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CAPÍTULO 49.LA DINAMITA, LA ARTILLERÍA Y LOS INCENDIOS DESTRUYEN OVIEDO
No había pausa ni paréntesis en la lucha, ni tiempo ni
servicios sanitarios para recoger los cadáveres abandonados en las calles. El
combate era ininterrumpido día y noche, más intenso durante las horas de luz,
favorables a la acción de la artillería y de la aviación. Los aparatos
procedentes de la base de León repetían sus vuelos y dejaban caer su carga de
bombas. El miedo a estos ataques era tan grande, que en Mieres y otras
localidades de la cuenca el racionamiento se hacía de noche y la gente pasaba
la mayor parte del día en los sótanos.
En Oviedo el vecindario carecía de agua y de electricidad.
No funcionaban los teléfonos. «Por la noche nos alumbrábamos con una lamparilla
de aceite. Las provisiones iban escaseando; faltaba el pan, que sustituíamos
con patatas asadas». La situación de los revolucionarios era mejor, por cuanto
que se habían adueñado de los comercios y almacenes de víveres de la zona que
dominaban.
El día 8, por la mañana, los mineros redoblaron sus ataques
contra las posiciones que constituían el complejo defensivo del Gobierno Civil,
y en especial contra los cuarteles de la Guardia Civil y de Santa Clara. Desde
este último eran abastecidos los puestos avanzados. Cada una de estas
operaciones originaba un combate. Los rojos, durante la noche, habían ocupado
observatorios ventajosos y tenían bajo su fuego el parque y la plaza de la
Escandalera. Por la tarde de este día, el comandante Carlos Silva y el capitán
Juan Arnott, al frente de todas las fuerzas de Asalto disponibles y de la Plana
Mayor del primer batallón del regimiento número 3, efectuó una salida en
dirección hacia la plaza de la Escandalera, con el propósito de alejar al
enemigo, que cada vez se adentraba más en la ciudad. El intento lo malogró un
diluvio de fuego, que obligó a la tropa a replegarse, llevándose a los heridos;
entre éstos, al comandante.
El objetivo que más atraía la ambición de los jefes
revolucionarios era la Fábrica de Armas de la Vega, cuya posesión les
permitiría dotar a muchos milicianos hasta el momento inermes o mal armados. El
Comité Revolucionario y el Comité de Guerra, reunidos en el Ayuntamiento,
estimaron urgente el ataque a la Fábrica, y los sargentos Vázquez y Dutor
fueron designados para organizarlo. A tal fin se reunieron con un delegado de
la C. N. T. y acordaron dirigir un mensaje a las fuerzas encerradas en la
Fábrica, en los cuarteles de la Guardia Civil y de Pelayo, conminándolas a la
rendición, pues caso contrario serían volados los edificios con dinamita. Dutor
se encargó de hacer llegar los mensajes a sus destinatarios. Los mineros que
habían de intervenir en el ataque a la Fábrica de Armas se congregaron en San
Lázaro y de aquí partieron hacia La Tenderina. Como no apareciese Dutor, el
sargento Vázquez envió a cuatro soldados capturados el día anterior para que,
aproximándose a los pabellones militares, se hiciesen conocer y dijeran al jefe
de la fuerza que se rindiera en un plazo de cuatro horas, pues de lo contrario
sería volada la Fábrica. Los soldados no volvieron. Entretanto, el Comité de
Guerra había acordado aplazar la operación hasta la noche, por temor a que
efectuada de día costase muchas bajas, dada la proximidad de los cuarteles de
Pelayo y de la Guardia Civil, cuyos fusiles diezmarían a los asaltantes. Los
milicianos volvieron a concentrarse por la noche; pero un delegado del Comité
de Guerra llegó con la orden de que las fuerzas disponibles salieran
inmediatamente hacia Lugones, para cortar el paso a fuerzas enemigas que
avanzaban sobre Oviedo. El ataque a la Fábrica quedó aplazado hasta nuevo
aviso.
Aquella misma tarde, el coronel del 10.° Tercio de la
Guardia Civil, Juan Diez Carmena, reunió a jefes y oficiales para notificarles
que había solicitado permiso del Comandante militar de la plaza para incendiar
el cuartel, cosa que le fue negada, autorizándole, en cambio, para abandonarlo
una vez agotadas todas las posibilidades de defensa. La presencia en el cuartel
de las familias de los guardias —en total, cerca de doscientas personas, entre
mujeres y niños— constituía un impedimento grave para toda acción radical y
enérgica. Escaseaban el agua y los víveres, y el fuego artillero, de fusiles y
ametralladoras no cesaba por parte de los rebeldes, que ocupaban edificios
próximos. Acordó la Junta de jefes y oficiales que al clarear el día la
población civil evacuara el cuartel, trasladándose al de Pelayo, distante unos
800 metros. Así se hizo, con la protección de fuerzas del cuartel de Pelayo
desplegadas delante del parapeto. Al anochecer, el coronel ordenó el abandono
total. Se formaron dos columnas, al mando del comandante Gerardo Bueno
Rodríguez, llevándose armamento, material y ganado. Como en la expedición de la
mañana, desde el cuartel de Pelayo protegían su marcha. Al pasar por el barrio
del Pumarín, bajo violento fuego, cayeron muertos el comandante Bueno y los
sargentos Ballesteros y Calzadilla, cuyos cadáveres quedaron en el camino.
