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CAPÍTULO 45.

DESASTROSO FINAL DE LA INSURRECCIÓN CATALANA

 

 

¿Qué había sucedido entretanto en la Consejería de Gobernación? Una vez proclamado el Estado catalán, Dencás, a quien sus amigos denominaban «generalísimo», adoptó un aire severo, conforme a la responsabilidad que recaía sobre él. Lucía «camisa de seda color verde oliva, pantalón de caqui, unas bandas ciñéndole las piernas y un brazalete». En el brazalete, sobre las cuatro barras, figuraba un triángulo azul con la estrella solitaria. Miguel Badía, jefe de los escamots, ostentaba parecido atavío.

La Consejería vibraba de gritos conminatorios, de voces arrebatadas. Por decisión de los más exaltados, se izó en el balcón central una bandera con la estrella solitaria. Momentos después, por orden de la Generalidad, la bandera fue arriada y sustituida por la de las cuatro barras. En los bajos del Palacio de Gobernación había 200 hombres armados de máuseres y Wínchesteres. En un terrado, desde el cual se dominaba el paseo de Colón, se instaló una ametralladora. Con sacos de cemento se protegieron entradas y ventanas del edificio. En el despacho de Dencás había 150 bombas de mano. Badía, con nutrida escolta de escamots, salió para situar sus fuerzas en la plaza del Ángel, centro neurálgico de la lucha.

Un hecho que impresionó mucho a los rebeldes de la Consejería y dejó preocupados a los jefes fue la decisión de los oficiales de las fuerzas de Asalto allí destacadas de abandonar el edificio, en prueba de que no se solidarizaban con los revolucionarios. «El 95 por 100 de la oficialidad había desertado, y el coronel Ricart, jefe de la fuerza, adoptó una actitud pasiva y de franco derrotismo». Antes de salir para dirigirse a la Co­mandancia General, los oficiales dejaron sobre la mesa del consejero las placas con las cuatro barras, distintivo de las fuerzas de la Generalidad. «Dencás trasladó su despacho a las habitaciones interiores y ya no saldría de ellas hasta las seis de la mañana. En una estancia quedó instalado el micrófono, por el que se hablaba continuamente».

Muy pronto comenzaron a recibirse apremiantes peticiones de auxilio, y a todas respondía Dencás con promesas de inmediato envío de fuerzas y exhortaciones animosas. Pero conforme pasaba el tiempo el horizonte se oscurecía y la situación se hacía más angustiosa. Reclamaban urgente ayuda diversos centros, alarmados por el estruendo de los cañones, la Generalidad y hasta el propio Miguel Badía, sitiado en una casa de la Vía Layetana. Las cosas se desenvolvían de muy distinta manera de como estaban proyectadas. Dencás se limitaba a pedir resistencia, a infundir esperanza y a pronunciar desde el micrófono inflamadas arengas, llamando a las armas a los escamots y a los rabassaires. A medida que empeoraba la situación, se ampliaba el círculo de los requeridos: socialistas, cenetistas, hombres de la F. A. I. y comunistas fueron llamados por turno para que acudieran en socorro de las «libertades de Cataluña amenazadas». Pero los convocados no aparecían.

El derrumbamiento de toda la organización revolucionaria se produjo del siguiente modo, según relato hecho por Dencás ante el Parlamento catalán el 5 de mayo de 1936: «Sonaron los primeros tiros y comencé a dar órdenes. En primer lugar me dirigí a la Comisaría General de Orden Público, reclamando al Comisario, señor Coll i Llach, para que dispusiese la movilización de las fuerzas que tenía preparadas a fin de coger entre dos fuegos a las tropas que iban en aquel momento contra la Generalidad. Y, primera sorpresa: el señor Coll i Llach, desde las primeras horas de la noche había abandonado la Comisaría de Orden Público, diciendo que por encontrarse muy fatigado iba a su casa y que si las circunstancias o acontecimientos requerían su presencia en la Comisaría, se le fuese a buscar. Esta respuesta me la dio el señor Sancho, que en aquellos momentos ostentaba la máxima jerarquía... Me comunicaba, no solamente la deserción del señor Coll i Llach, sino el estado de desorden, el espíritu de derrota; aquel ambiente de derrota que dominaba a toda la Comisaria General de Orden Público.»

