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CAPÍTULO VII

DIMITE ALCALÁ ZAMORA Y LE SUSTITUYE AZAÑA

 

Maura abandona el Ministerio de la Gobernación. - La crisis fue tramitada ante las Cortes. - Los diputados católicos se retiran del parlamento. - Los nacionalistas vascos preparan el estatuto de las vascongadas. - Preponderancia de José Antonio Aguirre. - Inteligencia entre nacionalistas y tradicionalistas. - En la Asamblea de Estella los municipios vasconavarros aprueban el proyecto de Esta­tuto. - Emocionante despedida en Guernica a los diputados. - Entrevista de José Antonio Aguirre y el general Luis Orgaz para examinar las posibilidades de un alzamiento. - Suspensión de periódicos en el Norte. - Entrega del Estatuto Vasco al Gobierno. - Manifiesto de los diputados vascos decepcionados. - Creciente hostilidad de la Confederación Nacional del Trabajo contra el Gobierno. - Desarrollo y pujanza de la C. N. T. - Huelga general revolucionaria en Barcelona. - Incremento del comunismo.

 

Al terminar la borrascosa sesión parlamentaria, ya aprobados los artículos 26 y 27 de la Constitución, Miguel Maura anunció que abandonaba el Ministerio. En la mañana del día 15 se hizo público que Alcalá Zamora había presentado la dimisión irrevocable de la jefatura del Gobierno. Consideraba incompatible su permanencia en él una vez aprobados aquellos artículos improcedentes en una ley fundamental, que no debía ser agresiva para las creencias y sentimientos de la mayoría de los españoles. Al dimitir Alcalá Zamora y Maura, por ser todavía Gobierno provisional, todos los poderes del Estado revirtieron al Parlamento. La solución al conflicto político planteado, dijo el presidente de las Cortes, está enteramente en manos de la Cámara. A una apelación a la serenidad hecha por Besteiro replicó el jefe de los radicales con un discurso patético: «Aquí seguiremos, a fin de que el país no sienta ni un momento la falta de autoridad. Al dimitir el presidente del Gobierno, agregó Lerroux, me ha dejado lleno de dolor el corazón.» Propuso, y se aprobó, otorgar un voto de confianza al presidente de las Cortes «para que resolviera la crisis según su leal saber y entender», con la mayor rapidez, «a fin de dar la sensación de que la soberanía del Parlamento sabía resolver un momento crítico con aquella serenidad que cumple a la responsabilidad que compartimos entre todos». Aceptó Besteiro la misión y prometió «no abandonar la Cámara hasta la solución de la crisis por el Parlamento».

En apariencia, eran las Cortes las que cargaban con la grave responsabilidad de solventar el conflicto; pero en realidad quien lo resolvió fue Lerroux, según la versión dada en sus Memorias. Los ministros se reunie­ron en casa de Prieto. El Parlamento aprobaría seguramente la solución que los ministros le presentasen. «El único sustituto posible al señor Alcalá Zamora —escribe Lerroux — era yo. Todas las circunstancias concurrían indicando mi nombre. La República necesitaba al frente de su Gobierno un republicano de abolengo, de experiencia, de autoridad; todo eso lo tenía yo y nadie en mejor medida que yo. Y un partido y una organización y una minoría numerosa, y varias actas que sumaron para mí cientos de miles de votos.» Y, sin embargo... «En la reunión de los ministros no dejé que nadie se me anticipase. Me correspondía además la iniciativa por la categoría del Ministerio que yo desempeñaba, y en el orden moral, por ser el más antiguo en política y el más viejo en edad. Tomé la palabra, renuncié a toda pretensión, expuse brevemente con sincera emoción y sin alarde alguno de sacrificio o generosidad los motivos de mi actitud —los que se podían decir sin molestar a nadie—, y propuse para la presidencia del Consejo de Ministros a Manuel Azaña; Dios me lo habrá perdonado, porque hay otros que no me lo perdonarán nunca. En aquella ocasión, Indalecio Prieto puso el púlpito en el salón de Conferencias del Congreso, y cantó en mi alabanza con los tonos más elevados y sin ninguna interjección malsonante».

La generosidad de Lerroux tiene su explicación: hacía méritos con vistas a la Presidencia de la República, cargo vacante que pronto sería cubierto y al que aspiraba en secreto. De ahí la moderación de su comportamiento, sus movimientos para congraciarse con los grupos republicanos rivales, su inhibición de las polémicas parlamentarias y su actitud complaciente hacia los socialistas, con ánimo de reducir la hostilidad de éstos y para conseguir que le levantaran el veto con que le cerraban el paso hacia posiciones de prestigio y de autoridad. No lo conseguiría.

* * *

A la 1,45 de la madrugada del día 14 de octubre se reanudó la sesión, y el presidente de las Cortes comunicó la solución de la crisis. «El señor Azaña se ha encargado de la presidencia del Gobierno, y los nombres indicados por el señor Azaña han sido aceptados.» El Gobierno quedaba constituido de este modo: Presidencia y Guerra, Azaña; Estado, Lerroux; Gobernación, Casares Quiroga; Marina, Giral; Hacienda, Prieto; Instrucción Pública, Marcelino Domingo; Fomento, Albornoz; Trabajo, Largo Caballero; Economía, Nicoláu d'Olwer; Comunicaciones, Martínez Barrio.

 

 

Las modificaciones del Gobierno se circunscribían a la exaltación de Azaña a la presidencia, a la sustitución de Maura por Casares Quiroga y a la designación de José Giral Pereira para desempeñar la cartera de Marina. Oriundo de Santiago de Cuba, donde nació en 1870, hizo sus estudios en Madrid, licenciándose en Farmacia en 1900; cinco años después ganó una cátedra en la Facultad de Ciencias de la Universidad de Salamanca, y en 1921, la de Química biológica de la Universidad Central. Su verdadera vocación no era la ciencia, sino la política, y no como teórico, sino como agitador, afanoso desde estudiante por intervenir en confabulaciones y maniobras republicanas. Estuvo procesado por la huelga general de 1917, y sufrió cárcel tres veces durante los Gobiernos de Primo de Rivera y Berenguer. Era masón, con alta graduación, en la Logia Grande Oriente y en política acataba la jefatura de Azaña. Con tales mutaciones, el Gobierno había ganado en agilidad y virulencia, al perder el lastre conservador, estorbo para sus movimientos y sus audacias. Suponía también la revelación y el encumbramiento de Azaña, en cuyas manos ponían las Cortes los destinos de la República.

Al presentar Azaña a la Cámara el nuevo Gobierno, acto seguido a su constitución, explicó lo sucedido, con muy reiteradas y expresivas lamentaciones por el alejamiento de Alcalá Zamora, «nuestro insigne y querido amigo». «Todos los esfuerzos — añadió— para convencer al insigne patricio han resultado inútiles.» Hizo luego una confesión solemne de «admiración, de simpatía, de respeto y de homenajes a la figura política y personal del hasta ahora Presidente, que «ha puesto al servicio de la causa nacional todo lo que un hombre puede poner a la disposición del interés y del bien públicos. Tampoco fue parco en alabanzas al despedir a Miguel Maura, «republicano fervoroso», «compañero entrañable e inolvidable», cuya figura «hemos visto crecer en el banco del Gobierno y que ha actuado con una autoridad, con un respeto, con un prestigio político que su juventud hacen todavía más admirables». Como no fue posible conseguir que ni uno ni otro rectificaran su acuerdo, «no he tenido más remedio —agregó— que doblar la cabeza al sacrificio y venir aquí a sacrificarme por la República, al servicio vuestro y de la República misma. Jamás en mis manos el Gobierno de mi país será objeto de vilipendio, ni de mofa, ni de desprecio. Jamás en este Ministerio habrá una flaqueza para servir al bien público. La República es de todos los españoles, gobernada, regida y dirigida por los republicanos, y ¡ay del que intente alzar la mano contra ella!»

Para alejar de la mente de quienes creían que aquel Gobierno era de recurso mientras salía a flote la Constitución, Azaña pidió a los diputados el sacrificio de que alternaran el examen de los presupuestos con la ley agraria u otro proyecto, «para que a fin de año tengamos el primer presupuesto republicano y la Hacienda normalizada». Con esto daba a entender que se consideraba fuerte y seguro para mucho tiempo.

Constó en acta la gratitud de la Cámara para los ilustres repúblicos que abandonaban el banco azul, y el nuevo Gobierno, con el presidente de la Cámara, se trasladó al domicilio de Alcalá Zamora «para rendirle homenaje de adhesión y de cariño»: Terminada la visita, Alcalá Zamora declaró que en carta enviada al secretario del Gobierno, Marcelino Domingo, había explicado las razones de su dimisión. Copias de dicha carta habían sido enviadas a cuatro ministros, pero ninguno quiso hacerla pública. Se supo, sin embargo, que el autor justificaba su alejamiento por entender que sería más útil a la República fuera del Gobierno que dentro, dispuesto como estaba a pedir la revisión legal de la Constitución. Recordaba Alcalá Zamora la promesa hecha por los ministros, con excepción de Prieto, de no adoptar ningún acuerdo irrevocable en materia religiosa sin previa negociación con la Santa Sede.

