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CAPÍTULO 41.
DIMITE SAMPER Y LERROUX FORMA GOBIERNO
El Instituto Agrícola Catalán de San Isidro había proyectado
una demostración en masa ante los poderes públicos de Madrid, para exponerles
la desesperada situación del campo catalán. El 8 de septiembre los asociados
del Instituto se concentrarían en la capital de España. La iniciativa encontró
aliento y apoyo en la C. E, D. A., en los agrarios y en los republicanos
independientes. Querían los organizadores sacar el problema de la órbita de la
Generalidad, para darle carácter nacional, con el fin de buscar solución fuera
del área autonomista. «Me subleva —exclamó Companys que esos señores vayan a
expresar su protesta en Madrid en vez de hacerlo en Cataluña.» La respuesta más
contundente la dio un grupo de pistoleros: invadieron el Instituto y después de
destrozar ficheros y muebles, los prendieron fuego. Perpetraron el atropello
con toda impunidad y a los dos días Joaquín Maurín, jefe del grupo troskista
denominado Bloque Obrero y Campesino, declaraba en el Palacio de Artes
Decorativas: «Somos los autores del asalto al Instituto y recabamos toda la
responsabilidad», sin que de esta confesión se derivase ningún perjuicio para
quien la hizo. Maurín aceptaba la ley de Contratos de Cultivos como «compás de
espera», y por estar «íntimamente ligada a los problemas de la revolución
española». Entendía que la solución de la Generalidad no daba la tierra a los
campesinos y únicamente en cierta medida les aseguraba la posesión. «La
solución histórica, añadía, corresponde al proletariado, en marcha hacia la
revolución socialista».
El consejero Dencás, en cuanto supo el acuerdo del Instituto
trató por todos los medios de impedir la salida de los agricultores hacia
Madrid y «atendiendo finalidades de orden público» prohibió la partida de
autobuses con asambleístas, «por faltarle elementos necesarios para garantizar
la seguridad del viaje». A pesar de los muchos impedimentos y coacciones, más
de dos mil catalanes, presididos por don José Cirera Volta, llegaron a la
capital de España, en cinco de los diez trenes especiales contratados, en
autocares y turismos. Algunos trenes y vehículos fueron apedreados y tiroteados
en las proximidades de la ciudad. Al descender en la estación de Atocha, los
asambleístas prorrumpían en vivas a España, pero enseguida se enfrentaban con
un espectáculo desolador. La Casa del Pueblo había decretado la huelga general,
de acuerdo con el partido comunista y con la Agrupación Sindicalista
Libertaria. «No hay discrepancia alguna, escribía El Socialista (5 de
septiembre) en apreciar que las organizaciones obreras hagan expresión de
protesta ante la demostración fascista que se intenta.»
Holgaban los taxistas, los tranviarios y el «Metro.» Y los
panaderos. El comercio permanecía cerrado. Se respiraba un aire de tragedia y
se oía el eco de los tiroteos entablados entre los huelguistas y la fuerza
pública. El Ministro de la Gobernación ordenó la clausura de los Centros de
sociedades obreras. La Intendencia Militar facilitó pan a los establecimientos
benéficos y muchos comerciantes decidieron abrir sus tiendas, al ver el
despliegue de fuerzas de vigilancia en las calles.
A pesar del amenazador aspecto de la capital y de los
peligros que ofrecía la circulación, el cine Monumental, donde se celebró la
Asamblea, estuvo abarrotado. Los catalanes desafiaron todos los riesgos para
llegar hasta el local. Se hallaban en el escenario los jefes de la C. E. D. A.
y agrarios, diputados del grupo republicano-demócrata, monárquicos y ocho de la
Lliga Catalana. Los oradores Travería, Santacruz, Bofarull y Anguera de Sojo
expusieron al detalle la situación anárquica del campo en Cataluña. «No podemos
vivir, decía uno de los oradores. Los agricultores somos despojados de las
cosechas.» «La revisión de contratos de cultivos ha provocado 30.000 juicios.»
El presidente del Instituto, Cirera, declaraba que existían 200.000
propietarios para 700.000 hectáreas, con lo cual se podía comprender cuál era
la situación del campo catalán, «donde se vive en pleno bandolerismo, con el
orden público monopolizado por un partido político». Prometió Gil Robles exigir
al Gobierno el cumplimiento estricto de la sentencia dictada por el Tribunal de
Garantías, y si bien reconocía a Cataluña «el derecho a una autonomía de
acuerdo con su personalidad, estimaba el Estatuto la consecuencia de un pacto
inconfesable para repartirse jirones de patria». Se debe cumplir la sentencia,
insistían Martínez de Velasco y Melquíades Álvarez, «y si el Gobierno faltando
a su deber quiere llegar a la mansedumbre debilitado y sin prestigio, como
autoridad representativa de una nación pisoteada y escarnecida, es mejor que
abandone el poder». Las aspiraciones de los asambleístas se concretaron en unas
conclusiones: se ratificaba el carácter apolítico del Instituto; se pedía el
cumplimiento inmediato de la sentencia dictada por el Tribunal de Garantías;
que el Estado asumiera el ejercicio del Orden público en Cataluña «para el
cumplimiento más unánime y ponderado de la función peculiar». Se pedía también
que la Administración de Justicia en Cataluña dejara de estar intervenida por
un partido político.