Comunicó Dencás al Presidente de la Generalidad la deserción del Comisario y el Presidente envió para sustituirle al capitán Escofet. El relato del consejero de la Gobernación continúa así: «Me esperaba otra desagradable sorpresa: la Policía que yo había dejado concentrada en Barcelona había desaparecido casi toda. En la plaza de Cataluña, de acuerdo con el señor Coll i Llach, dejé un escuadrón de Caballería, con una ametralladora. De las dos ametralladoras que teníamos, una se hallaba en Gobernación y la otra en la plaza de Cataluña. Di la orden para que avanzasen aquellas fuerzas estratégicamente situadas y para que avanzase también el escuadrón de Caballería Rambla adelante, para coger entre dos fuegos a los soldados que atacaban o que se dirigían a atacar el Palacio de la Generalidad, y que de la Comisaría salieran doscientos policías para que, avanzando por la Vía Layetana, contribuyesen a este intento para aplastar entre dos fuegos a las fuerzas que atacaban a la Generalidad. Entonces nos encontramos con que la oficialidad había desertado, había abandonado los puestos de mando, dejando desamparados a los guardias, y éstos, en un momento de pánico, en un momento de desorganización, de debilidad moral, abandonaron también sus puestos. La ametralladora colocada estratégicamente en la plaza de Cataluña quedó abandonada y fue recogida por unos ciudadanos, que la depositaron en la portería del palacio de Teléfonos, de la plaza de Cataluña.»

«En la Comisaría pasaba lo mismo. Ausente el Comisario, y por haber desertado también la oficialidad, nada tenía de extraño que los jóvenes momentáneamente, no sintieran el arrojo que en aquellos instantes era necesario, porque sentían la sensación de derrota, de debilidad moral.

Y no había manera humana de hacer salir a la Policía de la Comisaría. Pero no eran solas estas fuerzas las que se hallaban en semejante situación: de la Comisaría cercana al Palacio de la Música Catalana había salido hacía una hora y media una columna integrada por un centenar de guardias. Se dirigía o debía dirigirse a atacar a las fuerzas que se hallaban en los alrededores de la Generalidad. Y aquella columna, con sorpresa de los elementos que la componían, pasó de largo, y en lugar de acudir en defensa de la Generalidad, continuó Layetana abajo, al punto que hubo quien creyó que iban a atacar a Capitanía; pero al llegar aquí, se ordenó «derecha» y todos entraron en Capitanía a depositar las armas.»

Dencás explicaba a continuación cómo el estado de confusión y de nerviosismo de los primeros momentos, «cosa que a nadie puede extrañar, pues así ocurre en las revoluciones y en las guerras, mucho más dada la forma improvisada de esta revolución», hizo ineficaz la segunda fuerza de choque, los 4.000 jóvenes, armados deficientemente, que llevaban en sus bolsillos unas veinticinco o treinta balas.» El consejero de Gobernación proseguía su relato de este modo: «Había comenzado el cañoneo, se estaba en pleno tiroteo, y este estado de nerviosismo se reflejaba en nuestras formaciones. Cuando en la Comisaría de Gobernación quisieron intentar organizar una columna que se dirigiera hacia el Palacio de la Generalidad, esta columna se formó con sólo treinta voluntarios mandados por un hombre decidido que estaba dispuesto a jugarse la vida para romper el círculo de soldados que atacaban a la Generalidad. Este hombre era Miguel Badía.

Y este hecho fue sintomático, porque demostró que no contábamos con un centenar de afiliados, con un centenar de patriotas que quisieran luchar, porque momentáneamente se había producido aquel espíritu de pánico en la Policía. Y este pánico no había modo en aquellos momentos de contrarrestarlo en absoluto.»

