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CAPÍTULO VIIDIMITE ALCALÁ ZAMORA Y LE SUSTITUYE AZAÑA
Maura
abandona el Ministerio de la Gobernación. - La crisis fue tramitada ante las
Cortes. - Los diputados católicos se retiran del parlamento. - Los
nacionalistas vascos preparan el estatuto de las vascongadas. - Preponderancia
de José Antonio Aguirre. - Inteligencia entre nacionalistas y tradicionalistas.
- En la Asamblea de Estella los municipios vasconavarros aprueban el proyecto de Estatuto. - Emocionante despedida en Guernica a los
diputados. - Entrevista de José Antonio Aguirre y el general Luis Orgaz para
examinar las posibilidades de un alzamiento. - Suspensión de periódicos en el
Norte. - Entrega del Estatuto Vasco al Gobierno. - Manifiesto de los diputados
vascos decepcionados. - Creciente hostilidad de la Confederación Nacional del
Trabajo contra el Gobierno. - Desarrollo y pujanza de la C. N. T. - Huelga
general revolucionaria en Barcelona. - Incremento del comunismo.
Al terminar
la borrascosa sesión parlamentaria, ya aprobados los artículos 26 y 27 de la
Constitución, Miguel Maura anunció que abandonaba el Ministerio. En la mañana
del día 15 se hizo público que Alcalá Zamora había presentado la dimisión
irrevocable de la jefatura del Gobierno. Consideraba incompatible su
permanencia en él una vez aprobados aquellos artículos improcedentes en una ley
fundamental, que no debía ser agresiva para las creencias y sentimientos de la
mayoría de los españoles. Al dimitir Alcalá Zamora y Maura, por ser todavía
Gobierno provisional, todos los poderes del Estado revirtieron al Parlamento.
La solución al conflicto político planteado, dijo el presidente de las Cortes,
está enteramente en manos de la Cámara. A una apelación a la serenidad hecha
por Besteiro replicó el jefe de los radicales con un discurso patético: «Aquí
seguiremos, a fin de que el país no sienta ni un momento la falta de autoridad.
Al dimitir el presidente del Gobierno, agregó Lerroux, me ha dejado lleno de
dolor el corazón.» Propuso, y se aprobó, otorgar un voto de confianza al
presidente de las Cortes «para que resolviera la crisis según su leal saber y
entender», con la mayor rapidez, «a fin de dar la sensación de que la soberanía
del Parlamento sabía resolver un momento crítico con aquella serenidad que
cumple a la responsabilidad que compartimos entre todos». Aceptó Besteiro la
misión y prometió «no abandonar la Cámara hasta la solución de la crisis por el
Parlamento».
En
apariencia, eran las Cortes las que cargaban con la grave responsabilidad de
solventar el conflicto; pero en realidad quien lo resolvió fue Lerroux, según
la versión dada en sus Memorias. Los ministros se reunieron en casa de Prieto.
El Parlamento aprobaría seguramente la solución que los ministros le
presentasen. «El único sustituto posible al señor Alcalá Zamora —escribe
Lerroux — era yo. Todas las circunstancias concurrían indicando mi nombre. La
República necesitaba al frente de su Gobierno un republicano de abolengo, de
experiencia, de autoridad; todo eso lo tenía yo y nadie en mejor medida que yo.
Y un partido y una organización y una minoría numerosa, y varias actas que
sumaron para mí cientos de miles de votos.» Y, sin embargo... «En la reunión de
los ministros no dejé que nadie se me anticipase. Me correspondía además la
iniciativa por la categoría del Ministerio que yo desempeñaba, y en el orden
moral, por ser el más antiguo en política y el más viejo en edad. Tomé la
palabra, renuncié a toda pretensión, expuse brevemente con sincera emoción y
sin alarde alguno de sacrificio o generosidad los motivos de mi actitud —los
que se podían decir sin molestar a nadie—, y propuse para la presidencia del
Consejo de Ministros a Manuel Azaña; Dios me lo habrá perdonado, porque hay
otros que no me lo perdonarán nunca. En aquella ocasión, Indalecio Prieto puso
el púlpito en el salón de Conferencias del Congreso, y cantó en mi alabanza con
los tonos más elevados y sin ninguna interjección malsonante».
La
generosidad de Lerroux tiene su explicación: hacía méritos con vistas a la
Presidencia de la República, cargo vacante que pronto sería cubierto y al que
aspiraba en secreto. De ahí la moderación de su comportamiento, sus movimientos
para congraciarse con los grupos republicanos rivales, su inhibición de las
polémicas parlamentarias y su actitud complaciente hacia los socialistas, con
ánimo de reducir la hostilidad de éstos y para conseguir que le levantaran el
veto con que le cerraban el paso hacia posiciones de prestigio y de autoridad.
No lo conseguiría.
* * *
A la 1,45 de
la madrugada del día 14 de octubre se reanudó la sesión, y el presidente de las
Cortes comunicó la solución de la crisis. «El señor Azaña se ha encargado de la
presidencia del Gobierno, y los nombres indicados por el señor Azaña han sido
aceptados.» El Gobierno quedaba constituido de este modo: Presidencia y
Guerra, Azaña; Estado, Lerroux; Gobernación, Casares Quiroga; Marina, Giral;
Hacienda, Prieto; Instrucción Pública, Marcelino Domingo; Fomento, Albornoz;
Trabajo, Largo Caballero; Economía, Nicoláu d'Olwer; Comunicaciones, Martínez Barrio.
Las
modificaciones del Gobierno se circunscribían a la exaltación de Azaña a la
presidencia, a la sustitución de Maura por Casares Quiroga y a la designación
de José Giral Pereira para desempeñar la cartera de Marina. Oriundo de Santiago
de Cuba, donde nació en 1870, hizo sus estudios en Madrid, licenciándose en
Farmacia en 1900; cinco años después ganó una cátedra en la Facultad de
Ciencias de la Universidad de Salamanca, y en 1921, la de Química biológica de
la Universidad Central. Su verdadera vocación no era la ciencia, sino la
política, y no como teórico, sino como agitador, afanoso desde estudiante por
intervenir en confabulaciones y maniobras republicanas. Estuvo procesado por la
huelga general de 1917, y sufrió cárcel tres veces durante los Gobiernos de
Primo de Rivera y Berenguer. Era masón, con alta graduación, en la Logia Grande
Oriente y en política acataba la jefatura de Azaña. Con tales mutaciones, el
Gobierno había ganado en agilidad y virulencia, al perder el lastre
conservador, estorbo para sus movimientos y sus audacias. Suponía también la
revelación y el encumbramiento de Azaña, en cuyas manos ponían las Cortes los
destinos de la República.
Al presentar
Azaña a la Cámara el nuevo Gobierno, acto seguido a su constitución, explicó lo
sucedido, con muy reiteradas y expresivas lamentaciones por el alejamiento de
Alcalá Zamora, «nuestro insigne y querido amigo». «Todos los esfuerzos —
añadió— para convencer al insigne patricio han resultado inútiles.» Hizo luego
una confesión solemne de «admiración, de simpatía, de respeto y de homenajes a
la figura política y personal del hasta ahora Presidente, que «ha puesto al
servicio de la causa nacional todo lo que un hombre puede poner a la
disposición del interés y del bien públicos. Tampoco fue parco en alabanzas al
despedir a Miguel Maura, «republicano fervoroso», «compañero entrañable e
inolvidable», cuya figura «hemos visto crecer en el banco del Gobierno y que ha
actuado con una autoridad, con un respeto, con un prestigio político que su
juventud hacen todavía más admirables». Como no fue posible conseguir que ni uno
ni otro rectificaran su acuerdo, «no he tenido más remedio —agregó— que doblar
la cabeza al sacrificio y venir aquí a sacrificarme por la República, al
servicio vuestro y de la República misma. Jamás en mis manos el Gobierno de mi
país será objeto de vilipendio, ni de mofa, ni de desprecio. Jamás en este
Ministerio habrá una flaqueza para servir al bien público. La República es de
todos los españoles, gobernada, regida y dirigida por los republicanos, y ¡ay
del que intente alzar la mano contra ella!»
Para alejar
de la mente de quienes creían que aquel Gobierno era de recurso mientras salía
a flote la Constitución, Azaña pidió a los diputados el sacrificio de que
alternaran el examen de los presupuestos con la ley agraria u otro proyecto,
«para que a fin de año tengamos el primer presupuesto republicano y la
Hacienda normalizada». Con esto daba a entender que se consideraba fuerte y
seguro para mucho tiempo.
Constó en
acta la gratitud de la Cámara para los ilustres repúblicos que abandonaban el
banco azul, y el nuevo Gobierno, con el presidente de la Cámara, se trasladó al
domicilio de Alcalá Zamora «para rendirle homenaje de adhesión y de cariño»:
Terminada la visita, Alcalá Zamora declaró que en carta enviada al secretario
del Gobierno, Marcelino Domingo, había explicado las razones de su dimisión.
Copias de dicha carta habían sido enviadas a cuatro ministros, pero ninguno
quiso hacerla pública. Se supo, sin embargo, que el autor justificaba su
alejamiento por entender que sería más útil a la República fuera del Gobierno
que dentro, dispuesto como estaba a pedir la revisión legal de la Constitución.
Recordaba Alcalá Zamora la promesa hecha por los ministros, con excepción de
Prieto, de no adoptar ningún acuerdo irrevocable en materia religiosa sin
previa negociación con la Santa Sede.
