendría carácter constitucional, transitorio hasta concluir la misión que le había sido encomendada; y la ley de Defensa de la República conservaría su vigencia mientras subsistieran las Cortes Constituyentes, si antes éstas no la derogaban expresamente.

El 27 de noviembre quedó aprobado el dictamen constitucional, en cuyo examen y discusión se habían consumido cincuenta y siete sesiones. Frente a la táctica de Alcalá Zamora, de participación asidua en la discusión de cada artículo, mientras fue presidente del Gobierno, el comportamiento de Azaña se caracterizó por una abstención sistemática. «Desde aquel momento hasta la terminación del debate constitucional — apunta Alcalá Zamora—, el presidente del Gobierno ha dejado en el Diario de Sesiones la huella de cinco líneas y media, que ocupan las palabras pronunciadas en la sesión del 3 de diciembre».

* * *

La Constitución no había sido discutida ni negociada, sino impuesta por la fuerza de una mayoría sectaria, más atenta a las consignas de los partidos que a los dictados de la conveniencia nacional. La oposición de los diputados católicos no logró impedir ningún atropello, «ni influyó en la esencia de las leyes, ni acertó a desviar al Gobierno de su política persecutoria», reconoce Gil Robles. No fue estimada su colaboración ni aceptado su consejo. El proyecto elaborado, como se ha dicho, en su parte principal por los socialistas, conservó el espíritu de sus inspiradores, al cristalizar en leyes fundamentales. Las sesiones de Cortes tuvieron carácter de disputa agria y mitinesca más que de discusión serena y razonable como lo exigía la transcendencia de los temas examinados. El desenlace fue la ruptura, ausentándose de la Cámara los diputados que se sentían agraviados en sus sentimientos y en sus derechos.

Algunos juicios de personajes sobresalientes que colaboraron en el estudio del Código de los derechos ciudadanos, corroboran que la Constitución como consecuencia de los múltiples errores de quienes la concibieron, resultó un engendro que llevaba los virus de la guerra civil y hacía imposible la convivencia de los españoles.

Para Salvador de Madariaga, «la mayoría de los diputados carecían de experiencia parlamentaria, y un número no pequeño de entre ellos eran hombres de espíritu doctrinario y dogmático». «Esta circunstancia fue un verdadero infortunio para la República, pues llevó a las Cortes a poner en pie una Constitución que no era viable.» Los tres defectos capitales de la Constitución eran: «La flojera del ejecutivo, la falta del Senado y la separación de la Iglesia y del Estado.» En sus medidas constitucionales para con la Iglesia cometió la República algunas de sus faltas más garrafales. «Si hubiese tenido la sabiduría de atenerse al Concordato vigente, habría heredado los excepcionales privilegios de que gozaba el Estado español, conquistados sobre el Vaticano en el curso de los siglos por unos monarcas que, si bien devotos hasta el fanatismo, no habían sido nunca clericales. Pero las Cortes estaban comprometidas a la separación por las prédicas de sus partidos, y dieron al mundo el espectáculo de un Estado que se despoja de sus más valiosos privilegios en el momento en que más los necesitaba.»

Al comentar Lerroux las vaguedades y el confusionismo a que se prestan muchos artículos de la Constitución, achaca a ignorancia de los diputados tan graves defectos. «Apartados por hastío —escribe— los espíritus más elevados, quedó la plebe —dice esto olvidándose, sin duda, que en ella figuraban sus propios diputados—, con más instinto demagógico que democrático, pretendiendo intervenir directamente en todas las cuestiones de Gobierno, a pesar de su incapacidad enciclopédica.» Ello explica «el estilo y la tónica de una Constitución inspirada en la desconfianza de los poderes que necesariamente han de formar la arquitectura de la República para tenerlos sometidos al del Parlamento». «A poco que se fije la atención se advertirá cómo se ha procurado subordinar el poder ejecutivo, el judicial y el presidencial a las Cortes. Y no por justo derecho democrático de ejercer una acción fiscalizadora, sino por mero afán de dominación despótica...» «Y así crean una presidencia de la República mezquina, encanijada, sin libertad moral, sin independencia política, sin poder de iniciativa, sin eficacia y, por consiguiente, sin autoridad ni prestigio. El equilibrio de los diversos poderes es una cosa; pero la menos fecunda de las subordinaciones es la que somete la autoridad del jefe del Estado, de los hombres de acción y pensamiento representados por el judicial, a la muchedumbre gregaria de elegidos por un sufragio inorgánico y defectuoso, en un sistema electoral prostituido, para llegar a componer una Asamblea parlamentaria en la que, a poco, los que piensan no hablan, y los que hablan no piensan, confabulación, en fin, de partidos artificiales sin arraigo ni consistencia en la opinión, oligarquías que ejercen la más infecunda, irresponsable y odiosa de las dictaduras.»

Para Alcalá Zamora las Cortes Constituyentes «adolecían de un grave defecto, el mayor sin duda para una Asamblea representativa: que no lo eran, como cabal ni aproximada coincidencia de la estable, verdadera y permanente opinión española». Culpaba de ello a las derechas, «por no haber participado de una manera activa en la contienda electoral, incorporadas plenamente al régimen», pretensión de todo punto imposible, porque los republicanos ni las admitían en su coto, ni consintieron propaganda ni libertad de acción, repudiándolas por enemigas del régimen. Alcalá Zamora reconoce que en las Cortes Constituyentes «predominaron dos tendencias, ambas envejecidas en el mundo». Una, la federalista, que la considera casi extinguida, y otra, «copiada manifiestamente de Francia, donde ya había doblado el cabo de las Tormentas, convirtiéndole en el de Buena Esperanza, fue el anticlericalismo rabioso, el laicismo intransigente». «Parecía que, cual si fueran manuscritos preciosos y textos infalibles, se habían adquirido, y se leían, colecciones de La Lanterne, y algunos, para evitarse la molestia de traducir, nutrían su ideología y cultura en los ejemplares de El Motín, o en los de El Cencerro, en Fray Liberto, y algo más, mucho más peligroso: se copió de Méjico el encono en la lucha religiosa, el deseo de convertirla en guerra civil crónica, encarnizada, de exterminio de aquel sentimiento... y, en definitiva, de no cambiarse el rumbo del país mismo».

No acaban aquí los ataques del que fue Presidente del Gobierno Provisional a la Constitución. Esta se dictó, o se planeó, de espaldas a la realidad nacional. «Se procuró legislar obedeciendo a teorías, sentimientos o intereses de partidos, sin pensar en esa realidad de convivencia patria, sin cuidarse apenas de que se legislaba para España, o como si la Constitución fuese a regir en otro país.»

Y no fueron solas las causas expuestas las que desnaturalizaron la Constitución, sino que entró por mucho, a juicio de Alcalá Zamora, «el espíritu sectario de una fuerza parlamentaria pasajera, y no representativa de la voluntad española, que logró imponerse y tararear el «trágala» mortificante, agresivo e injurioso». «Han hecho de la República, más que una sociedad abierta a la adhesión de todos los españoles, una sociedad estrecha, con número limitado de accionistas y hasta con bonos de privilegio de fundador.» «Se hizo una Constitución que invita a la guerra civil, desde lo dogmático —en que impera la pasión sobre la serenidad justiciera— a lo orgánico, en que la improvisación, el equilibrio inestable sustituyen a la experiencia y a la construcción sólida de los poderes.» «No en vano en alguna discusión famosa, durante el debate constitucional, en nombre del partido que, como ya recordé, pesó más dañosamente para los rumbos de la política, se entonó lírico canto, invocando, provocando a la guerra civil.»

Añadamos a los anteriores el juicio de José Ortega y Gasset, sucinto, pero muy expresivo: «Constitución lamentable, sin pies ni cabeza, ni el resto de materia orgánica que suele haber entre los pies y la cabeza.» Y el de Miguel de Unamuno: «No hay modo de darse cuenta de lo que puede llegar a ser una Constitución urdida o tramada, no por choque y entrecruce de doctrinas diversas, sino de intereses de partidos, o mejor, de clientelas políticas sometidas a una disciplina que nada tienen de discipulado. Así se forja, claro que no más que en el papel, un Código de compromiso henchido, no ya de contradicciones íntimas, que esto suele ser un resorte de progreso, sino de ambigüedades hueras de verdadera contenido. Así se llega al camelo. Y esto es lo peor».

No influyeron en la Constitución, como se ha visto, quienes debían hacerlo por su cultura, sus méritos o su talento. Al revés, «impusieron, dice el historiador Fernández Almagro, su ascendiente los que recogían en sus palabras heces sociales y tópicos ideológicos: selección de los peores, acentuada por lo que tuvo de envidia y de doblez. Falsos preteridos del régimen anterior, el maestro de escuela, el simple empleado, el periodista de calidad dudosa... Se tomaron el desquite a costa de subvertirlo todo, cuando un azar histórico les improvisó diputados». En la enumeración de influencias no debe olvidarse una primordial y decisiva: la masónica. Un contingente tan importante de masones en el Gobierno y en el Parlamento ejercían la suficiente hegemonía para impregnar de espíritu masónico las leyes fundamentales del país. Los artículos más importantes de la Consti­tución están copiados de la Declaración de principios formulada en la Asamblea que celebró la Gran Logia Española en Madrid los días 23, 24 y 25 de mayo y del proyecto redactado por la logia Manuel Ruiz Zorrilla, de Barcelona. En el Boletín Oficial del Gran Oriente Español se publicaron los mensajes de logias extranjeras de felicitación y gozo par la labor desarrollada por los «hermanos» en las Cortes Constituyentes.

