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CAPÍTULO 71
PORTELA,
JEFE DEL GOBIERNO, PRESCINDE DE LA C.E.D.A.
En el mes de
julio fue interpelado el Gobierno en las Cortes por el diputado Cano López (99)
a propósito de la destitución de Antonio Nombela de su cargo de Inspector
General de Colonias y de José Antonio Castro de la Secretaría General del
citado organismo. Estas destituciones estaban relacionadas con un viejo pleito
entre la compañía «África Occidental», representada por su mayor accionista, el
naviero Tayá, y el Estado, sobre indemnizaciones por
doble rescisión de un contrato de prestación de servicios marítimos con Guinea
y Fernando Poo. Tras de largos y complicados regateos, múltiples informes y
desaparición de un expediente de liquidación, el subsecretario de la
Presidencia, Moreno Calvo, había logrado una orden de pago contra el Tesoro
Colonial, avalada por Lerroux, jefe del Gobierno, sin previo acuerdo del
Consejo de ministros. Nombela se negó a autorizar el pago de la suma en
cuestión. Poco después fue destituido de su cargo de Inspector General de
Colonias y el expediente volvió a examen del Consejo. Gil Robles, que formaba
parte de la ponencia ministerial encargada de estudiar el asunto, anunció que
el pleito había sido encauzado por la vía administrativa, para depurar las
responsabilidades en que pudiera haber incurrido el subsecretario de la
Presidencia, Moreno Calvo. Sólo cabía esperar. «Si se deducen —dijo— hechos
delictivos intervendrán los Tribunales de Justicia y si únicamente hay
responsabilidades administrativas, serán exigidas».
No se vuelve
a hablar del asunto y nadie se acuerda de él, cuando de pronto surge y con
escándalo por un extenso escrito elevado por Nombela a las Cortes (29 de
noviembre), ante la pasividad del Gobierno «para que resplandeciese mi conducta
y se sancionaran o tramitasen adecuadamente otras responsabilidades que
estimaba se habían concretado en la administración de los intereses públicos».
Antes de llegar a las Cortes, el escrito pasa por los periódicos y el explosivo
que lleva la denuncia estalla en la calle. «Vamos a esperar —exclama Lerroux—
esta segunda ola de gases asfixiantes.»
El radical
Rey Mora dice a la Cámara (29 de noviembre) que a su minoría le corre prisa por
que el asunto se esclarezca, mediante una Comisión nombrada en el acto,
propuesta que no satisface a Royo Villanova. «¿Pero es que el Parlamento
—pregunta éste— va a estar a merced de quien quiera traernos y llevarnos a
cosas que están fuera de nuestra competencia? La soberanía del Parlamento no
puede estar a merced de procedimientos irregulares» «Mientras el señor Lerroux
me ha presidido a mí, ha procedido con entera rectitud, porque si hubiera
tenido un asomo de irregularidad yo me habría marchado del Gobierno» Cosa que
con otras palabras repite el ministro de la Guerra, quien añade: «Ni el
Gobierno ni la Cámara tienen derecho a impedir los esclarecimientos que en
nombre o en interés del partido radical han pedido». Maura (M) y otros
diputados se muestran conformes con que se designe una Comisión que investigue
y dictamine sobre la denuncia de Nombela. Así se acuerda. Los partidos designan
los componentes de la Comisión. Esta elige al conservador Arranz presidente y
comienza su trabajo. Estudia el expediente, interroga al denunciante, al
ex subsecretario de la Presidencia, Moreno Calvo, a los ministros Royo
Villanova, Gil Robles, Lucia, Chapaprieta y Lerroux,
y al cabo de tres días de labor ininterrumpida y de reuniones en las que chocan
criterios discrepantes, nombra una ponencia encargada de redactar el dictamen,
cuya lectura corrobora la divergencia de opiniones defendidas en discusiones
apasionadas. EL dictamen es aprobado por nueve votos, de cedistas,
agrarios, un liberal demócrata y otro independiente. Se niegan a firmarlo
monárquicos y republicanos de izquierdas. Se abstienen el diputado de la
Esquerra, los radicales y el representante de la Unión Republicana. Como
protesta contra la blandenguería y estilo de componenda del escrito, Arranz
dimite la presidencia y le substituye el liberal demócrata Muñoz de Diego.
