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CAPÍTULO 49.

LA DINAMITA, LA ARTILLERÍA Y LOS INCENDIOS DESTRUYEN OVIEDO

 

 

No había pausa ni paréntesis en la lucha, ni tiempo ni servicios sanitarios para recoger los cadáveres abandonados en las calles. El combate era ininterrumpido día y noche, más intenso durante las horas de luz, favorables a la acción de la artillería y de la aviación. Los aparatos procedentes de la base de León repetían sus vuelos y dejaban caer su carga de bombas. El miedo a estos ataques era tan grande, que en Mieres y otras localidades de la cuenca el racionamiento se hacía de noche y la gente pasaba la mayor parte del día en los sótanos.

En Oviedo el vecindario carecía de agua y de electricidad. No funcionaban los teléfonos. «Por la noche nos alumbrábamos con una lamparilla de aceite. Las provisiones iban escaseando; faltaba el pan, que sustituíamos con patatas asadas». La situación de los revolucionarios era mejor, por cuanto que se habían adueñado de los comercios y almacenes de víveres de la zona que dominaban.

El día 8, por la mañana, los mineros redoblaron sus ataques contra las posiciones que constituían el complejo defensivo del Gobierno Civil, y en especial contra los cuarteles de la Guardia Civil y de Santa Clara. Desde este último eran abastecidos los puestos avanzados. Cada una de estas ope­raciones originaba un combate. Los rojos, durante la noche, habían ocupado observatorios ventajosos y tenían bajo su fuego el parque y la plaza de la Escandalera. Por la tarde de este día, el comandante Carlos Silva y el capitán Juan Arnott, al frente de todas las fuerzas de Asalto disponibles y de la Plana Mayor del primer batallón del regimiento número 3, efectuó una salida en dirección hacia la plaza de la Escandalera, con el propósito de alejar al enemigo, que cada vez se adentraba más en la ciudad. El intento lo malogró un diluvio de fuego, que obligó a la tropa a replegarse, llevándose a los heridos; entre éstos, al comandante.

El objetivo que más atraía la ambición de los jefes revolucionarios era la Fábrica de Armas de la Vega, cuya posesión les permitiría dotar a muchos milicianos hasta el momento inermes o mal armados. El Comité Revolucionario y el Comité de Guerra, reunidos en el Ayuntamiento, estimaron urgente el ataque a la Fábrica, y los sargentos Vázquez y Dutor fueron designados para organizarlo. A tal fin se reunieron con un delegado de la C. N. T. y acordaron dirigir un mensaje a las fuerzas encerradas en la Fábrica, en los cuarteles de la Guardia Civil y de Pelayo, conminándolas a la rendición, pues caso contrario serían volados los edificios con dinamita. Dutor se encargó de hacer llegar los mensajes a sus destinatarios. Los mineros que habían de intervenir en el ataque a la Fábrica de Armas se congregaron en San Lázaro y de aquí partieron hacia La Tenderina. Como no apareciese Dutor, el sargento Vázquez envió a cuatro soldados capturados el día anterior para que, aproximándose a los pabellones militares, se hiciesen conocer y dijeran al jefe de la fuerza que se rindiera en un plazo de cuatro horas, pues de lo contrario sería volada la Fábrica. Los soldados no volvieron. Entretanto, el Comité de Guerra había acordado aplazar la operación hasta la noche, por temor a que efectuada de día costase muchas bajas, dada la proximidad de los cuarteles de Pelayo y de la Guardia Civil, cuyos fusiles diezmarían a los asaltantes. Los milicianos volvieron a concentrarse por la noche; pero un delegado del Comité de Guerra llegó con la orden de que las fuerzas disponibles salieran inmediatamente hacia Lugones, para cortar el paso a fuerzas enemigas que avanzaban sobre Oviedo. El ataque a la Fábrica quedó aplazado hasta nuevo aviso.

