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CAPÍTULO VI .

LAS CORTES DISCUTEN EL PROYECTO DE CONSTITUCIÓN

 

 

Fracasado el intento de la Comisión de juristas, designada para elaborar un anteproyecto de constitución, se transfirió el encargo a una Comisión parlamentaria, la cual, inmediatamente, se consagró al trabajo. La presidía Luis Jiménez de Asúa, penalista de renombre y catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad de Madrid. Pertenecía al ala izquierda del partido socialista. Era un científico de la revolución, sembrador desde la cátedra y del libro de ideas de destrucción y de indisciplina. Admiraba el régimen soviético como resumen de una evolución social ascendente, y defendía la dictadura comunista por ser necesaria para afianzar las conquistas revolucionarias. Admitía el terror como una etapa natural política, y afirmaba «que los fusilamientos y depuraciones de la checa sólo eran eliminatorios y no sancionadores». «El fusilamiento por motivo político y sin garantías personales es resorte de afirmación revolucionaria, un episodio guerrero más que un castigo legal. Las copiosas sentencias de muerte que se ejecutan en Rusia —añadía— nada tienen que ver con su régimen jurídico, y han de cargarse a la cuenta de las vicisitudes políticas por que atraviesa el país». Aceptó la presidencia de la Comisión encargada de preparar el proyecto constitucional, por «obediencia a la disciplina del partido socialista en que militaba”, si bien su anhelo era reintegrarse a la Universidad y al estudio «para dedicar todas las horas de su vida a formar nuevas generaciones y construir el derecho penal socialista».

La ponencia constitucional se preparó en veinte días, a marchas forzadas. «Incluso habilitamos los domingos —dice Jiménez de Asúa—, y en mi retiro de El Escorial fueron compuestos los artículos de familia, economía y culturas. En todo momento, el predominio socialista en la Comisión fue absoluto, y los restantes vocales se limitaban a presentar votos particulares que las Cortes se encargarían de eliminar en su día. Así, la Constitución fue incubada al calor y bajo la vigilancia del socialismo. Luis Bello, en alabanza de Jiménez de Asúa, le atribuía «la paternidad de la Carta Magna Republicana», y Luis Araquistáin, vocal de la Comisión, le llamó «habilísimo director de escena y primero en la ejecución», del trabajo que, según el mismo escritor, se elaboró de la siguiente manera: «Los cinco socialistas nos trazamos un plan, cuya eficacia fue evidente desde el primer momento. Sabiendo por experiencia cuán difícil había de ser redactar entre las veintiún personas que integraban la Comisión Constitucional un texto que sirviera de base de discusión, improvisando enmiendas al anteproyecto de la Comisión jurídica (la que presidió Ossorio y Gallardo), los socialistas acordamos preparar este penoso trabajo. De este modo, en forma de modificaciones, casi siempre esenciales, al anteproyecto de la Comisión jurídica, los socialistas elaboramos todo un proyecto de Constitución, cuyos artículos fueran casi siempre el punto de partida en las discusiones en la Comisión constitucional. Nuestro proyecto, no hay que decirlo, salió bastante alterado de aquellas deliberaciones. Sin embargo —tampoco hay que ocultarlo—, no tanto como habíamos calculado. Sin pretender redactar una Constitución socialista, porque harto sabíamos que habría sido inútil en aquellas circunstancias, procuramos darle un matiz avanzado con relación a casi todas las constituciones vigentes, Convencidos de que la Comisión, primero, y las Cortes, después, harían una buena poda en los preceptos principales. Pero es justo reconocer que la mayoría de la Comisión fue más tolerante de lo que esperábamos, y, desde luego, mucho más tolerante que los partidos que representaban, al discutirse el proyecto en la Cámara».

Fue, en realidad, Jiménez de Asúa, el inspirador principal y casi único del proyecto constitucional, y en él vertió su ideología marxista, más interesado en ensayar sus teorías, que en buscar las fórmulas de concordia y entendimiento, fundamentos de todo código que regula la vida de los ciudadanos.

El 27 de agosto fue entregado el dictamen a las Cortes. Constaba de ciento veintiún artículos. A modo de preámbulo, el presidente de la Comisión hizo una exposición doctrinal del proyecto. Citó las Constituciones elegidas como modelos: la de Méjico de 1917, de Rusia de 1918 y de Weimar de 1919, a las que denomina «constituciones madre»; y las de Checoslovaquia, Uruguay, Rumania y otras, para probar la constitucionalidad de los artículos del proyecto más avanzados o radicales. «El socialismo —decía— tiende a grandes síntesis; el socialismo quisiera hacer del mundo entero un estado de proporciones mayúsculas; la Federación de Europa, y aun la del mundo, sería su aspiración más legítima. Somos nosotros, los socialistas, no un partido político, sino una civilización que llega, y precisamente eso nos ha hecho pensar en el estado integral y no en el estado federal.» «Evitando el discutido concepto de nación, afirmamos que la potestad legislativa reside en el pueblo y que la justicia se administra en nombre del pueblo.» «Rechazamos la dualidad de Cámaras, pues ello contradice el ideal democrático.» «El viejo Senado es incompatible con el sistema democrático.» «Hemos buscado el equilibrio entre el presidente de la República y el Parlamento, situándolo entre los tipos representados por el jefe del Estado francés y el jefe del Estado alemán. Puede acudir, contra el Parlamento, al voto popular, jugándose con ello el cargo, y éste es su lado fuerte; pero debe estar sometido al Parlamento, y éste es su lado débil.» Jiménez de Asúa puntualizaba así los radicalismos del proyecto en orden a la vida española: «En materia religiosa vamos mucho más lejos que el anteproyecto de los juristas: separamos la Iglesia del Estado; todas las confesiones religiosas serán consideradas como asociaciones sometidas a las leyes generales del país; el Estado no podrá sostener, favorecer ni auxiliar económicamente a las iglesias, asociaciones e instituciones religiosas. Se disuelven las Congregaciones y se nacionalizan sus bienes; sólo se podrá ejercer el culto en los respectivos templos. En materia de familia, lo que declaramos bajo la salvaguardia del Estado no es el matrimonio, sino la familia; fundamos aquél en la igualdad de derechos para ambos sexos y disolvemos el casamiento por mutuo disenso, por libre voluntad de la mujer o a solicitud del marido, con alegación en éste caso de causa; los hijos nacidos fuera de matrimonio tendrán los mismos derechos que los nacidos dentro de él, y proclamamos el derecho a la investigación de la paternidad. En orden a la propiedad, declaramos que las fuentes naturales existentes dentro del territorio nacional pertenecen originariamente al Estado en nombre de la nación; se reconoce la propiedad privada, pero en razón directa a la función útil que en ella desempeña el propietario; declaramos que se procederá gradualmente a su socialización; cuando el Parlamento lo acuerde, puede expropiarse sin indemnizar; los servicios públicos y las explotaciones que afectan al interés nacional deberán ser nacionalizados en el más breve plazo posible. En cuanto a la cultura, se implanta la escuela única y la enseñanza laica.»

Aunque el proyecto exhalaba emanaciones soviéticas mejor que republicanas, Jiménez de Asúa expresó el espíritu del dictamen con estas palabras: «Hemos hecho una Constitución avanzada; deliberadamente lo decidió así la mayoría de los comisionados parlamentarios. Elaboramos una Constitución de izquierda, pero no socialista. La Constitución que hemos redactado es democrática, iluminada por la libertad y de un gran contenido social. Por ser, como es, nuestro proyecto, resulta, aunque suene a paradoja, una obra conservadora... conservadora de la República.»