* * *

El presidente de la Comisión de Responsabilidades, Manuel Cordero, informaba a la Cámara, reunida inesperadamente en sesión secreta (6 de noviembre) de una filtración escandalosa de cuanto se trataba en la Comisión. De lo por ella discutido y de los acuerdos adoptados tenía inmediato y puntual conocimiento Juan March y Ordinas, poderoso hombre de negocios. Iniciada la averiguación, se vino a descubrir que el confidente era Emiliano Iglesias, diputado radical, el cual había ofrecido al vocal de la Comisión, Simó Bofarull, la cantidad de veinticinco mil pesetas para que en la tramitación del expediente instruido a March se mostrara benévolo y resistiera las presiones que se le hicieran si, como Iglesias suponía, no existían indicios de culpabilidad contra el financiero. Éste, a juicio de Iglesias, era víctima de una injusta persecución y acreedor al amparo de las personas con sentido jurídico.

La Cámara designó a una comisión depuradora, la cual redactó un dictamen proponiendo se declarasen las Cortes incompatibles con Emiliano Iglesias. Los diputados presentes, que eran 153, excepto uno, votaron todos en favor del dictamen. Iglesias quedó separado de la minoría radical. Cuatro días después la misma comisión depuradora manifestaba en otro dictamen «haber llegado al convencimiento moral de que el diputado Juan March se había hecho acreedor a una sanción idéntica a la impuesta a Iglesias». De los 195 asistentes, 191 votaron la incompatibilidad con bolas blancas.

March, a quien el ministro de Hacienda, Prieto, llamó «aventurero de los negocios y de las Compañías», hizo historia ante la Cámara de su vida para explicar el origen de su fortuna. Hijo de familia modestísima, desde muy joven se dedicó a la compraventa de terrenos y parcelación de los mismos, en Mallorca, en Levante y en la Mancha, para vender las parcelas a plazos. Llegó a firmar más de cuarenta mil escrituras. En 1905 emprendió el negocio de los tabacos, interesándose en una fábrica de Argel. En 1911 consiguió el monopolio del tabaco en la zona del Protectorado de Marruecos, y entonces se hizo pública la complacencia de los gobernantes porque fuese un español el monopolista y no una Compaña extranjera. Se le concedió en época de la Dictadura la exclusiva en las plazas de soberanía, pues la Compañía de Tabacos perdía dinero porque los precios se habían envilecido. Lejos de combatir a la República, aseguraba March le había prestado su colaboración; en prueba de ello había retornado a España cinco millones de dólares, producto de venta de unas sociedades eléctricas que poseía en Bélgica.

La animadversión de los republicanos contra March se explicaba porque en el período revolucionario se había recabado con insistencia, y siempre sin éxito, su ayuda económica. En cierta ocasión, refería March, me envió Galarza a un amigo «para decirme que debía cambiar de conducta respecto a la futura revolución, pues por dos veces había evitado que pistoleros llegados de Barcelona me agrediesen y temía que, al final, se produjera el atentado». Alejandro Lerroux cuenta que durante la etapa preparatoria de la revolución, por indicación de Miguel Maura, recibió en su casa a March, y le propuso la operación siguiente: «Calculo -le dijo Lerroux- el valor de mis propiedades inmuebles en más de dos millones de pesetas. Están gravadas en el Hipotecario con hipotecas que ascienden, en cifras redondas, a quinientas mil. Se las vendo a usted a pacto de retro en dos millones. Usted retiene quinientas mil para redimir las hipotecas. Yo entrego un millón a la Junta Revolucionaria y me quedo con otro medio para hacer frente al porvenir. Si triunfa la República, ella pagará este préstamo. Si no triunfa, usted no pierde nada, y yo dejo a los míos, en el peor de los casos, un pedazo de pan.» March rechazó la operación. «Yo no puedo ni debo -dijo- convertirme en banquero de la revolución.»

Tal negativa la revolución no se la perdonó nunca.

El día 12 de noviembre se interrumpió el debate constitucional para presentar a las Cortes la pieza más sensacional elaborada por la Comisión de Responsabilidades: el acta de acusación contra el rey Alfonso XIII, por supuestos gravísimos delitos no probados nunca que habían servido a las izquierdas de base para sus feroces campañas difamatorias contra el monarca, en especial durante la última campaña electoral que acabó con el régimen monárquico. El dictamen aparecía firmado por todos los componentes de la Comisión, con excepción de Royo Villanova y Centeno, que presentaban un voto particular.

Se decía en el documento que «era patente en don Alfonso XIII, desde los albores de su reinado, una irrefrenable inclinación hacia el poder absoluto; su acatamiento a la Constitución fue siempre formulario e ineficiente; eran sus ministros preferidos los que se oponían más duramente a las aspiraciones populares; su principal preocupación fue siempre la de reforzar los resortes del poder personal, distribuyendo por sí mismo los cargos militares, las mercedes y recompensas para suscitar una personal adhesión en el Ejército. El Parlamento lo toleraba sólo a manera de ficción democrática».

En la acusación se imputaban al Rey los delitos y hechos vituperables difundidos tantas veces en la propaganda revolucionaria:

«Los desastres militares en Marruecos..., que denunciaban una organización incompetente e inmoral, como forjada por el favoritismo de un monarca y aguijada por el logro de recompensas, culminaron en la catás­trofe de 1921...» «Nombrada una Comisión para depurar responsabilidades, y cuando se disponía a reanudar sus tareas el día 20 de septiembre, don Alfonso de Borbón, decidido una vez más a oponerse a la voluntad del pueblo, preparó, de acuerdo con algunos generales, el golpe de Estado.» «El carácter palatino de estos militares, que fueron el núcleo de la sublevación, sería bastante a denunciar la anuencia del ex rey, cuya comprobación con numerosos indicios y pruebas es ya un hecho histórico incontrovertible.»

Se añadía: «No es labor propia de este documento, que recoge el estado de conciencia del país, la de descender a referir los pormenores múltiples que establecen la inequívoca deslealtad del monarca en cuanto a sus deberes constitucionales; y su manifiesta intervención como inspirador, primero, como cooperador, después, y como sustentador más tarde, del golpe de Estado desencadenado impunemente por unos generales bajo su amparo, y que durante siete años ha mantenido a España en un régimen de arbitrariedad y de tiranía...» «A la luz del más elemental análisis jurídico, el régimen instaurado por la sublevación militar fue el del poder personal puro y simple, sostenido por la fuerza militar, la que hacía del jefe del Estado el jefe de una sublevación permanente contra el pueblo. En tal situación no cabe señalar la existencia de ministros responsables.» «Don Alfonso de Borbón ha incurrido, con personal y directa personalidad, ante el pueblo español, en el delito de lesa majestad, por haber realizado tales desafueros contra la soberanía del pueblo.» «El sentimiento de que se encuentran invadidos - los representantes del pueblo- al formular esta declaración, es por el dolor de los años malogrados para el progreso de España que ha significado el enjambre de errores de este fatal reinado, en que un pueblo ha tenido que asistir inerme e impotente al espectáculo de su ruina.»

Y la acusación se concretaba así: «La Comisión de Responsabilidades, consciente de su elevado y solemne deber, propone a las Cortes Constituyentes que declaren a don Alfonso de Borbón y Habsburgo Lorena reo de los delitos de lesa majestad contra la soberanía del pueblo español y jefe de una rebelión militar encaminada a cambiar la forma de Gobierno representativo por la de su poder personal absoluto, con lo que mantuvo privado de sus actividades y derechos fundamentales al pueblo durante siete años. Como responsable de este trascendental delito, que libremente y en uso de sus facultades soberanas establecen las Cortes Constituyentes, declara incurso a don Alfonso de Borbón en las siguientes penas: el reo será degradado solemnemente de todas sus dignidades y derechos y títulos, que no podrá ostentar legalmente ni dentro ni fuera de España, de los que el pueblo español, por boca de sus representantes, elegidos para votar las nuevas normas del Estado español, lo declara decaído, sin que pueda reivindicarlos jamás ni para sí ni para sus sucesores.

«Aunque la gravedad de sus culpas le harían merecedor de la pena de muerte, la Comisión, representando el espíritu de la Cámara, contraria en principio a esta pena, propone se le condene a la de reclusión perpetua, en el caso de que pise territorio nacional. Sólo le sería aplicada la pena de muerte en el caso de que por continuar en sus actos de rebeldía, después de destronado por el pueblo, por su personal actuación y la de sus secuaces, pudiera constituir un peligro para la seguridad del Estado republicano. De todos los bienes, derechos y acciones de su propiedad, que se encuentren en territorio nacional, se incautará en su beneficio el Estado, que dispondrá del uso más conveniente que deba darles, siendo preferente el de responder a los perjuicios causados a la administración pública por el estado de inmoralidad administrativa en el que fue notorio su influjo durante las Dictaduras.»

Los diputados de la Comisión Antonio Royo Villanova y José Centeno, en un voto particular, sugerían a las Cortes Constituyentes, y como refrendo al veredicto del pueblo español, «declarar a don Alfonso de Borbón y Habsburgo Lorena responsable del delito de alta traición, cualificado moralmente por el perjurio y jurídicamente por el secuestro alevoso y reiterado de la soberanía nacional, y que por todo ello debía ser condenado a la pena de extrañamiento perpetuo y a la accesoria de inhabilitación, también perpetua, para el ejercicio del cargo público». Cortés Cavanillas recuerda que «pocas semanas antes de la presentación de este voto Royo Villanova tomaba parte en un mitin monárquico en Sevilla». «Durante mi larga, aunque modesta vida política — Royo Villanova —, he actuado siempre en los partidos liberales y figuré últimamente en la extrema izquierda de la Monarquía. Allí me cogió la Dictadura, a la que combatí, noble y francamente » Y al ver a la Monarquía incompatible con la democracia, «entendí que el deber de los monárquicos que juraron la Constitución era defender el orden dentro de la República».

Como defensor del rey intervino el conde de Romanones. No quiso consultar el caso con don Alfonso; «pero habiendo llegado mi propósito — dice el conde— a conocimiento de persona de su intimidad, ésta me dijo que el rey prefería ser condenado sin que nadie se levantara a defenderle. Mi primer impulso, al conocer esta gallarda resolución, fue someterme a ella; pero a punto de anunciar a Besteiro que renunciaba a la palabra, en una especie de alucinación creí escuchar una voz dulcísima de mujer, a la cual rendí culto ferviente toda mi vida, que me decía: «Tu deber es defender a mi hijo.» Ya no dudé. Y sin perder momento salí (de la finca de Toledo) para llegar a Madrid a tiempo de comenzar la sesión.»

