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CAPÍTULO 47.

LOS INSURRECTOS DOMINAN LAS CUENCAS MINERAS ASTURIANAS

 

 

En ninguna otra provincia estaba preparada la población obrera para la revolución como en Asturias. Espiritual y materialmente. El diario Avance, que se publicaba en Oviedo desde 1931, infundía y mantenía en los mineros una moral de guerra de clases.

Era su director Javier Bueno, periodista republicano de Madrid, espí­ritu jacobino, devorado de impaciencia revolucionaria, que cada día se entregaba con pasión a hacer del periódico el agente patógeno, propagador de odios y cóleras. Aunque el diario pertenecía a la organización socialista, su director no recataba sus arraigadas convicciones comunistas. Su prosa era incendiaria, demoledora, desesperada, sin miramiento ni freno ante nada ni nadie. Repetía que la violencia llevada a sus últimos límites era indispensable para la conquista del poder, única manera de solucionar los problemas políticos de España. La influencia de «Avance» en los mineros fue tan grande, que sus campañas deben considerarse como una de las causas determinantes de la insurrección. Imbuidos por el periódico, los mineros se manifestaban contrarios, a la táctica reformista de colaboración con partidos burgueses por avanzados y radicales que se titulasen. Querían la revolución íntegra y simple, con todos sus excesos y consecuencias. Y la deseaban por que Avance les había convencido de la seguridad del triunfo consecuencia de su superioridad avasalladora, sin que existiera fuerza contraria capaz de contenerla y menos de reducirla. ¿Qué podría oponer a las legiones de gente brava, maestra en el empleo de la dinamita, una sociedad decadente y disgregada? ¿Qué diques alzaría un estado en delicuescencia contra el inmenso océano proletario encrespado por una huelga general apocalíptica?

La noticia de que se preparaba la revolución encontró en los mineros unos partidarios entusiastas. Quedó esbozado el plan en la Redacción de Avance: dominio de la cuenca minera y asalto de Oviedo. La concentración de los comprometidos se efectuaría en la noche del 4 al 5, en tres sitios cercanos a la capital, elegidos después de minucioso estudio. La señal sería un apagón de luz producido por la voladura de los transformadores. Una de las columnas de milicianos penetraría en la ciudad por San Esteban de las Cruces y el barrio de San Lázaro; otra, por Colloto, y la tercera, congregada en Las Regueras, descendería por el monte Naranco. El primer grupo estaba mandado por Graciano Antuña, abogado, afecto a las organizaciones marxistas; el jefe del segundo grupo era Pedro Vicente, secretario de la Asociación de Trabajadores de la Tierra, y el jefe del tercero era Francisco Dutor, funcionario de la Diputación y que por haber sido sargento del Ejército gozaba de prestigio de «técnico» militar. Los hombres de estas columnas carentes de armas serían provistos con las que se guardaban ocultas en los nichos y fosas del cementerio de San Salvador: en total, 150 fusiles y una ametralladora, con su munición correspondiente, que procedían del alijo del Turquesa. Otro depósito de armas existía en Valduno, Concejo de Las Regueras, a pocos kilómetros de la capital; serviría para armar a los milicianos acampados en el Naranco.

Transcurrió la madrugada sin que se diera la señal convenida. «Envié un grupo —refiere Graciano Antuña— con la misión de volar varios postes de la conducción eléctrica. Los volaron; pero los cables no debieron de romperse, aunque los postes quedaron tendidos. Al amanecer, los milicianos regresaron a sus casas. Había fallado el golpe sobre la capital, que precedería, según los cálculos de sus autores, a otro no menos sensacional: la ocupación de la Fábrica de Armas de la Vega por trescientos hombres, que penetrarían por una puerta abierta con una llave falsa».

A la misma hora que cientos de mineros se mantenían en acecho, a la vista de Oviedo, el gobernador, Femando Blanco Santamaría, manifestaba a la prensa: «Ya sé que circulan por ahí muchos rumores; pero confío en que no sucederá nada.» Sin embargo, lo que sucedía en aquellos momentos era gravísimo. Si el golpe preparado contra la capital había fallado, la operación en la cuenca minera se había realizado con éxito completo.

González Peña llegó por la noche a Mieres y presidió el Comité orga­nizador de la insurrección en las minas. Arturo Vázquez, directivo del Sindicato Minero Asturiano, que había tenido a su cargo la preparación de las fuerzas de choque, hizo saber que en aquel momento estaban apercibidos en la cuenca minera ciento veinte grupos de diez o doce hombres cada uno, con sus jefes respectivos, en espera de la orden. «El que más y el que menos se había procurado una pistola».

Vázquez recibió el encargo de trasladarse en el acto a Ujo, Santullano y Turón, a transmitir la consigna de que al alborear el día 5 debía comenzar la revolución. Otros emisarios salieron en dirección a distintas localidades con las mismas órdenes.

González Peña, que actuaba y era obedecido como jefe supremo, había nacido en el pueblecito asturiano de Valduno. Contaba cuarenta y seis años. Era fuerte, macizo, bronco y autoritario. Ingresó en el socialismo a los dieciséis años. Poseía las dotes y la fogosidad del agitador. Vivió largo tiempo, como minero, en Peñarroya; fue secretario general de la Federación Nacional de Mineros. Al advenir la República se hallaba en Huelva y ocupó aquel Gobierno civil. Fue el primer alcalde republicano de Mieres; presidente, más tarde, de la Diputación de Oviedo; diputado; presidente del Consejo de Administración de la «Mina de San Vicente», explotada en cooperativa por los trabajadores, y de la Editorial Obrera Asturiana, propietaria del diario Avance. Desde el comienzo de la insurrección los mineros le acataron como cerebro y alma de la revolución.

