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CAPÍTULO 48.

LOS MINEROS PENETRAN EN OVIEDO

 

 

Los revolucionarios ya tenían su república proletaria, con sus fronteras y su territorio donde imponer y desarrollar su ideario político. En este punto la coincidencia resultaba imposible. La amalgama formada por los obreros de distintas filiaciones sólo fraguaba una unidad maciza frente al enemigo en la hora de lucha. Pero cuando se trataba de interpretar la revolución, cada grupo proponía su versión peculiar. En unos sitios se proclamaba el comunismo libertario; en aquellos con preponderancia socialista se respetaba la propiedad privada y continuaba en circulación la moneda; los anarcosindicalistas de La Felguera soñaban con instaurar la Acracia... Pero, en realidad, ¿qué habían pretendido, con el levantamiento, los mineros de Asturias? ¿Lo habían pensado alguna vez en serio sus promotores? A este propósito, Javier Bueno escribía: «En los principios, todo fe en el triunfo, el instinto aconsejó a los luchadores ir consolidando ya algo. La tierra, ante todo, la tierra, se pensó. Pero en ningún bolsillo estaba lo que la previsión parecía natural que hubiese tenido a punto: la fórmula, quizá el decreto ya redactado. Ni los reunidos, con ser personas principales, acertaban a hacerlo. En el azoramiento y la perplejidad pudo pergeñarse calcando conceptos —es de suponer que generalidades aplicables a cualquier campo— sobre un libro de Lenin. ¿Es simbólico el incidente de que en una revolución social encargada por telégrafo se precisaran improvisaciones sobre el más fundamental de los problemas? Cuando sea posible dar respuestas a preguntas de esta clase, será que se sabe mucho».

Abandonada la solución del problema político para cuando lo permitieran las circunstancias, quedaba por resolver el empleo eficaz de aquella masa armada de 20.000 a 30.000 hombres, manchadas sus manos de sangre con las matanzas de los guardias y en otros desmanes y obligados a proseguir la revolución empezada. ¿Contra quién encauzar aquel huracán colérico? ¿En provecho de un movimiento derrotado en el resto de España? Ninguno de los enterados se atrevió a decir a los mineros la tremenda verdad, de que toda su bravura o su ferocidad, su ilusión o su frenesí, eran inútiles y estaban irremisiblemente condenados al fracaso. Nadie quiso desafiar a aquellas masas armadas, diciéndoles que estaban vencidas, cuando apenas habían comenzado a luchar. En estas condiciones se consideró más político, o más práctico, continuar la desatinada empresa y dar al ímpetu de los insurrectos y a sus fusiles y a su dinamita un objetivo. Y ese objetivo fue Oviedo. Y hacia la capital del Principado se despeñó el torrente de hombres exasperados por el odio, que habían visto correr sangre.

Las fuerzas que iban a cerrarles el camino no eran muchas: un regimiento de Infantería, el número 3, cuyos efectivos no llegaban a 600 soldados; 80 guardias civiles; pequeños destacamentos de Carabineros y Seguridad; una compañía de guardias de Asalto, reforzada con elementos llegados de la compañía de Especialidades, de Madrid, y otras compañías procedentes de La Coruña, Salamanca, Valladolid y Burgos. En total, unos 1.200 hombres, entre guardias y soldados.

El día 5 de octubre, en vista del cariz que tomaban los sucesos, el gobernador, Fernando Blanco Santamaría, resignó el mando en el comandante militar de la plaza, Alfredo Navarro, coronel del regimiento de Infantería número 3. A la una de la tarde se hizo la proclamación del estado de guerra, y el comandante militar pidió a la autoridad de Gijón el envío de refuerzos. Como hasta entonces la situación en este puerto era de relativa tranquilidad, se accedió a la petición y salieron con dirección a Oviedo dos compañías de zapadores.

El comandante militar encomendó al coronel de Infantería Antonio Quintas la organización de la defensa de la ciudad, y éste distribuyó las fuerzas de este modo: una sección de guardias de Asalto en el Ayuntamiento; fuerzas de una compañía del regimiento y veinte guardias civiles, en los edificios más altos de la calle de Uría, desde la plaza de la Escandalera a la estación del Norte. En la llamada Casa Blanca, señalada con el número 13, se instaló el capitán Guillén, con veinte soldados y guardias; una sección del regimiento de Infantería, en la estación del Norte y otra en el depósito de máquinas; parte de otra sección, con dos ametralladoras, en la iglesia de San Pedro de los Arcos, que se halla en las estribaciones del monte Naranco, a cuyos pies se extiende la ciudad, Para proteger el antiguo convento de Santa Clara cuartel de los Guardias de Asalto se montaron puestos de vigilancia en las terrazas de algunas casas de las inmediaciones y en el teatro Campoamor, también muy próximo. Alrededor del Gobierno Civil se estableció un cordón defensivo que comprendía las calles de San Vicente, Jovellanos, Gascona, Águila, San Juan y plaza de la Catedral. Quedó designado jefe de este sector el comandante Gerardo Caballero, que tenía como ayudante al teniente Bernardo Aza.

