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CAPÍTULO 45.
DESASTROSO FINAL DE LA INSURRECCIÓN CATALANA
¿Qué había sucedido entretanto en la Consejería de
Gobernación? Una vez proclamado el Estado catalán, Dencás, a quien sus amigos
denominaban «generalísimo», adoptó un aire severo, conforme a la
responsabilidad que recaía sobre él. Lucía «camisa de seda color verde oliva,
pantalón de caqui, unas bandas ciñéndole las piernas y un brazalete». En el
brazalete, sobre las cuatro barras, figuraba un triángulo azul con la estrella
solitaria. Miguel Badía, jefe de los escamots, ostentaba parecido atavío.
La Consejería vibraba de gritos conminatorios, de voces
arrebatadas. Por decisión de los más exaltados, se izó en el balcón central una
bandera con la estrella solitaria. Momentos después, por orden de la
Generalidad, la bandera fue arriada y sustituida por la de las cuatro barras.
En los bajos del Palacio de Gobernación había 200 hombres armados de máuseres y
Wínchesteres. En un terrado, desde el cual se dominaba el paseo de Colón, se
instaló una ametralladora. Con sacos de cemento se protegieron entradas y
ventanas del edificio. En el despacho de Dencás había 150 bombas de mano.
Badía, con nutrida escolta de escamots, salió para situar sus fuerzas en
la plaza del Ángel, centro neurálgico de la lucha.
Un hecho que impresionó mucho a los rebeldes de la
Consejería y dejó preocupados a los jefes fue la decisión de los oficiales de
las fuerzas de Asalto allí destacadas de abandonar el edificio, en prueba de
que no se solidarizaban con los revolucionarios. «El 95 por 100 de la
oficialidad había desertado, y el coronel Ricart, jefe de la fuerza, adoptó una
actitud pasiva y de franco derrotismo». Antes de salir para dirigirse a la
Comandancia General, los oficiales dejaron sobre la mesa del consejero las placas
con las cuatro barras, distintivo de las fuerzas de la Generalidad. «Dencás
trasladó su despacho a las habitaciones interiores y ya no saldría de ellas
hasta las seis de la mañana. En una estancia quedó instalado el micrófono, por
el que se hablaba continuamente».
Muy pronto comenzaron a recibirse apremiantes peticiones de
auxilio, y a todas respondía Dencás con promesas de inmediato envío de fuerzas
y exhortaciones animosas. Pero conforme pasaba el tiempo el horizonte se
oscurecía y la situación se hacía más angustiosa. Reclamaban urgente ayuda
diversos centros, alarmados por el estruendo de los cañones, la Generalidad y
hasta el propio Miguel Badía, sitiado en una casa de la Vía Layetana. Las cosas
se desenvolvían de muy distinta manera de como estaban proyectadas. Dencás se
limitaba a pedir resistencia, a infundir esperanza y a pronunciar desde el
micrófono inflamadas arengas, llamando a las armas a los escamots y a
los rabassaires. A medida que empeoraba la situación, se ampliaba el
círculo de los requeridos: socialistas, cenetistas, hombres de la F. A. I. y
comunistas fueron llamados por turno para que acudieran en socorro de las
«libertades de Cataluña amenazadas». Pero los convocados no aparecían.
El derrumbamiento de toda la organización revolucionaria se
produjo del siguiente modo, según relato hecho por Dencás ante el Parlamento
catalán el 5 de mayo de 1936: «Sonaron los primeros tiros y comencé a dar
órdenes. En primer lugar me dirigí a la Comisaría General de Orden Público,
reclamando al Comisario, señor Coll i Llach, para que dispusiese la
movilización de las fuerzas que tenía preparadas a fin de coger entre dos
fuegos a las tropas que iban en aquel momento contra la Generalidad. Y, primera
sorpresa: el señor Coll i Llach, desde las primeras horas de la noche había
abandonado la Comisaría de Orden Público, diciendo que por encontrarse muy
fatigado iba a su casa y que si las circunstancias o acontecimientos requerían
su presencia en la Comisaría, se le fuese a buscar. Esta respuesta me la dio el
señor Sancho, que en aquellos momentos ostentaba la máxima jerarquía... Me
comunicaba, no solamente la deserción del señor Coll i Llach, sino el estado de
desorden, el espíritu de derrota; aquel ambiente de derrota que dominaba a toda
la Comisaria General de Orden Público.»