Ésta se había abierto a las tres de la tarde, y, suspendida durante dos horas, se reanudó a medianoche. «A esta hora —escribe Romanones— es mi costumbre inalterable estar no ya en el lecho, sino durmiendo. Llegué directamente al Congreso. Sus puertas de acceso y sus alrededores, ocupados por compacta muchedumbre. Dentro, en los pasillos, era tanta la gente, que no se podía circular...; las tribunas, repletas, y en ellas la crema de la aristocracia, atraída por el espectáculo que esperaba presenciar. ¡Qué otro más atrayente que la condena del rey! ¡Y el que pudiera ser maltratado por los «jabalíes» quien se levantara a defenderle!... Aquella noche, la Asamblea Constituyente ofrecía un espectáculo digno de ser retenido. La nota dominante de los congregados era la de rebosante satisfacción. Se sentían orgullosos de haber llegado a la cúspide de la representación de la soberanía nacional y de tener en sus manos nada menos que la cabeza del rey. Y si no la cabeza, porque a ello no se atrevían, sus derechos, su jerarquía y sus honores y su patrimonio.»

«El señor Figueroa tiene la palabra», dijo el presidente. Y el conde de Romanones comenzó la defensa.

Tres veces presidente del Consejo de Ministros, ministro «tantas veces, que ya no las recuerdo», presidente del Congreso y del Senado, y en total cuarenta años de actuación política dentro de la Monarquía, «si guardara silencio hasta los enemigos más iracundos de don Alfonso entenderían que cometía con mi silencio una felonía». Se le condena al rey sin oírle, y sin atenerse a ninguna clase de requisitos ni de forma procesales; se afirma «que manifestó inclinaciones al poder absoluto». «Si juzgáramos por inclinaciones, ¿quién sería el que estuviera libre de condena?» «Se le acusa por su afán de influir en el Ejército para ganar su adhesión e imponerse.» «Si se lo propuso, no lo consiguió. Basta recordar lo que pasó el 14 de abril.» «Se le hace responsable de todo cuanto sucedió en Marruecos.» El conde de Romanones pregunta «si era aquello una época de poder absoluto o si, por el contrario, existía siempre un Gobierno responsable». «Aquí hay algunos que fueron ministros con don Alfonso, ¿alguna vez pusieron al pie de un decreto la firma contra su voluntad, coaccionados? ¿Es que en el expediente Picasso sobre los desastres de Marruecos hay rastro o prueba fehaciente o siquiera indiciaria de una acción directa de don Alfonso con sus jefes?»

«Tampoco puede ofrecerse prueba demostrativa de que el rey inspirase o participase de ningún modo en la preparación de la Dictadura del general Primo de Rivera, causa principal por la cual se le condena. El telegrama del capitán general de Cataluña al de Madrid, general Muñoz Cobo, era taxativo, y exigía al rey con urgencia dar solución a la cuestión planteada.» «Es un general que desde el primer momento se impone al rey de una manera clara, terminante, categórica. La opinión, en su inmensa mayoría, se colocó al lado del dictador, guiada por el odio que tenía a las organizaciones políticas y a sus hombres». La acusación también afirma que don Alfonso fue siempre enemigo de las elecciones. «¿Enemigo de las elecciones el rey de España?», pregunta el conde de Romanones. Si hubiera sido enemigo de las elecciones, ¿estaríais vosotros aquí?» «La pena de degradación y de pérdida de honores y títulos no supone nada, puesto que el rey no está en España. Entonces la Comisión apela a una pena afectiva, de las que afectan al bolsillo.»

El conde de Romanones concluyó su defensa en esta forma: «El que ha sido rey de España fue juzgado y sentenciado por la República vencedora el mismo 14 de abril, que le condenó a la pena de extrañamiento perpetuo. Cuando yo, que tuve el triste honor de flamear la bandera blanca pidiendo el armisticio, hablé con el señor Alcalá Zamora, la condición absoluta que me impuso fue la de que el rey debía salir de España inmediatamente «antes de que el sol se pusiera». Si hubieran pesado sobre él esas responsabilidades de que le acusa la Comisión, se le hubiera negado la salida.» «Se le acusa también de haber influido para realizar actos inmorales con grave perjuicio de la administración. Influir sobre otros no puede constituir un acto personal único, porque es necesario que se diga sobre quiénes influyó. ¿Se pueden saber estos nombres? ¿Qué negocios inmorales eran aquellos? Que se digan. Yo pido a las personalidades del foro aquí presentes que digan si esas acusaciones de la Comisión son admisibles ante el derecho de gentes. Porque a los reyes, en los momentos convulsivos de las revoluciones, se les puede llevar al patíbulo; lo que no se puede hacer es, fríamente, premeditadamente, difamarlos, porque los reyes tienen el mismo derecho que los más modestos ciudadanos a no ser difamados sin pruebas.»

* * *

Había que mantener el dictamen de la Comisión a toda costa, pues, de lo contrario, se desvanecía un mito revolucionario utilizado durante veinte años. Galarza, como vocal de la Comisión, fue designado para repli­car al conde de Romanones, mantener la acusación y repetir la serie de cargos consignados en el acta: responsabilidad de don Alfonso en la Dictadura, propensión al poder absoluto, transformación del Ejército en guardia pretoriana, predominio de camarillas, afanes imperialistas, gobierno al margen de la Constitución. Reconocía el vocal «la posibilidad de que la calificación del delito de lesa majestad y de jefe de una rebelión militar no fueran exactas». Pero hay que pensar «que los delitos que cometen los reyes no están en los artículos del Código, porque se les conceptúa inviolables». Por eso se ha buscado, «sin pensar en el Código», la calificación que les corresponde. Y como la majestad «no reside sólo en los reyes, sino también en los pueblos, y esta majestad ha sido ultrajada por el perjurio del rey, por los atentados que cometió contra el pueblo soberano, por eso hemos definido este delito de lesa majestad», si bien, agrega a continuación, «el delito peculiar de los reyes cuando faltan a la Constitución es delito de alta traición, en el que están comprendidos todos los demás delitos». «Y le condenamos también a la pena de reclusión perpetua para el caso de que volviera a España.»

Resultaba tan burda y disparatada la acusación, que Ossorio y Gallardo, después de reconocer «que cuando él fue ministro, el rey en los despachos y en los Consejos había cumplido perfecta y absolutamente sus deberes de monarca constitucional», y de añadir «que tampoco sabía si el rey trajo la Dictadura», prosiguió en estos términos: «Aquí se nos trae una cosa que se llama proceso, y lo primero que no hay es proceso ninguno, porque no hay ni un papel escrito sobre él, ni un folio... Faltan en absoluto las garantías del procedimiento...»

«Votar este dictamen —añadía —, donde hay tales deficiencias procesales; donde se retuercen los textos legales para llamar delito de lesa majestad al cometido por el rey contra el pueblo; donde se habla de una rebelión militar, sin decir en qué forma participó en ella; donde se establecen penas que no se aplican porque no se pueden aplicar, y que se dejan latentes en lo futuro, por si algún día conviene aplicarlas, dictamen en que ocurren todas esas cosas tiene un carácter de complicación curialesca, de retrotraimiento de textos legales, de cosa minúscula y detallada, que rebaja un poco el tono del debate y la magnitud de la prueba.» Por todo lo cual pedía a la Cámara considerase el proceso judicial «como un gran fenómeno histórico político y con palabras sobrias dictara la resolución que le pareciera conveniente a las necesidades y a la historia de España.»

A medida que avanzaba la sesión se desmoronaba el grotesco patíbulo alzado para «ejecutar» al Rey. El proceso que los fiscales jacobinos inventaron con el propósito de dar a su acusación importancia de acontecimiento histórico se extinguía como hoguera sin combustible. Al advertir el peligro de un final ridículo, un grupo de diputados encabezado por el radical socialista Pedro Rico, presentó una proposición para que las Cortes declarasen a don Alfonso de Borbón «culpable de alta traición, como fórmula jurídica que resume todos los delitos del acta acusatoria». Al defender la proposición aseguró que aquellos momentos «eran los más solemnes en la vida de la Cámara española», pues se trataba de «juzgar toda una vida de delitos, toda una vida de prevaricaciones, toda una vida de traición a España».

Gil Robles, alejado del Congreso con los diputados católicos mientras durase la discusión constitucional, se reintegró a su escaño, «sublevado por el espectáculo que daban las Cortes». Como preámbulo a su intervención, hizo esta aclaración: «Si yo atiendo a mis antecedentes familiares y a mis primeras ideas políticas, podría definirme como antidinástico. En toda mi vida no atravesé los umbrales de Palacio ni pedí, ni esperé, ni obtuve nada del último monarca español.» Dicho esto, opinó así sobre el acta de acusación: «Aquí no hay enjuiciamiento, aquí no hay un procedimiento, aquí no hay nada más que una acusación que se basa en unos indicios y en unos supuestos.» «Hay un principio fundamental en el Derecho político que está por encima de las mismas Constituyentes..., verdadero postulado de la existencia política: la irresponsabilidad del jefe del Estada respecto de aquellos actos que tengan necesariamente el refrendo del ministro, que por este mismo hecho asume toda la responsabilidad de los actos del jefe del Estado.» «Pues si en los actos de don Alfonso pudo existir un abuso de funciones o extralimitación, ha de pasarse a la cuenta de la debilidad o de la pasión de aquellos ministros que no supieron cumplir con su deber y pusieron el refrendo donde no había más que la expresión de la voluntad absoluta del monarca.»