Por su parte, los diputados católicos de diversas minorías hicieron pública (15 de octubre) una nota para anunciar su retirada del Parlamento, pues el desarrollo de los debates parlamentarios había evidenciado «la imposibilidad de armonizar, como fue siempre su deseo, la actuación de las fuerzas que representan con los grupos integrantes del bloque del Gobierno en materia constitucional». Declinaban en el resto de la Cámara «la íntegra responsabilidad del resultado de la discusión». A la vez, en un manifiesto dirigido al país, justificaban su conducta: «La intransigencia de las Cortes y su divorcio del sentir del pueblo, manifestado en el criterio relativo a la propiedad, la familia, la enseñanza, y aun en los fundamentos mismos de la ordenación social común a los pueblos civilizados, con daño enorme para la economía general y la paz pública, han culminado en los preceptos relativos a la cuestión religiosa.» «Hemos llegado al límite de nuestra transigencia. La Constitución que va a aprobarse no puede ser nuestra.

Nosotros levantamos desde ahora, dentro de la ley, la bandera de su revisión. Si en las Cortes nos desentendemos del problema, lo llevaremos sin rebozo ante la opinión, en una campaña que desde ahora iniciamos.» Treinta y siete fueron los diputados que se ausentaron.

Otro grupo de diputados de diversas minorías se solidarizaron públicamente con los disidentes, «en la parte que se refiere a obtener por vías legales la revisión del precepto constitucional que dio una solución anti­jurídica al problema religioso», si bien se reservaban acomodar su futura actuación en el Parlamento a las circunstancias que en cada caso exigieran los intereses de los electores.

* * *

Desde el momento de la proclamación de la República, los nacionalistas vascos tomaron como ejemplo el comportamiento audaz e impaciente de los nacionalistas catalanes, y se dispusieron a preparar apresuradamente el Estatuto del País Vasco, persuadidos de que la ocasión era excepcional y única para el logro de sus designios.

Éibar, como ya se dijo, fue la primera población española donde se proclamó la República; pero los autores de esta anticipación fueron los socialistas, que eran mayoría en la villa. Este mismo día, los socialistas de Bilbao, triunfadores de las elecciones secundados por los nacionalistas, se apoderaron del Ayuntamiento. El diario nacionalista Euzkadi desplegó a toda plana un «Gora Euzkadi Azkatuta» (Viva Euzkadi libre); pero los nacionalistas advirtieron en seguida el peligro que significaba para el logro de sus fines la ventaja alcanzada por sus adversarios. Y en su afán por recuperar la delantera, los alcaldes nacionalistas de Guecho, Mundaca, Elorrio y Bermeo convocaron (15 de abril) a los Municipios vascos para el 17 a una reunión en Guernica, con el fin de resucitar las juntas Generales, «depositarias de una soberanía respetada en todos los tiempos y conculcada en el pasado siglo por la Monarquía constitucional española», y expresar también «el deseo de los Ayuntamientos vizcaínos de constituir un Gobierno republicano vasco, vinculado a la República Federal Española» decía el diario Euzkadi, (18 de abril), con lo cual daban por hecho el carácter federal del nuevo régimen.

Las autoridades provisionales de la República temieron que los nacionalistas vascos intentaran reproducir en Guernica la maniobra de Maciá en Barcelona, y para evitarlo movilizaron fuerzas de Seguridad y del Ejército. Los organizadores de la Asamblea resolvieron suspender el acto, del cual únicamente quedó un manifiesto, aprobado clandestinamente por los directivos. Decía así:

«Nosotros, apoderados de los Municipios vizcaínos, reunidos en Junta general sobre el Árbol de Gernika, al ser rescatada la libertad, destruida por las leyes de la Monarquía de España, queriendo restablecer a la Nación Vasca en la plenitud de su vida, que se constituya según el espíritu de su historia y las exigencias de los tiempos, para garantizar su libre y pacífico desenvolvimiento y asegurar el bien común y los beneficios de la libertad a todos sus ciudadanos presentes y futuros,

»En nombre de Dios Todopoderoso y del pueblo vizcaíno:

»Pedimos se proclame y reconozca solemnemente la República vasca, cuya constitución y leyes serían desarrolladas sin demora, ingresando Bizkaya en ella en virtud del natural e inalienable derecho de los pueblos a regirse por su libre determinación.

»Invitamos a las representaciones de Araba, Gipuzkoa y Nabara a una similar expresión y adhesión para llegar al establecimiento de la República vasca o del organismo que libremente represente a nuestra Nación.

»Y a fin de que ésta sea un miembro civilizado, pacífico, democrático y progresivo de la comunidad de los pueblos libres, se establecerá sobre las bases de Gobierno propio y de federación con los otros Estados de la península Ibérica, y sus poderes se encaminarán a asegurar a la Nación vasca entera, bajo los eternos principios del derecho y de la libertad, el desarrollo de sus fuerzas morales y materiales en bien de toda la humanidad; a los ciudadanos, la igualdad en la República y el imperio de un justo orden jurídico y social vasco que, enlazando la tradición fundamental con las necesidades del progreso, descanse en el principio de solidaridad nacional, en el reconocimiento de la función trascendental de la familia y de la propiedad privada y colectiva, justificada por el interés social como estímulo y fruto del trabajo intelectual y manual, necesario y libre, con una intervención supletoria del poder público, que permita a los vascos actuar su propia civilización, garantía del máximo bienestar terreno.

»Asimismo, defenderá la República la libertad e independencia del Estado, garantizando a la Iglesia Católica, como Corporación rectora de la religión de la mayoría de los vascos, la libertad e independencia en su esfera.

»La Asamblea de apoderados de los Municipios vizcaínos saluda a la República federal española y a las nacionalidades peninsulares, esperando de su proclamado amor a la libertad y respeto al derecho que la unión con ellas sea equitativa, justa y mutuamente beneficiosa.

Gernika, a 57 de abril de 5931.»

Se divulgaron, como aprobadas, las siguientes conclusiones:

»1.a Reconocimiento de la República española como expresión legítima de la voluntad popular manifestada el día 12.

»2.a Manifestación del deseo de los Ayuntamientos vizcaínos de constituir un Gobierno republicano vasco vinculado a la República federal española.

»3.a Recabar a estos efectos el respeto al principio de autodeterminación.

»4.a Aprobación del manifiesto de los apoderados vizcaínos.

»5.a Nombramiento de una Junta gestora en representación de los Ayuntamientos para llevar a efecto estos deseos.

»6.a Enviar telegramas de saludo y colaboración al señor Alcalá Zamora, presidente provisional, y al señor Maciá.

La actividad nacionalista iniciada en algunos municipios vizcaínos se propagó rápidamente a las otras provincias vascongadas, y se procuró por todos los medios contagiar de ella a Navarra.

El alma de esta agitación era un joven llamado José Antonio Aguirre, nacido en Bilbao, en 1903, de familia burguesa y carlista, educado en el Colegio de Jesuitas de Orduña y después en la Universidad de Deusto, donde cursó su carrera de Derecho. A la muerte de su padre, y contando dieciocho años, fue designado consejero delegado de una fábrica de chocolate, propiedad de su familia. Su mérito sobresaliente, base de su popularidad, era su pasado de jugador del Atlético Club de Bilbao.

Aguirre hizo sus ensayos oratorios como presidente de las Juventudes Católicas de Vizcaya; fundó la Sociedad Euzko-Maitetoguna y perteneció a la Asociación Católica Nacional de Propagandistas; desde su ingreso en el nacionalismo, muy escaso de figuras de talla, se le consideró el hombre providencial, el caudillo del Israel Vasco, como le calificó el capuchino P. Bernardino de Estella, conocido por su fanatismo separatista. Aguirre, sin vacilar, aceptó el caudillaje que se le brindaba con un ardimiento guerrero. En sus arengas ofrecía con gran generosidad su vida en holocausto a la independencia de Euzkadi.

Aguirre ganó prestigio y popularidad merced al decidido apoyo de buena parte del clero vasco y de muchos religiosos, que le admiraban como al jefe capaz de alzar al pueblo contra la invasión roja y atea que descendía desde el centro de España y amenazaba inundarlo todo. El país vasco sería el oasis en la inmensa desolación espiritual y material ocasionada por la política republicana. El nacionalismo inmunizaría contra todos los males. Un sentimiento egoísta, que aseguraba una situación de privilegio, alentaba en el fondo de esta ebullición euzkérica.