El balance de los disturbios y luchas callejeras entre
huelguistas y la fuerza pública dio seis muertos, doce heridos, un guardia de
Seguridad gravemente herido y centenares de detenidos. «La clase obrera,
escribía El Socialista (9 de septiembre) demostró ayer que no se la vence con
facilidad. Debemos estar orgullosos los asalariados de esta jornada. Pronto se
nos abrirán las puertas de la victoria.»
* * *
El acto de Madrid soliviantó a la Esquerra. «El Instituto
Catalán de San Isidro —afirmó Companys— se ha convertido en foco de resistencia
contra la ley de Cultivos. Esto no lo consentiremos.» Los diarios nacionalistas
reclamaban medidas severas y ejemplares contra quienes de esa manera
«prostituían la ciudadanía catalana». No se hicieron esperar. Dencás ordenó la
clausura del Instituto (11 de septiembre). Mientras tanto, los consejeros
Gassol y Martí Esteve tramitaban las valoraciones pendientes de Obras Públicas,
leyes sociales y derechos reales relacionados con el traspaso de servicios.
El ambiente estaba electrizado y los deseos de motín y
desorden eran manifiestos y continuos. Se veía en la Audiencia Provincial de
Barcelona ante el Tribunal de Urgencia (9 de septiembre) la causa contra el
abogado José María Xammar, acusado de desobediencia grave al Presidente del
Tribunal, que pocas semanas antes juzgó al director del semanario La Nació
Catalana. Xammar actuó en aquella ocasión como defensor. Los grupos
separatistas convocaron a sus afiliados en las inmediaciones de la Audiencia.
El rebullicio de los congregados, que sumaban cerca del millar, denunciaba su
anhelo de promover disturbios. Transcurrió el juicio sin incidentes y cuando el
presidente del Tribunal, llamado Emperador, después de oír el informe del
fiscal, Manuel Sancho, hizo pública la sentencia condenatoria de mil pesetas de
multa o subsidiariamente un mes de arresto, estalló un alboroto que enseguida
degeneró en motín. Alguien lanzó un pisapapeles contra el presidente. Escamón o
mejor esbirros al frente de los cuales iba Badía, jefe de los Servicios de
Orden Público de la Generalidad, invadieron el estrado; tras de ultrajar a los
magistrados del Tribunal, destrozaron los muebles y desgarraron la bandera
nacional.
El Fiscal protestó con fuertes voces contra aquel atropello
«incivil y salvaje» y en réplica Badía ordenó a sus secuaces que lo detuvieran
y trasladaran a la Comisaría General de Policía. No menos grave era lo que
pasaba en la calle: las turbas entre mueras y denuestos contra España,
apedreaban la Audiencia; la enseña republicana, arrancada del automóvil del
juez, era pisoteada, y paseado en triunfo el procesado Xammar a los gritos de
«¡muera la justicia española!» El fiscal de la Audiencia pidió al Fiscal de la
República «la suspensión en Barcelona de todos los juicios orales mientras no
se garantice el orden público y la seguridad personal de los funcionarios
nacionales».
De gravísimo calificó lo ocurrido el ministro de la
Gobernación, y aunque se obtuvo la libertad del fiscal, tras de seis horas de
detención, el suceso hacía pensar al Gobierno en la necesidad de rescatar los
servicios de Orden público confiados a la Generalidad, previa declaración del
estado de guerra. Fue convocada con urgencia la Junta de Seguridad de Cataluña
(10 de septiembre), con arreglo al Estatuto, y al exponer el ministro de la
Gobernación, presidente del Organismo, que se examinara si procedía anular al
Gobierno autónomo los servicios de Orden público, los representantes de la
Generalidad, uno de ellos Dencás, prometieron acabar con los desórdenes e
impedir la repetición de actos como los ocurridos en la Audiencia. Los
consejeros de la Generalidad debieron de comprender que la índole de los
sucesos justificaría medidas extremas por parte del Gobierno y optaron por dar
satisfacciones.
Como reparación al atropello a la Justicia, Badía dimitió
(12 de septiembre) la Jefatura de los Servicios de Orden Público. «El Gobierno
de Cataluña —explicó— necesita mi dimisión.» Gesto para cubrir las apariencias,
porque en realidad la dimisión no alteraba nada. El Consejero de Justicia,
Lluhí, en comunicación al presidente de la Audiencia le decía: «Los magistrados
don Antonio Iturriaga, don Mariano González Andía, don Jovino Fernández Pena,
don Laureano Villacastín, don Enrique Cerezo y don Agustín Altés no cuentan con
la confianza de la Generalidad y ésta no podrá lamentar que dejen de prestar
servicio.» El delito de los magistrados había consistido en el envío de un
telegrama de protesta al ministro de Justicia, contra las injurias de que
fueron objeto algunos compañeros de toga. Dencás rubricaba: «El orden público
está boicoteado por los encargados de administrar justicia.» Tres magistrados
del Tribunal Supremo llegaron a Barcelona para esclarecer lo ocurrido en la
Audiencia, y los magistrados de Barcelona que habían abandonado sus puestos se
reintegraron a sus cargos. «Los magistrados, escribía L’Opinió, órgano
del Consejero de Justicia han de decir con su actitud si son lo bastante
caballeros y qué estimación les merece su honor, advirtiendo que aunque
admitamos que ahora han procedido con tozudez, y el quedarse por el momento
donde están, suponga que han ganado una batalla, muy pronto habrán de
marcharse, y cuando más tarde peor quedarán.»
