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CAPÍTULO 50.
LA COLUMNA DEL GENERAL LÓPEZ OCHOA
ENTRA EN OVIEDO
Estaban en lo cierto los ovetenses que presentían la
proximidad de las tropas. Pero ¿qué tropas eran? ¿De dónde venían? ¿Quién las mandaba?
Inmerso en el caos, el vecindario de Oviedo, sin periódicos ni posibilidad de
oír la radio, vivía incomunicado, en absoluta ignorancia de lo que sucedía
fuera de sus inmediaciones.
Dejamos al general López Ochoa a punto de emprender el viaje
desde Madrid, el día 6. A las cuatro de la tarde partía en un avión rumbo a
León, y desde aquí continuó en coche hacia Lugo, a donde llegó avanzada la
noche. Prosiguió marcha, y en la mañana del día 7 alcanzaba en Ribadeo la
teoría de camiones que transportaban al batallón del Regimiento número 12, de
guarnición en Lugo. Mandaba el batallón el comandante Jesús Manso y se componía
de tres compañías y media de fusiles, una de ametralladoras y un mortero, con
un total de 360 hombres, que, aparte de la dotación, llevaban diez cajas de
cartuchos como reserva. En Ribadeo se incorporaron el teniente coronel de
Estado Mayor Luis Ramírez y el comandante de Infantería Maximiano Albarrán.
Estos dos últimos procedían de Madrid: el primero fue designado jefe de Estado
Mayor, y el segundo, ayudante de campo.
A mediodía pasó la columna por Salas, y a las tres de la
tarde entraba en Grado, después de difícil avance, a causa de los muchos
obstáculos acumulados por el enemigo en el camino. Al acercarse la tropa a
Grado, los milicianos, dueños de la localidad, huyeron a los montes. Quiso el
general López Ochoa proseguir; pero advertido por una guerrilla exploradora de
que los rebeldes se hallaban apostados en un desfiladero próximo, optó por
retroceder y detenerse. Pernoctó la columna en Grado, y aquí se incorporó al
Cuartel General el comandante de Ingenieros Marín de Bernardo, a quien los
sucesos sorprendieron en un pueblo cercano. Se le facilitó un gorro de jefe,
como distintivo de jerarquía, pues el comandante carecía de uniforme.
En la madrugada del día 8 reanudó su marcha la columna,
simulando que se dirigía hacia el desfiladero de Peñaflor; mas de pronto
General Eduardo López Ochoa cambió de rumbo, para tomar la carretera de Pravia
y Avilés. Una intensa niebla favorecía la maniobra. Cuando los milicianos
apostados en las cimas del desfiladero conocieron la treta del general, bajaron
a Grado y restauraron el comunismo libertario, ya implantado desde el día 5.
Pero entre ellos se habían producido divergencias, representadas en dos Comités
que se disputaban el dominio de la villa. En un manifiesto a los «obreros y
campesinos de Grado», se decía: «El triunfo de nuestra causa es cuestión de
horas en toda España.» «Sólo falta que vayamos creando los Cuerpos de Ejército
proletario disciplinadamente, obedeciendo ciegamente a los jefes del Ejército
Rojo.» En otro manifiesto firmado por «El Comité Revolucionario», se aseguraba
que «se estaba creando una nueva sociedad, con los naturales desgarrones
físicos y morales». En él se exigía: «Cada hogar se surtirá de lo puramente
indispensable, sacrificando el estómago. Si alguna familia puede pasar unas
horas sin un artículo, no debe pedirlo.» «Pocas horas, no más, y habrá más pan
en todos los hogares y alegría en todos los corazones.» El vecindario de Grado,
que había visto pasar las tropas y preveía la llegada de nuevas fuerzas, se
desentendió de las amenazas y promesas de los ensalmos.
El batallón cruzó, sin detenerse, por San Esteban de Pravia,
que estaba en poder de los rojos, y a partir de este momento el avance empezó a
ser muy lento, pues era menester desembarazar el camino de obstáculos y
rellenar las trincheras que a cada paso cortaban la carretera. Rebasado Soto
del Barco, se produjo la primera agresión, a la que respondió la tropa: los
milicianos huyeron, dejando veintidós prisioneros. En Piedras Blancas, capital
del Concejo de Castrillón, ocho guardias civiles y tres carabineros resistían
en la casa-cuartel sitiados por unos quinientos rebeldes, que se dispersaron al
divisar la tropa. Aquí se presentaron al general los veintidós guardias del
puesto de Grado, que se habían emboscado en el monte, después de varias horas
de resistencia en el cuartel. Estos guardias, mandados por un oficial, quedaron
en Piedras Blancas, y el batallón continuó hacia Avilés. A las tres y media de
la tarde dio vista a la ciudad. En el acto comenzó a ser tiroteado. La fuerza
se desplegó en guerrilla por los muelles de la ría, alcanzó las primeras casas
de la ciudad y con un movimiento envolvente se apoderó de la estación de
ferrocarril, del depósito de material y de los almacenes «Balsera». El enemigo
tuvo bajas y dejó más de ochenta prisioneros. La tropa sufrió un muerto y
quince heridos.
