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CAPÍTULO 46.

ESTRATAGEMA DE LOS REBELDES PARA APODERARSE DE LEÓN

 

 

Los organizadores de la revolución la habían articulado en toda España. «De provincias, principalmente de Asturias —escribe Largo Caballero, propulsor máximo de la revuelta—, apremiaban para que se declarase el movimiento, porque si se presentaban las nieves, los asturianos tropezarían con graves inconvenientes para la acción. Era obligado comenzar antes del invierno... Se nombraron comisiones en todas las capitales de provincia. La Comisión especial requirió la presencia en Madrid de las Comisiones de las capitales. Todas informaron favorablemente e insistie­ron en que el movimiento debía hacerse con rapidez. También se nombraron corresponsales en todos los pueblos donde había organización».

Pese a tan cuidadosos preparativos, la revolución no prendió en el campo, porque los campesinos, escarmentados por el fracaso de la huelga agraria de julio, desconfiados no la secundaron.

La huelga general, declarada en Zaragoza el día 6, terminó el 9 y fue más bien un acto simbólico de solidaridad que una participación activa. En algunas localidades esa adhesión tuvo caracteres anárquicos. Tauste quedó (día 7) en poder del comunismo libertario, del que fue liberado por fuerzas del Ejército, de la Guardia Civil y de Asalto, tras de porfiada lucha, en la que intervino una pieza de artillería. Resultaron cuatro muertos; de ellos, un guardia civil, y varios heridos. También en Uncastillo los anarco­sindicalistas proclamaron el comunismo, y aquí, cinco guardias civiles, encerrados en su cuartel, con sus mujeres y veinte niños, hijos de los guardias, agotaron la resistencia. En el empeño murieron dos defensores y los restantes, a pesar de hallarse heridos, prosiguieron la lucha hasta que fueron socorridos por fuerzas de la Guardia Civil de Tarazona, Zaragoza y Sos del Rey Católico. En Mallén, Egea de los Caballeros y Cervera del Río Alhama (Logroño) se produjeron motines con características similares: proclamación del comunismo libertario, lucha con la Guardia Civil y derrota de los sublevados, con muertos y heridos. En la capital de la Rioja, Logroño, la huelga general no pasó de simulacro.

La participación de las provincias de Levante, de Extremadura y Andalucía fue mínima. Hubo disturbios en Játiva, Jañeras y Puebla de Carlet. La huelga de Valencia careció de importancia, no obstante su detenida preparación, como lo demostró el hallazgo de un depósito de 900 bombas en una casa de la calle Sabina. «En Valencia no pudieron ponerse en juego los trabajos de la Alianza Obrera. Valencia acababa de salir de una huelga general, que había cuarteado el movimiento obrero valenciano, del mismo modo que estaba cuarteado el de Zaragoza después de cuarenta días de paro absoluto. Las municiones de Valencia quedaron intactas, los cuadros de choque no funcionaron; los resortes de enlace se embotaron. La Alianza valenciana puso al descubierto la ineficacia de su labor... Falló por completo. Igual o muy parecido sucedió en otras provincias. La Alianza Obrera del Mediodía no era otra cosa que una entelequia después de las jornadas campesinas del 5 de junio». En Alicante, Elche, Alcoy y Pretel los desórdenes fueron atajados rápidamente. La represión en Villena costó dos muertos y dos heridos.

La contribución de los revolucionarios andaluces se manifestó en múltiples huelgas, con tiroteos en La Carolina (Jaén), donde murió un guardia de Asalto y resultó herido un comandante de la Guardia Civil. Fuerzas del Ejército, procedentes de Sevilla, ocuparon las minas de Riotinto (Huelva). En Nerva, un capataz de minas fue degollado. En Salvochea, que antes se llamaba El Campillo, cuna de aquel anarquista andaluz, en refriega con la Guardia Civil, murieron dos revoltosos y otros resultaron heridos graves. En Paterna del Campo fue incendiada la iglesia parroquial. Disturbios de alguna importancia únicamente se registraron en Cazalla de la Sierra (Sevilla), Algeciras y en Prado del Rey (Cádiz). Aquí las turbas asaltaron el Ayuntamiento, en cuya defensa resultó herido grave el alcalde. En Málaga se registraron actos aislados de violencia, explosiones de bombas y tiroteos, que ocasionaron dos muertos y cinco heridos. En Teba, los anarco-sindicalistas se hicieron fuertes en el Ayuntamiento, y para desalojarlos hubo que reñir empeñada lucha, de la que resultó muerto un cabo de la Guardia Civil y heridos un capitán y siete guardias civiles. La oportuna llegada de fuerzas del Ejército a las minas de Pueblo Nuevo del Terrible y Peñarroya (Córdoba) impidió que los huelguistas cometieran desmanes. Un motín comunista en Villaviciosa, de la misma provincia de Córdoba, en el que participaban seiscientos hombres armados, fue dominado por fuerzas de Artillería enviadas desde la capital. Badajoz y Cáceres se asociaron a la revolución con una huelga general, que se desarrolló sin graves incidentes. Únicamente en Ahigal y Pozuelo (Cáceres) hubo desórdenes.