Todos los partidarios de la Esquerra, y con ellos los grupos
nacionalistas, están convencidos de que se acercan días críticos y
trascendentales, en que el problema catalán se resolverá con soluciones
definitivas. El homenaje anual al «conseller» Casanova, celebrado el 11 de
septiembre, daba a entender por sus proporciones y virulencia que se vivía en
vísperas de guerra. Fue más desbordado que nunca y el odio contra España se
manifestó al rojo vivo durante toda la jornada.
Ante el monumento, sepultado bajo montañas de flores,
desfilaron dos Compañías de Seguridad y todas, sin dejar una, las asociaciones
políticas, culturales, deportivas y laborales de los grupos nacionalistas:
separatistas vascos, con Aguirre al frente, el cual al pie del monumento arengó
el concurso con palabras desafiantes para «el poder tiránico opresor de las
libertades catalanas y vascas». De la mañana a la noche, sin interrupción las
estrofas de Els segadors sonaron como un largo y profundo rugido colérico.
En contraste, ese mismo día eran llevados en conducción ordinaria a Barcelona
desde Olesa de Montserrat, para ser encerrados en calabozos, noventa y un
tradicionalistas por asistir uniformados y con boina roja a un mitin autorizado
por el Consejero de Gobernación.
«Vienen días de intranquilidad que a mí mismo me dan miedo,
anunciaba Companys en un mitin celebrado en Gandesa. (17 de septiembre). Los
postulados del 14 de abril van desapareciendo. Quieren hundir a la República en
indignidad y oprobio. Nada ni nadie podrá contra Cataluña.» Por un decreto del
Presidente de la Generalidad (20 de septiembre) era designado consejero de
Obras Públicas Mestres y de Gobernación Dencás, que hasta entonces desempeñaba
el cargo provisionalmente, por enfermedad del titular. Las organizaciones de
milicianos, a partir de este momento harán con más escandalosos alardes sus
preparativos, conscientes de que gozan de impunidad para cualquier género de
excesos. Llegan noticias de las depredaciones realizadas por los rabassaires en
las provincias catalanas. La determinación del juez especial de dictar auto de
procesamiento contra el ex jefe de servicios de Orden Público, Miguel Badía, y
el anuncio de un homenaje al procesado, organizado por el Consejo del Casal de
la Esquerra y el Estat Catalá, son hechos simultáneos. «Tenemos puesta en ti
toda nuestra confianza», se dice en la convocatoria, a la vez que se hace
público su nombramiento de jefe de las juventudes del Estat Catalá. El homenaje
se celebró en el Palacio de Bellas Artes, con asistencia de millares de
personas. En sitio preferente se hallaban el presidente y consejeros de la
Generalidad, el alcalde de Barcelona y los directivos de los partidos
nacionalistas, que aplaudían con encendido entusiasmo los ataques de los
oradores «a la justicia forastera». Dencás pidió a los «futuros soldados del
Ejército liberador de Cataluña» que estuvieran alerta, «pues muy pronto seréis
llamados a cumplir altos designios». Las palabras de Ventura Gassol alcanzaron
los más altos agudos ofensivos: «Nuestro odio contra la vil España es
gigantesco, loco, grande y sublime; hasta odiamos el nombre, el grito y la
memoria, sus tradiciones y su sucia Historia... Estad alerta: el que tenga hoz,
con la hoz; el que tenga herramientas, con ellas; el que sepa manejar el
volante, dispuesto a ir al coche o al avión.» Badía dio la seguridad a los
congregados de que estaba a punto e instruida una fuerza de choque formada bajo
su dirección, «que podrá convertirse en el Ejército que defienda las libertades
de Cataluña en su integridad y de manera absoluta».
A todo esto el reglamento para la aplicación de la ley de
Contratos de Cultivos aprobada por el Parlamento Catalán el 14 de junio había
sido publicado en el «Boletín Oficial de la Generalidad» (13 de septiembre),
con la protesta del Instituto Agrícola Catalán de San Isidro y de otras
entidades agrarias. «Sólo se ha cambiado, algo, advirtió Companys, la
estructura de las Comisiones arbitrales, que se convierten en organismos del
tipo de Jurados mixtos. Desde el primer momento dijimos que la ley sería aplicada.»
Todo lo cual no impiden las negociaciones sobre traspasos de servicios: se
firma (22 de septiembre) el convenio entre el Patronato Nacional de Turismo y
la Generalidad para el desarrollo del turismo en la región autónoma. Las quejas
en la Prensa afecta a la Generalidad sobre el mal negocio que el traspaso de
servicios supone para Cataluña son constantes.
