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CAPÍTULO 51.

LÓPEZ OCHOA PACTA CON EL SECRETARIO DEL SINDICATO MINERO LA RENDICIÓN DE LOS INSURRECTOS

 

 

El día 12 de octubre la mayoría de los ovetenses, encerrados en sus casas, ignoran que han entrado en la ciudad las primeras fuerzas de socorro; pero presienten que algo extraordinario se ha producido capaz de cambiar el curso y el signo de los sucesos. Los aviones militares —cin­cuenta y cinco en total, de ellos tres trimotores— señorean a todas horas el cielo neblinoso y dejan caer octavillas conminando a los rebeldes a la rendición. El fracaso despierta en unos milicianos unas irreprimibles ansias de botín, mientras a otros les encoleriza y desespera. Los primeros se lanzan a saquear los almacenes y comercios donde todavía quedan algunos relieves de su arruinado negocio; los otros se disponen a dejarse matar en cualquier parapeto, ventana o esquina. Los combates se suceden, los tiroteos son continuos y las llamas siguen su acción devastadora. Arden en pompa dos manzanas en la calle de San Francisco y en la calle de Uría el fuego avanza y gana nuevas casas. Una humareda densa y acre ennegrece lentamente con crespones el cielo de la ciudad.

Nada se sabe del flamante «Comité Revolucionario de Obreros y Campesinos». Los dirigentes socialistas han huido a las minas. En Mieres y Sama, Belarmino Tomás y Graciano Antuña celebran conciliábulos con los miembros de los innumerables Comités de pueblos, todos ellos consternados por la derrota. Los vecindarios presienten lo peor. «En Sama, las familias —refiere Antuña — abandonaban sus hogares, llevándose a los niños y las ropas a cuestas, para internarse en los montes.» En la Casa del Pueblo, sindicalistas, comunistas, socialistas y representantes de varios pueblos designan un nuevo Comité Provincial, presidido por Graciano Antuña, con el fin de unificar el mando de los milicianos en Oviedo y reconstruir el frente. Para esta empresa son designados Herminio Vallina, de San Martín del Rey Aurelio, y David Antuña. Se impondría la movilización de todos los hombres aptos de Mieres, Laviana, Langreo y San Martín, para reforzar con ellos a los combatientes de Oviedo. Las fábricas de Trubia, La Felguera y Mieres deberían intensificar la producción de armamento y bombas. Prueba de que todas esas medidas eran tardías e inútiles fue el escaso número de voluntarios que acudieron el día 13 para constituirá una columna de refuerzo. Nadie se hacía ilusiones y el convencimiento de que todo estaba perdido era unánime, sin que produjeran efecto manifiestos inflamados, como el repartido el mismo día 13 por el «Comité Revolucionario de Alianza de Obreros y Campesinos», en el que se decía: «Camaradas: Ha llegado el momento de hablar claro. Ante la magnitud de nuestro movimiento, ya triunfante en toda España, sólo os recomendamos un último esfuerzo: nada más quedan pequeños focos de enemigos que se esfuerzan en resistir inútilmente la arrolladora fuerza de la revolución. Hoy podemos deciros que Cataluña está completamente en poder de nuestros camaradas. En Madrid, Valencia, Zaragoza, Andalucía, Extremadura, Galicia, Vizcaya y el resto de España sólo quedan pequeños focos de enemigos. El cañonero Dato y otros buques de guerra se han puesto al servicio de la revolución. Urge, pues, terminar de una vez con esta situación en lo que respecta a Oviedo, dar el último empujón a los defensores del capitalismo moribundo. No hacer caso en absoluto de los pasquines que arrojan.»

Mientras en el lado rojo se divulgaban tales patrañas, dos fuertes co­limas formadas con las tropas de Oviedo emprendían en la madrugada del día 13 un amplio movimiento envolvente de la ciudad. Una de ellas, nidada por el teniente coronel Yagüe, expulsaba al numeroso enemigo de las proximidades de la Prisión Provincial, enclavada en un pequeño promontorio que forma la estribación sur del monte del Naranco, y cuyos defensores, cuarenta y cinco soldados y guardias de Asalto, mandados por el teniente Martínez Marina, habían resistido con ejemplar entereza 10 días de sitio, sin luz ni agua. En los patios de la Prisión coincidieron regulares y legionarios, llegados por diversos caminos. A las diez y día de la mañana, divididos en dos grupos, reanudaban el ataque, con una fuerte protección aérea: uno se dirigió hacia la Estación del Norte, por la vía, y el otro por la carretera hacia San Pedro de los Arcos. La Estación fue tomada por los legionarios del comandante Alcubilla, al asalto. La resistencia de los rebeldes fue tenaz. Habían emplazado ametralladoras en las ventanas. «Nosotros —refiere Yagüe— tuvimos en este combate unas cien bajas; pero fueron mucho mayores las que hicimos a los rebeldes.» También al asalto conquistó la otra columna la iglesia de San Pedro de los Arcos, en cuyo pórtico murió, junto a una ametralladora, una fanática comunista, de dieciocho años, que vestía de rojo, llamada Aída Lafuente. A continuación las tropas recuperaron el Depósito de aguas, el Hospital, abarrotado de heridos, y en cuya resistencia participaron incluso las enfermeras, tituladas «damas rojas». A algunas, su obstinación les costó la vida, y más de treinta, en calidad de prisioneras, fueron conducidas al cuartel de Pelayo. Al día siguiente el general López Ochoa dispuso su libertad.