Poco tiempo necesitaron los nacionalistas vascos para convencerse de que la batalla a reñir no era nada fácil. Después del fracaso de Guernica, en una nota de los alcaldes (19 de abril) se advertía un retroceso en las primeras aspiraciones: «Es el movimiento del pueblo hacia un régimen de libertad, alrededor del cual puedan agruparse organizaciones políticas de todas clases y aun aquellos que sin pertenecer a agrupación alguna simpaticen con nuestro programa, francamente republicano y democrático, que uniendo en lazo federativo a nuestro pueblo libre con otros pueblos peninsulares, contribuya a la felicidad común mediante la aplicación sincera y constante de los eternos principios del derecho y de la libertad.» En este repliegue y cambio de tono influyeron no poco los ataques de El Liberal, periódico de Prieto, que veía en el nacionalismo un movimiento reaccionario y en el fondo antirrepublicano. «He traído el encargo del presidente del Gobierno —decía Indalecio Prieto en el cementerio de Mallona (2 de mayo), en la conmemoración del levantamiento del sitio de Bilbao por los carlistas— de notificar al país vasco que el compromiso de restituir al pueblo sus libertades y su autonomía será respetado. Pero los vascos no deben olvidar que el Estatuto que ha de regir la vida del país, recogiendo sus ideas democráticas, ha de ser obra que salga de las Cortes Constituyentes. Hay que hacer que ese Estatuto no sea un privilegio, sino una norma de conducta a seguir, emanada de todas las regiones peninsulares y de la libertad en que ha de vivir toda España.»

Pero la República mostraba cada día más su faz laica, anticlerical y roja. Las Diputaciones eran administradas, en virtud de decreto (21 de abril), por unas Comisiones gestoras dominadas por los socialistas. De seguro que el régimen no se mostraría complaciente con un partido que anteponía los postulados religiosos a cualquier otro principio. Por eso era necesario buscar el apoyo de fuerzas coincidentes en lo fundamental, aunque divergentes en lo secundario. Así, se iniciaron las primeras negociaciones con los carlistas de Navarra para una empresa solidaria: la defensa de los intereses de la Iglesia.

La alianza de los nacionalistas vascos con los carlistas navarros se refirió a dos cuestiones esenciales: «La primera, presentación a las Cortes Constituyentes de un anteproyecto de Estatuto Vasconavarro, y la segunda, formación de una candidatura para las elecciones de las Constituyentes, a la que aportarían nombres y fuerza electoral todos los grupos pactantes. Por razones tácticas, el nacionalismo y sus nuevos aliados llevaron con sigilo las conversaciones, en las que sin duda alguna intervinieron elementos muy diversos, personas de diferente condición y consejeros de varios linajes». Consultados por escrito los Municipios del país vasconavarro, 485, de los 528 que cuenta el país, expresaron su conformidad al proyecto de un estatuto autonómico. Se designó a los alcaldes de Guecho (Vizcaya), Sangüesa (Navarra), Llodio (Alava) y Azpeitia (Guipúzcoa) para redactar el anteproyecto, y éstos confiaron la misión a la Sociedad de Estudios Vascos. La comisión de alcaldes se reunió en la Diputación de Navarra (27 de mayo) para unificar todos los criterios y acordar que el «Estatuto general del Estado vasco» —así se denominaba — sería sometido a la aprobación de una Asamblea de Municipios que se celebraría en Pamplona el 14 de junio.

Ocho días antes de la Asamblea se reunió en San Sebastián el partido nacionalista vasco, para fijar su conducta ante los problemas del Estatuto y ratificar su ideología fundamental: soberanía plena de Euzkadi sobre sí misma. Las autoridades de la Comunión. Tradicionalista, reunidas también en San Sebastián (10 de junio), ratificaban su programa de reintegración foral plena, y declaraban: «Que aun reconociendo que para dejar el Estatuto autonómico acomodado a su ideología política había de ser objeto de numerosas, profundas y radicales reformas, en aras de la concordia y llevada de su amor vasquista, le otorga en principio su conformidad y aprobación.» Incluso la Federación Socialista Vasco-Navarra, reunida en Bilbao (7 de junio), estimaba que «procedía favorecer, en cuanto no pugne con las conquistas republicanas, el anhelo de las provincias vascongadas, manifestado de una manera inequívoca en cuanto al fondo de la cuestión, ya que por lo que se refiere a cómo realizar la aspiración nacionalista, las opiniones compulsadas por la Ponencia discrepaban radicalmente». La discrepancia fundamental de los socialistas se refería a la cuestión de enseñanza, pues entendían que ésta correspondía en su totalidad al Estado.

Todo auguraba un éxito para el Estatuto, conocida la disposición de derechas e izquierdas. El País vasconavarro se inflamó, en los días que precedieron a la Asamblea, con una frenética propaganda. Los colores de la bandera vasca, predominaban por doquier. Pero esa unanimidad sólo era aparente; la lectura de los comentarios de la prensa de las cuatro capitales producía verdadera confusión, pues las coincidencias de los partidos eran superficiales y no de fondo. Los socialistas fueron los primeros en retroceder y anunciaron que no acudirían a la Asamblea. Las Comisiones gestoras no quisieron saber nada de ella. Faltaba lo más grave. Al llegar a Pamplona los alcaldes de la Comisión organizadora supieron que los tradicionalistas anunciaban un mitin católicofuerista para el mismo día 14, y el gobernador decidía suspender el mitin y la Asamblea. No es para dicho el desconsuelo de los comisionados. José Antonio Aguirre, que figuraba entre éstos, hizo todo lo humano para conseguir de los directivos tradicionalistas que suspendieran el mitin. Incluso «se acordó visitar al obispo de Pamplona, por ver si su mediación tenía más éxito». Fue inútil. Más tarde Aguirre haría responsable de lo sucedido al periódico independiente Diario de Navarra, que había descubierto con decisión y claridad la maniobra urdida por los nacionalistas. «¿Qué calificativo — escribe— merece la cobarde posición del caciquismo orientado por Diario de Navarra y del tradicionalista, su fiel lacayo, esperando a última hora para asestar el golpe fratricida y traidor propio de gentes de baja ralea?».

Aguirre eligió entonces a Estella para sede de la suspendida Asamblea, y en esta ciudad se reunieron el día 14 de junio los representantes de los Municipios vascos y navarros, para examinar y aprobar el anteproyecto de Estatuto. La propaganda nacionalista había dado sus frutos, y aquel día, la antigua Corte del pretendiente don Carlos de Borbón, se transformó en la capital de un Euzkadi quimérico, evocado por los gritos, la música de «txistus», las canciones euzkéricas y los colores de una bandera nueva que lograba imponerse, sobre todo por su número, a las otras enseñas. Treinta mil personas, dice un testigo presencial, se reunieron en Estella. Y a continuación describe así el aspecto de la ciudad: «José Antonio Aguirre había movilizado a los estelleses, imprimiendo en ellos su ritmo acelerado y juvenil. A Estella fueron también el día 43 los aviadores que al día siguiente habían de volar sobre Navarra, anunciando a todos la apertura de la Asamblea. Desde la madrugada, comenzaron a llegar miles y miles de automóviles que venían de los más apartados rincones del país. Engalanados casi todos los coches con la bandera nacionalista, ponían una pintoresca nota de animación y colorido en la dulzura apacible de la mañana dominguera. La brisa natural esparcía por montes y valles la alegre algarabía de los motores, mezclada con las melodías agudas del «txistu» y el estentóreo vibrar de los «irrintzis».

Por la mañana en el Teatro, lugar de la Asamblea, y por la tarde en la Plaza de Toros, donde se dieron a conocer las conclusiones, corrieron raudales de elocuencia, en arrebatada competición de audacias. Los concurrentes tenían la sensación de que un nuevo Estado se alzaba tangible, al alcance de la mano. Se describía la configuración del naciente Euzkadi con su justicia propia, su orden peculiar, su lengua y sus relaciones particulares con la Iglesia. El Estatuto de Estella garantizaba a los habitantes de las cuatro provincias una cédula de vecindad en el paraíso euzkérico.

En la exposición del Anteproyecto se decía que el 14 de junio de 1931 significaba para el País vasconavarro «la fecha más formidable de sus últimos tiempos, en orden al logro de sus aspiraciones y al comienzo de una nueva era de luz, animada por el calor que despide el sol de la libertad, tanto tiempo esperado, y que hoy esplende felicidad, amaneciendo en nuestro pueblo”. El Estatuto recogía en gran parte las aspiraciones del nacionalismo, y con él se intentaba la creación de un nuevo Estado al margen del español, con pocas y muy débiles vinculaciones a éste. Supuesto el reconocimiento de la soberanía del País Vasco, se reservaba al Estado español la parte de la Constitución relativa a la forma de Gobierno, derechos ciudadanos, relaciones internacionales, aduanas y moneda, Correos, Telégrafos, Ejército y Marina, con salvedades; la propiedad industrial e intelectual, el derecho mercantil y penal, las comunicaciones internacionales y la intervención en las iniciativas de carácter interestatal, para fijar, de acuerdo con los Estados a quienes afectaran, las normas de  su cooperación económica. Pese a lo cual, la Asamblea, a propuesta del representante de Bermeo, acordó que el Estatuto «no colmaba las aspiraciones de los vascos, y siempre quedaba a salvo el derecho de Euzkadi a su plena reintegración foral, mediante la derogación de la ley de 1839 y de cuantas de alguna manera hayan conculcado la histórica soberanía vasca.»