En Murcia, capital, y en Abandilla, Totana, Jumilla y Cartagena registráronse disturbios. Los sucesos más graves ocurrieron en Alguaza, dominada por los revoltosos hasta que fuerzas procedentes de Murcia restablecieron el orden. En Tarazona de la Mancha (Albacete) las turbas asesinaron al alcalde, Gabino Arcos; al brigada de la Guardia Civil, Pastor Tortosa; al jefe de la Guardia Municipal, y a dos serenos. Una columna formada por guardias civiles y de Asalto ocupó el pueblo al día siguiente y detuvo a 113 vecinos. Dos muertos y veinticinco heridos costó reducir a los revoltosos de Villarrobledo, que incendiaron el Ayuntamiento, la iglesia parroquial, el Casino Agrario y varias casas de personas acusadas de enemigas del régimen. El cabecilla de la rebeldía, llamado Marzán, se suicidó.

Ni en Toledo, ni en Salamanca, donde existían focos comunistas y anarcosindicalistas muy considerables, la revolución fue secundada. Tres bombas estallaron en la capital salmantina, actos de sabotaje y unos incendios en Béjar fue la aportación de los extremistas de esta provincia a la subversión. En Talavera de la Reina los ferroviarios provocaron desórdenes. Con la previsora detención de los dirigentes de la revuelta quedó estrangulado en Zamora un intento anárquico. En Requejo los obreros de las obras del ferrocarril de Zamora-Orense promovieron algunos desórdenes, sin mayor trascendencia. Tampoco en Valladolid la revolución alcanzó grandes vuelos. En Medina de Rioseco un sargento de la Guardia Civil resultó muerto en una emboscada y heridos un teniente y cuatro guardias civiles.

La presencia en Ciudad Real del diputado socialista Hernández Zan­cajo, jefe de milicias socialistas, no consiguió dar impulso a la agitación revolucionaria en la provincia. Holgaron los mineros de Puertollano y los ferroviarios en Alcázar de San Juan. Hubo desmanes en La Solana, que ocasionaron un muerto. En Abenojar se repitió el asedio del puesto de la Guardia Civil y la resistencia heroica, en la que participó la mujer de uno de los guardias, cuando, al quedar éste herido, abandonó su fusil. La hija de otro de los guardias murió de un colapso, en pleno tiroteo.

En las cuatro capitales de las provincias gallegas se declaró la huelga general. Los preparativos de los revolucionarios de El Ferrol para apoderarse de la ciudad eran minuciosos y muy completos; pero quedaron desbaratados por la Policía con la detención de los dirigentes: entre éstos, el alcalde, el secretario del Ayuntamiento y algunos concejales. Un maestro nacional y exaltado marxista fue muerto por la fuerza pública cuando trataba de volar un transformador eléctrico. En Vigo los huelguistas cometieron desmanes y en San Codio (Lugo) quemaron un santuario que guardaba obras de mucho valor artístico.

