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CAPÍTULO 44.EL PRESIDENTE DE LA GENERALIDAD CAPITULA
«A veure si ara
també direu que no soc catalanista.» Con estas
palabras Companys había apostillado su gesto de rebeldía. Ya no podría decir
nadie que no era catalanista. Y, sobre todo, no lo podrían decir Dencás y sus
adversarios del Estat Catalá y de Acció Catalana.
Pasado el Rubicón, era imperioso seguir adelante. El
presidente se encerró con los consejeros en su despacho y su primer cuidado fue
para informar por teléfono al general Batet de lo sucedido, requiriéndole para
que con todas las fuerzas a su mando se pusiera a sus órdenes.
—«Como catalán, como español y como hombre de humanidad —
respondió el general— siento mucho lo sucedido, pues es como un mazazo que me
da en la cabeza. Asunto de tanta gravedad no puedo resolverlo en un momento, y
si usted ha tenido muchos días para meditarlo, justo es que yo necesite
siquiera el plazo de uno, antes de resolver».
Le respondió Companys anunciándole el envío de una
notificación del acto que acababa de realizar.
En cinco minutos quedó redactado el documento. El membrete
decía: «Govern de la Generalitat de Catalunya.» Y el oficio escrito en catalán
estaba redactado así: «Excmo. Senyor: Com á President del Govern de Catalunya
requereixo a V. E., perque amb la forxa que comanda es posi a les meves ordres
per a servir la República Federal que acabo de proclamar. Paláu de la
Generalitat, 6 d'Octubre del 1934. Lluis Companys. Excm. Senyor Domenec Batet,
General de Catalunya».
El documento fue llevado a Capitanía General por el diputado
y Director de Trabajo, Tauler. Al recogerlo el general Batet exclamó: «Ya sé de
qué se trata.» El mensajero interrogó: ¿Tiene respuesta? «De momento, no,
replicó Batet. En todo caso, después.» Al regresar Tauler a la Generalidad le
rodearon los consejeros con la ansiedad reflejada en los semblantes. ¿Qué había
dicho el General? ¿Por qué necesitaba tiempo para decidir? ¿Acaso la
conformidad de Batet no era cosa convenida, premisa indispensable para el paso
que acababa de dar Companys?
Por lo que pudiera ocurrir, el Presidente ordenó salir del
Palacio a cuantos no tuviesen alguna misión concreta que cumplir. Las puertas
fueron cerradas. Al comandante Pérez Farrás, jefe de los Mozos de Escuadra le
encomendó la guarda y defensa del edificio, impidiendo la entrada durante la
noche a «fuese quien fuese». Pérez Farrás, muy poseído de su trascendental
papel, revisó el edificio de arriba a abajo, sin descuidar estancia ni rincón,
y distribuyó las fuerzas. Al capitán López Gatell le encomendó la defensa del
piso principal y al capitán Escofet la del terrado. Todos los encerrados en la
Generalidad, miembros del Gobierno catalán, diputados, altos cargos y algunos
periodistas, se consideraban protagonistas de una aventura histórica, lo cual
no les impedía sentir un hambre punzante, pues llevaban muchas horas sin probar
bocado. Se improvisaron dos comedores: uno en el antedespacho del Presidente,
para el Gobierno, y otro en la Secretaría, habitación inmediata, para los
invitados. Companys, con los consejeros Lluhí y Gassol, cenó en las
habitaciones de la residencia presidencial, que se comunicaba por una galería
con la Generalidad.
Los teléfonos repicaban sin cesar. El alcalde, Pi y Suñer,
llamó al Presidente para comunicarle que el Ayuntamiento en sesión
extraordinaria había acordado por 22 votos en favor y 8 en contra, de los
concejales regionalistas, «su firme y decidida adhesión al Presidente y al
Gobierno de Cataluña.» Los concejales radicales no habían asistido a la sesión.
Votaron en contra los concejales Durán y Ventosa, Sagarra, Roda, Ventura
Vendrell, Bausili, Codolá, Saltor y Caldero.