Por su
parte, los diputados católicos de diversas minorías hicieron pública (15 de
octubre) una nota para anunciar su retirada del Parlamento, pues el desarrollo
de los debates parlamentarios había evidenciado «la imposibilidad de armonizar,
como fue siempre su deseo, la actuación de las fuerzas que representan con los
grupos integrantes del bloque del Gobierno en materia constitucional».
Declinaban en el resto de la Cámara «la íntegra responsabilidad del resultado de
la discusión». A la vez, en un manifiesto dirigido al país, justificaban su
conducta: «La intransigencia de las Cortes y su divorcio del sentir del pueblo,
manifestado en el criterio relativo a la propiedad, la familia, la enseñanza, y
aun en los fundamentos mismos de la ordenación social común a los pueblos
civilizados, con daño enorme para la economía general y la paz pública, han
culminado en los preceptos relativos a la cuestión religiosa.» «Hemos llegado
al límite de nuestra transigencia. La Constitución que va a aprobarse no puede
ser nuestra.
Nosotros
levantamos desde ahora, dentro de la ley, la bandera de su revisión. Si en las
Cortes nos desentendemos del problema, lo llevaremos sin rebozo ante la
opinión, en una campaña que desde ahora iniciamos.» Treinta y siete fueron los
diputados que se ausentaron.
Otro grupo
de diputados de diversas minorías se solidarizaron públicamente con los
disidentes, «en la parte que se refiere a obtener por vías legales la revisión
del precepto constitucional que dio una solución antijurídica al problema
religioso», si bien se reservaban acomodar su futura actuación en el Parlamento
a las circunstancias que en cada caso exigieran los intereses de los electores.
* * *
Desde el
momento de la proclamación de la República, los nacionalistas vascos tomaron
como ejemplo el comportamiento audaz e impaciente de los nacionalistas
catalanes, y se dispusieron a preparar apresuradamente el Estatuto del País
Vasco, persuadidos de que la ocasión era excepcional y única para el logro de
sus designios.
Éibar, como
ya se dijo, fue la primera población española donde se proclamó la República;
pero los autores de esta anticipación fueron los socialistas, que eran mayoría
en la villa. Este mismo día, los socialistas de Bilbao, triunfadores de las
elecciones secundados por los nacionalistas, se apoderaron del Ayuntamiento. El
diario nacionalista Euzkadi desplegó a toda plana un «Gora Euzkadi Azkatuta» (Viva Euzkadi libre); pero los
nacionalistas advirtieron en seguida el peligro que significaba para el logro de
sus fines la ventaja alcanzada por sus adversarios. Y en su afán por recuperar
la delantera, los alcaldes nacionalistas de Guecho, Mundaca, Elorrio y Bermeo
convocaron (15 de abril) a los Municipios vascos para el 17 a una reunión en
Guernica, con el fin de resucitar las juntas Generales, «depositarias de una
soberanía respetada en todos los tiempos y conculcada en el pasado siglo por la
Monarquía constitucional española», y expresar también «el deseo de los
Ayuntamientos vizcaínos de constituir un Gobierno republicano vasco, vinculado
a la República Federal Española» decía el diario Euzkadi, (18 de abril), con lo
cual daban por hecho el carácter federal del nuevo régimen.
Las
autoridades provisionales de la República temieron que los nacionalistas vascos
intentaran reproducir en Guernica la maniobra de Maciá en Barcelona, y para
evitarlo movilizaron fuerzas de Seguridad y del Ejército. Los organizadores de
la Asamblea resolvieron suspender el acto, del cual únicamente quedó un
manifiesto, aprobado clandestinamente por los directivos. Decía así:
«Nosotros,
apoderados de los Municipios vizcaínos, reunidos en Junta general sobre el
Árbol de Gernika, al ser rescatada la libertad, destruida por las leyes de la
Monarquía de España, queriendo restablecer a la Nación Vasca en la plenitud de
su vida, que se constituya según el espíritu de su historia y las exigencias de
los tiempos, para garantizar su libre y pacífico desenvolvimiento y asegurar el
bien común y los beneficios de la libertad a todos sus ciudadanos presentes y
futuros,
»En nombre
de Dios Todopoderoso y del pueblo vizcaíno:
»Pedimos se
proclame y reconozca solemnemente la República vasca, cuya constitución y leyes
serían desarrolladas sin demora, ingresando Bizkaya en ella en virtud del natural e inalienable derecho de los pueblos a regirse
por su libre determinación.
»Invitamos a
las representaciones de Araba, Gipuzkoa y Nabara a
una similar expresión y adhesión para llegar al establecimiento de la República
vasca o del organismo que libremente represente a nuestra Nación.
»Y a fin de
que ésta sea un miembro civilizado, pacífico, democrático y progresivo de la
comunidad de los pueblos libres, se establecerá sobre las bases de Gobierno
propio y de federación con los otros Estados de la península Ibérica, y sus
poderes se encaminarán a asegurar a la Nación vasca entera, bajo los eternos
principios del derecho y de la libertad, el desarrollo de sus fuerzas morales y
materiales en bien de toda la humanidad; a los ciudadanos, la igualdad en la
República y el imperio de un justo orden jurídico y social vasco que, enlazando
la tradición fundamental con las necesidades del progreso, descanse en el
principio de solidaridad nacional, en el reconocimiento de la función
trascendental de la familia y de la propiedad privada y colectiva, justificada
por el interés social como estímulo y fruto del trabajo intelectual y manual,
necesario y libre, con una intervención supletoria del poder público, que
permita a los vascos actuar su propia civilización, garantía del máximo
bienestar terreno.
»Asimismo,
defenderá la República la libertad e independencia del Estado, garantizando a
la Iglesia Católica, como Corporación rectora de la religión de la mayoría de
los vascos, la libertad e independencia en su esfera.
»La Asamblea
de apoderados de los Municipios vizcaínos saluda a la República federal
española y a las nacionalidades peninsulares, esperando de su proclamado amor a
la libertad y respeto al derecho que la unión con ellas sea equitativa, justa y
mutuamente beneficiosa.
Gernika, a
57 de abril de 5931.»
Se
divulgaron, como aprobadas, las siguientes conclusiones:
»1.a
Reconocimiento de la República española como expresión legítima de la voluntad
popular manifestada el día 12.
»2.a
Manifestación del deseo de los Ayuntamientos vizcaínos de constituir un
Gobierno republicano vasco vinculado a la República federal española.
»3.a Recabar
a estos efectos el respeto al principio de autodeterminación.
»4.a
Aprobación del manifiesto de los apoderados vizcaínos.
»5.a
Nombramiento de una Junta gestora en representación de los Ayuntamientos para
llevar a efecto estos deseos.
»6.a Enviar
telegramas de saludo y colaboración al señor Alcalá Zamora, presidente
provisional, y al señor Maciá.
La actividad
nacionalista iniciada en algunos municipios vizcaínos se propagó rápidamente a
las otras provincias vascongadas, y se procuró por todos los medios contagiar
de ella a Navarra.
El alma de
esta agitación era un joven llamado José Antonio Aguirre, nacido en Bilbao, en
1903, de familia burguesa y carlista, educado en el Colegio de Jesuitas de
Orduña y después en la Universidad de Deusto, donde cursó su carrera de
Derecho. A la muerte de su padre, y contando dieciocho años, fue designado
consejero delegado de una fábrica de chocolate, propiedad de su familia. Su
mérito sobresaliente, base de su popularidad, era su pasado de jugador del
Atlético Club de Bilbao.
Aguirre hizo
sus ensayos oratorios como presidente de las Juventudes Católicas de Vizcaya;
fundó la Sociedad Euzko-Maitetoguna y perteneció a la
Asociación Católica Nacional de Propagandistas; desde su ingreso en el
nacionalismo, muy escaso de figuras de talla, se le consideró el hombre
providencial, el caudillo del Israel Vasco, como le calificó el capuchino P.
Bernardino de Estella, conocido por su fanatismo separatista. Aguirre, sin
vacilar, aceptó el caudillaje que se le brindaba con un ardimiento guerrero. En
sus arengas ofrecía con gran generosidad su vida en holocausto a la
independencia de Euzkadi.
Aguirre ganó
prestigio y popularidad merced al decidido apoyo de buena parte del clero vasco
y de muchos religiosos, que le admiraban como al jefe capaz de alzar al pueblo
contra la invasión roja y atea que descendía desde el centro de España y
amenazaba inundarlo todo. El país vasco sería el oasis en la inmensa desolación
espiritual y material ocasionada por la política republicana. El nacionalismo
inmunizaría contra todos los males. Un sentimiento egoísta, que aseguraba una
situación de privilegio, alentaba en el fondo de esta ebullición euzkérica.
Poco tiempo
necesitaron los nacionalistas vascos para convencerse de que la batalla a reñir
no era nada fácil. Después del fracaso de Guernica, en una nota de los alcaldes
(19 de abril) se advertía un retroceso en las primeras aspiraciones: «Es el
movimiento del pueblo hacia un régimen de libertad, alrededor del cual puedan
agruparse organizaciones políticas de todas clases y aun aquellos que sin
pertenecer a agrupación alguna simpaticen con nuestro programa, francamente
republicano y democrático, que uniendo en lazo federativo a nuestro pueblo
libre con otros pueblos peninsulares, contribuya a la felicidad común mediante
la aplicación sincera y constante de los eternos principios del derecho y de la
libertad.» En este repliegue y cambio de tono influyeron no poco los ataques de
El Liberal, periódico de Prieto, que veía en el nacionalismo un movimiento
reaccionario y en el fondo antirrepublicano. «He traído el encargo del
presidente del Gobierno —decía Indalecio Prieto en el cementerio de Mallona (2 de mayo), en la conmemoración del levantamiento
del sitio de Bilbao por los carlistas— de notificar al país vasco que el
compromiso de restituir al pueblo sus libertades y su autonomía será respetado.