Comunicó Dencás al Presidente de la Generalidad la deserción
del Comisario y el Presidente envió para sustituirle al capitán Escofet. El
relato del consejero de la Gobernación continúa así: «Me esperaba otra
desagradable sorpresa: la Policía que yo había dejado concentrada en Barcelona
había desaparecido casi toda. En la plaza de Cataluña, de acuerdo con el señor
Coll i Llach, dejé un escuadrón de Caballería, con una ametralladora. De las
dos ametralladoras que teníamos, una se hallaba en Gobernación y la otra en la
plaza de Cataluña. Di la orden para que avanzasen aquellas fuerzas
estratégicamente situadas y para que avanzase también el escuadrón de
Caballería Rambla adelante, para coger entre dos fuegos a los soldados que
atacaban o que se dirigían a atacar el Palacio de la Generalidad, y que de la
Comisaría salieran doscientos policías para que, avanzando por la Vía Layetana,
contribuyesen a este intento para aplastar entre dos fuegos a las fuerzas que
atacaban a la Generalidad. Entonces nos encontramos con que la oficialidad
había desertado, había abandonado los puestos de mando, dejando desamparados a
los guardias, y éstos, en un momento de pánico, en un momento de
desorganización, de debilidad moral, abandonaron también sus puestos. La
ametralladora colocada estratégicamente en la plaza de Cataluña quedó
abandonada y fue recogida por unos ciudadanos, que la depositaron en la
portería del palacio de Teléfonos, de la plaza de Cataluña.»
«En la Comisaría pasaba lo mismo. Ausente el Comisario, y
por haber desertado también la oficialidad, nada tenía de extraño que los
jóvenes momentáneamente, no sintieran el arrojo que en aquellos instantes era
necesario, porque sentían la sensación de derrota, de debilidad moral.
Y no había manera humana de hacer salir a la Policía de
la Comisaría. Pero no eran solas estas fuerzas las que se hallaban en semejante
situación: de la Comisaría cercana al Palacio de la Música Catalana había
salido hacía una hora y media una columna integrada por un centenar de
guardias. Se dirigía o debía dirigirse a atacar a las fuerzas que se hallaban
en los alrededores de la Generalidad. Y aquella columna, con sorpresa de los
elementos que la componían, pasó de largo, y en lugar de acudir en defensa de
la Generalidad, continuó Layetana abajo, al punto que hubo quien creyó que iban
a atacar a Capitanía; pero al llegar aquí, se ordenó «derecha» y todos entraron
en Capitanía a depositar las armas.»
Dencás explicaba a continuación cómo el estado de confusión
y de nerviosismo de los primeros momentos, «cosa que a nadie puede extrañar,
pues así ocurre en las revoluciones y en las guerras, mucho más dada la forma
improvisada de esta revolución», hizo ineficaz la segunda fuerza de choque, los
4.000 jóvenes, armados deficientemente, que llevaban en sus bolsillos unas
veinticinco o treinta balas.» El consejero de Gobernación proseguía su relato
de este modo: «Había comenzado el cañoneo, se estaba en pleno tiroteo, y este
estado de nerviosismo se reflejaba en nuestras formaciones. Cuando en la
Comisaría de Gobernación quisieron intentar organizar una columna que se
dirigiera hacia el Palacio de la Generalidad, esta columna se formó con sólo
treinta voluntarios mandados por un hombre decidido que estaba dispuesto a
jugarse la vida para romper el círculo de soldados que atacaban a la
Generalidad. Este hombre era Miguel Badía.
Y este hecho fue sintomático, porque demostró que no
contábamos con un centenar de afiliados, con un centenar de patriotas que
quisieran luchar, porque momentáneamente se había producido aquel espíritu de
pánico en la Policía. Y este pánico no había modo en aquellos momentos de
contrarrestarlo en absoluto.»