Aquella misma tarde, el coronel del 10.° Tercio de la Guardia Civil, Juan Diez Carmena, reunió a jefes y oficiales para notificarles que había solicitado permiso del Comandante militar de la plaza para incendiar el cuartel, cosa que le fue negada, autorizándole, en cambio, para abandonarlo una vez agotadas todas las posibilidades de defensa. La presencia en el cuartel de las familias de los guardias —en total, cerca de doscientas personas, entre mujeres y niños— constituía un impedimento grave para toda acción radical y enérgica. Escaseaban el agua y los víveres, y el fuego artillero, de fusiles y ametralladoras no cesaba por parte de los rebeldes, que ocupaban edificios próximos. Acordó la Junta de jefes y oficiales que al clarear el día la población civil evacuara el cuartel, trasladándose al de Pelayo, distante unos 800 metros. Así se hizo, con la protección de fuerzas del cuartel de Pelayo desplegadas delante del parapeto. Al anochecer, el coronel ordenó el abandono total. Se formaron dos columnas, al mando del comandante Gerardo Bueno Rodríguez, llevándose armamento, material y ganado. Como en la expedición de la mañana, desde el cuartel de Pelayo protegían su marcha. Al pasar por el barrio del Pumarín, bajo violento fuego, cayeron muertos el comandante Bueno y los sargentos Ballesteros y Calzadilla, cuyos cadáveres quedaron en el camino. Perdieron todo el ganado. El coronel Díaz Carmena y el teniente coronel don Juan Moreno Molina «no fueron con la columna debido a que su edad no les permitía caminar con la velocidad que había que desarrollar en aquel paso, y pa­saron por un prado al cuartel de Pelayo». El total de bajas que tuvo la guarnición del cuartel de la Guardia Civil fue de ocho muertos y un teniente, un sargento, un cabo y siete guardias heridos.

* * *

Los ataques, hasta entonces intermitentes, contra la Fábrica de Armas, arreciaron en la tarde del 8. La guarnición de la Fábrica la componían cien hombres; de éstos, un oficial y veinte soldados, enviados el día anterior desde el cuartel de Pelayo. Si bien el comandante militar de la plaza había ordenado al coronel-director la defensa a toda costa, la recomendación no acabó con las vacilaciones del coronel. Y así, «ante el temor de que abandonase la Fábrica, se le condicionó la retirada, dándole una orden verbal de prender fuego a todos los fusiles y armas en el caso de que abandonase el edificio». Como episodio curioso de la lucha, merece decirse que el cañón situado en la quinta «Velarde», que disparaba sobre la Fábrica, era un «Arellano», cuyo inventor se batía con ametralladora contra su propio invento. «Ya es bueno —decía el comandante Rodríguez de Arellano— que yo haya inventado un cañón, para que se estrene disparando contra mí.»

Apenas se supo en la Fábrica que la Guardia Civil había desalojado el cuartel, el director, Jiménez de la Beraza, decidió trasladarse, con todas las fuerzas a sus órdenes —una compañía de fusiles del Regimiento número 3 al cuartel de Pelayo, que distaba unos 300 metros, amparándose en la oscuridad de la noche. En la Fábrica se guardaban 21.115 fusiles, 198 ametralladoras y 281 fusiles ametralladoras, y aunque el Comandante de la plaza había ordenado repetidas veces al coronel-director la supresión de los cerrojos a los fusiles y varios jefes y oficiales habían propuesto con insistencia al coronel el incendio de la nave donde se guardaba el armamento, el director alegó «que no había mecha ni dinamita para hacerlo, y en cuanto a inutilizar los fusiles no ordenó quitar los cerrojos por si esta medida era interpretada por los obreros en forma despectiva». Únicamente ordenó el traslado al cuartel de Pelayo de las municiones, que en total sumaban unos dos millones de cartuchos. Salieron primero las familias, y a continuación la tropa, con gran confusión, pues hubo destacamentos a los que no se les avisó con tiempo de la retirada. «El farmacéutico y el médico tuvieron que trasladar a los heridos ayudados por doce soldados rezagados y a los cuales no se les comunicó la orden de repliegue, que, por cierto, se hizo sin que costase una sola baja».

En las primeras horas de la mañana del 9, unos doscientos milicianos situados en las inmediaciones de la Fábrica rompieron fuego contra ella, a la vez que los cañones emplazados en el Naranco. Como los proyectiles carecían de espoletas, el efecto era casi nulo, y, exasperados los artilleros, según un cronista de la revolución, cargaron un proyectil con dinamita, lo cual produjo la explosión del cañón y la muerte de un miliciano. Los otros cañones Arellano siguieron disparando contra el recinto. Pasaba el tiempo, y como observaran los mineros que sus ataques quedaban sin réplica, avanzaron cautelosos para irrumpir en la Fábrica, entre estampidos de car­tuchos. Su sorpresa fue grande al contemplar intacto el inmenso botín. La noticia del fabuloso hallazgo se propagó como reguero de pólvora por el campo rojo, y la seguridad de que podría ser armado el ejército de la revolución envalentonó a los fanáticos y levantó a los pusilánimes. En aquel momento el ejército revolucionario se podría calcular entre 25.000 y 30.000 hombres.