* * *

La villa de Mieres (42.000 habitantes), está cruzada por la línea ferroviaria de Madrid a Gijón y por la carretera general. Es partido judicial de los Concejos de Aller, Lena, Riosa y Morcin; pertenecen a dicho Concejo las zonas industriales de Turón, Ujo, Santa Cruz, Ablaña y La Pereda. A sus minas, que dan trabajo a 7.800 mineros, se une la Fábrica Metalúrgica, que ocupa a más de mil obreros. En Mieres, la consigna revolucionaria, idéntica en todos los sitios, era que al amanecer se desencadenaría el ataque contra los cuarteles y edificios ocupados por la fuerza armada. La guarnición de Mieres la componían una compañía de guardias de Asalto, alojados en el Palacio de la Villa. Había también tres pequeños puestos de la Guardia Civil: el de Rebolleda, el de La Peña y el de Murías, situados los dos primeros a la entrada de la villa, en el camino de Oviedo, y el otro en el de Langreo. La acción inicial de los rebeldes fue el asalto a la armería «La Pasera», única de la localidad, y a la vez a la Inspección Municipal, donde sorprendieron a los guardias, apoderándose de su armamento. Avisados los de Asalto de lo que sucedía, salieron del cuartel en un camión; pero al acercarse al lugar de los sucesos fueron acogidos con descargas. Los guardias se refugiaron en el cercano Ayuntamiento y aquí se hicieron fuertes, negándose a capitular, no obstante las conminaciones que los mineros les hicieran. Atacados por todas partes con abundantes cartuchos de dinamita, el combate se extinguió cuando la mayoría de los defensores estaban muertos o heridos. Al invadir los agresores el cuartel mataron a todos los guardias que quedaban con vida. También bajo los efectos de la dinamita sucumbieron los tres puestos de la Guardia Civil.

Con ello Mieres quedaba en poder de la revolución: cientos de milicianos armados se concentraron en la plaza de la República, en espera de órdenes. De acuerdo con lo pactado al constituirse la Alianza Obrera, se designó un Comité compuesto de dos socialistas, dos cenetistas y dos comunistas, para gobernar la villa. Cuando desde el balcón del Ayuntamiento un orador informaba a la muchedumbre de estos nombramientos, se produjo infernal algarabía: llegaban los guardias civiles supervivientes del puesto de La Peña, entre una nube de milicianos, fusil al hombro. Los guardias iban rotos, manchados de cal y de sangre: renqueante uno, con el brazo en cabestrillo hecho de trapos, otro. Pasaron entre burlas e insultos hacia la Casa del Pueblo, convertida en prisión. Su presencia exasperó a las masas. Grupos de sediciosos se dirigieron al Juzgado Municipal y al Ayuntamiento, de donde salieron con brazadas de documentos, a los que prendieron fuego. Algunos quisieron ir a quemar los archivos del notario; pero un comunista les contuvo, diciéndoles «que si quemaban los archivos no se podrían hacer luego los amillaramientos para imponer los impuestos a la nueva sociedad».

Otros grupos se dirigieron hacia casas de personas conocidas como de derechas y al noviciado de Padres pasionistas. Los religiosos, al oír las primeras explosiones, habían decidido abandonar el convento, dirigiéndose por diversos caminos hacia Valdecuna. En el acto se organizó su caza, y no tardaron los perseguidores en darles alcance: dos novicios, Alberto de la Inmaculada, de dieciocho años, y Baudilio Alonso Tejero, de veintitrés, fueron asesinados durante la persecución. Al párroco de Valdecuna, don Manuel Muñiz Lobato, le dieron muerte unos milicianos que llegaban en automóvil desde Mieres.

A fin de evitar el saqueo de comercios, el Comité revolucionario ordenó la requisa de víveres almacenados, la creación de tres depósitos de carbón para su reparto y la designación de un Comité de Abastos, el cual dispuso la confección de libretas familiares. Se acordó asignar a cada familia de tres personas 3,50 pesetas, y a partir de este número, una peseta más por persona, con límite de ocho pesetas para familia numerosa. Se designaron también Comités de Sanidad y Transportes; se habilitó la Escuela de Capataces para hospital de guerra y se intentó conservar en actividad el Alto Horno, propósito malogrado por falta de mineral.

Mieres quedó convertido en capital y campamento de la revolución asturiana. Hacia ella afluían mineros de toda la cuenca, para confirmar, viendo la villa en su poder, el éxito de la revolución. En Mieres se organizaban las fuerzas para las próximas operaciones y a Mieres eran traídos guardias civiles y de Asalto supervivientes de cuarteles y puestos, y personas sospechosas capturadas por patrullas y partidas que operaban por su cuenta. «El nuevo régimen —escribe uno de sus apologistas— veía la luz en medio de un ambiente de innecesarias violencias: los obreros de tendencia política encerraban muchas veces a simples enemigos políticos»

Próximo a Mieres se halla el pueblecito minero de Santullano, al pie del ferrocarril del Norte. Cinco horas resistieron los seis guardias civiles que integraban el puesto, y al cabo de este tiempo, los amotinados guardias civiles que se defendían en el cuartel, invitándoles a que se rindieran. Mandaba las fuerzas de Ujo el teniente Gabriel Torrens, que había ingresado en la Benemérita hacía diez meses. El ánimo de los guardias, que llevaban seis horas de combate, estaba muy deprimido: a ello contribuía la presencia de sus mujeres e hijos. El teniente Torrens no sólo decidió rendirse, sino que se ofreció a los mineros para negociar la capitulación de aquellos puestos de la cuenca que todavía resistían, pues, según afirmaba, estaba convencido de la inutilidad de tan desigual lucha. Se avino a acompañar a los milicianos hasta Santa Cruz, en el camino de Moreda; pero cuando llegaron, el cuartel era un montón de escombros: el cabo y los cuatro números que lo ocupaban habían sido conducidos como prisioneros a la Casa del Pueblo, donde también se hallaban presos el Padre Emilio Martínez y el Hermano Arconada, jesuitas, viajeros del rápido Madrid-Gijón, detenidos en Ujo en la madrugada del 5. Condenados a muerte por el Comité revolucionario, serían fusilados en la noche del 8, a la entrada de la mina La Coca, y abandonados sus cadáveres.

De Ujo adelante, en dirección a Cabañaquinta, en el Concejo de Aller, se encuentra Moreda. Por los pueblos de Cabañaquinta, Valdefarrucos, Caborana y Boo, había pasado en tropel Torrens y una muchedumbre de milicianos, consiguiendo con prédicas, exhortaciones y promesas de seguridad para sus vidas, la rendición de aquellos puestos que resistían al asedio de los mineros.

