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CAPÍTULO 53.

INDULTO DE LOS JEFES MILITARES CONDENADOS A MUERTE

 

Asturias, campo de batalla de la revolución, vive de hecho incomunicada del resto de España hasta la última decena de octubre. En las montañas resisten grupos de mineros fugitivos, que no dan validez a la rendición pactada por el general López Ochoa y el secretario del Sindicato Minero Asturiano, Belarmino Tomás. Éste, así como Indalecio Prieto, y otros muchos cabecillas de la revolución han logrado huir de España.

Tan pronto como el Gobierno autoriza el acceso a Oviedo, llega a la ciudad martirizada y en ruinas una nube de periodistas y fotógrafos para informar de lo sucedido. Los relatos de los horrores conmueven al público y encienden a las gentes en indignación y deseos de que se haga ejemplar justicia en los autores de los espantosos crímenes cometidos. Se pide una política de energía que impida la repetición de semejante barbarie.

Aun cuando el rescoldo revolucionario no está extinguido totalmente, ciudades y pueblos de toda España rivalizan en rendir homenajes a las fuerzas del Ejército y de Orden Público que contribuyeron a sofocar la insurrección. Funerales por las almas de los que murieron, suscripciones para premiar a los héroes,   lápidas, desfiles espectaculares, fiestas benéficas y otros muchos actos de exaltación o de duelo, inherentes a un drama de tan desmesuradas proporciones.

En el envés de este tapiz aparecen la Policía y la Guardia Civil, afanadas por descubrir los innumerables depósitos de armas y municiones, ocultos en sótanos y buhardillas, en huertos y fábricas y en los más increíbles escondrijos. La revolución se había preparado bien. Son toneladas de dinamita y suman muchos millares las bombas y las armas, cortas y largas, encontradas en distintas regiones de España. ¿Qué hubiese sucedido si acuden a la convocatoria de la revolución todos los comprometidos? Los españoles, ajenos a la confabulación, comprenden la gravedad del riesgo que han corrido y el precipicio a cuyo borde estuvo el país. ¿Quedarán sin castigo los autores de tan terrible atentado contra la sociedad y contra la Patria?, se preguntan. Esta incógnita constituye la clave de la preocupación política de los españoles.

Los Tribunales Militares actúan en Barcelona, Madrid, La Coruña, Segovia, Sevilla... En Consejo de Guerra celebrado en Montjuich (10 de octubre), el comandante de Somatenes Jaime Bosch Grass, para quien el fiscal pide pena de muerte, es condenado a cadena perpetua. Dos días después, también en Barcelona, comparecen ante Consejo de Guerra el comandante de Artillería Enrique Pérez Farrás, los capitanes de Artillería Francisco Escofet y José López Gabel, el teniente coronel de Seguridad Juan Ricart Masi y el comandante de Seguridad Salas Ginestar, acusados de traición y de haber hecho armas contra el Ejército. No se hacen públicas las sentencias, por prohibirlo la censura, pero transciende a la calle que han sido condenados a muerte. «Hay materia sobrada —escribe A B C (11 de octubre) — para que no queden impunes, ni escamoteadas, ni disminuidas las mayores responsabilidades del atentado contra la nación y para que, además las Cortes, completando la obra de justicia, provean con la legislación indispensable a establecer las garantías y seguridades que reclama el país.»

Las sentencias plantean al Gobierno un problema difícil: Lerroux y sus ministros se resisten a la aplicación de la pena de muerte, de conformidad con su historial y su conducta política, mientras sus aliados los cedistas son contrarios al impunismo y a dejar sin sanción a los principales autores de la subversión contra la unidad de la Patria. El jefe del Gobierno recibe (12 de octubre) las visitas de los familiares de los reos que imploran clemencia. «Este desfile —dice— me ha producido la emoción que pueden ustedes suponer.»

El ministro de Justicia reparte copias de las sentencias a sus compa­ñeros de Consejo, para su estudio (13 de octubre). El trámite que se ha de seguir —explica Lerroux— es el siguiente: una vez dictado fallo, el procesado o su defensor tiene tres días para entablar recurso. Éste pasa al auditor, que se conforma o disiente. En este último caso, estudia el pleito la Sala Sexta del Tribunal Supremo, que decide. Es preceptivo que el auditor o la Sala informen al Consejo de Ministros de sus resoluciones.