A las cuatro de la tarde las tropas de Yagüe habían alcanzado sus objetivos. En cambio, la otra columna, a la que se le había encomendado la ocupación del barrio de San Lázaro, llegó al cementerio viejo y atacó al nuevo; pero se vio paralizada por la acción de un enemigo muy numeroso concentrado especialmente en Villafría para defender con fiereza aquella zona de vital importancia, porque era la única comunicación que le quedaba con la cuenca minera. A la caída de la tarde, López Ochoa dispuso el repliegue de estas tropas al cuartel de Pelayo. Así se hizo. La columna había sufrido treinta y dos bajas.

Mientras en la mañana del día 13 se combatía en los alrededores de la ciudad, recorrían las calles céntricas grupos de revolucionarios, que para vengarse de su derrota se dedicaron a provocar incendios. Uno de los grupos, capitaneados por el alguacil de la Audiencia, Luis García Alonso, prendió fuego a la casa número 4 de la calle de San Francisco, cuyos bajos los ocupaban los «Almacenes Simeón». En ellos se hallaban refugiadas doscientas setenta personas, muchas de ellas mujeres y niños, que al huir de las llamas se enfrentaban en la calle con un temporal de metralla. Los incendiarios rociaron de gasolina y prendieron también fuego a unas casas de las calles de Argüelles y Mendizábal y al Colegio de Niñas huérfanas recoletas de Santa Catalina, afecto a la Universidad, fundado por el arzobispo Valdés. El Colegio ardió en pompa. Penetraron en la Universidad y a poco se vieron surgir llamas en varios sitios y a la vez se oyeron fuertes explosiones de dinamita. Eran las once y 'media de la mañana. La revolución acababa de cometer el acto de máxima barbarie. En pocos minutos la vieja y gloriosa Universidad ovetense no era sino una inmensa hoguera. El insigne centro del saber, sede de la tradición intelectual de Oviedo, se había convertido en una pira chisporroteante, de la que surgía incólume la estatua de su fundador, el arzobispo don Fernando de Valdés y Salas, que, sentado en su sillón frailero, alzado en el centro del patio, contemplaba el horrendo ultraje de la brutalidad contra la cultura.

Cosas también extrañas sucedían en la mañana del día 13 en el Instituto Nacional, donde sufrían prisión más de cien detenidos políticos, directores y empleados de Bancos, canónigos, sacerdotes, dieciséis carmelitas, guardias de Asalto, carabineros y varios jóvenes falangistas. Al mediodía, el jefe de la Prisión, Florentino Cueto Prieto puso en libertad a los jefes militares, a un sargento y a unos civiles. A continuación los guardianes cerraron todas las ventanas de la cárcel y desaparecieron. Como ya hemos dicho, la que antaño fue capilla de la residencia de los Padres jesuitas estaba convertida en depósito de explosivos y almacenaba más de dos toneladas de dinamita. En largos y misteriosos conciliábulos, los milicianos que ocupaban el edificio decidieron volarlo con los presos que quedaban. Y como lo proyectaron lo hicieron. A tal fin, colocaron unas cajas con dinamita en la parte oeste del Instituto y les aplicaron una larga mecha, a la que prendieron fuego. Hecho lo cual corrieron a guarecerse en los portales de las casas de las calles contiguas. Sobrevino el estallido y quedó convertida en escombros la parte del edificio afectada por la explosión. He aquí como refiere lo sucedido un sacerdote, don Joaquín de Loy, que en unión de otros ochenta y seis detenidos estaba encerrado en unas habitaciones altas del edificio: «Se llenó la estancia de humo, de polvo, de cal. No nos veíamos unos a otros. En esto, un guardia de Asalto, también preso, con gran presencia de ánimo observó por las ventanas y no vio alma viviente. Nos gritó: ¡El edificio está destruido! ¡Sólo queda en pie la parte donde nosotros estamos! También ha desaparecido la escalera... Las llamas ya dominan los escombros... Ya saben que en la parte baja está la dinamita. Seguramente va a volar todo lo que queda... ¡A ver cómo nos salvamos!».

Improvisaron los presos unas cuerdas trenzadas con tiras de mantas, y, deslizándose en increíble acrobacia, consiguieron saltar a una casa contigua en construcción, para descender a los patios y emprender la huida hacia las calles inmediatas. Cuando se dirigía a la calle del Marqués de Santa Cruz, fue asesinado don Román Cossío, párroco de Santa María la Real de la Corte, de Oviedo. Otros presos fueron detenidos y encerrados en un garaje, donde discutieron los guardianes sobre si debían o no fusilarlos allí mismo. A las dos de la tarde —en plena agria disputa— ocurrió la segunda explosión, de tanta potencia y estruendo que derribó al suelo a todos los que estaban en las calles de Santa Susana y Pérez de la Sala. Se elevó una enorme nube de polvo y humo, que dio origen a una lluvia de pavesas, cascotes y trozos disformes de madera, hierro y piedras.

Ensordecidos, aterrados e inmóviles quedaron cuantos estaban por las inmediaciones. «Los cristales de muchas casas saltaron hechos añicos. Sobre el Hospital cayó una lluvia de piedras. Los enfermos abandonaron las camas y echaron a correr por las salas. Las casas fronterizas al Instituto quedaron destruidas».