Finalmente, otras fuerzas ocuparon el palacio de la Audiencia, el antiguo Casino y Monte de Piedad, edificios de la Telefónica, Banco de España y Diputación.

La noche del 5 de octubre presintieron los ovetenses la proximidad de la tragedia. La ciudad, agarrotada por la huelga general; balcones y ventanas tapiadas, como en los blocaos, solitarias las calles, el temor, o mejor el terror, oprimía al vecindario con su garra de hierro. «Las gentes pacíficas —dice Martínez Aguiar— durmieron aquella noche sobre una almohada de ortigas. En el silencio áspero de la noche las cabezas se alzaron para escuchar alertas un fuego lejano y desigual en los aledaños de la ciudad. Alguna vez, en las calles, escandalizaba el estrépito de algunos tiros de fusil.» Los ovetenses sabían que los mineros rodeaban la ciudad, disponiéndose para asaltarla. La noticia corrió de boca en boca. Quién, los había visto en gran número por el ferrocarril vasco-asturiano; quién, por la parte alta de la población, camino de San Esteban de las Cruces, o acampados en las estribaciones del Naranco. Eran legión. Procedían de Mieres, donde les despidió una muchedumbre delirante, que acompasaba sus gesticulaciones frenéticas con un insistente y atronador «¡U. H. P!, ¡U. H. P!», estrofas de La Internacional, entrecortadas con exclamaciones como éstas: «¡Mañana, en Oviedo! ¡Viva Oviedo rojo! ¡Viva la dinamita revolucionaria!» Aquel ejército tiznado, pues en su mayoría habían salido de las minas, engrosó con milicianos de Olloniego, Morcín, Riosa y más tarde de Ablaña. Hombres insomnes, greñudos, renegridos, con un armamento heterogéneo de máuseres, tercerolas, escopetas, pistolas... ¡Qué diferente esta marcha sombría y en riada, de otros viajes hacia la misma capital, cuando los rebeldes de hoy eran ciudadanos pacíficos, alegres, que vestidos de limpio se disponían a gozar de la vacación o de la fiesta! Ahora pretendían conquistar la ciudad, sede de ociosos y de burgueses, conjunción de Bancos e iglesias, según sus tribunos, para someterla a su dictadura.

Amaneció el 6, día de sol y claridad, poco frecuente en Asturias en esta época. A las siete de la mañana ya estaban los mineros parapetados en las tapias del cementerio viejo, en las proximidades del barrio de San Lázaro. A esta hora hicieron su aparición dos camiones de la 24 compañía de guardias de Asalto, que procedían de Burgos, y aunque los milicianos tenían orden de dejarles avanzar, con el fin de cogerles entre dos fuegos, un disparo suelto de alguno que pulsaba nervioso el gatillo, malogró la emboscada: el tiroteo fue general, viéndose los guardias obligados a abandonar los camiones para buscar refugio en las cunetas o en una casa al borde del camino. En el acto se organizó la cacería, y con la intervención de los dinamiteros la casa fue volada; bajo sus escombros quedaron sepultados cuatro guardias. Avisada la Comandancia Militar de lo que sucedía, envió, en cinco autobuses, una compañía del regimiento de Zapadores número 8, que tan pronto como llegó a las inmediaciones del barrio de San Lázaro entabló combate muy empeñado y recio, pues pasaban de ochocientos los mineros diseminados por aquel sector, mientras que las fuerzas gubernamentales no llegaban a ciento ochenta hombres. Una escuadrilla de dieciséis aviones voló sobre el lugar del combate, y tras de varias pasadas, se alejaron. Cerca del mediodía, las tropas iniciaron el repliegue, durante el cual perdieron siete prisioneros; dejaron, además, dos camiones en poder del enemigo. Los rebeldes dominaban San Lázaro, barrio de casas míseras, muchas de ellas prostíbulos. «Las mujeres salen de las casas de lenocinio y vitorean a los obreros». Uno de los primeros edificios invadidos fue la Casa de Caridad, que quedó habilitada para hospital de sangre, bajo la dirección de los hermanos Barreiro, médicos de Mieres. Los rebeldes detuvieron al párroco de San Esteban de las Cruces, Graciano González Blanco, que ejercía el cargo desde sólo hacía dos meses. Se dispuso su traslado a Mieres, para que allí le juzgaran. «Quisieron obligarle a blasfemar, y, lejos de hacerlo, lanzó el grito de «¡Viva Cristo Rey!», recibiendo el tiro que había de arrebatarle la vida».