Decía también Dencás que su proyecto era mantener en vigilancia a los escamots para que encuadraran a los miles de voluntarios de Barcelona y de fuera, obreros y rabassaires, que se encontrarían en la ciudad en las primeras horas de la mañana. Que el consejero de Gobernación no confiaba en las fuerzas bajo su mando lo prueba el hecho de que de madrugada «telefoneó a determinada persona preguntando si la salida estaba abierta. Le respondieron afirmativamente. Más tarde pudo saberse que se refería a una salida que llevaba al alcantarillado, por el cual huiría si las cosas marchaban mal».

Hacia las cinco de la mañana, y ante el mal cariz que tomaban los sucesos, Dencás decidió apelar a medios heroicos. Llamó al cuartel de la Guardia Civil y preguntó al jefe que atendía el teléfono cuál iba a ser la actitud de la fuerza. Contestó éste que desde las ocho de la noche sólo obedecían órdenes del general Batet. Entonces comprendió Dencás que su situación era desesperada e irremediable, y dirigiéndose a los micrófonos, pidió a grandes gritos socorro a los obreros, a los demócratas, no sólo catalanes, sino de toda la Península; llamamientos que culminaron en un estentóreo «¡Viva España!».

Con las primeras luces del alba se recrudeció el tiroteo y se reanuda­ron los disparos de cañón en la plaza de San Jaime. Llegó a Gobernación la noticia de que los soldados acababan de poner en posición de tiro una pieza de artillería situada junto a Capitanía, con la cual habían cañoneado, por elevación, la Consejería, al comenzar la noche. Al comprobar los artilleros la dificultad de hacer blanco en tales condiciones, decidieron esperar la llegada del día para reanudar el ataque. Eran las seis de la mañana cuando el Presidente de la Generalidad le comunicaba al consejero de la Gobernación que ante la imposibilidad de aguantar el ataque de las fuerzas del Ejército, y en el deseo de evitar el sacrificio de vidas humanas, había acordado rendirse. Invitaba al consejero a adoptar idéntica resolución. Contestó Dencás que ignoraba los motivos justificativos de su determinación, pero estaba seguro de que lo hacía porque honradamente creía en la imposibilidad de continuar la lucha. Le dijo también: «Señor Presidente: ha estado usted hecho un héroe». A continuación habló Gassol para decirle al consejero de Gobernación: «Es irremediable. No hay solución. ¿Qué vas a hacer tú?» «No sé —respondió Dencás— qué resolución tomaremos...» Al terminar este diálogo reunió a todos los que ostentaban alguna representación para pedirles consejo ante la gravedad de la situación. «Unánimemente me aconsejaron —dice Dencás— imitar el ejemplo de la Generalidad, porque no quedaba otro camino». Y sin perder tiempo, «en unión de Pérez Salas, Menéndez, España, Guarner y Xammar, salieron por un pasadizo subterráneo construido ex profeso meses antes y que desembocaba en la red de alcantarillado». «Arturo Menéndez se despojó previamente de su guerrera de artillero, a la que arrancó el emblema de aviación».

Los escamots y guardias de Asalto, junto a los arsenales de armas y bombas, para una batalla que no había de reñirse, contemplaron silenciosos y atónitos cómo desaparecían los jefes por el foso que llevaba a la red de las cloacas barcelonesas. Casi al mismo tiempo la primera granada rompedora estallaba en la fachada de la Consejería, cerca del despacho de Dencás. «Al amanecer se hicieron ocho disparos con granada rompedora sobre Gobernación, sacando bandera blanca los rebeldes y rindiéndose una compañía de guardias de Asalto. Muchos paisanos salieron del edificio y huyeron por las calles inmediatas, contra los cuales no se hizo fuego».