En la extensión anegada por la marea revolucionaria había un islote, en Moreda que resistía y, cosa extraña, los resistentes eran obreros del Sindicato Católico Minero, fundado hacía más de veinte años por Vicente Madera Peña, primo de González Peña, trabajador de la Hullera Española, empresa que presidió el marqués de Comillas. Madera, gran temple de luchador, había logrado crear el Sindicato católico, enfrentándose con di­ficultades, adversidades y violencias, que costaron muertos y heridos, entre los primeros un hermano del minero. En la madrugada del 5 de octubre Madera con veinticinco socios se encerraron en su centro social, dispuestos a afrontar lo que sobreviniera, sin más armamento que doce escopetas de caza y otras tantas pistolas. Los rebeldes apresaron al párroco, Tomás Suero Covielles, forzándole a que penetrara en el Sindicato para aconsejar la rendición. Vicente Madera se negó a ello e invitó al párroco a que se quedase allí, pues era seguro que si volvía a la calle le matarían. Accedió el sacerdote, y a petición de los defensores les confesó a todos, mientras la lucha proseguía. Había comenzado ésta a las ocho de la mañana y continuaba a las once de la noche. Sobre el edificio habían caído 146 cartuchos de dinamita.

A media noche, a punto de agotarse las municiones, decidió Madera evacuar las ruinas por la puerta de un cine contiguo que daba a un prado, junto al río. Cuatro mineros, llamados Alvaro Germán Gutiérrez, Ángel Álvarez Antón, José Montes Campal y Regino Martínez Pico, se ofrecieron voluntarios para continuar la defensa y cubrir la retirada de los demás compañeros. Los cuatro perecieron en el empeño. Con los fugitivos salió el párroco, que, extenuado por la fatiga y las emociones, se refugió en una casa, en el camino de Boo. Delatado por una revolucionaria, acudieron presurosas las turbas en su busca, le arrastraron hasta la Academia Cervantes, y allí, después de larga agonía, le dieron horrible muerte. Otros dos vecinos, acusados de fascistas, fueron también asesinados. Madera y sus compañeros se internaron en montes y en ellos permanecieron ocho días al cabo de los cuales volvieron a Moreda, cuando ya se había restablecido el orden.

En Moreda y Cabañaquinta quedó proclamado el comunismo libertario. En este último punto, capital del Concejo, fue quemada la iglesia y congregados en el Ayuntamiento los revolucionarios acordaron la abolición del dinero y de la propiedad privada.

En la prolongación del valle de Mieres se encuentra Turón, importante cuenca minera explotada por la Sociedad Hullera del Turón, filial de Altos Hornos de Vizcaya. Aquí el dominio político lo compartían socialistas y comunistas. Había también un núcleo de anarquistas. En La Veguina, pueblo principal del valle, existían unas escuelas racionalistas. En la madrugada del día 5 comenzó el motín con el asalto a las oficinas de Hulleras del Turón y el desarme de los guardias jurados de la empresa. Luego se dirigieron los revoltosos contra el cuartel de la Guardia Civil, defendido por un sargento y siete números. Como aquél era muy sólido y protegido con una cerca de piedra, resolvieron los atacantes apelar a la dinamita y la gasolina. «El recurso de la dinamita —dice Graciano Antuña — no falló en un solo caso.» Una serie de explosiones destrozaron el edificio. El sargento y tres números perecieron y los otros fueron heridos a balazos cuando salían para entregarse.

Dueños los mineros de la situación, procedieron a designar los Comités encargados de instaurar el comunismo libertario. El primer acuerdo fue la incautación de los alimentos de los almacenes, comercios de la localidad y de la cooperativa de la empresa. Quedaron suprimidos el dinero y la propiedad privada. Los talleres de Hulleras de Turón se dedicarían a blindar camiones, trabajo al que se entregaron los obreros en el acto.

Habían llegado a Turón muchos milicianos de Mieres, que unidos a los de la localidad, se dedicaron a la busca y captura de «enemigos del pueblo». Entre los apresados figuraban los ingenieros de las minas: Breña, Bertier, Santamaría y Durán, y el director de la empresa, también ingeniero, Rafael del Riego, descendiente del general del mismo apellido. Contaba cuarenta y seis años; de los cuales, veinte de residencia en Turón, que consideraba y amaba como a obra propia. Implantó los lavaderos del carbón, creó las obras hidráulicas, las barriadas de casas, los economatos y escuelas. Practicaba el bien y la caridad sin tasa, alegremente, con verdadero espíritu evangélico, y tenía como ejecutoria el cariño de sus obreros. Grupos de mineros armados se presentaron ante su casa y lo reclamaron a gritos. Rafael del Riego se entregó sin oponer resistencia. Fue llevado a la Casa del Pueblo, convertida en prisión, donde se encontraban los otros ingenieros. Poco después llegaron ocho Hermanos de la Doctrina Cristiana, profesores del Colegio de Nuestra Señora de Covadonga, donde recibían educación gratuita los hijos de los mineros. Con los Hermanos iba el Padre Inocencio de la Inmaculada, pasionista del convento de Mieres, que se hallaba en Turón desde el día 4, para auxiliar a los sacerdotes en su labor parroquial. Los milicianos irrumpieron en el Colegio a las siete de la mañana del 5, y, después de minucioso registro, practicado entre continuos ultrajes a los religiosos y mofas de cuantos objetos piadosos encontraban, se incautaron del edificio para instalar en él su cuartel general. También llevaron detenidos a la Casa del Pueblo tres sacerdotes de Turón, al empleado de la empresa, César Gómez, presidente de Acción Popular, y a sus tres hijos; al jefe de los guardas jurados, Cándido del Agua; al comandante Norberto Muñoz; al teniente coronel, don Arturo Luengo, ambos de Carabineros, y a tres guardias civiles. En la madrugada del día 9 penetraron en la habitación utilizada como cárcel dos sujetos, pistola en mano, y después de desposeer a los Hermanos y al Padre pasionista de cuanto llevaban, les ordenaron formar en filas de a tres. Obligaron a los jefes de Carabineros a incorporarse a este pelotón y, custodiados por unos veinte milicianos, partieron en dirección al cementerio, deteniéndose junto a dos fosas paralelas de 20 metros de largo. Inmediatamente, unas descargas de fusil y varios disparos de pistola segaron las vidas de los once sentenciados.