El dictamen
después de un prolijo examen de los antecedentes del asunto, que se remonta a
1926, y de analizar los hechos más directamente relacionados con el objeto de
la denuncia, reconoce que de ellos «se desprende una responsabilidad política
para el ex subsecretario de la Presidencia, Moreno Calvo». Reconoce, asimismo,
«la buena fe del presidente del Consejo» al redactar una orden de pago sin día
en su fecha que entregada a la lealtad del subsecretario no debiera haber
tenido otro alcance que la anticipación de un trámite obligado para la
ejecución del acuerdo en tiempo oportuno». El cese de los funcionarios Nombela
y Castro «no consta que lo fuera por su actuación en el asunto de «África
Occidental», y, por tanto, no puede afectar a su honorabilidad». Los diputados Recaséns Siches y Marial, en un
voto particular «estiman que los hechos examinados implican notoriamente una
responsabilidad política para quienes intervinieron en el despacho del
expediente y para el Gobierno de entonces». En otro voto particular los
diputados monárquicos Toledo y Fuentes Pila entienden que al Parlamento
«compete substanciar, con arreglo a los preceptos constitucionales, la evidente
responsabilidad política por la orden de ejecución firmada por el presidente
del Consejo de Ministros y tramitada por el subsecretario de la Presidencia».
El dictamen
es puesto a discusión de las Cortes (7 de diciembre). La sesión dura desde las
cuatro de la tarde hasta las siete de la mañana del día siguiente, sin más
interrupción que una hora y cuarto para la cena. En una situación de normalidad
política, el asunto Nombela se hubiese reducido a un incidente sin
transcendencia. Indudable el proceder honesto de los ministros y aceptadas sus
explicaciones, se abriría un expediente administrativo al funcionario para
sancionar su falta, por cuanto que los intereses del Tesoro colonial no habían
sufrido el más leve daño. Pero en una atmósfera electrizada por la pasión, la
denuncia deformada a tirones de aquí y de allá se convierte en un escándalo
huracanado capaz de romper la cohesión gubernamental y de arrastrar en sus
sucios torbellinos al propio Gobierno. «El ciudadano ingenuo —escribe Ahora (30
de noviembre) — se pasa la mano por la frente, porque le parece recordar que
hay juzgados de guardia, buzones en el Palacio de Justicia, expedientes
administrativos; pero sospecha que no debe haber nada de eso cuando es nada
menos que el Congreso de los diputados, el órgano máximo de la soberanía
nacional, el que interviene como juez que esclarece, juzga y falla». El Debate
(7 de diciembre) comenta: «Las Cortes no legislan, sino que instruyen sumarios
y hacen gestiones policíacas; y el Gobierno anda preocupado con toda la
política girando en torno a estos asuntos escandalosos y se ve atascado en sus
funciones de tal Gobierno. Y el país pierde el anhelo del bien común, y su
orientación colectiva para buscar con curiosidad, quizá malsana, al culpable o
culpables de unos hechos que, valorados, representan bastante menos que el
entorpecimiento impuesto por su publicidad a la nación.»
En catorce
horas de caudalosa oratoria, el asunto es analizado desde todos los puntos de
vista y no queda rincón por escudriñar. El discurso más enjundioso lo pronuncia
Primo de Rivera: un informe extenso y bien planeado, con vistas «a sajar el abceso moral que ha estado soportando el Estado español
durante los últimos meses» y «a depurar el clima moral». Califica lo ocurrido
de «asalto al Tesoro Colonial», pide se haga una declaración «de que la
política española quiere sanearse». Termina con un llamamiento a Gil Robles,
«que ama a España y con una larga vida política por delante». «Fíjese S. S.,
señor Gil Robles, en sí puede seguir con este peligroso bordado de, por salvar
Dios sabe qué cosas, estar aceptando la peligrosa vecindad de gentes y de
estilos absolutamente descalificados; piense S. S. que no hay nada que esté por
encima de la moral pública, que el mal contra ella es siempre el mal mayor y
que a esto debe subordinarse todo. Piense S. S. que tiene sobre sus hombros la
confianza de muchas gentes y que esas gentes, en cuanto se abra un período
electoral o una discusión más pública que ésta, van a sentir que arrojan a la
cara de su señoría una acusación de encubrimiento de todas estas cosas. Hay el
riesgo, que estamos corriendo, de que, por convivir con gentes que no son
dignas de convivir con nosotros, que no tienen nada que hacer en la vida
pública de España, que deben retirarse a sus casas, y esto por la infinita
benevolencia de quienes no les mandan a la cárcel, esté comprometiendo su
señoría la posibilidad de que nos agrupemos todos.»
Si el
socialista González Ramos cree que se ha intentado una malversación y que el
asunto debe pasar a los Tribunales ordinarios, el radical Pérez Madrigal
defiende a Moreno Calvo, «hombre honorable», y buscando al responsable del
embrollo asciende a las alturas del Estado y apunta al Presidente de la
República, «soliviantado e inquieto, que moviliza a los cien infantes de
Priego».