«No se ha reunido jamás un Parlamento constituyente, comentaba A B C, sin que la nación haya sabido antes lo que iba a ser la ley constitucional. Ahora, nadie sabe, ni en el Parlamento, lo que va a ser la Constitución, y no hay posibilidad de cálculo. Un mosaico deforme de los retazos con que los sectarios de la Asamblea quieren recomponer el cuerpo de la nación despedazada.» La discusión de la totalidad del proyecto duró varios días. Oradores de todos los grupos expresaron su aprobación, sus discrepancias o sus repulsas. Para el sacerdote Ramón Molina «era un desafío a la conciencia del país y una invitación a la guerra civil. «Es un texto socializante, pero respetuoso con la tradición jurídica del mundo», dijo el radical-socialista Claudio Sánchez Albornoz. Para el radical Basilio Álvarez, el proyecto «era farragoso, lleno de confusionismo y de plagios». «Se ensaña con el sentimiento religioso, como si éste fuera responsable de los crímenes de la Monarquía y de los políticos venales.» Luis Zulueta, de Acción Republicana, afirmaba que la Constitución «no iba contra la fe, sino contra los excesos reaccionarios, agudizados en los últimos años en el contubernio entre el altar y el trono». En nombre de los radicales, Guerra del Río concretaba los ideales de su partido de esta manera: «Separación de la Iglesia y el Estado, libertad absoluta de cultos, disolución de las Ordenes religiosas, Concordato —si lo pide el Vaticano y se cree conveniente— implantación del divorcio y sistema bicameral.» La diputado Clara Campoamor también radical calificaba el proyecto como «el mejor, el más libre, el más cálido y humano y el más avanzado del mundo». Los radicales-socialistas ofrecían suscribirlo íntegramente. El mayor defecto a juicio de José Franchy, era que no se reconociera carácter federal a la República, pues, por lo demás, consideraba el proyecto como un acierto. A la minoría catalana, decía Companys, le interesaba especialmente la parte relacionada con el reconocimiento de las aspiraciones autonómicas regionales. De «trascendental, útil y original» lo calificó José Ortega y Gasset, «sencillamente magnífico, aunque aparecía mezclado con unos cuantos cartuchos detonantes, introducidos arbitrariamente por el espíritu de propaganda o por incontinencia del utopismo». Abogaba el profesor por un Estado fuerte, y «aunque todo el poder está subordinado al Parlamento, aquél no debe estar en servidumbre». «Es preciso —decía— que el Parlamento sea sobrio, y a eso parece aspirar el proyecto de Constitución.» El número de diputados no debía ser mayor de doscientos, ni se debía tampoco de abusar de los plebiscitos, pues podía originar intervenciones cesaristas. Era contrario al sistema bicameral, «porque el Parlamento no necesita freno.» Otra cosa sería una Cámara corporativa, «sueño que no ha podido verse realizado en ningún país, pues al tener atributos políticos se trueca en otra Cámara política y popular, ya que lo corporativo no resiste a la pasión». La separación de la Iglesia y el Estado «es cosa que ya no se discute», en cambio, la disolución propuesta de las órdenes religiosas le parecía una aventura. «Es preciso no olvidar —afirmaba— que la Iglesia es una organización internacional que tiene la empuñadura en Roma y la punta en todas partes, por lo cual se debe conservar jurisdicción sobre sus temporalidades.» Encontraba acertado convertir a España en una sociedad de trabajadores, «sin premuras contraproducentes, avanzando sin prisa y sin pausa, como la estrella».

Jesús María Leizaola, en nombre de la minoría vasca, se mostró opuesto al proyecto en la parte que afectaba a la cuestión religiosa, y el monárquico Sáinz Rodríguez enumeraba los puntos más vulnerables del dictamen: el divorcio, la expulsión de las órdenes religiosas y el autonomismo.

Si la Constitución — opinaba Melquiades Álvarez— «no refleja el estado jurídico del país, incluso con sus errores, será un papel mojado, algo exótico no compenetrado con el sentimiento nacional». En materia religiosa era partidario de la libertad de conciencia y de la secularización del Estado; pero no se debía olvidar «que el número de creyentes de España era numerosísimo y la religión un freno para las pasiones y un estímulo para obrar bien». Autonomista convencido, creía que ninguna región debía imponer su voluntad al resto de España. Aconsejaba una República que no asustara a nadie, como el mejor medio para consolidarla. El regionalista catalán Abadal se declaraba en favor de la autonomía dentro del Estado español, y rechazaba el espíritu socialista del proyecto. Otros diputados expusieron sus pareceres en el debate sobre la totalidad, que duró hasta el 11 de septiembre. Predominó la verborrea sobre la elocuencia. A veces el Parlamento parecía una sala de oposiciones, donde los aspirantes desarrollaban su tesis sin ninguna esperanza de éxito. Simplemente cumplían el trámite. De todo lo dicho se podía deducir que había dos cuestiones predominantes, la religiosa y la autonómica, que harían imposible la avenencia, y, sin ella, la Constitución no sería la prometida Carta magna de convivencia y fraternidad. Por el contrario, llevaba en su seno los ingredientes de la discordia y situaba a los españoles en campos opuestos y en actitudes irreconciliables.

Comenzó a discutirse el articulado del proyecto (11 de septiembre).

El artículo primero constaba en el dictamen de catorce palabras, pero había sido modificado en virtud de un voto particular de los socialistas, y más concretamente de Araquistáin, quien deseaba que en el frontispicio de la nueva Constitución figurase el concepto de que España era una república de trabajadores. Tras interminables disquisiciones sobre la cualidad de los trabajadores el artículo quedó redactado así «España es una República democrática de trabajadores de todas clases, que se organiza en régimen de libertad y de justicia. Los poderes de todos sus órganos emanan del pueblo. La República constituye un Estado integral, compatible con la autonomía de los municipios y las regiones. La bandera de la República será roja, amarilla y morada.» El concepto de «república de trabajadores» estaba calcado del artículo tercero de la Constitución de los soviets. Y en torno a la definición se entabló la batalla, que ganaron, por 170 votos, socialistas, radicales-socialistas y diputados de la Ezquerra catalana, contra 150 diputados de diversos matices que votaron en contra. Pero la votación no puso fin a la polémica, que se reanudó en seguida, ante la pugna de algunos diputados interesados por incrustar el título de federal como distintivo de la República, por ser compromiso contraído al negociarse el Pacto de San Sebastián, que por enésima vez salía a relucir, para confirmar que nunca se sabría lo que allí se había acordado. No puede en realidad llamarse dis­cusión al vocerío ensordecedor en el cual los oradores se atropellaban mutuamente, entre constantes alborotos, sin que las llamadas del presidente al orden fuesen atendidas, a pesar de hacerlo con esta grave advertencia: «No demos al mundo el espectáculo de que no sabemos gobernarnos.» Ante cuadro tan desolador, Santiago Alba recordó la frase de Thiers: «No sean los republicanos los que asesinen la República», rubricada por los diputados con un infernal griterío. Preguntaba el propio Alba si no había criterio oficial sobre tan importantes asuntos, y el ministro de la Guerra respondió que se debía tener presente el carácter heterogéneo del Gobierno. El proyecto era obra de la Comisión, y el Gobierno, por tanto, no podía emitir opinión. Alcalá Zamora veraneaba en Miraflores de la Sierra, y atemorizado por la confusa situación que se había creado, se apresuró a acudir a las Cortes (17 de septiembre) para decir que no había ponencia del Gobierno sobre la Constitución «ni la habría sobre ningún problema, y menos sobre los importantes». Tampoco se plantearía la cuestión de confianza. Y añadió estas significativas palabras: «Como la discrepancia en el seno del Gobierno no es bizantina, sino fundamental, a medida que por elevación o profundidad aumenta el espesor de la dimensión y la densidad de un problema, se hace más difícil, y llega a lo imposible, que el Gobierno presente una ponencia y que mantenga colectivamente una solución. Lo que nos separa irreductiblemente es todo lo hondo y recio de la entraña de la Constitución, y a medida que se agranda la importancia de la cuestión, la imposibilidad de ponernos de acuerdo es patente.» Con esto implícitamente se daba a los partidos, y en especial al socialista, patente de corso y hacha de abordaje para asaltar y apresar la nave de la Constitución.

Alcalá Zamora dirimió la batallona cuestión planteada en varias sesiones sobre si la República pactada en San Sebastián era federal o no de esta manera: «No lo puedo decir, pero sí puedo afirmar que el Pacto tiene suficiente amplitud para dar satisfacción a las aspiraciones federalistas.» Por tanto «no hacía falta que constase en el artículo la palabra federal, puesto que la sustancia del federalismo estaba en la Constitución». Con lo cual los indecisos no pudieron salir de dudas. En tono hiriente y con visible enojo atacó a Alba por haber criticado su ausencia en la sesión anterior, y con palabras mordaces aludió a ciertas entrevistas del Hotel Meurice, de París (donde solía alojarse don Alfonso XIII). Alba recordó al jefe del Gobierno que se habían sentado juntos en el banco azul, sirviendo al mismo Señor con la misma lealtad que ahora servían a la República.