Guardianes y presos no sabían qué hacer ni qué decirse. Entonces hizo su aparición, con aspecto de loco, el sargento Vázquez. Pistola en mano, demudado, ordenó formar a los detenidos en fila con los brazos en alto, y en esta forma fueron conducidos hasta un piso de la casa número 5 de la calle Santa Susana. Encomendó el sargento a dos mineros que los vigilasen y desapareció. Fue su última actuación como cabecilla. Desde aquel momento ya no fue sino un fugitivo.

* * *

En la noche del 13 al 14, los últimos milicianos, enterados de los progresos de las fuerzas del Ejército en sus primeras intervenciones, decidieron abandonar la ciudad. Las fuerzas de Yagüe que pernoctaban en el Hospital reanudaron su avance al amanecer del día 14 y llegaron sin lucha al parque de San Francisco, a la Diputación y a la calle de Uría, para enlazar, en la plaza de la República, con otras fuerzas procedentes del Gobierno Civil. El comandante Alcubilla ocupó el Ayuntamiento, y en esta operación los soldados detuvieron al diputado socialista Teodomiro Menéndez, llevándole al cuartel de Pelayo. Otra columna, en marcha hacia el Este, llegó al cementerio de San Salvador y combatió durante todo el día contra fuertes concentraciones de rojos en Villafría.

El vecindario de la parte céntrica de la ciudad, recobrada la moral, vio por primera vez a las tropas y las acogió con júbilo y lloros a la vez; alegría empañada por la tristeza que producía la contemplación de un Oviedo martirizado y en ruinas: «Cables del tranvía, de la luz, en el suelo; escombros humeantes, cristales rotos...; igual, exactamente igual que si hubiéramos sufrido un terremoto. Por la calle de Uría vagaban perros grandes y hambrientos y unos caballos sueltos y famélicos, que habían andado a la ventura durante aquellos días, escapados del circo instalado en el Campo del Hospicio. Se percibía un olor nauseabundo a carne muerta, mezclado con el que desprendía el fuego de la que fue hermosísima calle de Uría, destruida por los rebeldes, entre cuyas ruinas ardían restos de tantos hogares aniquilados. En seguida comenzaron a circular camiones atestados de cadáveres. Se veían mujeres, hombres, niños, amontonados como fardos por entre las sábanas blancas que intentaban cubrirlos. Olor penetrante de carroña humana».

Para levantar los ánimos de la población deprimida, López Ochoa organizó unos desfiles marciales: dos batallones de Infantería cruzaron por la parte sur de la ciudad, y los legionarios por el Norte. A la cabeza de los primeros iba el General; con los legionarios, Yagüe. La población, con las huellas de sufrimiento y privaciones en los rostros, sintió, a la vista de aquellos cortejos acompasados de vibrantes músicas e himnos recobrar los perdidos alientos, restituida a una vida que durante largos días creyó perdida para siempre.

* * *

Los últimos reductos de la revolución, los más furiosamente defendidos, fueron los de San Lázaro y Villafría. Aquí, único camino de escape hacia las minas, se riñeron los combates más duros y más sangrientos, entre todos a los que dio origen la liberación de Oviedo. Cuatro días, con sus noches, del 14 al 17, de lucha ininterrumpida por la conquista de posiciones que cambiaban de mano. Legionarios y regulares, en especial, hubieron de emplearse a fondo y pagaron su bravura a precio muy alto de vidas. Por su parte, los rebeldes se mantenían en sus líneas con un tesón acérrimo. Al atardecer del día 16 el Ejército se adueñó del barrio de San Lázaro. Al día siguiente reconquistó la fábrica de La Manjoya, mientras fuerzas de Zapadores destruían las vías de ferrocarril Vasco-Asturiano y del Norte, en las inmediaciones de la fábrica, para impedir el acceso a un tren blindado que organizaban los revolucionarios, según propalaban éstos.

El general López Ochoa, entretanto, se dedicaba a reorganizar las fuerzas bajo su mando, que en pocos días habían crecido de un modo considerable. Las previsiones y órdenes del Ministerio de la Guerra se reflejaban en el constante afluir de tropas hacia Oviedo.

* * *

Dejamos a la columna del general don Carlos Bosch, que procedente de León había penetrado por el puerto de Pajares, en muy apurada situación en Vega del Rey, el día 7, incomunicada con la compañía que quedó en Campomanes, sin otro auxilio que el fuego de protección de dos baterías emplazadas en las proximidades de este pueblo. El aislamiento prosi­guió el día 8, no obstante haber logrado llevar hasta Vega del Rey dos cañones del grupo artillero. El enemigo había concentrado en este frente grandes contingentes de milicianos. Estaba convencido de que tenía ganada la partida. El día 9 los insurrectos obligaron al propietario de Pola de Lena don Eulogio García Tuñón a trasladarse a Vega del Rey, con una bandera blanca, para llevar al comandante del Batallón Ciclista una carta invitando a las fuerzas a rendirse en un plazo de quince minutos. La carta había sido escrita, bajo coacción, sin duda, de sus carceleros, por el teniente de la Guardia Civil Gabriel Torréns Llompart, que mandaba el puesto de Ujo, rendido a los revolucionarios. Dicho teniente había prestado servicio durante algún tiempo en el Batallón ciclista de guarnición en Palencia.

Como la conminación no diera resultado, los mineros desencadenaron el ataque, apoyados por un tren blindado y dos morteros instalados a 600 metros de Vega del Rey. Fracasaron en su empeño, que les costó muchas bajas y cincuenta prisioneros. Pero este éxito no mejoró la situación de las tropas; ni dieron el resultado apetecido los repetidos intentos por establecer comunicación con Campomanes. En cambio, desde este último punto se consiguió evacuar hacia León a los heridos graves.