Perdieron todo el ganado. El coronel Díaz Carmena y el teniente coronel don
Juan Moreno Molina «no fueron con la columna debido a que su edad no les
permitía caminar con la velocidad que había que desarrollar en aquel paso, y
pasaron por un prado al cuartel de Pelayo». El total de bajas que tuvo la
guarnición del cuartel de la Guardia Civil fue de ocho muertos y un teniente,
un sargento, un cabo y siete guardias heridos.
* * *
Los ataques, hasta entonces intermitentes, contra la Fábrica
de Armas, arreciaron en la tarde del 8. La guarnición de la Fábrica la
componían cien hombres; de éstos, un oficial y veinte soldados, enviados el día
anterior desde el cuartel de Pelayo. Si bien el comandante militar de la plaza
había ordenado al coronel-director la defensa a toda costa, la recomendación no
acabó con las vacilaciones del coronel. Y así, «ante el temor de que abandonase
la Fábrica, se le condicionó la retirada, dándole una orden verbal de prender
fuego a todos los fusiles y armas en el caso de que abandonase el edificio».
Como episodio curioso de la lucha, merece decirse que el cañón situado en la
quinta «Velarde», que disparaba sobre la Fábrica, era un «Arellano», cuyo
inventor se batía con ametralladora contra su propio invento. «Ya es bueno
—decía el comandante Rodríguez de Arellano— que yo haya inventado un cañón,
para que se estrene disparando contra mí.»
Apenas se supo en la Fábrica que la Guardia Civil había
desalojado el cuartel, el director, Jiménez de la Beraza, decidió trasladarse,
con todas las fuerzas a sus órdenes —una compañía de fusiles del Regimiento
número 3 al cuartel de Pelayo, que distaba unos 300 metros, amparándose en la
oscuridad de la noche. En la Fábrica se guardaban 21.115 fusiles, 198
ametralladoras y 281 fusiles ametralladoras, y aunque el Comandante de la plaza
había ordenado repetidas veces al coronel-director la supresión de los cerrojos
a los fusiles y varios jefes y oficiales habían propuesto con insistencia al
coronel el incendio de la nave donde se guardaba el armamento, el director
alegó «que no había mecha ni dinamita para hacerlo, y en cuanto a inutilizar
los fusiles no ordenó quitar los cerrojos por si esta medida era interpretada
por los obreros en forma despectiva». Únicamente ordenó el traslado al cuartel
de Pelayo de las municiones, que en total sumaban unos dos millones de
cartuchos. Salieron primero las familias, y a continuación la tropa, con gran
confusión, pues hubo destacamentos a los que no se les avisó con tiempo de la
retirada. «El farmacéutico y el médico tuvieron que trasladar a los heridos
ayudados por doce soldados rezagados y a los cuales no se les comunicó la orden
de repliegue, que, por cierto, se hizo sin que costase una sola baja».
En las primeras horas de la mañana del 9, unos doscientos
milicianos situados en las inmediaciones de la Fábrica rompieron fuego contra
ella, a la vez que los cañones emplazados en el Naranco. Como los proyectiles
carecían de espoletas, el efecto era casi nulo, y, exasperados los artilleros,
según un cronista de la revolución, cargaron un proyectil con dinamita, lo cual
produjo la explosión del cañón y la muerte de un miliciano. Los otros cañones
Arellano siguieron disparando contra el recinto. Pasaba el tiempo, y como
observaran los mineros que sus ataques quedaban sin réplica, avanzaron
cautelosos para irrumpir en la Fábrica, entre estampidos de cartuchos. Su
sorpresa fue grande al contemplar intacto el inmenso botín. La noticia del
fabuloso hallazgo se propagó como reguero de pólvora por el campo rojo, y la
seguridad de que podría ser armado el ejército de la revolución envalentonó a
los fanáticos y levantó a los pusilánimes. En aquel momento el ejército
revolucionario se podría calcular entre 25.000 y 30.000 hombres.
La eficacia de los fusiles se manifestó bien pronto en el
incremento del fuego contra los reductos gubernamentales. El Banco de España,
atacado con cartuchos de dinamita, cayó en poder de los rojos y apresados sus
defensores: siete soldados y cuatro carabineros. Pasó también al dominio de los
rebeldes el palacio de la Diputación, contiguo al Banco, defendido por soldados
y guardias de Asalto: doce en total, que habían aguantado incesantes ataques
desde el día 7. En cambio, la mayoría de los defensores del Hotel Inglés y del
Café de la Paz evitaron una maniobra de cerco y consiguieron replegarse hacia
el teatro de Campoamor, sobre el cual convergieron las agresiones de los
mineros, situados en los tejados y ventanas de todas las casas contiguas.
