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CAPÍTULO V .

LAS CORTES CONSTITUYENTES

 

Sesión de apertura y discurso de Alcalá Zamora. - Julián Besteiro, elegido presidente de la Cámara. - Las cortes ratifican por mayoría la confianza al Gobierno provisional. - Elección de la Diputación provisional de la Generalidad.- Mensaje de Maciá a los diputados de la Generalidad. - El proyecto de Estatuto es aprobado en referéndum. - Entrega del Estatuto al jefe del Gobierno. - Azaña explica las reformas militares y la reducción del Ejército. - Ortega y Gasset califica de maravillosa, increíble y fabulosa la reforma. - Comentarios de Mola, del duque de Maura y de Salvador de Madariaga a las leyes de Azaña. - Inútil intervención de Ossorio y Gallardo en favor de los presos gubernativos. - La exigencia de responsabilidades por el golpe de Estado. - Detención de generales.- Apertura del fichero del general Primo de Rivera. - José Antonio se presenta como candidato por Madrid.

 

Un lúcido cortejo, con brillante escolta de fuerzas de Caballería, cruzó las calles de Madrid desde el Palacio de Oriente hasta la carrera de San Jerónimo para acompañar al jefe del Gobierno provisional en su marcha al Congreso de los diputados. Las tropas cubrían la carrera. Era el 14 de julio, día solemne, de «dimensiones históricas» y de «apoteosis de la soberanía popular», escribía un republicano exaltado. El Palacio de las Cortes lucía sus mejores galas. También las lucían ministros y diputados, si bien los socialistas, con contadas excepciones, se resistieron a vestir el chaqué. En el salón de sesiones, abarrotado, se respiraba optimismo. El Liberal describía a los diputados «con la conciencia plena de la responsabilidad contraída ante los contemporáneos y la historia». En la tribuna diplomática estaban los embajadores, con su decano, el nuncio de Su Santidad. Ocupado el sillón presidencial por el federal Vázquez de Lemus, privilegio a la edad, y hecho el silencio, Alcalá Zamora pronunció el discurso de apertura de las Cortes Constituyentes, que Fernando de los Ríos calificaría de «canto de epifanía de la nueva España».

Elogiaba el acto «primero de soberano albedrío de la Cámara», con «una grandeza sencilla, un ceremonial sobrio, de solemnidad silenciosa, de emoción muda, en que se refleja, pura y escueta, la austeridad republicana». Afirmaba hiperbólico: «Hoy se escribe con un intenso subrayado una página de la Historia; son pocos los días que constituyen divisoria y la fecha de hoy es una alta, una suprema cima, una cresta divisoria en la historia de España. Por un lado, el eco de nuestras luchas civiles, todo el esfuerzo gigantesco y sin igual entre el tesón democrático del pueblo, y la obstinación incorregible de la dinastía, de otro; todo el horizonte que se abre con la promesa de una paz, un porvenir y una justicia que España jamás pudo prever como ahora, «la revolución triunfante es la última de nuestras revoluciones políticas, que cierra el ciclo de las otras, y la primera, que quisiéramos fuera la única, de las revoluciones sociales, que abre paso a la justicia». «Si fuimos los que pagamos más cara la transformación política, seamos los que obtengamos más fácil la transformación social». Celebraba la alegría republicana de esta manera: «De mí sé decir que haber llegado al 14 de julio, venir al Congreso y dirigiros este saludo, es la cumbre que jamás pude soñar, tras la cual todas las venturas de la tierra me parecerán el descenso desde el honor máximo que la Providencia me ha permitido gozar en esta vida.» Y a continuación exaltaba en parrafadas grandilocuentes a la República, «cuya reputación moral es incólume e inmaculada«; «el Gobierno se presenta ante vosotros con las manos limpias de sangre y de codicia, pero que aportan dos cosas: la República intacta y la soberanía plena.; «República intacta es República segura, indiscutible, sin peligros que la perturben, sin desvío en la pausa y en el rumbo, «soberanía plena quiere decir libre de toda influencia tutelar extranjera; libre y dueña de sus destinos económicos, que a nadie debe nada ni prometió nada, porque no necesitando comprar a nadie, no necesitó venderse a nadie»; «libre de todo caudillaje militar; el sabio extranjero que quiera definir la política española por diccionario tendrá que innovar la palabra que decía: Pronunciamiento: voz anticuada, despectiva, militar y española, sin traducción posible, y tendrá que decir: Pronunciamiento: voz moderna, civil, popular, de comicio legal, republicana, típica de España, sin traducción posible«; «soberanía libre de oligarquías políticas y de caudillaje político. Esa es la soberanía y esa es la República que os entregamos; vais a ser escultores de pueblos... Esas esculturas se tallan sobre roca que ahonda en el suelo, que se eleva a las cimas y vive el transcurso de los siglos. Sed dignos —terminó diciéndoles a los diputados— de recibir la gratitud de la Patria y de gozar la paz de la propia conciencia, néctar y sentido exquisito del orden moral, que son el paladeo anticipado del eco de la inmortalidad y del sabor de la gloria».

El florido y retórico discurso de Alcalá Zamora gustó mucho a los diputados que lo acogieron con entusiasmo. A continuación se procedió a elegir presidente provisional de la Cámara. Por 363 votos fue designado Julián Besteiro, catedrático de Lógica en la Universidad de Madrid, uno de los primeros intelectuales que ingresaron en el socialismo con el propósito de darle al partido barniz y orientación cultural. Se eligieron también los vicepresidentes y secretarios de las Cortes, y así que hubo pronunciado el nuevo presidente unas palabras de gracias, el Gobierno en pleno, con los embajadores y diputados, salió para presenciar desde el pórtico y escalinata el desfile de la tropa. El ministro de la Guerra, Azaña, impresionado por el espectáculo, exclamó: «Estos son ya regimientos completos.» Y un diputado añadió adulador: «Los de antes parecían de papel.» Cuando apareció la Guardia Civil sonó una silba estrepitosa que se prolongó todo el tiempo que duró el desfile de esta fuerza.

Quedó elegida (día 15) la Comisión de Actas: veinticinco, en total, eran las protestadas, y con carácter de graves las de Alicante, Ávila, Lugo y Salamanca. Se discutió el reglamento de la Cámara (día 18), acordándose que fuera de mil pesetas la consignación mensual en concepto de dietas. Se privó del acta a José Calvo Sotelo, que ausente en París durante la elección, pese a las coacciones y amaños de sus contrarios, obtuvo una mayoría de 10.000 votos en Orense. Declaradas nulas las actas de Salamanca, la Comisión rectificó su parecer después de una intervención enérgica y brillante del diputado electo, José María Gil Robles, catedrático de aquella universidad y subdirector de El Debate.