La verdadera vela de armas se hacía en la Comisaría de
Gobernación. Dencás tenía a su lado a dos técnicos: los comandantes Arturo
Menéndez y Pérez Salas. Los tres estaban convencidos de que las fuerzas del
Ejército no se atreverían a salir a la calle de noche, para meterse en el
laberinto de callejuelas, bocas de lobo en torno a la Generalidad y al
Ayuntamiento, sin contar con que antes habían de pasar por las Ramblas bajo el
fuego de las ametralladoras y fusiles de los guardias de Asalto y de los «escamots».
En la Generalidad, además de los cuatrocientos mozos de Escuadra, «bien armados
y bien municionados, había 150 adictos y amigos del Presidente, armados de
pistolas. El Ayuntamiento disponía de 150 Winchester y de las pistolas
ametralladoras de la policía urbana». Los edificios designados para cuarteles
de los «escamots» rebosaban gente: en el círculo del Estat Catalá de la calle
de Caspe, 68, había instalado Badía un puesto de mando: cerca de 500 «escamots»
estaban concentrados en el Centro de Dependientes de Comercio y locales anexos,
y los restantes hasta 3.400 enjugares estratégicos, dispuestos para acudir
donde se les ordenara. En total, sin contar con la Guardia, Civil, 7.000
hombres armados, entre mozos de escuadra, guardias de asalto y «escamots», bajo
el mando absoluto de Dencás. Quedaban además las legiones de «rabassaires,» en
plena movilización en aquel momento, prontos a volcarse en la ciudad. Lo
importante era saber qué pensaba y proyectaba el general Batet.
En conversación por teletipo con el jefe del Gobierno de
Madrid, celebrada a las ocho de la noche, mientras se producía el acto de la
plaza de la República, recibió el encargo, según vimos, de proclamar sin
pérdida de tiempo el estado de guerra. Redactaba el bando el auditor cuando
Companys le llamó por teléfono, requiriéndole para que se sometiera con sus
fuerzas. A primera vista semejante exigencia parecía incongruente y hasta
ridícula: ¿por qué motivo el jefe de una sedición separatista le pide al general
español que capitule y se someta a un poder faccioso? ¿No sería que el
presidente de la Generalidad se había equivocado al juzgar al general Batet,
considerándolo probable aliado? «¿Es concebible —preguntará Dencás — que si no
existían unas negociaciones previas se enviara un mensaje al Capitán General
jefe de las fuerzas, comunicándole la existencia de un movimiento cuya
principal esperanza de éxito era la de actuar por sorpresa?». Sin duda Companys
y muchos como él veían en Batet al catalán afincado por el afecto y por los
intereses a su tierra; al republicano fervoroso, conspirador contra la
Dictadura, defensor de la convivencia del Ejército republicano y de las fuerzas
revolucionarias, que había ganado notoriedad por sus peregrinos consejos a sus
subordinados, recomendándoles pasividad ante las ofensas y provocaciones del
nacionalismo. ¿Sería posible que un hombre así, catalán y republicano de
primera hora, se enfrentara con el naciente Estado? ¿No parecía lógico que
contemplara expectante y se sumara a la protesta de los partidos republicanos
para reproducir un nuevo 14 de abril?
No compartía tal opinión el ministro de la Guerra, Diego
Hidalgo, el cual estaba seguro que a la hora de la prueba Batet haría honor a
su uniforme.
Próximamente a las nueve de la noche, una Compañía del
Regimiento número 34, con bandera y música, mandada por el capitán Lechuga,
salía de Capitanía General para declarar el estado de guerra. Sin contratiempo
se dio lectura al bando frente al edificio de Capitanía y en Atarazanas, pero
tan pronto como la tropa penetró en las Ramblas, comenzó a ser hostilizada
desde algunos terrados, y al pasar frente al Centro Autonomista de Dependientes
de Comercio y de la Industria, el fuego de pistolas, fusiles y metralletas fue
tan violento que causó tres bajas y rompió la formación. Los soldados,
desconcertados al principio, se rehicieron pronto, para responder al ataque,
reanudando, después, la marcha hasta la Plaza del Teatro. Al llegar aquí se
reprodujo la agresión con mayor intensidad. «Ante esta situación, que pudo
sostenerse en los primeros momentos gracias al apoyo de las fuerzas del séptimo
regimiento de Artillería Ligera que hacían fuego desde el Cuartel de Atarazanas
— frente al edificio de Dependientes—, pero que se hubiera agravado en extremo
de haber seguido sola la Compañía bajo el fuego que se le hacía de todas
partes, consulta el Ayudante de plaza si continuaba, dándosele órdenes de no
fijar más bandos y replegarse las fuerzas hacia el paseo de Colón, como así lo
hicieron, estableciéndose la Compañía como protección de las piezas de
artillería que a la entrada de dicho paseo se habían establecido en batería».