Silbaban las balas sobre el teatro y escarbaban a zarpazos su techumbre los
cartuchos de dinamita. En junta de jefes celebrada en el cuartel de Santa
Clara, bajo la presidencia del Comandante militar, se ordenó a los guardias que
de noche desalojasen el teatro, después de prenderle fuego, a fin de impedir
que el enemigo lo ocupase, pues desde él los dinamiteros podrían volar el
cuartel de Santa Clara. A medianoche se efectuó la maniobra y el teatro de
Campoamor, uno de los más hermosos de España, inaugurado en 1892, ardía en
pompa. Su resplandor se veía desde toda la ciudad, alumbrada también por las
llamaradas de otros incendios: los de la Delegación de Hacienda, Palacio
episcopal, convento de Santo Domingo —incendiado después de ser desvalijado—,
Banco Asturiano, Hotel Covadonga y un grupo de casas de la calle de Mendizábal.
Esta misma noche, cuatro carabineros que protegían el edificio de la
Telefónica, lo abandonaron, por habérseles agotado las municiones. Al salir,
uno resultó muerto, otro herido y los otros dos cayeron prisioneros.
Ardía también el Palacio episcopal —el prelado, don Juan
Bautista Pérez, se hallaba ausente de la diócesis —desde las seis de la tarde
del día anterior—. Unos dinamiteros entraron por la puerta de la calle Canóniga
y, después de rociar las paredes con gasolina, lanzaron unos cartuchos de
dinamita. Las llamas prendieron en el archivo, se propagaron a otras estancias
y a las casas inmediatas, cuyos vecinos, enloquecidos, salieron a la calle de
Santa Ana. Merodeaba por ellas, titulándose jefe de sector, Jesús Argüelles
Fernández, apodado el Pichilatu, antiguo dependiente de comercio, muy conocido
y de apariencia apacible, trasformado por la revolución en monstruo
sanguinario, que al frente de la chusma se entregó al saqueo y al crimen.
Cuando vio a los vecinos, en su mayoría mujeres y niños, correr en dirección a
la calle de Mon, el Pichilatu ordenó hacer fuego, y las descargas causaron ocho
muertos y varios heridos.
Poco antes de estos sucesos, milicianos de la misma pandilla
de Pichilatu detuvieron en la casa de la marquesa de Ferrera, donde se hallaban
refugiados, al provisor del Obispado, don Juan Puertes Ramón; al secretario de
Cámara, don Aurelio Gago, y a un guardia de Asalto. Trasladados al edificio del
Banco Español de Crédito, en la plaza de la Constitución, donde funcionaba un
Tribunal revolucionario, éste los condenó a muerte, y una hora después fueron
fusilados en el mercado de San Lázaro.
A cada repliegue de las fuerzas se ampliaba el área dominada
por los revolucionarios, si bien la persistencia de núcleos defensores en los
cuarteles de Santa Clara y de Pelayo, en la Catedral, en la Cárcel y en la Casa
Blanca, en la calle Uría, trababan la libertad de los sediciosos y sembraban la
muerte. En la Casa Blanca estaban cercados setenta hombres, con parapetos de
colchones; a ella se habían acogido parte de los soldados, al replegarse de la
Estación, y combatían día y noche contra un enemigo que surgía por todas
partes. Les aprovisionaban algunos vecinos, con heroico desprecio del peligro.
Más crítica y angustiosa todavía era la situación de los guardias en la
Catedral, privados de toda comunicación con el exterior y obligados a un
racionamiento riguroso de alimentos, agua y municiones.
Pero el apuro y debilidad de los defensores no disminuía su
ardimiento. A todas horas el fuego de sus fusiles acreditaba una vigilancia
permanente y rápida, que desconcertaba y enfurecía a los revolucionarios. El
día 10 trataron de penetrar en la Catedral por una ventana que daba a la Sala
capitular. Se vengaron de su fracaso incendiándola. Quedó destruida una
sillería de coro, gótica, del siglo XVI. La idea de volar el templo germinaba
en muchos cerebros; «pero el Comité se opone, diciendo que se trata de una obra
de arte. La actitud del Comité irrita a muchos obreros, pues entienden que la
revolución no puede pararse a pensar si una obra es de arte o no.» Por otra
parte, despreciaba las prohibiciones del Comité, admitido que éste las
impusiera, la artillería roja. Las piezas situadas en el Naranco disparaban
contra la Catedral. Los daños causados eran considerables: un chapitel de la
torre, derribado, así como el antepecho y la columnilla del ventanal sur, del
cuerpo de aquélla; pulverizadas las magníficas vidrieras flamencas y
destrozados muchos encajes de piedra. ¿Quién no lloraría al ver mutilada la
torre de la Catedral, poema romántico de piedra, en frase de Clarín; delicado
himno, de dulces líneas de belleza muda y perenne, filigrana gótica, inimitable
en sus medidas y en su armonía?