Decía también Dencás que su proyecto era mantener en
vigilancia a los escamots para que encuadraran a los miles de voluntarios de
Barcelona y de fuera, obreros y rabassaires, que se encontrarían en la ciudad
en las primeras horas de la mañana. Que el consejero de Gobernación no confiaba
en las fuerzas bajo su mando lo prueba el hecho de que de madrugada «telefoneó
a determinada persona preguntando si la salida estaba abierta. Le respondieron
afirmativamente. Más tarde pudo saberse que se refería a una salida que llevaba
al alcantarillado, por el cual huiría si las cosas marchaban mal».
Hacia las cinco de la mañana, y ante el mal cariz que
tomaban los sucesos, Dencás decidió apelar a medios heroicos. Llamó al cuartel
de la Guardia Civil y preguntó al jefe que atendía el teléfono cuál iba a ser
la actitud de la fuerza. Contestó éste que desde las ocho de la noche sólo
obedecían órdenes del general Batet. Entonces comprendió Dencás que su
situación era desesperada e irremediable, y dirigiéndose a los micrófonos,
pidió a grandes gritos socorro a los obreros, a los demócratas, no sólo catalanes,
sino de toda la Península; llamamientos que culminaron en un estentóreo «¡Viva
España!».
Con las primeras luces del alba se recrudeció el tiroteo y
se reanudaron los disparos de cañón en la plaza de San Jaime. Llegó a
Gobernación la noticia de que los soldados acababan de poner en posición de
tiro una pieza de artillería situada junto a Capitanía, con la cual habían
cañoneado, por elevación, la Consejería, al comenzar la noche. Al comprobar los
artilleros la dificultad de hacer blanco en tales condiciones, decidieron
esperar la llegada del día para reanudar el ataque. Eran las seis de la mañana
cuando el Presidente de la Generalidad le comunicaba al consejero de la
Gobernación que ante la imposibilidad de aguantar el ataque de las fuerzas del
Ejército, y en el deseo de evitar el sacrificio de vidas humanas, había
acordado rendirse. Invitaba al consejero a adoptar idéntica resolución.
Contestó Dencás que ignoraba los motivos justificativos de su determinación,
pero estaba seguro de que lo hacía porque honradamente creía en la
imposibilidad de continuar la lucha. Le dijo también: «Señor Presidente: ha
estado usted hecho un héroe». A continuación habló Gassol para decirle al
consejero de Gobernación: «Es irremediable. No hay solución. ¿Qué vas a hacer
tú?» «No sé —respondió Dencás— qué resolución tomaremos...» Al terminar este
diálogo reunió a todos los que ostentaban alguna representación para pedirles
consejo ante la gravedad de la situación. «Unánimemente me aconsejaron —dice
Dencás— imitar el ejemplo de la Generalidad, porque no quedaba otro camino». Y
sin perder tiempo, «en unión de Pérez Salas, Menéndez, España, Guarner y
Xammar, salieron por un pasadizo subterráneo construido ex profeso meses antes
y que desembocaba en la red de alcantarillado». «Arturo Menéndez se despojó
previamente de su guerrera de artillero, a la que arrancó el emblema de
aviación».
Los escamots y guardias de Asalto, junto a los arsenales de
armas y bombas, para una batalla que no había de reñirse, contemplaron
silenciosos y atónitos cómo desaparecían los jefes por el foso que llevaba a la
red de las cloacas barcelonesas. Casi al mismo tiempo la primera granada
rompedora estallaba en la fachada de la Consejería, cerca del despacho de
Dencás. «Al amanecer se hicieron ocho disparos con granada rompedora sobre
Gobernación, sacando bandera blanca los rebeldes y rindiéndose una compañía de guardias
de Asalto. Muchos paisanos salieron del edificio y huyeron por las calles
inmediatas, contra los cuales no se hizo fuego».