«¿Pero es que se estima que en momentos excepcionales esa responsabilidad de los ministros no cubre la responsabilidad de los actos del rey? Pues la responsabilidad del monarca en este caso se hace siempre efectiva por medio de una revolución. Y la revolución se ha producido con un significado perfectamente definido en los actos del pueblo, que ya antes que vosotros impuso la sanción que estimó conveniente al monarca, porque pudiendo entonces imponerle otra sanción más grave, no tuvo por conveniente el hacerlo. Y si el pueblo no lo hizo, la más alta representación entonces de la República lo sancionó, porque a la hora que don Alfonso abandonaba la capital del que entonces era su reino ya existía un Gobierno provisional de la República, el cual, no solamente autorizó la salida del monarca, sino que puso a su disposición los elementos para que la voluntad del pueblo se cumpliera.»

El discurso de Gil Robles transcurría entre incesantes interrupciones y vocerío de protestas. Algunos diputados se ausentaban airados y gesticulantes para demostrar su furiosa indignación. El acta acusadora se revolvía ahora contra los acusadores. Si el rey era un felón, un tirano y un pozo de delitos, ¿por qué le dejasteis escapar? Eso mismo preguntaba José Calvo Sotelo en un escrito presentado a las Cortes. «La República —decía — pactó con la Monarquía el día 14 de abril. Lo declaran los dos principales personajes que en la negociación actuaron, don Gregorio Marañón y don Niceto Alcalá Zamora, en artículos publicados con su firma en El Sol (17 de mayo de 1931).» «Cualquiera que fuese la delincuencia imputable a don Alfonso es evidente que en aquella jornada la República consideró sanción suficiente y ejemplar el destronamiento. Todo lo demás es subalterno. Y nada más deplorable que la guillotina de papel sellado y prosa curialesca con que los valientes de ahora quieren sepultar el último símbolo de la realeza histórica española.»

El Gobierno es el responsable, exclamó Balbontín, por haber consentido la fuga del Rey. Alcalá Zamora no pudo soportar más y se alzó para justificar su intervención como representante de la República naciente en el pacto con la Monarquía moribunda. Tenía el convencimiento «profundo, absoluto, inconmovible de la culpabilidad del rey; pero no quería que la República naciera con una tragedia sangrienta». Porque la tragedia «era la dificultad de reconocimiento, la atmósfera de desdén, de apartamiento, de execración y de recelo respecto del régimen naciente...

«Además, yo me planteé este problema: ¿Qué hacíamos nosotros con el rey?... Y examinadas las diversas soluciones, sin previo acuerdo de los ministros, se optó por dejarle libre el camino que él se trazara... Y las muchedumbres se lo dejaron expedito por aquella suprema intuición del pueblo español, que sabe guiarse y salvarse en los momentos difíciles de su vida...»

«El proceso del rey ya no existe... Si hay que pedir una responsabilidad porque la revolución no se ensañó con una tragedia, aquí está el culpable, que no niega su culpa ni rehúye la sanción. ¿No habéis visto que a pesar de la valía individual de los oradores, en su conjunto, objetivamente ha habido un descenso, un decaimiento manifiesto en este debate, en proporción con la materia que le sirve de contenido? Y todo lo que aquí añadamos son rúbricas de ejecución de sentencia, rótulos legales, rituarios o de doctrina que aplicamos a un proceso en que ya se produjo la excepción de cosa juzgada. Pero no olvidéis una cosa: todo lo que aquí hagamos, por perfecto que sea, permitirá el arañazo sutil en nombre de la técnica de los juristas: lo que hizo España eso es lo grande, lo definitivo; esa es la sentencia; esa no permitirá revisiones, y esa será confirmada en cuanto podamos presentir sin equivocarnos el rumbo definitivo de España.»

Consideró Azaña llegado el momento de finalizar esta discusión, cuyo principal tema se perdía en alborotada garrulería. Primero proclamó la terminante solidaridad del Gobierno con su antiguo presidente: «Todo cuanto se hizo el 14 de abril fue de común acuerdo, participando todos en la responsabilidad.» «Lo más alto, lo más luminoso, lo que quedará como raro ejemplo en la historia de España es que se haya podido derrocar el régimen en medio de la universal alegría de los españoles, y sin que ni por el pensamiento de un solo madrileño pasase ni un propósito de agresión, no ya un acto, y que haya podido caer una Monarquía tenida por milenaria sin que se haya roto siquiera un cristal, y habiéndose convertido el pueblo en defensor de los restos de la familia real...» «Fue acuerdo unánime del Comité revolucionario que no se tocara a las personas reales.» «El Comité revolucionario ni el Gobierno provisional no tuvieron que tomar ninguna medida para cumplir su propósito: el defensor de la familia real aquella noche fue el pueblo de Madrid.» «Este debate debe terminar inmediatamente. Aceptamos el texto que acaba de leer la Comisión. Responde a la altura de las circunstancias y a los propósitos del debate.» «Este es un proceso de orden político, de fundamento moral y de resonancia histórica.» «Este acto adquiere un valor jurídico y forma de voluntad soberana emanada de las Cortes; y esta noche, con esta votación, se realiza la segunda proclamación de la República española.»

Y acto seguido se aprobó por aclamación la condena del «ex rey de España don Alfonso de Borbón y Habsburgo Lorena». El fallo decía:

«Las Cortes Constituyentes declaran culpable de alta traición, como fórmula jurídica que resume todos los delitos del acta acusatoria, al que fue rey de España, quien, ejercitando los poderes de su magistratura contra la Constitución del Estado, ha cometido la más criminal violación del orden jurídico de su país, y, en su consecuencia, el Tribunal soberano de la Nación declara solemnemente fuera de la ley a don Alfonso de Borbón y Habsburgo Lorena. Privado de la paz jurídica, cualquier ciudadano español podrá aprehender su persona si penetrase en el territorio nacional.

«Don Alfonso de Borbón será degradado de todas sus dignidades, derechos y títulos, que no podrá ostentar legalmente ni dentro ni fuera de España, de los cuales el pueblo español, por boca de sus representantes elegidos para votar las nuevas normas del Estado español, le declara decaído, sin que pueda reivindicarlos jamás ni para él ni para sus sucesores.

«De todos los bienes, derechos y acciones de su propiedad que se encuentren en el territorio nacional se incautará, en su beneficio, el Estado, que dispondrá el uso más conveniente que deba darles.

«Esta sentencia, que aprueban las Cortes soberanas Constituyentes, después de sancionada por el Gobierno provisional de la República, será impresa y fijada en todos los Ayuntamientos de España y comunicada a los representantes diplomáticos de todos los países, así como a la Sociedad de las Naciones.»

* * *

En realidad, los principales apologistas de la inocencia del rey fueron los propios autores o inspiradores del acta. La satisfacción o el aplauso no pasó de los límites del salón de sesiones. El público acogió con indiferencia o con desprecio el resultado de aquella parodia de proceso histórico, defraudado al observar que no se le daba nada de cuanto se le había ofrecido. Si Miguel Maura decía del acta «que estaba compuesta con el mismo aire que un artículo de Hojas Libres», que era tanto como decir prosa agria de libelo, el diario Crisol (13 de noviembre) la calificaba de «asombrosamente pueril, aparatosa, inconveniente en todos los aspectos, materia para toda clase de ironías y preparada con un espíritu leguleyo».

Acto de persecución rencorosa la llamó A B C «La única finalidad de la acusación — decía— es la de vejar y ofender al adversario caído, porque fue el rey. Pero lo fue mucho tiempo: más de treinta años lo ha tenido España al frente de los destinos nacionales, en quieta y pacifica posesión del trono, y no se comprende que haya españoles empeñados en hacerle pasar a la historia, no como el rey que se equivoca y pierde la confianza y la adhesión de su país, sino como un delincuente merecedor de todas las execraciones, descalificado de todas las virtudes personales, al que se le perdona compasivamente la pena capital. ¿Qué nación es ésta, regida tranquilamente tantos años por un hombre tal como lo juzgaban los que para proceder así han tenido que aguardar la retirada y la expatriación del rey, al que algunos de sus acusadores prestaron pleitesía y servicio, aunque menos servicio del que quisieran?» El Debate se expresaba de este modo: «No hay proceso, no se precisan cargos fundados, no hay ley aplicable al caso. No se aduce prueba concreta de extralimitación de las funciones de soberano constitucional. Tampoco se citan nombres ni se aportan pruebas de las inmoralidades administrativas; la acusación de la injerencia del monarca en la preparación del golpe de Estado de 1923 fue gratuita y de injusticia manifiesta. Y en cuanto al delito de lesa majestad contra la soberanía del pueblo, es una invención que no merece ni un comentario. La sesión fue impropia de una Cámara que representa a la nación española. No fue histórica, no tuvo grandeza ni prestigio.»

Don Alfonso XIII agradeció en efusiva carta al conde de Romanones el testimonio de lealtad y afecto que éste le ofreció con su defensa, testimonio de «un valor enorme en estos momentos de inmensas tribulaciones y hondas amarguras». No era la menor «el ver ingratitudes e infidelidades por parte de algunos que mejor que nadie pudieron testimoniar acerca de la pureza de intención en que me inspiré siempre para servir a mi amadísima España, y laborar por su dicha con todas mis fuerzas y energías. Este fue, bien lo sabes, enorme y constante anhelo de mi vida. Confío en que la Providencia hará que triunfe la causa de la verdad y de la justicia».

* * *

El llamado proceso del Rey sirvió de ocasión para que de nuevo la Prensa, que se distinguía por ser enemiga a la Monarquía, reprodujera viejas y fantásticas versiones sobre el capital acumulado por Alfonso XIII durante su reinado, haciendo ascender sus cuentas corrientes y los depósitos de sus valores industriales a cifras fabulosas. La Intendencia de la Casa Real calificó de «infundadas y absurdas» algunas de las afirmaciones y el monarca en una conversación con el duque Alejandro de Rusia concretó: «Cuanto poseo en España lo heredé de mi abuela o de mi madre, o lo compré de mi propio peculio. La mayoría de mis posesiones no me representó jamás beneficio económico de ninguna clase». Según nota del ministro de Hacienda, «de los libros de contabilidad de la Real Casa se podía deducir que en diciembre de 1929 la fortuna del Rey se valoraba en 26.108.850,27 pesetas, a saber: en metálico, 833.664,42; en inmuebles, 788.505,63 y en valores, 24.566.680,22. De esta última cifra corresponden 14.338.255,23 a valores extranjeros, por este orden: Banco Hipotecario Argentino, Shell, Ferrocarriles norteamericanos, Empréstito argentino, Riotinto y Wagons Lits. Los valores nacionales representan un 40 por 100 de la total cartera: corresponden a empréstitos de Madrid, Deuda Amortizable, Bonos oro y Monopolio de Petróleos.