Todavía empeoraron las cosas para los sitiados en Vega del Rey el día 10, con la falta de municiones. Principal y casi exclusivo alimento de los soldados eran las manzanas. A falta de desinfectantes para las curas, se utilizaba coñac o gasolina. Los heridos pasaban de cien. Entre ellos, el teniente coronel Recas; el teniente Cabezas, que tuvo el mando de los cañones; el comandante Asensio, y el médico, Néstor Alonso. El único apoyo lo recibían de la aviación, que bombardeaba el campo enemigo y hacía volar un depósito de explosivos en la estación de Pola de Lena. Frente a panorama tan trágico y sombrío, se despejaba, en cambio, el horizonte para los defensores de Campomanes, donde al atardecer entraban en camiones dos batallones del Regimiento número 35, procedentes de Zamora. Apenas desembarcados, bajo el mando del comandante de Artillería Moyano, como jefe más caracterizado, ocupaban en combate la estación del ferrocarril y alturas próximas, en cuya acción encontró muerte el oficial José Luengo. Prosiguió el ataque el día 11, y tras de porfiada lucha, en operaciones combinadas con las fuerzas de Vega del Rey, se logró por la noche llevar a este pueblo un convoy de víveres y municiones. El cerco había sido roto.

En la mañana del 12, uno de los batallones, con fuerte apoyo de la artillería, consiguió alcanzar la ermita de Santa Cristina de Lena, convertida por los insurrectos en fortaleza y que por su situación dominante resultaba excepcional para atacar a Vega del Rey. Pese a las ventajas alcanzadas por el Ejército, el ánimo de los rebeldes no parecía quebrantarse; su artillería continuaba activa y las agresiones menudeaban. Sin embargo, había pasado el período crítico. El día 13 llegó a Campomanes el Regimiento número 32, de Valladolid; el 14 se recuperó el pueblo de Ronzón, y por la noche entró en Campomanes el tercer Tabor de Regulares, bajo el mando del comandante Sáenz de Buruaga. El día 18 llegó a Vega del Rey la tercera Bandera del Tercio, mandada por el comandante Bartomeu. El Batallón ciclista salió para León. El general Bosch fue reintegrado a la Comandancia Militar de León y sustituido por el general Balmes. El enemigo, todavía muy numeroso y fuerte, emprendió la retirada, con frecuentes reacciones ofensivas. Pero las tropas se estabilizaron en las posiciones que ocupaban el día 18 porque el general López Ochoa, jefe de todas las fuerzas en Asturias, había cursado orden desde Oviedo de «suspender el avance hasta nuevo aviso».

* * *

Más fuerzas afluían sobre Asturias. En Bilbao, y por orden del Ministerio de la Guerra, se organizó una columna, con dos Batallones con ametralladoras —primer batallón del Regimiento número 14 y Batallón de Montaña número 7—; un escuadrón de sables del Regimiento de Caballería número 6, y una batería de Artillería de montaña. Tomó el mando de estas fuerzas el coronel José Solchaga. Salieron de Bilbao en camiones el día 12 y el 13 por la tarde llegaron a Llanes. Al día siguiente, en Ribadesella se presentó al jefe de estas fuerzas el teniente coronel retirado Juan Vigón, a quien habían sorprendido los sucesos en Colunga y quedó incorporado a la columna como jefe de Estado Mayor. El día 15 las tropas penetraron en Infiesto, donde por la noche fueron hostilizadas. En este día, el comandante Camilo Alonso Vega, disponible forzoso, se ofrecía al jefe de la columna, como conocedor del terreno, por residir largas temporadas en Noreña. El comandante condujo a las vanguardias en la operación de los días 16 y 17, que culminaron con la ocupación de Noreña, y más tarde de El Berrón, cruce de carreteras y de vías férreas, después de quebrantar la tenaz resistencia de grandes contingentes de milicianos apoyados por un camión blindado. El día 18 la columna del coronel Solchaga llegaba en su avance hasta La Felguera y Sama.

La empresa más urgente era la de sanear la atmósfera de Oviedo, irrespirable por la pestilencia de los cientos de muertos abandonados en las calles, en los portales y en los sitios más inesperados. Se imponía su inmediata desaparición. El jefe de Sanidad del Cuerpo del Ejército, Domingo Sierra Bustamante, dispuso y organizó la recogida de cadáveres. En una zanja abierta en el cementerio de San Pedro de los Arcos fueron enterrados sesenta y cuatro. Como no resultase fácil darles adecuada sepultura a todos los muertos, se dispuso la incineración de ciento ochenta y dos en los hornos crematorios municipales. Sólo el personal sanitario a las órdenes del comandante Sierra enterró en los tres cementerios de la ciudad seiscientos treinta y un cadáveres, sin contar los sepultados por los revolucionarios. El número de heridos pasaba de mil.

Por otra parte, las bajas de la guarnición ovetense hasta la llegada de la columna de López Ochoa habían sido: tres oficiales muertos, uno del Batallón de Infantería y dos de Carabineros; ocho oficiales heridos; dos sargentos muertos y diez heridos. Tropa: diecisiete muertos y ciento nueve heridos; diez guardias civiles muertos —de ellos dos oficiales— y diez heridos.