Sorprendió a muchos que los carlistas navarros, de tan arraigado y recio españolismo, se avinieran a suscribir un pacto que era la Carta magna del separatismo. Justificaban los dirigentes tradicionalistas su proceder por el peligro gravísimo que se cernía sobre España, el cual aconsejaba la unión con aquellas fuerzas igualmente interesadas en salvar lo principal, que era la religión, e impedir el predominio de la barbarie. Por esta razón, tradicionalistas y nacionalistas convinieron en luchar juntos en las elecciones para diputados de las Constituyentes, y la base de la propaganda fue el Estatuto de Estella. Aun así, hubo tradicionalistas opuestos a dicha alianza, y uno de los más caracterizados, Víctor Pradera, se negó a dar su nombre para la candidatura de Navarra, por considerar el Estatuto como antiforal. Rechazaron otros como entelequia y amalgama inaceptable el titulado Estado Vasco, pues recordaban el fracaso de todos los intentos por aglutinar a las cuatro regiones bajo una denominación común, pretensión a todas luces artificial y contraria a su pasado, pues jamás en la historia formaron las provincias vascas una sola entidad.

El Estatuto mereció la reprobación de socialistas y republicanos, que lo consideraban impregnado de espíritu reaccionario y hostil al régimen. La víspera de las elecciones, Indalecio Prieto decía: «Frente a un Estatuto de esta naturaleza, ante una condición tan oprobiosa —se refería a las relaciones entre la Iglesia y el supuesto Estado Vasco—, tan antiliberal, tan reaccionaria, si tuviera que sucumbir el Estatuto, ante esa condición, yo otorgaría mi voto negativo sin vacilación alguna.» «Se quiere con ella hacer del País Vasco un Gibraltar vaticanista y someter la independencia del país a un poder extranjero.» «No podemos prestarnos al torpe juego de que por un respeto externo a los atributos autonómicos del país entreguemos una región tan rica y tan profundamente liberal como la tierra de Vasconia a los jesuitas.»

Celebradas las elecciones, resultaron triunfantes seis nacionalistas, cuatro carlistas y cinco católicos independientes. En Vizcaya, por la capital ganaron las mayorías los republicanos y socialistas, y en Guipúzcoa y Navarra lograron las minorías. Desde el día siguiente de la elección, los diputados autonomistas fueron aclamados como adalides de la independencia, designados para «que rompáis nuestras cadenas y arranquéis el puñal que hace un siglo tenemos clavado», según frases del alcalde de Azpeitia. El 12 de julio se congregaron en Guernica veinte mil personas, llegadas de las cuatro provincias para despedir a los diputados a «la sombra del árbol sacrosanto», si bien en realidad el acto fue una exaltación de José Antonio Aguirre, aclamado como el genio de la liberación del País Vasco. En representación de los Municipios, el alcalde de Guernica le ofreció un bastón de mando. «Dios nos ha concedido —dijo el diputado carlista por Álava, Luis Oriol Urigüen— algo esencial para continuar nuestro camino: un hombre providencial. Ese hombre es Aguirre. Su nombre quedará aquí señalado con letras de oro sobre el árbol de Guernica.» El diputado y canónigo Antonio Pildáin, subrayó: «Habéis de saber que el que os habla ha nacido por la gracia de Dios en Lezo (Guipúzcoa), un pueblo que durante siglos se ha entendido con la Santa Sede, por pertenecer a la diócesis de Bayona, sin que intervinieran ni el Gobierno de Madrid ni el de Valladolid. Vamos a reivindicar esa facultad en nombre de la democracia, en nombre de la democracia vasca, que ha servido de modelo a las democracias inglesa y norteamericana. Vamos a reivindicar, sobre todo, esa facultad en nombre de nuestra libertad racial y en nombre de nuestra libertad religiosa, porque no estamos dispuestos a entregar nuestro culto en manos de esas hordas que incendian bárbaramente, más que africanamente; porque en esta ocasión el África empieza en Madrid.»

Sostenía el canónigo Pildáin «que todos los poderes de la tierra y todos los imperios no podrían contra un pueblo reclamando sus reivindicaciones basadas en el Derecho». «¿No estáis viendo a Irlanda? ¿No estáis viendo a Polonia? Contra Irlanda se levantó el omnipotente Imperio Británico. Contra Polonia se irguieron soberbios los Imperios ruso, alemán y austríaco; y, sin embargo, Inglaterra, en fin de cuentas, reconoció su injusticia y su crimen, concedió su libertad a Irlanda e Irlanda vive libre e Inglaterra victoriosa. Y, en cambio, los tronos imperiales de Rusia, Alemania y Austria yacen hechos trizas, al paso que Polonia, la vencida por ellos, continúa como nunca gozando de libertad a la faz del mundo.» Con palabras más comedidas se expresaron los diputados carlistas Marcelino Oreja Elósegui y Tomás Domínguez Arévalo, conde de Rodezno. «Si una oligarquía tiránica —dijo éste— llega a desconocer nuestros derechos, entonces nos encontramos forzosamente, espiritualmente divorciados, no de España, que eso nunca lo podemos hacer, ni podemos verla representada por esos poderes, sino divorciados de esos poderes. Cuando se va por el mar, todo el mundo navega a gusto en barco hermoso; pero cuando el barco hace agua, todo el mundo toma también a gusto el bote salvavidas.»

Aguirre, al agradecer el homenaje, no quiso revelar los principios en que basaba su estrategia para conseguir lo que se proponía. «Juramos defender —exclamaba— el postulado que nos legó aquel que fue luz de nuestra patria, Sabino Arana Goiri, en palabras nobilísimas: «Jaungoikoa eta Lege Zarra» (Dios y la Ley vieja). Amenazaba con gran coraje: «Si no se nos concede todo lo que pedimos, implantaremos lo que no se nos quiere dar.»

Por debajo de aquel entusiasmo aparente circulaba una corriente de temor y escepticismo. La agitación social se propagaba por las provincias vascongadas contagiadas de la turbulencia que alteraba a las otras regiones españolas. En Guipúzcoa se había refugiado buen número de terratenientes extremeños, andaluces y manchegos, obligados a abandonar sus propiedades invadidas por los campesinos sublevados. Estos emigrantes, que llegaban con el susto reflejado en sus rostros, contribuían no poco a ensombrecer el ambiente, y hacía pensar a muchos que se acercaba un momento de peligro en que sería preciso defenderse por medios extralegales, por cuanto que la ley no garantizaba nada.

Este peligro sólo podría ser atajado por la fuerza. En Navarra, los carlistas habían confiado al coronel retirado Eugenio Sanz de Lerín la instrucción militar de sus juventudes, con el nombre de «Requetés», designación de origen catalán. Por su parte, los nacionalistas dieron gran impulso a su organización de mendigoitzales, fundada el año 1921, para adiestrar a los jóvenes en largas marchas y montañismo. Los núcleos formados serian la levadura de futuras milicias vascas. Sobre cuál era por entonces el estado espiritual de los nacionalistas, dice bastante el siguiente relato, hecho por el general Luis Orgaz Yoldi: «En el verano de 1931, durante mi estancia en Deva, atribuyéndome una personalidad política que no tenía, pero de acuerdo indudablemente con la actitud que adopté a raíz de la proclamación de la República, que más que a protesta de tipo político respondía a dictado de tipo personal militar, saliendo al paso de los atropellos de que se hacía objeto al Ejército, se solicitaron de mí distintas y repetidas entrevistas a través del doctor Rementería, que conmigo veraneaba en aquella playa, por Luis Villalonga y otros amigos suyos, conducentes todas a conocer estados de opinión militar, posibilidades de concurso y asistencia, y, singularmente, de encuadramiento para las organizaciones del Pueblo Vasco, que estaba dispuesto, se me decía, a producir un alzamiento, sin definir concretamente la finalidad que con el mismo se perseguía; pero siempre con el propósito de derrocar al Gobierno de la República.

»Desde luego, la finalidad, sin declararla expresamente, era nacionalista, ya que giraba alrededor de las bases del Estatuto Vasco, que podría modificarse, se me decía también, manteniendo única y exclusivamente el sentido autonómico, más de tipo administrativo que político, ya que siempre fue por mí esta condición expresa y reiteradamente manifestada. En estas conversaciones se me habló de lo muy adelantada que estaba la organización, de los medios y recursos de que disponía en el orden económico y en el de su armamento, mostrándome al mismo tiempo una situación de ambiente muy oportuna y favorable para producir el alzamiento por los atentados realizados y los que se temían en el orden religioso. En lo que a mí se refiere, hice siempre presente que estimaba prematuro toda tentativa de este orden.

»Ante la insistencia de estos señores, solicité una demostración de fuerzas que hiciera patente tal estado de opinión, y de acuerdo con José Antonio Aguirre, se me ofreció llevarla a cabo, a pretexto de un mitin en Deva, al que habían de concurrir, limitado su número para evitar alarmas de las autoridades, unos 15.000 «mendigoitzales», con independencia, claro está, del público que a dicho acto asistiera. Uno de los oradores había de ser José Antonio Aguirre, y podía aprovecharse la ocasión para entrevistarse conmigo.