Mientras ocurrían estos sucesos, el general Batet llamaba a
su presencia al comandante de Artillería Enrique Pérez Farrás, jefe de los
Mozos de Escuadra, y al teniente coronel de Infantería Juan Ricart March, jefe
de Guardias de Asalto, para ordenarles que con sus fuerzas se pusieran a
disposición del general. Los dos contestaron por teléfono que no podían hacerlo
sin consentimiento de la Generalidad.
En el momento de sonar los primeros tiros se produjo un
extraño suceso: ante la Comandancia Militar se detuvo un coche, cuyos ocupantes
a la intimación hecha por unos guardias civiles respondieron a tiros,
entablándose una refriega. En el coche viajaban un capitán del Cuerpo de
Asalto, tres guardias y un paisano. El capitán, llamado Maximiliano Viardeau,
quedó en estado agónico y los dos guardias gravemente heridos. Viardeau,
socialista exaltado al servicio de la Generalidad, proyectaba introducirse en la
Comandancia, valiéndose de su condición de capitán, para conminar al general
Batet a que se pusiera al lado de los rebeldes.
Los baluartes de la sedición en la Rambla de Santa Mónica
eran el Centro de Dependientes y el edificio de los Somatenes. En ambos se
habían concentrado fuertes grupos de milicianos, que con nutridísimo fuego
cerraban el paso por las Ramblas. El «Centro Autonomista de Dependientes del
Comercio y de la Industria» era desde antaño foco de un separatismo virulento,
fomentador de la guerra a ultranza. En este Centro pronunció Maciá, años atrás,
en un salón presidido por la bandera con la estrella solitaria, su primera
conferencia declarándose enemigo de España. Fronterizo al Centro de
Dependientes, al extremo de la Rambla de Santa Mónica, se hallaba el Cuartel de
Atarazanas. De aquí había salido una sección con dos piezas de artillería, en
dirección al Paralelo, y al llegar a la Delegación de Policía, cerca de la
Puerta de Santa Matrona, se adelantó un oficial y conminó a las fuerzas de
Asalto y policías de la Generalidad para que se rindiesen. Obedecieron sin
oponer resistencia. Allí mismo se instaló un cañón, que disparó contra el
Centro de Dependientes. El primer proyectil dio de lleno en la fachada y esto
bastó para acallar por el momento a los facciosos; pero a los pocos minutos
reanudaron el tiroteo. Un segundo cañonazo, con granada rompedora, penetró en
la planta baja del edificio, donde se parapetaban los agresores. No hubo
necesidad de más cañonazos: una ametralladora situada en la terraza del Cuartel
de Atarazanas acabó con los últimos propósitos de resistencia. En el Centro
encontraron la muerte dos de los más fanáticos separatistas catalanes, Jaime
Compte y Manuel G. Alba.
La Comandancia General de Somatenes, sólido edificio de
tiempos de Carlos III, en donde a fines del siglo pasado tuvo su sede el Banco
de Barcelona, fue batida por una pieza de artillería emplazada cerca del
monumento a Colón. En uno de los pisos del edificio tenía su sede un círculo
socialista y desde él se hacía fuego contra la tropa. Media docena de disparos
do minaron el reducto.