Pero los vascos no deben olvidar que el Estatuto que ha de regir la vida del
país, recogiendo sus ideas democráticas, ha de ser obra que salga de las Cortes
Constituyentes. Hay que hacer que ese Estatuto no sea un privilegio, sino una
norma de conducta a seguir, emanada de todas las regiones peninsulares y de la
libertad en que ha de vivir toda España.»
Pero la
República mostraba cada día más su faz laica, anticlerical y roja. Las
Diputaciones eran administradas, en virtud de decreto (21 de abril), por unas
Comisiones gestoras dominadas por los socialistas. De seguro que el régimen no
se mostraría complaciente con un partido que anteponía los postulados
religiosos a cualquier otro principio. Por eso era necesario buscar el apoyo de
fuerzas coincidentes en lo fundamental, aunque divergentes en lo secundario.
Así, se iniciaron las primeras negociaciones con los carlistas de Navarra para
una empresa solidaria: la defensa de los intereses de la Iglesia.
La alianza
de los nacionalistas vascos con los carlistas navarros se refirió a dos
cuestiones esenciales: «La primera, presentación a las Cortes Constituyentes de
un anteproyecto de Estatuto Vasconavarro, y la
segunda, formación de una candidatura para las elecciones de las
Constituyentes, a la que aportarían nombres y fuerza electoral todos los grupos
pactantes. Por razones tácticas, el nacionalismo y sus nuevos aliados llevaron
con sigilo las conversaciones, en las que sin duda alguna intervinieron
elementos muy diversos, personas de diferente condición y consejeros de varios
linajes». Consultados por escrito los Municipios del país vasconavarro,
485, de los 528 que cuenta el país, expresaron su conformidad al proyecto de un
estatuto autonómico. Se designó a los alcaldes de Guecho (Vizcaya), Sangüesa
(Navarra), Llodio (Alava) y Azpeitia (Guipúzcoa) para
redactar el anteproyecto, y éstos confiaron la misión a la Sociedad de Estudios
Vascos. La comisión de alcaldes se reunió en la Diputación de Navarra (27 de
mayo) para unificar todos los criterios y acordar que el «Estatuto general del
Estado vasco» —así se denominaba — sería sometido a la aprobación de una
Asamblea de Municipios que se celebraría en Pamplona el 14 de junio.
Ocho días
antes de la Asamblea se reunió en San Sebastián el partido nacionalista vasco,
para fijar su conducta ante los problemas del Estatuto y ratificar su ideología
fundamental: soberanía plena de Euzkadi sobre sí misma. Las autoridades de la
Comunión. Tradicionalista, reunidas también en San Sebastián (10 de junio),
ratificaban su programa de reintegración foral plena, y declaraban: «Que aun
reconociendo que para dejar el Estatuto autonómico acomodado a su ideología
política había de ser objeto de numerosas, profundas y radicales reformas, en
aras de la concordia y llevada de su amor vasquista,
le otorga en principio su conformidad y aprobación.» Incluso la Federación
Socialista Vasco-Navarra, reunida en Bilbao (7 de junio), estimaba que
«procedía favorecer, en cuanto no pugne con las conquistas republicanas, el
anhelo de las provincias vascongadas, manifestado de una manera inequívoca en
cuanto al fondo de la cuestión, ya que por lo que se refiere a cómo realizar la
aspiración nacionalista, las opiniones compulsadas por la Ponencia discrepaban
radicalmente». La discrepancia fundamental de los socialistas se refería a la
cuestión de enseñanza, pues entendían que ésta correspondía en su totalidad al
Estado.
Todo
auguraba un éxito para el Estatuto, conocida la disposición de derechas e
izquierdas. El País vasconavarro se inflamó, en los
días que precedieron a la Asamblea, con una frenética propaganda. Los colores
de la bandera vasca, predominaban por doquier. Pero esa unanimidad sólo era
aparente; la lectura de los comentarios de la prensa de las cuatro capitales
producía verdadera confusión, pues las coincidencias de los partidos eran
superficiales y no de fondo. Los socialistas fueron los primeros en retroceder
y anunciaron que no acudirían a la Asamblea. Las Comisiones gestoras no
quisieron saber nada de ella. Faltaba lo más grave. Al llegar a Pamplona los
alcaldes de la Comisión organizadora supieron que los tradicionalistas
anunciaban un mitin católicofuerista para el mismo
día 14, y el gobernador decidía suspender el mitin y la Asamblea. No es para
dicho el desconsuelo de los comisionados. José Antonio Aguirre, que figuraba
entre éstos, hizo todo lo humano para conseguir de los directivos
tradicionalistas que suspendieran el mitin. Incluso «se acordó visitar al
obispo de Pamplona, por ver si su mediación tenía más éxito». Fue inútil. Más
tarde Aguirre haría responsable de lo sucedido al periódico independiente
Diario de Navarra, que había descubierto con decisión y claridad la maniobra
urdida por los nacionalistas. «¿Qué calificativo — escribe— merece la cobarde
posición del caciquismo orientado por Diario de Navarra y del tradicionalista,
su fiel lacayo, esperando a última hora para asestar el golpe fratricida y
traidor propio de gentes de baja ralea?».
Aguirre
eligió entonces a Estella para sede de la suspendida Asamblea, y en esta ciudad
se reunieron el día 14 de junio los representantes de los Municipios vascos y
navarros, para examinar y aprobar el anteproyecto de Estatuto. La propaganda
nacionalista había dado sus frutos, y aquel día, la antigua Corte del pretendiente
don Carlos de Borbón, se transformó en la capital de un Euzkadi quimérico,
evocado por los gritos, la música de «txistus», las
canciones euzkéricas y los colores de una bandera
nueva que lograba imponerse, sobre todo por su número, a las otras enseñas.
Treinta mil personas, dice un testigo presencial, se reunieron en Estella. Y a
continuación describe así el aspecto de la ciudad: «José Antonio Aguirre había
movilizado a los estelleses, imprimiendo en ellos su ritmo acelerado y juvenil.
A Estella fueron también el día 43 los aviadores que al día siguiente habían de
volar sobre Navarra, anunciando a todos la apertura de la Asamblea. Desde la
madrugada, comenzaron a llegar miles y miles de automóviles que venían de los
más apartados rincones del país. Engalanados casi todos los coches con la
bandera nacionalista, ponían una pintoresca nota de animación y colorido en la
dulzura apacible de la mañana dominguera. La brisa natural esparcía por montes
y valles la alegre algarabía de los motores, mezclada con las melodías agudas
del «txistu» y el estentóreo vibrar de los «irrintzis».
Por la
mañana en el Teatro, lugar de la Asamblea, y por la tarde en la Plaza de Toros,
donde se dieron a conocer las conclusiones, corrieron raudales de elocuencia,
en arrebatada competición de audacias. Los concurrentes tenían la sensación de
que un nuevo Estado se alzaba tangible, al alcance de la mano. Se describía la
configuración del naciente Euzkadi con su justicia propia, su orden peculiar,
su lengua y sus relaciones particulares con la Iglesia. El Estatuto de Estella
garantizaba a los habitantes de las cuatro provincias una cédula de vecindad en
el paraíso euzkérico.
En la
exposición del Anteproyecto se decía que el 14 de junio de 1931 significaba
para el País vasconavarro «la fecha más formidable de
sus últimos tiempos, en orden al logro de sus aspiraciones y al comienzo de una
nueva era de luz, animada por el calor que despide el sol de la libertad, tanto
tiempo esperado, y que hoy esplende felicidad, amaneciendo en nuestro pueblo”.
El Estatuto recogía en gran parte las aspiraciones del nacionalismo, y con él
se intentaba la creación de un nuevo Estado al margen del español, con pocas y
muy débiles vinculaciones a éste. Supuesto el reconocimiento de la soberanía
del País Vasco, se reservaba al Estado español la parte de la Constitución
relativa a la forma de Gobierno, derechos ciudadanos, relaciones
internacionales, aduanas y moneda, Correos, Telégrafos, Ejército y Marina, con
salvedades; la propiedad industrial e intelectual, el derecho mercantil y
penal, las comunicaciones internacionales y la intervención en las iniciativas
de carácter interestatal, para fijar, de acuerdo con los Estados a quienes
afectaran, las normas de su cooperación
económica. Pese a lo cual, la Asamblea, a propuesta del representante de
Bermeo, acordó que el Estatuto «no colmaba las aspiraciones de los vascos, y
siempre quedaba a salvo el derecho de Euzkadi a su plena reintegración foral,
mediante la derogación de la ley de 1839 y de cuantas de alguna manera hayan
conculcado la histórica soberanía vasca.»
Sorprendió a
muchos que los carlistas navarros, de tan arraigado y recio españolismo, se
avinieran a suscribir un pacto que era la Carta magna del separatismo.