»En la mañana del día en que se celebró el mitin presencié la entrada de la organización «mendigoitzal». Perfectamente formados, pude contarlos, y su cifra no pasaba del millar, incluyendo las muchachas. La concurrencia al mitin fue numerosa. Es posible que se contaran en ella las 10 ó 15.000 personas que me habían ofrecido; pero de todas las edades. Antes de celebrarse el mitin, la señora viuda de Chávarri, pariente de José Antonio Aguirre, me anunció que éste no se entrevistaría conmigo, obligado a ello por las amenazas del gobernador civil de Guipúzcoa, que, al parecer, estaba advertido de lo que ocurría. Días después de este acto, el doctor Rementería me anunció que José Antonio Aguirre insistía en entrevistarse conmigo, encargándose él de conducirme al sitio donde la entrevista había de celebrarse, y que por razones naturales de seguridad mantenía secreto.

Accedí a la invitación, y en compañía del doctor Rementería acudí a Lequeitio, donde José Antonio Aguirre me esperaba en compañía de Luis Vilallonga. La entrevista, por tanto, se celebró asistiendo a ella las tres personas que antes cito. Mis primeras palabras, después de las naturales y corteses de saludo, fueron las de que yo acudía a requerimiento de José Antonio Aguirre, que no ostentaba otra representación ni poderes que los total y absolutamente personales, que lo que en ella se tratase había de redundar en beneficio de España, solamente de España, y que nada podía ofrecer porque nada tenía. Me atengo, en lo demás, al relato que José Antonio Aguirre hace con la rectificación única de que, por su parte, jamás habló en nombre propio, nunca en sentido nacionalista pero sí siempre representando un estado de opinión. Insisto en lo de la ausencia del tema nacionalista. Se habló de respetar las aspiraciones autonómicas de tipo administrativo de esta región y nunca de las políticas. Tales son los hechos, que desmienten, primero, la iniciativa a la entrevista; después, el desarrollo de la misma. Ni solicité concurso, ni pedí el que aquélla se celebrase. Se me pidió, en cambio, y reiteradamente, que asistiera a la misma. Se solicitó mi concurso para ver la posibilidad de facilitar cuadros de oficiales que, como antes digo, entrenasen y formasen las organizaciones «mendigoitzales» que habían de constituir, por decirlo así, el núcleo de las fuerzas vascas que produjeran el alzamiento.

José Antonio Aguirre confirma la entrevista celebrada con el general Orgaz, «cabeza de un movimiento que se preparaba para derrocar violentamente al Gobierno provisional». Aguirre asegura que quedó «agradablemente sorprendido de la corrección exquisita y de la claridad en la expresión» de su interlocutor. Éste deseaba saber la posición del País Vasco y, concretamente, del nacionalismo, si bien advirtió «que no venía con programas secesionistas, aunque sí de amplísimas facultades autonómicas.» Abogó el general por la rapidez en la acción, «porque dentro de dos o tres meses cambiarán los muchachos de este reemplazo por otros que no están como aquéllos, habituados a obedecer a los jefes actuales a quienes ya conocen». Aguirre dice que explicó sin rodeo «la significación y propósito del nacionalismo y la finalidad de su programas. «Hice hincapié en su antimonarquismo.» «La República había sido acogida con entusiasmo. Hablamos de la campaña del Estatuto y de las dificultades y posibilidades que tendría para su aprobación.» De todos los temas, añade el jefe nacionalista, se mostraba enterado y comprendió que para contar con el País Vasco para cualquier clase de movimiento había que prestarle tales garantías, que ellos no podían ser capaces de ofrecer». Se sobrentiende que si el general Orgaz se las hubiese ofrecido, el acuerdo acaso resultase factible. «La conversación se deslizó dentro de un tono de cordialidad y corrección recíprocos y los términos de la entrevista quedaron sepultados en el silencio.» Afirma Aguirre que en el verano de 1931 recibió otras solicitaciones de elementos monárquicos, que buscaban el apoyo del partido nacionalista para restaurar la Monarquía, pero no aporta ninguna prueba que haga creíbles sus aseveraciones.

El Gobierno estaba muy bien enterado de todos estos manejos e intrigas, y en un Consejo (20 de agosto) declaró Azaña que era preciso cortar la agitación norteña por lo sano, con una política enérgica que hiciese temible a la República. Había que comenzar suspendiendo todos los periódicos derechistas del Norte y algunos de Madrid. Propuso también la incautación de las fábricas de armas de Guernica, Éibar y Plascencia, cuya producción quedaría en manos del Ministerio de la Guerra. Finalmente, organizaría unas maniobras militares en Navarra y Vizcaya, provincias donde radicaban los focos de rebeldía más peligrosos. Los ministros aprobaron las propuestas. Al día siguiente en una nota del ministro de la Gobernación se decía que se había observado en Vizcaya «efervescencia con motivo de la cuestión religiosa», culpándose de ello a ciertos periódicos, por lo cual se disponía la suspensión de los diarios La Gaceta del Norte, Euzkadi, Excelsior y La Tarde, de Bilbao; El Día y La Constancia, de San Sebastián; El Pensamiento Navarro, Diario de Navarra y La Tradición Navarra, de Pamplona. Además, se aplicaba la misma sanción a seis semanarios de las tres provincias. La incautación de las fábricas de armas se realizó en veinticuatro horas.

Las maniobras militares comenzaron el primero de septiembre. Ocho batallones de montaña, bajo el mando del general Gil Yuste, recorrieron Navarra. La policía detuvo a muchas personas de derechas acusadas de conspirar contra el régimen y el general Orgaz fue desterrado a Canarias.

Como medida de precaución se suspendieron algunos actos conmemorativos del aniversario del Pacto de San Sebastián, si bien oficialmente se justificó la suspensión por rivalidad entre las autoridades de Bilbao y San Sebastián sobre dónde debía celebrarse una revista naval.

Interpeló Gil Robles al Gobierno por su medida draconiana contra los periódicos, «el caso más grave que se ha producido bajo el régimen actual en contra de las libertades ciudadanas». «Cuando un Gobierno se coloca fuera de la ley —decía— está haciendo una invitación constante a los ciudadanos para que se salgan también fuera de la ley.» Ponía en parangón los textos considerados como más violentos en los periódicos de la derecha con otros publicados en periódicos revolucionarios, en especial en Solidaridad Obrera y El Socialista, y siendo los de éstos mucho más virulentos, sin embargo no eran castigados. Apuntó Gil Robles la posibilidad de que la suspensión de periódicos fuese una represalia por la campaña de la prensa del Norte contra un ministro fracasado —alusión a Indalecio Prieto—. Maura justificó las sanciones por la propaganda belicosa que se hacía en las provincias vascas, donde se preparaban algaradas y agentes de la reacción compraban armas en Francia y España. Sobre el mismo asunto interpeló al Gobierno José Antonio Aguirre, e intervino también Prieto para señalar como responsable de la campaña contra él, al prohombre José María de Urquijo, atribuyéndola a venganza por un decreto de la República prohibiendo la venta de buques al extranjero, medida que perjudicaba a los negocios de Urquijo. El ministro de Hacienda proyectó la lava candente de su ira contra el caballero bilbaíno, envolviéndole en una nube de injurias. Intervino para desmentirle Marcelino Oreja. El 1.° de septiembre continuó el debate sobre la suspensión de periódicos. Hablaba Pildáin, cuando el presidente le cortó la palabra, y aquél no pudo reanudar su discurso, pues la minoría radicalsocialista pidió se diera por terminado el debate, aplicándole lo que en argot parlamentario se denominaba la «guillotina». Así se acordó por 157 votos contra 108.

Los diputados católicos de Vascongadas y Navarra se habían agrupado para constituir la minoría vasconavarra pro Estatuto, bajo la jefatura del abogado pamplonés Joaquín Beúnza. Las izquierdas la distinguieron con apodos despectivos: llamaban a sus componentes «cavernícolas», «trogloditas» y al grupo «la tribu de los Beúnzas».

Les urgía a los diputados vasco-navarros entregar el Estatuto al Gobierno; mas el momento se dilataba, porque los órganos gubernativos, y en especial las Comisiones gestoras de las Diputaciones, oponían todos los obstáculos que podían. Por fin (22 de septiembre), los diputados llegaron a Madrid en un tren especial, al frente de 427 alcaldes, para entregar el Estatuto al jefe del Gobierno, Alcalá Zamora.