El día 27 fue elegido definitivamente presidente de la Cámara Julián Besteiro, por 326 votos y seis papeletas en blanco. El tradicional juramento de los diputados fue sustituido por una promesa de «cumplir con lealtad el mandato que la nación les había confiado». De los núcleos políticos en que se agruparon los diputados al constituirse la Cámara, el más numeroso era el socialista, siguiéndole en importancia el radical, y a continuación, el radical-socialista, izquierda catalana, Acción Republicana, progresistas, autónomos gallegos, federales y al Servicio de la República. El grupo vasco-navarro formado por 14 nacionalistas, tradicionalistas e independientes, designó presidente a Joaquín Beunza. El grupo agrario lo constituían 26 diputados presididos por José Martínez de Velasco. El nuevo Presidente de las Cortes, Besteiro, al dar las gracias, recomendó: «Debemos ser fieles a la expresión de don Francisco Giner de los Ríos: somos todos trabajadores sin distinción entre intelectuales y manuales, y hemos de poner freno a disquisiciones ociosas, a vaguedades pretéritas, a lucubraciones vagas.» «No soñéis con una obra definitiva ni en la revolución de un día, mito éste que produce decepciones dolorosas. Lo importante es la continuidad en el esfuerzo. Lo que un tratadista ruso y bolchevique ha llamado la revolución permanentes.

No prosperó una proposición defendida por el agrario Antonio Royo Villanova para pedir la elección inmediata de presidente de la República, a fin de prevenirse contra cualquier intento federativo de la Asamblea.

Alcalá Zamora resignó los poderes en la sesión del día 28, tras de explicar con minuciosidad la labor del Gobierno provisional para liquidar «los años de pesadilla y de vergüenza de la Dictadura», y presentó como grave e inmediata la obligación de emprender el examen de las responsabilidades derivadas «de aquella situación despótica». «El Gobierno —añadió— ha de proveer y las Cortes deben acusar; es decir, han de crear el órgano, el cauce y la medida para que las responsabilidades sean por una vez efectivas en España.» Al resignar los poderes, Alcalá Zamora invitaba a las Cortes para que al nuevo Gobierno se le otorgara la confianza sin cicatería, dejándole amplia libertad de actuación.

* * *

La huelga revolucionaria de Sevilla y su represión fue el primer asunto a debatir, y para averiguar si se aplicó o no la ley de fugas se nombró una Comisión investigadora. La situación de Cataluña sirvió a Companys para interpelar al Gobierno porque entorpecía los movimientos y la iniciativa de los poderes legítimos de la Generalidad. Las palabras del jefe de la Ezquerra dieron oportunidad al ministro de la Gobernación para la declaración siguiente: «Cataluña está al borde de la ruina; se cierran fábricas y no se trabaja en ninguna parte, ni hay posibilidad de que se trabaje normalmente, porque los patronos tienen cada día la sensación de que al siguiente no sabrán cuál será el precio del coste, ni cuáles las reivindicaciones obreras, puesto que se piden locuras: jornadas de cuatro horas, trabajo nocturno retribuido al quíntuplo, etc. El puerto de Barcelona, la arteria principal de la vida barcelonesa, lleva cerrado días y días; los barcos pasan de largo y toda la vida económica de Cataluña sufre un colapso que de prolongarse transformará aquello en un montón de ruinas.» Por su parte, el ministro de Trabajo se defendía de las acusaciones de Companys, Barriobero y Samblancat, que le censuraban por su política de persecución a la C. N. T. «Los catalanistas —decía Largo Caballero— deben optar entre la legislación del Estado o la táctica de los sindicalistas.

Y como el debate se prolongara para derivar por otros cauces, José Ortega y Gasset (30 de julio), ante el comportamiento de ciertos oradores, retóricos graciosos o iracundos, ávidos de popularidad, ganada por engolamiento, acrobacia o embestidas, acuñó unas frases para estigmatizar con ellas a los perturbadores. «Es preciso —dijo— que no perdamos el tiempo. Nada de divagaciones ni de tratar frívolamente problemas que sólo una revelación de técnica difícil pueden aclarar; sobre todo, nada de estultos e inútiles vocingleos, violencias en el lenguaje o en el ademán. Porque es de plena evidencia que hay sobre todo tres cosas que no po­demos venir a hacer aquí: ni el payaso, ni el tenor, ni el jabalí.» Apuntó el profesor algunas orientaciones sobre lo que debiera ser la política re­publicana, tal como él la entendía: «Este Gobierno es el único posible por las fuerzas que representa. La cuestión fundamental es la económica, pues un régimen naciente que no triunfe en lo económico no tiene franco el porvenir». «A los capitalistas hay que tranquilizarles, haciéndoles ver que si se les resta una parte de lo suyo es para con el resto intentar un porvenir más robusto.» «A los obreros hay que decirles que España tiene que ser más rica para que ellos puedan ser menos pobres.» «Los catalanes no deben constituirse en islote.» Eran las horas iniciales de las Cortes y al profesor se le escuchaba como a un oráculo.

Firmada por representantes de los grupos republicanos y socialista, con excepción de los catalanistas se presentó a la Cámara (30 de julio) una proposición de confianza al Gobierno Provisional que fue votada por aclamación. «Ahora España, dijo Alcalá Zamora, se parece al mundo. Ahora hay una democracia que gobierna.»

