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CAPÍTULO 78.

TREINTA Y TRES PARTIDOS POLÍTICOS REPRESENTADOS EN LAS CORTES

 

Continuaban incesantes en pueblos y ciudades las expansiones denominadas jubilosas por el triunfo electoral, y con el fin de poner resonante y formidable remate, se eligió el primero de marzo para una conmemoración grandiosa. En Cataluña y Oviedo, los protagonistas de la insurrección fueron exaltados en apoteosis populares. Unas 250.000 personas participaron en Madrid en un desfile que, por el colorido soviético que supo darle la astucia de los comunistas, resultó digno de la Plaza Roja de Moscú.

A la cabeza de la manifestación iban los diputados socialistas, comunistas y republicanos del Frente Popular. Interminables legiones de milicianos, pioneros, células y radios comunistas, uniformados, con sus camisas rojas o azul pálido, corbatas rojas, muchos con su correaje. Avanzaban acompasados al redoble lúgubre del «U-H-P» (Unión de Hermanos Proletarios), dicho a coro o entonando La Internacional, La Joven Guardia o la Canción de los Pioneros, himnos de lucha y de furor revolucionario.

De La Joven Guardia, himno de la Juventud Obrera y Campesina son estas estrofas

«Mañana, por las calles,

Masas en triunfo marcharán;

Ante la Guardia Roja,

Los poderosos temblarán.

Somos los hijos de Lenin,

Y a vuestro régimen feroz,

El comunismo ha de abatir

Con el martillo y con la hoz.»

Unas horcas de las que pendían unos muñecos, caricaturas de Gil Robles, Calvo Sotelo y del general López Ochoa provocaban la rechifla de las gentes. Banderas rojas por doquier con la hoz y el martillo y retratos descomunales de los jefes supremos y definidores marxistas. La imponente demostración se detuvo ante el Palacio de la Presidencia en la Castellana y, desde una de las terrazas, Azaña declaró que la República había sido reconquistada por el pueblo y que éste no se la dejaría arrebatar. Las peticiones formuladas por los manifestantes contenían la reposición e indemnización de los trabajadores despedidos con motivo de las huelgas políticas durante 1934; la aplicación inmediata de los beneficios de la amnistía a todos los delitos de carácter social y que con ellos tenga relación, aunque estén clasificados como delitos comunes; castigo de los culpables de la represión de Asturias y en el resto de España, «incluyendo en la responsabilidad a todos los que desde el Gobierno y otros puestos del Estado han amparado y fomentado los horrores de la represión», «separación del ejercicio de sus funciones y mandos de todos los enemigos del régimen republicano que entorpecen y sabotean el espíritu democrático; absorción del paro con un vasto plan de obras públicas y disolución y desarme de todas las bandas fascistas y mo­nárquicas, verdadero peligro para la marcha ascendente de la República democrática». «Es probable, comentaba El Liberal de Madrid (3 de marzo), que ya sea bastante júbilo porque no creemos que nadie tenga el propósito de vivir en régimen de manifestación permanente.»

* * *

El Gobierno proporcionó este primero de marzo, nuevos motivos de satisfacción al Frente Popular con un decreto del ministerio de Trabajo, encaminado —se decía en el preámbulo— «a poner término al estado de violencia producido por los hechos políticos y sociales que han perturbado el país durante algún tiempo y buscar la concordia y solidaridad nacionales». En virtud del decreto, «quedaban obligadas todas las entidades patronales, tanto las que tengan a su cargo la explotación y el funcionamiento de servicios de carácter público o asimilados por disposiciones legales, como las de índole privada, a readmitir a todos los obreros o agentes que hubiesen despedido por sus ideas políticas o con motivo de huelgas políticas, a partir de primeros de enero de 1934, y a restablecer en sus negocios, establecimientos o talleres las plantillas que estuviesen vigentes en 4 de octubre de 1934». Quedaban también obligadas «a pagar indemnización a los readmitidos por el tiempo que estuvieron privados del ejercicio de su función, indemnización que no podrá ser inferior a treinta y nueve jornales ni superior a seis meses de salario».