Largos
relatos de los ex ministros Royo Villanova y Samper con la versión personal de
cada uno; varios diputados exponen su criterio; el regionalista Reig aboga por
la entrega de los culpables a los Tribunales, previa acusación concreta; el cedista Sánchez Miranda opina que no existe responsabilidad
alguna del Consejo de Ministros porque no tomó ningún acuerdo. Continúa el
desfile de oradores: Cuartero, Guerra del Río, Careaga, Mateo de la Iglesia,
Marco Miranda. Atmósfera abrumadora y sensación de fatiga. Dos de la madrugada.
Diez diputados tienen pedida la palabra. El comunista Bolívar apostrofa e insulta:
«Hacéis con los caudales públicos lo que os da la gana»; «política de
pestilencia y de gases mefíticos». Recaséns Siches, de Unión Republicana, sostiene vía existencia de
responsabilidad política para todos los ministros que intervinieron en el
estudio y resolución del expediente y luego para todo el Gobierno, que quedó
solidarizado con la conducta negligente de aquéllos». Responsabilidad política
«que no implica un ataque a la honorabilidad de los inculpados, ni infracción
de preceptos administrativos, sino que suponen una conducta política que merece
una censura por su incuria, negligencia y ligereza».
El voto
particular de los monárquicos —dice Goicoechea— es el pórtico de una
proposición acusatoria contra el ex presidente del Consejo, Lerroux, por el
triple concepto de falsedad de documento público, de prevaricación por
negligencia o ignorancia inexcusable y desobediencia a las órdenes del Consejo
de Ministros, que está por encima de su Presidencia. «Responsabilidades que le
exigiremos por la vía procedente». Varios oradores sugieren que se suspenda la
sesión, hasta que Lerroux ocupe su puesto en el banco azul, del que se ha
ausentado El Gobierno estima, por la voz del ministro de Estado, que no sería
prudente ni oportuno suspender el debate. Mientras la Cámara no acepte la
proposición, la acusación no existe.
Cuatro de la
madrugada. El tradicionalista Toledo defiende el voto particular acusatorio de
los monárquicos. Discurso de una hora, para demostrar la responsabilidad
política de Lerroux y la sanción moral que merece Moreno Calvo. El agrario Díaz
Ambrona se lamenta de que del lado monárquico partan ataques contra Lerroux,
que hace un año representó el espíritu y la voz de España que habría de
detener el avance de la revolución. «Pero, ¿es que vamos a decir todavía
—pregunta Primo de Rivera— una vez más que don Alejandro Lerroux no delinque?»
«No creo que haya pasado por la mente de nadie —afirma Miguel Maura—, ni aun de
los más enconados adversarios de esas fuerzas de derecha, que haya la más leve
responsabilidad de carácter personal para ninguno de los ministros de aquel
Gobierno, salvo el señor Lerroux. Nadie, sin embargo, puede desconocer tampoco
que de este lamentable suceso se desprende esta enseñanza clara: no hay que
darle vueltas, señores de la derecha; con determinadas gentes no se puede vivir
bajo ningún pretexto». Barcia, de Izquierda Republicana, afirma de manera
terminante que las responsabilidades de tipo político alcanzan a todos los que
formaban el Gobierno de Lerroux por igual. «Todos sois unos y los mismos.» «Si
los señores de Renovación extendéis la petición de responsabilidades políticas
con las consecuencias que tenga, a todo el Gobierno, nosotros nos sumaremos a
vuestro voto.»
Rectificaciones
de unos, intervenciones de los que desean dejar constancia de su parecer. Las
cinco y media de la mañana. Ojos cargados de sueño, aire enrarecido, cansancio.
Por enésima vez se repite la historia de los famosos Consejos de ministros, la odisea
del expediente, el endoso de responsabilidades. Ahora el relator es Gil Robles.
Se enfrenta con los acusadores y les dice: «A SS. SS. les interesa
extraordinariamente el descrédito de los hombres que gobiernan. Veis que hay
unas responsabilidades políticas y queréis extraer de ellas el máximo de
consecuencias; porque, al fin y al cabo, estas fuerzas que constituyen el
bloque gubernamental son hoy, porque las circunstancias así lo han querido, el
único verdadero valladar contra un empuje revolucionario. Derribado, abre el
camino a perspectivas que a SS. SS. les parecen muy halagüeñas: veremos lo que
la realidad dice el día de mañana.» «Tampoco queremos que quede ninguna
responsabilidad en la sombra. Porque se exijan las responsabilidades debidas tengo
la seguridad de que el bloque no habrá de romperse, pues esas responsabilidades
pueden individualizarse.» El ministro de Estado advierte que por tratarse de un
problema que afecta a la conciencia de cada uno de los diputados, el Gobierno
no señala criterio. Cada uno puede votar como mejor crea.