* * *

La trayectoria seguida por los elementos catalanistas no coincidía con la política del Gobierno; para aquéllos, todos los caminos eran buenos si les llevaban a la anhelada autonomía. Los concejales de los Ayuntamientos catalanes eligieron (24 de mayo) la Diputación provisional. Se abstuvieron de participar en la elección la Lliga Regionalista, los radicales, los federales, la derecha republicana y los socialistas, y quedaron dueños absolutos de la situación Maciá y los suyos. La Lliga explicó su abstención «por la ruptura del pacto propuesto para conseguir una solidaridad de todos los sectores de la política catalana respecto al Estatuto». No obstante, uno de los más caracterizados personajes de la Lliga, Juan Estelrich, reconocía que Maciá, por el momento, «era insustituible, pues simbolizaba la eficacia del mito y el valor de la leyenda». La Diputación quedó constituida así: presidente, Jaime Carner; vicepresidentes, Luis Companys y José Irma, y secretarios, Martín Estévez y José Dencás. A los diputados de la Generalidad, reunidos en asamblea (10 de julio), Maciá les dirigió un mensaje. «La vida política de nuestro país —les decía— se encuentra en un momento culminante, aquel en que espera ver satisfechos los más puros anhelos tradicionales. El primer paso de la legislación constitucional de la República debe ser, y hemos de creer que será, restituir el derecho tradicional al pueblo que ha sido en la historia conjunta de los países hispánicos el primero en liberalidad y democracia.» Un extenso repaso histórico le llevaba a Maciá a la conclusión de que Cataluña, por su carácter liberal y democrático, no pudo entenderse nunca, ni siquiera pactar, con la dinastía, que representaba el obstáculo tradicional para sus reivindicaciones. «Y para hacer desaparecer este obstáculo ha luchado Cataluña entera aquí, en las Cortes y más allá de las fronteras.» «Este estado de cosas —añadió— nos llevó a la reunión de San Sebastián, donde quedó sellado el pacto para llevar la libertad a todos los pueblos de la península. Lo que todo el mundo había dicho que no podría lograrse sino tras una revolución sangrienta, aconteció por la voluntad popular, cívicamente manifestada en las elecciones del 12 de abril... Dos días después, en este histórico salón, proclamé, por la voluntad del pueblo, la República Catalana como Gobierno integrante dele República, que pocas horas después se propagaba por tierras de España. El cumplimiento del Pacto de San Sebastián exige que las Cortes acepten el estado de hecho creado en Cataluña, y, fieles a nuestra palabra, convinimos con los tres ministros que representando al Gobierno español vinieron a parlamentar con nosotros, que nuestro Gobierno, durante el período transitorio, se llamaría de la Generalidad de Cataluña, y que inmediatamente nos serian otorgadas algunas delegaciones como anticipo de más amplias concesiones. La de enseñanza, como todos sabéis, he sido iniciada con dos decretos: uno, que concede a nuestros hijos el derecho a ser enseñados en la lengua materna, y otro relativo a las cátedras en catalán. En cuanto a otras delegaciones, especialmente las de orden económico y de trabajo, aquella buena disposición no ha tenido plena realización.» Maciá, después de invitar a los diputados a un trabajo intenso en la preparación del Estatuto, saludó a «los hermanos de allende el Ebro», a quienes dijo: «Hemos hecho juntos un largo camino por los yermos y los acantilados de la historia, hemos llegado ya a la tierra de promisión a donde juntos nos dirigíamos, pero desde este momento cada uno ha de edificar en el valle ubérrimo que nos ofrece la libertad conquistada el edificio que ha de habitar según los gustos propios, con una arquitectura peculiar y una distribución interior adecuada a las necesidades de sus moradores.» Puso en todo el mensaje Maciá mucho cuidado para que se advirtiera claramente cómo se creaba una Cataluña distinta y su débil vinculación a España.

Protestaron con energía contra el mensaje los ministros de Agricultura, Trabajo y Obras Públicas por la interpretación personalísima hecha a molde por el presidente de la Generalidad de lo pactado en San Sebastián, y calificaron de inexactas sus aseveraciones. De la Asamblea de diputados catalanes salió la Comisión encargada de redactar el Estatuto. La presidía Jaime Carner, y formaban en ella, entre otros, Luis Companys y Pedro Corominas, consejero este, que gozaba de gran predicamento sobre Maciá, más un equipo de asesores. Todos se recluyeron en el Santuario de Nuestra Señora de Nuria para consagrarse de lleno al trabajo a fin de preparar un proyecto que fuese garantía de un porvenir risueño y panacea contra todos los males que aquejaban al país. «Cuando tengamos el Estatuto no se producirán conflictos como éstos», declaraba Maciá ante la huelga de los obreros portuarios. «Si Cataluña se gobernase por sí misma, estos conflictos no podrían producirse», repetía al conocer las bases de trabajo de los obreros textiles, con exigencias como éstas: «Sólo podrán trabajar los afiliados a la C. N. T. La autoridad de los patronos será sustituida por los comités de fábricas; los salarios aumentarán de un 60 a un 300 por 100.»

Con gran alborozo se comunicó al pueblo catalán el feliz término del trabajo de la Comisión. El proyecto de Estatuto una vez redactado iba a ser sometido e referéndum. Previamente fue sometido el cuerpo electoral a un tratamiento propagandístico a la americana, de carteles, ruidos y luces. Los diputados Hurtado, Carner y Campalans llevaron el proyecto a Madrid para informar al Gobierno de su contenido, y regresaron con la impresión de que, en conjunto, había sido estimado como viable, con algunas correcciones en los artículos referentes a orden público y administración de justicia. Maciá rubricó (18 de julio) el extenso repertorio de ilusiones y promesas con un manifiesto excitante: «El precio de las libertades de Cataluña —decía— es el Estatuto. La hora que suena para Cataluña es la que hace siglos anhelábamos... Con el Estatuto queda garantizado el libre ejercicio de nuestro Gobierno, la cultura, la justicia, el orden público, la sanidad, la tributación directa, así como la aplicación en Cataluña de todas las leyes generales de la República, exceptuadas aquellas cuya ejecución corresponde en toda federación al Gobierno central. Y respecto al Ejército, defenderemos que no pueda ser más que voluntario, esperando atraer a nuestra tesis a todos los pueblos de España, haciendo imposible que ningún soldado pueda salir de las fronteras de la patria para ninguna guerra abusiva, y hemos de dejar bien sentado desde ahora que ningún catalán podrá ser obligado a prestar servicio militar fuera de Cataluña.»

Volvió a dirigirse Maciá al pueblo (24 de julio) para aconsejarle que votara, pues el momento era grave y decisivo: «Votad, les animaba, para que podamos resolver por nosotros mismos todos los problemas de nuestro Gobierno, de conformidad con nuestras costumbres, nuestras características y nuestra mentalidad.» En la propaganda se desbarraba sin freno, dándose por supuesto que el triunfo equivalía a la proclamación de la soberanía y de la independencia de Cataluña. «No aceptaremos enmiendas a nuestro proyecto, afirmaba Aiguader, alcalde de Barcelona, y, si las hubiera, Cataluña las anularía con un nuevo plebiscito.» El consejero de la. Generalidad, Carrasco Formiguera, invitaba a las mujeres a que con­feccionaran listas negras con las personas que se abstuvieran de votar, «a fin de hacerles después la vida imposible». «Somos —añadía—, un pueblo en pie de guerra, y es natural que acudamos a la santa coacción para ganar la batalla definitiva. Si durante la guerra entre Francia y Alemania algún francés se hubiese puesto a parlamentar con los enemigos, se le hubiese pasado por las armas.»