El decreto llevaba la confusión y el desorden al mundo del trabajo, pero el Gobierno cumplía el compromiso adquirido al aceptar el pacto electoral. A sabiendas de la inutilidad de su protesta, la Cámara de Industria de Madrid elevó al Gobierno sus quejas por aquellas disposiciones, «que ponían en grave riesgo a muchas industrias» y alegaban que en octubre de 1934, al rescindir los contratos de trabajo con los obreros huelguistas «se limitaron a cumplir la ley tal como había sido interpretada no sólo por el ministro de Trabajo en aquel entonces, sino por el propio ministro socialista en su resolución del 10 de febrero de 1932». La disposición entró en vigor al día siguiente. Las Delegaciones de Trabajo y los gobernadores civiles pusieron la mayor diligencia en su cumplimiento. El sedicioso de ayer recuperó su puesto, y el asesino o agresor del patrono, del capataz o gerente se reintegró con honores al cargo que perdió al ingresar en presidio y, encima, recibió los jornales de su tiempo de condena. En Toledo se pudo asistir a la manifestación jubilosa en honor de un camarero que volvía a un café de la Plaza de Zocodover y se presentaba a la viuda e hijas enlutadas del dueño, asesinado por quien entraba triunfador para exigir el puesto y las indemnizaciones que en virtud del decreto se le debían. «Se obligó también al Banco de España a aceptar los servicios de asesinos y ladrones, entre ellos el autor del homicidio frustrado del primer subgobernador de dicho Banco»

Esta política de pura demagogia deprimía la actividad económica, hundía los valores bursátiles, estimulaba la huida de los capitales al extranjero que el ministro de Hacienda se proponía cortar con medidas draconianas. Para arbitrar nuevos recursos, el ministro anuncia (3 de marzo) «la creación de impuestos sobre industrias de beneficio que pueden soportarlos» y una emisión de Deuda con interés no superior al 4,5 por 100 anual, libre de impuestos, amortizable en el plazo mínimo de dos años y por la cantidad máxima de 350 millones de pesetas. Con el fin de garantizar créditos a concertar, tres aviones salían del aeródromo de Barajas (6 de marzo) con 504.000 libras esterlinas en oro amonedado (4.410 kilos de oro), destinados a constituir un depósito en el Banco de Francia.

En Guipúzcoa, los tradicionalistas, la Derecha Vasca autónoma, integrada en la C. E. D. A. y los monárquicos de Renovación Española se unieron en una coalición contrarrevolucionaria. Invitados los nacionalistas a sumarse a ella, se negaron, alegando su indiferencia ante el triunfo de derechas o de izquierdas, puesto que a ellos sólo les interesaba el futuro del País Vasco. Aguirre declaraba (12 de enero): «Para nosotros Euzkadi es lo primero, ante todo y contra todo. Nuestro lema es: Por la civilización cristiana, la libertad patria y la justicia social.» La coalición contrarrevolucionaria sostenía que de conformidad con las normas del Episcopado, la actitud de los nacionalistas era de rebeldía y contraria a las directivas de la Iglesia. El Vicario general de la diócesis de Álava, doctor Berástegui, autorizado por el Obispo de Vitoria, doctor Múgica, declaró en nota oficiosa y en respuesta a un caso de conciencia recibido en la Curia «que los nacio­nalistas eran tan católicos como las llamadas derechas y que lícitamente se podía favorecer con el voto a cualquiera de ellos».

Ante esta declaración, los Comités directivos de los partidos que formaban la Coalición de derechas, acordaron y así lo hicieron público, retirar sus candidatos y recomendar a sus 45.000 electores que votaran sin titubear la candidatura nacionalista, para que «no habiéndose logrado la unión a través de una sola candidatura, se realizara a través de los electores, aun violentando éstos sus legítimos sentimientos patrióticos». Los candidatos monárquicos Ricardo Oreja, Antonio Pagoaga y José Múgica en un manifiesto al país declaraban: «Nuestra retirada es sólo un episodio en la lucha contrarrevolucionaria.» La Derecha Vasca autónoma, al anunciar la retirada de su candidato, Juan Pablo Lojendio, decía en una nota que «no alcanzaba a comprender los motivos de aquella decisión», a la que se consideraba ajena.