A primera hora de la tarde del 9 se propagó la noticia de la
llegada al edificio del Banco Español de Crédito, en la plaza del Ayuntamiento,
de varios camiones con armas de las cogidas en la Fábrica de La Vega, y en
seguida comenzaron a acudir hombres, mujeres y mozalbetes, que exigían su fusil
correspondiente. Sin embargo, faltaban municiones, y para subsanar esta escasez
se nombró una comisión encargada de poner en servicio las máquinas rellenadoras
de cartuchos, encontradas en la fábrica. Una de estas máquinas quedó instalada
en el chalet del marqués de Aledo, y producía 5.000 cartuchos diarios.
* * *
Los repartos de armas exacerbaron el fondo anárquico de la
revolución. Ante la ola de robos y asesinatos que anegaba la ciudad, trató el
«Comité Revolucionario» de frenar los instintos criminales desatados, con un
bando, fechado el 9 de octubre, redactado en los siguientes términos:
«Hacemos saber: Que el Comité Revolucionario, como
intérprete de la voluntad popular, y velando por los intereses de la
revolución, se dispone a tomar, con la energía necesaria, todas las medidas
conducentes a encauzar el curso del movimiento. A tal efecto, disponemos:
1. ° El cese radical de todo acto de pillaje,
previniendo que todo individuo que sea cogido en un acto de esa naturaleza será
pasado por las armas.
2. ° Todo individuo que posea armas debe presentarse
inmediatamente a identificar su personalidad. A quien se coja con armas en su
domicilio o en la calle sin la correspondiente declaración, será juzgado
severísimamente.
3. ° Todo el que tenga en su domicilio artículos
producto del pillaje o cantidades de los mismos, que sean producto de
ocultaciones, se le conmina a hacer entrega de los mismos inmediatamente. El
que así no lo haga se atendrá a las consecuencias naturales, como enemigo de la
revolución.
4. ° Todos los víveres existentes, así como los
artículos de vestir, quedan confiscados.
5. ° Se ruega la presentación inmediata ante este
Comité de todos los miembros pertenecientes a los Comités directivos de las
organizaciones obreras de la localidad para normalizar la distribución y
consumo de víveres y artículos de vestir.
6. ° Los miembros de los partidos y juventudes obreras
de la localidad deben presentarse inmediatamente con su correspondiente carnet
para constituir la Guardia Roja, que ha de velar por el orden y la buena marcha
de la revolución.»
Semejantes conminaciones al orden y al respeto de la
propiedad y de la vida resultaban inútiles. El furor popular no reconocía
jerarquías ni admitía consejos. Era la ira ciega, el placer de la violencia, un
afán de crueldad, los que privaban, y no había bando ni amenazas capaces de
contenerlos. El Comité Revolucionario se había reunido en la tarde del 9 en
los locales del Banco Español de Crédito. Aquí deliberaron González Peña,
Belarmino Tomás, Dutor y el concejal del Ayuntamiento de Oviedo Bonifacio Martín,
y reconocieron que las cosas iban de mal en peor. «La conquista de la Fábrica
de Armas inició el plano inclinado hacia la derrota, ya que pudieron armarse
elementos que se sumaban a la rebeldía con propósitos de lucro y venganza, y
los jefes de la rebelión, que eran los componentes del Comité, perdieron el
control de las fuerzas rebeldes».
En realidad, en ningún momento de la revolución asturiana se
descubre la presencia de jefes superiores, responsables, obedecidos por los
componentes del titulado Ejército Rojo. «En esta revolución se ha presentado un
fenómeno que trae desconcertada a mucha gente, y es la ausencia de una cabeza
visible, claramente destacada». González Peña, a quienes los milicianos
empezaron llamando «Generalísimo», se esfumó pronto, y sólo fue un enloquecido
más en el pandemonium ovetense. Sin duda se debió esto a que González Peña,
como los promotores de la insurrección, sabían que estaban irremisiblemente
perdidos; no obstante, mantenían en engaño a los milicianos por medio de
boletines y gacetas «con noticias oficiales» del éxito de la revolución en toda
España.
A los estragos causados en la ciudad por la metralla había
que añadir los producidos por otro enemigo implacable: el fuego. A los edificios
incendiados había que sumar el del diario socialista Avance; la Audiencia,
donde las llamas destruyeron el archivo que guardaba el proceso de Jovellanos y
documentos del tiempo de Carlos III; el Monte de Piedad, el Hotel Inglés, y
toda una fila de casas en la calle de San Francisco.