Dencás explicaría así su huida por la alcantarilla:

«No hay razón que obligue ni justifique a los jefes responsables de un movimiento revolucionario fracasado a entregarse voluntariamente al enemigo. Esto es tan evidente, y los ejemplos de aquí y de todo el mundo son tan generales, que considero inútil toda justificación». Lo cierto es que la ignominiosa fuga y la divulgación de los preparativos hechos desde meses antes con vistas a la huida fueron motivo, incluso para sus correligionarios, de feroces censuras y burlas, a cuenta del heroísmo del «jefe de los ejércitos independientes de Cataluña». Dencás y sus acompañantes, después de un largo recorrido por las alcantarillas, salieron a la superficie en la barriada de la Barceloneta. Hasta el día 13 de octubre permanecieron escondidos, acogidos en una casa; ese día se trasladaron a Sans, a otro refugio, donde estuvieron cuatro días, al cabo de los cuales un coche los condujo a la frontera. Al ocupar las tropas el edificio de Gobernación, encontraron abandonados en todos los pisos rifles, pistolas, municiones y bombas. En el despacho de Dencás, una mesa preparada para siete cubiertos. Otra mesa más pequeña, con profusión de botellas. En las habitaciones, y extendidos sobre tableros, los planos de la ciudad y de varios edificios. Y el suelo sembrado de emblemas separatistas.

* * *

Extinguidos los focos principales de la insurrección, perduró todo el día 7 el tiroteo, sostenido por unas docenas de escamots situados en las azoteas. Estas agresiones aisladas producían poco efecto y tenían inmediata y enérgica réplica. La ciudad recuperó rápidamente su animación. Fuerzas montadas ocuparon las salidas de la capital. Aviones de una escuadrilla de caza señorearon el cielo de Barcelona. Se anunciaba la inmediata llegada de una escruadrilla de aparatos de bombardeo y de barcos de guerra. Una bandera de la Legión y un batallón de Cazadores de África, transportados por el vapor Sister, desembarcaron a las once de la noche. El general Batet adoptó las medidas conducentes para afianzar la nueva situación, firmó el cese de los jefes militares y políticos que auxiliaron a la rebeldía y confió los cargos de más responsabilidad a personas de probada adhesión al Gobierno. El coronel de Carabineros Joaquín Ibáñez fue nombrado jefe de la Policía de Barcelona; ordenó la incautación de emisoras y la recogida de armas de los centros separatistas.

A las diez y media de la noche el general Batet hizo por radio un relato deslucido, monótono y triste de lo ocurrido, iniciado con estas palabras: «Catalanes, españoles todos, y a la humanidad entera, me dirijo en estos momentos, solicitado y requerido por la verdad, a la cual he rendido siempre tributo, y puedo decir que mis labios se han abierto para la verdad más estricta...» «Respetables son los ideales cuando son expuestos dentro de la legalidad; pero son execrables cuando quieren imponerse por la violencia.» El final resultaba impropio en el comunicado de un jefe victorioso: «Las virtudes y el arte —dijo— no tienen fronteras, y, por tanto, pueden servir de ejemplo a la humanidad entera.»

Con excepción de Dencás y sus compañeros de fuga, la mayoría de los cabecillas fueron detenidos, El día 8 se celebró el entierro de los militares muertos en el cumplimiento del deber. A los ya citados, caídos en el combate de la plaza de la República, había que añadir el teniente de Artillería Francisco Gómez Marín, muerto frente al Centro de Dependientes de Comercio; los sargentos Máximo Domínguez García y Pelayo Fernández, del regimiento de Infantería número 10; el cabo de la Guardia Civil Alejandro Lorca López, y los soldados de Infantería Máximo Ochoa y Salvador Morisco Ripoll. Otros veintiséis, entre oficiales y soldados, resultaron heridos. La rebelión, en su conjunto, costó, según estadística no oficial, 46 muertos y 117 heridos.