Esta actitud de las derechas, que dejaba libre el campo a sus rivales, no fue agradecida por los nacionalistas. La interpretaron como reconocimiento implícito de fracaso por parte de los monárquicos y arreciaron en sus ataques contra ellos, blanco preferido de su hostilidad.

En la segunda vuelta los nacionalistas ganaron la mayoría en Guipúzcoa y Vizcaya; en Álava, triunfó el tradicionalista Oriol y el republicano Ramón de Viguri. En Castellón, la mayoría fue para el Frente Popular y los dos puestos de la minoría para la C. E. D. A. Por Soria, salieron Miguel Maura y Arranz, con el apoyo de la C. E. D. A.

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Todavía en los primeros días de marzo la composición de la Cámara sigue siendo una incógnita. De las 456 actas presentadas, únicamente 187 son sin protesta. En su declaración ante el Consejo Nacional de la C. E. D. A. (4 de marzo), insiste Gil Robles en que la organización ha salido fortalecida de las urnas, «siquiera se haya desfigurado después el resultado».

Clasificadas las actas por filiaciones, dan un total de treinta y tres partidos: C. E. D. A., Renovación Española, tradicionalistas, monárquicos del Bloque Nacional, independientes, nacionalistas españoles, agrarios, regionalistas de Derecha, republicanos conservadores, liberales demócratas, Lliga, radicales, progresistas, Centro, socialistas, Izquierda Republicana, Unión Republicana, comunistas, sindicalistas, Esquerra Catalana, Acción Catalana, Unión Marxista, Catalanismo Proletario, Unión Socialista, Izquierda Nacionalista, galleguistas, Izquierda Valenciana, agrarios de izquierda, independientes de izquierda, federales, rabassaires, nacionalistas vascos y Partido Obrero de Unificación Marxista. Algunos de estos partidos estaban representados por un solo diputado.

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Aspiraban el Gobierno y los dirigentes del Frente Popular a una ma­yoría absoluta que les garantizase el quorum, número que los haría invul­nerables a todas las asechanzas de la oposición. Para conseguirlo contaban con la Comisión de Actas, integrada en su mayoría por adictos, los cuales mediante escamoteos y suplantaciones obtendrían la superioridad que rompiera el equilibrio de fuerzas proclamado en las elecciones, inclinando la balanza del lado izquierdista. A partir de cuyo momento todo iría sobre ruedas. En El Liberal de Bilbao (5 de marzo), en un artículo atribuido a Prieto, se esboza el futuro programa del Gobierno: Elecciones municipales; otras para sustituir al Presidente de la República, y unas terceras, inmediatas, en aquellas circunscripciones donde han sido anuladas y que deben ser dirigidas por el Gobierno «para no dejar suelto ningún eslabón». «Los trescientos diputados con que soñaba en sus delirios de grandeza Gil Robles, serán los que tenga el Frente Popular.» «Con esas tres victorias que consecutivamente nos aguardan: elecciones legislativas parciales, renovación de Municipios y nombramiento de Jefe de Estado, la consolidación del régimen será tan firme que no resultará posible ningún retroceso. Para ello debe subsistir el Frente Popular.»