Seis de la
mañana. Comienza a votarse la proposición de los monárquicos. Por 119 bolas
blancas contra 60 negras queda desechada la parte que afecta a Lerroux; por 116
negras contra 48 blancas se aprueba la parte que se refiere a Moreno Calvo. El
dictamen de la Comisión es aprobado por 105 votos contra siete. Se levanta la
sesión. Son las siete menos cuarto de la mañana del día 8. Todavía el cielo
está oscuro y las calles desiertas, cuando los diputados abandonan el Palacio
de las Cortes. En el hemiciclo queda el cadáver del Gobierno.
* * *
En la mañana
del 9 de diciembre llegan los ministros a la Presidencia. Apenas reunidos en
Consejo, el Jefe del Gobierno es requerido desde el Palacio Nacional, por el
Presidente de la República, el cual, sabedor de lo que va a pasar, le dice que
puede prescindir de la crisis, si ésta se funda en motivos de confianza, puesto
que cuenta con ella. Pero el peligro no asoma por ese lado, sino por el de los
jefes aliados. Chapaprieta quiere saber si cuenta con
el apoyo de los grupos gubernamentales, y obtiene una respuesta afirmativa de
Martínez de Velasco. El ministro de la Gobernación no sabe qué responder, «dada
la situación del partido radical». Gil Robles la condiciona a que el ministro
de Hacienda retire del proyecto de Derechos Reales la parte relativa al caudal
del relicto y encuentre además una fórmula que permita no discutir los
presupuestos. Chapaprieta accederá a retirar el
proyecto de Derechos Reales, pero, en cambio, no podrá en modo alguno abandonar
la discusión de presupuestos, pues ello significaría la pérdida absoluta de su
autoridad. Como no hay avenencia, el jefe del Gobierno resuelve plantear la
crisis ante el Presidente de la República, al que entrega una nota explicativa
del suceso: «la mayoría de los compañeros del Consejo disienten del ministro de
Hacienda en el modo de aplicar sus decretos-leyes»; «entienden además que es
ambicioso e impolítico el apresurado ritmo con que ha querido llegar a la
nivelación presupuestaria y estiman que debe hacerse un alto en el camino
emprendido». Creen asimismo imposible «arribar, dada la fecha en que nos
encontramos, a la aprobación de los presupuestos presentados». «El abandono de
la labor presupuestaria supondrá la confesión de que estas Cortes carecen de
capacidad para hacer un solo presupuesto».
Como
despedida, Chapaprieta pone a la firma del Presidente
un decreto que deja en suspenso los preceptos de la ley de Restricciones que
afectan a los funcionarios públicos. Resulta injusto y estéril el sacrificio
que se les imponía. «El ejemplo —se dice en una nota aclaratoria — ha resultado
inútil y la equidad aconseja que si la carga no se reparte entre todos se
aplace y no pese sobre una sola clase.»
* * *
Comienzan
las consultas. El primero en acudir a Palacio es el Presidente de las Cortes,
Alba, y sucesivamente todos los personajes habituales en estos desfiles. Azaña
se excusa por escrito con muy rebuscadas razones y aboga por la formación de un
Gobierno auténticamente republicano que convoque a nuevas Cortes. La minoría
socialista, en carta firmada por Jiménez de Asúa recuerda que en una nota
presidencial de la anterior crisis se absolvía a aquellos socialistas «que sin
renunciar a su ideario, hubiesen actuado conforme a los métodos y cauces de las
normas constitucionales». «Siendo el partido socialista obrero español —se
comenta en la carta una unidad indivisible, esta minoría que le representa
declina la invitación que se le ha hecho.»
Unamuno, que
se encuentra en Salamanca, evacúa su consulta por teléfono, bordada de
arabescos a los que es tan aficionado el profesor; aboga por «la inmediata
disolución de estas Cortes, más que gastadas ya, deshilachadas», y por un
Gobierno «de personas de mentalidad sana y normal, sensatas, que no representen
a los partidos». Maura, Portela y los izquierdistas consultados aconsejan la
disolución; los representantes de los grupos de centro y derecha recomiendan
gobiernos mayoritarios dentro de las actuales Cortes, «que realmente no han
sido puestas a prueba», según opina Cambó.
De todo este
surtido de consejos, Alcalá Zamora deduce encargar a Chapaprieta que reorganice el Gobierno, fórmula inaceptable a juicio del hacendista. Ante
su negativa, traspasa el encargo a Martínez de Velasco (10 de diciembre). En
una nota del Presidente de la República se da a entender que el encargo es
condicional: «La situación exterior del mundo y la necesaria convivencia
española, no ya sobre la lucha y discordia de los partidos, sino sobre sus
intereses y aspiraciones normalmente lícitos y realizables, todo ello aconseja
la formación de un Gobierno que pueda utilizar el concurso de las Cortes para
obra concreta, necesaria y viable, que sin retroceso ni parada en los
resultados ya obtenidos, prosiga la normalización política y financiera y que
por todos sus elementos ya técnicos, ya políticos, respondan a las exigencias
fundamentales del momento en la vida exterior y en la interna. El encargo de
constituir ese Gobierno se ha confiado a don José Martínez de Velasco.»