Libre la entrada a la ciudad, unos grupos marcharon por detrás del mercado de ganado, en dirección a la Fábrica de Armas, mientras otros se adentraban por las calles, camino del Ayuntamiento y del cuartel de los guardias de Seguridad. Los primeros tropezaron con la hostilidad de un enemigo invisible: guardias civiles y de Asalto apostados en sitios dominantes disparaban contra los invasores. Éstos avanzaban con mucha lentitud, paso a paso; penetraban en las casas y las registraban. Cuando dieron vista al antiguo convento de Santo Domingo, habilitado desde hacía algunos años para Seminario, comenzaron a disparar contra el edificio, persuadidos de hallarse frente a una fortaleza de la resistencia gubernamental. Pero en el convento no había soldados, ni guardias. Únicamente los seminaristas, los profesores, paúles y dominicos, y el Padre Eufrasio del Niño Jesús —en el mundo, Eufrasio Barredo Fernández —, superior de la comunidad de carmelitas. Profesores y seminaristas, vestidos apresuradamente de paisano, salieron por una puerta del convento que se abría a los prados contiguos a la vía del ferrocarril vasco. Los fugitivos se aproximaban a sesenta. Una vez fuera, algunos se adentraron en la ciudad, mientras otros se refugiaban en una casa inmediata al Seminario, en la Travesía del Monte de Santo Domingo. Las vanguardias de los mineros los vieron entrar y se lanzaron tras de ellos, apresándolos sin dificultad, para conducirlos a San Esteban, junto con algunos otros profesores y seminaristas detenidos. Decidieron los revoltosos, después de cachearlos, llevarlos prisioneros a Mieres, sirviéndose para ello de uno de los camiones cogidos a los guardias de Asalto. Durante el camino iban gritando: «¡Llevamos fascistas! ¡Llevamos curas!» A lo que contestaban los que estaban a uno y otro lado de la carretera: «¡Matadlos!».

Ocho seminaristas y el dominico Padre Esteban que se ocultaron en un sótano, permanecieron allí hasta el día siguiente. Acosados por el hambre y la sed, decidieron salir a la calle, siendo apresados y conducidos a San Lázaro. En plena marcha, uno de los guardianes, acometido de criminal arrebato, comenzó a disparar contra los prisioneros, decidido a matarlos a todos. Cayeron asesinados Gonzalo Zurro, Ángel Cuartas, Mariano Suárez, Jesús Prieto, José María Fernández y Juan Castañón. Éste, el más joven, contaba diecisiete años. José González Garda, seminarista, gravemente herido, se salvó de que lo remataran por la intervención de una miliciana. Seminarista era también José Méndez, acribillado a balazos cuando huía. Los profesores, padres Pastor Vicente, Tomás Pallarés Ibáñez y el Hermano Salustiano González Crespo, los tres paúles, murieron asesinados. Como moriría el superior Eufrasio del Niño Jesús.

De los grupos revolucionarios que partieron de San Lázaro, el más numeroso se encaminó hacia el Ayuntamiento. Al asomarse a la calle de la Magdalena, fue acogido con un intenso fuego de los guardias de Asalto y guerrillas de soldados que defendían aquel sector. Los que iban por las calles laterales ocuparon el cuartel de los guardias de Seguridad, que se rindió sin resistencia. Otros rebeldes que subían por la calle de Campomanes se adueñaron de la Central de Correos, indefensa. Desde aquí siguieron, recelosos y apercibidos, en dirección a la emisora Radio Asturias, donde los mineros esperaban hallar gran oposición. Pero no fue así: la emisora estaba desierta. Los ocupantes sintieron irrefrenable alegría al verse dueños de tan poderoso medio de combate. Pero su gozo acabó tan pronto como supieron que cualquier intento para ponerla en funcionamiento sería inútil, por carecer Oviedo en aquel momento de energía eléctrica.