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Los llamamientos del Gobierno a la disciplina y cordura ciudadana no servían de nada. Las algaradas «jubilosas» y los desórdenes eran espec­táculos de todos los días en todas partes. Tarea interminable la de enumerar los sucesos: sólo cabe una referencia escueta de los más graves. Una huelga general en Alcalá de Henares (5 de marzo) degenera en motín, con la quema de la iglesia que fue de los jesuitas, el convento de las Magdalenas y la iglesia de Santiago. En Pamplona (6 de marzo), socialistas y comunistas irrumpen en la Diputación Foral y colocan en el balcón principal una bandera roja; otros grupos pretenden asaltar el Diario de Navarra, pero la fuerza pública dispara contra los revoltosos, diez de los cuales resultan heridos. La ciudad de Cádiz queda durante todo un día (8 de marzo) en poder de las turbas armadas, que se adueñan de los Colegios de Paúles y Marianistas. El último es convertido en Casa del Pueblo. Arden la iglesia parroquial de la Merced, el convento de Santa María, donde se venera la famosa imagen de Cristo «El Greñudo», el Seminario de San Bartolomé, las Escuelas de Padres de Familia, las iglesias de San Pablo, Esclavas, la Divina Pastora y el Colegio de la Viña. En Granada, como protesta «contra las provocaciones de la reacción», se declara la huelga general revolucionaria (10 de marzo). Durante tres días con sus noches correspondientes, la ciudad vive oprimida por el terror. El pretexto fue un tiroteo en el cual resultó herido un socialista. Las organizaciones proletarias decretaron la huelga general en señal de protesta contra la provocación. De madrugada las turbas incendiaron la casa del exdiputado derechista Carlos Morenilla Blanes, la iglesia de las Carmelitas Descalzas, el palacio de los duques de Gor, la casa de los Pisas y la iglesia de San Gregorio el Bajo. Continuaron los asaltos e incendios por la mañana; ardieron el edificio donde estaba instalada la Falange Española, el teatro de Isabel la Católica, los cafés Colón y Royal, el edificio del diario Ideal, los círculos de Acción Popular y de Acción Obrerista, una fábrica de chocolates y el chalet del tenis. Por la noche los incendiarios prendieron fuego a la iglesia de El Salvador, que quedó destruida; San Juan de los Reyes, monumento nacional; Santa Inés, San Cristóbal, San Gregorio el Alto y el centro de tabacos. Todos estos desórdenes ocurrían entre asaltos de tiendas y continuos tiroteos promovidos por agresores contra la fuerza pública, con un balance de dos muertos y siete heridos. Ello sirvió de motivo para prolongar la huelga general.

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También Madrid es teatro de escenas vandálicas. El ambiente de la capital está cargado de electricidad revolucionaria, y los partidarios del terror no se muestran menos activos que en otras ciudades. El 10 de marzo inopinadamente grupos levantiscos se manifestaron en las calles de Puente de Vallecas, caserío contiguo a Madrid, entregándose al saqueo de algunos comercios. Imponen el cierre de todos y prenden fuego a la iglesia de San Ramón, a unas escuelas parroquiales y a dos conventos de la carretera de Valencia, a la iglesia del barrio de Doña Carlota, al centro de Acción Popular, almacenes comerciales, talleres, tejares, tahonas. Todas estas destrucciones tenían por principal finalidad probar que la cólera sorda hervía en las entrañas populares, dispuesta a estallar en cualquier parte y momento.

Si para el ministro de la Gobernación los causantes de los desórdenes «eran bandas de gente joven, no pertenecientes a ninguna disciplina o partido», para la prensa izquierdista se trataba de «agentes enemigos del Frente Popular que desafiaban al pueblo». Éste —escribía La Libertad (12 de marzo) —, «sabría tener el gasto definitivo de un movimiento revolucionario de magnitud histórica». En la calle, a cada momento y por los motivos más inesperados, surgían incidentes que muchas veces acababan en tragedia. Transitaban por el paseo de Sagasta (12 de marzo) dos jóvenes estudiantes de Derecho, Juan José Olano Orive, de dieciocho años, y Enrique Bersoley, de diecisiete, cuando una banda de pistoleros de las Juventudes marxistas en funciones de polizontes les exigieron la documentación. Mostraron los jóvenes sus carnets de estudiantes; mas como se resistieran a ser cacheados, sus inquisidores dispararon contra ellos, matándoles.

A la mañana siguiente (13 de marzo), en el momento en que el catedrático de Derecho Penal y diputado socialista Luis Jiménez de Asúa salía de su domicilio de la calle de Serrano, unos jóvenes apostados en una esquina dispararon contra él. El profesor resultó ileso, pero un policía de la escolta, llamado Jesús Gisbert, herido por las balas, murió poco después. La policía detuvo a algunos estudiantes acusados de complicidad con el crimen. Sin embargo, se tuvo la convicción de que los autores habían logrado escapar.