* * *

La revolución fue secundada con entusiasmo en Guipúzcoa, debido a la preponderancia del socialismo en las zonas industriales de la provincia. Por otra parte, se contaba con que los obreros nacionalistas se sumarían al movimiento, cuyo triunfo supondría la consecución del Estatuto. Desde el primer momento se pudo advertir que estaban muy bien estudiados los planes de la subversión. Paralizada la ciudad de San Sebastián por la huelga (día 6), grupos de acción ocuparon lugares estratégicos para dedicarse a un paqueo intenso, con propósito de aterrorizar al vecindario. Dos radios clandestinas —una instalada a bordo del barco pesquero Cántabro, y la otra en el domicilio del secretario del partido nacionalista, en Guipúzcoa, Lizaso—, mediante la divulgación de infundios y fantásticas victorias, enardecían el ánimo de los revoltosos. Unas octavillas con la firma de «Las Alianzas Obreras» invitaban a la revuelta con excitaciones como éstas: «Si nuestra provincia, poco fogueada, está en pie, calculad lo que ocurre en toda España. Que nadie vuelva al trabajo. Matad sin compasión a los traidores. Si no lo hacéis vosotros, lo harán los tribunales del pueblo. Coged lo que os haga falta de donde lo haya. No paséis hambre. Asaltad los grandes comercios y llevad a vuestros hijos los comestibles y todo lo necesario.» El asesinato de un obrero municipal dedicado a la limpieza fue advertencia de que se procedería sin contemplación contra quienes desacatasen la orden de huelga. En el puerto de Pasajes, sede de los anarquistas de la F. A. I., el motín se propagó con rapidez y violencia. Se libraron combates en las calles del barrio de Trincherpe, de bien ganada fama bolchevique. Un puñado de guardias civiles y unas patrullas de marinos del torpedero número 9, anclado en el puerto, sostuvieron la pelea, en la que murieron siete revolucionarios. El número de heridos fue grande. El propósito de los revoltosos de caer sobre San Sebastián lo frustraron las fuerzas del Ejército llegadas a toda prisa de Pamplona.

Los sucesos más graves se desarrollaron en la zona industrial de la provincia. Eibar y Mondragón cayeron en poder de los revolucionarios. A las 4,30 de la madrugada se recibió desde San Sebastián la contraseña indicadora de que debía comenzar el alzamiento. Acto seguido, Toribio Echeverría, gerente de «Alfa», empresa piloto de sociedad cooperativa socialista, cuyos orígenes se remontaban a los tiempos de la Dictadura de Primo de Rivera, ordenó la puesta en marcha del plan preparado desde hacía meses. Avisados agentes y enlaces, una hora después se reunían los jefes de diecisiete grupos de milicias en la Casa del Pueblo, y aquí, el jefe, Enrique de Francisco, les señalaba la misión a realizar. A la vez, se presentaba en el centro farmacéutico de la localidad José Ignacio Echevarría, secretario de la Agrupación Socialista, y en una habitación contigua a la biblioteca, dispuesta como laboratorio, ayudado por unos auxiliares, se dedicaba a preparar botellas de líquido inflamable.

Los jefes de grupo recibieron la orden de reunir a los confabulados y armarlos con los fusiles, escopetas y pistolas sacados de la fábrica «Alfa» o de escondrijos de la misma Casa del Pueblo. Unos grupos se encaminaron a la estación del ferrocarril, cuyo edificio asaltaron; otros partieron hacia la casa-cuartel de la Guardia Civil, contra la cual arrojaron bombas y botellas de líquido inflamable. A cinco grupos se les confirió la misión de ocupar la Sociedad Española de Armas y Municiones y el Banco de Pruebas, verdaderos arsenales con los que se podría armar a millares de milicianos. De la Sociedad Española fueron rechazados por la Guardia Civil. En cambio tuvo pleno éxito la segunda operación y las armas del Banco de Pruebas fueron trasladadas en cestas a la Casa del Pueblo. También lograron su objetivo los grupos que asaltaron la Escuela de Armería; fortificados en ella, sostuvieron un prolongado combate con fuerzas de Asalto que trataban de expulsar a los revoltosos del edificio. Toda la mañana duró el tiroteo en el conjunto de la ciudad. La fábrica «Alfa» fue el cuartel general de los revolucionarios: allí depositaron las armas sustraídas en los saqueos y las bombas que los sediciosos tenían escondidas en el cementerio. Desde la fábrica se cursaban órdenes, se seguían las incidencias de la lucha contra la fuerza pública, se enviaban refuerzos, armas y municiones, y se ordenaba la detención de las personalidades más salientes de la localidad consideradas como contrarias al movimiento revolucionario. En busca de uno de estos personajes, Carlos Larrañaga, presidente del Círculo Tradicionalista, iban unos milicianos, cuando se enfrentaron con él en el puente del Dos de Mayo. Le obligaron a levantar los brazos, para cachearle, y, sin mediar palabra, un miliciano le hizo un disparo, dejándole muerto. La principal preocupación de los amotinados era preparar la defensa de Eibar con barricadas y trincheras en las vías de acceso, pues estaban persuadidos de que no tardarían en aparecer fuerzas gubernamentales.