Ya para entonces los problemas planteados en el Parlamento, al discutirse artículos de la Constitución que afectaban directamente a la familia, a la religión y a la Iglesia, había situado a la minoría vasconavarra en abierta oposición al Gobierno. En el momento de entregar el Estatuto al presidente del Gobierno provisional leyó Aguirre un mensaje suscrito por los alcaldes. Explicaba el trámite seguido en la preparación del Estatuto, inspirado en el espíritu del régimen foral, y de acuerdo con una propuesta contenida en la Gaceta (20 de enero de 1919), redactada por Alcalá Zamora siendo éste ministro de la Monarquía, y con el Estatuto jurídico del Gobierno. Se decía cómo había sancionado favorablemente el proyecto la Asamblea de Estella, aprobado también de hecho por mayoría de sufragios en las elecciones para diputados constituyentes, y, por tanto, los electores lo conocían, si bien en Navarra «había surgido la idea de confirmarlo  mediante un «referéndum». «Este Estatuto —afirmó Aguirre — refleja el alma de nuestra raza, expresada por la mayoría del país en sus dos aspectos espiritual y material.» En su respuesta, el jefe del Gobierno afirmó no haber en él sentimiento preconcebido de duda o recelo. Ni podía ser sospechoso en el cumplimiento de sus compromisos, ni era sectario. «Bien sabéis vosotros —agregó— que yo no soy partidario de la mayoría de los preceptos contenidos en el proyecto de Constitución presentado por la Comisión parlamentaria encargada de redactarlo; pero rindo culto a las exigencias de la realidad, y a ellas todos debemos de atenernos. Yo no encarno una política de tipo personal; pero quiero que estén representadas las aspiraciones de todas las regiones con un criterio de igualdad en lo tributario y en sus sentimientos religiosos.»

«Yo no opongo el prejuicio de la preferencia mía, pero tampoco puedo hacer que se establezcan diferencias ni trato diferencial. Como jefe del Gobierno, sólo tengo dos caminos para aceptar este Estatuto como ponencia. El primero, el cauce que la Constitución abra después de haber sido votada; el segundo, es el Pacto de San Sebastián. Así, pues, sólo hay dos caminos de acceso: o la Constitución, cuando sea votada, o todos los requisitos del Pacto. Vosotros ya sabéis cómo se ha cumplido en Cataluña. Para mí son igualmente respetables las creencias y aspiraciones de todas las regiones; pero en muchas cosas hemos de atenernos a un criterio de uniformidad en bien de España.»

Las palabras de Alcalá Zamora enfriaron el entusiasmo y las ilusiones de los vasconavarros. El horizonte se ensombrecía.

Una vez aprobado el artículo 26, se convencieron, según confesó Aguirre (Euzkadi, 16 de octubre), «de que razonar en las Cortes era perfectamente inútil». Y se retiraron del Parlamento, en compañía de otros diputados. En un manifiesto redactado en Pamplona (17 de octubre), con la firma de los diputados católicos de las cuatro provincias, explicaban a los electores «que fueron a las Cortes para defender el sentimiento religioso y las aspiraciones comunes en orden a la libertada; mas «advertimos desde el primer momento que ninguna de nuestras aspiraciones encontraban ambiente en la Cámara». Se calificó de reaccionario al Estatuto, porque recababa el derecho de concordar con la Iglesia, y «se ocultaba nuestra absoluta cesión al Estado central de todas las garantías individuales y sociales, demostración de nuestro espíritu de tolerancia». Se pretendía únicamente «negar a nuestro país ese derecho», para que los acuerdos antirreligiosos rigieran también en él, pensando, sin duda, que esa podía ser la manera de descristianizarlo»... «Ante una situación de esta índole, y con la seguridad de que nuestra actuación es absolutamente ineficaz, y quizá contraproducente, por estar prejuzgadas todas las demás cuestiones, hemos creído que no podíamos colaborar en la formación de una ley constitucional que, hiriendo el alma de nuestro país, contraría sus ideales más profundos y queridos...» «Esta Constitución no responde a los sentimientos generales del pueblo, ni siquiera a los más elementales respetos que los Estados modernos guardan a la libertad...» «Forzados por el sectarismo a ausentarnos de las Cortes, una vez más seguirá nuestro pueblo sin colaborar en otro periodo constituyente del Estado español.»

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El 8 de diciembre, un decreto del ministro de la Gobernación autorizaba a las Comisiones gestoras de Vizcaya, Guipúzcoa, Álava y Navarra, integradas, como se ha dicho, por republicanos y socialistas, para preparar un proyecto, o proyectos —uno por cada provincia—, de Estatuto, inspirado en los principios del régimen vigente, en acuerdo con los Municipios y sometidos a «referéndum».

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La Confederación Nacional del Trabajo era una fuerza temida y temible. Surgió en Barcelona, en un Congreso nacional obrero celebrado el 1 de noviembre de 1911. El texto en que se daba estado orgánico al sindicalismo revolucionario decía: «El Congreso acuerda constituir una Confederación Nacional del Trabajo española, que se compondrá provisionalmente de todas las sociedades no adheridas a la Unión General de Trabajadores, con la condición de que una vez constituida la C. N. T. española, se procurará establecer un acuerdo entre las dos Federaciones, a fin de unir a toda la clase obrera en una sola organización.» En 1915 los efectivos de la Confederación ascendían a 300.000 trabajadores en toda España, y cuatro años después eran 600.000. Su fuerza radicaba en la amenaza y la violencia, lo cual le valió dominio despótico e implacable. Era apolítica y antielectoral, eludía el trato con las autoridades y violaba la ley cuanto podía. Lograda la adhesión de los trabajadores de un gremio, sustanciaba sus pleitos con empresas y patronos directamente, sin admitir injerencia de terceros. Y si la resistencia de los adversarios se endurecía, entonces apelaba al sabotaje o al atentado para vencerla. Uno de los más destacados fundadores de la C. N. T., Angel Pestaña, explica de este modo la estrategia sindicalista: «La táctica de la acción directa —escribe— consiste en tratar la solución de cuantos conflictos se planteen entre las personas a quienes afecte el conflicto, prescindiendo de la intervención de un tercero para arreglar la discordia. Esto quiere decir que cada vez que unos obreros tengan reivindicaciones a plantear, o diferencias a resolver, deben hacerlo directamente con los patronos interesados, no aceptando la intervención de nadie ajeno al conflicto, ni personas convertidas en amigables componedores, ni representantes oficiosos u oficiales del Estado o de la autoridad. Y si llegan a un acuerdo, bien, tanto mejor; y si no llegan, entonces cada cual hará uso de los medios coactivos de que disponga para vencer la resistencia del adversario. Y los obreros no disponen de otro medio que la huelga, que unas veces puede ser parcial o general de su oficio, o bien general de todos los oficios».

Cientos de patronos asesinados en las calles de Barcelona y en distintas localidades españolas acreditaban que en la mayoría de los conflictos se apelaba al atentado como supremo recurso. Este imperio del crimen social fue la razón principal del advenimiento de la Dictadura de Primo de Rivera, que contuvo a la C. N. T., dominada en aquel entonces por el anarquismo, y la frenó en su actividad y en su expansión durante siete años. El sindicalismo retoñó súbitamente al advenimiento de la República, y en el mes de agosto de 1931 contaba con 800.000 afiliados, una gran experiencia y una organización que pronto sería formidable. Dominaba ciudades como Barcelona, Zaragoza, Gijón, Sevilla, cuya vida estrangulaba a capricho; extensas zonas mineras e industriales, y se propagaba con virulencia por tierras andaluzas y extremeñas.

A su flanco, como va el potranco junto a la madre, caminaba la F. A. I. (Federación Anarquista Ibérica) nacida en un Congreso de ácratas celebrado en el mayor sigilo en 1927, en la ciudad de Valencia. «La F. A. I. carecía de doctrina, de táctica, de estrategia, de jefes. Era simplemente una fuerza ciega, que forzosamente había de estrellarse. Las masas que en 1930, 1931 y 1932 siguieron a los anarquistas eran la materia prima de un verdadero partido bolchevique. Esas masas fueron puestas en fermentación por la levadura anarquista que se mantiene sin interrupción desde 1873». Los terrenos más propicios para el anarquismo eran Cataluña y Andalucía. Los elementos representativos del anarquismo — Fermín Salvochea, en Cádiz, y el doctor Vallina, en Sevilla— entendían que la anarquía sólo podía ser instaurada combatiendo insurreccionalmente contra el Estado llámese como se llame. «Los grupos que integran la F. A. I. gozaban entre sí de un autonomismo e independencia salvajes. Cada uno operaba a su antojo, lo que hacía incoherente y malbaratada su acción. Hoy se hallan más centralizados y ligados a una disciplina común. El número de anarquistas organizados en la F. A. I. no bajará en España de 10.000... Cataluña es la región que más grupos anarquistas cuenta, siguiendo en orden Andalucía, Aragón y Rioja, Levante, Galicia, recientemente Castilla la Vieja y Madrid, Álava y Guipúzcoa —muy pocos en Vizcaya—, un anarquismo de índole más cerebral y puro en Asturias, localizado en Gijón y algunos grupos en nuestras posiciones de África»