Hasta el último momento la propaganda se mantuvo en la misma tensión y fragor, sufragada por la Generalidad, y el plebiscito se celebró el 2 de agosto, sin interventores ni fiscalizadores, con lo cual las cifras que se dieron fueron a gusto de quienes amasaron la elección. Se dio como oficial el siguiente resultado: 592.691 votos a favor del Estatuto; 3.276 en contra y 1.105 en blanco. El censo total de Cataluña ascendía a 792.582 votantes. Por la noche, las calles y plazas de Barcelona hervían de muchedumbres que exteriorizaban su alegría al conocer el triunfo divulgado por la radio entre arengas e improvisaciones ditirámbicas para glorificar la trascendencia histérica de la jornada. Desde el balcón de la Generalidad, el alcalde de Barcelona exclamó: «Hemos recogido la bandera que cayó en 1714 y ya es imposible que nos arrebaten la conquista. ¡Viva Cataluña libre!» Ventura Gassol recordó a los «mártires de la libertad catalana», desde Ramón Muntaner hasta Francisco Ferrer y el «Noy del Sucre». «Serán, exclamó, inútiles cuantos esfuerzos se hagan contra nuestras libertades.» Maciá abrió, en nombre de Cataluña, los brazos «a los demás pueblos de Iberia», ofreciéndoles ayuda para conquistar Las libertades «que Cataluña ya había obtenido sin necesidad de nadie». «Implantado el Estatuto —continuó—, Cataluña será grande entre las grandes naciones civilizadas.»

La noticia del triunfo y la interpretación que los hombres de la Generalidad daban al mismo causaron penosa impresión al Gobierno. Los más preocupados parecían los socialistas. «Por lo visto —escribía el órgano del partido — la ética política de ese organismo anacrónico y patriarcal de la Generalidad no se para en escrúpulos legales, y su vasta conciencia le permite sin empacho alguno ser juez y parte interesada en el divertido juego de su nacionalismo vergonzante. La votación para aprobar el Estatuto se ha realizado a capricho del faraónico organismo que preside Maciá e influida por su enorme poder coactivo. Una considerable masa de opinión, que no ha podido movilizar las intolerables coacciones de la Generalidad, se ha mostrado ajena a un pleito de etiología oscura y morbosa. En recta doctrina de derecho político, en consideración de ponderada pulcritud ética, el plebiscito amañado por la Generalidad carece en absoluto de validez para basar en él su virtualidad autonomista.»

El ministro de Agricultura, Domingo, y el diputado Gabriel Alomar trataron de sofrenar los excesos de los furiosos catalanistas con una carta dirigida a Maciá, invitándole a que reflexionara sobre la conveniencia de que las Cortes Constituyentes pudieran discutir el Estatuto sin urgencia ni coacción, y a fin de no crear conflictos a la República «con abuso de la fuerza que eminentemente concedía a Cataluña la votación obtenida». La carta no fue tomada en consideración. Acaso —comentó despreciativo Carner—, sea apócrifa. Pese a esta sospecha, Maciá respondió a los remitentes diciéndoles que «el deber de los catalanes no era otro que el de cumplir la voluntad de sus representados y convertir el Estatuto en ley constitucional de la República.» Y sin esperar más se organizó una discreta caravana automovilista (13 de agosto), que partió de Barcelona para ser portadora del Estatuto. En ella figuraba Maciá con su hija. En Madrid hubo recepciones, banquetes y discursos para ensalzar el ambiente democrático que favorecía la comprensión entre las regiones. El día 14 el presidente de la Generalidad hacía entrega del Estatuto al jefe de Gobierno. «Tras siglos de incomprensión real —dijo Maciá—, el pueblo catalán puede sin trabas hacer llegar su voz a la más alta representación de la República española.» Maciá se expresaba como un fervoroso españolista, ardiente partidario de la unidad política de la República. ¡Qué distinto su lenguaje del que usaba en Cataluña! «Allí no ondea —aseguraba— otra bandera que la republicana, la que izamos antes que en Madrid por manos que habían tocado, como las nuestras, hierros de cárcel, y aclamada por pechos que, como los nuestros, han respirado aires de destierros; «el sí del pueblo catalán al Estatuto expresa una voluntad jurídica, y con su voluntad, la unidad fecunda de España»; «al Gobierno de la República se debe la gloria de que por primera vez en España haya sido consultada, dentro de un orden jurídico, la voluntad del pueblo»; «el Estatuto proclama solemnemente la unidad política de la República. Aquí tenéis el resultado de la voluntad del pueblo de Cataluña. Os lo presentamos con todo el amor de hermanos: sólo esperamos que lo recibáis con afecto».

Alcalá Zamora acogió con emoción el documento, «en el que se reúnen siglos de tradición, de sufrimientos y de anhelos que ahora son un mensaje de libertad y de amor». «Recuerdo —afirmó— que muchas veces estuve en lucha y discusión con vosotros, pero ahora entramos en una fase de serenidad y en horas de meditación y de trabajo. Vamos a discutir y a concordar con el deseo ferviente de llegar a conclusiones acertadas«; «los preceptos internos de Cataluña los respetará la Cámara y ante ellos se inclinarán; «los de justicia contributiva se irán concertando poco a poco; los de discrepancia podremos resolverlos alzando la mirada y poniéndola en el ideal»; «yo os digo que el Estatuto saldrá de las Cortes españolas como expresión de la libertad de Cataluña dentro de la unidad de España, que jamás se ha sentido tan fueran como ahora».

Los dos presidentes se abrazaron. La prensa más afecta al Gobierno se desbordó en elogios para el presidente de la Generalidad por su valor, su austeridad y su gesto cordial, pues había llegado a Madrid, según dijo, «con los brazos abiertos».

En aquellos días aparecieron en muchas fachadas madrileñas letreros ofensivos para Maciá y se distribuyeron hojas con fuertes ataques al Estatuto. Como autor de las mismas fue detenido el joven universitario Ramiro Ledesma Ramos, director del periódico titulado La conquista del Estado, que intentaba la aclimatación del fascismo en España y la exaltación de los valores hispánicos.

En Barcelona le aguardaba a Maciá una acogida digna de un césar victorioso, impregnada de separatismo. La bandera de la República estuvo proscrita en la gran apoteosis. La muchedumbre le aclamó entonando Els Segadors. «Vengo —exclamó— de pasar unos días en el seno de una familia amiga. Sabed que, pase lo que pase, yo seré digno de Cataluña, y llegado el trance, estoy dispuesto incluso a verter la sangre por ella.» Después se acercó a una bandera que ostentaba la estrella solitaria y la besó con reverencia.