Como se había echado la noche, López Ochoa decidió suspender
la operación. Utilizando los camiones para protección de la tropa, acampó junto
a la ría, mientras un capitán lograba comunicar con las fuerzas y vecinos que,
encerrados en el Ayuntamiento, resistían el asedio de los revolucionarios.
Eran, en total, sesenta hombres; de ellos, veinte guardias civiles, varios
carabineros, guardas jurados y urbanos; el alcalde, Bernardo García Ruiz Gómez;
concejales y algunos significados vecinos, los cuales desde el día 5 se
defendían contra centenares de insurrectos locales y grupos de mineros. Los
rebeldes, adueñados fácilmente de la ciudad, designaron un «Comité
revolucionario»; volaron los puentes de la carretera de Oviedo, el del
ferrocarril del Norte, en Villar de Veyo, y el de la carretera de Trubia. Para
cerrar el acceso por mar, hundieron en la boca del puerto el vapor Agadir, de
mil toneladas. Unos guardias rojos arrancaron de su hogar al ex ministro
reformista, vocal del Tribunal de Garantías y uno de los fundadores, en España,
de la Liga defensora de los Derechos del Hombre, José Manuel Pedregal, y le
llevaron a Trubia. Otros guardias rojos, con el pretexto de que habían sido
tiroteados desde una azotea, colocaron dos bombas en la casa de Julián Orbón, donde
estaban instaladas la redacción y talleres del periódico El Progreso de
Asturias, y como nadie se atrevió a atajar el incendio, éste se propagó a los
edificios contiguos. Ardieron cinco casas de la calle de la Cámara y dos de la
inmediata de Ruiz Pérez.
Apenas despuntó el día 9, el general López Ochoa comisionó a
dos de los prisioneros para que llevasen al cabecilla de las fuerzas rebeldes
el siguiente extraño mensaje: «El General en jefe de las tropas de operaciones
en Asturias al jefe de los revoltosos en Avilés: Requiero a usted, por el
presente escrito, para que en el plazo improrrogable de dos horas, a partir de
su recibo, se retire y disuelva, abandonando las armas, en la inteligencia de
que, de no efectuarlo así, serán fusilados inmediatamente los veinticuatro
prisioneros rebeldes que, cogidos con ellas en la mano, se encuentran en mi
poder, y a continuación les atacaré a ustedes sin contemplación alguna,
fusilando en el acto a cuantos sean apresados haciendo resistencia a las tropas
de mi mando.» Regresaron a poco los mensajeros con la noticia de que los
milicianos habían huido durante la noche.
Al saber esto el General, se trasladó al Ayuntamiento y
confió el mando militar de Avilés al juez de instrucción Alfonso Calvo, por la
serenidad y entereza con que se había comportado. Anunció que sin perder tiempo
iba a proseguir su marcha hacia Oviedo, noticia que dejó contristados a los
defensores del Ayuntamiento. Por todo socorro, el General entregó los fusiles
de los soldados heridos y media caja de municiones. Y de nuevo la columna
prosiguió el avance, cada vez más penoso, pues los obstáculos se multiplicaban:
puentes volados, zanjas, árboles cruzados, tachuelas, peñascos y vidrios en el
camino. De noche, el batallón llegó a Solís de Corbera, donde el General
decidió pernoctar. Así que clareó el alba del día 10, reanudó la marcha con los
mismos entorpecimientos, y a las ocho de la mañana entraba en Posada de
Llanera. Aquí, la Guardia Civil, reforzada con los números llegados de
Pinzoles, resistía desde el día 5 y recibió con gran alegría a los soldados.
Advertido López Ochoa del mucho enemigo que acechaba en las proximidades de la
fábrica de Lugones, de la Compañía Española de Explosivos, a unos dos
kilómetros de Posada de Llanera, dejó aquí dos compañías, pues supo que los
mineros se preparaban para atacar el pueblo. El General decidió llevarse consigo
dos prisioneros capturados por la Guardia Civil el día anterior, cuando se
dirigían a la fábrica en busca de varillas de cobre para fabricar estopines en
Trubia: uno de ellos era Bonifacio Martín, concejal socialista y miembro del
Comité Revolucionario de Oviedo; el otro era también significado cabecilla.