El comandante de Artillería José Fernández Unzúe recibió
orden del coronel del Regimiento de organizar una columna compuesta de dos
piezas de Montaña, portadas en mulos, y cincuenta artilleros, con la misión de
ocupar los edificios del Ayuntamiento y de la Generalidad. Las fuerzas tenían
la orden de no romper fuego sino en el caso de ser hostilizadas. Una Compañía
de Infantería y otra de la Guardia Civil acudirían a la plaza de la República,
donde se encuentran aquellos edificios, y se pondrían a las órdenes de Unzúe. A
las diez y media de la noche salió la columna y próximamente a las once
desembocaba en la citada plaza, sin haber sido hostilizada en el Trayecto. Al
aparecer los soldados, los mozos de Escuadra de guardia en la Plaza les
aplaudieron, pues creyeron que el Ejército se unía al movimiento:
En aquel momento surgió el comandante Pérez Farrás, seguido
de cerca del capitán Escofet, al frente de unos treinta Mozos de Escuadra, los
cuales quedaron rezagados. Pérez Farrás avanzó hacia el comandante Unzúe que se
adelantaba también seguido de algunos soldados. Se reconocieron en seguida los
dos jefes, por haber sido compañeros de Academia, y el sedicioso interrogó:
—¿A qué venís aquí?
Respondió Unzúe: «A tomar la Generalidad.»
—No se ha proclamado el estado de guerra, repuso el primero.
—Sí, se ha proclamado y vengo de orden del general de la
División.
—Pues no la tomarás.
—Ya lo veremos
En aquel momento el capitán de la batería, Francisco Kunhel,
gritó ¡Viva la República!, contestando la tropa con entusiasmo, y Pérez Farrás
replicó: ¡Viva la República Federal!
Simultáneamente a la voz de Unzúe, que mandaba preparar las
piezas, Pérez Farrás ordenaba a su gente que hiciera fuego, y él mismo
disparaba su pistola. Y sin esperar más, los agresores retrocedieron a la
Generalidad, cerrando las puertas. El capitán Kunhel y seis artilleros cayeron
heridos; cuatro mulos habían resultado alcanzados por las balas. En este
momento, desde terrados y balcones comenzaron a disparar contra la tropa,
agresión que obligó a los soldados a buscar refugios de fortuna, antes de replicar
con sus mosquetones.
Con graves riesgos y muchas dificultades consiguieron los
artilleros poner las piezas en batería, a la par que se organizaba un servicio
de seguridad en las calles confluentes en la plaza, pues los artilleros estaban
en peligro de quedar cogidos entre dos fuegos, caso de que surgieran otros
agresores por aquellas vías. Las prometidas fuerzas de protección de Guardia
Civil y del Ejército no habían llegado. Próximamente a las once y media de la
noche las dos piezas de artillería hicieron los primeros disparos contra la
Generalidad. A esa hora llegó al lugar del combate una Compañía del Regimiento
de Infantería número 10, mandada por Luis Alférez Cañete. Procedía del Cuartel
de San Fernando y con ella iba el capitán de Estado Mayor Suárez Navarro.
«Habíamos quedado de acuerdo en que nos reuniríamos con la batería —refiere el
oficial Cañete —, en el paseo de Pajadas, a resguardo del Cuartel de San
Gustín. Cuando llegamos ya se había adelantado la batería. Seguimos en marcha
rápida y al llegar a la plaza del Ángel me di cuenta de la situación y mandé
una sección por la calle de Jaime I, otra por una calle paralela y una tercera
quedó situada en un callejón inmediato a dicha plaza del Ángel. Nada más
comenzar el avance por la calle de Jaime I, tuvimos seis bajas. Continuó el
capitán Suárez Navarro su marcha y pidió refuerzos. Mataron a uno de los cabos
que mandé y el propio capitán Suárez Navarro cayó mortalmente herido por los
disparos hechos desde la terraza del Gran Metro por unos guardias de asalto.»
La llegada de estas fuerzas fue de gran alivio para los
artilleros y gracias a ellas Fernández Unzúe pudo planear un mejor dispositivo
de defensa, que completó con la aparición a la una de la madrugada de una Compañía
de ametralladoras del Regimiento número 10, mandada por el capitán Luis Quiroga
Nieto. Lo fundamental era ganar las azoteas dominadas por los mozos de Escuadra
y «escamots», los cuales con ininterrumpido fuego impedían los movimientos de
los artilleros. «El laureado capitán Lizcano de la Rosa llamó a una casa de la
calle de la Librería. Le salió a abrir una anciana y guiado por ella subieron
hasta la azotea el comandante Unzúe y los capitanes Lizcano y López Varela, y
allí pudieron montar dos ametralladoras, con las que lograron acallar el fuego
de los terrados». A juzgar por el crepitar de las balas, a todo lo ancho y lo
largo de Barcelona se libraba una terrible batalla.