Justificaban los dirigentes tradicionalistas su proceder por el peligro
gravísimo que se cernía sobre España, el cual aconsejaba la unión con aquellas
fuerzas igualmente interesadas en salvar lo principal, que era la religión, e
impedir el predominio de la barbarie. Por esta razón, tradicionalistas y
nacionalistas convinieron en luchar juntos en las elecciones para diputados de
las Constituyentes, y la base de la propaganda fue el Estatuto de Estella. Aun
así, hubo tradicionalistas opuestos a dicha alianza, y uno de los más
caracterizados, Víctor Pradera, se negó a dar su nombre para la candidatura de
Navarra, por considerar el Estatuto como antiforal.
Rechazaron otros como entelequia y amalgama inaceptable el titulado Estado
Vasco, pues recordaban el fracaso de todos los intentos por aglutinar a las
cuatro regiones bajo una denominación común, pretensión a todas luces
artificial y contraria a su pasado, pues jamás en la historia formaron las
provincias vascas una sola entidad.
El Estatuto
mereció la reprobación de socialistas y republicanos, que lo consideraban
impregnado de espíritu reaccionario y hostil al régimen. La víspera de las
elecciones, Indalecio Prieto decía: «Frente a un Estatuto de esta naturaleza,
ante una condición tan oprobiosa —se refería a las relaciones entre la Iglesia
y el supuesto Estado Vasco—, tan antiliberal, tan reaccionaria, si tuviera que
sucumbir el Estatuto, ante esa condición, yo otorgaría mi voto negativo sin
vacilación alguna.» «Se quiere con ella hacer del País Vasco un Gibraltar vaticanista
y someter la independencia del país a un poder extranjero.» «No podemos
prestarnos al torpe juego de que por un respeto externo a los atributos
autonómicos del país entreguemos una región tan rica y tan profundamente
liberal como la tierra de Vasconia a los jesuitas.»
Celebradas
las elecciones, resultaron triunfantes seis nacionalistas, cuatro carlistas y
cinco católicos independientes. En Vizcaya, por la capital ganaron las mayorías
los republicanos y socialistas, y en Guipúzcoa y Navarra lograron las minorías.
Desde el día siguiente de la elección, los diputados autonomistas fueron
aclamados como adalides de la independencia, designados para «que rompáis
nuestras cadenas y arranquéis el puñal que hace un siglo tenemos clavado»,
según frases del alcalde de Azpeitia. El 12 de julio se congregaron en Guernica
veinte mil personas, llegadas de las cuatro provincias para despedir a los
diputados a «la sombra del árbol sacrosanto», si bien en realidad el acto fue
una exaltación de José Antonio Aguirre, aclamado como el genio de la liberación
del País Vasco. En representación de los Municipios, el alcalde de Guernica le
ofreció un bastón de mando. «Dios nos ha concedido —dijo el diputado carlista
por Álava, Luis Oriol Urigüen— algo esencial para
continuar nuestro camino: un hombre providencial. Ese hombre es Aguirre. Su
nombre quedará aquí señalado con letras de oro sobre el árbol de Guernica.» El
diputado y canónigo Antonio Pildáin, subrayó: «Habéis
de saber que el que os habla ha nacido por la gracia de Dios en Lezo
(Guipúzcoa), un pueblo que durante siglos se ha entendido con la Santa Sede,
por pertenecer a la diócesis de Bayona, sin que intervinieran ni el Gobierno de
Madrid ni el de Valladolid. Vamos a reivindicar esa facultad en nombre de la
democracia, en nombre de la democracia vasca, que ha servido de modelo a las
democracias inglesa y norteamericana. Vamos a reivindicar, sobre todo, esa
facultad en nombre de nuestra libertad racial y en nombre de nuestra libertad
religiosa, porque no estamos dispuestos a entregar nuestro culto en manos de
esas hordas que incendian bárbaramente, más que africanamente; porque en esta
ocasión el África empieza en Madrid.»
Sostenía el
canónigo Pildáin «que todos los poderes de la tierra
y todos los imperios no podrían contra un pueblo reclamando sus
reivindicaciones basadas en el Derecho». «¿No estáis viendo a Irlanda? ¿No
estáis viendo a Polonia? Contra Irlanda se levantó el omnipotente Imperio Británico.
Contra Polonia se irguieron soberbios los Imperios ruso, alemán y austríaco; y,
sin embargo, Inglaterra, en fin de cuentas, reconoció su injusticia y su
crimen, concedió su libertad a Irlanda e Irlanda vive libre e Inglaterra
victoriosa. Y, en cambio, los tronos imperiales de Rusia, Alemania y Austria
yacen hechos trizas, al paso que Polonia, la vencida por ellos, continúa como
nunca gozando de libertad a la faz del mundo.» Con palabras más comedidas se
expresaron los diputados carlistas Marcelino Oreja Elósegui y Tomás Domínguez Arévalo, conde de Rodezno. «Si una oligarquía tiránica —dijo
éste— llega a desconocer nuestros derechos, entonces nos encontramos
forzosamente, espiritualmente divorciados, no de España, que eso nunca lo
podemos hacer, ni podemos verla representada por esos poderes, sino divorciados
de esos poderes. Cuando se va por el mar, todo el mundo navega a gusto en barco
hermoso; pero cuando el barco hace agua, todo el mundo toma también a gusto el
bote salvavidas.»
Aguirre, al
agradecer el homenaje, no quiso revelar los principios en que basaba su
estrategia para conseguir lo que se proponía. «Juramos defender —exclamaba— el
postulado que nos legó aquel que fue luz de nuestra patria, Sabino Arana Goiri,
en palabras nobilísimas: «Jaungoikoa eta Lege Zarra»
(Dios y la Ley vieja). Amenazaba con gran coraje: «Si no se nos concede todo lo
que pedimos, implantaremos lo que no se nos quiere dar.»
Por debajo
de aquel entusiasmo aparente circulaba una corriente de temor y escepticismo.
La agitación social se propagaba por las provincias vascongadas contagiadas de
la turbulencia que alteraba a las otras regiones españolas. En Guipúzcoa se
había refugiado buen número de terratenientes extremeños, andaluces y
manchegos, obligados a abandonar sus propiedades invadidas por los campesinos
sublevados. Estos emigrantes, que llegaban con el susto reflejado en sus
rostros, contribuían no poco a ensombrecer el ambiente, y hacía pensar a muchos
que se acercaba un momento de peligro en que sería preciso defenderse por
medios extralegales, por cuanto que la ley no garantizaba nada.
Este peligro
sólo podría ser atajado por la fuerza. En Navarra, los carlistas habían
confiado al coronel retirado Eugenio Sanz de Lerín la instrucción militar de
sus juventudes, con el nombre de «Requetés», designación de origen catalán. Por
su parte, los nacionalistas dieron gran impulso a su organización de mendigoitzales, fundada el año 1921, para adiestrar a los
jóvenes en largas marchas y montañismo. Los núcleos formados serian la levadura
de futuras milicias vascas. Sobre cuál era por entonces el estado espiritual de
los nacionalistas, dice bastante el siguiente relato, hecho por el general Luis
Orgaz Yoldi: «En el verano de 1931, durante mi
estancia en Deva, atribuyéndome una personalidad política que no tenía, pero de
acuerdo indudablemente con la actitud que adopté a raíz de la proclamación de
la República, que más que a protesta de tipo político respondía a dictado de
tipo personal militar, saliendo al paso de los atropellos de que se hacía
objeto al Ejército, se solicitaron de mí distintas y repetidas entrevistas a
través del doctor Rementería, que conmigo veraneaba
en aquella playa, por Luis Villalonga y otros amigos suyos, conducentes todas
a conocer estados de opinión militar, posibilidades de concurso y asistencia,
y, singularmente, de encuadramiento para las organizaciones del Pueblo Vasco,
que estaba dispuesto, se me decía, a producir un alzamiento, sin definir
concretamente la finalidad que con el mismo se perseguía; pero siempre con el
propósito de derrocar al Gobierno de la República.
»Desde
luego, la finalidad, sin declararla expresamente, era nacionalista, ya que
giraba alrededor de las bases del Estatuto Vasco, que podría modificarse, se me
decía también, manteniendo única y exclusivamente el sentido autonómico, más de
tipo administrativo que político, ya que siempre fue por mí esta condición
expresa y reiteradamente manifestada. En estas conversaciones se me habló de
lo muy adelantada que estaba la organización, de los medios y recursos de que
disponía en el orden económico y en el de su armamento, mostrándome al mismo
tiempo una situación de ambiente muy oportuna y favorable para producir el
alzamiento por los atentados realizados y los que se temían en el orden
religioso. En lo que a mí se refiere, hice siempre presente que estimaba
prematuro toda tentativa de este orden.
»Ante la
insistencia de estos señores, solicité una demostración de fuerzas que hiciera
patente tal estado de opinión, y de acuerdo con José Antonio Aguirre, se me
ofreció llevarla a cabo, a pretexto de un mitin en Deva, al que habían de
concurrir, limitado su número para evitar alarmas de las autoridades, unos
15.000 «mendigoitzales», con independencia, claro
está, del público que a dicho acto asistiera. Uno de los oradores había de ser
José Antonio Aguirre, y podía aprovecharse la ocasión para entrevistarse
conmigo.