No debía ser ajeno al malhumor de Alcalá Zamora una interpelación de Santiago Alba al ministro de Hacienda planteada dos días antes (15 de septiembre), a propósito de una duda muy extendida sobre la solvencia del Tesoro y el desenvolvimiento de la economía. La tercera parte del stock de oro del Banco de España había sido enviada al extranjero a disposición del Banco Internacional de Pagos. «La situación de la Banca es verda­deramente angustiosa, dijo el interpelante. Puede asegurarse que casi todos los bancos han perdido más del cincuenta por ciento de sus carteras. La situación económica es delicadísima, grave, y pavoroso el porvenir inmediato. Pronto los obreros vendrán a las puertas de esta Cámara a pedir trabajo. El comercio no vende, la navegación, en una tercera parte, está interrumpida. La libra ha subido, de 29,65 pesetas que valía en 1909, a 54,50.» Todo lo que decía el diputado Alba era cierto, y lo ratificaba el ministro Indalecio Prieto. «Confieso, afirmaba éste, que habiendo pasado en la vida por circunstancias dramáticas, jamás he sentido un miedo tan grande como el que me ha invadido el alma al verme en este cargo, con la inmensa responsabilidad de los destinos de mi patria y sintiendo en torno de mí la falta de colaboración. Las empresas ferroviarias atraviesan una crisis enorme. En Andalucía no hay apenas mercancías ni viajeros; en otras regiones, el estado económico del país reduce extraordinariamente el trabajo, y, además, sobre esto, existe la revolución inmensa que significa el uso del transporte por carretera. Cientos de contratistas no pueden cobrar las certificaciones de sus obras públicas.» Como primer remedio a tan graves males, el ministro se manifestaba partidario «de no construir un kilómetro más de ferrocarril».

Prieto quería contagiar a las Cortes de su preocupación, y añadía negras pinceladas al sombrío cuadro: «Sobre el Gobierno se ha echado la angustia inmensa, el espectáculo terrible de los cientos de miles de hombres que están parados en Andalucía y en las regiones densamente agrícolas», pero sentía aún más «el pavor de que pudiera acentuarse hasta iguales términos en la gran industria» y ocasionara «éxodos de miseria». La solución a tantos conflictos «ha de ser obra del Parlamento entero, sin excluir ninguna colaboración». «Reclamamos el apoyo de todos; no rechazamos el auxilio de nadie.» «Pedimos, y pedimos clamantes, el de todos, porque esta obra es de reconstrucción, de sacrificio para todos y principalmente debe serlo para las clases capitalistas del país y entre todos la debemos realizar.» Proponía Alba, como primer remedio, una Constitución «humana, acomodada al ambiente en que vivimos y en que nos desarrollamos», y todos los síntomas prometían lo contrario. Las únicas rectificaciones se circunscribían a la puntualización inspirada por Alcalá Zamora de «trabajadores de todas clases» para suavizar la definición de la República, y al adjetivo integral, en vez de federal o unitaria, porque, como había dicho Jiménez de Asúa, se acomodaba mejor al espíritu socialista del proyecto.

El artículo segundo, sobre la igualdad de los españoles ante la Ley pasó sin objeción. Se aplazó la discusión del tercero, que declaraba al Estado español sin religión oficial, para entrar en el artículo cuarto, que reconocía el castellano como idioma oficial de la República. Preferían unos la denominación de «idioma español», y diputados de la Esquerra pedían se llamase «idioma del Estado» y no de la República. Unamuno propuso una enmienda, redactada así: «El español es el idioma oficial de la República. Todo ciudadano español tiene el deber de saberlo y el derecho de hablarlo. En cada región se podrá declarar cooficial la lengua de la mayoría de sus habitantes. A nadie se podrá imponer, sin embargo, el uso de ninguna lengua regional.» Si una región intenta suicidarse, afirmó Unamuno, hay que salvarla, aun poniendo en peligro la vida propia. Decía esto, entre las protestas de los catalanes, decididos a equiparar los derechos y prerrogativas de su idioma con el castellano.

En virtud del artículo sexto, España renunciaba a la guerra como instrumento de política nacional. Precepto lírico se le llamó con propiedad. Incrustado en la Constitución a instancia de Salvador de Madariaga y de los socialistas destacados en la Oficina Internacional del Trabajo de Ginebra, consagraba el artículo primero del Pacto Kellogg, firmado en agosto de 1928, que situaba la guerra fuera de la ley. Completaba este artículo el séptimo, que decía: «El Estado español acatará las normas universales del derecho internacional, incorporándolas a su derecho positivo.» Estos acuerdos de absoluta vaguedad se inscribían en la Constitución para brindarlos al Secretariado de la Sociedad de Naciones.

El día 22 de septiembre comenzó a discutirse el Título I, bajo el epígrafe: «Organización nacional». En este título, de trascendencia inmensa, comenta Nicolás Pérez Serrano, «se halla acaso la médula de la Constitución y el germen de la futura grandeza española o de un triste semillero de discordias dolorosas». Aunque por el nombre pudiera suponerse que se trataba de organizar la nación, lo que en realidad se pretendía era desorganizarla y reducirla a la insignificancia. El título planteaba en toda su crudeza el problema de los Estatutos regionales. ¿Pero acaso y de modo taxativo sobre el de Cataluña, no se habían pronunciado ya los dirigentes de la República en el tantas veces mencionado Pacto de San Sebastián?

Convertida la Cámara en un avispero, el jefe del Gobierno, mediante entrevistas con los diputados catalanes y jefes de minorías, buscaba un arreglo, sintetizado en una enmienda. La pretensión de Alcalá Zamora era muy ambiciosa, pues trataba de incorporar las cuestiones fundamentales del Estatuto a la Constitución, y, en cierto modo, suponían los maliciosos, que pretendía escamotear la discusión, persuadido de su dificultad y de los peligros que para el régimen significaba.

En la enmienda —«reducto anillado» la denominó su autor— se agrupaban las materias competentes del Estado y de las regiones autónomas en la siguiente forma: materias de la exclusiva competencia del Estado (art. 14); esfera en que el Estado legisla y de posible ejecución directa por las regiones autónomas (art. 15); materia de la exclusiva competencia de las regiones (art. 16); residuo jurisdiccional a favor del Estado (art. 17), y autorización a la República para dictar leyes bases en ciertos casos (art. 19). La propuesta no obtuvo la aprobación de la Comisión constitucional; sin embargo, Alcalá Zamora la defendió (23 de septiembre) como fórmula de transacción entre la unión catalana y la unidad del Estado. La enmienda no abría paso al Estatuto a juicio de Carner. El agrario Royo Villanova pedía un plebiscito para conocer la opinión de España. La enmienda no era aceptable para los socialistas, declaraba Bugeda. A disgusto la votarían los radicales, anunciaba Guerra del Río, y otro diputado de la minoría, Emiliano Iglesias, la combatía, persuadido de que los propósitos de los catalanes eran fundamentalmente separatistas. Otros oradores acreditaron que la coincidencia era imposible. Entonces el presidente de la Cámara reunió a los jefes de las minorías. En dicha asamblea se compuso un texto, empleándose términos de la enmienda y del dictamen, y con el fin de obtener su aprobación inmediata fue sometido a examen en una sesión nocturna, sin llegarse a un acuerdo.