Pocos días después (11 de septiembre), el tradicional homenaje al conseller Rafael Casanovas, muerto por la libertad de Cataluña en 1714, culminó en una explosión de rebeldía expresada en alegorías, banderas e himnos. Una bandera republicana izada en el monumento fue hecha trizas. En un acto celebrado por la noche, Ventura Gassol dijo, entre otras cosas: «Unamuno es hombre que no habla su lengua, que es la vasca, y es el autor de la comparación de que el castellano es un fusil moderno y la lengua catalana una espingarda. Una espingarda, sí; pero no se olvide que cada espingarda de los moros hacía huir a diez fusiles de los soldados españoles. A las espingardas las amparaba la razón.»

* * *

Mientras llegaba la hora de discutirse el proyecto de la nueva Constitución, las Cortes aprobaron los innumerables decretos correspondientes a la etapa del Gobierno provisional. Eran cientos, y ni uno solo mereció reparo u objeción. Los más importantes se referían a la reforma del Ejército: componían un plan minuciosamente preparado por el ministro de la Guerra para triturar la potencia militar dejándola reducida al mínimo de conformidad con el espíritu antimilitarista predominante en los rectores de la República. La primera vez que Azaña se envanece públicamente de su obra es en el discurso pronunciado (17 de julio) en un banquete ofrecido por Acción Republicana a sus diputados: «¡Que obra, amigos y correligionarios! — exclamó con gesto arrogante el ministro de la Guerra —. Parece que hemos desafiado y vencido la tentación satánica, que hemos derruido el templo y que lo hemos reedificado en tres días. Esta es la obra realizada por la voluntad nacional.» Azaña sufría la embriaguez del triunfo y veía deformadas las cosas presentes y futuras. Afirmaba la existencia de «un ejército republicano dispuesto a perder la vida en defensa de la República popular». Aludía a las fuerzas que desfilaron ante el Gobierno el día de la apertura de Cortes, y pedía a los oyentes que compartieran con él «la emoción de estos días, en que se abre para España una situación de porvenir como no se ha conocido desde el siglo XV».

Hasta el 2 de diciembre no especificó Azaña en lo que habían consistido sus reformas, y entonces lo hizo en las Cortes al contestar a las observaciones de unos diputados. Le contrariaba la unanimidad con que la Cámara se pronunció en favor de aquellas, pues hubiese preferido que los diputados demostrasen mayor interés por su obra. Con las reformas he tratado, decía el ministro, «de dotar a la República de una política militar que no existía en nuestro país desde finales del siglo XVIII. Pretendía a la vez «organizar y formar un ejército en condiciones tales que pueda competir con los del extranjero en una guerra de carácter internacional». Previamente «era necesario reducir el crecimiento morboso y enfermizo de que adolecía el Ejército a consecuencia de la política, de las guerras coloniales y de las guerras civiles». El ministro empezó por «suprimir todo lo que estorbaba en la institución militar, es decir, «todas las supervivencias de la parte suntuaria, heredadas de siglos anteriores o creadas y mantenidas por la Monarquía». Los capitanes generales, «herencia de los virreinatos», el Consejo Supremo de Guerra y Marina, que suponía una «ordenación de justicia militar completamente inadmisible en nuestros tiempos», el Tribunal Supremo de Justicia, «innecesario por arcaico». «En Marruecos el Ejército nacional no tiene nada que realizar, y una de las cosas que el Gobierno de la República se propone hacer es que lo que nosotros tengamos que defender allí lo defienda un ejército que no sea el Ejército metropolitano.» «Buscando la eficacia, ha sido menester reducir las unidades del Ejército español de una manera cruel, radical, a menos de la mitad. Había 121.000 oficiales en las plantillas; han quedado 8.000. Había ocho o diez Capitanías Generales; no ha quedado ninguna. Había diecisiete tenientes generales; no ha quedado ninguno. Había cincuenta y tantos generales de División; han quedado veintiuno. Había ciento y pico de generales de Brigada; han quedado cuarenta y tantos...» «Había un presupuesto que era el de la Cría Caballar, había un presupuesto de Clases Pasivas, existía un presupuesto de establecimientos de industrias militares, había los servicios propios militares y además un presupuesto exclusivamente burocrático. Todo esto era necesario destrozarlo, y he tenido la serenidad de hacerlo, pero sin darle importancia.» Con anterioridad, sustrajo a la acción directa del Ministerio de la Guerra todo lo perteneciente a la justicia, creándose una sala especial para delitos de carácter militar, pero ya en el tribunal ordinario.

La operación quirúrgica de Azaña había pasado inadvertida para el público y para las Cortes, y en la sesión del 30 de julio José Ortega y Gas- set se consideró obligado a llamar la atención de los diputados y del pueblo español hacia la «maravillosa, increíble, fabulosa y legendaria reforma radical del Ejército». El profesor, apasionado e hiperbólico, se expresó así: «Esa reforma, sueño hoy de todos los pueblos del mundo, ha sido realizada por la República española y se ha logrado sin rozamientos graves, con corrección por parte del ministro de la Guerra y por parte de los militares, que han facilitado el logro de este magnífico proyecto. Es preciso —añadía— que esa reforma no quede desamparada de homenaje. De un pueblo que no aplaude se puede esperar poco, pero no se puede esperar mucho tampoco de una Cámara que a estas horas no ha tributado tal homenaje de aplauso a ese ministro de la Guerra, al Ejército que se ha ido y al que se ha quedado.» Y la Cámara en pie rompió en aplausos.

Con anterioridad, Ortega y Gasset, en un artículo publicado en Crisol (2 de junio), ensalzaba a Azaña, sin importarle que desde siempre «le dedicase éste su más escogida antipatía y su permanente hostilidad». Calificaba las reformas de «hazaña enorme». «No hay en el mundo otro pueblo —escribía— que sea capaz de hacer cosa parecida, cuando todos, conste así, todos sueñan con hacerlo. Un régimen que comienza por decretar tan importante economía en el órgano estatal más delicado, ofrece al mundo una garantía sin ejemplo parejo de las que hará en las demás porciones del cuerpo público más dóciles al bisturí. Y esto bastaría, y bastará apenas transcurran los espasmos bursátiles de estos días, para dar prestigio suficiente a nuestra moneda y permitir las manipulaciones técnicas que la estabilicen.»