López Ochoa distribuyó en dos camiones a los veintidós prisioneros que traía
desde Soto del Barco, más los dos ovetenses. Los camiones, en cabeza de la
columna, abrían marcha. Contra lo esperado, la fábrica había sido abandonada
por los milicianos. Las tropas se aproximaban a las primeras casas del barrio
de la Corredoría, a dos kilómetros de Oviedo. Muchas mujeres contemplaban el
paso de la columna con ojos de rencor y de cólera. De pronto, obedeciendo a una
consigna, desde todas las casas del contorno se abrió fuego contra la tropa.
Quienes pagaron mayor tributo a esta agresión fueron los prisioneros. Entre los
muertos figuraba Bonifacio Martín y su compañero. Saltaron los soldados a
tierra y se entabló combate. El fuego de las ametralladoras se impuso, y tras
breve lucha la tropa dominó la situación. «Traté —refiere López Ochoa— de
reanudar el avance, situando los prisioneros inmediatamente detrás de la
vanguardia, marchando agrupados por el centro de la carretera. La razón del
empleo de este sistema, que a primera vista pudiera parecer algo bárbaro e
inhumano, no era otra que la de evitar bajas en mi tropa, siendo el objetivo
que yo perseguía, no el de atacar al enemigo, para cuyo intento no contaba con
fuerzas suficientes, sino, por el contrario, llegar cuanto antes a Oviedo,
procurando deslizarme entre sus fuerzas con el menor número de bajas. Era,
pues, un ardid de guerra justificado, ya que los rebeldes habían de vacilar y
evitarían el batir con sus fuegos la carretera, por temor a herir a sus
partidarios, a quienes tenían que distinguir perfectamente, por no vestir
uniformes y caminar al descubierto»
La columna de López Ochoa, por haberse desprendido de las
dos compañías dejadas en lugares, se componía en aquel momento de 180 hombres.
Con tan reducido número, consideró el General peligroso adentrarse en la
ciudad, máxime cuando el tiroteo a cada instante ganaba en violencia. Resolvió
pernoctar sobre el terreno, previa la improvisación de unas barricadas para
proteger las entradas y salidas.
Quedó la tropa a la vista de Oviedo. Se oían los lúgubres
estampidos de dinamita y un furioso tiroteo que se corría en todas direcciones.
Los incendios teñían el cielo de un resplandor rojizo. Eran las horas finales
de la revolución y la ciudad parecía arrebatada en un delirio de pólvora y de
fuego.
Los soldados se mantuvieron en vigilancia toda la noche y
todavía no había amanecido cuando el enemigo, que se había aproximado
amparándose en las sombras, emprendió la ofensiva con fuego de fusilería y
ametralladora, más las explosiones de cartuchos de dinamita, en cuyo
lanzamiento eran maestros. La réplica por parte de la tropa fue muy enérgica:
el comandante de Ingenieros, Marín de Bernardo, al frente de sus soldados, se
lanzó al asalto de unas casas, y cayó gravemente herido de dos balazos. Un oficial
y varios soldados resultaron muertos. Ya era de día. Inesperadamente hicieron
su aparición las dos compañías que pernoctaron en Lugones, porque su jefe las
estimó innecesarias allí. El General, alentado por este refuerzo, ordenó a una
de las compañías la limpieza de enemigos de los alrededores de la Corredoría,
y, conseguido esto, no sin sensibles bajas, dispuso la reanudación del avance.
Los camiones marcados con los signos de la Cruz Roja transportaban los muertos
y heridos, que sumaban más de treinta, En otros camiones fueron acondicionados
los prisioneros, que eran muchos, a pesar de que López Ochoa puso en libertad a
todos los capturados el día anterior en la Corredoría. Los primeros 800 metros
se hicieron con escaso tiroteo; pero a partir de aquí se intensificó. Todos los
caseríos, y en especial los parapetos del monte Naranco y el Manicomio, en un
radio de un kilómetro escupían fuego mortífero. Las tropas, con ánimo de
protegerse contra aquel vendaval de metralla, .aceleraron el paso, protegiéndose
en las cunetas, para alcanzar las calles que conducían al cuartel de Pelayo.