Las sesiones de la tarde y de la noche del 25 se emplearon en sacar adelante el artículo en cuestión que, según el matiz político de cada orador, adquiría variantes y derivaciones insospechadas. Para Unamuno el cogollo de la cuestión era el idioma, y el problema lo planteaban dos pueblos que trataban de conquistarse mutuamente. Se desentendía de lo pactado en San Sebastián, en cuyo arreglo para nada entró el país. Saborit afirmaba que los socialistas, transigentes, únicamente consideraban intangibles los asuntos de Hacienda y Trabajo. En la fórmula —afirmaba Sánchez Román— hay una cesión de principios de soberanía. Si Cataluña hubiese sido un Estado sometido, hubiere obtenido la independencia por sus propias fuerzas. El Pacto de San Sebastián «no fue más que la designación de un procedimiento formativo para traer con el mayor prestigio y garantía el problema catalán al Parlamento». Como interpolaciones en la discusión, el catalán Carrasco Formiguera defendía la capacidad de Cataluña para la independencia; el radical Lara solicitaba la autonomía para las islas Canarias; Aguirre pedía autorización para que el país vasco negociara directamente con la Santa Sede, y así agitábanse en mezcolanza temas y regiones. Todo se embarullaba sin orden ni sentido. José Ortega y Gasset se consideraba obligado a repetir una vez más la distinción entre federalismo y autonomía. «El autonomismo —decía— reconoce la soberanía del Estado y reclama poderes secundarios para descentralizar lo más posible funciones políticas y administrativas. En cambio, el federalismo, no supone el Estado, sino que a veces aspira a crear un nuevo Estado con otros estados preexistentes, y lo específico de su idea se reduce exclusivamente al problema de la soberanía. Un Estado unitario que se federaliza es un organismo de pueblos que se retrograda y camina hacia su dispersión. Por de pronto, ya se admite una separación entre regiones ariscas y dóciles, otorgando así una prima al nacionalismo.» El ministro de Trabajo recabó con una enmienda que en materia laboral la legislación fuese de exclusiva competencia del Estado, y así se aprobó por 132 votos contra 118, con la protesta de los catalanes. «¡Hemos sido engañados!», gritó Companys. «¡La enmienda prejuzga el Estatuto! —exclamó Lluhí —, ¡Debemos retirarnos!» El presidente de la Cámara les reprochó: «Si cada vez que la minoría se ve contrariada adopta actitudes de protesta y de retirada, no hay régimen de mayoría ni sistema parlamentario que resista.» Prieto consideró llegado el momento de proclamar la inmunidad del régimen bursátil regido exclusivamente por el Estado. Y al advertir la actitud hostil de los catalanes, les reprochó su proceder: «En mi larga vida política jamás he conocido un caso de deslealtad como el suyo respecto al Pacto de San Sebastián. Allí se convino que nadie realizase por sí nada de su ideario, sino que todo estuviese pendiente, como era natural y lógico, de las Cortes Constituyentes. En Cataluña se ha creado un ambiente que ejerce coacción sobre el Parlamento.» Pero la enmienda fue rechazada, y tan mal lo tomó Prieto, que en el acto presentó la dimisión. La Comisión ejecutiva del partido le obligó a continuar en el desempeño de la cartera de Hacienda. «Es la tercera vez que dimito, afirmó Prieto, sin conseguir mi deseo.» Ya era muy avanzada la madrugada cuando se aprobaron los artículos del 14 hasta el 21.

Sin grandes dificultades pasaron los artículos del Título II, que versaban sobre nacionalidad —modos de adquirirla y de perderla—, y se entró a discutir el Titulo III, «Derechos y deberes de los españoles», en cuyo artículo primero se proclamaba la igualdad de todos ante la ley y la abolición de los privilegios. En la misma sesión (29 de septiembre) y en la siguiente quedaron aprobados el artículo 28 y otros sobre derechos y libertades ciudadanas. La discusión más fuerte se produjo en torno al artículo 36, referente a los derechos electorales, sin distinción de sexos, a partir de los veintitrés años. Fueron diputados radicales, azañistas y radicales-socialistas los más implacables adversarios de la reforma. En la oratoria de los opositores se mezclaban bromas soeces con objeciones inspiradas por el miedo a las consecuencias del voto femenino, «una puñalada trapera asestada a la República», según definió Indalecio Prieto. «La mujer es retrógrada, reaccionaria e inculta, y necesita pasar por un pensamiento universitario para capacitarse», opinaba la diputada radical-socialista Victoria Kent; olvidándose de que, en el hombre, el analfabetismo no era obstáculo para ejercer el derecho de sufragio. Se propuso por alguno condicionar el voto femenino, limitándolo a las elecciones municipales, propósito que no prosperó. Por 160 votos contra 121 se acordó conceder el voto a la mujer. Los sufragios favorables los dieron los grupos de diputados católicos, de Al Servicio de la República, algunos socialistas, progresistas y catalanes. Y se fijó la edad de veintitrés años para la plena capacidad política.

Los artículos referentes a prestación de servicios con arreglo a leyes, derecho de reunión, de asociación, desempeño de cargos, excedencias y jubilaciones y suspensión de garantías, se discutieron y aprobaron entre el 2 y el 6 de octubre. Este día se pusieron a discusión los artículos 44 y 45 del Capítulo II, «Familia, economía y cultura», concernientes a la propiedad.

El articulo 44 decía así: »Toda la riqueza del país, sea quien fuere su dueño, está subordinada a los intereses de la economía nacional y afecta al sostenimiento de las cargas públicas, con arreglo a la Constitución y a las leyes. La propiedad de toda clase de bienes podrá ser objeto de expropiación, a menos que disponga otra cosa una ley aprobada por los votos de la mayoría absoluta de las Cortes. Con los mismos requisitos la propiedad podrá ser socializada. Los servicios públicos y las explotaciones que afectan al interés común pueden ser nacionalizados en los casos en que la necesidad social así lo exija. El Estado podrá intervenir por ley la explotación y coordinación de industrias y empresas cuando así lo exigieran la racionalización de la producción y los intereses de la economía nacional. En ningún caso se impondrá la pena de confiscación de bienes.

 Tres oradores se levantaron para combatirlo: el progresista Castrillo, el agrario Gil Robles y Rafael Aizpún, de la minoría vasconavarra. Lo rechazaban porque preconizaba la socialización de la propiedad. El artículo, tal como está en el dictamen, respondía Bujeda, es una declaración de principios generosos. Besteiro abandonó la presidencia de la Cámara para defender ardorosamente desde un escaño el artículo. «Si se cierran las puertas al ideario socialista, diremos al pueblo que no es ésta su República, y habrá que preparar la revolución social». Las oposiciones rechazaron indignadas los ardientes párrafos de Besteiro y estimaron la intromisión impropia del presidente de las Cortes. «Mediten los socialistas —recomendó Alcalá Zamora— ante el posible daño que pueden inferir a la débil economía nacional.» Les tocó ahora indignarse a los socialistas y radicales-socialistas. «La intervención del jefe del Gobierno —afirmó Botella Asensi— tiene el carácter de una coacción y deja en postura desventajosa a la Comisión constitucional.» La cosa no paró ahí. En la sesión de la noche, el presidente de la Comisión hacía saber que había recibido la dimisión de los vocales de la misma, Castrillo, Botella Asensi y Lluhi. La dimisión de los dos últimos era porque consideraban abusiva e improcedente la intervención del jefe del Gobierno para combatir el dictamen. Castrillo, incondicional de Alcalá Zamora, dimitía por disentimiento fundamental con los otros vocales. Jiménez de Asúa leyó además una nota refrendando al vocal Botella, que había hablado «en nombre y por encargo expreso de la Comisión». Saltó en el acto Alcalá Zamora, sin poder contener su arrebato; subió a un escaño de la minoría progresista, y desde él desahogó su amargura por aquel ataque preparado por Jiménez de Asúa «con todo el tesón de la premeditación y toda la dureza de la alevosía». Explicaba en tono patético su decepción, y pedía a todos que no se ocupasen de él.