La eficacia de los fusiles se manifestó bien pronto en el incremento del fuego contra los reductos gubernamentales. El Banco de España, atacado con cartuchos de dinamita, cayó en poder de los rojos y apresados sus defensores: siete soldados y cuatro carabineros. Pasó también al dominio de los rebeldes el palacio de la Diputación, contiguo al Banco, defendido por soldados y guardias de Asalto: doce en total, que habían aguantado incesantes ataques desde el día 7. En cambio, la mayoría de los defensores del Hotel Inglés y del Café de la Paz evitaron una maniobra de cerco y consiguieron replegarse hacia el teatro de Campoamor, sobre el cual convergieron las agresiones de los mineros, situados en los tejados y ventanas de todas las casas contiguas. Silbaban las balas sobre el teatro y escarbaban a zarpazos su techumbre los cartuchos de dinamita. En junta de jefes celebrada en el cuartel de Santa Clara, bajo la presidencia del Comandante militar, se ordenó a los guardias que de noche desalojasen el teatro, después de prenderle fuego, a fin de impedir que el enemigo lo ocupase, pues desde él los dinamiteros podrían volar el cuartel de Santa Clara. A medianoche se efectuó la maniobra y el teatro de Campoamor, uno de los más hermosos de España, inaugurado en 1892, ardía en pompa. Su resplandor se veía desde toda la ciudad, alumbrada también por las llamaradas de otros incendios: los de la Delegación de Hacienda, Palacio episcopal, convento de Santo Domingo —incendiado después de ser desvalijado—, Banco Asturiano, Hotel Covadonga y un grupo de casas de la calle de Mendizábal. Esta misma noche, cuatro carabineros que protegían el edificio de la Telefónica, lo abandonaron, por habérseles agotado las municiones. Al salir, uno resultó muerto, otro herido y los otros dos cayeron prisioneros.

Ardía también el Palacio episcopal —el prelado, don Juan Bautista Pérez, se hallaba ausente de la diócesis —desde las seis de la tarde del día anterior—. Unos dinamiteros entraron por la puerta de la calle Canóniga y, después de rociar las paredes con gasolina, lanzaron unos cartuchos de dinamita. Las llamas prendieron en el archivo, se propagaron a otras estancias y a las casas inmediatas, cuyos vecinos, enloquecidos, salieron a la calle de Santa Ana. Merodeaba por ellas, titulándose jefe de sector, Jesús Argüelles Fernández, apodado el Pichilatu, antiguo dependiente de comercio, muy conocido y de apariencia apacible, trasformado por la revolución en monstruo sanguinario, que al frente de la chusma se entregó al saqueo y al crimen. Cuando vio a los vecinos, en su mayoría mujeres y niños, correr en dirección a la calle de Mon, el Pichilatu ordenó hacer fuego, y las descargas causaron ocho muertos y varios heridos.

Poco antes de estos sucesos, milicianos de la misma pandilla de Pichilatu detuvieron en la casa de la marquesa de Ferrera, donde se hallaban refugiados, al provisor del Obispado, don Juan Puertes Ramón; al secretario de Cámara, don Aurelio Gago, y a un guardia de Asalto. Trasladados al edificio del Banco Español de Crédito, en la plaza de la Constitución, donde funcionaba un Tribunal revolucionario, éste los condenó a muerte, y una hora después fueron fusilados en el mercado de San Lázaro.

A cada repliegue de las fuerzas se ampliaba el área dominada por los revolucionarios, si bien la persistencia de núcleos defensores en los cuarteles de Santa Clara y de Pelayo, en la Catedral, en la Cárcel y en la Casa Blanca, en la calle Uría, trababan la libertad de los sediciosos y sembraban la muerte. En la Casa Blanca estaban cercados setenta hombres, con parapetos de colchones; a ella se habían acogido parte de los soldados, al replegarse de la Estación, y combatían día y noche contra un enemigo que surgía por todas partes. Les aprovisionaban algunos vecinos, con heroico desprecio del peligro. Más crítica y angustiosa todavía era la situación de los guardias en la Catedral, privados de toda comunicación con el exterior y obligados a un racionamiento riguroso de alimentos, agua y municiones.

Pero el apuro y debilidad de los defensores no disminuía su ardimiento. A todas horas el fuego de sus fusiles acreditaba una vigilancia permanente y rápida, que desconcertaba y enfurecía a los revolucionarios. El día 10 trataron de penetrar en la Catedral por una ventana que daba a la Sala capitular. Se vengaron de su fracaso incendiándola. Quedó destruida una sillería de coro, gótica, del siglo XVI. La idea de volar el templo germinaba en muchos cerebros; «pero el Comité se opone, diciendo que se trata de una obra de arte. La actitud del Comité irrita a muchos obreros, pues entienden que la revolución no puede pararse a pensar si una obra es de arte o no.» Por otra parte, despreciaba las prohibiciones del Comité, admitido que éste las impusiera, la artillería roja. Las piezas situadas en el Naranco disparaban contra la Catedral. Los daños causados eran considerables: un chapitel de la torre, derribado, así como el antepecho y la columnilla del ventanal sur, del cuerpo de aquélla; pulverizadas las magníficas vidrieras flamencas y destrozados muchos encajes de piedra. ¿Quién no lloraría al ver mutilada la torre de la Catedral, poema romántico de piedra, en frase de Clarín; delicado himno, de dulces líneas de belleza muda y perenne, filigrana gótica, inimitable en sus medidas y en su armonía?