El día 14 compareció el director de Hulleras de Turón ante un Tribunal popular, que lo condenó a muerte por enemigo del pueblo. Fue arrastrado hasta el cementerio. El ingeniero Rafael del Riego pedía a gritos desesperados, aferrándose a la verja de la puerta, que le juzgase el pueblo de Turón, pues los milicianos que le sentenciaron procedían de Mieres. A culatazos le obligaron los verdugos a desasirse, y a continuación le asesinaron, junto con los empleados César Gómez y Cándido del Agua.

* * *

Los valles de Mieres y Langreo están separados por una serie de montañas en ascensión hacia los límites sur de Asturias. La carretera que desde Oviedo lleva a Sama, capital, atraviesa Tudela-Veguín, La Felguera, Sama y penetra luego en los Concejos de San Martín del Rey Aurelio y Laviana. El número de mineros en todo el valle del Nalón se calculaba en 11.163. Había en Sama un cuartel de la Guardia Civil, frente a la avenida Primero de Mayo, emplazado en una manzana de casas. En el cuartel se alojaban sesenta guardias, algunos procedentes de otros puestos, al mando del capitán José Alonso Nart. La Inspección de Seguridad acuartelaba a varios guardias de Seguridad, con un sargento, y a veintiocho guardias de Asalto, a las órdenes de un teniente. Existía una Comisaría de Policía, con un inspector y varios agentes de vigilancia.

En la cuenca minera de Langreo predominaba el socialismo. El jefe más caracterizado era Belarmino Tomás, del Comité ejecutivo del Sindicato Minero Asturiano y presidente de la Federación Nacional de Mineros. Desde el día 3 tenía movilizada su tropa; en conjunto, veinte grupos de veinte hombres cada uno, bien armados. Alerta estaban la noche del 4 de octubre, cuando, a las doce y media, llegó González Peña con la consigna de comenzar la insurrección de madrugada. Belarmino Tomás envió en el acto emisarios a La Oscura, Sotrondio y Laviana, para difundir la orden. Los jefes de grupo conocían el plan a desarrollar en cuanto oyesen la explosión de un cartucho de dinamita. Antes de iniciar la lucha, Tomás llamó a los delegados del partido comunista en Sama para informarles de lo que se preparaba e invitarles a incorporarse a la revolución. Les prometió armas. Los comunistas accedieron a participar en la revuelta. Hizo, por medio de un emisario, la misma invitación a los metalúrgicos de La Felguera, afiliados en su mayoría a la C. N. T., y también contestaron en sentido afirmativo. Dijeron que disponían de algunas docenas de fusiles.

A media noche llegó, procedente de Oviedo, una camioneta con veinticuatro guardias de Asalto. La enviaba el gobernador, informado de que pocas horas antes había ocurrido un tiroteo en Posada de Llanera, entre la Guardia Civil y grupos de sediciosos al acecho en el camino, en cuya refriega perdió la vida un guardia y resultó herido otro. El gobernador supo entonces que los mineros estaban movilizados y quiso reforzar los puestos de Langreo y de Mieres.

A las dos y media de la madrugada dos formidables detonaciones de cartuchos de dinamita, que estallaron en las inmediaciones de la iglesia, avisaron a todos los comprometidos que el momento de pasar a la acción había llegado. Acto seguido empezó un nutrido tiroteo contra el cuartel. No obstante la superioridad numérica de los mineros, los sitiados, lo mismo de la Inspección de Seguridad que en el cuartel de la Guardia Civil, resistieron con entereza el ataque, a pesar de que pronto empezaron a menudear las explosiones de dinamita. Los sediciosos estaban envalentonados por haber dispersado el camión con veinticuatro guardias de Asalto, mandado por el teniente Martínez y Calderón de la Barca, que irrumpió en la plaza de Galán y García Hernández. Acribillado el camión a balazos, tres guardias quedaron muertos y dos heridos. El chófer, un cabo y los restantes guardias, huyeron. Los dos guardias heridos fueron llevados frente a la Inspección de Seguridad, para impresionar a los sitiados e in­citarlos a la rendición. El ardid no tuvo éxito. El ataque al edificio con cartuchos de dinamita se hizo más intenso, y, por fin, a las tres de la tarde del día 5, las tropas acuarteladas en la Inspección capitularon. La mayoría de los veinte supervivientes estaban heridos.

Para entonces se habían congregado en Sama muchos obreros procedentes de los pueblos próximos, en especial de Ciaño y La Oscura, y unos ochocientos mineros de Mieres, que, sumados a los revolucionarios locales, redoblaron el ataque contra el cuartel de la Guardia Civil, que resistía con una energía que asombraba a los sitiadores. Un camión con guardias de Asalto, mandado por el teniente Ramos Cabello, procedente de Oviedo, dio vista a Sama hacia las cuatro de la madrugada; pero al llegar por la carretera de Gijón, a la esquina de la avenida del Primero de Mayo, le cortó la marcha una lluvia de balas. Los guardias abandonaron el camión, para refugiarse en los edificios de la Unión Hullera. Sólo un puente nuevo les separaba del cuartel de la Guardia Civil. Todavía los de Asalto pudieron mejorar su posición, con vistas a proteger el cuartel, ocupando el bar «Miramar». Desde aquí lograron enlazar con los guardias civiles, mediante una cuerda lanzada por éstos, con el propósito de que les suministraran municiones. Los intentos acabaron en fracaso: tres guardias que pretendieron pasar al cuartel perdieron la vida. En un nuevo ensayo, el teniente Ramos y algunos números lo consiguieron.