En Mondragón la revolución se inició y desarrolló en parecidos términos que en Eibar. Movilización de las milicias, cerco del cuartel de la Guardia Civil, detención de cinco miqueletes, asalto del Ayuntamiento, donde fue izada la bandera roja, y detención de personas conceptuadas «enemigas del pueblo». Una de ellas, Marcelino Oreja Elósegui, diputado tradicionalista en las Cortes Constituyentes y gerente de la Unión Cerrajera, industria siderúrgica de las más importantes de España y orgullo de Guipúzcoa. Oreja Elósegui era yerno del presidente del Consejo de Administración de la Empresa, señor Echevarría. Otros detenidos fueron el administrador Ricardo Azuaga, y el consejero de la empresa y gestor provincial Dagoberto Resusta. Patrullas de milicianos arrancaron a los tres de sus hogares al alborear el día.

Al igual que en Eibar, los huelguistas de Mondragón quedaron a la espera de acontecimientos, eufóricos por las drogas que suministraban las radios clandestinas y los embustes de invención local, según los cuales el triunfo de la revolución era arrollador en toda España.

Entretanto, unos Comités abolieron la moneda, prepararon el reparto de víveres y constituyeron un Tribunal popular. Una columna formada en Bilbao, compuesta de cien guardias de Asalto, con morteros y ametralladoras, y un batallón de Infantería de la guarnición de Vitoria, convergieron en Eibar, y después de cinco horas de tiroteo en Ermúa, donde los insurrectos habían proyectado la defensa de la ciudad, ocuparon el Ayuntamiento y, uno tras otro, todos los nidos de la resistencia socialista.

En los combates perdieron los rebeldes nueve muertos y un número no determinado de heridos, pues la mayoría se ocultaron en domicilios particulares. Las fuerzas del Gobierno sufrieron la muerte de un guardia y doce heridos; cinco de ellos, graves.

Próximamente a las tres de la tarde dieron vista a Mondragón los soldados de una compañía de Infantería procedentes de Vitoria, en conexión con una columna de fuerzas de la Guardia Civil y de Asalto. La aparición de esta tropa constituyó una sorpresa indecible para los marxistas de Mondragón, convencidos hasta entonces de que su triunfo era indiscutible. La lucha fue corta y acabó con la huida de los rebeldes hacia el monte El Campanar, llevándose a los tres directivos de la Unión Cerrajera. A poco trecho, y al llegar junto a una tapia que les cortaba el camino, los guardianes optaron por deshacerse de aquéllos y con una descarga dieron muerte alevosa a Resusta y a Oreja Elósegui.

Otros focos revolucionarios, de menos intensidad, que brotaron en Hernani, Zumárraga, Tolosa e Irún, fueron sofocados.

* * *

La subversión comenzó en Bilbao en la mañana del día 5 con la huelga general, salpicada de tiroteos y explosiones. Pero desde el primer momento se advirtió que la autoridad, encarnada en la persona del gobernador, don Ángel Velarde, se hallaba decidida a dar la batalla a la revolución en todos los terrenos donde ésta la plantease. Tuvo extraordinarios efectos, en aquellas críticas circunstancias, la designación del teniente coronel Joaquín Ortiz de Zárate para la jefatura de la Comandancia de Vizcaya, previa la destitución del general-gobernador y del coronel-jefe de la Media Brigada de Cazadores, sospechosos ambos de simpatizar con la rebeldía. Tal designación la hizo el ministro de la Guerra, a indicación del general Franco, de quien había sido ayudante en la Legión Ortiz de Zárate.

Los preparativos socialistas para la insurrección eran muy considerables. En la ciudad había dos mil hombres, organizados en grupos, armados, con jefes propios y fines concretos dentro del sector o barrio en que debían operar. Se contaba, además, con otros dieciséis grupos de choque, de diez individuos cada uno, seleccionados entre los afiliados de mayor solvencia, encargados de realizar las operaciones más comprometidas y difíciles. La compra de armamento se hizo con aportaciones de los Sindicatos: el Minero dio 60.000 pesetas; el de Alimentación y Varios, 30.000; el Metalúrgico, 30.000. Los dueños de algunos talleres de fundición, coaccionados, permitieron la fabricación de bombas y sólo en el taller de Ferrera y Lenciano se prepararon 2.500. Las cargas procedían de Alemania, adquiridas por un emisario de Indalecio Prieto. Las bombas se guardaban en catorce depósitos de la ciudad. Existían, además, ocho depósitos de armas y municiones.