Que el embrollo en que se halla el Gobierno es grande lo dice la sucesión de Consejos de Ministros, hasta dos en un mismo día, para buscar la salida de aquel laberinto de las sentencias. «Nos mandan los acontecimientos, afirma Lerroux (16 de octubre). En Gijón los Tribunales Militares han dictado doce sentencias de última pena. No podemos decir nada de lo acordado hasta no informar al Presidente de la República.» Cuando habla así el jefe del Gobierno, saben todos que el obstáculo insuperable al cumplimiento de las sentencias es Alcalá Zamora. No es posible dilatar más tiempo la solución y el asunto se plantea con todas las consecuencias (18 de octubre). Lerroux relata de esta manera lo sucedido: «Di cuenta — en Consejo celebrado en Palacio— de que el Gobierno estaba conforme con las sentencias (se refiere a la de Pérez Farrás y demás condenados) y no pudiendo proponer al Presidente de la República el indulto del reo, procedía comunicar al general de la División de Cataluña el haber quedado «enterados». Alcalá Zamora empezó su discurso titubeante... Interpretó a su arbitrio el artículo de la Constitución, que en el caso le competía, sin convencer a nadie, como abogado de lo imposible. No podíamos abrogarnos arbitrariamente la facultad de resolver la duda que surgía del precepto constitucional. ¿Había o no había duda? Pues si la había y al examinarla surgían criterios contrapuestos de solución debíamos recurrir a tercero para resolverla con garantías de imparcialidad. Y ¿quién mejor que el Tribunal Supremo? Por otra parte..., no es buena táctica crearle un martirologio al enemigo. Hay que acordarse de Casanova, de su estatua de Barcelona y de la leyenda que le había convertido en mito heroico de las libertades catalanas. Dentro de poco tendríamos a Pérez Farrás, fusilado ahora, en los altares del culto separatista... Los ministros empezaron a mirarse unos a otros, consultas mudas que argüían reblandecimiento en la firmeza de la posición. Lo que ocurría es que todos veíamos la ventaja del Presidente. Mañana se diría que habíamos disputado como lobos hambrientos la cabeza de un hombre y que el único que había manifestado sentimientos humanos había sido S. E.».

Once cuartos de hora duró el informe de Alcalá Zamora sobre la sentencia de Pérez Farrás, «que de hecho podría prejuzgar la del capitán Escofet». «Sabía lo que podía pasar y lo que se preparaba, pero todo podía arrostrarse, antes que dejar correr sangre catalana, vertida por un delito político en nombre del poder central y en contraste con benevolencias, aplicadas a rebeldías recientes y reaccionarias. Aquellos fusilamientos, que habrían arrastrado para impedir contrastes de equidad al del Gobierno autónomo de Cataluña, hubieran hecho la vida imposible dentro de la península. El daño irremediable para siglos y el arrepentimiento tan instantáneo como inútil en quienes hubieran tenido la dolorosa satisfacción de imponer su criterio.».

Frente a la opinión de los que creen que el Tribunal Supremo sólo debe informar cuando el Gobierno se ha inclinado previamente al indulto, y, en otro caso, ejecutarse la sentencia, el Presidente expresa su «decisión de no someterme ni al acuerdo de los Gobiernos, ni al de las Cortes, de las que apelaría ante el país, ni al de éste, porque si me imponía tal solución, antes de acatarla dimitiría». El informe del Tribunal Supremo debía ser, con arreglo al artículo 102 de la Constitución, previo a la propuesta del Gobierno responsable.

Retiene el Presidente a los ministros en Palacio, donde almuerzan, haciéndolo Alcalá Zamora en habitación aparte, con el propósito de que aquéllos conserven intacta, a cubierto de cualquier contagio, la impresión producida por el larguísimo informe en favor de los condenados. Se reanuda por la tarde el Consejo y el Presidente de la República vuelve a la carga y con recobrado aliento insiste y remacha durante una hora en los argumentos de la mañana con apelaciones históricas, sociales, filosóficas y políticas, para que el Gobierno acepte el previo dictamen del Tribunal Supremo. Samper es el primero en declararse dispuesto a acceder a las solicitaciones del Presidente. Los demás ministros radicales ponen sus votos a disposición de Lerroux. Los cedistas deben consultar con su jefe.