El más leve incidente, la más pequeña fricción se convierte
en conflicto. Un oficio del jefe del Gobierno al presidente de la Generalidad,
que delimita las atribuciones del Estado autónomo en relación con los traslados
de funcionarios del poder judicial, origina una violenta réplica de Companys.
«Velaría, dice la respuesta (25 de septiembre), un aspecto importante de mi
pensamiento si no expresara a V. E. que el empleo de la palabra «disponiendo»
que figura en la comunicación no me parece lo más adecuado, porque implica una
subordinación que no resulta de ningún precepto legal ni de la jerarquía del
cargo que ostento, cuya defensa me es obligada, haciendo caso omiso de toda
consideración personal.» Y añadía: «El Consejo Ejecutivo de la Generalidad me
encarece ponga en conocimiento de V. E. que una vez estudiados los términos de
la comunicación, no ha considerado procedente comunicar a ninguna autoridad a
él subordinada la interpretación que acerca de disposiciones vigentes, tanto de
la Constitución como del Estatuto se hace en la misma, por cuanto mereciendo la
máxima atención por la extraordinaria competencia de las personas que la
formulan, no puede tener fuerza de obligar dentro de Cataluña, ni discrepar de
la que le da el Gobierno autónomo». Samper confiesa que se resiste a creer en
la autenticidad del documento: «Me parece demasiada pedantería —exclama.» «El
escrito del Presidente de la Generalidad, comentaba A B C (27 de septiembre) es
insolente y constituye un desacato al poder público y una manifestación
sediciosa, por cuanto que cínicamente niega la jurisdicción del Estado y de su
órgano ejecutivo en Cataluña.»
El Gobierno acuerda (27 de septiembre) dirigirse en adelante
por conducto del Tribunal Supremo al presidente de la Audiencia de Barcelona,
siempre que haya de transmitirle órdenes, prescindiendo de la Generalidad, y
querellarse al Tribunal de Garantías Constitucionales contra el Gobierno
autónomo, por los términos injuriosos e irrespetuosos empleados por el
Presidente Companys en su comunicación. Se ordena también que los jueces
especiales «puedan disponer de la policía y fuerzas de Seguridad y de la Guardia
Civil para el cumplimiento de la labor que les encomiende el Poder central».
El momento es grave, comenta Companys, y a la vista de las
críticas circunstancias suspende los viajes que tenía proyectados. En los
departamentos del Gobierno catalán se advierte una actividad insólita dedicada
a preparativos que no son los específicos de oficinas y despachos. Desde el día
24 se hallan en Barcelona los diputados nacionalistas vascos Aguirre e Isasi,
llegados para tratar con los dirigentes de la Esquerra de la reintegración a
las Cortes de sus respectivas minorías. Los catalanes creían que con la
solución que habían dado al conflicto de la Ley de Cultivos desaparecía la
justificación de su ausencia del Parlamento de la República. Los nacionalistas
vascos, por su parte, encontraban procedente volver ante el probable
falseamiento de los problemas de su pueblo», según expresaba Aguirre.
¿Conduciría a algo positivo esta reintegración? «Dencás estimaba que la
revolución estaba cercana y las izquierdas españolas darían un golpe para el
cual vascos y catalanes debíamos estar preparados. Companys creía, por el
contrario, que el movimiento socialista no se produciría por falta de
preparación suficiente». Gassol refirió a Aguirre la conversación que había
sostenido con el cardenal Pacelli a su paso por Barcelona camino de América.
El ex ministro de Hacienda, Carner, falleció en Barcelona
(27 de septiembre) en el seno de la Iglesia Católica, y su entierro fue
religioso, con asistencia de Azaña, Prieto, Fernández de los Ríos, Casares
Quiroga y los más conspicuos personajes del nacionalismo catalán. La presencia
de los ex ministros en días de tan alta fiebre emocional y política sirvió de
motivo para las más variadas especulaciones en relación con acontecimientos que
se consideraban en puerta.
Cambó creyó un deber avisar a la opinión catalana de lo que
se preparaba y en un discurso en el Palacio de la Música Catalana (29 de
septiembre) habló de «los nacionalismos bullentes». Ridiculizó la
«particularidad grotesca del nacionalismo vasco, cuyas asambleas han sido
presididas por un socialista enemigo del nacionalismo». Cataluña, añadió, pasa
por momentos difíciles. «Aunque el separatismo fuese un negocio la Lliga
entiende que Cataluña no ha de ser separatista; le alejaría de Valencia y
Mallorca y dejaría de ser una finalidad como pueblo. Ni hemos perdido la fe en
España ni queremos perder nuestro contacto con ella.» Otro diputado de la
Lliga, don Fernando Valls y Taberner, en un folleto titulado En las horas
confusas, examinaba los perjuicios causados a Cataluña por las desviaciones del
nacionalismo. Pedía su inmediata corrección a fin de enderezar el espíritu
público, «extirpando del mismo los factores psicológicos de disgregación
política y social y los gérmenes intelectuales de subversión y desorden». «Es
preciso salvar en Cataluña el espíritu ancestral del patriotismo español,
considerándolo como ampliación natural y complemento necesario del patriotismo
catalán.»