Con la amnistía promulgada por la República regresaron a España muchos sindicalistas que se habían expatriado para no caer en las redes de la justicia, con la que tenían deudas pendientes: entre otros, dos agitadores especializados en actos de bandidaje y con un extenso historial de fechorías: Francisco Ascaso Budria y Buenaventura Durruti personajes, se ha dicho que Dostoiewski hubiese creado con orgullo. Ascaso fue panadero antes de entregarse por entero a la actividad anarquista. Durruti sobresalía por su energía y temeridad. Era infatigable para la acción e implacable en sus resoluciones. Nació en León en 1896, hijo de un ferroviario, el mayor de ocho hermanos. Empezó a trabajar a los catorce años y en 1917 participó como organizador en la huelga general revolucionaria. Pasó tres años en Francia, al cabo de los cuales regresó a España y en Barcelona, donde los obreros reñían despiadada guerra civil, se afilió a la C. N. T. Proliferaban por entonces en la Ciudad Condal grupos de acción, diestros para imponerse por la pistola y la bomba, que fueron las células de las que más tarde constituiría la Federación Anarquista Ibérica. A uno de esos grupos, «Los Solidarios», en el que figuraban García Oliver, Ascaso y Jover se incorporó Durruti. Ejecutaban atentados y asaltaban Bancos para reforzar con el dinero robado los fondos de resistencia. En junio de 1923, Durruti y Ascaso atentaron contra el Arzobispo de Zaragoza, Cardenal Juan Soldevilla, al que mataron porque, según dirían años después, «era el representante más caracterizado de la reacción en la capital aragonesa». Dos meses más tarde asaltaron la sucursal del Banco de España en Gijón, llevándose 675.000 pesetas. Lograron huir a la Argentina y aquí, acusados de robos y actos terroristas, fueron condenados a muerte. Pudieron escapar de la cárcel y, siempre inseparables, recorrieron varias repúblicas suramericanas, terminando su aventura en Francia. Cuando planeaban un atentado contra Alfonso XIII fueron detenidos por la policía francesa, procesados y encarcelados. Al cabo de un año de prisión alcanzaron la libertad gracias a la ayuda de las organizaciones sindicales. La U. R. S. S. les ofreció asilo político, que ellos rehusaron. Al proclamarse la República entraron en España y se reincorporaron a la C. N. T., que los acogió como a héroes.

La incompatibilidad de los sindicalistas con los socialistas era absoluta, como se había demostrado a lo largo de los años, con el fracaso de los muchos intentos de conjunción o alianza. La C. N. T. descubrió siempre sus intenciones, que eran no las de fusionarse con la U. G. T., sino de absorberla. La C. N. T., fiel a su principio tradicional apolítico, aspiraba al comunismo libertario, mediante la acción revolucionaria. Era contraria a toda actividad parlamentaria y a toda colaboración con los organismos legislativos. El que los sindicalistas votasen en favor de los candidatos de la coalición socialista republicana en las elecciones que dieron por resultado la caída de la Monarquía, no significaba renuncia o cambio de táctica. El triunfo electoral les supondría la amnistía y libertad para su acción revolucionaria. Constituían el gran estorbo a la obra del Gobierno y la máxima preocupación, especialmente para los ministros socialistas, vacilantes y siempre temerosos de enfrentarse con unos trabajadores revolucionarios, que desde la oposición alcanzaban metas demagógicas que a los socialistas les estaba vedado pisar. «La verdad es —escribía Solidaridad Obrera de Barcelona, órgano de la C. N. T. (2 de julio de 1931)— que las circunstancias trágicas a que se está sometiendo a la clase trabajadora de España han de obligar a ésta a realizar un gesto desesperado que termine con tanta ignominia... Si el caso llega no valdría la cantinela de que la C. N. T. pone a la República en peligro. Una República administrada por verdugos y asesinos no puede interesar a nadie, y menos a los trabajadores.»

El Gobierno por la voz del ministro de la Gobernación les replicaba desde las Cortes (29 de julio): «Cuando el Gobierno dio desde sus comienzos las máximas facilidades a la C. N. T. y a la F. A. I. para que dentro de la ley moldearan sus organizaciones y pudieran actuar, la C. N. T. y la F. A. I. entendieron que para ellas había en la legislación española un terreno exento en el cual el poder público no tenía por qué entrar, pues no aceptaron las leyes que regulan el trabajo y desconocieron los Comités paritarios, tribunales mixtos y la autoridad gubernativa. El deber del Gobierno es decirles que la legislación forma un todo, y que si, en efecto, hay para ellos, en cuanto a lo que son sus deberes un terreno exento dentro de la legislación, también en cuanto a sus derechos habrá territorio exento y no existirá para ellos ley de reunión, ni de asociación, ni nada que les ampare.»

Los sindicalistas contestaban al desafío con gritos de guerra. «Desde ahora sabemos —escribía Solidaridad Obrera (1.° de agosto)— que las Cortes Constituyentes están contra el pueblo. Desde ahora no puede haber paz, ni un minuto de tregua entre las Cortes Constituyentes y le C. N. T.» Y pocos días después (11 de agosto) decía: «No queremos nada con el rol histórico del Estado y del capital. En esta hora ciega, nosotros recogemos uno de los lemas de la I Internacional: Paz a los hombres y guerra a las Instituciones, a las leyes, los regímenes y los Estados.»

De forma más solemne se hizo esta declaración de guerra con un Manifiesto redactado en Manresa después de una Asamblea celebrada a mediados de Agosto, a la que concurrieron treinta sindicalistas veteranos, muy fogueados en las luchas sociales. «España —se decía en el documento — vive un momento verdaderamente revolucionario. El empobrecimiento del país es ya un hecho consumado y aceptado. Al lado de todas estas desventuras que el pueblo sufre, se nota la lenidad, el proceder excesivamente legalista del Gobierno... que no da pruebas de energía, sino en los casos en que de ametrallar al pueblo se trata. Mientras tanto, el Gobierno nada ha hecho, nada hará en el aspecto económico. No ha expropiado a los grandes terratenientes... No ha reducido en un céntimo las ganancias de los especuladores de la cosa pública; no ha detenido ningún monopolio... Esta situación, después de haber destruido un Régimen, demuestra que la revolución que ha dejado de hacerse deviene inevitable y necesaria.

Después de la teoría de la destrucción se hablaba en el Manifiesto de las dificultades de la labor revolucionaria, dados los «elementos formidables de defensa que acumula nuestro Estado.» «Pensar —agregaba — que mientras no pierda sus resortes de poder puede destruirse el Estado, es perder el tiempo, olvidar la Historia y desconocer la propia psicología humana.»

De estas y otras reflexiones se deducía una actitud de rectificación en el grupo de los «treinta» que aleccionados por la experiencia, pensaban que el camino del anarquismo puro era utópico y no conducía a las metas que anhelaban. A la cabeza de aquellos disidentes figuraba Ángel Pestaña, nacido en Ponferrada, teórico del sindicalismo, escritor y conferenciante, encarcelado muchas veces, herido en atentado otra, delegado de la C. N. T., en Rusia, en donde participó en el Congreso de la Internacional Comunista (1920), al que negó su adhesión porque la C. N. T. no aceptaba el principio de la dictadura del proletariado.

* * *

Los ensayos para probar la fuerza del sindicalismo mediante huelgas se producían en toda España, y con particular insistencia en Barcelona. «Será inútil —decía el diario La Voz, de Madrid (20 de agosto)— cuanto se haga para que la C. N. T. renuncie a sus sueños de destrucción y de exterminio y se acomode a las legalidades socialistas. Quiere ir a la utopía roja de la Acracia por los medios de la huelga a ultranza, del motín, del sabotaje, del atentado, del empleo metódico de la pistola y de la bombas El día 27 de agosto holgaban 40.000 metalúrgicos en Barcelona. Obedientes a una consigna, los presos de la cárcel de esta ciudad declaraban la huelga de hambre, y al día siguiente, amotinados, incendiaron la capilla, se adueñaron del edificio y, en posesión de algunas pistolas, se tiroteaban con los guardianes. Era a la sazón gobernador José Oriol Anguera de Sojo, que había dejado la presidencia de la Audiencia para desempeñar el comprometido gobierno, por el que habían pasado en fracaso, en poco más de tres meses, Luis Company y Carlos Esplá. El nuevo gobernador Anguera de Sojo era autoritario, silencioso y buen católico. Republicano de aquellos que soñaban con una República austera, ordenada, con un Senado de patricios y arzobispos. Ante el desorden trató de reducir a los revoltosos por la persuasión, y accedió, en compañía del jefe de Policía, a parlamentar con los cabecillas en un locutorio de la cárcel. Su transigencia, lejos de reducir a los rebeldes, los envalentonó, y reprodujeron el motín con mayor furia.

El director de la cárcel reconocía que la falta absoluta de autoridad moral le ponía en situación humillante. A todo esto, los sucesos trascendieron a la calle, deformados en tragedia inquisitorial e inhumana, y los Sindicatos Únicos —organizadores del motín—exigieron la inmediata libertad de los detenidos gubernativos, pues caso de ser denegada, declararían la huelga general. Esta se produjo (3 de septiembre), y Barcelona quedó agarrotada, en suspenso todos los servicios públicos, incluso el de enterradores. En las calles menudeaban las agresiones, y en las de Moncada y Mercaders, junto a la sede del Sindicato de la Construcción, surgieron barricadas. Por la noche, los revoltosos se vieron apoyados por el propio presidente de la Generalidad, que sumó su petición a la de los sindicalistas en favor de la liberación de los presos gubernativos. Dos días antes, Maciá había encabezado una suscripción de socorro a los huelguistas de la Telefónica.