Eso no puede ser, le aconsejaban sus compañeros de minoría. El presidente de la Cámara rompió las primeras lanzas en favor del jefe del Gobierno. Su conducta era irreprochable; laboraba sin descanso por el Parlamento y por la República. Nos sentimos unidos a él, manifestó Indalecio Prieto, por lazos inquebrantables. Lo consideraba insustituible. Alcalá Zamora, conmovido por aquellos elogios, mejor que hablar, gemía: «Se ha proclamado la incompatibilidad entre mi representación de diputado y la presidencia de Gobierno. Después de lo ocurrido no puedo convivir en la misma Cámara con el presidente de la Comisión Jiménez de Asúa.» La Cámara entera, exclamó Barnés, afirma que el prestigio del jefe del Gobierno está por encima de todo recelo. Don Niceto, abrumado por tantas lisonjas, se resistía a capitular con pretextos pueriles: «Es difícil resucitar lo muerto, y yo moralmente me considero muerto. El hombre que fui ha terminado, y debe pensarse en quien me reemplace.» Dicho esto volvió al banco azul, sentándose en el extremo opuesto a la cabecera del mismo. Era una rabieta de niño mimado. Jiménez de Asúa explicó que la Comisión se hacía solidaria de las palabras del vocal sólo en cuanto se referían a la defensa del dictamen: declaraba que él no redactó la nota y que en aquel momento dimitía la presidencia de la Comisión.

El presidente de la Cámara suspendió la sesión, llamó a su despacho a los ministros y requirió la inmediata presencia de Lerroux, que en aquel momento dormía en su domicilio. A las dos de la mañana se reanudó la sesión. Besteiro explicó cómo incidentes baladíes adquirían de pronto grandes proporciones, debido a la situación en que se encontraban los parlamentarios, víctimas de la fatiga, abrumados por el enorme trabajo que sobre ellos pesaba. El incidente suscitado pocas horas antes había terminado. Alcalá Zamora y Jiménez de Asúa se reintegraban a sus respectivos puestos. Las palabras de Besteiro equivalían al clásico cae el telón. El sainete había terminado.

En la sesión siguiente se aprobaron los artículos 44 y 45. Este último establecía que «toda la riqueza artística e histórica del país, sea quien fuese su dueño, constituye tesoro cultural de la nación y estará bajo la salvaguardia del Estado».

Tocaba el turno, después de haber sufrido aplazamiento, a los artículos 26 y 27, relacionados con la Iglesia, que encerraban una carga revolucionaria suficiente por sí sola para producir la división de los españoles y lanzarles a una guerra civil. El planteamiento del asunto era esperado con expectación, porque obligaría a ciertos grupos políticos, y de modo especial a Alcalá Zamora y Maura, a tomar actitud decisiva frente a la República, si se proclamaba ésta irreligiosa y atea, en contra de lo que aquéllos prometieron. El 7 de octubre se dio lectura a los dos artículos. La Comisión parlamentaria había redactado el artículo 26 del siguiente modo: «Todas las confesiones serán consideradas como asociaciones sometidas a las leyes generales del país. El Estado no podrá, en ningún caso, sostener, favorecer ni auxiliar económicamente a las iglesias, asociaciones e instituciones religiosas. El Estado disolverá todas las órdenes religiosas y nacionalizará sus bienes.»

Tal como estaba redactado, daba a entender que la revolución creía llegado el momento, tanto tiempo esperado, de reñir su batalla y no estaba dispuesta a perder la oportunidad. Además, los poderes ocultos imponían su autoridad inexorable. Alcalá Zamora, en un libro publicado en 1945, refiere que la discrepancia honda y prácticamente irremediable de los republicanos se produjo en torno al artículo 26. Sin embargo, poco antes, en el mes de agosto, en un Consejo de ministros, celebrado en el ministerio de Hacienda, «se acordó la fórmula de paz religiosa, de concordia, que en materias tales es el Concordato, y que iniciada, llevó en las primeras negociaciones a un éxito sin precedentes para el Gobierno de la República, por amplitud y lealtad de miras en la Santa Sede». Era fácil ponerse de acuerdo, puesto «que la plena libertad de conciencia y de cultos, y la soberanía estatal, la defendíamos todos». Pareció entonces que la idea estatal prevalecería, «pues así se afirmó dentro del Gobierno por once votos contra uno solo, partidario del «combismo» que acabaría triunfando». El discrepante era Indalecio Prieto, «quien luego, por cierto, no tuvo la culpa ni la iniciativa de la funesta rectificación, ni creó la menor dificultad, una vez salvado su voto personal de resuelta convicción anticatólicas. He aquí, a continuación, con cuánto eufemismo y escasa agudeza describe Alcalá Zamora cómo la Masonería impidió toda avenencia y se opuso a la paz religiosa: «Al envejecido y funesto figurín de Combes se acogieron los ministros, y no por criterio de partido, y menos de Gobierno, pues como gobernantes supieron votar con cordura los más exaltados, midiendo su responsabilidad y el bien de España y de la República, mientras estaban en el mundo con sus nombres, apellidos y vestimentas habituales. Pero cuando cambiaron algunos de indumentaria y de nombres, variaron también de criterio por impulsos de otro orden o de otra orden. Cambios tales ejercen a veces mucho influjo, sin que pueda decirse, en señal de indiferencia, aquello de «llámale H», porque esta letra no siempre es muda, y hay quienes la aspiran con fuerza y con daños.» Alusión poco velada a los mandiles y a los «hermanos».

El artículo 3.° del proyecto parlamentario decía: «No existe religión del Estado», enunciado que fue sustituido por este otro: «El Estado español no tiene religión oficial». El ministro de Justicia, Fernando de los Ríos, al comenzar a discutirse este artículo planteó (8 de octubre) en su conjunto el problema religioso. El Estado ni por su naturaleza jurídica, ni por su finalidad, puede ni debe hacer otra cosa que declarar su carácter aconfesional. «El Estado, que en algún tiempo pudo tener una religión, resulta incongruente con los supuestos de la Edad actual, basados en el respeto a la totalidad de las conciencias». «Las Iglesias deben ser sosteni­das por los fieles, pues, como decía San Agustín, «no se puede creer sino queriendo». Sin embargo, la tradición española se basaba en la forzosidad de la ayuda económica, independiente de la posición de la conciencia individual, considerándose que el presupuesto de Culto y Clero era una obligación compensatoria del Estado por haber hecho objeto de una des­amortización los bienes del Clero. Lo cierto es que aquel presupuesto se ha elaborado siempre como presupuesto de un servicio —considerado como público — y se ha buscado la dotación de una cóngrua mínima. «Queda por ver cuál debe ser la situación creada a los 35.000 hombres —en su mayoría pobre clero parroquial— que dependen de ese presupuesto» »Al separarse la Iglesia del Estado, lejos de producirse una debilitación de la Iglesia se produciría un fortalecimiento espiritual de ella, que no sólo no lo temo, sino que lo deseo. Separar la Iglesia del Estado lleva consigo el que el Estado ni colabore en la realización de los fines de la Iglesia, ni la ayude, ni la proteja, sino que la deje en libertad de estructurarse internamente». «Sería una equivocación jurídica y un enorme error político reconocer a la Iglesia el carácter de Corporación de Derecho Público. Esto trae consigo, a su vez, la eliminación de una actitud concordataria. Fijada por la Constituyente la situación jurídica de la Iglesia, nos debe llevar a un «modus vivendi». ¿Cuál es el Estado de hecho en España sobre Congregaciones y Ordenes religiosas? El número de conventos de religiosas es el de 2.919; el de religiosos, 763; el número de religiosas de 36.569; el de religiosos, 8.396. El valor de las fincas urbanas pertenecientes a Ordenes Religiosas, sólo en Madrid es de 54 millones según Registro y de 112 millones según valor catastral». «No olvidar que dentro de esas órdenes y Congregaciones religiosas están lo mismo las Hermanas de la Caridad que los Hermanos de San Juan de Dios, y ante ellos toda discrepancia dogmática desaparece para no ver sino un testimonio de la abnegación de que es capaz un alma enfervorizada». El ministro dijo a continuación: «La Historia de España tiene un rumbo eliminatorio desde 1492 con la expulsión de los judíos, a quienes en esta primera hora consagrada por la Cámara a hablar del problema religioso rindo un tributo de respeto y el homenaje de nuestro desagravio». La Cámara acogió estas palabras con muchos aplausos. De los Ríos terminó así: «Llegamos a esta hora, profunda para la Historia española, nosotros los heterodoxos españoles, con el alma lacerada y llena de desgarrones y de cicatrices pro­fundas, porque viene así desde las honduras del siglo XVI; somos los hijos de los erasmistas, los hijos espirituales de aquellos cuya conciencia disidente individual fue estrangulada durante siglos. Venimos aquí con una flecha clavada en el fondo del alma y esa flecha es el rencor que ha suscitado la Iglesia por haber vivido durante siglos confundida con la Monarquía, haciéndonos constantemente objeto de las más hondas vejaciones; no ha respetado ni nuestras conciencias ni nuestro honor; nada. Incluso en la hora suprema del dolor, en la hora suprema de la muerte nos ha separado de nuestros padres»

Los diputados aplaudieron, aunque a Azaña le pareció extemporáneo el elogio a los sefarditas.