Una vez en ellas, el propio López Ochoa se adelantó hasta las vanguardias,
ayudó a montar una ametralladora para proteger con sus ráfagas el avance de las
patrullas y ordenó al sargento Castro Feijoo para que con su sección, que era
la más avanzada, se aproximara al cuartel, al que se le avisaba con insistentes
toques de «alto el fuego», pues los defensores disparaban en todas direcciones,
temerosos de ser víctimas de una añagaza. La confusión era inevitable, puesto
que a pocos metros del cuartel se movían los que pretendían asaltarlo y los que
acudían en su socorro. El citado sargento y los hombres de su sección llegaron,
arrastrándose, hasta la verja y a gritos se identificaron como pertenecientes a
la columna auxiliadora. Hubo revuelo entre los guardianes, y a sus gritos
acudieron dos oficiales, los cuales verificaron, en un breve interrogatorio, la
verdad de cuanto el sargento decía. Resultó difícil abrir la puerta, pues no se
encontraban las llaves, y uno de los oficiales resolvió romper la cerradura a
balazos. Los mensajeros de la columna fueron acogidos con indecible júbilo,
que, como exhalación, se propagó a todo el cuartel, exteriorizado en vítores y
desbordamiento de efusiones y entusiasmos en homenaje a los portadores de tanta
alegría. Eran, próximamente, las cinco y media de la tarde. Apenas abiertas las
puertas, penetró por ellas la columna, que en total se componía de unos 300
hombres, más los prisioneros y los camiones. Se retiraron las bajas: tres
oficiales muertos —uno, el comandante Albarrán, ayudante del General—, y ocho
soldados también muertos, y tres oficiales, cuatro suboficiales y veinticinco
soldados heridos. El enemigo empezó a desalentarse, porque el fuego de los
defensores arreció al crecer su moral con la llegada de la columna. La agresión
de los rebeldes era cada vez más débil.
El general López Ochoa se posesionó inmediatamente del mando
del cuartel y ordenó «que se retirase al interior del edificio a la tropa del
Regimiento número 3, que no podía dominar su alborozo». El jefe de este
Regimiento le informó que el cuartel carecía de agua desde hacía veinticuatro
horas, por haber cortado el enemigo las cañerías. Supo también de la existencia
de un gran depósito de municiones; aparte de la dotación del Regimiento, se
contaba con unas 200 cajas de cartuchos, procedentes de la Fábrica de Armas.
Mayor sorpresa produjo al General conocer la importancia de
las fuerzas encerradas en el cuartel: «En total, 940 hombres: dos coroneles,
dos tenientes coroneles y nueve comandantes; seis compañías de fusiles y dos de
ametralladoras; una compañía de zapadores, dos centenares de hombres, entre
guardias civiles y gente de partida suelta». A esto había que agregar la
presencia de numerosas familias de jefes y oficiales refugiados en el cuartel,
«que entorpecían los movimientos y gravitaban con los lloros y lamentaciones de
mujeres y niños sobre el ánimo de los soldados». Con todo, el peor mal de que
adolecía el cuartel era la carencia de mando. «Los jefes han tenido el día 11,
y la víspera, varias reuniones que, aunque no con carácter oficial, han
trascendido entre la oficialidad, que no se siente mandada ni dirigida, y en
ellas se ha hablado de rendición, mientras, por otra parte, se han impedido,
bajo severas prohibiciones, iniciativas de más de un oficial, entre las que
destaca la de salir con fuerzas para enlazar con la columna que había llegado a
la Corredoría, según noticias». «Hubo una total ausencia de mando en el
cuartel, y sólo los oficiales cumplieron estrictamente con su deber, así como
las clases de tropa y soldados. El coronel del Regimiento, Alfredo Navarro
—instalado en el Gobierno Civil, como Comandante militar de la plaza—, no tuvo
previsión, y el alma de la defensa del Gobierno Civil fue el comandante Gerardo
Caballero, que estuvo bravo y sereno en todo momento. En el coronel de la
Fábrica de Armas, en el de la Guardia Civil y en el comandante Vallespín, debió
recaer el mando y la responsabilidad; pero por su baja moral constituyeron un
peligro constante para la tropa. El comandante Vallespín se hizo cargo el día 5
del mando del cuartel de Pelayo; pero al llegar el coronel de la Fábrica de
Armas, Jiménez de la Beraza, le entregó el mando. Apenas enterado éste de que
en el cuartel estaba también el coronel de la Guardia Civil, Díaz Carmena, que
era más antiguo, fue a ponerse a sus órdenes. Justifica dicho coronel de la
Guardia Civil su negativa a tomar el mando, porque entre las tropas había
indisciplina. Si estos jefes que tenían a su cargo el mando de las fuerzas
hubieran actuado como requerían las circunstancias, la revolución no hubiese
tenido las proporciones que alcanzó en Asturias».