No había familia ovetense sin su tragedia, hogar sin luto, o con dolorosa huella del estrago producido por la metralla o la dinamita. Las gentes empezaban a vivir después de las angustiosas pesadillas sufridas en los nueve terroríficos días. No se confirmaba la perpetración en la cuenca minera de algunas abominaciones horrendas divulgadas por la prensa de Madrid y provincias, e incluso por algún ministro, tales como el descuartizamiento de sacerdotes, torturas de los hijos de guardias civiles hasta dejarlos ciegos y otros horrores parecidos. En cambio, se dio como cierto que el guardia de Seguridad Joaquín García fue quemado vivo en el Campo de San Francisco y que tres muchachas habían sido atropelladas y muertas por un grupo de revolucionarios.

En contraste con el odio manifestado contra sacerdotes y religiosos sorprendía el respeto con que, en general, trataron los milicianos a las monjas en los conventos que ocuparon o tuvieron bajo su dominio. Cuando las Hijas de la Caridad abandonaban su convento en Oviedo, amenazado de incendio, para trasladarse al Hospicio, en unión de sus educandas, «los hombres cargados con fusiles, en actitud de disparar —refiere una re­ligiosa—, nos miraban, y al verlos, las niñas empezaron a llorar. La Santísima Virgen pareció mover el corazón de algunos, que, bajando los fusiles, dijeron: «Pasad pronto, no lloréis, que a vosotras no os haremos nada, ni a las monjas de la Caridad tampoco, que no tenemos queja de ellas.» Se adelantó uno y nos acompañó hasta el Hospicio, diciéndonos por el camino: «¿Pero cómo no han salido antes? Si tardan más en salir, mueren dentro, porque queremos incendiar estas casas para hacer volar la Casa Blanca...», que estaba contigua al Colegio. «A nosotras nos respetaron — dice la Superiora de la Casa de Caridad de San Lázaro—; pero oíamos grandes barbaridades». «Cuando entraron aquí los revolucionarios —dijo la Madre Superiora del convento de las Adoratrices — sólo había veinticinco alumnas: hablaron con nosotras y no pasaron del portal ni nos han molestado. Un día nos trajeron pan, que buena falta nos hacía...» «Registraron el convento de las dominicas, y como no encontraron lo que buscaban, las dejaron tranquilas...» (Datos de la Madre Florentina.) También estuvieron en la Residencia de las Teresianas. Les pidieron las llaves de unos armarios grandes que querían registrar, y como no las hallaban, rompieron las puertas a culatazos. Luego se marcharon sin decirles nada desagradable». Uno de los revolucionarios de los que invadieron el colegio del Santo Ángel blasfemaba horriblemente —dice la Superiora—. Luego registraron la casa y destrozaron la sala de costura. Cuando salieron las monjas, un revolucionario les dijo en voz baja: «Recojan esos rosarios que están en el suelo...». «En las Esclavas — datos de la Superiora—, la iglesia, capilla y cuadros religiosos, todo fue respetado».

Ocupado el convento del Servicio Doméstico por los milicianos el día 9, las monjas continuaron hasta el día en que se trasladaron a las Salesas. En el Servicio Doméstico se hallaban refugiadas las benedictinas del convento de San Pelayo y las agustinas. Los rojos respetaron la capilla y las imágenes».

* * *

A las cuatro columnas que operaban en Asturias había que añadir desde el día 14 otra formada por disposición directa del Ministerio de la Guerra. Se componía de dos compañías del Batallón número 9, procedentes de El Ferrol, como ya se dijo, que, transportadas por mar desde Gijón a San Esteban de Pravia, fueron reforzadas aquí con otra compañía del Batallón número 9, llegada también por mar desde La Coruña.

López Ochoa tenía bajo su mando un ejército de 15.000 hombres, con 400 caballos, 24 piezas de artillería y 80 ametralladoras, más 3.000 hombres entre guardias civiles, de Asalto y carabineros. Contaba también con el apoyo de la Aviación, cuyos servicios durante la revolución fueron eficaces y constantes, en misiones de reconocimiento, enlace, protección, aprovisionamiento y ataque, con más de cuatrocientos vuelos, que totalizaron una cifra superior a novecientas horas. El número de bombas arrojadas sumó 2,400. Lo que empezó siendo un débil arroyuelo —la columna de Lugo—, en diez días se había convertido en caudaloso e imponente río. El enemigo, arrojado de Oviedo, únicamente hacía acto de presencia.

Pocos mineros prestaban atención a tales desvaríos. La mayoría de los milicianos habían escondido sus armas, para huir o esperar el desenlace. Sin embargo, unas docenas de fanáticos de Grado se batieron todavía contra las tropas procedentes de San Esteban de Pravia, obligándolas a retroceder a su base (día 15). Las fuerzas de Yagüe entraron en Trubia (día 17) sin encontrar resistencia. Por orden de López Ochoa se inutilizaron con dinamita los transformadores de la maquinaria de la Fábrica «para que el enemigo no pudiera aprovecharse de ella en ningún caso», y lo mismo se hizo con las piezas de artillería que no se pudieron transportar a Oviedo, porque «así convenía a los planes» del General, el cual el día 18 tenía proyectada la ocupación de la cuenca minera mediante un movimiento combinado de cuatro columnas: La de Balmes bajaría por Pola de Lena y Ujo, para coincidir en Mieres con la columna de Yagüe, que subiría desde Oviedo; la de Solchaga saldría de Noreña, y otra, compuesta de tropas de África, más dos escuadrones de Caballería y dos baterías de montaña, mandadas por el propio López Ochoa, convergerían en Sama de Langreo. Desmoralizado el enemigo, sin municiones, huidos los jefes, en pugna los partidos que se coaligaron para la revolución, dominar la cuenca minera no era ya cosa difícil. Además se había reanudado la implacable y tradicional hostilidad entre comunistas y socialistas asturianos. «Todo estaba dispuesto para esta operación, cuando al mediodía del 18 —cuenta López Ochoa— se me presentó el teniente Torréns, de la Guardia Civil, en traje de paisano, enviado, según manifestó, por los revoltosos desde Sama para «que me preguntase si yo aceptaría la capitulación de los rebeldes y dijera las condiciones que les imponía en este caso». Le respondí que si entregaban las armas sin condiciones por su parte, yo aceptaba en principio esta capitulación; pero que de todas suertes exigía ciertas garantías. Y le entregué, de mi puño y letra, para evitar tergiversaciones, una hoja de papel, en la que especificaba las condiciones».