La táctica de ganar tiempo tiene éxito, pues ya bulle y se propaga la campaña en favor de los indultos iniciada en Barcelona. Lo solicitan el cardenal Vidal y Barraquer, Cambó, personajes de la Lliga Catalana, el Colegio de Abogados y elementos radicales movilizados para la recogida de firmas. Empiezan a llegar mensajes de toda España. Agitadores de la C. N. T. maniobran para organizar una huelga general contra la ejecución de las sentencias. El jefe del Gobierno se ve asediado de visitas conmovedoras: la madre del capitán Galán, la esposa de García Hernández, ambos fusilados en 1930, la hija de Macía, la esposa de Pérez Farrás, «estatua del dolor», con su hija «como un cirio encendido que llameaba por los rizos de su cabecita rubia»... «No conozco —escribe Lerroux— situación más difícil para la sensibilidad de un hombre que aquella en que yo me encontraba y en la que se han encontrado tantos gobernantes».

El Presidente de la República soporta idéntica prueba y recibe millares de telegramas en demanda de clemencia.

Mientras sucede todo eso, continúa la siniestra cosecha de explosivos y armas: cien bombas en Bilbao, novecientas en Valencia, un arsenal de armas en Jerez, otro en Alicante y muchos en Asturias y Cataluña. Publican los periódicos planas enteras dedicadas a estremecedores relatos de horrores. Si bien la prensa izquierdista trata primero tímidamente de atenuarlos, situándose luego en el lado revolucionario, alza la voz «contra los excesos de la represión», como lo más grave e importante de lo que ha sucedido y de lo que sucede en Asturias. «Gentes de orden y de humanísimos sentimientos —escribe El Liberal (27 de octubre) — dicen que en Asturias hubo asesinatos de sacerdotes, pero nada más». A estas fechorías, achaque inevitable de las revoluciones, disminuidas por la condición eclesiástica de las víctimas, se trata de reducir la insurrección. «Para las fieras capaces de hechos monstruosos —escribe El Sol (19 de octubre) —, que ni un degenerado es capaz de imaginar, pedimos castigo tremendo, implacable, definitivo. A los hombres, como hombres, a las fieras, como fieras.»

En tan turbia y apasionada atmósfera, absorbida la atención de los españoles por la liquidación de los sucesos, no queda tiempo para dedicar los honores y las muchas glorificaciones que se merece el eminente histólogo Santiago Ramón y Cajal, premio Nobel de Medicina, que quiso a su patria con inexhausto amor, enalteció a la Ciencia española y murió en Madrid, el 17 de octubre de 1934.

Consciente de la indignación y disgusto que el exceso de indulgencia con los culpables produce en la masa de sus correligionarios, Gil Robles rechaza el calificativo de impunista que algunos atribuyen al Gobierno. Lo que el Gobierno busca —explica el jefe de la C. E. D. A. — es unidad de criterio en los ministros y ejemplaridad en el castigo. «Comprendo — añade— que la opinión esté excitada, pero me atrevería a rogarle hoy más que nunca confianza ciega en el criterio que predomina en el Gobierno. La justicia seguirá su camino. Si yo no tuviese esa convicción firmísima, el Gobierno no podría seguir viviendo.» El ministro de la Gobernación se manifiesta en una nota contra los turbulentos «que desasosiegan el espíritu público con rumores calamitosos sobre imaginarios acuerdos del Consejo de ministros». Los infundios traspasan las fronteras. Radio Toulouse difunde (22 de octubre) la dimisión de Alcalá Zamora y la instauración de una dictadura militar presidida por el general Franco. También achacan al Presidente de la República el propósito de disolver las Cortes. Si tal cosa ocurriese —dice Gil Robles—, Acción Popular iría a las elecciones «sin otra bandera que las fotografías de los estragos de Asturias».

El informe del Tribunal Supremo es entregado al presidente de la República (20 de octubre). Los presidentes de Sala se han pronunciado contra el indulto de Pérez Farrás. Los Consejos de guerra se suceden y las sentencias de muerte se multiplican. Una en Gijón, otra en Oviedo, veinte en la Coruña. Lerroux sale del paso diciendo que el Gobierno se dedica a examinar sumarios. «Nuestro proceder lento —explica (29 de octubre) — obedece al deseo de estudiar paulatinamente los procesos para hacer jus­ticia en aquellos que tengan mayor culpabilidad. Reflexionamos sobre la terapéutica a seguir.»