A primera hora de la tarde del 9 se propagó la noticia de la llegada al edificio del Banco Español de Crédito, en la plaza del Ayuntamiento, de varios camiones con armas de las cogidas en la Fábrica de La Vega, y en seguida comenzaron a acudir hombres, mujeres y mozalbetes, que exigían su fusil correspondiente. Sin embargo, faltaban municiones, y para subsanar esta escasez se nombró una comisión encargada de poner en servicio las máquinas rellenadoras de cartuchos, encontradas en la fábrica. Una de estas máquinas quedó instalada en el chalet del marqués de Aledo, y producía 5.000 cartuchos diarios.

* * *

Los repartos de armas exacerbaron el fondo anárquico de la revolución. Ante la ola de robos y asesinatos que anegaba la ciudad, trató el «Comité Revolucionario» de frenar los instintos criminales desatados, con un bando, fechado el 9 de octubre, redactado en los siguientes términos:

«Hacemos saber: Que el Comité Revolucionario, como intérprete de la voluntad popular, y velando por los intereses de la revolución, se dis­pone a tomar, con la energía necesaria, todas las medidas conducentes a encauzar el curso del movimiento. A tal efecto, disponemos:

1. ° El cese radical de todo acto de pillaje, previniendo que todo individuo que sea cogido en un acto de esa naturaleza será pasado por las armas.

2. ° Todo individuo que posea armas debe presentarse inmediatamente a identificar su personalidad. A quien se coja con armas en su domicilio o en la calle sin la correspondiente declaración, será juzgado severísimamente.

3. ° Todo el que tenga en su domicilio artículos producto del pillaje o cantidades de los mismos, que sean producto de ocultaciones, se le conmina a hacer entrega de los mismos inmediatamente. El que así no lo haga se atendrá a las consecuencias naturales, como enemigo de la revolución.

4. ° Todos los víveres existentes, así como los artículos de vestir, quedan confiscados.

5. ° Se ruega la presentación inmediata ante este Comité de todos los miembros pertenecientes a los Comités directivos de las organizaciones obreras de la localidad para normalizar la distribución y consumo de víveres y artículos de vestir.

6. ° Los miembros de los partidos y juventudes obreras de la localidad deben presentarse inmediatamente con su correspondiente carnet para constituir la Guardia Roja, que ha de velar por el orden y la buena marcha de la revolución.»

Semejantes conminaciones al orden y al respeto de la propiedad y de la vida resultaban inútiles. El furor popular no reconocía jerarquías ni admitía consejos. Era la ira ciega, el placer de la violencia, un afán de crueldad, los que privaban, y no había bando ni amenazas capaces de con­tenerlos. El Comité Revolucionario se había reunido en la tarde del 9 en los locales del Banco Español de Crédito. Aquí deliberaron González Peña, Belarmino Tomás, Dutor y el concejal del Ayuntamiento de Oviedo Bonifacio Martín, y reconocieron que las cosas iban de mal en peor. «La conquista de la Fábrica de Armas inició el plano inclinado hacia la derrota, ya que pudieron armarse elementos que se sumaban a la rebeldía con propósitos de lucro y venganza, y los jefes de la rebelión, que eran los componentes del Comité, perdieron el control de las fuerzas rebeldes».

En realidad, en ningún momento de la revolución asturiana se descubre la presencia de jefes superiores, responsables, obedecidos por los componentes del titulado Ejército Rojo. «En esta revolución se ha presentado un fenómeno que trae desconcertada a mucha gente, y es la ausencia de una cabeza visible, claramente destacada». González Peña, a quienes los milicianos empezaron llamando «Generalísimo», se esfumó pronto, y sólo fue un enloquecido más en el pandemonium ovetense. Sin duda se debió esto a que González Peña, como los promotores de la insurrección, sabían que estaban irremisiblemente perdidos; no obstante, mantenían en engaño a los milicianos por medio de boletines y gacetas «con noticias oficiales» del éxito de la revolución en toda España.

A los estragos causados en la ciudad por la metralla había que añadir los producidos por otro enemigo implacable: el fuego. A los edificios incendiados había que sumar el del diario socialista Avance; la Audiencia, donde las llamas destruyeron el archivo que guardaba el proceso de Jovellanos y documentos del tiempo de Carlos III; el Monte de Piedad, el Hotel Inglés, y toda una fila de casas en la calle de San Francisco.