El artículo tercero —dijo Gil Robles— es una declaración de absoluto laicismo del Estado, al cual se le impide realizar el bien religioso, que debe ser su suprema aspiración. La separación de la Iglesia y del Estado ha de ser previo el reconocimiento pleno de la personalidad jurídica de la Iglesia como sociedad perfecta e independiente, con respecto a sus fines privativos. Con este reconocimiento no hace falta distinguir si debe ser o no una Corporación de derecho público. El precepto de la Constitución que disuelve las Ordenes religiosas y decreta la nacionalización de sus bienes va contra la esencia de la libertad individual, contra el derecho de asociación y contra el principio de igualdad. El proyecto de Constitución, tal como viene redactado, es un proyecto de persecución religiosa, y en esas condiciones no lo podemos aceptar. Dentro de la legalidad declaramos nuestra hostilidad al texto constitucional y si se aprobara consideraríamos abierto un nuevo periodo constitucional. En términos parecidos se expresaron el regionalista gallego Otero Pedrayo, opuesto al precepto constitucional, «que está —dijo— en absoluta divergencia con el espíritu de España»; el agrario Martínez de Velasco y el progresista Cirilo del Río, contrario a que se diese el mismo trato a todas las Ordenes religiosas. El radical Rodríguez Pifiero acentuó su ataque a los jesuitas, «una Orden que no puede vivir, que no puede perdurar entre nosotros porque es la negación de la libertad». Y en el mismo sentido anticlerical se manifestaron el radical socialista Tapia y el esquerrista Torres, el cual afirmó: «Nosotros no podemos aceptar que subsistan órdenes religiosas de ninguna clase».

En apoyo del dictamen habló también el ministro de Fomento, Alvaro de Albornoz. «Una Constitución —subrayó— no puede ser nunca una transacción entre los partidos». «No más abrazos de Vergara, no más pactos de El Pardo, no más transacciones con el enemigo irreconciliable de nuestros sentimientos y de nuestras ideas. Si estos hombres creen que pueden hacer una guerra civil, que la hagan; eso es lo moral, eso es lo fecundo»... «La Iglesia no puede ser una Corporación de derecho público, a no ser que el Estado la ceda una parte de su soberanía». «La Iglesia española ha sido políticamente una Iglesia de dominación, que ha tenido sojuzgado al poder civil». «La escuela laica es la escuela libre, redimida del influjo teocrático». «Combatimos el presupuesto de Culto y Clero, porque la Iglesia no lo necesita. La Iglesia recibe de la sociedad lo necesario para vivir no ya con decoro, sino con esplendidez. Lo que tiene que hacer es distribuir equitativamente esas sumas». «Debemos preocuparnos de limitar la capacidad adquisitiva de la Iglesia». «Las órdenes monásticas son ilegales; no son asociaciones ni pueden serlo, y sus fines son antihumanos y antisociales. La mendicidad y la pobreza que ellas practican son un delito, según la legislación civil penal». «Los jesuitas, captadores de herencias, aliados de la plutocracia, grandes accionistas de los Bancos, editores de periódicos reaccionarios, no son compatibles con la revolución española. El supremo peligro está en defraudar y decepcionar a la revolución». «Al influjo teológico de la Iglesia se deben las taras de nuestro carácter, el sentido inquisitorial de la justicia, el sentimiento catastrófico de la vida que incapacita al país para una reforma moderna».

Tratándose de España, la Religión católica, afirmaba el sacerdote republicano García Gallego, ha sido el eje y motor de todas las grandes empresas nacionales. «Yo pido a los republicanos, en gracia a ese conjunto inmenso de gigantes del pensamiento humano que escribieron sobre los derechos del hombre y de los pueblos, príncipes de nuestra literatura, grandes navegantes y descubridores, que tengáis más consideración, más respeto, más benevolencia para esa religión católica que constituye la trama del tejido nacional de toda nuestra Historia y se identifica con todas nuestras epopeyas». El federalista Barriobero pronunció un discurso (10 de octubre) infamante y atroz contra la Iglesia «ignorante —dijo—, inquisitorial, falsaria e inmoral», y el diputado independiente catalán Amadeo Hurtado abogó por la comprensión y la concordia e invitó al Presidente Alcalá Zamora, a que diese a conocer su opinión autorizada, que «recoja e interprete la armonía gloriosa de todos los rumores de España».

Alcalá Zamora se levantó a hablar. La Cámara le escuchaba con extremada atención. «Este magno problema que aquí se ventila, que para otros es una cuestión de dogma, para mí —subrayó— es un problema de justicia y por tanto político». «Ha llegado el momento de salir en favor del derecho ultrajado de los católicos».

«Si son mayoría, no hay potestad en nombre de un criterio democrático para legislar contra sus sentimientos. Si son minoría, se les debe protección y tiene que ser más eficaz el derecho.» Por tanto, «el criterio que prevalece en la Constitución es equivocado». En cuanto al problema de la separación de la Iglesia y el Estado, «nadie la discute». Pero ¿cómo se va a acordar la separación? ¿Luchando o concordando? ¿En guerra o en paz?» La fórmula de Alcalá Zamora era: «Un convenio autorizado por el Parlamento, que evitara la lucha y el esfuerzo que se perderían en problemas de esa naturaleza.»

Y al llegar aquí, el presidente del Gobierno, en tono solemne y emocionado, hizo esta declaración sensacional: «Muchos días y muchas noches he pensado cuál es mi deber: si en uso de vuestra potestad y de vuestro derecho prevalece una fórmula que yo creo apasionada, me he preguntado: ¿Tengo yo todavía, después de una fórmula de pasión, algo que hacer en bien de la República y en bien de España? Y me he dicho: Sí; si prevalece una fórmula sectaria, yo tengo todavía una gran misión que cumplir, ayudado por muchas personas y muchas de ellas heterodoxas, librepensadoras, descreídas, en servicio de la República. Yo tengo que volverme a las masas católicas del país para decirles: ¿Veis eso, que lo siento como una injusticia y yo os afirmo que lo es? Pues fuera de la República, jamás. Dentro de la República, soportando la injusticia y esperando modificarla: nada de engrosar filas de reacción monárquica ni de locura dictatorial. Fuera de la República, ¡nunca! ¿Fuera del Gobierno? ¡Ah!, eso no lo decido yo; eso lo decidís vosotros, porque yo soy un hombre que comprometió su honor y su lealtad para el servicio del régimen, mientras lo creíais necesario. Y si a pesar de mi discrepancia con la fórmula constitucional estimáis que en las horas difíciles que median hasta el voto de la Constitución soy todavía útil, ahí está mi sacrificio (señalando el banco azul) pidiendo con ansiedad la hora de mi liberación. Pero me volveré a la masa católica y le diré: Fuera de la República, no. Fuera del Gobierno, según se decida; pero fuera de la Constitución, desde luego, porque nos imponen que estemos... ¿Y qué remedio nos queda? A la guerra civil, no; a los comicios, a la propaganda, a la lucha, a vencer con el auxilio de los descreídos, de librepensadores, de herejes, de cuantos conservan sereno el espíritu de justicia y ven en la práctica los daños de una fórmula apasionada. Y entonces, el día que la Constitución, reformada, abriera paso a la justicia, mi vida política no tendría razón de ser, ni eficacia, pero hasta ese día me siento con fe, con fuerzas y con esperanzas para luchar. Y entonces, al despedirme de la política activa, le diría a mi país y al Parlamento: Por dos veces ayudé a establecer la República: primero, en el triunfo de su implantación; después, en el triunfo de la justicia; más grande éste, porque aquél vence a los enemigos y éste vence a las pasiones.»