El ex ministro de la Monarquía e historiador Gabriel Mauro se expatrió voluntariamente al venir la República, y desde Biarritz contemplaba en silencio la turbulenta vida española. Fruto de sus meditaciones, y para «hacer soportable su dolor de España», escribió un libro. En el capítulo dedicado a las reformas de Azaña se enjuiciaban éstas con las siguientes palabras: «No se ha acometido más reforma orgánica que la del Ejército, y aun ella está en su fase negativa, sin haberse iniciado todavía, ni en el presupuesto, la reconstructora. Desconocer que esa demolición es ya un servicio prestado a España, sería tan injusto como lo fue negar a Primo de Rivera el mérito que prestó en Marruecos. Como lo es suponer a la Monarquía cómplice de la hipertrofia militar, ahora enmendada. Cuantos argumenten de buena fe y con conocimiento de causa, habrán de declarar que ni doña María Cristina ni don Alfonso XIII, tan celoso guardador de sus prerrogativas militares, opusieron jamás obstáculos a los varios ministros de la Guerra que, una y otra vez, llevaron a las Cortes reformas análogas a la que se acaba de consumar; que esos obstáculos nacían en el Parlamento, donde hallaban siempre buenos padrinos los intereses lastimados, y que los accesos coloniales primero, y el marroquí después, hicieron imposible la operación quirúrgica... Un Ejército desmesurado para las necesidades de la nación en tiempo de paz grava indebidamente el presupuesto, acapara actitudes que en otros empleos serían más útiles a la sociedad y amenaza seriamente a las instituciones democráticas, importando poco, para el siempre desmoralizador efecto, que el uso indebido de las armas en menesteres de política interior responda o no a móviles desinteresados y razonables. Justificadísimo estuvo, pues, poner remedio a ese mal crónica, sobre todo cuando se pudo hacer por decreto y equitativamente, sin topar con las resistencias parlamentarias ni inferir grave lesión a los reformados».

El general Mola escribió la crítica más acertada y concienzuda de las reformas militares de Azaña. Reconocía el general la deficiente organización de que adolecía el Ejército y que ningún otro gobernante español había dispuesto de medios más extraordinarios para corregir aquélla. «Sin embargo —añadía—, nadie como Azaña hizo más para destruir lo bueno y acrecentar lo malo. En escaso tiempo destrozó el Ejército, dejándolo reducido a una piltrafa». Y explicaba cómo actuaba el ministro de la Guerra y la influencia que sobre él ejercieron sus asesores: «En la tarea le ayudaron unos cuantos individuos que vestían el uniforme militar, y hasta puede asegurarse que fueron éstos quienes le sugirieron determinadas medidas encaminadas a separar del Ejército a generales competentes, jefes dignos y oficiales pundonorosos por el solo hecho de no serles simpáticos o haberse negado a colaborar en la revolución.» Aquellos individuos integraban un organismo de la invención y gusto del señor Azaña, llamado «Gabinete Militar», más conocido por el sobrenombre de «Gabinete Negro». Obra de este Gabinete fue la creación de los «Comités de Destinos» en las guarniciones para elegir el personal que debía formar los cuadros de mandos de los Cuerpos; Comités que en muchas de aquellas cayeron en manos de indeseables de toda laya, los cuales aprovecharon la oportunidad que les brindaba una situación privilegiada para satisfacer odiosas y ruines venganzas. Eran los primeros pasos para republicanizar el Ejército. De nada sirvió que el Cuerpo de Oficiales, cumpliendo el decreto de la promesa, firmase sin reservas de ningún género su adhesión al nuevo régimen, ya que a los pocos días se procedió por sorpresa, en algunos puntos, con notoria vejación, a renovar los mandos y la oficialidad de los Cuerpos activos, a los cuales fueron llevados individuos elegidos por el Gabinete Militar y los «Comités de Destinos».

Otros comentaristas de las leyes de Azaña, como «Marcos de Isaba» y Jorge Vigón, han coincidido con el general Mola en que la reforma orgánica decretada por el ministro de la Guerra no constituyó en sí una «trituración del Ejército», como la denominó su autor, puesto que la verdadera pulverización dimanaba de la labor anárquica y de indisciplina, del desprecio de los valores morales, del «encumbramiento de indeseables», «de tolerar con complacencia y hasta llegar a favorecer los ataques más denigrantes contra el Cuerpo de Oficiales, de la parcialidad y del favor que imperaron en la elección de personas para ciertos cargos y destinos; de estimular servicios inadecuados e inconfesables; de las vejaciones de que se hizo objeto a militares de todas las categorías por los esbirros y jenízaros al servicio del equipo de gobernantes, de sobra conocidos, que la opinión pública rechazaba, de anteponer al ideal nacional o puramente militar el partidista».

Coincidía con el general Mola Salvador de Madariaga, al decir que Azaña impuso a todos los militares sus decisiones «en una serie de hechos y medidas que, a pesar de tocar a la carne viva de sus intereses y privilegios, permanecían ocultos en el secreto de la intención del ministro hasta que los militares se enteraban por la Prensa. Así se fueron infligiendo a este servicio, que había sido siempre el más mimado de España, una serie de heridas morales que le causaron quizá más resentimiento todavía que el perjuicio material que implicaba».

Lo más asombroso de la terrible mutilación sufrida por el Ejército fue que Azaña la realizase sin que el organismo intervenido diese las naturales muestras de dolor, de protesta e indignación. Los agraviados y desposeídos callaron. «No hay ni un solo militar, afirmó Azaña en las Cortes (2 de diciembre) que conozca su profesión y deberes que no haya aplaudido la obra realizada por el ministro de la Guerra, aunque a él le haya costado la carrera.» Por su parte, el general Mola hace esta observación: «Es curioso registrar con qué facilidad se ha pasado de aquella hiperestesia del espíritu de Cuerpo, que nos llevó a las Juntas de Defensa y a la disolución del Arma de Artillería, a la docilidad presente». Nadie podía suponer que semejantes destrozos en el Ejército se pudiesen cometer de forma tan insensible y natural, sin más consecuencias. Hasta ese punto la República en su iniciación encontraba fáciles y allanados los caminos para su ins­tauración y desarrollo.