* * *

Gil Robles aprovecha el paréntesis producido por el estudio de las sentencias para trasladarse a Barcelona (25 de octubre), con el propósito de organizar la Acción Popular catalana, apoyándose en elementos agrupados en torno a Anguera de Sojo y Cirera Volta. En el manifiesto dirigido a la opinión catalana se dice que la autonomía «no puede ser nunca causa de separación ni destructora de ningún afecto material ni espiritual respecto a las demás regiones y al pueblo español». «La autonomía implica unidad en lugar de división.» Condena toda tendencia separatista, todo trato de desigualdad impuesta y proclama «la unión consustancial de Cataluña con el resto de España».

A la vista del propósito de la C. E. D. A. de penetrar en Cataluña, el Consejo de Gobierno de la Lliga Catalana considera necesario (29 de octubre) rectificar su programa. Siempre al servicio de Cataluña y de la causa de las libertades colectivas, «combatirán todo propósito y propaganda separatista por creer que la prosperidad y la grandeza de Cataluña sólo ha de conseguirse dentro de España». Para lograr la paz de Cataluña y la normalidad de la política española, pide el «respeto a las instituciones autonómicas, que en modo alguno pueden ser responsables de las culpas de unos hombres que, circunstancialmente, las representaban, porque esta es la hora de la reconciliación».

En el mismo sentido apaciguador se manifiesta «Gaziel», director de La Vanguardia (26 de octubre): «Materialmente todo ha concluido y sólo hace falta pacificar los espíritus. Hemos tenido una increíble fortuna en las horas trágicas. La de Cataluña ha sido la más tenue, la más barata de las revoluciones posibles».

A pacificar los espíritus se dedica el ministro de Marina, Rocha, antiguo alcalde lerrouxista de Barcelona enviado del Gobierno (25 de octubre), en embajada conciliatoria. Aconseja «ir cuanto antes al nombramiento de personalidades civiles para los cargos de la Generalidad, Ayuntamiento y otros. Un período de tránsito antes de que puedan funcionar normalmente los organismos del Estatuto». En contraste con tan generosas disposiciones, Miguel Badía, jefe de Policía de la Generalidad antes de la revolución, explica (19 de octubre) en La Citat (sucesor de La Humanitat, suspendida por el Gobierno): «Si hubiésemos triunfado, nuestra República hubiera dado el máximo de libertades sindicales. Habría tomado la forma socialista, reformista o comunista, siguiendo el desarrollo de las masas. Todo por la liberación de Cataluña, incluso el comunismo, según dijo Maciá en Perpiñán en 1923.»

También el ministro de la Gobernación, Vaquero, se declara partidario del apaciguamiento (26 de octubre), pues lo que ha pasado «no volverá a reproducirse hasta dentro de varios años». «Con arreglo a los cálculos que permite la Historia —añade—, aproximadamente cada decenio se produce una conmoción social en España». Con lo cual pretende proporcionar una póliza de tranquilidad a los asustados.

El problema de las sentencias no admite demora y hay que afrontarlo. Se reanuda la danza de los Consejos. Dos se celebran el 31 de octubre y otros dos el primero de noviembre, uno de éstos en Palacio, dedicados a estudiar los sumarios. Lerroux asegura que se han tomado «acuerdos definitivos». Martínez de Velasco subraya: «La opinión quedará satisfecha». Más Consejos sin que se despeje la incógnita. El jefe del Gobierno esquiva las respuestas claras con palabras ambiguas: «Sé que las gentes quisieran mayor celeridad, pero somos nosotros los que tenemos que graduar el ritmo con arreglo a nuestras responsabilidades. Se aplicará la ley, pero con sentido de serenidad.» Arraiga el convencimiento de que no habrá castigos irremediables conocida la actitud irreductible de oposición del Presidente de la República. «La discusión —refiere Lerroux— se prolongaba interminable y dolorosa... La sutileza del magnífico dialéctico no omitió recurso. Los aportó hasta el cansancio. Y venció».