El discurso de Alcalá Zamora produjo en el primer momento desconcierto entre los republicanos y una viva curiosidad en el campo de las derechas. El Debate se sintió conmovido «por la belleza moral del acto y la belleza literaria de sus palabras». Su actitud, añadía, «fue desde el primer momento clara, honrada, caballerosa.» «Cumplió sin efugios un áspero deber.» Alcalá Zamora, opinaba A B C, «es el mayor padre entre todos los que engendraron la República: el que puso al servicio de la revolución su historia de monárquico y su propaganda tranquilizadora de la burguesía. Y el señor Alcalá Zamora, que no puede volverse contra la República, ni renegar de su empresa tan reciente..., dice que la República tiene que ser una Constitución y que no es una Constitución la que pro­longa y complica el período constituyente, y a él, al principal creador de la República, le obliga a levantar bandera de combate contra lo mal constituido.» Es un acto de valentía, comentó el conde de Romanones, que no servirá para nada.

* * *

La discusión se reanudó en la sesión de la noche, que se hizo interminable con los discursos del anarquista Samblancat, del radical Guerra del Río y de Novoa Santos, Ovejero, Alberca Montoya, Fernández y González, Franchy Roca, Beúnza, Dimas Madariaga. Oratoria apasionada, insultante para los católicos por parte de unos, de gran viveza polémica en otros. Prosiguió el debate en la siguiente sesión (13 de octubre), en que se puso a discusión el artículo 24 del dictamen (25 de la Constitución), con nueva redacción, como texto parlamentario, que puntualizaba las condiciones exigibles para disolver una Orden religiosa, y el régimen a que deberían estar sometidas las restantes.

Comenzó la discusión de votos particulares y enmiendas de las minorías católicas, que no conseguían ningún éxito. El artículo tercero, que declaraba al Estado sin religión oficial, quedó aprobado (13 de octubre) por 267 votos contra 41.

Lo importante era saber la actitud de socialistas y republicanos de izquierda ante la amenaza que había esbozado el presidente del Gobierno. ¿Se avendrían a rectificar, o, por el contrario, mantendrían el radicalismo del artículo 26, a sabiendas de provocar la crisis? En la sesión del 13 de octubre la minoría socialista presentaba un voto particular en virtud del cual «no se permitirá en territorio español el establecimiento de órdenes religiosas; las existentes serán disueltas y el Estado nacionalizará sus bienes». La defensa de este voto particular fue encomendada a Jiménez de Asúa. El artículo no tenía, a juicio del orador, el sentido persecutorio que algunos le atribuían. Con él «se llenaba la Constitución de ansias populares.» «No hacemos sino interpretar los deseos de las masas españolas.» «Las gentes que quieran podrán seguir pensando en católico.» Al prohibir la enseñanza a las Congregaciones religiosas «se evita una gran perturbación en la intimidad de los hogares». «Separamos la Iglesia del Estado.» «El Estado con religión es de origen pagano.» «La Iglesia es una asociación sometida a las leyes generales del país.» «Al separarse la Iglesia del Estado y dejar de ser un servicio público, son los propios fieles los que deben proveer a las necesidades de la Iglesia.» «Los católicos que se recluyan en órdenes monásticas de tipo contemplativo se sustraen al precepto constitucional según el cual la República española es una república de trabajadores.» «Nadie tiene derecho de renunciar a su propia libertad; por esta razón pretendemos la disolución de todas las Ordenes religiosas.» «La idea de exceptuar de la disolución a las Comunidades religiosas que se dediquen a fines benéficos es equivocada, pues la mayor parte de estas órdenes llevan la perturbación a la conciencia de los enfermos, y tienen una finalidad política de caciquismo, una captación del alma del agonizante.» «Las religiosas y los religiosos que asisten a los enfermos tratan de muy distinto modo a aquellos que profesan la religión católica y hacen ostentación hipócrita de ella, que a aquellos otros que mantienen su laicismo.» «Al declarar que el Estado y la Iglesia son dos entidades distintas se desafectan los bienes de la Iglesia. Al desafectarse, esos bienes son mostrencos, y, por tanto, propiedad del Estado; por eso, al nacionalizar los bienes, no se realiza robo alguno, ni despojo de ninguna clase, sino que se practica una teoría netamente jurídica.» «Si esos bienes son del dominio público, corresponde al Estado la conservación del tesoro artístico.»

Esta era la respuesta del partido socialista, interpretada por Jiménez de Asúa a la pregunta formulada por Alcalá Zamora. A la separación de la Iglesia y del Estado no se iría por camino de negociación, sino por el de la guerra.

Pero todavía no estaba todo dicho. Faltaba conocer la opinión del jefe de Acción Republicana, Azaña, que aprovecharía la oportunidad para sellar alianza con los socialistas, mostrándose superior a éstos en audacia y radicalismo. En la misma sesión del 13 de octubre Azaña aborda «eso que llaman problema religiosos en los siguientes términos: «La premisa de este problema, hoy político, la formulo yo de esta manera: España ha dejado de ser católica; el problema político consiguiente es organizar el Estado en forma tal que quede adecuado a esta fase nueva e histórica del pueblo español. No puedo admitir que a esto se llame problema religioso, por cuanto que el auténtico problema religioso no puede exceder de los límites de la conciencia personal; este es un problema político, de constitución del Estado. Tengo los mismos motivos para decir que España ha dejado de ser católica que para decir lo contrario de la España antigua. Nosotros dijimos: separación de la Iglesia y del Estado. Es una verdad inconcusa: la inmensa mayoría de las Cortes no la ponen siquiera en discusión. Ahora bien, ¿qué separación? ¿Una que deje al Estado republicano laico y legislador los medios de no desconocer ni la acción, ni los propósitos, ni el gobierno, ni la política de la Iglesia de Roma? Nosotros tenemos, de una parte, la obligación de respetar la libertad de conciencia; pero tenemos también, de otra parte, el deber de poner a salvo la República y el Estado. Hay que tomar un principio superior a los dos principios en contienda, y éste no puede ser más que el principio de la salud del Estado. Criterio para resolver esta cuestión: tratar desigualmente a los desiguales; frente a las Ordenes religiosas no podemos oponer un principio eterno de justicia, sino un principio de utilidad social y de defensa de la República. Pensad que vamos a realizar una operación quirúrgica sobre un enfermo que no está anestesiado y que en los embates propios de su dolor puede complicar la operación y hacerla mortal: no sé para quién, pero mortal para alguien.»

»Yo digo: las órdenes religiosas tenemos que proscribirlas en razón de su temerosidad para la República.» Esto justificaba la redacción del dictamen. «En él se empieza por hablar de una Orden que no se nombra. Disolución de aquellas Ordenes en las que, además de los tres votos canónicos, se preste otro especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado. Estos son los jesuitas.»

»Pero en el dictamen también se dice: «Las Órdenes religiosas se sujetarán a una ley especial ajustada a las siguientes bases. «Es decir, que la disolución irrevocable queda pendiente de lo que diga una ley especial mañana. Y a mí esto no me parece bien; creo que esta disolución debe quedar decretada en la Constitución, no sólo porque es leal decirlo, puesto que lo pensamos hacer, sino porque si no lo hacemos es posible que no lo podamos hacer mañana.» Respecto a la acción benéfica de las Órdenes religiosas, Azaña afirmaba que «debajo de la aspiración caritativa hay sobre todo un vehículo de proselitismo que no se puede tolerar.» Otra salvedad: «En ningún momento, bajo ningún concepto, ni mi partido ni yo suscribiremos una cláusula legislativa en virtud de la cual siga entregado a las órdenes religiosas el servicio de la enseñanza. Eso, jamás. Yo lo siento mucho; pero esta es la verdadera defensa de la República. A mí que no me vengan a decir que esto es contrario a la libertad, porque esto es una cuestión de salud pública.»

»Y ahora —terminó Azaña— llegamos a la situación parlamentaria. Si yo perteneciese a un partido que tuviera en esta Cámara la mitad más uno de los diputados, la mitad más uno de los votos, en ningún momento, ni ahora ni desde que se discute la Constitución, habría vacilado en echar sobre la votación el peso de mi partido para sacar una Constitución hecha a su imagen y semejanza, porque a esto me autorizaría el sufragio y el rigor del sistema de mayorías. Pero con una condición: que al día siguiente de aprobarse la Constitución con los votos de este partido hipotético este mismo partido ocupara el Poder, para tomar sobre si la responsabilidad y la gloria de aplicar desde el Gobierno lo que había tenido el lucimiento de votar en las Cortes.