En la mañana del día 10 la aviación dejó caer una de sus bombas en la plaza del Ayuntamiento, muy concurrida en aquel momento, y al explotar mató a doce personas e hirió a veintisiete. Se revolvieron, poseídos de ira, los milicianos, pidiendo a gritos el fusilamiento de los prisioneros y venganza en los burgueses.

Bastaba mirar la parte de población dominada por los rojos y oír a éstos para advertir la rápida descomposición de la que algunos exaltados denominaban «República socialista» y otros «República soviética». En realidad, sólo era un caos, en el que imperaban los energúmenos, con grados en su ferocidad. Quien llevaba los cartuchos de dinamita metidos en los bolsillos se atribuía superior graduación que el miliciano de las dos pistolas colgadas al cinto, y éste, a su vez, se imponía al escopetero. Los propósitos por reglamentar la distribución de alimentos no pasaron de intento y los Comités designados para semejante función renunciaron a ella al ver que el derecho al desafuero era inherente a la condición de miliciano, ya se tratara de artículos alimenticios o de ropas, dinero o joyas. Los saqueos de los hoteles Inglés y Covadonga habían proporcionado a algunos asaltantes verdaderas fortunas en alhajas. Al olor del botín acudían a Oviedo muchos milicianos, persuadidos de que la revolución era sólo un estado provisional, a propósito para la expoliación y la venganza.

Sin embargo, todavía el día 10 muchos mineros, exacerbados y febriles, se jugaban la vida para aplastar la resistencia de los cuarteles de Santa Clara y Pelayo, de la Catedral y de la Cárcel, pues no ignoraban la situación desesperada de los defensores y confiaban en que su aguante se quebrantaría de un momento a otro. Los artilleros rojos hacían progresos en el manejo de las piezas. Por la tarde, apoyados por un camión blindado y con gran derroche de dinamita, los mineros ocupan el Monasterio de San Pelayo, de monjas benedictinas, que alojaba, además, a la comunidad de agustinas, por tener éstas su residencia en obras. En total, eran, aproximadamente, unas treinta religiosas, que se refugiaron en los sótanos, auxiliadas por los invasores, que las respetaron. Con la pérdida del Monasterio se agravó la situación del Gobierno Civil, pues la distancia de uno al otro era de unos 15 metros.

El cuartel de Santa Clara estaba el día 11 al borde del hundimiento. Carecían sus defensores de agua, de víveres y municiones. Treinta y cinco de ellos estaban heridos y cinco habían muerto en los combates. La aviación, avisada por paneles colocados en el tejado, arrojó a los sitiados paquetes con alimentos y cartuchos. Pero ocupados por los rojos el Monasterio de Pelayo y las casas de la plaza de la Escandalera, las agresiones eran constantes. En un arranque desesperado, el comandante Caballero, al frente de los guardias de Asalto, avanzaron hacia el Monasterio y arrojaron bombas de gases lacrimógenos. Huyeron los milicianos; pero se rehicieron pronto y lo ocuparon de nuevo cuando el edificio como consecuencia de estos combates, empezó a arder. Las monjas ocultas en los sótanos salieron, protegidas por unos milicianos, y se trasladaron a la residencia del Servicio Doméstico.

Parecida era la situación de las fuerzas encerradas en el cuartel de Pelayo, al cabo de cuatro días de incesantes ataques de la artillería y de los fusileros. Las fachadas mostraban las señales de más de doscientos cañonazos. El Comité revolucionario creía que un último ataque en gran escala les daría la posesión del edificio y ordenó acumular toda clase de elementos ofensivos. Incluso pensaron en utilizar un tren blindado del ferrocarril vasco-asturiano armado con siete ametralladoras, que se estacionó en el túnel de Santo Domingo, a unos seiscientos metros del cuartel. La conquista de éste era vital para la causa revolucionaria. Como también lo era la desaparición del nido de resistencia que persistía con una tenacidad desesperante para los milicianos, en la torre de la Catedral.

Si algún rebelde sintió hasta entonces escrúpulos para volar el templo, no faltaron expertos dinamiteros que lograron penetrar en aquél; pero no por la puerta que da acceso a la torre, sino en la Cámara Santa, adosada al cuerpo central. Colocaron allí una carga de dinamita, que consideraban suficiente para volar la Catedral. «No obstante lo cual —dice Dutor— la Catedral continuó resistiendo». La explosión abrió una tremenda brecha en los muros, produjo enormes destrozos en la Cámara Santa, maravilla del arte medieval, y pulverizó muchas antiguas y policromadas vidrieras. Cayeron en pedazos las estatuas de los apóstoles y se confundieron con los escombros las arquetas, los relicarios y el tesoro de orfebrería que en la Cámara se guardaba. La Cruz de la Victoria y la de los Ángeles sufrieron sólo leves deterioros.