En la mañana del día 10 la aviación dejó caer una de sus
bombas en la plaza del Ayuntamiento, muy concurrida en aquel momento, y al
explotar mató a doce personas e hirió a veintisiete. Se revolvieron, poseídos
de ira, los milicianos, pidiendo a gritos el fusilamiento de los prisioneros y
venganza en los burgueses.
Bastaba mirar la parte de población dominada por los rojos y
oír a éstos para advertir la rápida descomposición de la que algunos exaltados
denominaban «República socialista» y otros «República soviética». En realidad,
sólo era un caos, en el que imperaban los energúmenos, con grados en su
ferocidad. Quien llevaba los cartuchos de dinamita metidos en los bolsillos se
atribuía superior graduación que el miliciano de las dos pistolas colgadas al
cinto, y éste, a su vez, se imponía al escopetero. Los propósitos por
reglamentar la distribución de alimentos no pasaron de intento y los Comités
designados para semejante función renunciaron a ella al ver que el derecho al
desafuero era inherente a la condición de miliciano, ya se tratara de artículos
alimenticios o de ropas, dinero o joyas. Los saqueos de los hoteles Inglés y
Covadonga habían proporcionado a algunos asaltantes verdaderas fortunas en
alhajas. Al olor del botín acudían a Oviedo muchos milicianos, persuadidos de
que la revolución era sólo un estado provisional, a propósito para la
expoliación y la venganza.
Sin embargo, todavía el día 10 muchos mineros, exacerbados y
febriles, se jugaban la vida para aplastar la resistencia de los cuarteles de
Santa Clara y Pelayo, de la Catedral y de la Cárcel, pues no ignoraban la
situación desesperada de los defensores y confiaban en que su aguante se
quebrantaría de un momento a otro. Los artilleros rojos hacían progresos en el
manejo de las piezas. Por la tarde, apoyados por un camión blindado y con gran
derroche de dinamita, los mineros ocupan el Monasterio de San Pelayo, de monjas
benedictinas, que alojaba, además, a la comunidad de agustinas, por tener éstas
su residencia en obras. En total, eran, aproximadamente, unas treinta
religiosas, que se refugiaron en los sótanos, auxiliadas por los invasores, que
las respetaron. Con la pérdida del Monasterio se agravó la situación del
Gobierno Civil, pues la distancia de uno al otro era de unos 15 metros.
El cuartel de Santa Clara estaba el día 11 al borde del
hundimiento. Carecían sus defensores de agua, de víveres y municiones. Treinta
y cinco de ellos estaban heridos y cinco habían muerto en los combates. La
aviación, avisada por paneles colocados en el tejado, arrojó a los sitiados
paquetes con alimentos y cartuchos. Pero ocupados por los rojos el Monasterio
de Pelayo y las casas de la plaza de la Escandalera, las agresiones eran
constantes. En un arranque desesperado, el comandante Caballero, al frente de
los guardias de Asalto, avanzaron hacia el Monasterio y arrojaron bombas de
gases lacrimógenos. Huyeron los milicianos; pero se rehicieron pronto y lo
ocuparon de nuevo cuando el edificio como consecuencia de estos combates,
empezó a arder. Las monjas ocultas en los sótanos salieron, protegidas por unos
milicianos, y se trasladaron a la residencia del Servicio Doméstico.
Parecida era la situación de las fuerzas encerradas en el
cuartel de Pelayo, al cabo de cuatro días de incesantes ataques de la
artillería y de los fusileros. Las fachadas mostraban las señales de más de
doscientos cañonazos. El Comité revolucionario creía que un último ataque en
gran escala les daría la posesión del edificio y ordenó acumular toda clase de
elementos ofensivos. Incluso pensaron en utilizar un tren blindado del
ferrocarril vasco-asturiano armado con siete ametralladoras, que se estacionó
en el túnel de Santo Domingo, a unos seiscientos metros del cuartel. La
conquista de éste era vital para la causa revolucionaria. Como también lo era
la desaparición del nido de resistencia que persistía con una tenacidad
desesperante para los milicianos, en la torre de la Catedral.
Si algún rebelde sintió hasta entonces escrúpulos para volar
el templo, no faltaron expertos dinamiteros que lograron penetrar en aquél;
pero no por la puerta que da acceso a la torre, sino en la Cámara Santa,
adosada al cuerpo central. Colocaron allí una carga de dinamita, que
consideraban suficiente para volar la Catedral. «No obstante lo cual —dice
Dutor— la Catedral continuó resistiendo». La explosión abrió una tremenda
brecha en los muros, produjo enormes destrozos en la Cámara Santa, maravilla
del arte medieval, y pulverizó muchas antiguas y policromadas vidrieras.
Cayeron en pedazos las estatuas de los apóstoles y se confundieron con los
escombros las arquetas, los relicarios y el tesoro de orfebrería que en la
Cámara se guardaba. La Cruz de la Victoria y la de los Ángeles sufrieron sólo
leves deterioros.