La réplica del Frente Popular iba a ser aplastante y terrorífica. El entierro fue una concentración de fuerzas revolucionarias, y al concluir el acto, determinan hacer patente su incontrastable poder. A tal fin, unos grupos se encaminan a la Redacción del periódico La Nación, órgano que fue de la dictadura de Primo de Rivera, a cuyos talleres, una vez arrasados, les prendieron fuego. El periódico no se publicaría más. Otros grupos se dirigen a la iglesia de San Luis, en la calle de la Montera, a muy corta distancia del Ministerio de la Gobernación, y a la de San Ignacio, próxima a la calle de Atocha. Las dos ardieron, pero mientras el incendio de la de San Ignacio fue extinguido, el resplandor de las llamas de San Luis alummbró el cielo madrileño durante toda la noche. En tanto ocurrían tan graves sucesos, el Consejo de ministros, tras larga deliberación acordaba «circular órdenes severas para acabar con los desmanes, pues todos los ministros reconocen que hay que evitar cierta clase de excesos y que los autores del Frente Popular son los más interesados en ello». Así se decía en la nota oficiosa de la reunión. «Entiende el Gobierno —añadía— que está realizando de una manera fiel y hasta rápida el pacto convenido con los grupos proletarios y, por tanto, todos deben responder con una actitud semejante.»

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Ostentar uniforme militar en público empieza a constituir un peligro. Un ayudante del ministro de la Guerra, al pasar por la calle de Caballero de Gracia se ve cercado por un tropel de amotinados que le maltratan, llamándole fascista. «El citado jefe, declara Azaña, se encontraba en funciones de jefe de día. Ha observado siempre una conducta ejemplar. Le conozco personalmente y puedo atestiguarlo.» Por su parte, el ministro de la Guerra dice en una nota (13 de marzo): «El Gobierno de la República ha tenido conocimiento con dolor de indignación de las injustas agresiones de que han sido objeto algunos oficiales del Ejército... El Gobierno confía que la serenidad de sus soldados de todas las categorías sabrá hacerles me­nospreciar cualquier hecho en que con abuso de la credulidad de las masas sólo se busque provocar mayores males.» En la misma nota se desmienten los rumores que tienden «a mantener la inquietud pública, a sembrar animosidad contra la clase militar y a socavar, cuando no a destruir, la disciplina, base fundamental del Ejército». Salía el ministro con esto al paso de noticias muy difundidas de «complots militares». «Los militares españoles, modelos de abnegación y de lealtad, merecen de todos sus conciudadanos el respeto, el afecto y la gratitud que se debe a quienes han hecho en servicio de la defensa de la Patria y de la República la ofrenda de su propia vida, como la seguridad y el honor nacional lo exigen.»

Si por un lado el Gobierno trataba de proteger al Ejército de las demasías de la plebe, por otro se veía obligado por el compromiso electoral a proceder contra aquellos jefes militares denunciados como participantes de la represión de octubre. La Sala Sexta del Tribunal Supremo, «encargada de incoar la causa contra los que ejercieron la represión de Asturias, acuerda dictar auto de procesamiento y prisión contra el general López Ochoa y el capitán de la Guardia Civil Nilo Tella, cuya actuación en aquellos meses se considera fuera del derecho de amnistía». Los dos ingresan en la prisión militar de Guadalajara (10 de marzo). El general, en escrito de recurso elevado a la Sala, afirma no ser ciertos los hechos que se le imputan a él, al Ejército y a las fuerzas de Orden Público que mantuvieron en Asturias el imperio de la legalidad. «De haberse producido aquéllos añade—, los hubiera sancionado.» López Ochoa se hace responsable de la política militar y solicita ser interrogado «en todos los sumarios que se instruyan contra quienes estuvieron a mis órdenes». A ellos, dice, «a su labor digna y valerosa, se debe la subsistencia de la nación y del Estado y hasta que la Sala pueda haber firmado mi prisión y procesamiento, opinión que podrían aseverar los familiares de magistrados y jueces asesinados».