Creyeron los bárbaros que al fin el camino para penetrar en la Catedral estaba abierto y avanzaron por la brecha en tropel. Pero apenas pisaron el templo, una descarga de los defensores derribó a uno y ahuyentó a los demás. La Catedral resistía.

Debían los rojos darse mucha prisa, porque desde el atardecer del día 10, transmitido de uno a otro, por esos telégrafos misteriosos, del presentimiento circulaba un rumor, cuyo origen nadie conocía, que derrumbaba la moral de los extenuados milicianos y producía consternación. Las tropas del Gobierno se aproximaban a Oviedo.

* * *

Aunque había muchos edificios convertidos por los rojos en prisiones, el Instituto Nacional, residencia de los Padres jesuitas hasta la incautación de los bienes de éstos por la República, encerraba el mayor número de detenidos: varios centenares de sacerdotes, religiosos, militares, ingenieros, profesores, guardias y hombres de toda condición. Se amontonaban en galerías y aulas, bajo la férula de unos vigilantes brutales, blasfemos y tiránicos. «Dentro del Instituto se respiraba atmósfera de muerte y de impiedad por parte de los carceleros, pues apenas se hablaba más que de matar, de llevar al frente, de suicidios... A un hombre — Francisco S. Arias— trastornado le invitaron a tirarse por la ventana. Se tiró y después le remataron a tiros. A otro —José González— lo abatieron de un disparo en un pasillo». Pero el Instituto, además de cárcel, era también polvorín. La antigua capilla almacenaba enorme número de cajas con dinamita, bombas y municiones, traídas de las minas y de los talleres donde se fabricaban.

El jueves, día 11, a las diez de la mañana, recorrió el titulado jefe de aquella prisión, Florentino Prieto Cueto, los pisos del Instituto y ordenó a los guardianes que formasen con los presos tres grupos: el primero se compondría de guardias de Asalto; el segundo, de jefes y oficiales militares, y el tercero, de sacerdotes y religiosos. «Recibí la orden del Comité —refiere el sargento Vázquez— de ponerme al frente de una columna de prisioneros que saldrían del Instituto, para asaltar el cuartel de Pelayo. Los prisioneros irían delante, y al verlos desde el cuartel, no harían fuego». Salieron los prisioneros en la forma que se ha dicho, y tanto en la calle de Santa Susana como en la de la Magdalena, y en el Campo de los Patos, su presencia enfureció a las gentes en estos lugares congregadas. Las más exasperadas eran las mujeres, las cuales azuzaban a los milicianos para que acabasen con los detenidos, sin más contemplaciones. Una vez ante la Fábrica de Armas, se les conminó a que pasaran al campo de Santullano, a sabiendas de que desde el cuartel disparaban sin cesar. Los guardias rojos se protegían como podían mientras obligaban a los presos a mantenerse erguidos. Se hizo alto en unas casas, a la orilla de la carretera, desde las que se divisaba el cuartel. Rodeaba a éste una cerca de piedra, y frente a la fachada existía una verja de hierro de unos tres metros de alta. Ocupaban las casas dichas un centenar de milicianos, en torno a mesas colmadas de latas de conserva, embutidos y relieves de comida. En una de dichas casas se hallaba el sargento Vázquez, disfrazado con cintajos y atuendo extravagante, reconocido como jefe de las fuerzas allí concentradas.

Pese al ininterrumpido y constante tiroteo, algunos milicianos llegaban arrastrándose hasta las proximidades de la verja, con el propósito de escalarla. Pero no lo conseguían, y raro era el intento que no terminaba con bajas para los atacantes. A primera hora de la tarde se presentó Dutor. «Al acercarme al cuartel —refiere—, comprobé que se estaban sacrificando hombres con una tenacidad heroica, pero de efectos forzosamente nulos. Los asaltantes tenían la pretensión de trepar por la verja: nos mataron a varios y no hubiéramos logrado que entrase uno sólo por ese medio». Propuso un ataque conjunto por todos los frentes, y al pasar con el sargento Vázquez junto al ángulo del muro, derribado por la artillería, fue herido de un balazo en la pierna. Ya no se habló más del proyectado asalto. Entretanto, los presos, hambrientos y devorados de sed, yacían tumbados en el suelo. Al atardecer, pasó de pronto por las filas rojas una ráfaga de alarma: los soldados salían del cuartel. Algunos milicianos, presos de delirio revolucionario, interpretaron el hecho como un acto de rendición. Tal credulidad sólo duró el tiempo que tardaron los soldados en montar una ametralladora y enfilarla hacia la verja y las brechas del muro. Cayeron varios milicianos y dos prisioneros, guardias de asalto éstos, a quienes dio la absolución otro prisionero, el dominico Padre Cachero.