* * *
¿Qué pasaba, entretanto, en el interior de la Generalidad?
Lo diremos ateniéndonos al relato del ferviente catalanista Aymami i Baudina,
testigo calificado de los sucesos. Dejamos a los recluidos en el Palacio de la
Generalidad dispuestos a saborear la cena, pues «las emociones no les habían
hecho perder el apetito». Apenas iniciado el reparto de la sopa, un fortísimo
tiroteo paralizó a todos. ¿Dónde disparaban? Parecía que en todas partes. Pero
no: era solamente en la plaza de San Jaime y en la calle de San Honorato, a
donde daban las ventanas de la sala, transformada en comedor. El general Batet
respondía. Pérez Farrás entró muy excitado y refirió lo ocurrido. Como medida
previsora, en el Palacio se apagaron todas las luces. En plena oscuridad se
movían los sitiados, mientras los teléfonos repicaban sin reposo. «En aquellos
momentos, bajo la impresión desagradable y trágica de un tiroteo cada vez más
fuerte y nutrido, en total negrura, meditábamos. Se nos había asegurado que las
fuerzas del Ejército no saldrían a la calle. Que los cuarteles serían asaltados
y entonces los soldados se pondrían al lado de la revolución. En todo esto
pensábamos. Y conste que no queremos hacer un juego de palabras al decir que no
veíamos claro.» Los consejeros de la Generalidad y algunos diputados se
trasladaron a una estancia interior, más resguardada, desde donde se podían
seguir los acontecimientos con luz y teléfono. En una habitación próxima al
Salón de San Jorge, débilmente iluminada por una bujía, se hallaban instalados
los micrófonos de la radio. El despacho donde deliberaba el Gobierno estaba
alumbrado por las velas de unos candelabros y los temblorosos resplandores
daban aspecto de velatorio a la reunión. Una gran pesadumbre y gravedad
abrumaba a todos. La atmósfera, cargada de humo, era irrespirable».
Luis Companys, cuyo rostro demacrado por el insomnio y la
desgracia de las emociones de aquella jornada, desmayado mejor que sentado en
una butaca en el centro de la habitación, cual náufrago abandonado a su
tragedia. El martilleo de los teléfonos seguía. Muchas conversaciones se
reflejaban en cuartillas que eran enviadas apresuradamente por la galería
gótica para ser leídas ante los micrófonos. De pronto, una detonación
formidable sacudió el edificio y dejó estupefactos a todos. ¿Será la señal?,
preguntó alguien. ¿Señal de qué? No duró mucho la incertidumbre, porque otra
explosión, tan fuerte como la primera, hizo vacilar los muebles y conmovió el
suelo. Luego otra, y otra. Si la noticia de la llegada de los soldados llenó de
asombro, no tuvo límites la sorpresa de los encerrados, al enterarse de que la
tropa había logrado emplazar cañones frente a la Generalidad. «Companys hizo un
gesto, cuya significación creímos adivinar, y no era por cierto nada
tranquilizador.» Pérez Farrás llegó por segunda vez, más excitado y colérico
que antes. «Dijo que con cien hombres, no hacía falta que fuesen más, que
disparasen por el lado de la Plaza del Ángel, él haría salir los mozos y el
enemigo quedaría copado entre dos fuegos. Por su parte estaba dispuesto a
jugarse la vida.» No era un imposible lo que el comandante proponía. Se pidió
por teléfono a Gobernación, por orden de Companys, el envío urgente de fuerzas
al lugar indicado. Contestaron que inmediatamente enviaban quinientos hombres.
«Dentro de un cuarto de hora estarán allí. Resistir.» Los encerrados en la
Generalidad quedaron a la espera. En la capilla de la galería gótica convertida
en hospital, había tres heridos: un agente de policía, un mozo de Escuadra y un
paisano recogido en la calle. El tiroteo seguía sin perder intensidad.
Espaciadamente tronaba el cañón. Se repitieron las apremiantes llamadas a
Gobernación. Esta vez contestaron que Miguel Badía, el titulado «general en
jefe del Ejército catalán» bajaba por la Vía Layetana al frente de fuerzas de
Seguridad y de la Guardia Civil, que se habían pasado a la revolución. Pese a
tales promesas, cada vez se entendía menos lo que sucedía.