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Falange Española, cercada y perseguida, se esconde en la clandestini­dad. Unas instrucciones redactadas por José Antonio (23 de febrero) para los jefes provinciales, previenen a éstos sobre los nuevos tiempos, y conceden al Gobierno un amplio margen de confianza: «El resultado de la contienda electoral, se dice, no debe, ni mucho menos, desalentarnos. Las derechas no pueden llevar a cabo ninguna obra nacional, porque se obstinan en oponerse a toda reforma económica y con singular empeño a la reforma agraria... En cambio las izquierdas cuentan con mucho mayor desembarazo para acometer reformas audaces. Falta sólo saber si sabrán afirmar enérgicamente su carácter nacional y si se zafarán a tiempo de mediatizaciones marxistas y separatistas. Como esto se logre... acaso el período de izquierdas se señale como venturoso para nuestra Patria... Mientras las fuerzas gobernantes no defrauden el margen de confianza que puede depositarse en ellas, no hay razón alguna para que la Falange se deje ganar por el descontento.»

Se previene también en las instrucciones del peligro de deformación de Falange si las masas que afluyen a ella «procedentes de otros partidos, señaladamente de derechas, anegan nuestros cuadros de mando». «Ahora más que nunca cuidarán los jefes territoriales y provinciales de mantener la línea ideológica y política del Movimiento» y «de que por nadie se adopte actitud alguna de hostilidad hacia el nuevo Gobierno, ni de solidaridad con las fuerzas derechistas derrotadas». «Nuestros militantes desoirán terminantemente todo requerimiento para tomar parte en conspiraciones, proyectos de golpe de Estado, alianzas con fuerzas de orden y demás cosas de análoga naturaleza.» «Se abstendrán de toda exhibición innecesaria y de ninguna manera se conferirán puestos de mando a los afiliados de nuevo ingreso».

José Antonio ponía cierta dosis de confianza en Azaña, que a fuer de experimentado no incurriría en viejos errores, y creía también descubrir en el sufragio emitido «considerables señales de tino y justicia», según escribía en un artículo titulado «Aquí está Azaña», publicado en Arriba (23 de febrero). Dichas señales eran «la desautorización del bienio estúpido, la descalificación del partido radical, el freno puesto al nacionalismo en el País Vasco, y, por último, que hubiese deparado el triunfo a uno de los dos bandos en tan prudente dosis, que ninguna mitad de España pueda asegurar que ha aplastado a la otra mitad». «Azaña —decía también en el artículo—vive su segunda ocasión: le rodea una caudalosa esperanza popular. Por otra parte, le cercan dos terribles riesgos: el separatismo y el marxismo.» Azaña tiene que ganarse «una ancha base nacional, no separatista ni marxista, que le permita en un instante emanciparse de los que hoy, apoyándole, le mediatizan. Es decir, convertirse en el jefe del Gobierno de España... Si las condiciones de Azaña, que tantas veces antes de ahora hemos calificado de excepcionales, saben dibujar así las características de su Gobierno, quizá le aguarde un puesto envidiable en la historia de nues­tros días».

José Antonio no apoyaba sus esperanzas de una buena administración política de Azaña, en ninguna razón, porque era muy difícil que la encontrara. Por el contrario, todo hacía prever, y José Antonio sería el primero en saberlo, que la revolución desencadenada seguiría inexorable hacia unas metas insoslayables.

A partir del atentado contra Jiménez de Asúa, la Falange no tendrá un momento de respiro. La confianza de José Antonio en que Azaña acertara con una política nacional fue sólo un espejismo. Escribía en Arriba (5 de marzo): «No sólo renacen los usos del primer bienio, sino que se empieza a desmantelar el Estado en peligro.» A partir de este número, el semanario suspendía su publicación para ser sustituido por una hoja titulada No importa, «boletín de las horas difíciles». Escrito, compuesto y distribuido esquivando a la justicia y a los mil ojos de la vigilancia marxista, ávidos por descubrir y aplastar cualquier brote de propaganda falangista.