»Por desgracia, no existe este partido hipotético. Por tanto, debiendo ser la Constitución un texto legislativo que permita gobernar a todos los partidos que sostienen la República, yo sostengo que el peso de cada cual en el voto de la Constitución debe ser correlativo a la responsabilidad en el Gobierno de mañana. Frente al voto particular de nuestros amigos los socialistas, yo digo: si el partido socialista va a asumir mañana el Poder y me dice que necesita ese texto para gobernar, yo se lo voto. Porque no es mi partido el que haya de negar, ni ahora ni nunca, al partido socialista las condiciones que crea necesarias para gobernar la República. Pero si esto no es así, veamos la manera de que el texto constitucional, sin impediros a vosotros gobernar, no se lo impida a los demás que tienen derecho a gobernar la República española».

Terminado el discurso, el diputado Cordero, socialista, anunció que su minoría se reuniría para pesar las razones aducidas y acordar cuál debería ser su actitud. Companys identificó su parecer con el de Azaña. Prosiguió la lucha de los diputados católicos. Leizaola, Basilio Alvarez, Reino Caamaño, Lamamié de Clairac, Santiago Guallar, Casanueva, Royo Villanova, Gómez Rojí, Oreja Elósegui, Oriol, mediante votos particulares y enmiendas, derrotados siempre en votaciones nominales. Destacó el canónigo Pildáin, de la minoría vasca, por su tono agresivo, que originó grandes protestas. «A mí me incumbe el deber de hacer constar —dijo— que, según la doctrina católica ante una ley injusta caben estas tres posiciones, perfectamente lícitas: primera, la de la resistencia pasiva; segunda, la de la resistencia activa legal, y tercera, la de la resistencia activa a mano armada». El diputado de la Esquerra Carrasco Formiguera hizo una ardorosa defensa de los jesuitas: «Me eduqué con ellos y todo lo que tengo y puedo tener se lo debo a la Compañía de Jesús», defensa que le valió una réplica de Companys: «La expulsión de los jesuitas, a nuestro entender es un imperativo necesario a la paz de la República y a la defensa del Estado». Gil Robles concretó cuál sería la actitud de las minorías católicas: «Hasta aquí hemos colaborado con vosotros. De hoy en adelante, en conciencia no podemos continuar. Hoy, al margen de vuestras actividades se coloca un núcleo de diputados que quiso venir en plan de paz; vosotros les declaráis la guerra. Vosotros seréis los responsables de la guerra espiritual que se va a desencadenar en España. Tal vez el de hoy sea el último discurso que pueda pronunciar en esta Cámaras».

Según el jurisconsulto Ossorio y Gallardo, la aprobación del artículo 26 significaba da disensión en la vida social, el rompimiento en la intimidad de los hogares, la protesta manifiesta o callada; el enojo, el desvío, tener por lo menos media sociedad española vuelta de espaldas a la Re­pública, y eso sí que es guerra. Cuando la República no interesa es que está herida de muerte». En nombre de la minoría radical socialista, Gabuzo pidió la disolución de todas las órdenes religiosas.

«Los socialistas, que llegaron a pensar un momento —dice Jiménez de Asúa — en replegarse a posiciones desde las cuales negociar un arreglo, se sintieron fortalecidos por el discurso de Azaña, que desbordaba las trincheras más avanzadas». Por otra parte, había sido muy grande el efecto del discurso del ministro de la Guerra en los socialistas al ofrecerle los votos de la Alianza Republicana, caso de que mantuviesen el voto particular, pidiendo la disolución inmediata de todas las órdenes religiosas, a condición de que se hiciesen cargo del poder. En la reunión de la minoría socialista prevaleció el criterio de los que aceptaban el dictamen de la Comisión, con dos adiciones ofrecidas por Azaña en su discurso: prohibición a las Ordenes Religiosas de enseñar y disolución inmediata de la Compañía de Jesús. Quedó retirado el voto particular que había defendido Jiménez de Asúa, con disgusto de algunos socialistas y de radicales socialistas, y se procedió a votar el artículo 26, que quedó aprobado por 178 votos contra 59. El artículo decía así:

«Todas las confesiones religiosas serán consideradas como Asociaciones sometidas a una ley especial.

El Estado, las regiones, las provincias y los Municipios no mantendrán, favorecerán ni auxiliarán económicamente a las iglesias, asociaciones e instituciones religiosas.

Una ley especial regulará la total extinción en un plazo máximo de dos años del presupuesto del Clero.

Quedan disueltas aquellas Órdenes religiosas que estatutariamente imponen, además de los tres votos canónicos, otro especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado. Sus bienes serán naciona­lizados y afectados a fines benéficos y docentes.

Las demás Órdenes religiosas se someterán a una ley especial votada por las Cortes Constituyentes y ajustadas a las siguientes bases:

1. a Disolución de las que, por sus actividades, constituyan un peligro para la seguridad del Estado.

2. a Inscripción de las que deban subsistir en un Registro especial dependiente del Ministerio de Justicia.

3. a Incapacidad de adquirir y conservar, por sí o por persona inter­puesta, más bienes que los que, previa justificación, se destinen a su vivienda o al cumplimiento directo de sus fines privativos.

4. a Prohibición de ejercer la industria, el comercio o la enseñanza.

5. a Sumisión a todas las leyes tributarias del país.

6. a Obligación de rendir anualmente cuentas al Estado de la inversión de sus bienes en relación con los fines de la Asociación.

Los bienes de las Órdenes religiosas podrán ser nacionalizados.»

La aprobación del artículo fue acogida con aplausos en varios lados de la Cámara y en las tribunas, oyéndose reiterados vivas a la República, a los que contestaron los diputados de la minoría vasconavarra con vivas a la libertad. Prodújose gran confusión. Un grupo numeroso de diputados se dirige hacia los escaños de la minoría vasconavarra y Leizaola es objeto de una agresión. El Presidente reclama insistentemente orden, sin poder dominar el tumulto. «Es preciso —exclama el Presidente— que la sesión termine dignamente». Eran las siete y media de la mañana.

Complemento del artículo 26, en materia religiosa era el 27, que en el proyecto parlamentario figuraba como 25. Quedó redactado de la siguiente manera: «La libertad de conciencia y el derecho de profesar y practicar libremente cualquier religión quedan garantizados en el territorio español, salvo el respeto debido a las exigencias de la moral pública. Los cementerios estarán sometidos exclusivamente a la jurisdicción civil. No podrá haber en ellos separación de recintos por motivos religiosos. Todas las confesiones podrán ejercer sus cultos privadamente. Las manifestaciones públicas del culto habrán de ser, en cada caso autorizadas por el Gobierno. Nadie podrá ser compelido a declarar oficialmente sus creencias religiosas. La condición religiosa no constituye circunstancia modificativa de la personalidad civil ni política, salvo lo dispuesto en esta Constitución para el nombramiento de Presidente de la República y para ser Presidente del Consejo de Ministros.

* * *

Se acallaron por el momento los combates parlamentarios. La oposición de los diputados católicos se caracterizó más por la buena voluntad de los oradores que por la calidad de su elocuencia. De ninguno de ellos se puede decir que rayó a gran altura, puesto que su oratoria fue de bajo vuelo. El florilegio de sus intervenciones cabría en un folleto. Por su parte los defensores del proyecto evidenciaron sus escasas dotes de polemistas y su sectarismo. En muchos casos hicieron gala de grosería e incivilidad. Entre tanta medianía, no puede sorprender que sobresaliera la oratoria del ateneísta Azaña. La oratoria española encontrará en esta etapa de las Cortes Constituyentes pocos motivos de ejemplaridad y de belleza. De ahora en adelante la división de los españoles se haría cada vez más honda y más peligrosa para la vida nacional.

 

CAPÍTULO VII

DIMITE ALCALÁ ZAMORA Y LE SUSTITUYE AZAÑA