En el edificio seguían las mujeres y los hijos de los guardias, y decididos los insurrectos a un ataque en gran escala con dinamita, Belarmino Tomás llamó por teléfono al cuartel. Al sargento que atendió su llamada le recomendó aconsejara al capitán Nart la rendición, dándoles un plazo hasta las cinco de la tarde. «Pasada esa hora —añadió—, daremos tiempo para que salgan las mujeres y los niños y pegaremos fuego al cuartel.»

Como no respondiera el capitán al requerimiento, fueron desalojadas las casas contiguas, mientras los dinamiteros lograban situarse en el tejado del cuartel y abrían huecos para lanzar por ellos cartuchos y botellas incendiarias. Los sitiados, por su parte, habían establecido comunicación con las casas inmediatas, mediante boquetes en los tabiques y por ellos pasaron las familias de los guardias. Pero no había escape posible. Las explosiones de dinamita seguían, y con ellas el derrumbamiento de muros y techumbres, en medio de asfixiantes nubes de polvo y humo. «El cuartel —escribe Belarmino Tomás— era pura ascua. Por los tejados gateaban las siluetas de nuestros hombres, recortadas por el resplandor breve de las explosiones. Y en esta persecución transcurrió la noche del 5 y la madrugada del sábado». A las siete de la mañana, el capitán José Alonso Nart, después de inutilizar las ametralladoras —a la de su unidad se había añadido la de los guardias de Asalto— y los fusiles de los guardias muertos, formó a los supervivientes en la proximidad de la escalera, diciéndoles que ante el peligro de quedar sepultados bajo los escombros, era preciso hacer una retirada ordenada hacia el monte próximo, al otro lado del río, donde los primeros en llegar debían esperar a los demás y a los que resultasen heridos en la retirada. Una vez en el monte, tratarían de ir al encuentro de los refuerzos que les habían prometido de Oviedo.

Repartió equitativamente las municiones, tomó dos bombas de mano que quedaban y abrió las puertas del cuartel. Salió el primero, y plantán­dose en mitad de la calle, se dispuso a arrojar una de las bombas. Este gesto contuvo unos momentos la acometida del enemigo, sobrecogido por la temeridad del capitán. Ordenó luego a su fuerza que le siguiese, dando unos pasos en la dirección que se había trazado; pero a los pocos metros, al terminar la calle de Pablo Iglesias, le salió al encuentro un tropel de revolucionarios. Contra ellos arrojó Nart su primera bomba, causando la muerte de tres rebeldes y dejando a varios malheridos.

Los milicianos, apostados al extremo de la calle y en el bar «Miramar», dispararon contra el capitán y su fuerza. Nart, herido en una pierna, adelantó con marcada dificultad y lanzó su segunda bomba contra la puerta del bar «Miramar», con tal acierto, que cayó sobre unas cajas de dinamita. Al estallar éstas, voló el edificio y murieron cinco rebeldes. La fuerza que acompañaba al capitán en aquel momento se reducía a tres tenientes — dos de Asalto y uno de la Guardia Civil— y cinco números. Los restantes guardias, en su mayoría habían muerto en la defensa del cuartel o habían caído prisioneros. Transcurridos breves minutos, se reanudó la persecución.

Al otro lado del puente, en el paso a nivel del ferrocarril de Langreo, cayó prisionero uno de los guardias, al cual asesinaron. Los perseguidos escalaron ansiosamente las escombreras, hacia los depósitos de agua.

Allí sucumbieron los tenientes Calderón de la Barca, Ramos y Lloverá, éste de la Guardia Civil, y tres guardias. El capitán, seguido únicamente de su ordenanza, Serafín Fernández, se arrastraba, herido en el pie, por el camino que conducía a la capilla de las Nieves, siempre silueteado por las balas. Cayó muerto el ordenanza, y entonces Alonso Nart continuó la pelea, impasible. Tomó el fusil del muerto y se defendió hasta agotar las municiones. Cuando sucedió esto, arrojó el arma y se amparó en una chavola, a cuya puerta quedó, pistola en mano. A solas con su valor, puso precio de sangre a su muerte. Herido de nuevo y desangrado, se desplomó. Al verle en el suelo, se arrojaron sobre él sus perseguidores; le remataron, ensañándose con su cadáver, que quedó abandonado en medio del campo. Veintidós guardias, apresados cuando abandonaban el cuartel en escombros, fueron asesinados en la calle de Pablo Iglesias. La resistencia de Sama había durado treinta y seis horas.

Durante los combates, al párroco, don Venancio Prada Morán, se le obligó a abandonar la rectoral, negándose algunos vecinos a alojarle en sus casas. «Al pasar por delante de la iglesia, lo mató una descarga y su cadáver estuvo dos días en medio de la calle, sin ser retirado». Al fina­lizar la lucha con los guardias civiles —refiere Belarmino Tomás—, quedó expedito el camino a Laviana. En una fosa común, abierta en el cementerio de Sama, recibieron sepultura sesenta y nueve hombres de las fuerzas del Gobierno, que murieron víctimas de su deber.

Dueños de Sama, el Comité revolucionario, compuesto únicamente de socialistas, publicó el siguiente bando: «Siendo necesario normalizar la vida ordinaria, y con objeto de restablecer ésta, se ruega encarecidamente a todos los industriales abran las puertas de sus comercios desde las nueve de la mañana hasta la una de la tarde, y desde las tres hasta las siete de la noche. El comerciante que no cumpla este ruego se atendrá a las consecuencias que de ello se pudieran derivar. La vida del comercio se hará como de ordinario, con libreta, dinero o vales debidamente autorizados. Señores industriales: que ninguno se niegue a esta orden.» En Sama no quedaban abolidos el dinero ni la propiedad.

A dos kilómetros de Sama, y en la carretera que parte de Gijón, se encuentra La Felguera, villa industrial engrandecida al amparo de la poderosa sociedad metalúrgica Duro-Felguera, cuyos obreros, 1.900, estaban afiliados a la C. N. T., en antagonismo, ya de antiguo, con los socialistas de Sama. Las huelgas de la Duro-Felguera se habían hecho famosas por lo prolongadas y porfiadas. Una de ellas, el año 1933, duró nueve meses.