Esta es una verdad que se descubría conforme se conocían los
episodios y el desarrollo de la revolución. Allí donde fuerzas del Ejército o
de Orden Público, la mayoría de los casos en pequeños núcleos, tuvieron un
mando capacitado y decidido, o lidiaron a solas su lucha, sin otra consigna que
el cumplimiento de su deber, supieron comportarse de manera ejemplar y heroica,
sin una sola deserción, ni transparentar señales de desmoralización o
relajamiento de su valor. En el Gobierno Civil, en la Casa Blanca, en la
Estación, en la Cárcel Modelo, en el Banco de España, en la Catedral y en otros
sitios soldados y guardias pelearon hasta el agotamiento, sin el menor síntoma
de indecisión o indisciplina. Cercados por un enemigo envalentonado y muy
superior en número, aislados, escasos de alimentación y de municiones,
aguantaban la desigual lucha a sabiendas de cuán problemática y difícil era la
llegada del anhelado y necesario socorro. ¡Qué diferente esta conducta de la de
aquellas fuerzas, soldados y guardias inmovilizados en un acuartelamiento
letal, en número suficiente para que bien mandados y activos, hubiesen
asegurado desde el primer momento el dominio de la ciudad!
Hay poderosas razones para creer que la revolución no
hubiese alcanzado entonces las dimensiones y preponderancias que ganó,
concretamente en Oviedo, por pasividad y debilidades en quienes estaban
obligados a atajarla y combatirla en sus reductos. Bastó la llegada de la
exigua tropa de López Ochoa, poco más que patrullas de una descubierta, para
que en el acto quedaran restaurados los conceptos y ordenanzas inherentes a una
fuerza militar jerarquizada.
* * *
La noche transcurrió en el cuartel en una calma desconocida
desde que se inició la revolución, y en cuanto amaneció el día 12 el general
López Ochoa reunió en la sala de banderas a toda la oficialidad y les dirigió
la palabra, «haciéndoles ver lo vergonzoso que era para aquella guarnición
haber adoptado una actitud de pasiva defensa, terminándose desde aquel momento
toda confusión, desorden o vacilaciones, bajo las severas medidas que adoptaría
inexorablemente, como general en jefe en plaza sitiada». A continuación ordenó
la inmediata salida de dos compañías del Regimiento número 3, que habían
permanecido encerradas en el cuartel, para tomar en el plazo de un cuarto de
hora la manzana de casas próxima, desde las que el enemigo hostilizaba. La
orden fue cumplida. Por otra parte, las fuerzas del cuartel de Santa Clara, en
una afortunada salida, recuperaron las casas de la calle de Argüelles. Los
rojos, antes de abandonarlas, las prendieron fuego.
Después, en acciones sucesivas, durante el resto de la
mañana, las tropas ocuparon la barriada inmediata al cuartel y la estación de
ferrocarril de Santander. Unas escuadrillas de aviones, en total unos
cincuenta, más de la mitad bombarderos, volaron sobre la ciudad. El General,
desde la terraza más elevada del cuartel, seguía con los prismáticos de
campaña, el desarrollo de los combates, cuando, próximamente a las dos de la
tarde, divisó unas guerrillas en las inmediaciones del Manicomio. Descubrió más:
que los soldados vestían el uniforme de Regulares. A la sorpresa se sumó la
alegría. Llegaban nuevas fuerzas en socorro de Oviedo. ¿Quién las mandaba? ¿Qué
camino habían seguido? López Ochoa lo ignoraba, pues estaba incomunicado con
Madrid desde el día 8. Le bastaba con saber que era una realidad lo que parecía
un sueño. Envió al oficial de Regulares Victoriano González, accidentalmente en
Oviedo, con una escolta de guardias civiles, para que se presentara al jefe de
aquellas tropas, con orden de que avanzase en un amplio movimiento envolvente
hacia la Fábrica de Armas. Así se hizo. Tras de porfiado combate, los
Legionarios de la 5ª Bandera, mandados por el comandante Gonzalo Ramajos,
ocuparon el Manicomio, que se alzaba sobre la loma de la Carellada. «Los locos,
encerrados en los sótanos por los rebeldes, gritaban, confundidos con los
enfermos y las monjas, muertos de hambre y en el paroxismo de su vesania». Los
legionarios del comandante Alcubilla conquistaban a la bayoneta las alturas de
la izquierda, mientras los Regulares de Ruiz Marset se apoderaban de los
caseríos de la falda del Naranco, convertidos en fortines. Realizada esta
operación preliminar, Yagüe ordenó el avance sobre la Fábrica de Armas, que
previamente fue bombardeada por seis aviones. A las cinco de la tarde, la
Fábrica fue tomada al asalto. No terminó aquí el balance de este día: los
legionarios siguieron hacia La Tenderina y los Regulares se internaron en el
barrio del Rayu, donde encontró la muerte el comandante Ruiz Marset. De esta
manera hicieron su entrada en Oviedo las tropas de África mandadas por el
teniente coronel Yagüe, a los dos días de desembarcar en Gijón, donde
sucedieron los hechos que vamos a relatar:
Los revolucionarios de Gijón no sincronizaron con los otros
insurrectos de Asturias. En la ciudad dominaba la Confederación Nacional del
Trabajo, y no obstante los compromisos concertados a través de la Alianza
Obrera, los anarcosindicalistas quedaron excluidos de los repartos de armas.