Estos llamamientos a la prudencia y al tradicional seny
catalán equivalía a predicar en desierto. La suerte estaba echada. Sólo había
una voz y un jefe: Companys. «El presidente Companys, escribía L’Humanitat (29
de septiembre) tiene al pueblo catalán a su lado y las formaciones de la
política militante a su absoluta disposición. Él sabrá servirse de esta enorme
fuerza ciudadana. En paz o en guerra, es igual. Ninguno discutirá su mandato.
Faltar hoy a la disciplina será desertar del deber y desconocer los altos
intereses de la patria. Creemos que no hay un solo catalán digno, capaz de
faltar a esta lealtad y a esta disciplina.»
* * *
Falange Española preparaba su Congreso Nacional, que debía
aprobar los Estatutos de la Organización y elegir Jefe o Junta de Mando, según
se optara por el mando único o plural. José Antonio visitó durante el mesde
septiembre los centros falangistas de Bilbao, Santander y Pamplona. En estas
dos últimas ciudades pronunció conferencias. El partido ganaba adeptos en las
ciudades del Norte. Con el propósito de cortar sus vuelos y aplastarlo de raíz,
los socialistas planearon un escarmiento ejemplar. En la mañana del 10 de
septiembre caía asesinado a tiros en la calle de Prim, en San Sebastián, Manuel
Carrión Damborenea, gerente del Hotel Ezcurra, jefe entusiasta del falangismo
donostiarra. En la misma jornada, a las nueve de la noche, también en San
Sebastián, un disparo segaba la vida de Manuel Andrés Casaus, cuando cruzaba
por la calle de Peña y Goñi. La víctima había sido gobernador de Navarra y
Zaragoza y Director General de Seguridad con Azaña. Era un revolucionario
activo, audaz y fanático. Para asistir al entierro de Carrión llegaron a San
Sebastián José Antonio y Ruiz de Alda, con un grupo de dirigentes de Falange.
El entierro de Andrés Casaus fue presidido por Azaña, Prieto y Casares Quiroga.
Una muchedumbre espesa y turbulenta acompañó al cadáver hasta el cementerio. A
la entrada de éste, entonó la Internacional.
José Antonio Primo de Rivera, bien informado del asalto que
prepara la revolución, «golpe de técnica perfecta», considera que cumple un
deber dirigiéndose por carta (24 de septiembre) al general Franco, comandante
general de Canarias. «Parece —le dice— que el Gobierno tiene el propósito de no
sacar el Ejército a la calle si surge la rebelión.» Le da cuenta de una visita
realizada por José Antonio al ministro de la Gobernación, para ofrecerle
«nuestros cuadros de muchachos, por si llegado el momento quería dotarlos de
fusiles», pero cree que el ministro «ni siquiera llegó a darse cuenta de lo que
le dije». «El Estado español en manos de aficionados, no existe.» Una victoria
socialista «tiene el valor de invasión extranjera, porque el socialismo recibe
sus instrucciones de una Internacional.» «El alzamiento socialista va a ir
acompañado de la separación, probablemente irremediable, de Cataluña.» «Si se
proclama la república independiente de Cataluña, no es nada inverosímil, sino,
al contrario, que la nueva república sea reconocida por alguna potencia.
Después de eso, ¿cómo recuperarla? De seguro usted —termina diciéndole al
general— se ha planteado temas de meditación acerca de si los presentes
peligros se mueven dentro del ámbito interior de España o si alcanzan ya la
medida de las amenazas externas, en cuanto comprometen la permanencia de España
como unidad.»
* * *
La juventud de Acción Popular había preparado un programa de
asambleas que se celebrarían en lugares escenarios de epopeyas históricas. La
primera de ellas en Covadonga. Apenas divulgado el propósito, los socialistas
hicieron saber que lo impedirían con la huelga general. En su decisión se
vieron secundados por la multiplicidad frondosa de grupos revolucionarios
asturianos y en la noche del 7 de septiembre, víspera del día señalado para la
concentración de Acción Popular, los mineros apelaron a toda clase de medios,
aun los más bárbaros, para hacer intransitables los caminos que conducían a la
Cueva. Prosiguieron en su faena destructora al día siguiente; volaron la línea
férrea y un puente en Camporada; derribaron árboles, cruzándolos en la
carretera; cortaron las líneas telefónicas y eléctricas; sembraron los caminos
de tachuelas y cartuchos, y agredieron a tiros y pedradas a los contados coches
que se atrevieron a circular. A pesar de tantas trabas y obstáculos, se
reunieron en Covadonga unas cinco mil personas. «Todo lo hemos soportado por
España, dijo Gil Robles en el discurso que cerró el acto, pero de ahora en
adelante, no.» Y agregó: «Para ensayos ya basta; la experiencia está
íntegramente hecha. Ya hemos concluido nuestra difícil tarea. No hemos puesto
obstáculos; los hemos removido. No hemos derribado Gobiernos; los hemos ayudado
en circunstancias difíciles. No hemos sido elementos de perturbación, sino
constructivos de la política española. Cuando ni aun con esa ayuda ni con esa
buena voluntad ha sido posible que las cosas marchen por el camino que debían,
nuestro camino está despejado. Ni un momento más; pero si no se encuentran con
fuerza para hacerlo, que se aparten, porque los arrollaremos. No consentiremos
ni un momento más que continúe este estado de cosas.» Aquellas palabras eran la
liquidación del crédito de confianza concedido por la C. E. D. A. al Gobierno,
cuyos días, a partir de entonces, estaban contados. En el Consejo de ministros
(12 de septiembre) se planteó el problema político. Se discutió si la crisis
debía de ser o no ante las Cortes, y se acordó dejar al presidente del Consejo
en libertad para decidir. El tema de la crisis adquiere preferencia sobre
cualquier otro. El día 17, Gil Robles visita al Presidente de la República.