El ministro que con más denuedo sostiene la polémica es Giménez Fernández, afirmado en la tesis de que la facultad de proponer los indultos compete al Consejo de ministros. Alcalá Zamora, aferrado al artículo 102 de la Constitución, exhibe repertorios de considerandos en los que mezcla lo político, lo humanitario, lo social, lo divino y humano. Y por si todo eso fuese poco, insinúa —como arma secreta— «que si este Gobierno se opone al indulto, otro habrá dispuesto a concederlo». La amenaza produce efecto. Ya dispuesto a la benevolencia, el Consejo de ministros acuerda que la inmunidad parlamentaria prevalezca en los casos de Azaña y Bello, y que a Companys y consejeros de la Generalidad los juzgue, de acuerdo con lo que establece la ley, el Tribunal de Garantías. En vano el ministro radical, Jalón propone que «habiendo sido una la revolución se instruya una sola causa, por una sola jurisdicción, que, dada la índole del delito, debe ser la de guerra». Comparten este criterio Hidalgo, Marraco y Cid. Los demás se oponen. «No podemos votar en favor —explica Samper— los que tenemos el divino prejuicio de las leyes».

El interés político no se circunscribía a los Consejos de ministros. Algo muy importante ocurría entre bastidores. Gil Robles lo ha referido así: «Cuando Alcalá Zamora anunció su propósito de imponer el indulto en virtud de su peculiar interpretación del texto constitucional, los tres ministros de la C. E. D. A. anunciaron su dimisión, que no se hizo pública por pedirles el Presidente reflexionaran. Aquella noche vino a verme Cándido Casanueva, diputado y amigo queridísimo, para decirme que los generales Goded y Fanjul querían saber si aceptaríamos el indulto que significaba la impunidad de los revolucionarios. Mi contestación fue: «Si yo mantengo la actitud de los ministros de la C. E. D. A., no hay salida para la crisis. El Presidente dará el poder a un filo-izquierdista y disolverá las Cortes. Será un golpe de Estado verdadero, pero ¿quién lo va a impedir? Pidieron Goded y Fanjul un plazo para reflexionar y consultar a las guarniciones, y transcurridas cuarenta y ocho horas nos pidieron que no dejáramos el Gobierno, que el Ejército estaba minado y que unas elecciones cuando apenas estaban extinguidos los últimos focos revolucionarios, serían una catástrofe. Esto determinó nuestra continuación en el Gobierno; política que procuré defender en el debate parlamentario, en que no podía decir lo que sabía».

Por fin a la salida del Consejo celebrado el 5 de noviembre, Lerroux anuncia: «De veintidós sentencias de muerte, más una llegada hoy contra un marinero de Gijón, en total veintitrés, hemos acordado proponer al señor Presidente el indulto de veintiuna. Hemos acordado mantener nuestra reserva sobre la solución definitiva que se haya de tomar en momento oportuno. No puedo decir ni una palabra más de este asunto.» Los dos condenados son: José Guerra Pardo, de León, que tiró una bomba contra una camioneta de la Guardia Civil, y mató a varios ocupantes, y José Naredo, de Gijón, atracador que asesinó a un agente de la autoridad. Le faltaban unos meses para cumplir la edad legal exigida al reo de muerte.

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A partir de este momento preocupan menos al Gobierno las hornadas de sentencias de muerte que proporcionan los Consejos de guerra. Indultados los máximos culpables, es lógico que lo sean los menos. La impunidad queda incorporada como postulado en el programa gubernamental. Pasará como incidente sin importancia la falta de carácter militar del cabo Luis Alcalá Zamora Castillo, hijo del Presidente de la República, que, según refiere una nota del Consejo de Ministros (1 de noviembre) se había dirigido por escrito y en términos inconvenientes al coronel del Regimiento, manifestándole que la cantidad que le correspondía percibir de la suscripción nacional en favor de los defensores del orden, «la pensaba destinar a los presos y heridos revolucionarios». El presidente de la República pide que a su hijo se le instruya sumario y se le trate como a un soldado cualquiera. El jefe del Gobierno y el ministro de la Guerra tranquilizan al padre. Se trata, dicen, de una «chiquillada sin transcendencia». En la nota del Consejo se elogia el comportamiento de Alcalá Zamora, «que en su acatamiento al principio de la igualdad, que es la base del régimen, ha hecho renuncia de toda ventaja o favor que de su posición pudiera deducirse para que la ley impere».