Creyeron los bárbaros que al fin el camino para penetrar en
la Catedral estaba abierto y avanzaron por la brecha en tropel. Pero apenas
pisaron el templo, una descarga de los defensores derribó a uno y ahuyentó a
los demás. La Catedral resistía.
Debían los rojos darse mucha prisa, porque desde el
atardecer del día 10, transmitido de uno a otro, por esos telégrafos
misteriosos, del presentimiento circulaba un rumor, cuyo origen nadie conocía,
que derrumbaba la moral de los extenuados milicianos y producía consternación.
Las tropas del Gobierno se aproximaban a Oviedo.
* * *
Aunque había muchos edificios convertidos por los rojos en
prisiones, el Instituto Nacional, residencia de los Padres jesuitas hasta la
incautación de los bienes de éstos por la República, encerraba el mayor número
de detenidos: varios centenares de sacerdotes, religiosos, militares,
ingenieros, profesores, guardias y hombres de toda condición. Se amontonaban en
galerías y aulas, bajo la férula de unos vigilantes brutales, blasfemos y
tiránicos. «Dentro del Instituto se respiraba atmósfera de muerte y de impiedad
por parte de los carceleros, pues apenas se hablaba más que de matar, de llevar
al frente, de suicidios... A un hombre — Francisco S. Arias— trastornado le
invitaron a tirarse por la ventana. Se tiró y después le remataron a tiros. A
otro —José González— lo abatieron de un disparo en un pasillo». Pero el
Instituto, además de cárcel, era también polvorín. La antigua capilla
almacenaba enorme número de cajas con dinamita, bombas y municiones, traídas de
las minas y de los talleres donde se fabricaban.
El jueves, día 11, a las diez de la mañana, recorrió el
titulado jefe de aquella prisión, Florentino Prieto Cueto, los pisos del
Instituto y ordenó a los guardianes que formasen con los presos tres grupos: el
primero se compondría de guardias de Asalto; el segundo, de jefes y oficiales
militares, y el tercero, de sacerdotes y religiosos. «Recibí la orden del
Comité —refiere el sargento Vázquez— de ponerme al frente de una columna de
prisioneros que saldrían del Instituto, para asaltar el cuartel de Pelayo. Los
prisioneros irían delante, y al verlos desde el cuartel, no harían fuego».
Salieron los prisioneros en la forma que se ha dicho, y tanto en la calle de
Santa Susana como en la de la Magdalena, y en el Campo de los Patos, su
presencia enfureció a las gentes en estos lugares congregadas. Las más
exasperadas eran las mujeres, las cuales azuzaban a los milicianos para que
acabasen con los detenidos, sin más contemplaciones. Una vez ante la Fábrica de
Armas, se les conminó a que pasaran al campo de Santullano, a sabiendas de que
desde el cuartel disparaban sin cesar. Los guardias rojos se protegían como
podían mientras obligaban a los presos a mantenerse erguidos. Se hizo alto en
unas casas, a la orilla de la carretera, desde las que se divisaba el cuartel.
Rodeaba a éste una cerca de piedra, y frente a la fachada existía una verja de
hierro de unos tres metros de alta. Ocupaban las casas dichas un centenar de
milicianos, en torno a mesas colmadas de latas de conserva, embutidos y
relieves de comida. En una de dichas casas se hallaba el sargento Vázquez,
disfrazado con cintajos y atuendo extravagante, reconocido como jefe de las
fuerzas allí concentradas.
Pese al ininterrumpido y constante tiroteo, algunos
milicianos llegaban arrastrándose hasta las proximidades de la verja, con el
propósito de escalarla. Pero no lo conseguían, y raro era el intento que no
terminaba con bajas para los atacantes. A primera hora de la tarde se presentó
Dutor. «Al acercarme al cuartel —refiere—, comprobé que se estaban sacrificando
hombres con una tenacidad heroica, pero de efectos forzosamente nulos. Los
asaltantes tenían la pretensión de trepar por la verja: nos mataron a varios y
no hubiéramos logrado que entrase uno sólo por ese medio». Propuso un ataque
conjunto por todos los frentes, y al pasar con el sargento Vázquez junto al
ángulo del muro, derribado por la artillería, fue herido de un balazo en la
pierna. Ya no se habló más del proyectado asalto. Entretanto, los presos,
hambrientos y devorados de sed, yacían tumbados en el suelo. Al atardecer, pasó
de pronto por las filas rojas una ráfaga de alarma: los soldados salían del
cuartel. Algunos milicianos, presos de delirio revolucionario, interpretaron el
hecho como un acto de rendición. Tal credulidad sólo duró el tiempo que
tardaron los soldados en montar una ametralladora y enfilarla hacia la verja y
las brechas del muro. Cayeron varios milicianos y dos prisioneros, guardias de
asalto éstos, a quienes dio la absolución otro prisionero, el dominico Padre
Cachero.