»En la
mañana del día en que se celebró el mitin presencié la entrada de la
organización «mendigoitzal». Perfectamente formados,
pude contarlos, y su cifra no pasaba del millar, incluyendo las muchachas. La
concurrencia al mitin fue numerosa. Es posible que se contaran en ella las 10 ó 15.000 personas que me habían ofrecido; pero de todas las
edades. Antes de celebrarse el mitin, la señora viuda de Chávarri, pariente de
José Antonio Aguirre, me anunció que éste no se entrevistaría conmigo, obligado
a ello por las amenazas del gobernador civil de Guipúzcoa, que, al parecer,
estaba advertido de lo que ocurría. Días después de este acto, el doctor Rementería me anunció que José Antonio Aguirre insistía en entrevistarse
conmigo, encargándose él de conducirme al sitio donde la entrevista había de
celebrarse, y que por razones naturales de seguridad mantenía secreto.
Accedí a la
invitación, y en compañía del doctor Rementería acudí
a Lequeitio, donde José Antonio Aguirre me esperaba en compañía de Luis
Vilallonga. La entrevista, por tanto, se celebró asistiendo a ella las tres
personas que antes cito. Mis primeras palabras, después de las naturales y
corteses de saludo, fueron las de que yo acudía a requerimiento de José Antonio
Aguirre, que no ostentaba otra representación ni poderes que los total y
absolutamente personales, que lo que en ella se tratase había de redundar en
beneficio de España, solamente de España, y que nada podía ofrecer porque nada
tenía. Me atengo, en lo demás, al relato que José Antonio Aguirre hace con la
rectificación única de que, por su parte, jamás habló en nombre propio, nunca
en sentido nacionalista pero sí siempre representando un estado de opinión.
Insisto en lo de la ausencia del tema nacionalista. Se habló de respetar las
aspiraciones autonómicas de tipo administrativo de esta región y nunca de las
políticas. Tales son los hechos, que desmienten, primero, la iniciativa a la
entrevista; después, el desarrollo de la misma. Ni solicité concurso, ni pedí
el que aquélla se celebrase. Se me pidió, en cambio, y reiteradamente, que
asistiera a la misma. Se solicitó mi concurso para ver la posibilidad de
facilitar cuadros de oficiales que, como antes digo, entrenasen y formasen las
organizaciones «mendigoitzales» que habían de
constituir, por decirlo así, el núcleo de las fuerzas vascas que produjeran el
alzamiento.
José Antonio
Aguirre confirma la entrevista celebrada con el general Orgaz, «cabeza de un
movimiento que se preparaba para derrocar violentamente al Gobierno
provisional». Aguirre asegura que quedó «agradablemente sorprendido de la
corrección exquisita y de la claridad en la expresión» de su interlocutor. Éste
deseaba saber la posición del País Vasco y, concretamente, del nacionalismo, si
bien advirtió «que no venía con programas secesionistas, aunque sí de
amplísimas facultades autonómicas.» Abogó el general por la rapidez en la acción,
«porque dentro de dos o tres meses cambiarán los muchachos de este reemplazo
por otros que no están como aquéllos, habituados a obedecer a los jefes
actuales a quienes ya conocen». Aguirre dice que explicó sin rodeo «la significación
y propósito del nacionalismo y la finalidad de su programas. «Hice hincapié en
su antimonarquismo.» «La República había sido acogida con entusiasmo. Hablamos
de la campaña del Estatuto y de las dificultades y posibilidades que tendría
para su aprobación.» De todos los temas, añade el jefe nacionalista, se
mostraba enterado y comprendió que para contar con el País Vasco para cualquier
clase de movimiento había que prestarle tales garantías, que ellos no podían
ser capaces de ofrecer». Se sobrentiende que si el general Orgaz se las hubiese
ofrecido, el acuerdo acaso resultase factible. «La conversación se deslizó
dentro de un tono de cordialidad y corrección recíprocos y los términos de la
entrevista quedaron sepultados en el silencio.» Afirma Aguirre que en el verano
de 1931 recibió otras solicitaciones de elementos monárquicos, que buscaban el
apoyo del partido nacionalista para restaurar la Monarquía, pero no aporta
ninguna prueba que haga creíbles sus aseveraciones.
El Gobierno
estaba muy bien enterado de todos estos manejos e intrigas, y en un Consejo (20
de agosto) declaró Azaña que era preciso cortar la agitación norteña por lo
sano, con una política enérgica que hiciese temible a la República. Había que
comenzar suspendiendo todos los periódicos derechistas del Norte y algunos de
Madrid. Propuso también la incautación de las fábricas de armas de Guernica,
Éibar y Plascencia, cuya producción quedaría en manos del Ministerio de la
Guerra. Finalmente, organizaría unas maniobras militares en Navarra y Vizcaya,
provincias donde radicaban los focos de rebeldía más peligrosos. Los ministros
aprobaron las propuestas. Al día siguiente en una nota del ministro de la
Gobernación se decía que se había observado en Vizcaya «efervescencia con motivo
de la cuestión religiosa», culpándose de ello a ciertos periódicos, por lo cual
se disponía la suspensión de los diarios La Gaceta del Norte, Euzkadi,
Excelsior y La Tarde, de Bilbao; El Día y La Constancia, de San Sebastián; El
Pensamiento Navarro, Diario de Navarra y La Tradición Navarra, de Pamplona.
Además, se aplicaba la misma sanción a seis semanarios de las tres provincias.
La incautación de las fábricas de armas se realizó en veinticuatro horas.
Las
maniobras militares comenzaron el primero de septiembre. Ocho batallones de
montaña, bajo el mando del general Gil Yuste, recorrieron Navarra. La policía
detuvo a muchas personas de derechas acusadas de conspirar contra el régimen y
el general Orgaz fue desterrado a Canarias.
Como medida
de precaución se suspendieron algunos actos conmemorativos del aniversario del
Pacto de San Sebastián, si bien oficialmente se justificó la suspensión por
rivalidad entre las autoridades de Bilbao y San Sebastián sobre dónde debía
celebrarse una revista naval.
Interpeló
Gil Robles al Gobierno por su medida draconiana contra los periódicos, «el caso
más grave que se ha producido bajo el régimen actual en contra de las
libertades ciudadanas». «Cuando un Gobierno se coloca fuera de la ley —decía—
está haciendo una invitación constante a los ciudadanos para que se salgan
también fuera de la ley.» Ponía en parangón los textos considerados como más
violentos en los periódicos de la derecha con otros publicados en periódicos
revolucionarios, en especial en Solidaridad Obrera y El Socialista, y siendo
los de éstos mucho más virulentos, sin embargo no eran castigados. Apuntó Gil
Robles la posibilidad de que la suspensión de periódicos fuese una represalia
por la campaña de la prensa del Norte contra un ministro fracasado —alusión a
Indalecio Prieto—. Maura justificó las sanciones por la propaganda belicosa que
se hacía en las provincias vascas, donde se preparaban algaradas y agentes de
la reacción compraban armas en Francia y España. Sobre el mismo asunto
interpeló al Gobierno José Antonio Aguirre, e intervino también Prieto para
señalar como responsable de la campaña contra él, al prohombre José María de
Urquijo, atribuyéndola a venganza por un decreto de la República prohibiendo la
venta de buques al extranjero, medida que perjudicaba a los negocios de
Urquijo. El ministro de Hacienda proyectó la lava candente de su ira contra el
caballero bilbaíno, envolviéndole en una nube de injurias. Intervino para
desmentirle Marcelino Oreja. El 1.° de septiembre continuó el debate sobre la
suspensión de periódicos. Hablaba Pildáin, cuando el
presidente le cortó la palabra, y aquél no pudo reanudar su discurso, pues la
minoría radicalsocialista pidió se diera por
terminado el debate, aplicándole lo que en argot parlamentario se denominaba la
«guillotina». Así se acordó por 157 votos contra 108.
Los
diputados católicos de Vascongadas y Navarra se habían agrupado para constituir
la minoría vasconavarra pro Estatuto, bajo la
jefatura del abogado pamplonés Joaquín Beúnza. Las
izquierdas la distinguieron con apodos despectivos: llamaban a sus componentes
«cavernícolas», «trogloditas» y al grupo «la tribu de los Beúnzas».
Les urgía a
los diputados vasco-navarros entregar el Estatuto al Gobierno; mas el momento se dilataba, porque los órganos
gubernativos, y en especial las Comisiones gestoras de las Diputaciones,
oponían todos los obstáculos que podían. Por fin (22 de septiembre), los
diputados llegaron a Madrid en un tren especial, al frente de 427 alcaldes,
para entregar el Estatuto al jefe del Gobierno, Alcalá Zamora.
Ya para
entonces los problemas planteados en el Parlamento, al discutirse artículos de
la Constitución que afectaban directamente a la familia, a la religión y a la
Iglesia, había situado a la minoría vasconavarra en
abierta oposición al Gobierno. En el momento de entregar el Estatuto al
presidente del Gobierno provisional leyó Aguirre un mensaje suscrito por los
alcaldes. Explicaba el trámite seguido en la preparación del Estatuto,
inspirado en el espíritu del régimen foral, y de acuerdo con una propuesta contenida
en la Gaceta (20 de enero de 1919), redactada por Alcalá Zamora siendo éste
ministro de la Monarquía, y con el Estatuto jurídico del Gobierno. Se decía
cómo había sancionado favorablemente el proyecto la Asamblea de Estella,
aprobado también de hecho por mayoría de sufragios en las elecciones para
diputados constituyentes, y, por tanto, los electores lo conocían, si bien en
Navarra «había surgido la idea de confirmarlo mediante un «referéndum». «Este Estatuto
—afirmó Aguirre — refleja el alma de nuestra raza, expresada por la mayoría del
país en sus dos aspectos espiritual y material.» En su respuesta, el jefe del
Gobierno afirmó no haber en él sentimiento preconcebido de duda o recelo. Ni
podía ser sospechoso en el cumplimiento de sus compromisos, ni era sectario.