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Una proposición de Ossorio y Gallardo, suscrita por varios diputados (11 de agosto), recordó a todos que las cárceles españolas rebosaban de presos gubernativos; unos por ser afines a la Dictadura; otros por anarcosindicalistas o conceptuados como enemigos del régimen. Entre los primeros se contaban el ex ministro y magistrado Galo Ponte, los generales Mola y Barrera, el doctor Albiñana, el ex director general de Minas, Santiago Fuentes Pila, los hermanos Miralles y muchos más. Del ex ministro Galo Ponte se conocía su penuria, hasta el punto de que en el momento de proclamarse la República tenía diez pesetas por todo capital, y en la cárcel comía rancho por no contar con recursos para mejorar el régimen carcelario. Algunos de los presos — denunció Ossorio y Gallardo — llevaban meses en la cárcel sin habérseles dicho por qué estaban encerrados, ni ser interrogados. «Hay que velar por la juridicidad de la República», reclamó el diputado en tono grave. La apelación dejó indiferente a la Cámara, y la proposición dio origen a algunos diálogos sarcásticos. Los firmantes de la propuesta se limitaban a pedir que mientras no se promulgase la nueva Constitución «las libertades y derechos individuales de los españoles fuesen respetados en los términos prescritos por la Constitución de 1876 y su legislación complementaria». Ya Ossorio y Gallardo había abogado en favor de los detenidos, en carta al Presidente Alcalá Zamora (29 de julio); éste, en su respuesta, exponía el criterio del Gobierno: «tales detenciones, decía, no eran ilegales, pues estaban autorizadas por el Estatuto jurídico del Gobierno provisional y los móviles eran la garantía precautoria de las responsabilidades o el sostenimiento del orden; jamás la venganza».

Insistió de palabra Alcalá Zamora en los mismos argumentos escritos, al responder a Ossorio y Gallardo. La proposición era inadmisible. El Gobierno estaba a la defensiva. El número de «detenidos gubernativos en Barcelona era muy pequeño comparado con el de presos en la época en que Ossorio y Gallardo fue gobernador de la capital catalana» (1909).

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La Comisión parlamentaria elegida para depurar responsabilidades se consagró con gran diligencia al trabajo. Se habilitaron en el piso alto del Congreso unas estancias para almacenar toneladas de documentos, de donde debían extraerse, por destilación parlamentaria, las inmoralidades, negocios, ilegalidades y trapisondas de los últimos quinquenios. La Guardia Civil cuidaba, en vigilancia permanente, de la integridad de este material.

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La Comisión presentó su dictamen a las Cortes (12 de agosto), y en virtud del artículo primero se le confería la misión de instruir cuantas diligencias estimara oportunas para depurar, y en su día exigir, las responsabilidades interrumpidas por el golpe de Estado de 1923, tanto las comprendidas en el llamado expediente Picasso, como aquellas otras de que se hicieron eco las Cortes, más las contraídas posteriormente durante la Dic­tadura. Por el artículo cuarto, la Comisión «no se consideraba obligada a sujetarse a los preceptos de ninguna ley de procedimiento en la tramitación de sus investigadores». El artículo sexto permitía «utilizar los medios probatorios y de esclarecimiento, sin limitación alguna en las cosas, las personas, el lugar, el momento y la materia». El carácter ejecutivo de los acuerdos de la Comisión lo determinaba el artículo octavo.

La exigencia de responsabilidades era el mayor compromiso contraído por la revolución, y concretamente por los diputados con sus electores.

Había llegado el momento de poner en claro lo que se llamó desenfreno de negocios de la época de la Dictadura: contrato de la Telefónica, ferrocarril Ontaneda-Calatayud, Monopolio de Petróleos, responsabilidades de Marruecos, abusos y componendas del rey. Era la ocasión de hacer el balance de las grandes inmoralidades durante seis años «de ludibrio e ignominia, que habían llevado a la nación a la deshonra moral y económica». Sobre los culpables y su obra caería el rayo colérico de unas Cortes, elegidas precisamente para ser ejecutoras de la justicia popular contra los concusionarios y contra quienes traficaron con los intereses sagrados de la patria.

En el dictamen se esbozaba el propósito de convertir la Cámara en Tribunal, y a esto se opusieron el presidente de la Comisión, Carlos Blanco, y los vocales Royo Villanova y Suárez, interesados en que no se perdiera por ningún concepto el sentido jurídico que debía informar el dic­tamen. A ellos se sumó el jurisconsulto Sánchez Román, por considerar imposible juzgar la muchedumbre de personas que obedecieron a la Dicta­dura. Cualquier objeción a los propósitos de los demagogos, atraía, sobre quienes la formulaban, las iras de los frenéticos más el sambenito de impunista. «El más alto tribunal del país es el Parlamento, y no hay peligro de que se extravíe en sus funciones», decía el socialista Cordero. «No se puede admitir — afirmaba el también socialista Bugeda— un poder fiscal superior al Parlamento. Es el pueblo, no la ciencia, quien ha hecho la revolución.» «La magistratura corrompida — exclamaba Lairet— no nos merece confianza y es merecedora de otra trituración como la hecha en el Ejército.» Muchos diputados soñaban con transformar el Parlamento en Convención o en un Comité de Salud Pública, iluminado con resplandores dramáticos de un rojo de sangre. Algunos incluso soñaban con emular a Saint Just, a Marat, a Dantón, tal vez a Robespierre.

«Se debe evitar el peligro de perder la República, aconsejaba Salvador de Madariaga, por el deseo de perseguir a los ex enemigos de ella. Impunismo, no; pero castigo, con la ley en la mano.»

Resumió el debate Alcalá Zamora con estas palabras: No se creó esta Cámara, dijo, para ser tribunal, y en la redacción del Reglamento sólo se pensó en que fuera constituyente y legislativa. Todo lo demás sobraba. «La grandeza del Parlamento sólo debe enjuiciar poderes que fueron soberanos, pues todo lo que queda después de eso es tan pequeño que, sumado verticalmente, no merece que las Cortes se enfrenten con ello.» Todo lo procedente de la Dictadura debía ir al Tribunal Constitucional o a uno especial, si se temía la tardanza. «Si no se acepta lo que propongo — añadía—, tened presente que, separado el Gobierno de mi parecer, recabaré toda la responsabilidad. Me preocupa mucho exigir las res­ponsabilidades a otro; pero ¿sabéis lo que me preocupa más? Que al exigir las de ellos no contraiga las mías con grave daño para la República.» De lo que proponía el presidente del Gobierno al impunismo no había más que un paso, según lo entendían muchos. Pero con Alcalá Zamora coincidían Maura, Martínez Barrios, Ortega y Gasset, Madariaga, Sánchez Román y Unamuno, persuadido este último de que al pueblo no le interesaban las responsabilidades, «que fue buena bandera para la propaganda revolucionaria». Y si bien los partidarios de los procedimientos radicales insistieron en mantener sus posiciones, se notó, sin embargo, un descenso en su fiebre jacobina, y la Comisión acabó por mostrarse dispuesta «a aceptar las enmiendas presentadas y las que puedan formularse, haciéndose eco de los extremos expuestos por el jefe del Gobierno, que no modificasen el dictamen».