El Director General de Seguridad ordena la detención de la Junta Política de Falange, y sus componentes ingresan en los calabozos (14 de marzo), para ser trasladados tres días después a la Cárcel Modelo, en virtud de oficio del juez Ursicino Gómez Carbajo. Desde ahora en adelante, exclama José Antonio, la Cárcel será el Cuartel General de la Falange. Los dirigentes trasladados a la Cárcel son, con José Antonio, Heliodoro Fernández Canepa, Augusto Barrado, Rafael Sánchez Mazas, Julio Ruiz de Alda, Raimundo Fernández Cuesta, David Jato Miranda y Eduardo Rodena Lluria. Además del procesamiento y prisión de los dirigentes mencionados, el juez «decreta asimismo la suspensión de las funciones propias de la Asociación Falange Española de las J. O. N. S.».

* * *

Las derechas han enmudecido: ya no hay mítines al aire libre ni en locales cerrados, por miedo a las cóleras de la plebe dominadora. Tampoco los consentiría el Gobierno. El Consejo Nacional de la C. E. D. A. examina la situación (4 de marzo) y reconoce que su organización «ha salido fortalecida de las urnas, siquiera se haya desfigurado después el resultado». En cuanto al futuro, la C. E. D. A. «apoyará al Gobierno en cuanto afecta al orden público y al interés nacional y se opondrá a cuanto sea revolucionario». «El triunfo izquierdista, —declara Gil Robles— es un episodio. La C. E. D. A. es el único baluarte de las derechas. Seguimos el camino de la lucha legal, a pesar del desgaste de dos años de labor semigubernamental, en que las circunstancias nos han obligado a apoyar programas de Gobierno ajenos y a no realizar el propio.»

El Bloque Nacional puede considerarse disuelto, por cuanto que los tradicionalistas han recabado absoluta autonomía y actúan por su cuenta. Con ocasión de la fiesta de los Mártires de la Tradición (10 de marzo), don Alfonso Carlos, en carta a su sobrino el príncipe don Javier de Borbón Parma, explica las razones que le movieron a instituirle Regente, y cuál es, a su entender, el orden sucesorio al trono de España.

La carta de don Alfonso Carlos a su sobrino don Javier Carlos de Borbón Parma dice así:

«Mi muy querido sobrino: Al instituir en tu persona la Regencia para el caso de que llegue mi muerte sin haberse resuelto todavía el problema de mi sucesión, he descargado en ti, mi querido Javier, la grave preocupación de los últimos años de mi vida, no quedando huérfana la Comunión Tradicionalista, ni dejando a la nación en el peligro de una restauración monárquica en príncipe que no ofrezca la garantía plena de observancia de los salvadores principios tradicionales.

Mas para evitar la menor sombra de confusión que oscurezca el claro juicio que tienes sobre la necesidad esencial de subordinar, según las leyes españolas, la sucesión genealógica a la fidelidad a los principios doctrinales en el ejercicio de la soberanía, quiero dejar consignadas las siguientes declaraciones:

Primera. Al advenimiento en España de la República, mi antecesor, don Jaime (q. e. p. d.), y don Alfonso de Borbón Habsburgo firmaron un pacto de unión y sucesión dinástica, que yo me negué a suscribir y aceptar cuando a la muerte de aquél me fue presentado, porque contenía condiciones liberales y descuidaba la adopción de garantías en la sucesión de la Corona.

Segunda. Por mi partido se sostuvieron con mi sobrino don Alfonso conversaciones encaminadas a hallar alguna fórmula que permitiera, sin quebranto de la doctrina, la continuidad dinástica en la persona de don Juan de Borbón y Bartenberg, exigiéndose siempre por mi parte, sin sombra de tolerancia, que quedasen a salvo los principios antiliberales, sin que jamás haya transigido en cuestión tan capital.