El caudal privado de doña Victoria se valoraba en 2.372.972,82 pe­setas; el del primogénito, en 12.988.672; el de don Jaime, en 2.493.214,06; el de doña Beatriz, en 2.289.610,24; el de doña Cristina, en 1.481.240,70; el de don Juan, en 1.249.379,63, y en cifra aproximada el de don Gonzalo.

Representaba el caudal privado de doña María Cristina un total de 34.197.665,13 pesetas, de las cuales 20.273.920,95 en valores extranjeros. Con arreglo a valoraciones que databan del año 1929, la fortuna de la Familia Real representaba: en metálico 3.862.674,18 pesetas; en inmuebles 5.516.112,48 pesetas; en valores nacionales y extranjeros, 75.595.385,12 pesetas, o sea un total de 84.974.171,78. Todo, según testimonio de la Administración republicana, que se había incautado de los bienes muebles e inmuebles de la Familia Real.

---------------------------

CAPÍTULO IX.

ALCALA ZAMORA, PRESIDENTE DE LA REPUBLICA

 

 

JUAN MARCH

Juan March Ordinas (Santa Margarita, Baleares, 4 de octubre de 1880;-Madrid, 10 de marzo de 1962) fue un empresario y financiero español, considerado uno de los más influyentes del siglo XX.

Sus primeros negocios incluyeron la trata de cerdos, la compraventa de terrenos y el monopolio de tabaco en Marruecos. ​ En ambas guerras mundiales actuó principalmente del lado de los aliados siendo un ferviente anglófilo.​ En 1923 obtuvo su primer acta de diputado en el Parlamento nacional.​ Ya durante la Segunda República la obtendría por las Cortes republicanas de Baleares en 1931 y 1933.

Fundó y participó en periódicos de diversas inclinaciones políticas.​ Su financiación del golpe de Estado de 1936 contra el gobierno de la República fue clave para el éxito de los sublevados.​ Sin embargo, con el paso del tiempo, March se opuso a Franco y apostó por la monarquía. 

Entre sus negocios más relevantes destacan la creación de la compañía Naval Transmediterránea en 1916, de la Compañía de Petróleos Pi en 1925 y de la Banca March en 1926, así como la compra de la Barcelona Traction.

Al final de su vida emerge su figura como mecenas y filántropo creando en 1955 la Fundación Juan March 8en apoyo y fomento a la cultura y la investigación en España, siendo considerada una de las más relevantes en el ámbito internacional.​ Murió en Madrid, a causa de las lesiones producidas en un accidente de tráfico, a los 81 años de edad.

Procedente de una familia campesina de Santa Margarita (Mallorca), era hijo de un tratante de ganado porcino. Estudió comercio en el colegio franciscano de Puente de Inca, pero fue expulsado de la escuela.

Con veinte años se ocupaba de tres negocios de forma simultánea: la venta de cerdos, igual que su progenitor; la compraventa de terrenos y el contrabando de tabaco, una industria tradicional de los hombres de mar.​ Con los beneficios obtenidos compró terrenos de la antigua y arruinada aristocracia mallorquina. Posteriormente se dedicó al contrabando, adquiriendo productos en África y Gibraltar que más tarde eran vendidos en la costa valenciana. En 1906 se dedica a la producción de tabaco, comprando parte de una fábrica de tabaco en Argelia; en 1911 obtuvo de la Compañía Internacional de Tabacos de Marruecos, de capital francés, el monopolio del comercio de tabaco en todo Marruecos, incluido el español. Intervino en la producción de electricidad en Baleares, donde también se hizo con acciones de la Compañía de Tranvías de Palma de Mallorca y Canarias.

Durante la I Guerra Mundial (1915) se vio involucrado en un incidente internacional, al dar suministros a los submarinos austriacos que operaban en el Mediterráneo occidental, resguardados en la isla de Cabrera frente a s'Avall, finca de su propiedad en la costa de Mallorca. Ello costó, a instancias del Primer Lord del Almirantazgo británico Winston Churchill, la expropiación inmediata de la isla a los propietarios por parte del ramo español de Guerra y que nunca la recuperaran.

En 1916 creó la Compañía Trasmediterránea, que con un capital inicial de cien millones de pesetas integraba varias navieras, y controlaba las comunicaciones entre Baleares y Marruecos y el tráfico de cabotaje en Levante. Juan March fue por entonces sospechoso en el asesinato de Rafael Garau el 29 de septiembre de 1916, un apuesto joven de una familia contrabandista rival, amante de su mujer. El sumario del caso estuvo envuelto en todo tipo de irregularidades: cuando un juez estaba a punto de procesar a Juan March, se le destituía o se le trasladaba, y numerosos documentos del atestado terminaron por desaparecer. No hubo forma humana de esclarecer el asunto. Pero el pueblo lo acusó del crimen y la figura de March suscitó tanto odio en el pueblo de Santa Margarita que ya no pudo volver a pisar el lugar.

Habiendo conseguido la protección (mutua) del dictador Miguel Primo de Rivera, en 1926 fundó la Banca March con el objetivo de financiar una parte de sus actividades empresariales. Previamente, en abril de 1923 fue elegido diputado a Cortes por Mallorca por Izquierda Liberal, de Santiago Alba Bonifaz.

En 1921 fue fundador e impulsor del periódico liberal El Día,​ que sería su órgano de expresión personal.​ Pero también tenía parte en Madrid en el izquierdista La Libertad y en el conservador Informaciones (1925).

En las actividades denominadas negocios de guerra y además del avituallamiento de submarinos cabe destacar la venta de miles de fusiles Mauser 98 y millones de cartuchos (7,92 x 57) al cabecilla Abd el-Krim, que en el norte de Marruecos acosaba al ejército español. La entrega se hizo con los fusiles desprovistos de aguja percutora, almacenadas estas en una gabarra que no se liberó hasta que el pago acordado fue satisfecho y los intervinientes se encontraron a salvo. Como consecuencia de todas estas actuaciones, Francesc Cambó dijo de él que era "el último pirata del Mediterráneo".

II República

Establecida la Segunda República en 1931, se inició una investigación de un año sobre sus actividades irregulares. El ministro de Hacienda Jaime Carner llegó a la conclusión siguiente en un famoso discurso: "O la República somete a March, o March someterá a la República". Fue detenido, siendo acusado de colaboración con la dictadura y de contrabando. Los libros de cuentas de March ardieron misteriosamente en Santa Margarita. Finalmente, fue encarcelado en junio de 1932 en la cárcel Modelo de Madrid acusado de llevar a cabo actividades económicas irregulares y de financiar a Primo de Rivera, consiguiendo a cambio el monopolio del tabaco en Ceuta y Melilla. En 1933 fue trasladado a la cárcel de Alcalá de Henares —en la que disfrutaba de numerosos privilegios—,​ de la cual se fugó el 4 de noviembre, sobornando al oficial de guardia Eugenio Vargas y huyendo a Gibraltar. Años más tarde, el régimen de Franco nombraría a este funcionario para altos cargos de Instituciones Penitenciarias. Hechos como esta evasión, que afectó grandemente el prestigio del entonces gabinete provisional de Martínez Barrio, motivaron que March fuese calificado por el exministro Mariano Ansó como "gran corruptor de hombres e instituciones".​ Mientras estaba preso, además, sería elegido el 3 de septiembre como vocal regional del Tribunal de Garantías de la República.​

Salió, pues, March de la cárcel, llegó a Gibraltar y de allí se trasladó a París, donde la evasión alcanzará interés sensacional, porque a su llegada a la capital de Francia convocó a los representantes de la Prensa europea, para razonar las acusaciones y las motivaciones ocultas, declaró en su defensa:

“Colectivamente —afirma el Sr. March— acuso a los que en 1930 vinieron a pedirme dos millones de pesetas para hacer la revolución. La República, me dijeron, le devolverá un millón por cada peseta. Acuso a cuantos me persiguieron, prevaricando a sabiendas, a los que a mi costa falsificaron documentos, a los que cometieron en la tramitación del proceso todos los delitos que es dable cometer en un procedimiento judicial. Colectivamente acuso de prevaricaciones a los ministros del Gobierno Azaña, y de un modo concreto e individual, a los Sres. Carner, Prieto y Domingo. Pero no sólo de prevaricaciones, sino de otros delitos que revisten figura penal. No me refiero, claro está, a los auxilios morales y materiales que algunos de aquellos señores hayan recabado y obtenido de mí, antes de llegar al Gobierno. A los quince días de estar recluido en la cárcel de Madrid, unos amigos o asociados del Sr. Carner, que a la sazón era ministro de Hacienda, los Sres. Viellas, comisionaron un estudio relativo a mis negocios en Marruecos, y, al mismo tiempo, el referido ministro y otros elementos del Gobierno gestionaban «oficialmente», cerca de la «Societé Internationale des Tabacs du Maroc», la rescisión de mi contrato, con el propósito manifiesto y probado de adjudicarlo a sus amigos, y previa oferta a la Sociedad de que esta entidad sería indemnizada cumplidamente. Como ya el director de la Sociedad, y el consejero español, marqués de Caviedes, objetaron al Sr. Carner la imposibilidad de ejecutar la operación sin mi asentimiento, puesto que yo era una de las partes contratantes, el ministro arguyó en su despacho oficial: «No se preocupen ustedes, March pasará en la cárcel todo el resto de su vida».”

  ----------------------------

Emiliano Iglesias Ambrosio (Puenteareas, 28 de julio de 1878 - Madrid, 3 de octubre de 1941)notas 1​ fue un político español.