Las
gestiones de éste comienzan y terminan en los jefes de los grupos del bloque
gubernamental. Y aunque todos le ofrecen apoyo incondicional, «sin excepción de
ningún género», Martínez de Velasco declina el encargo (11 de diciembre), con
el pretexto de unos comentarios de Alba, difundidos por la radio, a unos
dictámenes de la Secretaría Técnica de las Cortes, según los cuales las
sesiones no podrán ser suspendidas por acuerdo del Gobierno, sino de las
propias Cortes.
Martínez de
Velasco ve en la declaración del Presidente de las Cortes «una coacción,
incompatible con la dignidad del cargo que habría de ejercer, al que yo no
tengo apego, por lo que prefiero no ejercerlo mediatizado». Añade: «Me hubiera
sido facilísimo constituir Gobierno, y si no lo he hecho ha sido por las
razones expuestas.» Nadie acierta a descubrir qué coacción pudiera haber en el
recuerdo por parte de Alba del fuero de las Cortes. Ello hace pensar en la
existencia de otros motivos ocultos: desánimo ante unas circunstancias
críticas, falta de confianza en sí mismo, y la flaccidez característica del
jefe y del propio partido agrario.
Fracasa el
intento de formar un Gobierno mayoritario, y Alcalá Zamora vuelve a llamar a
varios personajes, entre ellos a Gil Robles. ¿Recibirá éste el encargo? Al
final de la primera consulta, el Jefe del Estado le habla dicho: «No tendré más
remedio que encargarle de formar Gobierno». Puro cumplimiento para guardar las
apariencias. Alcalá Zamora no había pensado nunca en semejante posibilidad. En
cambio, sospecha de la lealtad de Gil Robles a la República y teme que antes de
abandonar la cartera sufra la tentación de realizar un golpe de fuerza
apoyándose en el Ejército. Esta sospecha la comparte el ministro de la
Gobernación. ¿Son totalmente injustificados estos temores? Gil Robles se
ha manifestado dispuesto a apoyar una intervención militar como réplica al
propósito de Presidente de la República, que el jefe de la C. E. D. A. califica
de golpe de Estado, de entregar el Gobierno a Portela, carente de refrendo
parlamentario. Con aquel fin hace Gil Robles unas exploraciones para conocer el
pensamiento de los generales, dispuesto, si el parecer fuese unánime, a
facilitarles el camino, con la declaración del estado de guerra y la
transmisión de órdenes. Los más resueltos partidarios del golpe de fuerza han
sido convencidos y aplacados por las razones del general Franco, contrario a
toda resolución violenta.
No pensó
nunca Alcalá Zamora, según hemos dicho, entregar el poder a la C. E. D. A. y
menos en estos momentos de auge de las izquierdas, las mismas que en octubre de
1934 se levantaron en rebeldía contra las instituciones republicanas por el
hecho de participar en el Gobierno tres ministros cedistas.
Respecto a Gil Robles su actitud era taxativa: o el poder sin cortapisas para
gobernar con su programa o disolución de Cortes. Era un ultimátum. «Con arreglo
a sus prerrogativas —escribe Seco Serrano— podía el Jefe de Estado designar
libremente al Presidente del Consejo; pero si no contaba al mismo tiempo con el
apoyo de las Cortes no quedaba más solución que disolverlas. Dada la actitud de
la Ceda, cualquier Gobierno que no estuviese presidido por Gil Robles,
carecería de mayoría». En estas razones se apoyaban quienes calificaban de
artificiosa, anticonstitucional y típicamente antiparlamentaria, la solución ya
prevista que reservaba el Presidente de la República para el último momento. Un
golpe de Estado, en frase del jefe de la C. E. D. A.
* * *
Entre tanto,
Alcalá Zamora continúa su obra: más consultas, y encargo a Maura (12 de
diciembre), con nota presidencial. «La renuncia del señor Martínez de Velasco
—dice—, así como el conjunto de circunstancias muestran la probable dificultad
definitiva y la evidente imposibilidad actual de aquella labor parlamentaria.
En vista de ello, y atendiendo siempre a las otras capitales exigencias de la
vida española, se procura la formación de un Gobierno de concordia republicana,
que apoyado en los partidos del centro, ofrezca a los demás las garantías de
paz, orden e imparcialidad en las distintas manifestaciones de la lucha
política y en el ejercicio de la ciudadanía.»