Para justificarse, los socialistas dijeron que el depósito de fusiles destinado
a los sindicalistas de Gijón estaba oculto en Llanera, y «las armas cayeron en
poder de las fuerzas del Gobierno». Esta versión nunca fue aceptada por los
sindicalistas. El dirigente José María Martínez fue de un Comité a otro, de
Oviedo a Mieres y de aquí a Sama, pidiendo armas. No las consiguió. «A los
marxistas no les importa la suerte que puedan correr los compañeros de Gijón».
A este desvío de los socialistas corresponde la C. N. T. de
Gijón con la misma moneda. En total, contaban los sindicalistas con un centenar
de fusiles, dos ametralladoras, muchas pistolas y poca munición. La ciudad
estaba guarnecida por un batallón de Zapadores, menos dos compañías enviadas
para reforzar la guarnición de Oviedo; quedaban, en total, poco más de 225
soldados y 235 guardias civiles, de Asalto, de Seguridad y Carabineros.
Ciertos dirigentes revolucionarios creían contar con la
complicidad de algunos elementos armados; mas como éstos no acabasen de definir
claramente su actitud, optaron aquéllos por incorporarse a la insurrección,
cuando ya toda Asturias estuviese en plena convulsión. Los pueblos cercanos de
Carbayín, Valdesoto, Lieres, Blimenes, cayeron pronto bajo el dominio de los
rojos y en todos ellos se proclamó el comunismo libertario. Los revolucionarios
de Gijón estimaron llegada su hora. El Comandante militar, don Domingo
Moriones, teniente coronel del batallón de Zapadores número 8, había proclamado
la ley marcial. Al anochecer del día 6, la huelga iniciada el día anterior se
hizo general y grupos de rebeldes, se dirigieron contra el cuartel, el
Ayuntamiento, estaciones ferroviarias, Correos y Telégrafos, y la Cárcel del
Coto.
Las fuerzas apercibidas en los edificios rechazaron a los
grupos, y advertidos éstos de la dificultad de alcanzar las calles céntricas,
se desviaron hacia los barrios populares: unos invadieron el del Llano y el de
Ceares, al sur de Gijón, y otros se abrieron paso hacia Cimadevilla, barrio de
pescadores, cuyo vecindario se sumó a los revoltosos, entregándose con afán a
la tarea de levantar barricadas. Con ello, además de dominar una extensa zona,
se adueñaron de las vías más importantes de la población: la carretera de
Avilés, la de Oviedo y la de Langreo.
En la mañana del día 7 entraron en el puerto del Musel el
crucero Libertad y les cañoneros Cánovas y Xauen, que le daban escolta. Del
crucero desembarcó un batallón del Regimiento de Infantería número 29,
procedente de El Ferrol. Esta fuerza invirtió más de ocho horas en llegar a la
estación del Norte de Gijón, y hasta las diez de la noche no se pudo organizar
un tren para trasladar el batallón a Oviedo. Pero a los quince minutos de
marcha, quedó detenido. El día 8 el mando ordenó continuar el avance a pie; el
día 9 llegó a 18 kilómetros de Oviedo, y el 10 se replegó a Gijón. En todas
estas peripecias la tropa sufrió cuatro heridos.