«Bien sabéis vosotros —agregó— que yo no soy partidario de la mayoría de los
preceptos contenidos en el proyecto de Constitución presentado por la Comisión
parlamentaria encargada de redactarlo; pero rindo culto a las exigencias de la
realidad, y a ellas todos debemos de atenernos. Yo no encarno una política de
tipo personal; pero quiero que estén representadas las aspiraciones de todas
las regiones con un criterio de igualdad en lo tributario y en sus sentimientos
religiosos.»
«Yo no
opongo el prejuicio de la preferencia mía, pero tampoco puedo hacer que se
establezcan diferencias ni trato diferencial. Como jefe del Gobierno, sólo
tengo dos caminos para aceptar este Estatuto como ponencia. El primero, el
cauce que la Constitución abra después de haber sido votada; el segundo, es el
Pacto de San Sebastián. Así, pues, sólo hay dos caminos de acceso: o la
Constitución, cuando sea votada, o todos los requisitos del Pacto. Vosotros ya
sabéis cómo se ha cumplido en Cataluña. Para mí son igualmente respetables las
creencias y aspiraciones de todas las regiones; pero en muchas cosas hemos de
atenernos a un criterio de uniformidad en bien de España.»
Las palabras
de Alcalá Zamora enfriaron el entusiasmo y las ilusiones de los vasconavarros. El horizonte se ensombrecía.
Una vez
aprobado el artículo 26, se convencieron, según confesó Aguirre (Euzkadi, 16 de
octubre), «de que razonar en las Cortes era perfectamente inútil». Y se
retiraron del Parlamento, en compañía de otros diputados. En un manifiesto
redactado en Pamplona (17 de octubre), con la firma de los diputados católicos
de las cuatro provincias, explicaban a los electores «que fueron a las Cortes
para defender el sentimiento religioso y las aspiraciones comunes en orden a la
libertada; mas «advertimos desde el primer momento
que ninguna de nuestras aspiraciones encontraban ambiente en la Cámara». Se
calificó de reaccionario al Estatuto, porque recababa el derecho de concordar
con la Iglesia, y «se ocultaba nuestra absoluta cesión al Estado central de
todas las garantías individuales y sociales, demostración de nuestro espíritu
de tolerancia». Se pretendía únicamente «negar a nuestro país ese derecho»,
para que los acuerdos antirreligiosos rigieran también en él, pensando, sin
duda, que esa podía ser la manera de descristianizarlo»... «Ante una situación
de esta índole, y con la seguridad de que nuestra actuación es absolutamente
ineficaz, y quizá contraproducente, por estar prejuzgadas todas las demás
cuestiones, hemos creído que no podíamos colaborar en la formación de una ley
constitucional que, hiriendo el alma de nuestro país, contraría sus ideales más
profundos y queridos...» «Esta Constitución no responde a los sentimientos
generales del pueblo, ni siquiera a los más elementales respetos que los
Estados modernos guardan a la libertad...» «Forzados por el sectarismo a
ausentarnos de las Cortes, una vez más seguirá nuestro pueblo sin colaborar en
otro periodo constituyente del Estado español.»
* * *
El 8 de
diciembre, un decreto del ministro de la Gobernación autorizaba a las
Comisiones gestoras de Vizcaya, Guipúzcoa, Álava y Navarra, integradas, como se
ha dicho, por republicanos y socialistas, para preparar un proyecto, o
proyectos —uno por cada provincia—, de Estatuto, inspirado en los principios
del régimen vigente, en acuerdo con los Municipios y sometidos a «referéndum».
* * *
La
Confederación Nacional del Trabajo era una fuerza temida y temible. Surgió en
Barcelona, en un Congreso nacional obrero celebrado el 1 de noviembre de 1911.
El texto en que se daba estado orgánico al sindicalismo revolucionario decía:
«El Congreso acuerda constituir una Confederación Nacional del Trabajo
española, que se compondrá provisionalmente de todas las sociedades no
adheridas a la Unión General de Trabajadores, con la condición de que una vez
constituida la C. N. T. española, se procurará establecer un acuerdo entre las
dos Federaciones, a fin de unir a toda la clase obrera en una sola
organización.» En 1915 los efectivos de la Confederación ascendían a 300.000
trabajadores en toda España, y cuatro años después eran 600.000. Su fuerza
radicaba en la amenaza y la violencia, lo cual le valió dominio despótico e
implacable. Era apolítica y antielectoral, eludía el
trato con las autoridades y violaba la ley cuanto podía. Lograda la adhesión de
los trabajadores de un gremio, sustanciaba sus pleitos con empresas y patronos
directamente, sin admitir injerencia de terceros. Y si la resistencia de los
adversarios se endurecía, entonces apelaba al sabotaje o al atentado para
vencerla. Uno de los más destacados fundadores de la C. N. T., Angel Pestaña, explica de este modo la estrategia
sindicalista: «La táctica de la acción directa —escribe— consiste en tratar la
solución de cuantos conflictos se planteen entre las personas a quienes afecte
el conflicto, prescindiendo de la intervención de un tercero para arreglar la
discordia. Esto quiere decir que cada vez que unos obreros tengan
reivindicaciones a plantear, o diferencias a resolver, deben hacerlo
directamente con los patronos interesados, no aceptando la intervención de
nadie ajeno al conflicto, ni personas convertidas en amigables componedores, ni
representantes oficiosos u oficiales del Estado o de la autoridad. Y si llegan
a un acuerdo, bien, tanto mejor; y si no llegan, entonces cada cual hará uso de
los medios coactivos de que disponga para vencer la resistencia del adversario.
Y los obreros no disponen de otro medio que la huelga, que unas veces puede ser
parcial o general de su oficio, o bien general de todos los oficios».
Cientos de
patronos asesinados en las calles de Barcelona y en distintas localidades
españolas acreditaban que en la mayoría de los conflictos se apelaba al
atentado como supremo recurso. Este imperio del crimen social fue la razón
principal del advenimiento de la Dictadura de Primo de Rivera, que contuvo a la
C. N. T., dominada en aquel entonces por el anarquismo, y la frenó en su
actividad y en su expansión durante siete años. El sindicalismo retoñó
súbitamente al advenimiento de la República, y en el mes de agosto de 1931
contaba con 800.000 afiliados, una gran experiencia y una organización que
pronto sería formidable. Dominaba ciudades como Barcelona, Zaragoza, Gijón,
Sevilla, cuya vida estrangulaba a capricho; extensas zonas mineras e
industriales, y se propagaba con virulencia por tierras andaluzas y extremeñas.
A su flanco, como va el potranco junto a la madre, caminaba la F.
A. I. (Federación Anarquista Ibérica) nacida en un Congreso de ácratas
celebrado en el mayor sigilo en 1927, en la ciudad de Valencia. «La F. A. I.
carecía de doctrina, de táctica, de estrategia, de jefes. Era simplemente una
fuerza ciega, que forzosamente había de estrellarse. Las masas que en 1930,
1931 y 1932 siguieron a los anarquistas eran la materia prima de un verdadero
partido bolchevique. Esas masas fueron puestas en fermentación por la levadura
anarquista que se mantiene sin interrupción desde 1873». Los terrenos más
propicios para el anarquismo eran Cataluña y Andalucía. Los elementos
representativos del anarquismo — Fermín Salvochea, en
Cádiz, y el doctor Vallina, en Sevilla— entendían que la anarquía sólo podía
ser instaurada combatiendo insurreccionalmente contra el Estado llámese como se
llame. «Los grupos que integran la F. A. I. gozaban entre sí de un autonomismo
e independencia salvajes. Cada uno operaba a su antojo, lo que hacía
incoherente y malbaratada su acción. Hoy se hallan más centralizados y ligados
a una disciplina común. El número de anarquistas organizados en la F. A. I. no
bajará en España de 10.000... Cataluña es la región que más grupos anarquistas
cuenta, siguiendo en orden Andalucía, Aragón y Rioja, Levante, Galicia,
recientemente Castilla la Vieja y Madrid, Álava y Guipúzcoa —muy pocos en
Vizcaya—, un anarquismo de índole más cerebral y puro en Asturias, localizado
en Gijón y algunos grupos en nuestras posiciones de África»
Con la
amnistía promulgada por la República regresaron a España muchos sindicalistas
que se habían expatriado para no caer en las redes de la justicia, con la que
tenían deudas pendientes: entre otros, dos agitadores especializados en actos
de bandidaje y con un extenso historial de fechorías: Francisco Ascaso Budria y Buenaventura
Durruti personajes, se ha dicho que Dostoiewski hubiese creado con orgullo. Ascaso fue panadero antes
de entregarse por entero a la actividad anarquista. Durruti sobresalía por su
energía y temeridad. Era infatigable para la acción e implacable en sus
resoluciones. Nació en León en 1896, hijo de un ferroviario, el mayor de ocho
hermanos. Empezó a trabajar a los catorce años y en 1917 participó como
organizador en la huelga general revolucionaria. Pasó tres años en Francia, al
cabo de los cuales regresó a España y en Barcelona, donde los obreros reñían despiadada
guerra civil, se afilió a la C. N. T. Proliferaban por entonces en la Ciudad
Condal grupos de acción, diestros para imponerse por la pistola y la bomba, que
fueron las células de las que más tarde constituiría la Federación Anarquista
Ibérica. A uno de esos grupos, «Los Solidarios», en el que figuraban García
Oliver, Ascaso y Jover se incorporó Durruti.