El documento en cuestión decía así:

«Cuerpo de Ejército de Asturias. —Estado Mayor.

Condiciones que General en Jefe del Ejército de Asturias pone para la rendición de los mineros sublevados en la cuenca minera:

Primera condición. Entrega de armas y municiones a los guardias pri­sioneros inmediatamente.

Segunda condición. Entrega de toda clase de armas, largas y cortas, a los guardias civiles, inmediatamente.

Tercera condición. Que se presente inmediatamente, acompañado del teniente Gabriel Torréns, para quedar en rehenes, la cuarta parte de los miembros del Comité Provincial actual. (Ninguno de ellos deberá pertenecer a los anteriores Comités.)

En el día de mañana, si estas anteriores cláusulas se han ejecutado, avanzarán las columnas a tomar posesión de la cuenca minera, y si no son agredidas, no se tomará represalia ninguna en las minas. Este ofrecimiento no implica en modo alguno que más tarde los promotores de la pasada revuelta sean sometidos a proceso y sufran las consecuencias que la ley les marque.

Este ofrecimiento queda garantizado por la palabra de honor del General en Jefe.

Oviedo, 18 de octubre de 1934. —Eduardo López Ochoa.»

(Hay un sello que dice: «Inspección General del Ejército. Estado Mayor»).

El General justificó la aceptación como parlamentario de Torréns por ignorar la personalidad del teniente, pues no podía «ni sospechar siquiera que tuviera la osadía de presentarse ante mí con semejantes antecedentes». Torréns se trasladó a Sama para entregar el documento a Belarmino Tomás, a indicación del cual hizo el viaje a Oviedo. El secretario del Sindicato Minero Asturiano, con los miembros del Comité, aguardaban al mensajero «con mal disimulada ansiedad».

Una vez leídas y discutidas las condiciones, se decidió que Belarmino Tomás fuese a la capital a negociar con López Ochoa. El viaje lo realizó con Torréns, como conductor de un coche que ostentaba una gran bandera blanca improvisada con un mantel.

Belarmino Tomás era Secretario general del Sindicato Minero Asturiano. Tenía cuarenta y tres años y llevaba más de veinticinco en la profesión. No ignoraba los antecedentes políticos de López Ochoa, su enemistad con el general dictador Primo de Rivera, su intervención en la conspiración del año 1930 contra la Monarquía, en la que participaban también los socialistas, y que fue uno de los primeros generales que ofreció su espada a la República. Por todo ello, era indudable que López Ochoa inspiraba confianza al minero.

A las tres de la tarde llegaron los parlamentarios a Oviedo. Torréns se adelantó para preguntar al General si «recibiría a uno de los jefes de los rebeldes, no poniéndole preso aun en el caso de no quedar acordes». Al oír la respuesta afirmativa, entró en el despacho Belarmino Tomás, y comenzó el diálogo en presencia del teniente de la Guardia Civil. Según la referencia del Secretario del Sindicato Minero, éste se expresó así:

« — Antes de que empecemos a tratar de lo que aquí me trae, quiero que no pierda usted de vista que quienes nos hallamos frente a frente somos dos generales: el de las fuerzas gubernamentales, que es usted, y el de las revolucionarias, que soy yo.

— Está bien. Tengo sumo gusto en hablar con usted de todas estas cosas que nos preocupan. Celebraré que lleguemos a un acuerdo.

Y siguió el general hablándome de lo equivocado que sería que por nuestra parte persistiésemos en una resistencia.

—Va a costar mucha sangre, a ustedes y al Ejército —me dice—. Ya sabe usted que en toda España ha fracasado el movimiento. Está usted hablando con un republicano y un masón. Es preciso evitar consecuencias peores...

El General me sigue hablando de su liberalismo, de su significación, de que era amigo del Presidente de la República. Yo me permití interrumpirle cortésmente para rogar que abordáramos de lleno nuestro asunto.

—Vengo a decirle —concreté— que estamos dispuestos a dar por terminado el movimiento siempre que lleguemos a una inteligencia; pero no a rendirnos sin condiciones. Nos falta munición; pero tenemos dinamita suficiente para retrasar dos meses la entrada de las fuerzas en la cuenca.

—Tiene usted razón —me replicó—. Dada la topografía de las zonas mineras, es evidente que eso nos costaría muchas víctimas.

—¿Qué condiciones impone usted para que no las haya?