Los ministros radicales se dividían en dos tendencias: los
partidarios de la dimisión ante el Parlamento y los que creían más acertado
adelantarse a los acontecimientos, con una crisis que diera motivo a un
Gobierno fuerte que refrendara una labor inmediata contrarrevolucionaria. «No
se trataba —opinaba el ministro de la Gobernación— de un cambio de ministerios,
ni de una vuelta para hallar una posición más cómoda sobre el lecho
parlamentario. Era, sencillamente, la decisión de un rumbo a seguir, la adopción
de actitudes definitivas frente al estado de revolución en que el país se
hallaba». En lo que había unanimidad absoluta, proclamada en reunión del
partido radical (29 de septiembre), era «en no apoyar al Gobierno que no esté
presidido por Lerroux». En cuanto a colaborar con la C. E. D. A., el jefe
radical contaba con la confianza de los diputados, para hacer lo que estimase
conveniente. En una nota oficial, el partido, después de solidarizarse con la
obra y la responsabilidad del Gobierno presidido por Samper, ratificaba «que no
opone, ni admite ni soporta vetos para partidos ni para sus hombres, y en una
obra de gobierno, para garantizar la libertad, hacer cumplir la ley, mantener
la paz y convivencia social, defender la república y la patria, el partido
radical se consideraba compatible con todos los partidos y programas políticos
que hayan aceptado la legalidad republicana». Lo cual equivalía a dar por
válida la colaboración con la C. E. D. A. y los agrarios.
Todo estaba dispuesto para el solemne traspaso de poderes.
¿Qué hacía entre tanto el Gobierno desahuciado? Se congratulaba por la elección
de España para el Consejo de la Sociedad de Naciones con solo un voto en
contra; anunciaba economías en los presupuestos y nuevas medidas para reducir
las rebeldías de Cataluña y de los ayuntamientos vascos; se ocupaba también del
Concordato con la Santa Sede. El ministro de Estado y embajador en el Vaticano,
Pita Romero, preparó un anteproyecto al que Alcalá Zamora opuso veintidós
reparos; tres encaminados a ampliar las garantías de la Iglesia y diecinueve a
defender las del Estado. El 18 de junio se iniciaron las negociaciones. El
Nuncio visitaba al Presidente de la República y coincidía con Alcalá Zamora,
según éste, «en apreciar la urgencia, como esencial en las negociaciones antes
de que se acentúe en el Gobierno español mayor predominio de derechas, que
haría paradójicamente más difícil el Convenio, y, naturalmente, menos duradero.
Conoce y ha informado ya en Roma del documento de protesta contra la
negociación inspirado por Goicoechea y otros monárquicos españoles». A pesar
del gran deseo por acelerar las negociaciones, éstas se desarrollan con gran
lentitud. Los escollos principales, entre otros, eran el de la concesión de
efectos civiles al matrimonio canónico, exenciones en el servicio militar y el
Tribunal de la Rota. Que las dificultades van en aumento lo dice el ministro
español Pita Romero, al hacerse intérprete (26 de agosto) del deseo expresado
por la Secretaria de Estado de negociar un «modus vivendi» de poca amplitud, en
espera de ambiente más favorable. Ello es debido a una decisión de la Santa
Sede, que se hace patente, de no tratar sobre el texto del anteproyecto. Se
paralizan las negociaciones y Pita Romero regresa a Madrid. Alcalá Zamora
atribuye la interrupción a que enterados en Roma de la alianza de Lerroux con
Gil Robles, y a que el Gobierno Samper vive de precario y es prácticamente
interino, consideran más razonable negociar con el futuro Ministerio que, según
todos los indicios, será de más acentuada significación derechista.
El Presidente de la República, que en el mes de junio
presenció, acompañado de los ministros de Marina y Hacienda, unas maniobras
navales en el Mediterráneo a bordo del acorazado Jaime I, pasó el mes de Julio
y Agosto en la Granja y en Galicia, y el 23 de septiembre se traslada a
Valladolid para asistir a la sesión de apertura del Congreso Nacional de
Riegos. Ésta se celebra en el Teatro Calderón. Alcalá Zamora vaticina la
proximidad de días venturosos y radiantes, sin duda para apartar la atención de
sus oyentes del espectáculo dramático que ofrece en aquellos momentos el país.