La tarde del 7 transcurrió en Gijón entre constantes
tiroteos, en especial en el barrio de Cimadevilla, por lo que al anochecer el
crucero Libertad enfiló sus cañones contra el cerro de Santa Catalina, y
bastaron cuatro disparos para sobrecoger y ahuyentar, por el momento, a los
revoltosos. Por la noche, los proyectores del crucero envolvieron con su
vivísimo resplandor los barrios amotinados, y aquella refulgencia amedrentó y
contuvo a los anarquistas.
El espíritu de la población se mantenía entero y sereno. El Comandante
militar recibió el ofrecimiento de ciudadanos —entre ellos, los afiliados a
Falange Española— para ayudar a la fuerza pública. Aceptada la colaboración los
jóvenes, una vez armados, quedaron a las órdenes de jefes militares retirados
que habían sido movilizados.
Desde el amanecer del día 8 reanudaron los rojos su
actividad agresiva y consiguieron ocupar el Club de Regatas, la Delegación
Marítima, la Fábrica de Tabacos, el palacio de Revillagigedo y la fábrica de
Orueta, que almacenaba tonelada y media de dinamita. Algunos comercios fueron
asaltados. En la zona del puerto fue muerto de un disparo el capitán de fragata
y delegado marítimo, Joaquín Freire de Arana. Al observar el envalentonamiento
de los revolucionarios y su constante esfuerzo por construir barricadas y
trincheras en las zonas que dominaban, el Comandante militar les conminó por
radio para que se rindiesen y entregaran las armas antes de las cinco de la
tarde, pues «España entera, con todas sus fuerzas, viene contra vosotros,
dispuesta a aplastaros sin piedad, como justo castigo a vuestra criminal
locura». Mas como estas exhortaciones no produjeran efecto, al oscurecer, el
crucero Libertad bombardeó el barrio de Cimadevilla. El vecindario, preso de
terror, salió a la calle y emprendió la huida: los milicianos, contagiados de
pánico, huyeron también, agitando lienzos blancos, hacia el centro de la
población, donde las fuerzas allí apostadas detuvieron a más de quinientos
hombres y recogieron sesenta fusiles y muchas bombas de mano abandonadas.
Únicamente quedaban nidos de resistencia en el barrio del Llano, donde los
ánimos de los rebeldes estaban muy excitados con las fantásticas noticias que
circulaban: dos marineros desertores del Libertad aseguraban que toda la
tripulación estaba dispuesta a pasarse al lado de los insurrectos. Cuando los
dos marineros, a la cabeza de una manifestación, se presentaron en el puerto,
los carabineros dispersaron a los manifestantes a tiros.
Persistieron el día 9 los tiroteos aislados; pero los
gijoneses tenían la sensación de que la revuelta había sido aplastada. La
ciudad comenzó a recobrarse. Al oscurecer, desembarcó del acorazado Jaime I,
fondeado en el Musel, una columna de marineros, para reforzar los servicios de
orden. Únicamente persistían unos focos rebeldes en Pumarín y en el Llano. A
las cinco de la mañana del día 10 entró en el Musel el crucero Cervantes, que
transportaba desde África la sexta Bandera de la Legión, que mandaba el comandante
Antonio Alcubilla, y el batallón del regimiento de Cazadores de África número
8, cuyo jefe, el coronel López Bravo, fue depuesto de su cargo durante la
travesía y obligado a desembarcar en La Coruña, donde se le anunció su
procesamiento, y fue sustituido por el comandante José Ayuso. También llegó en
el mismo crucero, al que fue transbordada en Vigo, del barco mercante Capitán
Segura, en que viajaban, la quinta Bandera de la Legión, cuyo jefe era el
comandante Gonzalo Ramajos, y un Tabor de Regulares de Ceuta, mandado por el
comandante Ruiz Marset.
Apenas pisó tierra parte de esta fuerza, en combinación con
dos secciones de Zapadores y dos de marineros, fueron sobre Pumarín y el Llano
y los redujeron rápidamente. La operación costó once muertos a los milicianos.
La Legión perdió dos oficiales y un suboficial muertos y doce legionarios
heridos.
En pleno fragor del combate en el Llano apareció ante las
tropas el teniente coronel Juan Yagüe, veterano de la Legión, cuya inesperada
presencia enardeció a los soldados. Yagüe se encontraba en San Leonardo,
pueblecito de la sierra de Soria. Por indicación del general Franco, el
ministro de la Guerra le llamó con urgencia a Madrid para confiarle el mando de
las fuerzas de África que iban hacia Asturias. Sin perder tiempo, el jefe salió
en avión, con lo puesto, hasta León, y desde aquí continuó en autogiro para
aterrizar, al mediodía, en un campo próximo a la carretera del Musel. Poco
después, en una camioneta que conducía legionarios, se trasladó a la
Comandancia Militar de Gijón. Acababa de posesionarse de ella el general
Rogelio Caridad Pita, el cual preparaba la columna de socorro a Oviedo que
mandaría Yagüe. Como el tiroteo era intenso, pues en aquel preciso momento se
libraba combate en el Llano, el teniente coronel salió, «porque quería ver qué
hacían sus legionarios».