Por todo esto puede comprenderse cuán violenta y en algunos casos sangrienta sería la lucha entablada. Fueron días y noches de prueba para Bilbao, cuya masa obrera, curtida en huelga y turbulencias, sabía dar cara a fusiles y ametralladoras. La compañía de Infantería que el día 7 hizo la proclamación del estado de guerra fue agredida a tiros y pedradas. Sostener la simple apariencia de circulación de transportes y de vida co­mercial costó empeñados combates, con muertos y heridos. Un episodio casual permitió a la Policía, el mismo día 5, descubrir uno de los depósitos de bombas, y por éste se supo la situación de los restantes. En el momento en que el socialista Ernesto Pérez manipulaba una bomba en un taller de carpintería de la calle de Iturribide, explotó el artefacto. Un registro practicado por los guardias de Seguridad dio por resultado el hallazgo de 100 bombas y 300 pistolas con dos cargadores cada una y 100 paquetes de munición. Seiscientos sesenta y ocho individuos comprometidos en la revolución: socialistas, anarquistas, comunistas y algunos nacionalistas, fueron detenidos. El día 9 empezó a declinar la huelga: el diario La Gaceta del Norte reanudó su publicación, y aun cuando los revoltosos quisieron asaltar el periódico, los guardias, al acecho en el interior del edificio, los ahuyentaron a tiros. Por la noche salió El Noticiero Bilbaíno. Desde este momento se manifestó inequívoca y resuelta la reacción ciudadana y la revolución retrocedió hacia el fracaso.

Resultaron inútiles los esfuerzos de los agentes agitadores, que para prolongar el desorden divulgaban que toda la cuenca minera y la zona fabril de la ría estaban bajo el dominio de los revolucionarios. Era una verdad a medias. Los insurrectos dominaban, en efecto, la zona minera desde Retuerto a Somorrostro y de Portugalete, llave de la entrada del Nervión. En Portugalete, erizada de barricadas, la Guardia Civil combatió, sin éxito, contra un enemigo muy superior en número. Lucha sangrienta por las dos partes. Acosada la fuerza por enjambres de milicianos, se refugió en el Gran Hotel. Entretanto los revoltosos incendiaban el palacio del patricio don Luis Salazar, perdiéndose obras pictóricas y una de las mejores bibliotecas de Vizcaya. El combate duró hasta la aparición de una columna de la Guardia Civil, que, por la margen derecha, después de cruzar el puente colgante, se abrió paso a tiros, peleando contra los rebeldes fortificados en los conventos de los Padres Agustinos y de Santa Clara y en parapetos improvisados con camiones y piedras. Persuadidos los huelguistas de la inutilidad de la resistencia, huyeron y dejaron un muerto y catorce heridos. Sin embargo, sus bajas fueron muchas más.

Dos columnas formadas con tropas de la guarnición de Bilbao, más tres escuadrones de Caballería expedicionarios de Burgos y otras fuerzas procedentes de Vitoria, emprendieron el día 11 el avance por la zona insumisa. Mandaba una columna el comandante Gavilán y la otra el teniente coronel Ortiz de Zárate. La primera llegó hasta Erandio y la segunda a Valmaseda. Después, en operación conjunta, penetraron en la zona minera, quebrantando la resistencia opuesta por los mineros en Somorrostro, San Salvador del Valle y La Arboleda. Cooperaban con las tropas dos escuadrillas de aviación de los aeródromos de Logroño y Vitoria, que dispersaron concentraciones de mineros. En Galdames culminó la oposición de los huelguistas: volaron los puentes y postes telegráficos, dispuestos a una resistencia numantina. En la casa-cuartel se sostenían quince números del Cuerpo de miñones, que habían rechazado repetidas conminaciones de rendición. En estas circunstancias, la aviación amenazó con bombardear la localidad. Medió el párroco de San Pedro, don Dionisio Azarloza, y consiguió de los rebeldes que cesaran en sus ataques y depositaran las armas en su casa. La tropa entró sin combate.