Dencás explicaría así su huida por la alcantarilla:
«No hay razón que obligue ni justifique a los jefes
responsables de un movimiento revolucionario fracasado a entregarse
voluntariamente al enemigo. Esto es tan evidente, y los ejemplos de aquí y de
todo el mundo son tan generales, que considero inútil toda justificación». Lo
cierto es que la ignominiosa fuga y la divulgación de los preparativos hechos
desde meses antes con vistas a la huida fueron motivo, incluso para sus
correligionarios, de feroces censuras y burlas, a cuenta del heroísmo del «jefe
de los ejércitos independientes de Cataluña». Dencás y sus acompañantes,
después de un largo recorrido por las alcantarillas, salieron a la superficie
en la barriada de la Barceloneta. Hasta el día 13 de octubre permanecieron
escondidos, acogidos en una casa; ese día se trasladaron a Sans, a otro
refugio, donde estuvieron cuatro días, al cabo de los cuales un coche los
condujo a la frontera. Al ocupar las tropas el edificio de Gobernación,
encontraron abandonados en todos los pisos rifles, pistolas, municiones y bombas.
En el despacho de Dencás, una mesa preparada para siete cubiertos. Otra mesa
más pequeña, con profusión de botellas. En las habitaciones, y extendidos sobre
tableros, los planos de la ciudad y de varios edificios. Y el suelo sembrado de
emblemas separatistas.
* * *
Extinguidos los focos principales de la insurrección,
perduró todo el día 7 el tiroteo, sostenido por unas docenas de escamots
situados en las azoteas. Estas agresiones aisladas producían poco efecto y
tenían inmediata y enérgica réplica. La ciudad recuperó rápidamente su
animación. Fuerzas montadas ocuparon las salidas de la capital. Aviones de una
escuadrilla de caza señorearon el cielo de Barcelona. Se anunciaba la inmediata
llegada de una escruadrilla de aparatos de bombardeo y de barcos de guerra. Una
bandera de la Legión y un batallón de Cazadores de África, transportados por el
vapor Sister, desembarcaron a las once de la noche. El general Batet adoptó las
medidas conducentes para afianzar la nueva situación, firmó el cese de los
jefes militares y políticos que auxiliaron a la rebeldía y confió los cargos de
más responsabilidad a personas de probada adhesión al Gobierno. El coronel de
Carabineros Joaquín Ibáñez fue nombrado jefe de la Policía de Barcelona; ordenó
la incautación de emisoras y la recogida de armas de los centros separatistas.
A las diez y media de la noche el general Batet hizo por
radio un relato deslucido, monótono y triste de lo ocurrido, iniciado con estas
palabras: «Catalanes, españoles todos, y a la humanidad entera, me dirijo en
estos momentos, solicitado y requerido por la verdad, a la cual he rendido
siempre tributo, y puedo decir que mis labios se han abierto para la verdad más
estricta...» «Respetables son los ideales cuando son expuestos dentro de la
legalidad; pero son execrables cuando quieren imponerse por la violencia.» El
final resultaba impropio en el comunicado de un jefe victorioso: «Las virtudes
y el arte —dijo— no tienen fronteras, y, por tanto, pueden servir de ejemplo a
la humanidad entera.»
Con excepción de Dencás y sus compañeros de fuga, la mayoría
de los cabecillas fueron detenidos, El día 8 se celebró el entierro de los
militares muertos en el cumplimiento del deber. A los ya citados, caídos en el
combate de la plaza de la República, había que añadir el teniente de Artillería
Francisco Gómez Marín, muerto frente al Centro de Dependientes de Comercio; los
sargentos Máximo Domínguez García y Pelayo Fernández, del regimiento de
Infantería número 10; el cabo de la Guardia Civil Alejandro Lorca López, y los
soldados de Infantería Máximo Ochoa y Salvador Morisco Ripoll. Otros
veintiséis, entre oficiales y soldados, resultaron heridos. La rebelión, en su
conjunto, costó, según estadística no oficial, 46 muertos y 117 heridos.