En la sesión del 25 de agosto se aprobó un texto de compromiso que ponía de acuerdo a los grupos de la mayoría. Fijaba los asuntos sobre los que se exigirían responsabilidades. Eran éstos: desastre de Marruecos, política social de Cataluña, fusilamientos de Jaca, golpe de Estado de 1923; gestión y responsabilidades políticas de la Dictadura de Primo de Rivera y del Gobierno Berenguer. Se reconocía a la Cámara facultad para designar tribunal en cada caso y si acordaba constituirse en tribunal, éste se formaría por personas distintas de las que realizaron la instrucción.

Por orden de la Comisión de Responsabilidades fueron detenidos (2 de septiembre) los generales Berenguer (Federico), Vallespinosa, Hermosa, Ruiz del Portal, Muslera, Gómez Jordana, Almirante Maga y ex ministro Castedo, en Madrid; el general Mayandía, en Zaragoza, y el general Navarro y Alonso de Celada, en Cabreiroa. Se dictaron autos de encarcelamiento contra los condes de Guadalhorce y de los Andes, señores Aunós y Yanguas Messía y los generales Martínez Anido, Cavalcanti y Rodríguez Pedré, todos ellos ausentes de España. El general Dámaso Berenguer, que se hallaba en el Alcázar de Segovia, pasó a Prisiones militares. En ellas ingresaron los generales Ardanaz y García Escalera, y a todos se les notificó (4 de septiembre) el auto de procesamiento y prisión. De la defensa de los generales se encargaron los abogados Gil Robles, Benta, Rózpide y Martínez de la Vega. El ex ministro Galo Ponte, fue autorizado cuando cumplía ciento cinco días de cárcel, a trasladarse a un balneario para reponer su salud. Como se rumorease que existía el propósito de procesar al general Sanjurjo por su participación en el golpe de Estado, el presidente de la Comisión de Responsabilidades lo desmintió, y a sabiendas de que no era cierto, negó que hubiese habido inteligencia o relación entre el citado general y el Dictador, ni participación alguna de aquél en el suceso que dio a Primo de Rivera el mando del Gobierno de España». No convenía incomodar a Sanjurjo, que había prestado tan eminentes servicios a la República el 14 de abril. Sin embargo, algunos vocales de la Comisión de Responsabilidades se mostraban muy interesados en implicarle en el golpe de Estado de 1923, y pedían su detención. Galarza, Director General de Seguridad y vocal de aquella Comisión, dijo a Azaña «que si la Comisión le ordenase detener al general, no lo cumpliría y avisaría al Gobierno». Ortega (Eduardo) y Bugeda, ambos de la Comisión, advirtieron que si había peligro en tocar a Sanjurjo, lo dejarían en paz. La Comisión accede por fin a que Sanjurjo declare por escrito, y el documento se lo preparan «Maura, Sánchez Ramón y un tercero, que debió de ser Casares Quiroga», «midiendo las palabras y las comas», según le dijo Maura a Azaña. La Subcomisión de Responsabilidades, formada por los diputados Cordero, Bujeda, Ortega y Gasset (Eduardo), Peñalba y Royo Villanova, acordó presentar a la Cámara el suplicatorio para procesar «al llamado ministro de la Dictadura» José Calvo Sotelo, citar para que prestaran declaración a todos los ministros del último Gobierno constitucional del marqués de Alhucemas y procesar a los generales Navarro y Muñoz Cobos.

Otra subcomisión, compuesta por los diputados Serrano Batanero, Piheiro, Sanchís Banús y González López, se encargó de concretar las responsabilidades por el proceso de Jaca. Tomó declaración al general Berenguer y amplió información en el lugar del suceso. Como resultado de todo esto, la Comisión de Responsabilidades acordó (30 de septiembre) no procesar a los ministros del Gobierno Berenguer, por entender «que no tuvieron participación alguna en las derivaciones procesales de los sucesos de Jaca». En torno al fichero del general Primo de Rivera se habían forjado las más disparatadas leyendas, pues se decía que contenía las pruebas de los «grandes chanchullos e inmoralidades del período de la Dictadura.» Se procedió a su apertura en presencia de la subcomisión correspondiente y del hijo del marqués de Estella, José Antonio. El cofre sólo contenía correspondencia particular sin importancia.

«Mi padre —dijo José Antonio— debió de guardar oportunamente los documentos diplomáticos y privados en lugar adecuado, consciente del posible daño que podía causarse al interés público e incluso a las relaciones internacionales si su archivo quedaba un día libre a la curiosidad de los indiscretos». Ante la Comisión de Responsabilidades, Primo de Rivera reiteró un ruego, ya formulado anteriormente: el de que se sentenciase pronto y con toda claridad acerca de los negocios e inmoralidades de la Dictadura, «no limitándose a las responsabilidades políticas, pues al cabo de año y medio de insultos e injurias a los hombres de la dictadura, los acusadores estaban en el deber de probar sus cargos, y, caso de no probarlos, a devolver su honra a los acusados».

Fue la persecución de que se hacía víctima a los amigos y colaboradores del general Primo de Rivera lo que determinó a José Antonio a presentar su candidatura por Madrid, al anuncio de elecciones (4 de octubre), para cubrir las vacantes producidas en veinticuatro distritos por renuncia de los diputados que obtuvieron actas dobles. Primo de Rivera tenía a la sazón veintiocho años y ejercía como abogado. «Quiero ir a las Cortes —decía en el manifiesto— para defender la memoria sagrada de mi padre.» «No me presento a la elección por vanidad ni por gusto de la política, que cada instante me atrae menos. Porque no me atraía, pasé los seis años de la Dictadura sin asomarme a un ministerio ni actuar en público de ninguna manera. Bien sabe Dios que mi vocación está en mis libros, y que el apartarme de ellos para lanzarme momentáneamente al vértigo punzante de la política me cuesta verdadero dolor. Pero sería cobarde e insensible si durmiera tranquilo mientras en las Cortes y ante el pueblo se siguen lanzando acusaciones contra la memoria sagrada de mi padre.»

José Antonio obtuvo 28.641 votos. Su contrincante, Manuel B. Cossío, catedrático de la Universidad de Madrid y fundador con Ginés de los Ríos de la Institución Libre de Enseñanza, candidato único de la conjunción republicano-socialista, no necesitó discursos ni manifiestos para salir elegido con 54.406 votos. El acta le fue ofrecida como homenaje a su fervientes convicciones republicanas.

 

CAPÍTULO VI .

LAS CORTES DISCUTEN EL PROYECTO DE CONSTITUCIÓN