Los milicianos que avanzaban por la calle de la Magdalena chocaron con un recio y terrible obstáculo: la Comandancia de Carabineros, instalada en el edificio que hacía esquina con la calle del Marqués de Gastañaga. Quince números, con el teniente coronel, Andrés Luengo Barca, y los comandantes Miguel Catalá y Norberto Muñoz Ortiz, tenían a raya a los sediciosos. El capitán Rafael Boix cayó herido en la puerta, cuando trataba de ganar la Comandancia. Convencidos los asaltantes de la dificultad de su empresa, optaron por dejar unos retenes de vigilancia, mientras el grueso de las milicias se internaba por el laberinto de callejuelas laterales para desembocar en la plaza de la Constitución, donde está el Ayuntamiento. Dirigió el ataque un dinamitero, que «prendía la mecha de los cartuchos con el cigarrillo y los lanzaba sobre los parapetos de la fuerza. Su paso se anunciaba con explosiones horrísonas, hundimiento de techos, rotura de cristales. No era un hombre, sino un monstruo, un aquilón mítico, que sacudía el suelo como un terremoto». El dinamitero, a la cabeza de unos cincuenta hombres, avanzó hasta la plaza. Los guardias, que por orden superior abandonaron el Ayuntamiento, disparaban desde azoteas de las casas próximas, causando muchas bajas. El jefe de los dinamiteros resultó alcanzado de un disparo en el momento en que ponía pie en el umbral del edificio. Eran las dos y media de la tarde cuando los milicianos se posesionaron del Ayuntamiento. No dominaban, sin embargo, el barrio en que aquél está enclavado. Soldados y guardias, situados en puntos estratégicos, barrían con fuego en abanico de las ametralladoras el tránsito por la plaza de Cimadevilla.

El boletín de los combates en Oviedo, amañado a gusto y conveniencia de los sediciosos, inflamaba los ánimos en la cuenca minera y los hombres sentían verdadera prisa por acudir a los centros de reclutamiento, a fin de participar en la lucha de la capital, antes de que ésta se rindiera. En muchos encendía su afán combativo la perspectiva de saqueo y botín.

Al caer la tarde del día 6, dominando el fragor de la fusilería y todo otro ruido, se impuso el estruendo de un cañonazo, al que siguieron otras detonaciones artilleras. Eran disparos hechos contra la ciudad. Pero ¿quién disparaba? ¿Los mineros? La revelación de que los insurrectos disponían de artillería dejó atónitos a los ovetenses, cuya capacidad para las sorpresas dramáticas parecía exhausta. En efecto, eran los mineros los que disparaban con cañones sacados de la Fábrica de Trubia. Porque también Trubia había caído en poder de los rojos.

El plan para apoderarse de esta factoría había sido preparado por González Peña, con el asesoramiento de Dutor, Graciano Antuña y un sargento del regimiento número 3, llamado Diego Vázquez, que en connivencia con los revolucionarios desde hacía meses, se negó a acatar la orden de acuartelamiento, pasándose al enemigo. Los mencionados cabecillas, en unión de un grupo de obreros de Trubia, prepararon el golpe de mano de esta manera: Cuando, a las diez de la mañana, el teniente Díaz Morales, jefe de día, penetró en el taller de montaje, irrumpieron veinte obreros armados, que le encañonaron con sus pistolas. Uno de ellos gritó: «¡Viva la revolución social!» El oficial saltó por una ventana y corrió a informar al coronel director, Félix García Pérez, de lo que ocurría. No hubo tiempo para organizar la defensa. El desorden se propagó con celeridad por toda la fábrica. En el taller de artillería, el comandante, Leopoldo Jofre Jáudenes, quiso enfrentarse con los revoltosos; pero estos dispararon contra él, dejándolo gravemente herido. Mortalmente herido resultó también el comandante Francisco Hernández Pomares cuando con seis artilleros se parapetaba en el taller de las fraguas. El capitán José Villegas Silvas y dos soldados cayeron heridos en el momento en que se apercibían para la defensa. El director de la Fábrica, con otros jefes y oficiales —eran veintidós en total—, se encerraron en los departamentos de oficinas, dispuestos a resistir. Entonces los sublevados emplazaron un cañón y amenazaron con bombardear. Los jefes y oficiales se entregaron. Próximo a la Fábrica había un cuartelillo de la Guardia Civil, que también se rindió sin oponer resistencia al verse cercada por los 1.400 obreros amotinados