La sorpresa de los milicianos se trocó en pánico. Presos y
revolucionarios se refugiaron presurosos en las casas, mientras la mayoría de
los rebeldes huían. Cuando ya fue de noche apareció, iracundo, el sargento
Vázquez, pistola en mano. Ordenó formar a los prisioneros, encomendándoselos a
unos guardias rojos para que regresaran al Instituto. La marcha se hizo con
mucha dificultad y bajo lluvia incesante de balas. Como al canónigo Francisco
Sanz Baztán, debilitado y achacoso, le fuera muy difícil caminar, un fusilero
le remató de un tiro. Su cadáver quedó abandonado al pie de un muro, junto a la
Fábrica de Armas.
Las desgracias para los revolucionarios no procedían sólo de
su fracaso ante el cuartel: unos milicianos llegados de Lugones aseguraban, con
el estupor reflejado en sus rostros, que en las inmediaciones de aquel pueblo
había muchos camiones con tropas del Gobierno. Cuando esta noticia se divulgó
por Oviedo, salieron inmediatamente grupos de mineros en camiones y coches
hacia el frente de lucha del cuartel de Pelayo, dispuestos a terminar, como
fuese, con la resistencia.
La noticia de la proximidad de las tropas constituyó una
novedad sólo para aquellos milicianos que vivían ajenos a todo otro asunto que
no fuese el de su quehacer revolucionario. Los componentes del Comité y cuantos
ejercían funciones directivas sabían que tropas del Gobierno confluían hacia
Oviedo por todos los caminos y que el problema más grave que se les iba a
plantear era el de la huida. Desde el día anterior los insurrectos dominaban,
como se ha dicho, el Banco de España, una vez extinguida la resistencia que
oponían sus defensores: cuatro carabineros y seis soldados al mando de un
sargento. Era la gran ocasión para apoderarse del dinero allí atesorado. Un
grupo de mineros mandados por Cornelio Fernández Suárez y Manuel González
Iglesias, secundando órdenes de González Peña, lograron, mediante el empleo de
la dinamita, forzar las cámaras acorazadas del Banco, apoderándose de
14.425.000 pesetas. Perpetrado el robo, decidieron escapar, en unión de otros
mineros, hacia la cuenca minera, recogiendo previamente a Dutor, que se
encontraba en el sanatorio de Loredo. Salieron varios coches y una camioneta,
con el dinero oculto en sacos y envuelto en una gabardina, y, pasado el
Escamplero, llegaron a Sandiches. En previsión, cada uno de los fugitivos se
reservó 15.000 pesetas, y de este reparto participaron González Peña y otros
miembros del Comité. En la noche del día 10 los milicianos intentaron volar la
caja fuerte del Banco Herrero. La operación no obtuvo éxito, a pesar de haber
recurrido a la dinamita.
* * *
Se libraban los postreros combates por la posesión de
Oviedo. Los mineros parecían presentirlo, pues en este día hicieron el mayor
derroche de dinamita, de fuego de fusilería y de arrojo personal. Hubo momentos
en que todo parecía perdido para las fuerzas gubernamentales, a punto de ser
definitivamente aplastadas. Pero en este forcejeo supremo la revolución se
extenuó, hasta convencerse de su derrota.
A las tres de la tarde del día 11 estaba reunido, en un
local del barrio de San Lázaro, el Comité Revolucionario Provincial, bajo la
presidencia de González Peña. «Asistían, además de los miembros del Comité,
significados elementos de las diversas fracciones revolucionarias y algunos
jefes de grupo». A instancias de Graciano Antuña, concurrió también el diputado
socialista por Oviedo, Teodomiro Menéndez, que «había permanecido apartado de
la lucha revolucionaria por ser contrario a un movimiento de violencia, y
únicamente se vio obligado a concurrir al cuartelillo de la calle de Martínez
Marina, abarrotado de presos, ocupándose de su distribución, en cuya labor
favoreció a cuantos pudo». Otro de los concurrentes era el líder sindicalista
de Gijón José María Martínez, de buena estatura, sanguíneo, ojos vivaces, alma
y nervio de las revueltas sociales de aquella ciudad. González Peña describió
la situación de esta manera: «Asturias se había quedado sola en la lucha y se
veía invadida por todas partes, sin que fuera posible contener el avance de las
tropas ni contrarrestar los efectos de la aviación. Se carecía de municiones.»