El General medita un rato y me contesta:

—Entrega de la mitad de los miembros del primer Comité. Entrega de la cuarta parte de los del segundo. Entrega de todo el armamento.

—En nombre de los revolucionarios, no me comprometo a aceptar la primera ni la segunda de dichas condiciones. Me comprometo a la entrega de los prisioneros y a recomendar la del armamento. Pero para ello estimo es necesario que usted acepte estas otras condiciones: que no haya represalias, salvo las que se deriven de la acción de los Tribunales de Justicia. Que a la salida de las fuerzas de Oviedo para entrar en la cuenca no vayan en cabeza ni el Tercio ni los Regulares, pues luego de lo que hemos visto, si la gente los viere llegar en vanguardia, no saldrían las cosas tan bien,

—Aceptadas las dos condiciones. Saldremos esta misma tarde y las tropas africanas irán a retaguardia; pero si nos hostilizan en el trayecto, pasarán a la vanguardia.

—No lo creo. En cuanto a entrar hoy mismo en la cuenca, estimo que no puede ser. Debo ir yo por delante y tomarme tiempo para la retirada de nuestras fuerzas. Mañana, de once a doce de la mañana, podrá ser.

—Perfectamente.

Así quedó empeñada nuestra palabra. El General me trató en tono amistoso. Me preguntó, inspirándome confianza, cuál era mi propósito personal.

—Pues huir inmediatamente—le respondí.

Hace usted mal. No debe usted marcharse. Quédese, y no le pasará nada. Soy íntimo amigo del auditor de Guerra y, como le dije antes, del Presidente de la República. Le visitaré y me interesaré por su caso.»

La versión del general López Ochoa sobre el pacto con el Secretario del Sindicato Minero Asturiano no difiere, en lo fundamental, del relato hecho por Belarmino Tomás. El General prescindió de la condición relativa a la entrega de rehenes, «sustituyéndola, como prueba de buena fe por parte de los revoltosos, por la de que cesasen en el acto las agresiones que todas las tardes se venían ejecutando desde las alturas del barrio de San Lázaro». También afirmó el líder minero que no hubieran capitulado —escribe el General— «si no hubieran tenido noticias de mi caballerosidad y de los sentimientos humanitarios y democráticos que me adornaban».

Belarmino Tomás regresó a Sama, donde le esperaban, ansiosos, el Comité, reunido con el Ayuntamiento, y en la plaza todo el pueblo. Dio cuenta de lo pactado con el General. Las opiniones contrarias al pacto fueron muy pocas. «No saldré de aquí —dijo Belarmino Tomás— hasta que vea entrar en el pueblo el primer soldado.» Así lo hizo. Unos días después estaba en Francia. López Ochoa, por su parte, acomodó sus órdenes a los jefes de las columnas a las condiciones de lo pactado.

En la madrugada del 19 las columnas emprendieron marcha hacia la cuenca minera. La infantería iba en camiones. A las once entraron las tropas en La Felguera, sin disparar un solo tiro. Lo mismo sucedió en Sama y demás pueblos de la cuenca de Langreo. Legionarios y Regulares iban a retaguardia. A las siete de la mañana la columna del general Balmes partió de Campomanes en dirección a Mieres. Simultáneamente, las fuerzas que mandaba el coronel Aranda descendieron por Leitariego hacia Grado, por Somiedo hacia Trubia, por el valle de Aller en dirección a Turón, y por el valle de Turón hacia Pola de Laviana. Al saber la proximidad de las tropas, los revolucionarios de Pola de Lena prendieron fuego al Ayuntamiento y a la casa rectoral y huyeron a los montes. Los vecinos de aldeas y caseríos situados en la carretera de Oviedo a Sama al principio se mantuvieron en sus hogares; pero pronto cobraron confianza y salieron a las carreteras para presenciar el paso de las tropas. Los Comités revolucionarios de Moreda, Turón, Pola de Siero y Grado, antes de darse a la fuga, desvalijaron los Bancos o cajas de las Sociedades y se llevaron el dinero. En Sama esperaban a las tropas sesenta guardias civiles y de Asalto, recuperados sus fusiles, y al frente de ellos el teniente Torréns, que poco después quedó detenido. Los presos políticos fueron puestos en libertad tan pronto como se anunció la llegada de las columnas.

Las armas cogidas en esta primera jornada y depositadas en Ayuntamientos, escuelas y Casas del Pueblo fueron dos cañones, 24 ametralladoras, 21 fusiles ametralladores, 4.100 fusiles, mosquetones y escopetas, y un camión blindado.

López Ochoa dispuso que por la tarde las fuerzas de la columna del teniente coronel Yagüe regresaran a Oviedo. Temía, al parecer, que su presencia ofendiese a los mineros. Este escrúpulo, ciertas apreciaciones del General, expuestas en comunicaciones dirigidas al Ministerio de la Guerra sobre los errores tácticos en que a su juicio había incurrido la columna de África, por indecisión y lentitud en el primer día de su marcha sobre Oviedo, aparte la benevolencia y tolerancia no recatadas hacia los revoltosos, provocaron la reacción de Yagüe. Expresó éste, en declaraciones a la prensa, su extrañeza ante ciertas condescendencias del General en Jefe para con los revolucionarios, que a veces adquirían reflejos de complicidad, y así lo hizo saber por tercera persona al general Franco, al jefe de la C. E. D. A. y a Lerroux. La pugna entre los dos jefes militares estalló de manera violenta en el transcurso de un diálogo, durante el cual —afirma Yagüe— «llegué a empuñar la pistola ya sin seguro».