Con la ocupación de Trubia, el ejército rojo disponía de artillería: veintinueve cañones en total y abundantes proyectiles carentes de espoletas, con lo cual perdían su eficacia, y unos ocho mil cascos de acero. Entre los cañones había un Schneider 15,5, otro de 7,5, 18 de 4 centímetros y nueve de 10,5. En el acto se dispuso el envío de dos piezas de 4 centímetros, sistema Arellano, por ser de más fácil transporte, para las tropas que luchaban en Vega del Rey; otra, a Brañavalera; dos de 10,5, a San Esteban de las Cruces, y las restantes a Oviedo. Una de éstas quedó emplazada en la capilla del Cristo de las Cadenas, otra en las proximidades de la Plaza de Toros, y una tercera en el Naranco, en un lugar denominado la Casilla. El cañón situado en el Naranco, y manejado por obreros de Trubia, comenzó a disparar a la caída de la tarde. Tenía como objetivo la cárcel —situada a unos 600 metros—, y los primeros proyectiles dieron en la cúpula y en una galería, sin hacer explosión. «El espectáculo que se desarrolló en la cárcel era para atemorizar al hombre más templado. Los 250 reclusos comenzaron a golpear en las puertas. Se oían voces pidiendo auxilio. Se vio saltar un ventanillo y enseguida salir un recluso. Fueron cediendo puertas y llenándose las galerías de presos».

Casi a la vez que de la fábrica de Trubia se apoderaban los sediciosos de la fábrica de explosivos «La Manjoya», en el Concejo de Soto de Rivera, en la línea del ferrocarril vasco-asturiano, a unos cuatro kilómetros de La Argañosa, arrabal ovetense. «La Manjoya» aseguraba a los revolucionarios varias toneladas de dinamita, trilita, pólvora y fulminantes. Cercada la fábrica por mineros de Mieres, el oficial y la sección de soldados en ella destacados recibieron orden de replegarse al cuartel de Pelayo. No pudieron llegar a su destino: todos cayeron prisioneros. Una vez dueños de la fábrica, los mineros proclamaron el Soviet y acto seguido juzgaron al administrador, Fernando de Olavide, al que condenaron a muerte, imputándole como cargos «haber recomendado a los obreros la asistencia a misa y la organización de un sindicato católico». Dos capataces, los más afectos y leales al director, fueron forzados a disparar contra su jefe.

Llegó la noche, y Oviedo quedó sumido en tinieblas. El cañón enmudeció; pero continuaba incesante el crepitar de la fusilería en los contornos de la ciudad, cubierta por una nube de humo de pólvora. El vecindario se había refugiado en los sótanos o en lo más recóndito de las casas, después de taponar balcones, ventanas y respiraderos con colchones y mantas. No había luz, faltaba el agua y escaseaba la comida. En concreto sólo se sabía que una zona de Oviedo estaba en poder de los rojos. «Éramos dueños —dice el directivo socialista Arturo Vázquez— del semicírculo comprendido entre el campo de los Patos y el barrio de la Argañosa: toda la parte sur de Oviedo».

Protegidos por la oscuridad, entraban en la ciudad grandes contingentes de mineros, entre ellos la columna de Sama, mandada por Belarmino Tomás. Llegaban los milicianos en autobuses de línea y en tres camiones tomados a los guardias de Asalto. La mayoría de los sediciosos iban armados de fusiles y cubiertos con cascos de acero, cogidos en Trubia. Disponían, también, de cuatro ametralladoras.

La situación de las fuerzas del Gobierno al terminar el primer día de lucha era la siguiente: La ciudad quedaba dividida en dos sectores: uno, bajo el mando directo del coronel Navarro, comandante militar de la plaza, instalado en el Gobierno Civil, y otro sector, bajo la autoridad del comandante Caballero, cuyo puesto de mando estaba en el cuartel de Asalto de la calle de Santa Clara.