Avisados de lo que se preparaba, metalúrgicos armados con fusiles guardados desde hacía tiempo, atacaron, a las cinco de la tarde del día 5, el cuartel de la Guardia Civil, próximo a la estación del ferrocarril, defendido por un cabo y cinco números. Las primeras explosiones de dinamita produjeron la muerte de dos guardias; los restantes huyeron al monte. Sin esperar el resultado del combate, y previsto el triunfo, los sindicalistas declararon el comunismo libertario. El Comité revolucionario, en una proclama al pueblo, anunciaba: «La revolución social ha triunfado en La Felguera. Nuestro deber es organizar la distribución de consumo en la debida forma. Rogamos al pueblo sensatez y cordura. Hay un Comité de distribución, al cual se deben dirigir todos, encargado de cubrir las necesidades del hogar. Este Comité residirá en el Centro obrero «La Justicia» y a él se debe dirigir todo aquel que tenga que exponer alguna queja o surtirse del vale correspondiente, quedando, por lo tanto, abolido el dinero, lo mismo que la propiedad privada». Quedó habilitada la Escuela Industrial para cárcel, y a ella fueron llevados los detenidos. En La Felguera las horas iniciales de la revolución no tuvieron el carácter san­guinario de otras localidades asturianas. En los talleres metalúrgicos se comenzó a trabajar con febril actividad en el blindaje de camiones. Y en la mañana del 6 se terminó de acorazar el primero.

* * *

En dirección contraria a La Felguera y Gijón la carretera va hacia Laviana y el puerto de Tarna, en los límites con la provincia de León. Dicha carretera atraviesa el Concejo de San Martín del Rey Aurelio, con una extensión de ocho kilómetros, cuya capital es Sotrondio, con 16.442 habitantes. Sus villas más importantes, Ciaño-Santa Ana, desde el punto de vista comercial, y La Oscura, en cuanto a vida obrera. Tenían la misión de organizar la revuelta en esta zona David Antuña y Herminio Vallina, los cuales recibieron el aviso, a medianoche del 4, por medio de un emisario de González Peña. «En el Concejo —afirma David Antuña—llegaban a quinientos los comprometidos a levantarse en armas, sin ellas. Para ser claros, confesaremos que a nadie le faltaba una pistola adquirida a sus expensas». A las tres y media de la madrugada del 5 llegó a La Oscura un camión de guardias de Asalto, del cual descendieron un teniente y cinco guardias, que penetraron en el cuartel de la Guardia Civil, cuya guarnición la componían once números. Al saber esto los revolucionarios, abrieron fuego contra el camión y contra el cuartel. Los de Asalto, que luchaban en plena carretera, sin protección, se replegaron después de haber sufrido dos bajas: un guardia muerto y otro herido. La resistencia de los defensores del cuartel, muy obstinada hasta las siete de la mañana, comenzó a debilitarse por los efectos de la dinamita, que a cada explosión desgarraba sus muros. Cuando los amotinados ocuparon las ruinas, sólo quedaba un guardia ileso y tres heridos. Los restantes habían perecido.

Se formaron dos columnas de mineros para batir el cuartel de Sotrondio: una avanzó por la vía del ferrocarril de Langreo y la otra por la carretera. La primera se enfrentó en el pozo «Soton», explotado por la DuroFelguera, a un cabo y seis guardias civiles, que se rindieron. Pertenecían al cuartel de Sotrondio; pero por hallarse aislado y en malas condiciones para ser defendido, optaron por abandonarlo cuando ya los cartuchos de dinamita lo habían cuarteado. Esta retirada les costó cinco bajas y fueron más las que ocasionaron al enemigo.

Los revoltosos de Sotrondio se dedicaron a detener a todas las perso­nas sospechosas: ingenieros, sacerdotes, industriales, afiliados a partidos de derechas y guardas jurados, que fueron conducidos a Pola de Laviana, estación terminal del ferrocarril de Gijón a Langreo, donde el puesto de la Guardia Civil había sido rápidamente demolido con dinamita. Tres guardias murieron y dos quedaron heridos graves.

En la defensa del puesto de Ciaño, a tres kilómetros de Sama, el cabo de los guardias, Dionisio López, había contraído matrimonio con una joven llamada Julia Freigedo, de familia de mineros. Entre los atacantes figuraba un hermano de la joven, miliciano socialista, que en los comienzos de la lucha propuso una tregua para que saliesen las mujeres e hijos de los guardias. Así lo hicieron, con excepción de la esposa del cabo, que prefirió seguir junto a su marido, luchando con él y sus compañeros, todos los cuales, a excepción de uno, perecieron. Entre los escombros humeantes aparecieron juntos el cabo y su mujer. El día 7 invadieron los milicianos la casa del ingeniero director de las minas, Rafael Rodríguez Arango, y en presencia de su esposa e hijos, lo mataron en el jardín.

En Santa Ana dominaban los elementos anarcosindicalistas, los cuales, antes de atacar a las fuerzas del Gobierno, proclamaron el comunismo libertario y designaron los Comités que habían de administrar la revolución. El puesto de la Guardia Civil había sido reforzado con seis números de Asalto, llegados en uno de los camiones enviados desde Oviedo en auxilio de las fuerzas de Sama. El ataque al cuartel se hizo desde el primer momento con cartuchos de dinamita. Cuatro defensores quedaron sepultados entre los escombros y otros dos heridos. Los restantes fueron hechos prisioneros. Acto seguido los vencedores establecieron el régimen de racionamiento y comenzaron las detenciones.

Algunos otros episodios sangrientos de menos importancia que los referidos componen el relato total de lo ocurrido entre los días 5 y 6 en las cuencas mineras de Mieres y de Sama de Langreo, que cayeron en poder de los insurrectos tras de breve lucha, si se exceptúa el porfiado combate librado en Sama de Langreo con las fuerzas mandadas por el capitán Alonso Nart.