* * *

En Santander la acción de los revolucionarios se exteriorizó con la explosión de algunos petardos y en agresiones especialmente contra los trenes, y en tiroteos aislados en las calles. La reacción ciudadana fue rápida y decidida. En la zona marítima, y en particular en Nueva Montaña, importante núcleo siderúrgico, los huelguistas trataron de asaltar la casa-cuartel de Carabineros, y en las colisiones a que este episodio dio lugar a lo largo de los muelles y en las proximidades de la Aduana, los revoltosos tuvieron muertos y heridos. La ocupación militar de Reinosa y de los talleres de la Constructora Naval por fuerzas llegadas de Burgos y Palencia evitó un desenlace trágico a una situación que se presentaba muy amenazadora. En un tiroteo en Polanco fue muerto por la Guardia Civil el alcalde, Daniel Uríbarri. En Reinosa murió asesinado el comerciante Marcelino Errazquin. En Torrelavega cayó víctima de una descarga el joven Francisco Díaz, que cooperaba con la fuerza pública.

Los cotos mineros de Barruelo, Orbó y Guardo, en la provincia de Palencia, pertenecientes a la Compañía de Ferrocarriles del Norte de España, se insurreccionaron en la noche del 5. En Barruelo y Guardo los promotores de la agitación fueron los alcaldes. Proclamado en Barruelo el comunismo libertario, ardieron la iglesia parroquial y el Ayuntamiento; sitiaron los mineros el cuartel de la Guardia Civil, donde se encerraban un capitán y veintisiete guardias; cortaron las comunicaciones telefónicas y telegráficas y levantaron la vía del ferrocarril minero y la línea del Norte, en la estación de Quintanilla, para interrumpir el tráfico con Santander y Madrid.

En el corazón de la barriada obrera se alzaba una escuela de Hermanos Maristas, costeada por la Empresa de las Minas. Sobresaltados los religiosos por el estruendo de los cartuchos de dinamita lanzados contra el cuartel y por el intenso tiroteo, decidieron abandonar las escuelas, saliendo al campo por una puerta trasera. Poco camino llevaban hecho, cuando les sorprendió una patrulla de milicianos, que disparó sobre ellos. Cayó muerto el Hermano Bernardo, director de las Escuelas, apóstol durante quince años en la educación de los hijos de los mineros de Orbó y Barruelo. Para rubricar el crimen, uno de los bárbaros le remató a puñaladas. En la tarde del día 7 fuerzas de la Guardia Civil mandadas por el teniente coronel Ángel Sáez de Ezquerra, jefe de la Comandancia de la provincia, salió desde Quintanilla hacia Barruelo. Una barricada se interponía en el camino. El jefe de la Benemérita pretendió parlamentar con los insurrectos, para convencerles de que depusieran su actitud. A la invitación respondieron con una descarga y el teniente coronel pagó con la vida su generoso gesto. La lucha quedó interrumpida hasta la llegada, al día siguiente, de refuerzos, consistentes en una batería de artillería, procedente de Burgos, y de una escuadrilla de aviones del aeródromo de Recajo, que arrojó proclamas en las que se amenazaba a los rebeldes con bombardearlos si no se rendían. Pocos cañonazos hicieron falta para derrumbar la moral de los insurrectos. Entre las víctimas figuraban el cabecilla y alcalde de Barruelo. Más de cien huelguistas se entregaron; los restantes huyeron al monte.

Durante tres días los revolucionarios dominaron Guardo. En el ataque al cuartel de la Guardia Civil murió un defensor. Entre los desmanes cometidos en esta zona destacó el asesinato del párroco de Muñecas, don Constancio Villalba, sobre el cual unos sediciosos dispararon a bocajarro, después de llamarle en la madrugada del 6, con el pretexto de que un feligrés se hallaba gravemente enfermo.

Los socialistas tenían puestas sus esperanzas en León, donde las más grandes organizaciones proletarias acataban la disciplina del partido y de la U. G. T. La proximidad a Asturias y la importancia de los censos mineros daban aliento para confiar en el triunfo. Otra circunstancia estimulaba sus optimismos: la complicidad de cierto jefe, de varios oficiales y de algunos suboficiales y soldados de la Base aérea de León, que habían ofrecido sumarse a la revolución. Dos ex diputados socialistas, Alfredo Nistal y Agustín Marco, este último secretario del Sindicato Minero de León, tenían preparada una concentración de mineros de Santa Lucía, Matallana y Villablino, que a una señal —un apagón de la luz eléctrica, que sumiría a la capital en la oscuridad—, ocuparían la Base aérea Virgen del Camino y avanzarían sobre León, paralizado por la huelga y con su guarnición muy mermada, puesto que la mayor parte de la tropa y guardias de Asalto había sido enviada a Asturias.