El primer sector comprendía la Telefónica, el Banco Asturiano, la Audiencia, la Catedral, el Monte de Piedad, el Hotel Inglés, la calle de Fruela y la mitad de la calle de Uría. Las fuerzas acuarteladas en el Gobierno Civil eran una compañía de Infantería, destacamento de guardias civiles y de Asalto y unas docenas de paisanos que se habían ofrecido voluntarios. Al comandante Caballero le correspondía la defensa de la estación del Norte y su depósito de máquinas; la iglesia de San Pedro de los Arcos; la segunda mitad de la calle de Uría, hasta la plaza de la Escandalera; el Banco de España, el teatro Campoamor y el Hotel Covadonga. Fuera de las mencionadas zonas se encontraban el cuartel de Infantería de Pelayo, donde se hallaban encerrados unos seiscientos hombres y la plana mayor del regimiento; el cuartel de la Guardia Civil, con los jefes del Tercio y de la Comandancia y sesenta guardias; la Cárcel Modelo, defendida por cuarenta soldados y siete guardias de Asalto, mandados por el teniente Martínez Marina, y las compañías de Zapadores del batallón de Gijón, desplegadas a lo largo de las calles de Jovellanos y Gascona, que enlazaban con la compañía de Infantería que defendía la fábrica de armas de La Vega.

* * *

Al amanecer del día 7, domingo, soleado y espléndido, los revolucionarios reanudaron el ataque contra la Comandancia de Carabineros, donde toda la noche persistió el tiroteo.

La Comandancia significaba una posición erizo en la zona dominada por los revoltosos, que trababa la libertad de movimientos. Les urgía, pues, acabar con aquel nido de resistencia, y el sargento Vázquez se encargó de organizar el asalto. Muy de mañana se le presentaron unos mineros de la columna de Laviana, engrosada con voluntarios de San Martín, Langreo y del mismo Oviedo, reclutados éstos por Pedro Vicente, secretario de la Federación Provincial de Trabajadores de la Tierra. Contaban los componentes de la columna que durante su marcha hacia Oviedo habían liquidado la resistencia de los cuarteles de Laviana y Barredos, matando a cuatro guardias civiles. El sargento Vázquez distribuyó a los mineros por las casas próximas a la Comandancia. En una de ellas vivía el ex alcalde de Oviedo, José Cuesta, que fue apresado y conducido a la cárcel de Mieres. Pronto los sitiadores comenzaron a actuar: desde ventanas y tejados arrojaban cartuchos de dinamita y botellas de líquido inflamable contra la Comandancia, cuya situación se hizo insostenible. Como otros pisos del edificio estaban ocupados por vecinos, alarmados éstos ante el trágico final que les aguardaba, se pasaron a las casas contiguas por boquetes abiertos en las paredes.

Por fin, a las nueve y media de la mañana los carabineros mostraron una bandera blanca, y, cumpliendo las instrucciones de sus enemigos, salieron a la calle con los brazos en alto. Cesó el fuego. Se les mandó formar, para ser trasladados al Ayuntamiento. Cuando se incorporaban al grupo tres carabineros que habían quedado rezagados, unos guardias rojos los mataron. El comandante, Miguel Catalá, exasperado por aquel salvajismo, gritó, indignado, y un miliciano le descerrajó unos tiros. Su cadáver quedó abandonado en plena calle

Con la liquidación de la Comandancia de Carabineros terminaba una pesadilla para los rojos. Las fuerzas que quedaban libres se congregaron en la plaza del Ayuntamiento. «Por allí vi —cuenta el dirigente socialista Arturo Vázquez — a la mayoría de los miembros del Comité revolucionario a punto de marearse con las iniciativas que les sugerían para tomar el Gobierno Civil, los cuarteles y todo lo que había que tomar.» Estaba también el sargento Vázquez, admirado y reconocido como mariscal de la revolución, el cual instruía a unos milicianos ovetenses para que desde la calle del Fontán asaltaran la Universidad por la parte posterior. Desde allí se podrían batir el Monte de Piedad y el Banco Asturiano, dos baluartes que cerraban el paso a cualquier intento de avance hacia la calle de Uría. Hicieron los milicianos como se les dijo, y, volada una puerta de hierro con un cartucho, penetraron en la Universidad, sin encontrar a nadie. No soñaban con tanta fortuna. Minutos después, apostados en la torreta, se tiroteaban con los guardias de Asalto parapetados en lo alto del Banco Asturiano. Desde aquel momento la Universidad era el puesto más avanzado de los revolucionarios y el mejor ariete para hendir el polígono gubernamental. Dos horas más tarde, un grupo de mineros organizados en brigada suicida, atravesaban los patios y se metían en el palacio del conde de Toreno, en la plaza de Porlier, frente a la Audiencia, viejo caserón de piedra de sillería, convertido en sólido blocao de la resistencia, Al mediodía ocupaban la Central de Telégrafos.