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Hasta ahora hemos relatado el desarrollo de la insurrección en terreno donde los rebeldes lucharon contra fuerzas del Gobierno imposibilitadas de comunicarse con sus bases; es decir, en islotes cercados por masas de enemigos. Pero hubo dos sitios donde las fuerzas leales tenían cierta libertad de movimiento y enlace con sus bases. Allí la lucha adquirió caracteres de verdadera guerra. Uno de estos sitios fue Olloniego; otro, Vega del Rey. Olloniego es una aldea, en la carretera de Oviedo a Mieres, a seis kilómetros de la capital, rodeada de altas montañas, en un paisaje típicamente asturiano, de maizales, pomaradas y castañares, que a pocos kilómetros ennegrece el carbón. Por la angostura que forma la sucesión de montes pasa el Nalón, y a su orilla, un ferrocarril minero que sale de Soto del Rey y termina en Ciaño-Santa Ana. A kilómetro y medio se halla Manzaneda, aldea por donde pasa el camino que va a Santianes, Tudela de Veguín y La Felguera. Aquí empalma con la carretera de Oviedo a Sama. El valor estratégico de Olloniego, nudo de comunicaciones, no había pasado inadvertido para los revolucionarios, como lo prueba la gran acumulación de armamento hecha previamente, con vistas a una lucha que los mineros esperaban sería muy dura. En Santianes ocultaban 150 mosquetones y 5.000 cartuchos. Los mosquetones procedían de Mieres, donde habían sido extraídos de unos cargamentos de fusiles alemanes desechados como chatarra y reparados por los obreros. El directivo del Sindicato Minero, Belarmino García, jefe de este sector, avisado por González Peña, transmitió órdenes a los confabulados y a las dos de la madrugada comenzaba el ataque contra el cuartel de la Guardia Civil, defendido por veinte guardias y el brigada Salustiano Manzanares. Al comprobar la energía de los sitiados, los obreros apelaron a la dinamita, y bastaron pocos cartuchos para poner el edificio a punto de derrumbamiento. Concedida una tregua para que salieran las mujeres y niños, se vio aparecer en la puerta a las madres con las criaturas en sus brazos y el horror pintado en sus rostros. El cuartel estaba a la orilla de la carretera y su fachada posterior daba a una arboleda. En ella se habían ocultado el brigada y un suboficial, mientras dos guardias que les acompañaban se rendían a los revoltosos. El brigada herido, tras penosa marcha, llegó a Oviedo, donde informó de lo que sucedía en Olloniego, muriendo poco después. Dispuso el gobernador la inmediata salida de cuatro camiones con guardias de Asalto, mandados por el teniente Ricardo Bazán. Pero los milicianos, apostados en las inmediaciones de la Vuelta del Moro, próxima a la aldea de Manzaneda, con­tuvieron a la fuerza con su fuego. Varios guardias lograron refugiarse en una casa y en ella emplazaron una ametralladora. Poco después se aproximaba al lugar del combate otro camión con fuerzas de Asalto, a las órdenes del teniente Galán. Apenas saltaron a tierra, caían heridos el oficial y varios números. La situación de estos refuerzos era a cada momento más crítica, por la ventaja del enemigo, que ocupaba posiciones dominantes y superaba en número, pues de Mieres —avisados de lo que sucedía— habían llegado grandes contingentes de gentes armadas. A las diez de la mañana hizo su aparición, procedente de Oviedo, una compañía del regimiento número 3, mandada por el capitán Ignacio Caballero Muñoz, que se vio obligada a suspender la marcha ante el diluvio de balas.

Una sección de guardias de Asalto, mandada por el teniente José del Olmo, trató de acercarse a Olloniego por la carretera de Santianes; pero cayó en una emboscada, en la que encontraron la muerte el oficial y un guardia. Durante siete horas se combatió con varia fortuna. Hubo momentos en que soldados y guardias consiguieron mejorar su situación, para empeorar en seguida, avasallados por las masas de mineros. Dos kilómetros antes de llegar a Oviedo, otras fuerzas de Asalto, mandadas por el comandante don Gerardo Caballero, enviadas en auxilio, protegieron la retirada.

Los revolucionarios quedaban dueños de Olloniego y del paso de Oviedo hacia Sama y Mieres. La entrada a la cuenca minera estaba en sus manos y bien guardada. Esta seguridad envalentonó a los revolucionarios. Aquella misma noche detenían a veinticuatro personas; entre ellas, al párroco, Joaquín del Valle, y al fiscal del Juzgado de Oviedo, Emilio Valenciano. Al sacerdote y al fiscal los fusilaron dos días después, en el cementerio.

La otra puerta de acceso a la cuenca minera estaba en el puerto de Pajares, a 1.500 metros de altura, por donde desciende, de los montes de León, el ferrocarril y la carretera que van a terminar en Gijón, junto al mar. Paisaje, el de Pajares, de imponente majestad y grandeza, con sus inmensas soledades, su infinito silencio, sus bosques de abetos y de robles, sus sombríos abismos, sus cimas coronadas de nieblas y su cielo gris y tormentoso. En Pola de Lena, capital del Ayuntamiento de su nombre, la revolución triunfó fácilmente. Los guardias civiles —un sargento y cuatro números—, al ver los contingentes de mineros armados, se rindieron sin lucha. Dos socialistas, dos comunistas y un afiliado a la C. N. T. compusieron el Comité revolucionario, que proclamó desde el Ayuntamiento el comunismo libertario, con la consiguiente abolición del dinero y de la propiedad privada. Otro Comité de Abastos se encargó de organizar el racionamiento. En seguida comenzó el registro de domicilios y la detención de sospechosos. El Ayuntamiento quedó convertido en cuartel del Ejército rojo. Poco después salían tres camiones con revolucionarios para combatir a los guardias de Campomanes, pueblo a seis kilómetros de Pola de Lena, en dirección a Pajares. Llevaban con ellos al sargento del puesto de Pola, a quien obligaron a acompañarles, a fin de que intercediese con el jefe del puesto de Campomanes para la capitulación. Pero el sargento requerido no aceptó parlamento, y a la propuesta de rendición respondieron a tiros él y los cuatro números que mandaba, matando a dos revoltosos e hiriendo a veintisiete y también al sargento mediador. Sobrecogidos por aquel trágico resultado, los revoltosos pidieron refuerzos a Pola y no tardaron en llegar camiones con milicianos, que en seguida entraron en acción contra el cuartel. Se disponían a intervenir los dinamiteros, cuando un guardia anunció que se rendía. El sargento y otro número habían muerto.