Ejecutaban atentados y asaltaban Bancos para reforzar con el dinero robado los
fondos de resistencia. En junio de 1923, Durruti y Ascaso atentaron contra el Arzobispo de Zaragoza, Cardenal Juan Soldevilla, al que
mataron porque, según dirían años después, «era el representante más
caracterizado de la reacción en la capital aragonesa». Dos meses más tarde
asaltaron la sucursal del Banco de España en Gijón, llevándose 675.000 pesetas.
Lograron huir a la Argentina y aquí, acusados de robos y actos terroristas,
fueron condenados a muerte. Pudieron escapar de la cárcel y, siempre
inseparables, recorrieron varias repúblicas suramericanas, terminando su
aventura en Francia. Cuando planeaban un atentado contra Alfonso XIII fueron
detenidos por la policía francesa, procesados y encarcelados. Al cabo de un año
de prisión alcanzaron la libertad gracias a la ayuda de las organizaciones
sindicales. La U. R. S. S. les ofreció asilo político, que ellos rehusaron. Al
proclamarse la República entraron en España y se reincorporaron a la C. N. T.,
que los acogió como a héroes.
La
incompatibilidad de los sindicalistas con los socialistas era absoluta, como se
había demostrado a lo largo de los años, con el fracaso de los muchos intentos
de conjunción o alianza. La C. N. T. descubrió siempre sus intenciones, que
eran no las de fusionarse con la U. G. T., sino de absorberla. La C. N. T.,
fiel a su principio tradicional apolítico, aspiraba al comunismo libertario,
mediante la acción revolucionaria. Era contraria a toda actividad parlamentaria
y a toda colaboración con los organismos legislativos. El que los sindicalistas
votasen en favor de los candidatos de la coalición socialista republicana en
las elecciones que dieron por resultado la caída de la Monarquía, no
significaba renuncia o cambio de táctica. El triunfo electoral les supondría la
amnistía y libertad para su acción revolucionaria. Constituían el gran estorbo
a la obra del Gobierno y la máxima preocupación, especialmente para los
ministros socialistas, vacilantes y siempre temerosos de enfrentarse con unos
trabajadores revolucionarios, que desde la oposición alcanzaban metas
demagógicas que a los socialistas les estaba vedado pisar. «La verdad es
—escribía Solidaridad Obrera de Barcelona, órgano de la C. N. T. (2 de julio de
1931)— que las circunstancias trágicas a que se está sometiendo a la clase
trabajadora de España han de obligar a ésta a realizar un gesto desesperado que
termine con tanta ignominia... Si el caso llega no valdría la cantinela de que
la C. N. T. pone a la República en peligro. Una República administrada por
verdugos y asesinos no puede interesar a nadie, y menos a los trabajadores.»
El Gobierno
por la voz del ministro de la Gobernación les replicaba desde las Cortes (29 de
julio): «Cuando el Gobierno dio desde sus comienzos las máximas facilidades a
la C. N. T. y a la F. A. I. para que dentro de la ley moldearan sus
organizaciones y pudieran actuar, la C. N. T. y la F. A. I. entendieron que
para ellas había en la legislación española un terreno exento en el cual el poder
público no tenía por qué entrar, pues no aceptaron las leyes que regulan el
trabajo y desconocieron los Comités paritarios, tribunales mixtos y la
autoridad gubernativa. El deber del Gobierno es decirles que la legislación
forma un todo, y que si, en efecto, hay para ellos, en cuanto a lo que son sus
deberes un terreno exento dentro de la legislación, también en cuanto a sus
derechos habrá territorio exento y no existirá para ellos ley de reunión, ni de
asociación, ni nada que les ampare.»
Los
sindicalistas contestaban al desafío con gritos de guerra. «Desde ahora sabemos
—escribía Solidaridad Obrera (1.° de agosto)— que las Cortes Constituyentes
están contra el pueblo. Desde ahora no puede haber paz, ni un minuto de tregua
entre las Cortes Constituyentes y le C. N. T.» Y pocos días después (11 de
agosto) decía: «No queremos nada con el rol histórico del Estado y del capital.
En esta hora ciega, nosotros recogemos uno de los lemas de la I Internacional:
Paz a los hombres y guerra a las Instituciones, a las leyes, los regímenes y
los Estados.»
De forma más
solemne se hizo esta declaración de guerra con un Manifiesto redactado en
Manresa después de una Asamblea celebrada a mediados de Agosto, a la que
concurrieron treinta sindicalistas veteranos, muy fogueados en las luchas
sociales. «España —se decía en el documento — vive un momento verdaderamente
revolucionario. El empobrecimiento del país es ya un hecho consumado y aceptado.
Al lado de todas estas desventuras que el pueblo sufre, se nota la lenidad, el
proceder excesivamente legalista del Gobierno... que no da pruebas de energía,
sino en los casos en que de ametrallar al pueblo se trata. Mientras tanto, el
Gobierno nada ha hecho, nada hará en el aspecto económico. No ha expropiado a
los grandes terratenientes... No ha reducido en un céntimo las ganancias de los
especuladores de la cosa pública; no ha detenido ningún monopolio... Esta
situación, después de haber destruido un Régimen, demuestra que la revolución
que ha dejado de hacerse deviene inevitable y necesaria.
Después de
la teoría de la destrucción se hablaba en el Manifiesto de las dificultades de
la labor revolucionaria, dados los «elementos formidables de defensa que
acumula nuestro Estado.» «Pensar —agregaba — que mientras no pierda sus
resortes de poder puede destruirse el Estado, es perder el tiempo, olvidar la
Historia y desconocer la propia psicología humana.»
De estas y
otras reflexiones se deducía una actitud de rectificación en el grupo de los
«treinta» que aleccionados por la experiencia, pensaban que el camino del
anarquismo puro era utópico y no conducía a las metas que anhelaban. A la
cabeza de aquellos disidentes figuraba Ángel Pestaña, nacido en Ponferrada,
teórico del sindicalismo, escritor y conferenciante, encarcelado muchas veces,
herido en atentado otra, delegado de la C. N. T., en Rusia, en donde participó
en el Congreso de la Internacional Comunista (1920), al que negó su adhesión
porque la C. N. T. no aceptaba el principio de la dictadura del proletariado.
* * *
Los ensayos
para probar la fuerza del sindicalismo mediante huelgas se producían en toda
España, y con particular insistencia en Barcelona. «Será inútil —decía el
diario La Voz, de Madrid (20 de agosto)— cuanto se haga para que la C. N. T.
renuncie a sus sueños de destrucción y de exterminio y se acomode a las
legalidades socialistas. Quiere ir a la utopía roja de la Acracia por los
medios de la huelga a ultranza, del motín, del sabotaje, del atentado, del
empleo metódico de la pistola y de la bombas El día 27 de agosto holgaban
40.000 metalúrgicos en Barcelona. Obedientes a una consigna, los presos de la
cárcel de esta ciudad declaraban la huelga de hambre, y al día siguiente,
amotinados, incendiaron la capilla, se adueñaron del edificio y, en posesión de
algunas pistolas, se tiroteaban con los guardianes. Era a la sazón gobernador
José Oriol Anguera de Sojo, que había dejado la presidencia de la Audiencia
para desempeñar el comprometido gobierno, por el que habían pasado en fracaso,
en poco más de tres meses, Luis Company y Carlos Esplá. El nuevo gobernador
Anguera de Sojo era autoritario, silencioso y buen católico. Republicano de
aquellos que soñaban con una República austera, ordenada, con un Senado de
patricios y arzobispos. Ante el desorden trató de reducir a los revoltosos por
la persuasión, y accedió, en compañía del jefe de Policía, a parlamentar con
los cabecillas en un locutorio de la cárcel. Su transigencia, lejos de reducir
a los rebeldes, los envalentonó, y reprodujeron el motín con mayor furia.
El director
de la cárcel reconocía que la falta absoluta de autoridad moral le ponía en
situación humillante. A todo esto, los sucesos trascendieron a la calle,
deformados en tragedia inquisitorial e inhumana, y los Sindicatos Únicos
—organizadores del motín—exigieron la inmediata libertad de los detenidos
gubernativos, pues caso de ser denegada, declararían la huelga general. Esta se
produjo (3 de septiembre), y Barcelona quedó agarrotada, en suspenso todos los
servicios públicos, incluso el de enterradores. En las calles menudeaban las
agresiones, y en las de Moncada y Mercaders, junto a
la sede del Sindicato de la Construcción, surgieron barricadas. Por la noche,
los revoltosos se vieron apoyados por el propio presidente de la Generalidad,
que sumó su petición a la de los sindicalistas en favor de la liberación de los
presos gubernativos. Dos días antes, Maciá había encabezado una suscripción de
socorro a los huelguistas de la Telefónica.