«Al alcance de vuestra voluntad está —¡oídlo bien, españoles!— en plazo
cortísimo inmediato una era de prosperidad y de bienestar como hace siglos no
la ha conocido España; una coyuntura histórica que no tenemos el derecho, que
no podemos cometer el crimen de despreciar. Economía sana, presupuesto
nivelado, poca deuda exterior, con una transformación política en paz y orden,
compensado el antiguo desgaste de las guerras civiles. Por todo eso, al alcance
de la España de nuestro tiempo se muestra un porvenir de grandeza y bienestar
como jamás pudo soñarse.» El Presidente de la República se arriesgaba a
pronosticar: «En el año 1935 y, si me apuráis, en los meses que quedan del 34,
el horizonte de la grandeza española puede aparecer diáfano y sin nubes, si los
españoles queremos que España sea uno de los paraísos relativos de la tierra.
La impaciencia y la inquietud española no tienen justificación.» En el
escenario «aplaudieron con frenesí y afirmaron suscribir íntegro el discurso
hombres de significación política tan opuesta como Gordón Ordás, Gil Robles y
Martínez de Velasco» .
En los montes de León se celebran (26 de septiembre) unas
maniobras militares, con participación de 22.000 soldados, dirigidos por el
general López Ochoa, inspector general del Ejército, y los generales de Estado
Mayor Masquelet, Martínez Cabrera y Villa Abrille. El Presidente de la
República presencia los ejercicios, realizados entre Astorga y León. Ha salido
de Madrid, desoyendo las voces amigas que le aconsejaban no emprendiera un
viaje expuesto a misteriosos peligros. El ministro de la Guerra, Hidalgo, invitó
al comandante general de Baleares, general Franco, a acompañarle como asesor,
si bien el verdadero fin de la invitación era que el general se encontrara en
Madrid, cerca del ministro, en los azarosos días que se anunciaban.
* * *
De León se traslada el Presidente de la República a
Salamanca, con lucido cortejo de cuatro ministros, altos cargos y diputados,
para asistir al homenaje nacional que se le tributaba a Unamuno con motivo de
su jubilación. (30 de septiembre). El programa rebosa complacencias y
amabilidades para el eminente profesor. Se le confiere el rectorado vitalicio
de la Universidad de Salamanca, se crea la cátedra Miguel de Unamuno, dando
también su nombre al Instituto de Segunda Enseñanza de Bilbao. A esta exaltación
se han asociado con sus rectores todas las Universidades españolas y la de
Coimbra. En el Paraninfo de la Universidad salmantina, imantada de historia y
de cultura, en un ambiente de magnificencia, con un auditorio en el que
predominaban los intelectuales, se le invistió de doctor «honoris causa» al
poeta y profesor portugués Eugenio de Castro, que leyó un discurso de
emocionada gratitud y de elogio para Unamuno. A continuación éste dio su última
lección. «Día a día, afirmó Unamuno, he venido labrando mi alma y labrando las
de otros jóvenes en el oficio profesional de la enseñanza universitaria y del
aprendizaje. Que enseñar es, ante todo y sobre todo, aprender.» «He dicho
alguna vez, con escándalo acaso de ciertos pedantes, que la verdadera
universidad popular española ha sido el café y la plaza pública.» Su acción
pública en toda España, durante treinta y cuatro años de cátedra oficial y aun
desde antes, se dedicó a buscar la tradición histórica nacional, fuente de su
progreso y ventura y hasta de sus revoluciones en el tesoro del habla, del
lenguaje. «Tened fe en la palabra, que es la cosa vivida; sed hombres de
palabra, hombres de Dios, Suprema Cosa y Palabra Suprema, y que Él nos
reconozca como suyos en España.» Con un discurso muy floreado del Presidente de
la República y el descubrí miento de un busto del rector, obra de Victorio
Macho, terminó el acto.
De la recepción que tuvo el Presidente de la República en
Salamanca, decía Alcalá Zamora que había durado más que ninguna de cuantas
llevaba presenciadas hasta la fecha. Terminada una jornada tan pictórica de
satisfacciones, el Presidente de la República y los ministros salieron para
Madrid, conscientes de que llevaban con ellos, como puede transportar un
terrorista una carga infernal oculta en su maleta, un explosivo de potencia
descomunal que se llamaba crisis. Suceso sabido de todos, cuyas consecuencias sería
una revolución prevista y anunciada desde hace meses, y organizada a la vista
del público. El 2 de octubre Samper dejará el Gobierno y, de conformidad con lo
convenido, la crisis habrá de producirse en el Parlamento. Y acto seguido
estallará la revolución.
La sesión de Cortes comienza con un discurso del jefe del
Gobierno, para explicar cuál es el panorama político, que el orador describe
con las tintas más suaves y pálidas que encuentra en su paleta: «Desde el 4 de
julio —exclama—, ¡cuántas cosas han sucedido! La tregua estival ha sido para mí
y para el Gobierno lenta, pesada, atormentadora. Aprobamos unos presupuestos
que no tenían padre conocido: eran producto de una especie de poliandria
administrativa. Tardíos y maltrechos. Quedó el Gobierno obligado a una labor
presupuestaria y a reducir el déficit.» Samper afirmó que el Gobierno había
cumplido el compromiso y los presupuestos serían leídos en próxima sesión.