Tercera. Pero no se llegó nunca a pacto alguno, porque don Alfonso no consintió jamás en la aceptación solemne de los principios, en el reconocimiento de mis derechos soberanos, ni en la abdicación en su hijo, que hacía concebir a algunos esperanzas de que podría ser continuador de la dinastía legítima, si previamente se hacía por mi parte amplia condonación de las causas de exclusión en que la dinastía liberal incurrió.

Cuarta. Después de esos intentos conciliadores nunca más he vuelto a acceder a conversaciones, y mientras don Alfonso ha dejado pasar los años sin reconocer la causa de la legitimidad, sus hijos tampoco han realizado acto alguno de repudiación de los principios políticos representados por su padre, ni declarado su voluntad de no aceptar la sucesión dinástica liberal.

Quinta. Actualmente, en consecuencia, ni don Alfonso ni sus hijos han adquirido las condiciones esenciales de la legitimidad de ejercicio, sin la que no es admisible en buenos principios la soberanía, ni es de esperar de Dios Nuestro Señor el auxilio de su Providencia para salvar la patria por esa rama. Quedando, por tanto, en duda cuál sea el orden sucesorio, excluida la línea de don Francisco de Paula, he creído procedente la constitución de la Regencia, bien para con el concurso de todos los buenos españoles restaurar la Monarquía tradicional y legitima, y en su día, con las Cortes representativas y orgánicas, declarar quién sea el príncipe en el que concurran las dos legitimidades; bien, si esa hora tarda, para que puedas tú llamar a mi sucesión a quien corresponda, y seguir todo el orden sucesorio hasta llegar al príncipe que de veras asegure la lealtad a la Causa Santa, que no está al servicio de una sucesión de sangre, porque es ésta la que ha de servir a aquélla, como ordenada ante todo el bien común de los españoles.

Esta Regencia no debe privarte de ningún modo de un eventual derecho a mi sucesión, lo que sería mi ideal, por la plena confianza que tengo en ti, mi querido Javier, que serías el salvador de España.

Te advierto, así como lo declaré en mi manifiesto de 29 de julio de 1934, que tan sólo podrá sucederme quien, unido a la doble legitimidad de origen y ejercicio (entendida aquélla al modo tradicional), preste juramento solemne a nuestros principios y reconozca la legitimidad de mi rama.

Te prevengo, además, que, según las antiguas leyes españolas, la rama de don Francisco de Paula perdió todo su derecho de sucesión por su rebeldía contra sus Reyes legítimos, y la perdió doblemente don Alfonso (llamado XII) para él y toda su descendencia por haberse batido al frente de su ejército liberal contra su rey Carlos VII, y así lo perdieron los príncipes que reconocieron la rama usurpadora.

Te abraza muy de corazón, mi muy querido sobrino Javier Carlos, tu afectísimo tío Alfonso Carlos.»

 

 

CAPÍTULO 79

CONSTITUCIÓN INTERINA DE LAS CORTES

 

EL GENERAL FRANCO DESIGNADO COMANDANTE MILITAR DE CANARIAS Y EL GENERAL MOLA, COMANDANTE MILITAR DE PAMPLONA. — VARIOS GENERALES Y JEFES MILITARES ACUERDAN MANTENERSE RELACIONADOS Y EN ALERTA, EN PREVISIÓN DE SUCESOS GRAVES. — EN LA SESIÓN PREPARATORIA DE CORTES SE CANTA «LA INTERNACIONAL». — MÁS DE DOSCIENTAS ACTAS PROTESTADAS. — LA COMISIÓN DE ACTAS ANULA LAS ELECCIONES DE CUENCA Y GRANADA. — PRIETO DIMITE LA PRESIDENCIA DE LA COMISIÓN DE ACTAS. — TREINTA Y DOS ACTAS QUE NO SON DEL FRENTE POPULAR, INVALIDADAS. — LOS PARTIDOS REVOLUCIONARIOS SE ADJUDICAN DOCE ACTAS DE CÁCERES Y LA CORUÑA. — DESPUÉS DE ANUNCIAR ELECCIONES MUNICIPALES, EL GOBIERNO REVOCA EL ACUERDO.