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Al cumplirse el mes de la revolución, las fuerzas que se mueven en Asturias se baten todavía con grupos de resistentes emboscados o fugitivos por los montes; los descubrimientos de arsenales de armas y explosivos en ciudades y pueblos son cotidianos. A bordo del «Turquesa», fondeado en Burdeos, la policía francesa encuentra veinte ametralladoras, varios centenares de fusiles y muchas cajas de municiones que no pudieron ser descargadas en Pravia. Tres mil suman los detenidos en Madrid, otros tantos en Barcelona, cinco mil en Asturias, mil quinientos en Bilbao. Pero los complicados que gozan de libertad son muchísimos más y éstos conspiran y se agitan, porque lo sucedido ha sido «un alto en la marcha». La revolución no ha sido vencida, ni siquiera desarticulada. La rebeldía y el afán de revancha late de nuevo en la sangre y en el espíritu de los vencidos. Hojas, folletos y periódicos clandestinos anuncian la próxima insurrección. Lerroux reconoce que los revolucionarios están engreídos y desafiantes. Como toda guerra civil, —lo de Asturias, en el fondo, no ha sido otra cosa—, arrastra su cortejo de represalias.

Un suceso ocurrido en Oviedo (27 de octubre) va a servir de fundamento para una campaña de escándalo de resonancia internacional. El periodista Luis Higon Rosell, que firma con el seudónimo de «Luis Sirval», en crónicas publicadas en el diario madrileño La Libertad y enviadas desde Asturias, acusa a la Legión de brutalidades y excesos. Encerrado por orden del juez militar en un calabozo de la Comisaría de Investigación y Vigilancia de Oviedo, tres oficiales de la Legión le buscan y sacan a empellones a un patio, diciéndole: «Tú eres un asesino y no vas a matar más.» El periodista proclama a gritos su inocencia y trata de huir. Entonces uno de los oficiales, llamado Dimitri Ivanoff, de origen búlgaro, le dispara varios tiros matándole.

Días después se divulga el suceso. A partir de entonces, no hay para la Prensa internacional interesada en glorificar la revolución de Octubre, entre tantos crímenes brutales como en Asturias se han cometido, victima más lamentada ni de mayor prestigio. La Internacional Socialista y la Liga de Derechos del Hombre sección de París, se encargan de informar a todo el mundo a su modo y conveniencia «de los crímenes de la represión del fascismo español».

«El partido laborista inglés tiene la impudicia de enviar a España, potencia extranjera amiga, un telegrama en que se pedía consideración para los revolucionarios». El coronel Yagüe rechaza por inexactas e injustas las acusaciones formuladas dentro y fuera de España contra las fuerzas de África.

La campaña difamatoria crece y en ella participan organizaciones marxistas y comunistas de Europa y América. Los muros de París aparecen cubiertos de carteles con titulares espeluznantes: «España en sangre». Ante la II Internacional, sección de París, el diputado socialista Álvarez del Vayo recaba el urgente apoyo de las fuerzas marxistas, «para intensificar en España la insurrección revolucionaria», mientras Indalecio Prieto propugna «una política de colaboración con la izquierda burguesa». A esta asamblea ha precedido el viaje del diputado socialista francés Auriol a Madrid, como emisario de la II Internacional. Autorizado para entrevistarse con Largo Caballero, preso en la Cárcel Modelo, planea con éste cómo debe ayudar el socialismo francés a los revolucionarios españoles.

Cada día se celebran varios mítines en Inglaterra «contra la inhumana y sangrienta represión» y el Daily Herald y el Daily Express, a la cabeza de un grupo de periódicos, ofrecen una imagen política de España ennegrecida por oleadas de tinta calumniosa. La campaña culmina con la visita a nuestro país de una Comisión de diputados laboristas, los cuales se presentan una tarde en el palacio de las Cortes españolas con la pretensión de entrevistarse con los jefes de los grupos parlamentarios para tratar de los sucesos de Asturias. El presidente de la Cámara, Alba, facilita (14 de noviembre) la siguiente referencia de la visita: señora Lejárraga, al miembro de la Cámara Alta de la Gran Bretaña, Lord Listowel; al abogado de París, monsieur Bourtomieux, y a otros dos señores extranjeros, cuyos nombres no fueron inscritos en la Secretaría presidencial. Anunció Lord Listowel, en nombre de todos ellos, al señor Alba su propósito de realizar en España una información respecto a los sucesos de Asturias y los aspectos todos de la misma, en vista de las divergencias de hecho que aparecían en la Prensa extranjera.