Al debatirse los sucesos del 6 de octubre en la sesión del 5
de mayo de 1936, el Presidente de la Generalidad, refiriéndose a la actuación
de Dencás, a quien los consejeros de la Generalidad, e incluso el propio
Companys, habían obedecido y secundado en sus delirantes propósitos, habló en
términos despreciativos e irónicos de los planes guerreros del consejero de
Gobernación, calificándolos de «inconscientes», «muy fantásticos»,
«concepciones de un espíritu tartarinesco y ridículo». «El desastre de la organización
del 6 de octubre decía Companys —afecta singularmente al señor Dencás; pero
hemos de reconocer que también a nosotros, porque creímos en las dotes de
organizador del señor Dencás»
Las restantes provincias catalanas se sumaron a la
subversión con distinta intensidad. En Tarragona las tropas dominaron
fácilmente la población y los rebeldes, que se habían fortificado en el
Ayuntamiento, se rindieron, sacando bandera blanca. Las mismas fuerzas de
Tarragona, con la Guardia Civil de Hospitalet y Carabineros, dominaron el foco
de Villanueva y Geltrú, donde había sido incendiada la iglesia, saqueados el
Ayuntamiento y varios comercios y proclamada la República socialista-comunista
ibérica. Lérida estuvo varias horas en poder de los revoltosos: el tiroteo con
fuerzas del regimiento de Infantería número 25 —un batallón— y de la Guardia
Civil y Carabineros duró hasta las siete de la mañana, hora de la capitulación
de la Generalidad, en cuyo momento los rebeldes se entregaron. Entre otras
fechorías, los sediciosos invadieron el convento de los Padres franciscanos, y
al abandonarlo éstos, hirieron a tres religiosos, uno de ellos el Padre
Sanahuja. También Gerona cayó en poder de los facciosos: desde el balcón del
Ayuntamiento se hizo la proclamación del Estat Catalá ante una muchedumbre
entusiasmada. Se repartieron armas a los escamots, los cuales se
adueñaron de los edificios públicos y centros de comunicación. Al proclamar el
estado de guerra, el comandante de Estado Mayor don Rafael Domínguez Otero se
presentó con fuerzas a sus órdenes en la Delegación de la Generalidad, con
propósito de ocuparla: a la conminación hecha por el jefe militar, respondieron
desde dentro con una descarga. El comandante resultó muerto.
Desde aquel momento la tropa actuó con energía, desalojó a
los revoltosos de las oficinas de Telégrafos y Teléfonos, y al amanecer,
después de un breve tiroteo, ocupó la Delegación de la Generalidad.
Desórdenes de diversa índole, según fuesen anarquistas, rabassaires o afiliados de la Esquerra quienes los produjeron, hubo en muchas localidades.
En Reus las fuerzas de un escuadrón de Caballería y del Depósito del Campamento
de Intendencia rechazaron a los sediciosos cuando intentaron asaltar los
cuarteles. En Manresa, las fuerzas del batallón de Ametralladoras número 4,
guardias civiles y de Asalto dominaron la situación, rescatando el Ayuntamiento
del poder de los rojos. En Granoller, la Guardia Civil se defendió en su
cuartel, a costa de bajas, y fue socorrida por las fuerzas del Ejército. En la
comarca de San Cugat de Vallés, los rabassaires depusieron las armas a la sola
presencia de una compañía de la Legión. El dominio de Sabadell fue compartido por
anarquistas y escamots, pero a la llegada de las fuerzas del Ejército sólo los
primeros ofrecieron alguna resistencia. En Tarrasa se impusieron los del Estat
Catalá y grupos anarco-sindicalistas, los cuales libertaron a los presos
comunes. La llegada de una columna de fuerzas de la Guardia Civil puso fin a la
sedición. En Navas fue incendiada la iglesia y asesinado el párroco; en
Junquera prendieron fuego al centro de la C. E. D. A. y mataron al propietario,
Risinach. En Torregrosa (Lérida), el párroco fue víctima de un atentado. Y en
San Pedro de Ribas, rematado a tiros y pedradas José Oriol Bruguera. Otras
muchas localidades conocieron horas de dominio revolucionario.