A las cuatro de la tarde quedaba extinguido el foco
revolucionario de Gijón. La operación había costado veintidós bajas a las
fuerzas de la guarnición y de Asalto, más los legionarios, muertos y heridos.
Los rebeldes tuvieron treinta y seis muertos y muchos heridos.
En camiones y coches rápidos requisados se acondicionaron
las fuerzas que componían la columna, de socorro a Oviedo. La formaban
legionarios de la sexta Bandera, soldados del batallón de Cazadores de África,
un batallón del regimiento de Infantería número 24, dos escuadrones de
Caballería y una batería de Artillería de montaña: tropas llegadas de varias
guarniciones. En total, 2.000 hombres. A las seis y media de la mañana del día
n emprendieron marcha. En Lugones se desplegaron en disposición de combate, y a
las tres y media de la tarde alcanzaban la Corredoría; es decir, las puertas de
Oviedo. «Decidimos, refiere Yagüe, esperar órdenes. En este crítico momento
vemos aparecer un autogiro, que desciende, y su piloto me entregó una carta del
general Caridad, en la que se mostraba muy pesimista de la suerte que hubiera
podido correr López Ochoa con sus fuerzas. El piloto, que había hecho un amplio
reconocimiento sobre las cercanías de Oviedo, me advirtió que a unos 800 metros
de donde yo estaba había unos treinta camiones interceptando el camino, en los
que se ocultaban un gran número de rebeldes que no daban señales de vida.
Comprendí que ese silencio obedecía a su deseo de tenderme una celada, y como
ya era de noche, decidí fortificarme en aquella posición ventajosa y permanecí
hasta el día siguiente.» Aquellas fuerzas sospechosas, que acampaban a 800
metros, componían la columna de López Ochoa.
Durante la espera, la columna de Yagüe fue reforzada con
otra Bandera de la Legión, la quinta, y un Tabor de Regulares. Ya quedó dicha
la forma cómo entraron en Oviedo (día 12) estas fuerzas y la conquista del
Manicomio y de la Fábrica de Armas. Pensó Yagüe instalar su Cuartel general en
la Fábrica; pero la consideró inhabitable, por los grandes destrozos producidos
por la dinamita y la aviación; temió también que los rebeldes hubieran dejado
explosivos dentro. Por todo ello decidió consultar con el general López Ochoa,
y con este objeto se trasladó al cuartel de Pelayo. El General regresaba de su
primera visita a la ciudad, donde se había entrevistado con el Comandante
militar, coronel Navarro, en el Gobierno Civil. López Ochoa y Yagüe eran dos
grandes soldados, entre los cuales no podía existir entendimiento, y menos
compenetración, y no por discordancia en cuanto tocase a cuestiones de índole
estrictamente militar, sino porque disentían y se distanciaban, lo mismo en la
conducta que en la manera de interpretar el servicio a la patria. Dispares
también ideológicamente, porque mientras López Ochoa era un fervoroso
republicano, identificado con los elementos subversivos, Yagüe entendía que
aquella revolución contra la que luchaban era resultado de una política
nefasta. Aquí estaba la raíz de una divergencia que no era por motivos
bizantinos, sino fundamentales.
En la entrevista, el General decidió que la columna de Yagüe
«se concentrase entre los cuarteles de Pelayo y el de la Guardia Civil,
disponiendo lo que se había de ejecutar al otro día. Todo se realizó conforme
hube ordenado, transcurriendo la noche en tranquilidad absoluta».
Según Yagüe, «advirtió en el general algo raro» «Me señaló
—añade — unos objetivos y me marcó unos itinerarios para lograrlos que me
produjeron extrañeza.
« —Mi general —opuse—, por el camino que usted me indica mis
fuerzas se verán comprometidas, porque avanzarán entre dos fuegos para abordar
objetivos de frente...
«—Haga usted lo que le mando, y le advierto que aquí no hay
más jefe que yo...
«Me cuadré y salí a cumplir la orden».
CAPÍTULO 51.
LÓPEZ OCHOA PACTA CON EL SECRETARIO DEL
SINDICATO MINERO LA RENDICIÓN DE LOS INSURRECTOS
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