Es indudable que despertaba recelo el proceder del jefe de operaciones, y ello explica la constante vigilancia que se ejercía desde el Ministerio de la Guerra —Estado Mayor Central y Subsecretaría—; vigilancia que López Ochoa llamaba «persistente intromisión en sus facultades», respecto al plan de ocupación de la zona minera. A tales intromisiones se refirió en cartas y mensajes al ministro y siempre recibió excusas y satisfacciones.

Ocupada la cuenca minera, no quedó enteramente apaciguada: muchos milicianos que participaron en crímenes, temerosos de ser descubiertos, huyeron a los montes para esquivar a la justicia. Al día siguiente de la operación en la cuenca minera, en la carretera de Noreña a Sama fue volado un autobús colmado de soldados, veinticinco de los cuales murieron. Este atentado, las repetidas agresiones en algunos sectores de la cuenca, el retraso o retraimiento en la entrega de armas, municiones y explosivos, obligó a López Ochoa a publicar un bando (día 20): «Todo aquel —decía— a quien se le encuentre sobre sí u ocultos en su domicilio armas o explosivos, será sometido a juicio sumarísimo y, comprobado el hecho, pasado por las armas.» Los auxiliares o encubridores incurrirían también en responsabilidad. Asimismo se hacía saber a los mineros «que si hacían entrega de alguna arma de fuego —de las ocultas por los rebeldes— serían admitidos al trabajo, y quedarían exentos de pena, aunque se demostrase que participaron con las armas en la revolución, siempre que no hubieran sido de los Comités directivos ni hubiesen cometido individualmente algún crimen».

Con atribuciones extraordinarias y especial jurisdicción, otorgadas por el ministro de la Guerra, llegó a Oviedo el comandante de la Guardia Civil, Lisardo Doval, que se había distinguido en la represión del anarquismo en Andalucía y conocía muy bien la situación social de Asturias, por haber pasado en esta región catorce años. El ministro de la Guerra lo ensalzaba con estas palabras: «Entrega entusiasta a las actividades profesionales; afición, sagacidad, valentía, arrestos, juventud y abnegación». 

En los últimos días de octubre, el número de detenidos pasaba de dos mil.

López Ochoa distribuyó las fuerzas bajo su mando del modo siguiente: dejó dos agrupaciones en Sama y Mieres; reforzó la guarnición de Oviedo; espació tropas a todo Jo largo de la costa; situó tres batallones en la línea de etapas hacia León, mandados por el coronel de Estado Mayor, Aranda, y formó cinco columnas móviles, compuestas de soldados, destacamentos de la Guardia Civil y secciones de Asalto, encargadas de perseguir a los fugitivos e indagar el paradero de las armas. A fines de diciembre de 1934 quedaban por recuperar 1.434 fusiles» 2.518 mosquetones, tres ametralladoras, 17 fusiles ametralladores, de los sustraídos en la Fábrica de Armas de Oviedo; casi la totalidad del armamento, cascos y granadas sacadas de la Fábrica de Trubia, más todo el material del Turquesa y de otras procedencias.

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La Commune asturiana había terminado. Dejaba como recuerdo una ciudad en ruinas, la cuenca minera paralizada, la industria siderúrgica en quiebra, millares de hogares enlutados y un rescoldo de odios y de malos instintos que pronto pugnarían por desatarse con ansias de venganza. El inmenso crimen cometido contra una región y contra el Estado no podía quedar impune. Mucho menos cuando, todavía humeantes los escombros y sin enterrar las víctimas, había panegiristas de la insurrección que exaltaban el octubre rojo como el hecho histórico de la más considerable experiencia revolucionaria. Eso venía a decir el «Comité Provincial Revolucionario de Asturias» en el manifiesto de despedida que con fecha 18 de octubre dirigió «a todos los trabajadores», redactado en los siguientes términos: «El día 5 del mes en curso comenzó la insurrección gloriosa del proletariado contra la burguesía, y después de probada la capacidad revolucionaria de las masas obreras para los objetivos de gobierno, ofreciendo alternativas de ataque y defensa ponderadas, estimamos necesaria una tregua en la lucha, deponiendo las armas en evitación de males mayores.

Por ello, reunidos todos los Comités revolucionarios con el provincial, se acordó la vuelta a la normalidad, encareciéndoos a todos os reintegréis de forma ordenada, consciente y serena, al trabajo. Esta retirada nuestra la consideramos honrosa por inevitable, La diferencia de medios de lucha, cuando nosotros hemos rendido tributo de ideales y hombría en el teatro de la guerra, y el enemigo cuenta con elementos modernos de combate, nos llevó por ética revolucionaria a adoptar esta actitud extrema. Es un alto en el camino, un paréntesis, un deseando reparador después de tanto surmenage. Nosotros, camaradas, os recordamos esta frase histórica: Al proletariado se le puede derrotar; pero jamás vencer. ¡Todos al trabajo y a continuar luchando por el triunfo!»

No había, pues, tal derrota en opinión de los revolucionarios. Sólo se trataba de una «tregua necesaria», de «un alto en el camino», de «un paréntesis», de «un descanso reparador». En octubre, «prólogo luminoso de la segunda revolución —escribía Maurín—, acababa la primera revolución y comenzaba la segunda»

 

CAPÍTULO 52.

LAS CORTES APRUEBAN LA CONDUCTA DEL GOBIERNO FRENTE A LA REVOLUCIÓN