También en la mañana del domingo conseguían los rojos ocupar otra posición clave: la estación del Norte. Durante la noche anterior, las fuerzas destacadas en San Pedro de los Arcos y en el Depósito de máquinas desalojaron estas posiciones de muy difícil defensa. Los soldados, am­parándose en las sombras, se replegaron a la estación en un tren conducido por el jefe del Depósito, llevándose los heridos. Apenas clareó el día, los milicianos, dirigidos por Dutor, comenzaron el ataque a la estación; para ello formaron con material del Depósito un tren compuesto de dos locomotoras —la primera, de protección— y dos vagones, en los que subieron cincuenta mineros. Cuando el convoy daba vista a la estación, fue recibido con mortífero fuego de fusilería: el fogonero resultó muerto, y el maquinista, aterrorizado, abandonó el tren. Presos de pánico, los milicianos se arrojaron de los vagones, parapetándose a ambos lados de la vía. Se libraba furioso combate, cuando los defensores de la estación advirtieron que grandes grupos de mineros avanzaban por la calle de la Independencia, y ante el temor de quedar copados, se replegaron por la calle de Uría. Envalentonados los milicianos, se lanzaron en su persecución; pero apenas asomaron en la calle, les contuvo el fuego segador de las ametralladoras instaladas en azoteas de la Casa Blanca, que les ocasionó muchas bajas.

El cerco de Oviedo se hacía cada vez más angustioso. Todas las esta­ciones del ferrocarril a Madrid, desde Oviedo hasta Campomanes, estaban en poder de los sediciosos. En dirección a Gijón, los mineros de Santo Firme eran dueños de la estación de Villabona. También en el sector com­prendido entre el Cristo de las Cadenas hasta La Argañosa los rojos habían conseguido ampliar sus conquistas, apoderándose del Hospital Provincial, del Campo de Maniobras y del chalet de Melquíades Álvarez. Verdad es que por esta parte apenas encontraban resistencia y sus progresos los hacían con derroche de dinamita, en una constante sucesión de detonaciones. La única réplica eran los disparos de algunos defensores apostados en azoteas de la calle de Uría, o en algún chalet, frente al parque de San Francisco.

Mediada la mañana del domingo, hizo su entrada en Oviedo el primer camión blindado de La Felguera. Ostentaba en sus chapas, bien visible, la marca del anarcosindicalismo: «C. N. T.» y «F. A. I.». De los talleres había salido entre vítores y aplausos, saludado como símbolo del ímpetu revolucionario; en Oviedo lo recibieron los milicianos puño en alto, como a máquina fabulosa que abriría el camino del triunfo al combatiente de fusil y al dinamitero. Conducía el blindado un sindicalista y llevaba como ocupantes privilegiados a otro sindicalista y a Arturo Vázquez, socialista, jefe de columna. Como primera exploración, tratarían de acercarse al Gobierno Militar, objetivo principal de la futura ofensiva. La desgracia se ensañó en el camión forrado de acero. Apenas penetró en la zona de fuego, una bala mató al conductor. Otro sindicalista cogió el volante y con harto apuro retrocedió al punto de partida. Lo sacaron moribundo, con un balazo en el pulmón. Las esperanzas puestas en el artefacto se desvanecieron de golpe.

Pero el más grave revés que sufrieron los rebeldes aquella mañana lo produjo la aparición de una escuadrilla de dieciséis aviones, que ya el día anterior había dejado caer sobre los alrededores de Oviedo una lluvia de proclamas conminando a los sediciosos a que se rindieran sin condiciones, «única manera de salvar las vidas». Este día 7 no arrojaron proclamas, sino bombas, sobre la zona rebelde. Aquel ataque deprimió los ánimos de los sediciosos, crédulos hasta la exageración, cuando se trataba de aceptar noticias estimulantes y convencidos por lo que decían unas hojas impresas en ciclostil con el título de «Boletín de la Revolución», de que los insurrectos dominaban toda España. La aparición de aquellas escuadrillas hizo pensar a muchos que se les engañaba.

Los aviones se adentraron en la cuenca minera y arrojaron bombas sobre Mieres, La Peña, Turón y otros sitios donde los observadores descubrieron concentraciones de mineros. El Comité Revolucionario de Turón, poseedor de una pequeña emisora, radió un mensaje «al mundo civilizado» para protestar «contra aquel ataque inhumano». Los comunistas, por su lado, afirmaban que Rusia no toleraría semejantes agresiones «y llegaron a decir que algunos buques de guerra soviéticos se hallaban ya en aguas españolas»