La sorpresa de los milicianos se trocó en pánico. Presos y revolucionarios se refugiaron presurosos en las casas, mientras la mayoría de los rebeldes huían. Cuando ya fue de noche apareció, iracundo, el sargento Vázquez, pistola en mano. Ordenó formar a los prisioneros, encomendándoselos a unos guardias rojos para que regresaran al Instituto. La marcha se hizo con mucha dificultad y bajo lluvia incesante de balas. Como al canónigo Francisco Sanz Baztán, debilitado y achacoso, le fuera muy difícil caminar, un fusilero le remató de un tiro. Su cadáver quedó abandonado al pie de un muro, junto a la Fábrica de Armas.

Las desgracias para los revolucionarios no procedían sólo de su fracaso ante el cuartel: unos milicianos llegados de Lugones aseguraban, con el estupor reflejado en sus rostros, que en las inmediaciones de aquel pueblo había muchos camiones con tropas del Gobierno. Cuando esta noticia se divulgó por Oviedo, salieron inmediatamente grupos de mineros en camiones y coches hacia el frente de lucha del cuartel de Pelayo, dispuestos a terminar, como fuese, con la resistencia.

La noticia de la proximidad de las tropas constituyó una novedad sólo para aquellos milicianos que vivían ajenos a todo otro asunto que no fuese el de su quehacer revolucionario. Los componentes del Comité y cuantos ejercían funciones directivas sabían que tropas del Gobierno confluían hacia Oviedo por todos los caminos y que el problema más grave que se les iba a plantear era el de la huida. Desde el día anterior los insurrectos dominaban, como se ha dicho, el Banco de España, una vez extinguida la resistencia que oponían sus defensores: cuatro carabineros y seis soldados al mando de un sargento. Era la gran ocasión para apoderarse del dinero allí atesorado. Un grupo de mineros mandados por Cornelio Fernández Suárez y Manuel González Iglesias, secundando órdenes de González Peña, lograron, mediante el empleo de la dinamita, forzar las cámaras acorazadas del Banco, apoderándose de 14.425.000 pesetas. Perpetrado el robo, decidieron escapar, en unión de otros mineros, hacia la cuenca minera, recogiendo previamente a Dutor, que se encontraba en el sanatorio de Loredo. Salieron varios coches y una camioneta, con el dinero oculto en sacos y envuelto en una gabardina, y, pasado el Escamplero, llegaron a Sandiches. En previsión, cada uno de los fugitivos se reservó 15.000 pesetas, y de este reparto participaron González Peña y otros miembros del Comité. En la noche del día 10 los milicianos intentaron volar la caja fuerte del Banco Herrero. La operación no obtuvo éxito, a pesar de haber recurrido a la dinamita.

* * *

Se libraban los postreros combates por la posesión de Oviedo. Los mineros parecían presentirlo, pues en este día hicieron el mayor derroche de dinamita, de fuego de fusilería y de arrojo personal. Hubo momentos en que todo parecía perdido para las fuerzas gubernamentales, a punto de ser definitivamente aplastadas. Pero en este forcejeo supremo la revolución se extenuó, hasta convencerse de su derrota.

A las tres de la tarde del día 11 estaba reunido, en un local del barrio de San Lázaro, el Comité Revolucionario Provincial, bajo la presidencia de González Peña. «Asistían, además de los miembros del Comité, significados elementos de las diversas fracciones revolucionarias y algunos jefes de grupo». A instancias de Graciano Antuña, concurrió también el diputado socialista por Oviedo, Teodomiro Menéndez, que «había permanecido apartado de la lucha revolucionaria por ser contrario a un movimiento de violencia, y únicamente se vio obligado a concurrir al cuartelillo de la calle de Martínez Marina, abarrotado de presos, ocupándose de su distribución, en cuya labor favoreció a cuantos pudo». Otro de los concurrentes era el líder sindicalista de Gijón José María Martínez, de buena estatura, sanguíneo, ojos vivaces, alma y nervio de las revueltas sociales de aquella ciudad. González Peña describió la situación de esta manera: «Asturias se había quedado sola en la lucha y se veía invadida por todas partes, sin que fuera posible contener el avance de las tropas ni contrarrestar los efectos de la aviación. Se carecía de municiones.» Se habló resueltamente de la retirada. Unos proponían el repliegue a la zona minera, para hacerse fuertes allí y permitir que se salvaran los más comprometidos. José María Martínez opinaba que debían dispersarse los núcleos armados después de esconder bajo tierra los fusiles para recuperarlos en futura ocasión. Uno de los delegados comunistas se negó a aceptar el fracaso y recabó para su partido la dirección del movimiento. Los demás se opusieron. «El resto de la reunión se dedicó a estudiar la manera más práctica de disponer el repliegue de los combatientes y a cambiar impresiones sobre la necesidad de dar estas instrucciones con prudencia para evitar un posible efecto de pánico. Se designó entre los reunidos a los compañeros que debían llevar esta orden y estas instrucciones a los diversos Comités revolucionarios que actuaban en otras localidades. Uno de los acuerdos finales fue el de reunir en las cuencas mineras cuantos elementos se encontrasen y llevarlos a Oviedo, silenciando el objeto de esta medida. Por la noche se reuniría a la gente dispersada por los frentes, dejando en ellos solamente a los compañeros de toda confianza que ya supieran cuál era su misión: retardar el avance de las tropas, escatimando en lo posible la pérdida de hombres. Al amanecer, los Comités darían ya plenamente la orden de retirada y los vehículos reunidos en Oviedo transportarían hacia las cuencas mineras el mayor número posible de revolucionarios».