Enterado el gobernador, Edmundo Esteve, de lo que se tramaba, envió sesenta guardias de Asalto al aeródromo y otras fuerzas a las proximidades de San Andrés de Rabanero, lugar elegido para la reunión de mineros. Con oportunas medidas evitó que la ciudad quedase a oscuras y el plan revolucionario falló por su base. Descartada la sorpresa y fracasado el primer intento, los mineros armados resolvieron lidiar la revolución por su cuenta y en sus respectivas localidades. Extensas comarcas de la provincia sufrieron un azote vandálico: la quema de las iglesias en Riaño, Cistierna, Valdoré, Valporquero, Verdiago, Aleja, Sollero, Ollero: aquí incendiaron la ermita de San Blas y profanaron las sagradas Formas.

Tres cuartas partes de la provincia quedaron a merced del oleaje ira­cundo de turbas armadas, con sus patrullas de dinamiteros que sembraban el estrago a su paso. En Villablino, tras de larga y feroz lucha, capitularon los ocho guardias civiles. El cuartel, por los efectos de la dinamita, era un montón de escombros. Quien enarboló la bandera fue un niño, hijo de un guardia civil que estaba herido, como su padre. Algo parecido sucedió en Vilaseca: aquí los polvorines de las minas y todo el pueblo quedaron en poder de los revoltosos, que sumaban setecientos hombres armados. En Sabero hizo su aparición, desde el primer momento de la revuelta, un conato de ejército a la soviética, con distintivos para los oficiales y clases, y cuyo jefe y organizador era el maestro nacional Santiago Riesgo, apodado Pelines. En Olleros los insurrectos, dueños de los polvorines, proclamaron el comunismo libertario y dispusieron el reparto de víveres por vales. También en Bembibre el comunismo libertario surgió a conti­nuación de los incendios de iglesias, Ayuntamiento, archivos; saqueo de domicilios y comercios y otros desafueros. A una imagen del Sagrado Co­razón, de la parroquia, abrasada, le colgaron un cartel que decía: «A ti no te quemamos, porque eres de los nuestros, Cristo rojo.»

Matallana se vio invadida por la oleada de huelguistas que acudían de Valcueva, Rotiles y Orzonada, obedientes a las órdenes del cabecilla Federico Soto. Saquearon casas y comercios, y al industrial Ricardo Tascón, que se resistía a la expoliación, le despedazaron atándole un cartucho de dinamita. Con el propósito de defender el pueblo, cavaron trincheras, trabajo en el que participó a la fuerza el vecindario, mientras una partida de milicianos se encaminaba a La Vecilla, desguarnecida, pues los guardias civiles habían marchado a Boñar, y asolaron el pueblo.

Pero no todo resultaba llano y fácil a los propósitos y avances de los milicianos. A León habían comenzado a llegar, tras de penosa marcha, y a costa de vencer enormes dificultades, producidas por voladuras de puentes, levantamiento de rieles y cortes de carreteras, fuerzas del Ejército. Tres baterías de artillería de Valladolid y un batallón de Infantería de Zamora, fueron las primeras. El jefe de la Octava División, general La Cerda — que sustituyó al general Bosch, al salir éste con una columna en dirección a Oviedo— disponía también del batallón que guarnecía Astorga, y cuya presencia en Ponferrada bastó para someter a los rebeldes. A la aparición de las tropas, tanto en Bembibre como en Matallana y en la cuenca minera de Santa Lucía, los revolucionarios, tras de breve resistencia, optaron por huir, derrumbadas sus ilusiones; sobre todo desde que se frustró el intento de apoderarse de la capital.

Contribuyó también al fracaso de la revolución la iniciativa del jefe de la Comandancia de la Guardia Civil de concentrar en Cistierna las fuerzas de los puestos de Sabero, Riaño y Crémenes, en vez de abandonarlas a su suerte frente a los amotinados de cada una de aquellas localidades. Unidas, pudieron, en lucha ininterrumpida durante tres días, contener el aluvión revolucionario e infundir ánimo y esperanza al vecindario, muchos de cuyos hombres, movilizados como para una guerra, participaron en la defensa del orden y contagiaron de su valor y decisión a otros pueblos.

 

 

CAPÍTULO 47.

LOS INSURRECTOS DOMINAN LAS CUENCAS MINERAS ASTURIANAS