No se
amilanó el gobernador ante aquella confabulación, y con un lúcido cortejo de
fuerzas, se encaminó a la calle de Mercadees, a sabiendas de que en el
Sindicato de la Construcción se hallaban muchos afiliados con armas, decididos
a resistir. Cercado el edificio, medió el alcalde de Barcelona, Aiguader, como valedor de los sindicalistas, para implorar
clemencia, sin que se ablandara Anguera de Sojo. Al fin, los sitiados acordaron
rendirse, y fueron conducidos a un barco, donde se hallaban los presos
trasladados desde la cárcel, muy insegura ésta por los destrozos del motín. La
jornada había costado seis sindicalistas muertos, seis guardias heridos y
cuarenta, entre revoltosos y transeúntes, heridos. «Volvemos los Sindicatos al
trabajo —decía una nota de la C. N. T.—, no con el desorden de la derrota, sino
con el orden de un estratégico repliegue.»
Al
reaparecer La Vanguardia (5 de septiembre) hizo la siguiente pintura de
Barcelona bajo el dominio de Maciá y de los sindicalistas: «Ya es imposible
continuar callando. Barcelona es víctima de la monstruosa mescolanza de
extremismos políticos y sociales, incompatibles entre sí. La izquierda
republicana no tiene cohesión, ni pensamiento, ni hombres ni nada. Maciá y los
suyos aceptaron para triunfar el apoyo del sindicalismo, como hubieran aceptado
el del diablo, y mientras siga prestándoles ayuda, Maciá está dispuesto a
entregárselo todo, porque en política Maciá es el hombre de más inverosímil
simplicidad. Es optimista: no se apura por nada y promete millones y la paz
universal si se tercia, y si estallan las huelgas revolucionarias, encabeza las
suscripciones para alentar a los huelguistas, y mientras no le toquen lo que es
su obsesión, el mundo le parece un edén. El sindicalismo, por su parte, deja a
Maciá y a los suyos entretenidos en sus misiones idílicas y en esas actuaciones
desconcertantes, y hasta les favorece, pues siendo las autoridades civiles
prisioneras de los sindicatos, cuantas más facultades alcancen aquéllas, más
fácilmente pueden éstos emplearlas para sus fines de subversión social. Hemos
llegado, sin embargo, a un punto decisivo. Si las autoridades civiles de esta
tierra son incapaces de dejar de ser juguetes de una minoría anarquista, que
pretende conducirnos a una miserable barbarie, el número creciente de catalanes
avisados habrá de alzarse con toda energía para recusarla y buscar, donde la
encuentre, la indispensable protección que, en vano, pedimos en nuestra casa.»
De esta
huelga se obtuvieron dos enseñanzas. Una, el deseo del Gobierno de la
Generalidad por ganarse la simpatía y la adhesión de los sindicalistas. Cuatro
diputados de la Esquerra visitaron al gobernador para pedirle, en nombre del
partido, que cediese «parte de su mando y atribuciones en aquellas cuestiones
que afectan a policía y seguridad», a fin de «establecer la normalidad y
garantizar la vida de los ciudadanos». La segunda enseñanza de la huelga fue la
avidez de autoridad demostrada por la mayoría de la población de Barcelona. El
gobernador, Anguera de Sojo, se había limitado estrictamente a cumplir su deber
y a mantener el orden público. Esto pareció tan insólito, produjo una impresión
tan singular y extraordinaria, que medio Barcelona desfiló por su despacho
oficial a dejar tarjeta. Se le regaló por suscripción popular un bastón de
mando. «El descubrimiento de un gobernador dispuesto a mantener el orden
público produjo en la opinión el efecto de novedad y satisfacción que se suele
sentir cuando se recobra una cosa que se consideraba perdida, quizá para
siempre».
En relación
con estos sucesos, y en prueba de que el ensayo tenía gran alcance, en Zaragoza
se declaró la huelga general el 1.° de septiembre, y en fechas sucesivas se
propagó la perturbación a Valencia, Murcia y Tarragona. No hubo día en este mes
de septiembre sin su correspondiente desgracia, que una vez eran actos de
terrorismo en La Coruña, Sevilla, Manresa; motines en Doña Mencia,
con intento de asalto dirigido por el alcalde contra el cuartel de la Guardia
Civil; muchos pueblos de Toledo Corral de Almaguer, entre ellos, estuvieron en
poder de los sediciosos; colisiones sangrientas en Bilbao, Santander y
Salamanca, con muertos y heridos; huelgas generales en Talavera, cuenca minera
de León y Teruel, Granada, Soria, Sanlúcar de Barrameda, Santander, Zamora;
incendios y desórdenes, y hasta un conato de alzamiento comunista en Jaca (15
de septiembre), donde el capitán aviador Antonio Rexach fue detenido cuando
planeaba reproducir la rebelión del año 1930.
En el mes de
octubre, la temperatura sediciosa alcanzaba también el nivel de la fiebre:
huelgas generales, con muertos y heridos, en Granada, Melilla y Cádiz;
parciales en los ferrocarriles andaluces y en los puertos de Barcelona y
Huelva. Colisiones, con muertos y heridos, en Valladolid y Pozoblanco; asaltos
contra templos y conventos en Madrid, Balaguer y Bilbao.
Los
desórdenes que se hicieron endémicos en Andalucía, reconocían como causantes a
los comunistas que alentaban a los campesinos a invadir las fincas y repartirse
las tierras. En una de las revueltas se apoderaron de Villanueva de Córdoba y
para liberar al pueblo hubo de formarse una fuerte columna con tropas del
Ejército y aviación de Sevilla, mandada por el general Ruiz Trillo. Extinguida
la erupción en un lugar surgía en otro.
No era sólo
en el Sur donde se hacía presente el comunismo, sino también en Madrid, Gijón,
Bilbao, Zaragoza y otras ciudades. ¿Qué importancia tenía el comunismo? Cuenta
el general Mola ([175]) que «durante los catorce meses de estancia al frente de
la Dirección General de Seguridad, el comunismo era un espantajo, La policía
apenas concedía importancia a esta actividad. «De las gestiones practicadas y
de conversaciones sostenidas posteriormente con algunos diplomáticos, deduje
que no pocos gobiernos andaban tan desorientados como el nuestro, en cuanto a
la labor de propaganda y agitación de la Internacional Comunista y organización
de los partidos: muchas policías podían llamarse de tú con la española.» En
marzo de 1931, en una información de la Dirección General al Gobierno, se
afirmaba la existencia de 30.000 comunistas organizados en Andalucía. Tan
pronto como el Gobierno Berenguer permitió la libertad de propaganda,
aparecieron a primeros de marzo de 1930 núcleos en Madrid, Barcelona y Bilbao,
y posteriormente en Asturias, Málaga, Valencia y Vigo. Carecían de recursos y
de elementos organizadores capacitados. Un año después, en Madrid se
manifestaban tres tendencias: la estalinista, con el semanario Mundo Obrero
como órgano; la centrista, y la trostskista. En
Barcelona actuaba, con carácter autónomo, la Federación Catala-Balear,
que publicaba La Batalla. En los documentos recogidos por la policía en la
oficina del Comité ejecutivo se descubrió que el apoyo económico prestado por
la Internacional Comunista a la sección española era miserable: unos
diecisiete mil francos en tres meses. A la llegada de la República cambió el
panorama: el comunismo reclamó con insolencia un puesto importante en la administración
del desorden. El Mundo Obrero dejó de ser semanario para convertirse en diario
(13 de noviembre), sufragado con dinero de la Komintern. Tiraba 20.000
ejemplares, la mayoría de los cuales regalaba. A raíz del 1.° de mayo la Pravda recomendaba a los comunistas españoles «que se
preparasen para la lucha armada contra el Gobierno provisional burgués y
reaccionario». El número de afiliados en Madrid no era crecido, unos 1.800;
pero el terreno estaba abonado para la siembra como no se podía soñar. Por su
parte, Trotsky redactaba el 5 de mayo, en la isla de Prinkipo,
el decálogo del comunista español, sabedor de que dos caracterizados agitadores
españoles, Andrés Nin y Joaquín Maurín, ambos catalanes, se habían declarado «trostkystas», fundando el «Bloque Obrero y Campesino» con
carácter de partido comunista catalán autóctono. En las elecciones parciales a
diputados (4 de octubre) el candidato comunista Bullejos obtuvo en Madrid (capital) 6.056 votos.
* * *
El 20 de
septiembre falleció en Madrid el ex presidente del Congreso Miguel Villanueva,
que en los meses anteriores a la República había actuado como jefe de un grupo
de antiguos ministros monárquicos que abogaban por una convocatoria electoral a
Cortes Constituyentes. Fue diputado por La Habana y catedrático de aquella
Universidad, Subsecretario de la Presidencia con Sagasta (1886), ministro
varias veces y presidente del Congreso en dos legislaturas. Pocos días antes de
declararse la dictadura de Primo de Rivera, fue designado Alto Comisario de
España en Marruecos, sin que llegara a tomar posesión. Buen orador, se declaró
enemigo del Gobierno de Primo de Rivera y conspiró contra él desde el primer
momento. «Era el único que había logrado —dice el ex ministro conservador
Burgos Mazo— realizar el prodigio de obtener recursos pecuniarios para la
ímproba y costosísima labor que realizamos en nuestras conspiraciones contra la
Dictadura». Contaba setenta y nueve años.
CAPÍTULO
VIII
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