La gestión
de Maura es estrepitosa como una exhibición pirotécnica. Movilidad, visitas
relámpagos, llamadas telefónicas y optimismo. «Espero volver a Palacio a las
siete de la tarde con la lista del nuevo Gobierno.» Dice esto a la una y veinte
minutos y acto seguido comienza sus trabajos para formar el Ministerio «de la
concordia republicana». Y se suceden las decepciones. Portela no acepta «porque
está ligado a compromisos anteriores de carácter particular»; le niegan su
colaboración los agrarios, los radicales, los liberales demócratas y Cambó. Y
también Gil Robles y Martínez Barrio, a quienes ofrece ministerios sin cartera.
Cuando ha recogido esta cosecha de negativas, Maura vuelve a Palacio, a la hora
de la cita, para declinar el encargo. Las dificultades fueron tantas que no
pudo vencerlas.
Ahora es Chapaprieta el que por decisión del Presidente de la
República va a intentar el experimento, con las consabidas entrevistas a los
mismos personajes, los jefes de los grupos parlamentarios, para formar un
Gobierno mayoritario. Defraudado se recluye en su hogar a las once de la noche,
cuando le anuncian la visita del general Molero, jefe de la Séptima División,
Valladolid. El militar le cuenta su caso. A primera hora de la tarde recibió
una llamada de Maura, ofreciéndole la cartera de Guerra e invitándole a
trasladarse inmediatamente a Madrid. Así lo hace. Mas al llegar a la capital se
entera de que ya no es Maura, sino Chapaprieta el que
trata de formar Gobierno. Y como supone que éste necesitará un ministro de la
Guerra se ofrece para el cargo. Chapaprieta agradece
la cortesía, pero le dice que duda mucho que logre realizar sus propósitos. La
aventura del general no acaba aquí, porque todavía manda en el Ministerio de la
Guerra Gil Robles, y enterado de que Molero ha abandonado su puesto sin permiso,
le ordena salir con dirección a Pamplona, en cuya ciudadela debe cumplir un mes
de arresto.
No se le han
dado bien las cosas a Chapaprieta, porque Gil Robles
insiste en que se debe gobernar con el Parlamento, y aquél renuncia al encargo.
Por fin, al quinto día de crisis la estrategia de Alcalá Zamora va a triunfar.
Todos los movimientos realizados van a justificar el final previsto. El Presidente
de la República llama a Maura y Pórtela (13 de diciembre), se reúne con ellos,
y, como están enemistados, trata de recociliarlos.
«Pero, ¿quién es el encargado de formar Gobierno?», pregunta Maura. «Los dos»,
responde Alcalá Zamora, dando a entender que debe ser un encargo compartido.
Maura, inflamado de indignación, parece a punto de estallar. Portela, más dueño
de sí, arguye: «Hay que contar con los partidos del bloque, menos con la C. E. D.
A. Y como esos señores le ponen el veto a usted, no podrá presidir.» Maura,
enconado, grita retador: «Yo no colaboraré en ningún Gobierno que no presida un
republicano del 14 de abril. No me presto a que resurja el viejo partido
liberal de la monarquía.» Diciendo esto sale enfurecido y al llegar a la calle
avisa a los periodistas: «Ahí se está formando un Gobierno del más viejo
estilo.»
* * *
Ha sonado la
hora de Portela, prevista hace mucho tiempo en los planes de Alcalá Zamora.
Sale de Palacio (13 de diciembre) con el encargo de constituir Gobierno y la
promesa del decreto de disolución, poderoso incentivo y llave secreta para
abrir muchas voluntades. Chapaprieta le ofrece su
colaboración y Maura se la niega con palabras tajantes. Los propósitos de
Portela, a juicio de Martínez de Velasco, «son excelentes». Y por creerlo así,
la minoría agraria acuerda, con el voto en contra de Royo Villanova, formar
parte del Gobierno, en la confianza de que será invitado también «en forma
adecuada» a participar el partido de la C. E. D. A. Y si Cambó y Melquiades
Álvarez parecen dispuestos a colaborar, en cambio Gil Robles y Lerroux ponen
como condición la presencia en el Gobierno de representantes de todos los
grupos del Bloque y las Cortes abiertas.
Al terminar
la jornada se advierte que el Bloque ha quedado roto. La seguridad de que
Portela obtendrá el decreto de disolución —«lo tengo en el bolsillo», había
dicho — será el explosivo que hará saltar en pedazos lo que sus creadores
llamaban el «baluarte contra la revolución». El castillo levantado con la
ilusión de alojar en él una política renovadora, honesta, eficaz, se estaba
convirtiendo en despreciable cascote.