Si la batalla de la calle estaba confusa, en cambio en el
espacio las voces separatistas no encontraban adversarios y prodigaban los
triunfos hasta la orgía. Unas veces desde los micrófonos instalados en el
Palacio de la Generalidad y otras desde los de la Consejería de la Gobernación.
Los locutores profesionales, secundados por animosos y férvidos voluntarios, y
en los momentos culminantes por el propio Dencás, alternaban las referencias de
fantásticas proezas y victorias con llamamientos desesperados a revolucionarios
de toda laya. «Velada espantosa y enloquecedora, escribía Gaziel. La
Generalidad sigue dominando y triunfando, pero no calla ni un segundo... Desde
esa caja demente nos lanza discursos inflamados, sardanas, rumor de descargas y
boletines de victoria: «La Santa Espina, Els Segadors, La Marsellesa, El Virolai,
El Cant de la Senyera, con sus voces vibrantes o melancólicas, de hombres,
mujeres y niños —esas voces amadas del Orfeó Catalá— procuran entusiasmarnos o
distraernos, pero en realidad sólo consiguen aturdimos espantosamente. Y así
estábamos millares de catalanes desconcertados y embrutecidos, oyendo cosas
descomunales y sin poder hacer nada.»
En uno de los primeros boletines informativos se decía que
«las tropas del Gobierno monarquizante y fascista habían sido rechazadas
victoriosamente en su intento de asaltar el Palacio de la Generalidad y del
Ayuntamiento». A este parte siguió otro de sensacionales triunfos de la
revolución en toda España. En Madrid el Gobierno estaba sitiado y se rumoreaba
que el ministro Anguera de Sojo había sido asesinado. En la delirante
fabricación de embustes se alcanzaban las cimas de los despropósitos y de las incongruencias.
Se llamaba a los «rabassaires» para que utilizando el medio más conveniente, se
dirigiesen armados a Barcelona. Se invitaba incluso a las mujeres a la pelea.
A las dos de la madrugada disminuyó el tiroteo. El
comandante Fernández Unzúe recibió, por medio de un oficial del Cuerpo de
Seguridad, una comunicación del general de la División, recomendándole
protegiese a la tropa que luchaba en las calles con la ocupación de las azoteas
y pidiéndole situación. Con el mismo enlace respondió el jefe e informó de sus
propósitos de romper el fuego con la mayor violencia al amanecer, para proceder
acto seguido al asalto de los edificios que se le había ordenado tomar. Su plan
era batir primero el Ayuntamiento y tomarlo por la calle de la mano izquierda.
A tal fin había adelantado las piezas, situándolas a unos treinta metros del
edificio, para lo cual aprovechó la acera derecha, que ofrecía un ángulo mayor
que la opuesta.
Aquella tregua no inspiró ninguna confianza a los sitiados
en la Generalidad. Y mucho menos desde que supieron la noticia del hundimiento
de la Comisaría de Orden Público. Era el principio de la catástrofe. El
Comisario había desaparecido al saber que la oficialidad de guardias de Asalto
y de Seguridad se negaban a secundar el movimiento. Companys, desconcertado y
lívido, ordenó entonces que el ex director general de Seguridad, Arturo
Menéndez, quien de uniforme asesoraba al consejero de la Gobernación, se hiciera
cargo inmediatamente de las fuerzas de Orden Público. La respuesta de Dencás
fue desconsoladora. La Consejería estaba bloqueada y ni Menéndez ni nadie
podría salir. Companys transfirió entonces el mismo encargo al capitán Escofet,
el cual salió por la puerta trasera, acompañado de un «escamots». Poco después
comunicaba por teléfono desde la Comisaría de Orden Público que de allí se
habían marchado todos.
Se volvió a inquirir desde la Consejería de Gobernación
sobre el paradero de los refuerzos enviados en auxilio de la Generalidad. Nueva
decepción. Miguel Badía, con su gente, estaba cercado en la Vía Layetana y era
inútil contar con él.
Las peores noticias, precursoras del desastre, se sucedían.