Al debatirse los sucesos del 6 de octubre en la sesión del 5 de mayo de 1936, el Presidente de la Generalidad, refiriéndose a la actuación de Dencás, a quien los consejeros de la Generalidad, e incluso el propio Companys, habían obedecido y secundado en sus delirantes propósitos, habló en términos despreciativos e irónicos de los planes guerreros del consejero de Gobernación, calificándolos de «inconscientes», «muy fan­tásticos», «concepciones de un espíritu tartarinesco y ridículo». «El desastre de la organización del 6 de octubre decía Companys —afecta singularmente al señor Dencás; pero hemos de reconocer que también a nosotros, porque creímos en las dotes de organizador del señor Dencás»

Las restantes provincias catalanas se sumaron a la subversión con distinta intensidad. En Tarragona las tropas dominaron fácilmente la población y los rebeldes, que se habían fortificado en el Ayuntamiento, se rindieron, sacando bandera blanca. Las mismas fuerzas de Tarragona, con la Guardia Civil de Hospitalet y Carabineros, dominaron el foco de Villanueva y Geltrú, donde había sido incendiada la iglesia, saqueados el Ayuntamiento y varios comercios y proclamada la República socialista-comunista ibérica. Lérida estuvo varias horas en poder de los revoltosos: el tiroteo con fuerzas del regimiento de Infantería número 25 —un batallón— y de la Guardia Civil y Carabineros duró hasta las siete de la mañana, hora de la capitulación de la Generalidad, en cuyo momento los rebeldes se entregaron. Entre otras fechorías, los sediciosos invadieron el convento de los Padres franciscanos, y al abandonarlo éstos, hirieron a tres religiosos, uno de ellos el Padre Sanahuja. También Gerona cayó en poder de los facciosos: desde el balcón del Ayuntamiento se hizo la proclamación del Estat Catalá ante una muchedumbre entusiasmada. Se repartieron armas a los escamots, los cuales se adueñaron de los edificios públicos y centros de comunicación. Al proclamar el estado de guerra, el comandante de Estado Mayor don Rafael Domínguez Otero se presentó con fuerzas a sus órdenes en la Delegación de la Generalidad, con propósito de ocuparla: a la conminación hecha por el jefe militar, respondieron desde dentro con una descarga. El comandante resultó muerto.

Desde aquel momento la tropa actuó con energía, desalojó a los revoltosos de las oficinas de Telégrafos y Teléfonos, y al amanecer, después de un breve tiroteo, ocupó la Delegación de la Generalidad.

Desórdenes de diversa índole, según fuesen anarquistas, rabassaires o afiliados de la Esquerra quienes los produjeron, hubo en muchas localidades. En Reus las fuerzas de un escuadrón de Caballería y del Depósito del Campamento de Intendencia rechazaron a los sediciosos cuando intentaron asaltar los cuarteles. En Manresa, las fuerzas del batallón de Ametralladoras número 4, guardias civiles y de Asalto dominaron la situación, rescatando el Ayuntamiento del poder de los rojos. En Granoller, la Guardia Civil se defendió en su cuartel, a costa de bajas, y fue socorrida por las fuerzas del Ejército. En la comarca de San Cugat de Vallés, los rabassaires depusieron las armas a la sola presencia de una compañía de la Legión. El dominio de Sabadell fue compartido por anarquistas y escamots, pero a la llegada de las fuerzas del Ejército sólo los primeros ofrecieron alguna resistencia. En Tarrasa se impusieron los del Estat Catalá y grupos anarco-sindicalistas, los cuales libertaron a los presos comunes. La llegada de una columna de fuerzas de la Guardia Civil puso fin a la sedición. En Navas fue incendiada la iglesia y asesinado el párroco; en Junquera prendieron fuego al centro de la C. E. D. A. y mataron al propietario, Risinach. En Torregrosa (Lérida), el párroco fue víctima de un atentado. Y en San Pedro de Ribas, rematado a tiros y pedradas José Oriol Bruguera. Otras muchas localidades conocieron horas de dominio revolucionario.