No obstante la amplitud de la zona dominada por los revolucionarios, éstos sabían —confiesa Arturo Vázquez— que la capital «no era pan comido», como creían los fanáticos. Las principales posiciones seguían en poder de las fuerzas gubernamentales y formaban una línea que impedía el avance sobre el cuartel de Santa Clara y el Gobierno Civil y obligaba a los rebeldes a un amplio rodeo para comunicar las dos zonas que ocupaban: la del Ayuntamiento y La Argañosa. Todos los servicios tenían que hacerlos por detrás del campo de Maniobras, avenida de Colón y la de los Monumentos. De las posiciones gubernamentales, la de la Catedral significaba gravísimo peligro para los rojos. En su torre, cincuenta metros de alta, estaba instalada una ametralladora, y en puntos dominantes se hallaban apostados unos tiradores elegidos, los cuales, por dominar todos los alrededores, constituían la mejor protección del Gobierno Civil, la Telefónica y otros núcleos de resistencia. La entrada en la Catedral se ganó por minutos. La ocupó el teniente Plaza con dieciséis soldados y nueve guardias de Asalto. La irritación de los insurrectos por esta pérdida se manifestó bien pronto. Los cañones emplazados en el Naranco y otro instalado en la calle de Santa Susana tomaron la Catedral como blanco preferido: dos proyectiles dieron en la torre. La joya gótica y el barrio recoleto que rodea al templo, con sus calles antiguas y evocadoras, sus casonas y sus palacios, archivos de la historia de Vetusta, quedaban bajo la zarpa de la metralla.

Al terminar el segundo día de lucha, el espíritu de muchos milicianos fue ganado por la desilusión y el desánimo. La conquista de Oviedo no era un episodio o una dificultad que la resolvería el arrojo de los dinamiteros, como en Turón o en Mieres. La empresa se hacía a cada instante más espinosa y dura y exigía mucha sangre. Cada cabecilla tenía su plan bélico; pero todos ignoraban los verdaderos propósitos del «Comité» o «Estado Mayor de la revolución». Y a todo esto, ¿dónde se encontraba tal Comité? Para averiguarlo, «se acordó que se trasladaran dos compañeros a Mieres, para preguntar si allí sabían dónde estaba el Comité de Oviedo... En Mieres les indicaron a dónde tenían que dirigirse. Fueron a la calle y número que se les indicara y se encontraron con cinco individuos acostados en dos camas, en la misma habitación. Esto ocurría el día 7, a las nueve de la noche. El resto del Comité se encontraba en una casa cerca de la estación del Norte, bien a cubierto de todo peligro».

El ejército rojo acampaba sobre terreno conquistado: los milicianos vivían del saqueo de los comercios. «Desde nuestra casa pudimos ver cómo desvalijaban los comercios de la calle de González Besada, llevándose los géneros y todo lo que en ellos encontraban. También asaltaban los garajes y se llevaban los coches». «Los comercios son saqueados. Gente de los barrios bajos se llevan para sus casas cuanto pueden rapiñar y para fuera de Oviedo salen camiones cargados de toda clase de géneros». Tiranuelos que se titulaban «jefes de grupo», al frente de bandas de malhechores, instauraban el imperio del crimen en los sectores de la ciudad o en las calles cuyo dominio se adjudicaban. Una de estas bandas irrumpió en el domicilio del magistrado jubilado del Tribunal Supremo, Adolfo Suárez, de la calle de Uría, y lo mató a tiros en presencia de su mujer, Sira Manterola, herida, a su vez, de un balazo. Otro grupo de criminales, capitaneado por un facineroso apodado el Gobernador, asesinó por la espalda al estudiante de Derecho Rafael González Rodríguez cuando buscaba comida para sus padres.

La noche del domingo, el vecindario y los combatientes de Oviedo tuvieron una gran sorpresa: se movía en el espacio el aspa refulgente de un proyector, que tanteaba, iluminándolas, las estribaciones del Naranco. ¿De dónde procedía aquel resplandor? A los insurrectos, propicios a aceptar cualquier fantasía que favoreciese a sus designios, les dijeron que aquella luz la proyectaban unos focos traídos de Turón. No era así. Procedía de los reflectores del crucero Libertad, fondeado desde la mañana del domingo en el puerto de Gijón. Los ovetenses, que anhelaban la liberación de la ciudad, no sabían explicarse el origen del resplandor; pero lo interpretaban como un mensaje de la patria, que pensaba en ellos y acudía en su auxilio.

 

CAPÍTULO 49.

LA DINAMITA, LA ARTILLERÍA Y LOS INCENDIOS DESTRUYEN OVIEDO