Al disolverse la reunión, González Peña y Graciano Antuña salieron para Mieres en busca de los que guardaban el dinero del Banco de España. José María Martínez discutió con violencia con los comunistas, sin convencerlos, y se dirigió a La Felguera y Sama, para transmitir a los sindicalistas la orden de renunciar a la lucha. Al día siguiente apareció su cadáver cerca de la estación del ferrocarril de Langreo. Tenía un balazo en el pecho. Se supuso que lo habían asesinado los comunistas.

Al anochecer, se distribuía en Oviedo un manifiesto encabezado con este título: «Comité Revolucionario de Alianza Obrera y Campesina de Asturias.» Y decía: «A todos los trabajadores. —Compañeros: Ante la marcha victoriosa de nuestra revolución ya gloriosa, los enemigos de los intereses de nuestra clase utilizan todas las malas artes en intentar desmoralizar a los trabajadores, que, en magnífico esfuerzo, se han colocado a la cabeza de la revolución proletaria española. Mientras en el resto de las provincias se dan noticias de que en Asturias está sofocado el movimiento, el Gobierno contrarrevolucionario dice en sus proclamas a los trabajadores de nuestra región que en el resto de España no ocurre nada y nos invita a entregarnos a sus verdugos. Hoy podemos deciros que la Base aérea de León ha caído en poder de los obreros revolucionarios leoneses y que éstos se disponen a enviarnos fuerzas en nuestra ayuda. Contra la voluntad indomable del proletariado asturiano nada podrán las fuerzas del fascismo. Estamos dispuestos, antes de ser vencidos, a vender cara nuestra existencia. Tras nosotros el enemigo sólo encontraría un montón de ruinas. Por cada uno de los nuestros que caiga por la metralla de los aviones, haremos justicia en los centenares de rehenes que tenemos prisioneros. Sépanlo nuestros enemigos. ¡Camaradas, un último esfuerzo por el triunfo de la revolución! ¡Viva la revolución obrera y campesina!—El Comité. 11- X-34.»

En fuga los componentes del primer Comité, aparecía otro Comité fantasma. Nadie creyó el embuste de que el aeródromo de León hubiese caído en manos de los revolucionarios, pues los aviones procedentes de aquél amenazaban constantemente a los rebeldes para desmentirlo. El viva final a la revolución obrera y campesina delataba la filiación comunista de los autores del manifiesto. Componían el Comité cinco exaltados jóvenes comunistas y dos mineros de alguna edad, que establecieron su Cuartel General en el chalet del marqués de Aledo, en la plazuela de San Miguel. El Marqués y sus familiares vivieron toda la revolución en estancias apartadas y fueron respetados. ¿Qué ofrecían de nuevo sobre lo ya experimentado los recién llegados? Uno de los acuerdos fue variar la consigna «U. H. P.» por esta otra: «T. R. S.» («Trabajadores rojos, salud.»)

Artificios para disimular la realidad. Porque la gran verdad era que la revolución se había desplomado. La noticia de la huida de los cabecillas se propagó como una ola depresiva por toda Asturias y produjo la congelación del entusiasmo y el pánico. Comenzaron las deserciones, y se abandonaron todos los trabajos bélicos. ¿Para qué blindar vagones y camiones? ¿Para qué reparar fusiles y rellenar más cartuchos? ¿Para qué hacer más guardias ni levantar barricadas, ni cavar trincheras? Hombres y mujeres con fiebre revolucionaria, atacados de un nuevo delirio, veían ahora acudir ejércitos por todos los caminos hacia Asturias: bajaban por las montañas, desembarcaban en las playas, surcaban el cielo en aviones... Pasada la embriaguez y la enajenación revolucionaria, comenzaban a recuperar la razón.

 

CAPÍTULO 50.

LA COLUMNA DEL GENERAL LÓPEZ OCHOA ENTRA EN OVIEDO