* * *
Dominada la rebelión, una de las principales preocupaciones
de la Policía de Barcelona fue indagar el paradero del ex presidente del
Consejo de ministros, Azaña, huésped de la Ciudad Condal en el momento de la
proclamación del Estat Catalá. La invitación de Companys, en su discurso desde
la Generalidad, a los dirigentes republicanos «a establecer en Cataluña el
Gobierno provisional de la República» se la relacionaba con la nota de Acción
Republicana, redactada por el propio Azaña en el momento de conocerse la
formación del nuevo Gobierno. En ella el partido azañista rompía toda
solidaridad «con las instituciones actuales del régimen» y afirmaba su decisión
de acudir «a todos los medios en defensa de la República». ¿No decía algo
parecido Companys? ¿No aspiraba, según sus palabras, «a establecer en Cataluña
el reducto indestructible de las esencias de la República»? Existía, pues,
identificación de pensamiento y se podía deducir un acuerdo pactado o
simplemente verbal sobre procedimientos previa conformidad en los fines.
Azaña salió de Madrid el 27 de septiembre para Barcelona,
para asistir al entierro del ex ministro de Hacienda don Julio Carner. Tuvo
puntual conocimiento de lo que se preparaba en Cataluña, y aun cuando su
intención era regresar en seguida a Madrid, como lo prueba el hecho de que por
todo equipaje llevase un maletín de mano, sin embargo, prolongó su estancia
ante la inminencia de acontecimientos, a cuya preparación se consagraban por
entero los gobernantes de la Esquerra. Azaña se hizo visible por aquellos días
en los despachos de los consejeros de la Generalidad, en el Parlamento y en
tertulias al aire libre. El día 3 de octubre supo la caída del Gobierno. «El
secretario de la Presidencia de la República —escribe— me llamó por teléfono:
el Jefe del Estado me hablaría a las diez y cuarto de la mañana siguiente para
conocer mi opinión sobre la crisis. Puse por escrito lo pertinente del caso, y
a la hora marcada, en una conferencia breve, leí mi consulta, sabiendo de sobra
el puro valor ceremonioso del acto. El señor Presidente me preguntó cuándo
regresaría a Madrid. «Dentro de un par de días», repuse. Y no hubo más».
No cumplió Azaña su promesa, y los días 3 y 4 los pasó en
continuas entrevistas con personajes conspicuos del Parlamento y del Gobierno
catalán. En la noche del día 4 se entrevistó con Companys. Nadie ignoraba que
al día siguiente se declararía la huelga general. Así sucedió. El sábado el
paro fue más intenso. Ese día tuvo una extensa entrevista con el consejero
Lluhí, de la que ya se ha hablado, y al terminar la cual Azaña rogó a Luis
Bello, allí presente, que convocara a los miembros del Consejo regional de
Izquierda Republicana en Cataluña a una reunión para las primeras horas de la
tarde. La reunión tuvo lugar en una sala del hotel Colón. Azaña expuso la
opinión manifestada al consejero Lluhí y preguntó a los reunidos si aprobaban
su actitud: «Sin contradicción la refrendaron e hicieron suya colectivamente,
como doctrina del partido. De cuanto allí hablamos se levantó acta, según
costumbre. Nuestra reunión se disolvía, cuando llegó don Juan Moles, y a poco
los señores Nicolau d'Olwer y Hurtado. A todos los di a conocer mis temores y
cuanto habíamos hablado en la Junta del partido. Consideraban inútil y tardío
cuanto se intentara para detener a los acontecimientos y muy conveniente que me
marchara de Barcelona».
Salir de Barcelona para ir ¿a dónde? Era tarde para todo.