No se amilanó el gobernador ante aquella confabulación, y con un lúcido cortejo de fuerzas, se encaminó a la calle de Mercadees, a sabiendas de que en el Sindicato de la Construcción se hallaban muchos afiliados con armas, decididos a resistir. Cercado el edificio, medió el alcalde de Barcelona, Aiguader, como valedor de los sindicalistas, para implorar clemencia, sin que se ablandara Anguera de Sojo. Al fin, los sitiados acordaron rendirse, y fueron conducidos a un barco, donde se hallaban los presos trasladados desde la cárcel, muy insegura ésta por los destrozos del motín. La jornada había costado seis sindicalistas muertos, seis guardias heridos y cuarenta, entre revoltosos y transeúntes, heridos. «Volvemos los Sindicatos al trabajo —decía una nota de la C. N. T.—, no con el desorden de la derrota, sino con el orden de un estratégico repliegue.»

Al reaparecer La Vanguardia (5 de septiembre) hizo la siguiente pintura de Barcelona bajo el dominio de Maciá y de los sindicalistas: «Ya es imposible continuar callando. Barcelona es víctima de la monstruosa mescolanza de extremismos políticos y sociales, incompatibles entre sí. La izquierda republicana no tiene cohesión, ni pensamiento, ni hombres ni nada. Maciá y los suyos aceptaron para triunfar el apoyo del sindicalismo, como hubieran aceptado el del diablo, y mientras siga prestándoles ayuda, Maciá está dispuesto a entregárselo todo, porque en política Maciá es el hombre de más inverosímil simplicidad. Es optimista: no se apura por nada y promete millones y la paz universal si se tercia, y si estallan las huelgas revolucionarias, encabeza las suscripciones para alentar a los huelguistas, y mientras no le toquen lo que es su obsesión, el mundo le parece un edén. El sindicalismo, por su parte, deja a Maciá y a los suyos entretenidos en sus misiones idílicas y en esas actuaciones desconcertantes, y hasta les favorece, pues siendo las autoridades civiles prisioneras de los sindicatos, cuantas más facultades alcancen aquéllas, más fácilmente pueden éstos emplearlas para sus fines de subversión social. Hemos llegado, sin embargo, a un punto decisivo. Si las autoridades civiles de esta tierra son incapaces de dejar de ser juguetes de una minoría anarquista, que pretende conducirnos a una miserable barbarie, el número creciente de catalanes avisados habrá de alzarse con toda energía para recusarla y buscar, donde la encuentre, la indispensable protección que, en vano, pedimos en nuestra casa.»

De esta huelga se obtuvieron dos enseñanzas. Una, el deseo del Gobierno de la Generalidad por ganarse la simpatía y la adhesión de los sindicalistas. Cuatro diputados de la Esquerra visitaron al gobernador para pedirle, en nombre del partido, que cediese «parte de su mando y atribuciones en aquellas cuestiones que afectan a policía y seguridad», a fin de «establecer la normalidad y garantizar la vida de los ciudadanos». La segunda enseñanza de la huelga fue la avidez de autoridad demostrada por la mayoría de la población de Barcelona. El gobernador, Anguera de Sojo, se había limitado estrictamente a cumplir su deber y a mantener el orden público. Esto pareció tan insólito, produjo una impresión tan singular y extraordinaria, que medio Barcelona desfiló por su despacho oficial a dejar tarjeta. Se le regaló por suscripción popular un bastón de mando. «El descubrimiento de un gobernador dispuesto a mantener el orden público produjo en la opinión el efecto de novedad y satisfacción que se suele sentir cuando se recobra una cosa que se consideraba perdida, quizá para siempre».

En relación con estos sucesos, y en prueba de que el ensayo tenía gran alcance, en Zaragoza se declaró la huelga general el 1.° de septiembre, y en fechas sucesivas se propagó la perturbación a Valencia, Murcia y Tarragona. No hubo día en este mes de septiembre sin su correspondiente desgracia, que una vez eran actos de terrorismo en La Coruña, Sevilla, Manresa; motines en Doña Mencia, con intento de asalto dirigido por el alcalde contra el cuartel de la Guardia Civil; muchos pueblos de Toledo Corral de Almaguer, entre ellos, estuvieron en poder de los sediciosos; colisiones sangrientas en Bilbao, Santander y Salamanca, con muertos y heridos; huelgas generales en Talavera, cuenca minera de León y Teruel, Granada, Soria, Sanlúcar de Barrameda, Santander, Zamora; incendios y desórdenes, y hasta un conato de alzamiento comunista en Jaca (15 de septiembre), donde el capitán aviador Antonio Rexach fue detenido cuando planeaba reproducir la rebelión del año 1930.

En el mes de octubre, la temperatura sediciosa alcanzaba también el nivel de la fiebre: huelgas generales, con muertos y heridos, en Granada, Melilla y Cádiz; parciales en los ferrocarriles andaluces y en los puertos de Barcelona y Huelva. Colisiones, con muertos y heridos, en Valladolid y Pozoblanco; asaltos contra templos y conventos en Madrid, Balaguer y Bilbao.

Los desórdenes que se hicieron endémicos en Andalucía, reconocían como causantes a los comunistas que alentaban a los campesinos a invadir las fincas y repartirse las tierras. En una de las revueltas se apoderaron de Villanueva de Córdoba y para liberar al pueblo hubo de formarse una fuerte columna con tropas del Ejército y aviación de Sevilla, mandada por el general Ruiz Trillo. Extinguida la erupción en un lugar surgía en otro.

No era sólo en el Sur donde se hacía presente el comunismo, sino también en Madrid, Gijón, Bilbao, Zaragoza y otras ciudades. ¿Qué importancia tenía el comunismo? Cuenta el general Mola ([175]) que «durante los catorce meses de estancia al frente de la Dirección General de Seguridad, el comunismo era un espantajo, La policía apenas concedía importancia a esta actividad. «De las gestiones practicadas y de conversaciones sostenidas posteriormente con algunos diplomáticos, deduje que no pocos gobiernos andaban tan desorientados como el nuestro, en cuanto a la labor de propaganda y agitación de la Internacional Comunista y organización de los partidos: muchas policías podían llamarse de tú con la española.» En marzo de 1931, en una información de la Dirección General al Gobierno, se afirmaba la existencia de 30.000 comunistas organizados en Andalucía. Tan pronto como el Gobierno Berenguer permitió la libertad de propaganda, aparecieron a primeros de marzo de 1930 núcleos en Madrid, Barcelona y Bilbao, y posteriormente en Asturias, Málaga, Valencia y Vigo. Carecían de recursos y de elementos organizadores capacitados. Un año después, en Madrid se manifestaban tres tendencias: la estalinista, con el semanario Mundo Obrero como órgano; la centrista, y la trostskista. En Barcelona actuaba, con carácter autónomo, la Federación Catala-Balear, que publicaba La Batalla. En los documentos recogidos por la policía en la oficina del Comité ejecutivo se descubrió que el apoyo económico prestado por la Internacional Comunista a la sección española era miserable: unos diecisiete mil francos en tres meses. A la llegada de la República cambió el panorama: el comunismo reclamó con insolencia un puesto importante en la administración del desorden. El Mundo Obrero dejó de ser semanario para convertirse en diario (13 de noviembre), sufragado con dinero de la Komintern. Tiraba 20.000 ejemplares, la mayoría de los cuales regalaba. A raíz del 1.° de mayo la Pravda recomendaba a los comunistas españoles «que se preparasen para la lucha armada contra el Gobierno provisional burgués y reaccionario». El número de afiliados en Madrid no era crecido, unos 1.800; pero el terreno estaba abonado para la siembra como no se podía soñar. Por su parte, Trotsky redactaba el 5 de mayo, en la isla de Prinkipo, el decálogo del comunista español, sabedor de que dos caracterizados agitadores españoles, Andrés Nin y Joaquín Maurín, ambos catalanes, se habían declarado «trostkystas», fundando el «Bloque Obrero y Campesino» con carácter de partido comunista catalán autóctono. En las elecciones parciales a diputados (4 de octubre) el candidato comunista Bullejos obtuvo en Madrid (capital) 6.056 votos.

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El 20 de septiembre falleció en Madrid el ex presidente del Congreso Miguel Villanueva, que en los meses anteriores a la República había actuado como jefe de un grupo de antiguos ministros monárquicos que abogaban por una convocatoria electoral a Cortes Constituyentes. Fue diputado por La Habana y catedrático de aquella Universidad, Subsecretario de la Presidencia con Sagasta (1886), ministro varias veces y presidente del Congreso en dos legislaturas. Pocos días antes de declararse la dictadura de Primo de Rivera, fue designado Alto Comisario de España en Marruecos, sin que llegara a tomar posesión. Buen orador, se declaró enemigo del Gobierno de Primo de Rivera y conspiró contra él desde el primer momento. «Era el único que había logrado —dice el ex ministro conservador Burgos Mazo— realizar el prodigio de obtener recursos pecuniarios para la ímproba y costosísima labor que realizamos en nuestras conspiraciones contra la Dictadura». Contaba setenta y nueve años.

 

CAPÍTULO VIII .

LAS CORTES DECLARAN AL REY CULPABLE DE ALTA TRAICIÓN