Los hidroaviones de la Aeronáutica estaban preparados para intervenir en
cuanto amaneciese. La confianza puesta en el jefe de la escuadrilla número 3,
comandante Felipe Díaz Sandino, revolucionario notorio, quedaba defraudada, a
pesar de haber arrestado al comandante Lecea, que ardía en impaciencias por ir
contra los sediciosos. Los restantes aviadores no le secundaron.
Poco después de las cuatro de la mañana, sin clarear el
cielo, se reanudó el tiroteo y enseguida retumbó el cañón. Ahora disparaba
contra el Ayuntamiento, donde se encontraban el alcalde y los concejales,
congregados al comenzar la noche para celebrar la sesión que se ha referido.
Uno de los proyectiles rompió la claraboya y fue a empotrarse en la escalera de
honor. El otro penetró en el despacho del alcalde y produjo estragos. El tercer
disparo alcanzó de lleno el despacho del secretario. A los gritos de espanto se
sumaron los ayes doloridos de un mozo de Escuadra, herido de un balazo. El
subjefe de la Guardia Urbana, Sanz, llamó a sus hombres y les ordenó que
abandonasen las armas. Acto seguido se refugió con ellos en los sótanos. El
concejal regionalista Durán y Ventosa insistió cerca del alcalde para que
rogara a Companys pusiera fin a aquella locura en evitación de mayores
desgracias, pues el ataque de las tropas arreciaba. Le pidió también comenzara
por dar ejemplo capitulando. El alcalde, Pi y Suñer, llamó al suboficial de la
guardia urbana Sanz, y le ordenó enarbolara una bandera blanca. El símbolo de
la rendición se improvisó con una toalla atada a uno de los listones
desprendidos del balcón central.
Cesó el fuego, se abrieron las puertas y el comandante
Fernández Unzúe «entregó el mandato de la ocupación al capitán más antiguo con
la amenaza de reanudar el fuego con más violencia si a los quince minutos no
había salido. Puesto al habla el capitán con el alcalde, manifestó éste su
deseo de entregarse, con los concejales que allí se encontraban, y el jefe
impuso como condición la ocupación militar del edificio, el desarme de todo el
personal de la casa, y el que se considerasen presos hasta recibir órdenes del
general de la División. El alcalde dio la conformidad a todas las condiciones
expuestas».
Cuando supo Companys lo ocurrido en el Ayuntamiento, reunió
a los consejeros para deliberar sobre lo que debía hacerse. Se consultó por
teléfono a Dencás y éste dio conformidad a la propuesta de rendición. Quedaba
por saber la opinión de Pérez Farrás. El comandante proponía la resistencia
hasta el fin y un último esfuerzo desesperado apoyados por milicianos que
acudieran en auxilio de los sitiados. Se Je hizo notar que la falta de
asistencia popular era clara prueba de que el pueblo se había desentendido de
la revolución y Companys le notificó el acuerdo unánime del Gobierno catalán de
capitular. Fuera, el tiroteo crecía por momentos. Eran las seis de la mañana. A
esta hora el Presidente de la Generalidad llamó al general Batet, diciéndole:
—Agotados todos los medios de resistencia, y al objeto de
evitar más víctimas, el Gobierno de la Generalidad ha acordado entregarse.
El general replicó:
— Se entiende que la rendición es sin condiciones; debe
usted difundir por radio su capitulación e izar bandera blanca, para que yo, a
mi vez, ordene cesar el fuego. Por mi parte, procuraré tener la mayor
benevolencia posible.
—Acepto —repuso Companys— esa benevolencia y además la
solicito para mis compañeros; pero no la pido para mí, pues desde este mismo
momento me declaro único responsable de lo ocurrido.
Al terminar este diálogo, Pérez Farrás propuso a los
consejeros de la Generalidad, y muy especialmente a Companys, que se ausentasen
por una puerta trasera, mientras él, con los mozos de Escuadra, protegía la
huida. Pero Companys rechazó la oferta y ordenó al comandante que pusiera
bandera blanca en el balcón. Mientras tanto, desde los micrófonos se daba
lectura repetidas veces a la siguiente comunicación:
«El President de la Generalitat, considerant esgotada tota
resistencia y a fí d'evitar sacrificis inutils, capitula. Y aixi acaba de
comunicarlo al comandant de la sexta Divisió, senyor Batet.»