Ambiente amenazador en las calles, inseguridad en las carreteras, sabotajes en
las líneas férreas. Además, la situación prometía empeorar. Ningún coche podía
circular sin ser registrado. Después de largas reflexiones, Azaña abandonó el
Hotel Colón, a las ocho de la noche del día 6, sin dejar noticia de su nuevo
domicilio, para ir a alojarse en casa de Rafael Gubern, titular de una de las
secretarías del Gobierno autónomo. «El aspecto de las calles —escribe Azaña—,
aquel despliegue de fuerzas en acecho por las avenidas oscuras, me ofreció la
primera visión directa del inestable punto trágico a que habían llegado los
acontecimientos. Si lo restante de la ciudad estaba en el mismo pie, había
materia sobrada para un desastre inmenso». En el citado domicilio permaneció
sin salir a la calle y sabedor de que la Policía le buscaba. Prefirió no darse
por enterado de estas pesquisas. Pero en la tarde del día 9 los agentes
descubrían el refugio y procedían a la detención del personaje. Trasladado a la
Jefatura de Policía, pasó la noche en una habitación «decente y cómoda» del
pabellón principal, con teléfono. Al día siguiente, tras de prestar declaración
en la Auditoría, que funcionaba en el antiguo Gobierno Militar, fue llevado al
Ciudad de Cádiz, amarrado al muelle de Morrot, delante de la base de hidros, al
pie de Montjuich a pocos metros de donde se hallaba anclado el Uruguay. En el
Cádiz fue recluido también el diputado Luis Bello, presidente de la Comisión parlamentaria
que redactó el Estatuto. Una hora más tarde comparecía ante el general Pozas
Pérez, juez encargado de instruir diligencias previas.
Lerroux, en unas declaraciones, y algunos periódicos de
Madrid, acusaban a Azaña de complicidad con los conjurados, de haber jugado
papel predominante en la rebelión, de coautor con Companys de la proclama
sediciosa y en posesión de unos documentos comprometedores cuando fue
descubierto por la Policía.
Azaña, en su libro Mi rebelión en Barcelona, rechaza tales
imputaciones por injuriosas y falsas. Era indudable la oposición de Azaña a la
instauración de una República federal, a la que negó su apoyo en las Cortes
Constituyentes. Por otra parte, también es cierto que desde el día siguiente a
su salida de la jefatura del Gobierno, se mostró ardiente partidario de
reproducir la revolución del 14 de abril de 1931, agravando sus circunstancias
y con excitaciones a que se desarrollara en términos de violencia. Su posición
quedó definida en los discursos pronunciados durante los meses de 1934, en los
cuales insistió una y otra vez en la necesidad de retroceder a los días
anteriores a la República para repetir su proclamación y no con la apariencia
pacífica y jubilosa que tuvo, sino dando expansión a su carga revolucionaria.
A reproducir ese estallido se enderezaban sus propagandas, y
las conversaciones con Martínez Barrio, Sánchez Román, Maura y otros, a los que
hace referencia en su libro, y sus negociaciones con los socialistas, cuya
relación amistosa no se entibió lo más mínimo después de abandonar el Poder.
Cabe preguntarse si Azaña, en Barcelona, en los días anteriores a la rebelión,
no se esforzó en convencer a los hombres de la Esquerra para que no dieran a la
sublevación un matiz separatista, que impediría a los republicanos de izquierda
solidarizarse con su alzamiento. De esta manera se explican muy bien sus
constantes conversaciones con los consejeros y diputados y con el mismo
Companys, y muy especialmente su diálogo con Lluhí, cuando éste le somete a
consulta el discurso escrito a instancia del Presidente de la Generalidad.
Será conveniente tener en cuenta que las manifestaciones de
Azaña sobre la rebelión catalana están hechas después del fracaso de la misma y
no cuesta mucho creer que hubiesen sido de otro tono, e incluso justificativas
de lo sucedido, caso de triunfar la subversión. Porque Azaña tenía prevista la
contingencia, y en las Cortes (25 de junio de 1934), al discutirse la ley
catalana de Cultivos, había dicho: «Si la política del Gobierno supone que la
conducta del señor Samper en este problema es poner a los republicanos de
Cataluña y a los republicanos de toda España en una opción terrible, yo le digo
a S. S. con toda nuestra responsabilidad, que será modestísima, pero que
existe, que nosotros tenemos resuelta la opción y que caerá sobre S. S. y sobre
quien le acompañe en esa obra toda la responsabilidad de la inmensa desdicha
que se avecina sobre España.»
ESTRATAGEMA DE LOS REBELDES PARA APODERARSE
DE LEÓN
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