»EL presidente de la Cámara afirmó a sus interlocutores que ni como tal ni como ciudadano español se allanaba a la idea de una información colectiva practicada por extranjeros. Dentro de la Cámara, las representaciones políticas de la misma, aún las más extremas, pueden ejercitar libremente sus derechos, con arreglo a la Constitución y al reglamento. Otra cosa —dijo el señor Alba— no sería admisible por ninguna Cámara del mundo, y no lo es por la española.» Sin faltar, pues, a la cortesía obligada, el presidente del Congreso opuso una negativa rotunda a las preguntas que se le dirigían y a que sus visitantes realizaran gestión ninguna dentro de la Cámara, cerca de los señores diputados. Así terminó la conferencia.

Los diputados aprueban la actitud del Presidente. Gil Robles califica de indigna la misión que se han atribuido los visitantes extranjeros, que pide sean puestos en la frontera. Pero lejos de ser expulsados, se les permite ir a Asturias, para investigar in situ, y en Oviedo debe protegerlos la Guardia Civil, pues la gente indignada por la osadía de los visitantes se alborota contra ellos y quiere agredirles.

A continuación son dos diputados socialistas, Negrín y Fernando de los Ríos —éste a la vez presidente del Ateneo—, los que visitan Asturias para conocer la verdad de lo que allí sucedió. Grupos de mujeres socialistas se soliviantan contra ellos, preguntándoles dónde estaban y qué hicieron en los días de la rebeldía. De los Ríos redacta un extenso informe, en el que afirma que «las masas se levantaron para evitar el fascismo en España», y expone los «excesos de la represión y las torturas espeluznantes que han sufrido las víctimas». «Desde la Commune de París, de 1871 —dice— no se había experimentado un fenómeno como el que ha ocurrido en España y especialmente en el ensangrentado suelo de Asturias». El informe del diputado socialista lo reproduce Le Populaire de París y The Detroit Times y lo hace suyo el Ateneo de Madrid, que pide «esclarecimiento rápido de los sucesos». De los Ríos envía el informe al Presidente de la República, quien a su vez lo traslada al jefe del Gobierno, el cual, estimándolo injurioso, lo manda al fiscal de la República.

En París se constituye un grupo titulado «Amigos de España», sin otra finalidad que la de «hacer saber por medio de publicaciones y conferencias la verdad sobre lo sucedido en España». Detrás de ese grupo se halla la formidable fábrica propagandística comunista, que pronto inunda Europa y América de folletos, grabados y postales. «Los héroes del Octubre rojo —escribe Henry Barbusse en el prólogo del folleto Pages espagnoles d'Octobre— han sabido mostrar la nobleza de sus objetivos frente a la crueldad.» En resumen, según la propaganda marxista, la reacción de España, integrada por banqueros, obispos, generales, frailes, guardias, moros y legionarios, un día se lanzó furiosa contra indefensos mineros, pobres mujeres e inocentes niños, para aplastarlos brutalmente o someterlos a las más atroces torturas. No otra cosa es la «verdad» de Asturias, divulgada con dibujos y grabados, para hacer más execrable la ferocidad de tribunales y verdugos.

Que nadie se figure que el peligro ha pasado para siempre, repite con insistencia Ramiro de Maeztu, que ve cómo rebrota la revolución (A B C, 25 de octubre de 1934). «Ahí están — escribe— las muchedumbres que se lanzaron a la huelga revolucionaria; ahí están igualmente las ideas insensatas que las movieron. Y aquí estamos todos los burgueses de las listas negras, para que otra vez, cuando salgan mejor las cosas a los revolucionarios, se nos fusile en masa, para que se vea si en ese momento, como ellos vitoreaban en Asturias la revolución social, tenemos nosotros la obcecación de gritar ¡viva España! Fuera de que los jefes del movimiento están presos o huidos, ¿ha cambiado nada fundamental? Toda España es Asturias, o, cuando menos, puede serlo. Toda España está en las listas negras. Sobre ella pesan las sentencias revolucionarias. Que se ejecuten o que no se ejecuten no dependerá de la voluntad de los revolucionarios, sino, como hace pocos días, de que cumplan o no cumplan con su deber las fuerzas del Poder público, de que no vuelva éste a caer en manos de los revolucionarios y de que el pueblo español se muestre decidido, como lo estuvo en buena parte, durante los últimos trastornos, a ponerse del lado de las autoridades para ayudarlas a mantener o restablecer el orden público. En otras palabras: de que el Poder público y sus fuerzas y las gentes honradas se den cuenta de que, al pie de la letra, ser es defenderse.»

 

 

CAPÍTULO 54.

DEBATE EN LAS CORTES SOBRE LAS RESPONSABILIDADES DE LA REVOLUCIÓN