* * *

Dominada la rebelión, una de las principales preocupaciones de la Policía de Barcelona fue indagar el paradero del ex presidente del Consejo de ministros, Azaña, huésped de la Ciudad Condal en el momento de la proclamación del Estat Catalá. La invitación de Companys, en su discurso desde la Generalidad, a los dirigentes republicanos «a establecer en Cataluña el Gobierno provisional de la República» se la relacionaba con la nota de Acción Republicana, redactada por el propio Azaña en el momento de conocerse la formación del nuevo Gobierno. En ella el partido azañista rompía toda solidaridad «con las instituciones actuales del régimen» y afirmaba su decisión de acudir «a todos los medios en defensa de la República». ¿No decía algo parecido Companys? ¿No aspiraba, según sus palabras, «a establecer en Cataluña el reducto indestructible de las esencias de la República»? Existía, pues, identificación de pensamiento y se podía deducir un acuerdo pactado o simplemente verbal sobre procedimientos previa conformidad en los fines.

Azaña salió de Madrid el 27 de septiembre para Barcelona, para asis­tir al entierro del ex ministro de Hacienda don Julio Carner. Tuvo puntual conocimiento de lo que se preparaba en Cataluña, y aun cuando su intención era regresar en seguida a Madrid, como lo prueba el hecho de que por todo equipaje llevase un maletín de mano, sin embargo, prolongó su estancia ante la inminencia de acontecimientos, a cuya preparación se consagraban por entero los gobernantes de la Esquerra. Azaña se hizo visible por aquellos días en los despachos de los consejeros de la Generalidad, en el Parlamento y en tertulias al aire libre. El día 3 de octubre supo la caída del Gobierno. «El secretario de la Presidencia de la República —escribe— me llamó por teléfono: el Jefe del Estado me hablaría a las diez y cuarto de la mañana siguiente para conocer mi opinión sobre la crisis. Puse por escrito lo pertinente del caso, y a la hora marcada, en una conferencia breve, leí mi consulta, sabiendo de sobra el puro valor ceremonioso del acto. El señor Presidente me preguntó cuándo regresaría a Madrid. «Dentro de un par de días», repuse. Y no hubo más».

No cumplió Azaña su promesa, y los días 3 y 4 los pasó en continuas entrevistas con personajes conspicuos del Parlamento y del Gobierno catalán. En la noche del día 4 se entrevistó con Companys. Nadie ignoraba que al día siguiente se declararía la huelga general. Así sucedió. El sábado el paro fue más intenso. Ese día tuvo una extensa entrevista con el consejero Lluhí, de la que ya se ha hablado, y al terminar la cual Azaña rogó a Luis Bello, allí presente, que convocara a los miembros del Consejo regional de Izquierda Republicana en Cataluña a una reunión para las primeras horas de la tarde. La reunión tuvo lugar en una sala del hotel Colón. Azaña expuso la opinión manifestada al consejero Lluhí y preguntó a los reunidos si aprobaban su actitud: «Sin contradicción la refrendaron e hicieron suya colectivamente, como doctrina del partido. De cuanto allí hablamos se levantó acta, según costumbre. Nuestra reunión se disolvía, cuando llegó don Juan Moles, y a poco los señores Nicolau d'Olwer y Hurtado. A todos los di a conocer mis temores y cuanto habíamos hablado en la Junta del partido. Consideraban inútil y tardío cuanto se intentara para detener a los acontecimientos y muy conveniente que me marchara de Barcelona».