Hizo el Bachillerato en Pontevedra. Lideró la juventud federal de esa ciudad y en 1894 era miembro del Partido Federal. Licenciado en Derecho por la Universidad de Santiago de Compostela, ejerció durante algún tiempo en Pontevedra donde fue director del periódico La Unión Republicana. En 1904 los círculos republicanos de Pontevedra organizaron un mitin, en el Teatro Circo, en el que habló Alejandro Lerroux, de gira por Galicia. El acto fue convocado a través de un manifiesto firmado por Joaquín Poza Cobas, en nombre de El Grito del Pueblo, Emiliano Iglesias, por la Juventud Republicana, Sebastián Maquieira, por el Casino Republicano, entre otros. Emiliano Iglesias siguió a Lerroux a Barcelona, instalándose definitivamente allí en 1906.

Con Lerroux fundó en Barcelona el Partido Radical, del que fue destacado dirigente. Desde 1906 dirigió El Progreso, portavoz del radicalismo. Desde esta publicación defendió a Francisco Ferrer Guardia cuando fue implicado en el atentado de Mateo Morral contra Alfonso XIII y atacó a Solidaridad Catalana. También fue presidente del Ateneo de Concentración Republicana Radical del VI Distrito de Barcelona. Cuando Lerroux marchó al exilio en Argentina en 1908, se convirtió en el líder del Partido Radical en el interior. En 1909 fue elegido concejal en Barcelona, donde fue acusado de irregularidades administrativas.

Desde las páginas de El Progreso atacó de forma virulenta tanto a la Iglesia católica como al ejército, a causa de la Guerra de Marruecos. Sin embargo, también a partir de 1908 desarrolló una intensa campaña en contra de Solidaridad Obrera con el objetivo de conservar para el radicalismo el apoyo de los sectores obreros barceloneses. A causa de su enfrentamiento con los solidarios, mantuvo una actitud ambigua en relación con los sucesos de la Semana Trágica, lo que no impidió su detención el 31 de julio y su procesamiento en la llamada "Causa contra Trinidad Alted Fornet, Emiliano Iglesias Ambrosio, Luis Zurdo Olivares, Juana Ardiaca Mas e Francisco Ferrer Guardia, por el delito de rebelión militar», siendo, sin embargo, exonerado en marzo de 1910. Después defendió a algunos de los implicados, incluso al mismo Ferrer Guardia, y fue elegido diputado en las elecciones generales de ese año. En 1914 firmó en nombre de su partido el Pacto de Sant Gervasi, mediante el cual los radicales y la Unión Federal Nacionalista Republicana acordaban una coalición electoral en Cataluña para las elecciones de ese año. El pacto no consiguió los resultados esperados, lo que provocó la desbandada de la UFNR. La firma del pacto provocó el distanciamiento entre Lerroux e Iglesias. Este fue elegido concejal en Barcelona en 1917 y detenido durante la huelga general revolucionaria de ese año. Fue elegido diputado en las elecciones generales de 1920 y 1923, yendo al exilio en Francia durante la dictadura de Primo de Rivera.

De vuelta a Barcelona, al proclamar Lluís Companys la República en Barcelona el 14 de abril de 1931, ocupó el gobierno civil, pero fue rápidamente desalojado por los anarquistas, sin llegar a tomar posesión del cargo (Companys fue nombrado gobernador civil por Macià y confirmado poco después por Miguel Maura). En 1931 fue elegido diputado en las Cortes Constituyentes por el Partido Republicano Radical en la circunscripción de Pontevedra, dentro de la candidatura liderada por la Federación Republicana Gallega. Durante esta legislatura, fue el vicepresidente del comité que redactó el proyecto de constitución. Revalidó su acta de diputado en 1933, de nuevo por Pontevedra, y fue nombrado embajador en México. No consiguió acta en las elecciones de febrero de 1936.

--------------------------------------------

ÁNGEL GALARZA GAGO (Madrid, 4 de noviembre de 1891-París, 26 de julio de 1966) fue un jurista y político español, miembro sucesivamente del Partido Republicano Radical Socialista (PRRS) –a cuya fundación contribuyó en 1929–, del Partido Republicano Radical Socialista Independiente (PRRSI) y del Partido Socialista Obrero Español (PSOE). Ocupó los cargos de fiscal general de la República, director general de Seguridad y ministro de la Gobernación durante la Segunda República Española y la posterior guerra civil.

Oriundo de Zamora, Ángel Galarza nació en Madrid. Estudió la carrera de Derecho en la Universidad de Madrid, donde se licenció en 1919, se doctoró en 1921. De amplia formación jurídica, especializado en derecho penal, ejerció de abogado criminalista.

Su primera etapa fue de militancia socialista, afiliándose a la Agrupación Socialista Madrileña del partido Socialista Obrero Español (PSOE) en junio de 1919. Al cabo de unos años se alineó en las filas del republicanismo. En 1920 Trabajó inicialmente en la redacción del periódico El Sol (1920) y, posteriormente, en La Voz, donde trataba la información municipal y de tribunales y, alguna vez, la vida parlamentaria.

Fue detenido en 1929 por su participación en la preparación de un movimiento militar y civil en Murcia contra la dictadura de Primo de Rivera. Coincidió en la cárcel, entre otros, con Marcelino Domingo, Álvaro de Albornoz y Benito Artigas, con quienes fundó, ese año, el Partido Republicano Radical Socialista (PRRS) que, tras varias reuniones preparatorias en el Ateneo de Madrid, fue uno de los impulsores del Pacto de San Sebastián en el verano de 1930.1

Su participación en el movimiento prorrepublicano de diciembre de 1930 le llevó de nuevo a la cárcel. Su proceso fue desglosado (separado) del de los firmantes del manifiesto republicano y compareció solo ante un tribunal de guerra que le impuso una condena más dura que la del resto de los encausados. Se encontraba aún en prisión al caer la Monarquía en abril de 1931.

Ya con la Segunda República, el gobierno provisional lo nombra fiscal general de la República​ y poco después director general de Seguridad3​ puesto del que tomó posesión el 16 de mayo de 1931, siendo el creador de la Sección de Guardias de Asalto y de Vigilantes de Caminos dentro de los cuerpos de Seguridad, teniendo como segundo a Agustín Muñoz Grandes. Galarza fue también subsecretario del Ministerio de Comunicaciones. También fue concejal del Ayuntamiento de Madrid en abril de 1931 y Diputado en Cortes por Zamora (junio de 1931), en representación del Partido Republicano Radical Socialista.

En febrero de 1932 la Asamblea local de Madrid del PRRS lo expulsó del Partido y aunque asistió al III Congreso del mismo, celebrado en Santander en mayo de 1932, acabó abandonándolo para ingresar tiempo después en el Partido Socialista Obrero Español (1933), muy próximo a las tesis de Francisco Largo Caballero. Tras las elecciones generales de España de 1936, en las que salió elegido diputado por el PSOE en Zamora, su discurso político se radicaliza.

Durante su paso por las Cortes republicanas participó en las Comisiones de Responsabilidades, Presidencia y Reforma del Reglamento en la legislatura de 1931 a 1933 y en las de Actas y Calidades, Justicia, Gobernación, Presidencia, Suplicatorios y Reforma de Reglamento en la legislatura de 1936 a 1939.

Guerra Civil

Al producirse el golpe de Estado que dio lugar a la Guerra Civil huyó de Zamora aconsejado por el también diputado y amigo suyo Antonio Rodríguez Cid, huyendo posteriormente a Portugal sin esperar la llegada de los mineros de Ponferrada.

Una vez iniciada la guerra civil, el 4 de septiembre de 1936, se hizo cargo del Ministerio de la Gobernación en los gabinetes presididos por Francisco Largo Caballero de septiembre de 1936 a mayo de 1937. Posteriormente, fue vocal del Tribunal de Responsabilidades Civiles.

Aunque durante el ministerio del general Sebastián Pozas, apenas se tomaron medidas para acabar con los paseos, fue Ángel Galarza quien sí firmó varias medidas legislativas con el objeto de atajar este clima de violencia especialmente grave en Madrid.​ Su labor se vio seriamente manchada por las matanzas de Paracuellos, y aunque es acusado por algunos autores (César Vidal)​ como uno de los responsables, otros como Ian Gibson descargan esa responsabilidad. Según Gibson (citando a su vez a Mijaíl Koltsov), el traslado de los presos derechistas encarcelados en las cárceles madrileñas fue acordado en el Consejo de Ministros del 1 de noviembre, siéndole encomendada la tarea a Galarza.​ Para Gabriel Jackson, Galarza jamás pudo establecer un control efectivo sobre los guardianes de la prisión, hombres con las ideas más elementales sobre la justicia y algunos con largos antecedentes penales, quienes interpretaron las órdenes de evacuación a su modo.​ El día 6, la cercanía a la capital del Ejército Franquista provoca que el gobierno republicano decida trasladarse a Valencia.​ Sin embargo, para entonces las evacuaciones seguían sin haber comenzado.​ El gobierno republicano abandonó la ciudad ese día, incluidos Galarza y Manuel Muñoz Martínez, a la sazón director general de Seguridad.

Fue cesado tras los Sucesos de Mayo en Barcelona, y la posterior caída del gobierno de Francisco Largo Caballero.

Estuvo exiliado en México y Francia. Falleció en París el 25 de julio de 1966.

------------------------------

PEDRO RICO LÓPEZ (Madrid 1888, Aix-en-Provence 1957) fue un abogado y político republicano español,alcalde de Madrid en dos ocasiones (1931-1934 y 1936). Murió exiliado en Aix-en-Provence,Francia, en 1957. Es autor de la obra Roja, amarilla y morada publicada en 1950.

Estudió Derecho en la Universidad Central de Madrid, donde se licenció en 1910. De ideología antimonárquica, fue uno de los fundadores de la Juventud Escolar Republicana. Posteriormente formó parte del Partido Republicano Federal, antes de ser uno de los organizadores del Grupo de Acción Republicana de Manuel Azaña.