Se habló resueltamente de la retirada. Unos proponían el repliegue a la zona
minera, para hacerse fuertes allí y permitir que se salvaran los más
comprometidos. José María Martínez opinaba que debían dispersarse los núcleos
armados después de esconder bajo tierra los fusiles para recuperarlos en futura
ocasión. Uno de los delegados comunistas se negó a aceptar el fracaso y recabó
para su partido la dirección del movimiento. Los demás se opusieron. «El resto
de la reunión se dedicó a estudiar la manera más práctica de disponer el
repliegue de los combatientes y a cambiar impresiones sobre la necesidad de dar
estas instrucciones con prudencia para evitar un posible efecto de pánico. Se
designó entre los reunidos a los compañeros que debían llevar esta orden y
estas instrucciones a los diversos Comités revolucionarios que actuaban en
otras localidades. Uno de los acuerdos finales fue el de reunir en las cuencas
mineras cuantos elementos se encontrasen y llevarlos a Oviedo, silenciando el
objeto de esta medida. Por la noche se reuniría a la gente dispersada por los
frentes, dejando en ellos solamente a los compañeros de toda confianza que ya
supieran cuál era su misión: retardar el avance de las tropas, escatimando en
lo posible la pérdida de hombres. Al amanecer, los Comités darían ya plenamente
la orden de retirada y los vehículos reunidos en Oviedo transportarían hacia
las cuencas mineras el mayor número posible de revolucionarios».
Al disolverse la reunión, González Peña y Graciano Antuña
salieron para Mieres en busca de los que guardaban el dinero del Banco de
España. José María Martínez discutió con violencia con los comunistas, sin
convencerlos, y se dirigió a La Felguera y Sama, para transmitir a los
sindicalistas la orden de renunciar a la lucha. Al día siguiente apareció su
cadáver cerca de la estación del ferrocarril de Langreo. Tenía un balazo en el
pecho. Se supuso que lo habían asesinado los comunistas.
Al anochecer, se distribuía en Oviedo un manifiesto
encabezado con este título: «Comité Revolucionario de Alianza Obrera y
Campesina de Asturias.» Y decía: «A todos los trabajadores. —Compañeros: Ante
la marcha victoriosa de nuestra revolución ya gloriosa, los enemigos de los
intereses de nuestra clase utilizan todas las malas artes en intentar
desmoralizar a los trabajadores, que, en magnífico esfuerzo, se han colocado a
la cabeza de la revolución proletaria española. Mientras en el resto de las
provincias se dan noticias de que en Asturias está sofocado el movimiento, el
Gobierno contrarrevolucionario dice en sus proclamas a los trabajadores de
nuestra región que en el resto de España no ocurre nada y nos invita a
entregarnos a sus verdugos. Hoy podemos deciros que la Base aérea de León ha
caído en poder de los obreros revolucionarios leoneses y que éstos se disponen
a enviarnos fuerzas en nuestra ayuda. Contra la voluntad indomable del
proletariado asturiano nada podrán las fuerzas del fascismo. Estamos dispuestos,
antes de ser vencidos, a vender cara nuestra existencia. Tras nosotros el
enemigo sólo encontraría un montón de ruinas. Por cada uno de los nuestros que
caiga por la metralla de los aviones, haremos justicia en los centenares de
rehenes que tenemos prisioneros. Sépanlo nuestros enemigos. ¡Camaradas, un
último esfuerzo por el triunfo de la revolución! ¡Viva la revolución obrera y
campesina!—El Comité. 11- X-34.»
En fuga los componentes del primer Comité, aparecía otro
Comité fantasma. Nadie creyó el embuste de que el aeródromo de León hubiese
caído en manos de los revolucionarios, pues los aviones procedentes de aquél
amenazaban constantemente a los rebeldes para desmentirlo. El viva final a la
revolución obrera y campesina delataba la filiación comunista de los autores
del manifiesto. Componían el Comité cinco exaltados jóvenes comunistas y dos
mineros de alguna edad, que establecieron su Cuartel General en el chalet del
marqués de Aledo, en la plazuela de San Miguel. El Marqués y sus familiares
vivieron toda la revolución en estancias apartadas y fueron respetados. ¿Qué
ofrecían de nuevo sobre lo ya experimentado los recién llegados? Uno de los
acuerdos fue variar la consigna «U. H. P.» por esta otra: «T. R. S.»
(«Trabajadores rojos, salud.»)
Artificios para disimular la realidad. Porque la gran verdad
era que la revolución se había desplomado. La noticia de la huida de los
cabecillas se propagó como una ola depresiva por toda Asturias y produjo la
congelación del entusiasmo y el pánico. Comenzaron las deserciones, y se
abandonaron todos los trabajos bélicos. ¿Para qué blindar vagones y camiones?
¿Para qué reparar fusiles y rellenar más cartuchos? ¿Para qué hacer más
guardias ni levantar barricadas, ni cavar trincheras? Hombres y mujeres con fiebre
revolucionaria, atacados de un nuevo delirio, veían ahora acudir ejércitos por
todos los caminos hacia Asturias: bajaban por las montañas, desembarcaban en
las playas, surcaban el cielo en aviones... Pasada la embriaguez y la
enajenación revolucionaria, comenzaban a recuperar la razón.
CAPÍTULO 50.
LA COLUMNA DEL GENERAL LÓPEZ OCHOA
ENTRA EN OVIEDO
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