Salir de Barcelona para ir ¿a dónde? Era tarde para todo. Ambiente amenazador en las calles, inseguridad en las carreteras, sabotajes en las líneas férreas. Además, la situación prometía empeorar. Ningún coche podía circular sin ser registrado. Después de largas reflexiones, Azaña abandonó el Hotel Colón, a las ocho de la noche del día 6, sin dejar noticia de su nuevo domicilio, para ir a alojarse en casa de Rafael Gubern, titular de una de las secretarías del Gobierno autónomo. «El aspecto de las calles —escribe Azaña—, aquel despliegue de fuerzas en acecho por las avenidas oscuras, me ofreció la primera visión directa del inestable punto trágico a que habían llegado los acontecimientos. Si lo restante de la ciudad estaba en el mismo pie, había materia sobrada para un desastre inmenso». En el citado domicilio permaneció sin salir a la calle y sabedor de que la Policía le buscaba. Prefirió no darse por enterado de estas pesquisas. Pero en la tarde del día 9 los agentes descubrían el refugio y procedían a la detención del personaje. Trasladado a la Jefatura de Policía, pasó la noche en una habitación «decente y cómoda» del pabellón principal, con teléfono. Al día siguiente, tras de prestar declaración en la Auditoría, que funcionaba en el antiguo Gobierno Militar, fue llevado al Ciudad de Cádiz, amarrado al muelle de Morrot, delante de la base de hidros, al pie de Montjuich a pocos metros de donde se hallaba anclado el Uruguay. En el Cádiz fue recluido también el diputado Luis Bello, presidente de la Comisión parlamentaria que redactó el Estatuto. Una hora más tarde comparecía ante el general Pozas Pérez, juez encargado de instruir diligencias previas.

Lerroux, en unas declaraciones, y algunos periódicos de Madrid, acusaban a Azaña de complicidad con los conjurados, de haber jugado papel predominante en la rebelión, de coautor con Companys de la proclama sediciosa y en posesión de unos documentos comprometedores cuando fue descubierto por la Policía.

Azaña, en su libro Mi rebelión en Barcelona, rechaza tales imputaciones por injuriosas y falsas. Era indudable la oposición de Azaña a la instauración de una República federal, a la que negó su apoyo en las Cortes Constituyentes. Por otra parte, también es cierto que desde el día siguiente a su salida de la jefatura del Gobierno, se mostró ardiente partidario de reproducir la revolución del 14 de abril de 1931, agravando sus circunstancias y con excitaciones a que se desarrollara en términos de violencia. Su posición quedó definida en los discursos pronunciados durante los meses de 1934, en los cuales insistió una y otra vez en la necesidad de retroceder a los días anteriores a la República para repetir su proclamación y no con la apariencia pacífica y jubilosa que tuvo, sino dando expansión a su carga revolucionaria.

A reproducir ese estallido se enderezaban sus propagandas, y las conversaciones con Martínez Barrio, Sánchez Román, Maura y otros, a los que hace referencia en su libro, y sus negociaciones con los socialistas, cuya relación amistosa no se entibió lo más mínimo después de abandonar el Poder. Cabe preguntarse si Azaña, en Barcelona, en los días anteriores a la rebelión, no se esforzó en convencer a los hombres de la Esquerra para que no dieran a la sublevación un matiz separatista, que impediría a los republicanos de izquierda solidarizarse con su alzamiento. De esta manera se explican muy bien sus constantes conversaciones con los consejeros y diputados y con el mismo Companys, y muy especialmente su diálogo con Lluhí, cuando éste le somete a consulta el discurso escrito a instancia del Presidente de la Generalidad.

Será conveniente tener en cuenta que las manifestaciones de Azaña sobre la rebelión catalana están hechas después del fracaso de la misma y no cuesta mucho creer que hubiesen sido de otro tono, e incluso justificativas de lo sucedido, caso de triunfar la subversión. Porque Azaña tenía prevista la contingencia, y en las Cortes (25 de junio de 1934), al discutirse la ley catalana de Cultivos, había dicho: «Si la política del Gobierno supone que la conducta del señor Samper en este problema es poner a los republicanos de Cataluña y a los republicanos de toda España en una opción terrible, yo le digo a S. S. con toda nuestra responsabilidad, que será modestísima, pero que existe, que nosotros tenemos resuelta la opción y que caerá sobre S. S. y sobre quien le acompañe en esa obra toda la responsabilidad de la inmensa desdicha que se avecina sobre España.»

 

  CAPÍTULO 46.

ESTRATAGEMA DE LOS REBELDES PARA APODERARSE DE LEÓN