No pudieron los sediciosos celebrar su éxito: en aquel momento hacía su aparición un camión y un coche ligero, procedentes de León, con treinta y cinco guardias civiles, mandados por d teniente Fernando Alcón, más el teniente de Artillería Manuel Peláez Suárez, viajero en el expreso Madrid-Gijón, detenido en el puente de los Fierros e incorporado como voluntario. A la vista de Campomanes descendieron a tierra y trataron de avanzar desplegados. Los sediciosos abrieron fuego, y los guardias cambiaron de táctica: divididos en dos grupos, Alcón con catorce números se hizo fuerte en una fábrica de pastas, mientras los restantes, mandados por el teniente Peláez, se instalaban en un parapeto de fortuna, en la carretera.

Al prolongarse la lucha, la inferioridad de los guardias se hizo patente. Los que combatían en la carretera iniciaron el repliegue hacia Puente de los Fierros, a donde llegó el teniente Peláez con veinte números. De los que se encerraron en la fábrica no sobrevivió ninguno. Murieron el teniente Alcón y los catorce guardias. Los heridos fueron rematados, y en su crueldad, los bárbaros no respetaron ni los cadáveres. El camión fue paseado por Campomanes, con esta inscripción: «¡Viva el Soviet! ¡Así hace justicia el Soviet!» Y en su interior, manchado de sangre, amontonaron los tricornios y las cartucheras.

Esta vez los rojos de Campomanes pudieron celebrar el triunfo. La noche transcurrió en constante jarana. Pero al amanecer del día 6 llegaron dos enlaces de Puente de los Fierros con la noticia del avance de tropas en diecinueve camiones. Era un batallón del Regimiento 36, mandado por el teniente coronel Eduardo Recas, que había salido la tarde anterior de León. Los sediciosos no daban crédito a lo que oían. «Si los revolucionarios asturianos no hubiesen sido engañados, creyendo que la revolución era nacional, hubieran tomado medidas para evitar que por aquel lado entrasen fuerzas. Nada más fácil para ellos que establecer retenes en lo alto del Puerto, donde hubiera sido fácil cortarles el paso volando puentes y obstruyéndoles el camino, contando, como se contaba, con abundante dinamita. Pero los mineros asturianos no esperaban ser atacados por fuerzas del exterior, contando con que la sublevación era nacional, como los emisarios portadores de la orden habían manifestado». No se podía perder tiempo en lamentaciones, y los rebeldes acordaron establecer unas patrullas entre La Flecha y Salas, a dos kilómetros de Campomanes, para hostilizar a la tropa. Mas al advertir cómo los soldados ocupaban las alturas y avanzaban conjuntamente por la carretera y la vía férrea, decidieron los rojos replegarse hacia posiciones más favorables, donde en aquellos momentos se concentraban los contingentes de mineros reclamados a Mieres y a otros centros de la cuenca. Al mediodía del 6 la tropa entraba en Campomanes, abandonado por la mayoría del vecindario. El comercio había sido saqueado. Una hora después llegaba a esta aldea el comandante militar de León, general Bosch, que tomó el mando de la fuerza de León, y de una sección de fusiles del Regimiento número 12, de guarnición en Lugo, que, dispuesta para ir a Trubia, recibió orden de variar su itinerario. A las dos de la tarde la fuerza reanudó su avance hacia Vega del Rey, a tres kilómetros de Pola de Lena, donde entraba a primera hora de la noche, hostilizada constantemente durante su marcha por los mineros que afluían a bocanadas de todos los puntos de la cuenca. Acababan de ocupar las fuerzas Vega del Rey, cuando se vieron engrosadas con el batallón ciclista de Palencia, que reforzaba, con sus trescientos cincuenta hombres, la columna del general Bosch, encargada de someter a la cuenca minera sublevada. El primer jefe del batallón era el coronel Luis Rueda, y el segundo el comandante Baldomero Rojo Arana.

Cayó la noche sobre Vega del Rey y hubo que pernoctar en la aldea, levantar parapetos y aspillerar las ventanas, pues los mineros, a favor de las sombras, se habían acercado al pueblo, ocupaban las alturas y disparaban a placer contra las fuerzas inmovilizadas, sin poder revolverse en aquella que, más que posición, era una ratonera. Se organizaron unas descubiertas, para alejar a los «pacos»; pero la primera operación costó muchas bajas: entre los muertos, el capitán Pedro Pérez Pavés. Hubo que desistir de todo intento por ensanchar el lugar ocupado y esperar el amanecer del día 7, a cuya luz el general Bosch pudo comprobar que había caído en un verdadero cepo. Supo también que tres baterías del Regimiento número 14, ligero, de Valladolid, enviadas para reforzar su columna, se encontraban detenidas en Puerto de los Fierros, imposibilitadas de proseguir su avance. Durante el día, varios reconocimientos y unas operaciones encaminadas a la conquista de algunas alturas dominantes, especialmente una coronada por la ermita de Santa Catalina de Lena, acabaron mal. En una de ellas encontró la muerte el capitán de ametralladoras José Lambarry. El enemigo, cada vez más numeroso, se pegaba al terreno, su mejor aliado. Las fuerzas tuvieron que desalojar el pueblecito de Ronzón, ocupado el día anterior. Por primera vez, este día los rojos pusieron en acción su artillería: dos morteros de 10,5, enfilados contra Vega del Rey. Por fortuna, los proyectiles carecían de espoletas y no explotaban. Al terminar el día 7, la situación de la tropa amontonada en Vega del Rey se había agravado. No podía avanzar ni retroceder. En realidad, estaba copada. Los jefes pagaban cara su temeridad y su olvido histórico. En las hoces y desfiladeros de Asturias fueron derrotados los generales de Napoleón por los guerrilleros asturianos: las tropas del mariscal Kellermann, duque de Valmy, en Vega del Rey; las del general Ney, en Leitariegos.

 

 

CAPÍTULO 48.

LOS MINEROS PENETRAN EN OVIEDO