Para colocar la bandera blanca se ofreció el chófer de Pérez
Farrás; pero apenas asomó al balcón, fue alcanzado por un disparo. El
comandante, pistola en mano, fuera de sí, penetró en el salón de sesiones,
«escandalosamente dorado», donde estaba reunido todo el Gobierno. Gritaba:
—¡Me han herido a mi chófer! ¡Yo no me rindo! ¡Que entren!
¡Todos con la pistola en la mano!
«Aquel —cuenta un testigo— fue para nosotros el momento más
impresionante de la noche trágica».
Companys informó a la División de este percance, y el
general pidió que abriesen las puertas de par en par y salieran los mozos con
los brazos en alto. Por su parte, avisaba de nuevo para que cesara el fuego.
Con más fortuna, un mozo de Escuadra enarboló la bandera blanca y el propio
Companys bajó al zaguán para ordenar la apertura de un postigo, hecho lo cual
volvió a reunirse con sus compañeros de Gobierno en el salón de sesiones, en
espera de las fuerzas ocupantes.
A poco, apareció el comandante Fernández Unzúe —rostro
encendido y enérgico—, seguido de una sección de soldados.
—Considérense todos prisioneros exclamó.
Se aproximó a un micrófono que acababan de instalar sobre la
mesa del despacho y con voz ronca y pausada dijo:
—¡Catalanes, buenos catalanes! Aquí el comandante jefe de
las fuerzas de ocupación del Palacio de la Generalidad, por haber capitulado
ésta. ¡Viva España!
Consejeros y acompañantes salieron de la Generalidad
escoltados por soldados. En la plaza de la República se encontraron con el
alcalde y los concejales. Se abrazaron con emoción, entre gestos y gritos de
sorpresa, como si unos y otros acabaran de regresar de un largo y azaroso
viaje. El jefe mandó a los prisioneros formar en filas de a cuatro y
custodiados por nueve artilleros se encaminaron a la Comandancia Militar. El
Estado catalán había durado escasamente diez horas.
«Una vez en esta Comandancia —refiere el general Batet—, al
llegar a mi despacho el Presidente de la Generalidad y el alcalde, extendí la
mano al primero, apretándosela fuertemente, y echándolo hacia mí, le dije, con
tono severo y de dolor: «¿Qué habéis hecho, Companys? ¿No sabéis que por la
violencia jamás se logran los ideales, aunque fueran justos, y sí sólo por la
legalidad y la razón, que, como este sol que nos alumbra, son luz y faro que
guían a los pueblos por el camino del progreso?» El señor Companys respondió:
«General: no hemos venido aquí para recibir consejos.» A ello repliqué: «Si no
es por usted, que ya sé que no los recibe ni los atiende; es porque mi alma y
mi corazón sienten en este momento la necesidad de expresarlos.» Seguidamente
—se dice también en el informe del general Batet—, por oficiales de Estado
Mayor se relacionó a los detenidos e inmediata e individualmente se procedió
por los jueces correspondientes, y en despachos habilitados al efecto, a la
práctica de las primeras declaraciones y prácticas judiciales.» «El general
Pozas —escribe un apologista de la sedición, que conciliaba la severidad de su
misión con cortés delicadeza nativa, interrogó primero al Presidente y después
a los consejeros.» Cerca del mediodía terminaron los jueces su misión, y los
prisioneros, en un autobús, fueron trasladados al vapor Uruguay, habilitado
para cárcel.
En total, la artillería del comandante Unzúe disparó contra
la Generalidad y el Ayuntamiento veinticinco cañonazos: cinco, con granadas de
metralla, y el resto, rompedoras. Las bajas sufridas por las fuerzas leales en
los combates reñidos en la plaza de la República fueron, según se especifica en
la querella formulada por el Fiscal de la República contra los rebeldes de la
Generalidad, las siguientes: muertos, capitán de Estado Mayor, Conzalo Suárez
Navarro; sargento de Infantería Luis Pulido, cabo de la misma Arma Arturo Ortiz
y artillero Salvador Mariscal, y veintiséis militares heridos.
CAPÍTULO 45.
DESASTROSO FINAL DE LA INSURRECCIÓN CATALANA
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