Portela
acude a Palacio a las once de la mañana (14 de diciembre) y a la una y media
sale con la lista del nuevo Ministerio y el decreto de disolución, «de cuya
aplicación dispone este Gobierno». He contraído — añade «una obligación
especialísima con los colaboradores, que en algún momento, contrariándose, han
dado su aceptación». La lista del nuevo Gobierno es la siguiente: Presidencia y
Gobernación, Manuel Portela; Estado, José Martínez de Velasco, agrario;
Justicia, Trabajo y Sanidad, Alfredo Martínez, liberal demócrata; Obras
Públicas, Cirilo del Río; Instrucción Pública, Manuel Becerra, radical; Guerra,
general Molero; Marina, almirante Salas; Agricultura, Joaquín de Pablo Blanco,
radical; Hacienda, Joaquín Chapaprieta; Ministro sin
cartera, Pedro Rahola, regionalista.
De tantas
consultas, afanes, conciliábulos y laborioso ir y venir y cavilar, nace este
grupo de ciudadanos casi anónimos, metamorfoseados por magia de la política en
ministros. Seis de ellos no son diputados, y tampoco el jefe que los preside.
En su feudo de Lugo, en las últimas elecciones obtuvo 27.829 votos cuando eran
necesarios 60.000 para alcanzar la mayoría. Los dos ministros radicales de
Pablo Blanco y Becerra son desautorizados por Lerroux. Martínez y García
Argüelles, ministro de Trabajo y Sanidad, es médico de Melquíades Álvarez.
Asume en interinidad la cartera de Guerra Cirilo del Río, en espera del general
Molero, indultado de su arresto en la ciudadela de Pamplona.
* * *
Gil Robles
firma su último decreto: el ascenso a general del laureado coronel Varela. La
despedida que se tributa al ministro es emocionante. El jefe del Estado Mayor
Central, general Franco, pronuncia estas palabras: «Los que hemos colaborado
cerca del ministro en estos meses, queríamos reunimos un momento para saludar a
vuecencia. Pero ha cundido con rapidez inusitada esta noticia y todo el
personal ha querido participar en este sencillo acto de despedida. Ello indica
por qué inesperada y rápidamente se ha llenado este salón. Yo sólo puedo decir
en este momento que nuestro sentimiento es absolutamente sincero. El honor, la
disciplina, todos los conceptos básicos del Ejército han sido restablecidos y
han sido encarnados por vuecencia. Yo no puedo hacer otra cosa en estos
momentos en que la emoción no me deja hablar, que significar hasta qué punto la
rectitud ha sido la única norma del ministro de la Guerra, y para ello basta
relatar una sencilla anécdota: llegó una propuesta para desempeñar un cargo;
venían en la propuesta tres nombres, tres oficiales que reunían las mismas
circunstancias y a los que acompañaban los mismos méritos. El ministro de la
Guerra tenía que resolver entre esos tres nombres; yo le indiqué que
cualquiera de ellos era capaz y podía desempeñar brillantemente el cargo; pero
con toda lealtad le dije que uno de los tres oficiales estaba recomendado por
casi todo el partido del propio ministro, por la Cámara y por figuras del
Ejército. El ministro me respondió: «Haciendo caso omiso de eso, ¿usted a
quién designaría?» Yo le contesté: «Los tres tienen iguales méritos. Yo
designaría al más antiguo.» El ministro no dudó un momento y me ordenó: «Pues
al más antiguo.» Ése fue vuestro ministro de la Guerra.»
El ambiente
de este acto y mi propia actuación —contesta Gil Robles — reflejan hasta qué
punto la emoción llena toda mi ánima. «Cuando me encargué de la cartera de
Guerra, os dije que no venía a hacer una actuación de carácter partidista.
Creía y creo que el Ejército debe permanecer siempre ajeno a las luchas de los
partidos políticos. En todos vosotros encontré la colaboración más leal y
patriótica. Contra mí y contra los dignos generales que han sido mis
colaboradores se desató una campaña de injurias y calumnias. Se nos atribuían
los más torpes propósitos. La realidad ha demostrado lo injurioso y falso de
esa campaña». «Al salir de aquí me llevo una herida profunda en el alma; pero
como esa herida es de carácter político, no puedo haceros partícipes de ella, y
tengo que ir a ventilarla a la calle. Yo sólo os puedo decir una cosa: volveré
aquí, volveré a trabajar con vosotros, volveré a recibir vuestro concurso.»
Termina: «Señores, ¡viva España!»
* * *
La
declaración ministerial se reduce a un hilván de tópicos que ya eran viejos
—comenta A B C— en el siglo pasado: «El Gobierno hará una obra de pacificación
de espíritus»; «mantendrá inexorablemente el orden»; «respetará todas las
ideologías y el ejercicio legítimo de todos los derechos».