Fue propuesto por su partido como candidato por Madrid en la candidatura de la Conjunción Republicano-Socialista para las trascendentales elecciones del 12 de abril de 1931 (que llevaron a la renuncia a la Jefatura del Estado de Alfonso XIII y la proclamación de la II República). Rico obtuvo el puesto de concejal por el conservador distrito de Buenavista (donde aunque fue el candidato de la Conjunción menos votado, de los tres presentados, obtuvo 9.905 votos por 6.299 del primer candidato monárquico, el antiguo alcalde de Madrid, Fernando Suárez de Tangil y Angulo, conde de Vallellano). Su carácter popular y su cercanía a las organizaciones obreras socialistas le llevaron a que día 15 fuese elegido alcalde por la corporación municipal (las elecciones habían otorgado treinta concejales a la conjunción republicano-socialista, repartidos a partes iguales entre socialistas y republicanos, y veinte a los monárquicos; el alcalde era elegido por votación entre los concejales del ayuntamiento). Desempeñó el cargo de alcalde hasta el 6 de octubre de 1934, cuando las autoridades locales pertenecientes a partidos de izquierda fueron destituidas tras los sucesos revolucionarios de Asturias y Cataluña.

En las elecciones a Cortes Constituyentes formó parte de la candidatura por la circunscripción de Madrid capital de nuevo por la coalición republicano-socialista, dentro del cupo correspondiente a Acción Republicana, el partido de Manuel Azaña, obteniendo el escaño. Obtuvo 124.227 votos, siendo el cuarto candidato más votado de la circunscripción madrileña.

Con un amplio sobrepeso, Rico fue muy popular en Madrid. La instalación en 1934 de un tipo de papeleras panzudas, que recordaban a la silueta del alcalde, fueron bautizadas popularmente como "pedritos". Los republicanos pusieron su nombre al panzudo avión estadounidense Grumman G-23 fabricado en 19317 Como alcalde, fue el encargado de recibir la Casa de Campo, hasta entonces patrimonio real, cedida al pueblo de Madrid por el gobierno provisional de la República de manos de Indalecio Prieto, ministro de Hacienda (1 de mayo de 1931). También organizó el festejo inaugural de la plaza de toros de Las Ventas, presidida por el presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, con el fin de recaudar fondos para obreros parados de la ciudad (17 de junio de 1931). Su mandato estuvo enfocado en resolver los problemas sociales de la ciudad, reduciendo el paro, mejorar la enseñanza y conseguir viviendas para las clases proletarias. Colaboró con el ministro de Obras Públicas, Indalecio Prieto en la prolongación de la Paseo de la Castellana, la construcción de los Nuevos Ministerios y el plan de reforma de la ciudad propuesto por Zuazo y Jansen, el cual apenas pudo iniciarse. También se encargó de la prolongación de la calle Serrano, la construcción de una estación depuradora de aguas residuales y la construcción de varias calles del Ensanche de Madrid. De esa colaboración entre el ayuntamiento y el gobierno de la República surgen también otros proyectos emblemáticos para la capital, como la "Playa de Madrid" (1932) o el proyecto de carretera que enlazaría la ciudad con la cercana Sierra de Guadarrama.

En la etapa de Pedro Rico como alcalde, además, fueron construidos el mercado central de frutas y verduras de Legazpi (en los terrenos del Matadero) y el de pescado de Puerta de Toledo, así como otros mercados municipales como el de Olavide, o el de Antón Martín y se proyectaron otros como el de Maravillas o el de Embajadores; comenzaron a circular los primeros autobuses urbanos de dos pisos, similares a los londinenses (y hoy desaparecidos); se amplió la red de tranvías, alcanzando su máxima extensión histórica, y la del suburbano, en su segunda etapa como alcalde, con la ampliación de la línea 3 desde Embajadores hasta Legazpi; se construyeron nuevos baños públicos en Bravo Murillo y la Guindalera y se transformaron las antiguas caballerizas del Palacio de Oriente, bajo la dirección del arquitecto aragonés Fernando García Mercadal, constituyéndose los Jardines de Sabatini en los terrenos que ocupaban las anteriores.

A pesar de su cercanía a las organizaciones obreras, Rico pertenecía al ala derecha de Acción Republicana. En la elección del consejo nacional del partido de septiembre de 1931, Rico perdió su puesto de consejero, lo que ha sido interpretado por los historiadores como una derrota del ala derecha del partido a la que Rico pertenecía.14 En mayo de 1934, Rico se unió al Partido Radical Demócrata, recién formado por Martínez Barrio, en el que agruparon los radicales disconformes con la colaboración con la CEDA. Los radical demócratas serían uno de los grupos que crearían posteriormente Unión Republicana. Tras la creación de este último partido, en diciembre de 1934, Pedro Rico fue elegido miembro de su comité ejecutivo nacional.

En 1936, Rico se presentó a las elecciones de febrero como representante de Unión Republicana en las listas del Frente Popular por Córdoba, obteniendo acta de diputado.

Al acceder el Frente Popular al poder, fue repuesto en la alcaldía (20 de febrero). Sin embargo, una vez estallada la Guerra Civil, a pesar de declaraciones triunfalistas, su gestión fue un fracaso, puesto que se vio incapaz de garantizar el abastecimiento, al tanto que el orden público apenas se mantuvo. Al llegar noviembre e irse acercando las columnas franquistas, participó en los mítines en los que se llamaba a la resistencia, animando a los madrileños y llegando a afirmar que moriría antes que salir de la ciudad.

Sin embargo, al huir el gobierno de Largo Caballero a Valencia el día 6 de noviembre, Pedro Rico se unió a la comitiva gubernamental, huyendo de la ciudad asediada (se trata del episodio bélico conocido como batalla de Madrid), tras firmar un decreto en el que delegaba la alcaldía en el teniente de alcalde «por tener que ausentarme de esta ciudad para desempeñar una misión que me ha sido confiada por el Frente Popular». No obstante, milicianos anarquistas de la columna de Del Rosal, controlaban Tarancón (Cuenca), por donde pasa la carretera a Valencia. Aunque los primeros coches, donde iba Largo Caballero, pasaron por la localidad sin impedimento, cuando los milicianos se percataron de que era todo el gobierno el que se dirigía a Valencia, ordenaron parar a los coches y hacer salir a sus ocupantes. Los ministros miembros de la CNT Juan López y Juan Peiró fueron obligados a volver a Madrid, al igual que el alcalde, que como tal debía permanecer con sus conciudadanos. El resto de la comitiva, tras una tensa escena y consultas con la jefatura libertaria, pues los anarquistas amenazaban con fusilarles, fue autorizado a seguir.

Pedro Rico fue obligado a volver a Madrid ya que no pudo llegar a Valencia con el resto del gobierno. Se asiló en la Embajada de México, huyendo poco después de nuevo hacia Valencia oculto en el portaequipajes del Nili, banderillero de Juan Belmonte, desde donde consiguió embarcar para América.

El día 13 se constituyó el nuevo ayuntamiento, con Cayetano Redondo al frente de la Alcaldía, junto con Julián Besteiro, Rafael Henche (quien sucedió en 1937 a Cayetano Redondo) y Wenceslao Carrillo.

Desde Valencia partió a Francia y desde allí a México, donde escribió un breve libro sobre la bandera republicana, Roja, amarilla y morada, publicado en 1950 en Buenos Aires por las Ediciones de Información y Propaganda de la República Española y reeditado en 2006 por el Ateneo Republicano de Galicia (ARGA).

En 1941, ya exiliado desde 1937, el Movimiento Nacional de la dictadura franquista, sentenció a Pedro Rico López a inhabilitación absoluta por quince años, extrañamiento (expulsión del país según el art. 86 del Código Penal vigente en 1941) por quince años y al pago de diez millones de pesetas. Parte del texto de la sentencia n.º 170 es el siguiente:

"En Madrid a 13 de marzo de 1941, RESULTANDO que de las pruebas, informes y antecedentes aportados a las diligencias, aparece justificado que el referido expedientado ha figurado siempre en partidos de ideologías de extremas izquierdas, habiendo desempeñado la Alcaldía de Madrid al advenimiento de la República de 1931, y después en 1936, al apoderarse el frente popular del poder, en cuyo cargo le sorprendió el Movimiento Nacional, dedicándose a arengar a excitar a las masas empleando todos los medios, incluso la radio, en términos asaz violentos y demagógicos, así mismo fue Diputado a Cortes desde expresado año 1931, hasta que huyeron a Francia por evitar caer en poder de las Fuerzas Nacionales, desempeñando varios cargos en distintas Comisiones Parlamentarias, distinguiéndose en su intervención acusadamente demoledora para todo lo que significara orden y familia, y del más caracterizado laicismo, siendo el autor de una proposición en octubre de 1936 para la concesión de plenos poderes al Gobierno que entonces presidía Largo Caballero, en orden a las circunstancias de entonces; parece ser se le persiguió algo por elementos que se tachaban más extremistas, refugiándose en la Embajada de México, saliendo al extranjero como agregado a la Embajada roja de Bruselas, desde donde siguió laborando a favor del Frente Popular y en contra del Movimiento Nacional. No se le reconocen bienes de su propiedad, y tiene un hijo mayor de edad ... FALLAMOS, que debemos condenar y condenamos al expedientado don Pedro Rico López a las sanciones de inhabilitación absoluta por una período de 15 años; la de extrañamiento por el mismo período de 15 años; y a la económica de pago de 10 millones de pesetas, que se harán efectivas en la forma dispuesta en la Ley de 9 de febrero de 1939, en relación con el Código Penal Común, adoptando para ello las medidas pertinentes". Manuel Giménez Ruiz, Presidente del Tribunal Regional de Responsabilidades Políticas de Madrid, siendo los vocales don Fermín Lozano y don Alfonso Senra y el secretario don Antonio Carrasco Cobo.

Murió en Aix-en-Provence, Francia, en 1957.

---------------------------------------

CONDE DE ROMANONES

Álvaro Figueroa y Torres (Madrid, 9 de agosto de 1863-Madrid, 11 de septiembre de 1950), conocido por su título nobiliario de conde de Romanones, fue un político, empresario y terrateniente español.

Preboste del Partido Liberal, a lo largo de su carrera política fue senador por la provincia de Toledo, presidente del Senado, presidente del Congreso de los Diputados, varias veces ministro y tres veces presidente del Consejo de Ministros durante el reinado de Alfonso XIII. Considerado en su época como uno de los grandes terratenientes de España, estuvo estrechamente ligado a los capitales franceses y sería accionista de importantes empresas españolas de la época, como Peñarroya, Minas del Rif, ferrocarriles, etc. Ostentó el título nobiliario de I conde de Romanones.

La historiografía ha presentado al conde de Romanones como epítome de todas las lacras —clientelismo, corrupción, despotismo— del sistema político de la Restauración.

Juventud y primeros años

Nació el 9 de agosto de 1863, en la casa de Cisneros —situada en la plaza de la Villa de Madrid. Fue el cuarto hijo de Ignacio de Figueroa Mendieta y Ana de Torres Romo, marqueses de Villamejor y de acaudalada familia, con propiedades inmobiliarias e importantes posesiones en Guadalajara y propietarios de las minas de La Unión (Murcia). En su juventud sufrió un accidente que le dejaría una cojera permanente, muy comentada en su época. Cursó estudios de derecho por la Universidad de Madrid (1884); posteriormente se doctoró en la Universidad de Bolonia,7 a donde se trasladó con la idea de especializarse en Derecho político, aunque no ejerció la abogacía, dedicándose a la política y a los negocios. Apoyado en sus inicios por su suegro, el ilustre político y jurisconsulto Manuel Alonso Martínez, comenzó su actividad política como diputado por Guadalajara en las primeras Cortes de la regencia de María Cristina —desde 1888 a 1936 se mantendría como diputado sin interrupción por Guadalajara—, pasó después a concejal del Ayuntamiento de Madrid. Se convertiría en alcalde de la ciudad el 15 de marzo de 1894 sucediendo a Santiago de Angulo.8 Su carrera política desde sus inicios estuvo siempre vinculada al Partido Liberal fundado por Práxedes Mateo Sagasta, del que llegó a ser uno de sus principales líderes.

Fue ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes con Sagasta (1901-1902), mandato durante el cual adoptaría importantes medidas: promulgó la incorporación del sueldo de los maestros al presupuesto general del Estado, la reforma de la enseñanza primaria la cual incluyó la aprobación de un nuevo plan de estudios que estaría vigente hasta 1937, una ampliación de la edad escolar obligatoria, etc. En 1903 fundaría un periódico político de carácter personalista: el Diario Universal.

Tras del asesinato de Canalejas quedó convertido en jefe indiscutible de una de las principales facciones del Partido Liberal. Otro notable del partido, Manuel García Prieto, acaudillaría una escisión opuesta a la facción mayoritaria romanista,13 el llamado Partido Liberal Democrático. A finales de 1912 Figueroa formó un nuevo gobierno, durante el cual comenzó el establecimiento del Protectorado de Marruecos. Poseedor de intereses económicos y mineros en Marruecos, esta circunstancia le llevaría a acercar posturas con Francia para así ganarse su apoyo. Dichos intereses eran compartidos con la familia Güell y el marqués de Comillas a través de la Sociedad Española de Minas del Rif.

En 1913 autorizó la venta a la Galería de Pintura de Berlín (perteneciente a los Museos Estatales de Berlín) del retablo de Monforte de Lemos, con la Adoración de los Reyes de Hugo van der Goes.

Tras el estallido la Primera Guerra Mundial el gobierno de Eduardo Dato declaró la neutralidad española ante el conflicto. El conde de Romanones, abiertamente francófilo,16 publicaría en el Diario Universal un famoso artículo —«Neutralidades que matan»— en el cual atacaría abiertamente la declaración de neutralidad y asoció la causa de los Aliados con el interés nacional español. Su posición abiertamente aliadófila contrastó con el posicionamiento germanófilo que predominó en las élites y las huestes conservadoras. En diciembre de 1915 formó un nuevo gobierno, dando un giro a la política exterior, decantándose por los aliados y enfrentándose a Alemania a raíz del incidente en el que buques españoles fueron torpedeados por submarinos alemanes. Pero fue incapaz de resolver los problemas sociales internos del país y se vio constantemente atacado por la prensa germanófila.

Romanones y su gobierno también padecieron el bloqueo parlamentario a manos de los catalanistas de la Lliga Regionalista, que a lo largo de 1916 bloquearon sistemáticamente todos los proyectos de ley en el Congreso. La intención del gobierno de exigir pruebas de aptitud física y profesional como requisito para los ascensos militares fue el detonante que llevaría a la constitución, en 1917, de las llamadas Juntas de Defensa. En abril de 1917, debiendo hacer frente a una grave crisis general, el gabinete cayó.

Gobierno de Romanones (1918) En marzo de 1918 se integró en el llamado «gobierno de concentración nacional» de Antonio Maura desempeñando las carteras Instrucción y Justicia, y poco después lo haría en el efímero gobierno de García Prieto como ministro de Estado. A finales de ese año fue encargado nuevamente de presidir un gobierno, que debió lidiar con la agitación autonomista en Cataluña y con una elevada conflictividad laboral que alcanzaría su cénit con la Huelga de «La Canadiense». Por ello, el gobierno Romanones decretó en enero de 1919 la suspensión de garantías constitucionales para la provincia de Barcelona, medida que meses después extendería a toda España.

Romanones recibiendo a Ángel Pestaña en 1922. Pero al mismo tiempo, emprendió medidas contemporizadoras con la clase obrera. El 3 de abril de 1919 firmaría el llamado «Decreto de la jornada de ocho horas», por el cual se introducía de forma oficial la jornada laboral de ocho horas —una reivindicación histórica de los trabajadores y también, en marzo de 1919, aprobó el denominado Retiro Obrero que constituyó el primer seguro de jubilación de carácter obligatorio para los obreros, establecido en España. El gobierno Romanones terminaría cayendo en abril de 1919.

En septiembre de 1922 se integró como ministro de Gracia y Justicia en el gobierno de concentración liberal de García Prieto, el que iba a ser el último gobierno constitucional de la monarquía. En mayo de 1923 pasaría a ocupar la presidencia del Senado, cargo que desempeñaba todavía cuando en septiembre de ese año el general Primo de Rivera dio su golpe de Estado.

Llegó a aparecer nombrado en Luces de bohemia, obra teatral de Valle-Inclán, como paradigma del hombre inmensamente rico.

De Alfonso XIII a la guerra civil

Tras la instauración de la dictadura de Primo de Rivera se mantuvo al margen de la política. No obstante, en 1926 encabezó una conspiración que buscaba derribar al régimen —la llamada «Sanjuanada»—. El dictador, enterado de la conspiración, logró desbaratarla y arrestó a sus cabecillas; a Romanones le impuso de multa 500.000 pesetas.

Caída la dictadura, pasó a formar parte del gobierno presidido por el almirante Juan Bautista Aznar, en el que se integró como ministro de Estado. El propio Alfonso XIII habría insistido especialmente en que Figueroa formase parte del gabinete, a pesar de la oposición de figuras como Melquíades Álvarez o Burgos Mazo. A pesar de la grave crisis que atravesaba el régimen, creyó que la situación se resolvería satisfactoriamente para la monarquía. Fue el Conde de Romanones el que concibió la restauración de la «normalidad constitucional» mediante la celebración de elecciones municipales, provinciales y, finalmente, a Cortes. Sin embargo, tras el resultado de las candidaturas monárquicas en las elecciones municipales de 1931, aconsejaría al monarca que abandonara España. De cara a los periodistas manifestó: «El resultado de las elecciones no puede ser más lamentable para los monárquicos. Esta es la realidad, y es preciso decirla, porque ocultarla sería contraproducente e inútil».

Por encargo del monarca, Romanones se entrevistó personalmente con Niceto Alcalá Zamora y el comité revolucionario, pactando el traspaso pacífico de poder al Gobierno Provisional de la República sin intervención militar, a cambio de garantizar la vida del rey y de su familia. Ya instaurada la República lograría reconstruir su entramado clientelar-caciquil en la provincia de Guadalajara, al punto de poder servirse del mismo y obtener acta de diputado en las Cortes republicanas por tres ocasiones. No obstante, su peso político fue insignificante, si bien intervino con decisión en defensa de la figura del rey Alfonso XIII en el exilio, y de su propia gestión.

No participó en la conspiración militar que llevaría a la guerra civil. El estallido de la contienda, el 18 de julio, le sorprendió en la localidad guipuzcoana de Fuenterrabía, en cuyo ayuntamiento sería puesto bajo custodia; posteriormente sería trasladado a San Sebastián. Romanones lograría pasar a Francia gracias a las gestiones del embajador francés, Jean Herbette. Durante el conflicto se convirtió en seguidor de Franco, regresando a la zona ocupada por el ejército sublevado en 1937. Fue uno de los veintidós miembros de la comisión que, presidida por Ildefonso Bellón, estuvo encargada de elaborar un informe que trató de justificar la ilegimitidad del gobierno republicano, y que sería entregado al ministro de interior franquista, Ramón Serrano Súñer, en febrero de 1939, el dictamen sobre la ilegitimidad de los poderes actuantes el 18 de julio de 1936.

Tras el conflicto, se ocupó de completar sus memorias, desarrollando actividades relacionadas con la Real Academia de la Historia y la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación. Fue procurador de las primeras Cortes franquistas entre 1943 y 1946, en calidad de director de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.41 Aunque alejado de la primera línea de la política, hacia 1943 mantuvo contacto epistolar con el pretendiente Juan de Borbón.

Falleció en Madrid el 11 de septiembre de 1950.

 

CAPÍTULO IX.

ALCALA ZAMORA, PRESIDENTE DE LA REPUBLICA