La prevista
disolución de las Cortes significa el desmoronamiento de todos los proyectos de
Hacienda, de Utilidades y Timbre, pendientes de votación definitiva; de las
leyes de Protección de Industria; de Movilización militar, del plan de rearme
en tres años, del plan quinquenal de Obras Públicas y de las leyes de Prensa y
Electoral, entre otras.
Explica la
minoría regionalista, en una declaración escrita, que durante la pasada crisis
ha tratado por todos los medios de facilitar un Gobierno que dentro del
Parlamento pudiera conseguir al menos la aprobación de un ordenamiento
financiero, de una ley electoral y de la reforma constitucional para preparar
la autodisolución de las Cortes. No lo ha conseguido. Cambó puntualiza su
intervención personal en los pasados sucesos en una nota facilitada en
Barcelona (17 de diciembre): «La crisis provocada por Gil Robles había de
resolverse bien con un Gobierno que pudiera convivir con las Cortes o con un
Gobierno que tuviera la misión de disolverlas.» Ante el Presidente de la
República, «defendí el mantenimiento de las Cortes actuales» con un Gobierno,
que supiera proporcionarles eficacia. Pero muy pronto vino a perturbar el curso
normal de la crisis una pugna entre la C. E. D. A. y el poder moderador. El
partido no admite más que estas dos soluciones: el poder a Gil Robles o la
disolución. «Si legítimo era el deseo de la C. E. D. A., también lo era el
derecho del Presidente de la República a escoger el jefe del Gobierno.» En el
momento culminante de la crisis (13 de diciembre), «conseguí entrevistarme con
los señores Gil Robles y Lucia y empleé todos los recursos de la persuasión con
objeto de convencerles de que no tenían que poner, sino que debían suprimir los
obstáculos para que fuese posible la formación de un Ministerio que pudiera
gobernar con las Cortes actuales». En la visita que le hace Chapaprieta,
encargado de formar Gobierno, Cambó le pide que aconseje a Alcalá Zamora como
la mejor solución un Gobierno mayoritario. No pudo ser y el encargo pasa a
Pórtela. «Creí — sigue diciendo Cambó— que procuraría un Gobierno centro
izquierda para ir a la disolución de Cortes y rehusé la colaboración. Después
supe que intentaba formar un Gobierno centro-derecha, con el concurso de los
agrarios y de los liberales-demócratas.» «Descartada la continuación de las
Cortes y planteado el problema entre hacer posible la constitución de un
Gobierno centro-derecha a obligar al Poder moderador a entregar el poder a las
izquierdas, no vacilamos en emprender el camino que nos señalaba nuestro deber.
Los temperamentos catastróficos podrán creer que era preferible facilitar que
el poder fuese a parar a las izquierdas. Los que nunca hemos creído en la
catástrofe previa para salvar a un pueblo o defender un ideal, no podíamos
acompañarles por ese camino. Hacer inevitable una solución de izquierdas era
hundir el régimen y abrir un período revolucionario de gravedad extrema.»
La nota de
Cambó —comenta Gil Robles — está plagada de inexactitudes. «La crisis se
planteó para eliminar a la C. E. D. A. del Gobierno y de modo especial para
quitarme a mí la cartera de Guerra.» Del escrito «se desprende con claridad
meridiana que Cambó fraguó este Gobierno de acuerdo con su gran amigo Pórtela,
para tener las manos libres en Cataluña y arrebatar a la Esquerra la clientela
separatista, sin perjuicio de aliarse luego con ella si no ve claro el
resultado electoral». Replica Cambó: «Está en la memoria de todos que fue Gil
Robles quien provocó la crisis. Dos días antes me comunicó su decidida
resolución de hacerlo. Es injusto atribuir a móviles mezquinos y aun bastardos
nuestra colaboración en el actual Gobierno.» Nueva respuesta de Gil Robles: «La
crisis no la provoqué yo. Surgió por una discrepancia en el seno del Gobierno.
El jefe de la Lliga nos engañó a Alba y a mí mientras se concertaba con
Pórtela. Realmente, Cambó es el «gafe» de la política.»
Indudablemente,
el político catalán analiza con más serenidad la situación. Gil Robles no
participa en el Gobierno, a pesar del reiterado ofrecimiento de Portela, porque
condiciona su colaboración a gobernar con el Parlamento. De haber condescendido
el jefe de la C. E. D. A., todo hace suponer que el Gobierno, con decreto de
disolución, hubiese sido de centro derecha, incluso con ministro cedista.
Chopaprieta visita a Cambó y gestiona
sin éxito la formación tle (johierno
PORTELA
DISUELVE LAS CORTES Y RESTABLECE LAS GARANTÍAS CONSTITUCIONALES
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