Respecto a la Ley de Cultivos, «tenía el convencimiento íntimo de que la ley no
había sido aplicada por ningún Tribunal de Cataluña». Explicó el proceso del
conflicto «hasta que se facultó al Gobierno de la Generalidad para refundir los
textos del Reglamento con la Ley del 14 de junio, refundición que representaba
la prevalencia del Reglamento sobre la Ley, puesto que el Reglamento también
tiene carácter y fuerza de ley». Opinaba el Gobierno que la nueva ley se
ajustaba a la Constitución y al Estatuto. La «arbitraria detención del fiscal,
señor Sancho, tuvo como consecuencia la destitución de Badía», y si fue cierto
que a éste se le tributó un homenaje, no menos verdad era que la Generalidad
nada tuvo que ver en su organización. Para el futuro, «el Gobierno ha redactado
el oportuno proyecto de ley, regulando las funciones del representante del Estado
en Cataluña, que, según dispone el Estatuto, es el propio presidente de la
Generalidad». En cuanto a la desobediencia de las provincias vascas, el
Gobierno había cumplido con su obligación al impedir las elecciones de los
Ayuntamientos, «dispuestos a conseguir por la fuerza lo que se les ofrecía de
tan buen grado». Como mérito final, alegaba Samper la diligencia del Gobierno
«para desarticular el movimiento subversivo con el que se le amenazaba.
¿Estarían conformes con la Memoria y balance de cuentas los
verdaderos accionistas del Gobierno? ¿No pecaban de ingenuas las declaraciones
y ponían en evidencia lo frágil y vulnerable de aquél? Se levantó Gil Robles
para analizar la obra del Gobierno y la responsabilidad indirecta «en que hemos
incurrido por la confianza que le otorgamos». En el asunto de Cataluña, el
«error del Gobierno ha consistido en que ha prescindido por completo del
problema político para reducirlo a los términos de una interpretación
jurídica». Se lamentaba «de que no se diese importancia a la detención de un
funcionario en ejercicio de facultades de justicia, por el poder ejecutivo de
Cataluña, y al homenaje al autor del atropello, homenaje en el cual quedó tan
mal parado el nombre de España como la autoridad de los que mandan al no haber
sabido imponerse debidamente en momento alguno». Sin embargo, algo bueno tenía
en su haber el Gobierno: «en estos meses difíciles ha servido para demostrar
que las vías de concordia y transacción son imposibles, porque las dos partes
no proceden con el mismo deseo y la misma buena fe.» «Ha demostrado que hace
falta una rectificación política que S. S. no está en condiciones de acometer.»
Es evidente, añadía Gil Robles, que desde la constitución de esta Cámara «nunca
la mayoría de la misma se ha reflejado en la composición numérica del Gobierno
y si la situación se prolonga más de lo conveniente, se falseará la esencia del
régimen parlamentario y la misma base fundamental del Estado. Y como tenemos la
conciencia de nuestra fuerza, invitamos a todas las fracciones de la Cámara a
que precisen si las situaciones anormales que llevan aparejada la debilidad de
los Gobiernos pueden perpetuarse a través de una serie de combinaciones en las
cuales no resplandece la voluntad del país, expresada claramente en las
elecciones de noviembre y reflejada en la composición de la Cámara».
El discurso del jefe de C. E. D. A. dejó fulminado al
Gobierno. La sala era una colmena rumorosa, pero ningún diputado pedía la
palabra. El jefe del Gobierno, después de insistir en que creía haber cumplido
su obligación, rogaba a los jefes de los grupos parlamentarios, «especialmente
a los que han contribuido con sus votos a sostener la situación actual, a que
expresaran su opinión. El Gobierno se lo agradecerá.» No se levantó nadie.
Entonces el ministro de Comunicaciones abandonó el banco azul para ocupar un
escaño en la minoría agraria. Sonaron aplausos. Poco después, el ministro de
Instrucción Pública le imitó. El Gobierno se desintegraba. Una invitación del
presidente de la Cámara a los jefes de minoría para que intervinieran, tampoco
fue atendida. Samper —al darse cuenta de su soledad y de que únicamente podía
contar consigo mismo— anunció que los ministros se retiraban a deliberar. Diez
minutos después se leía la comunicación oficial de la dimisión del Gobierno.
Las sesiones se suspendían hasta nuevo aviso. Era la sexta crisis planteada en
el transcurso de doce meses.
En la mañana del 2 de octubre comienzan las consultas: el
Presidente de las Cortes aconseja un Gobierno con mayoría parlamentaria;
Besteiro propone la disolución, pero advierte sus inconvenientes, y se
manifiesta contrario a la participación de la C. E. D. A. Opinaba Cambó que
debía constituirse un Gobierno integrado por los partidos representados en el
Parlamento que acatasen el régimen republicano. Martínez Barrio, Maura, Barcia,
de Izquierda Republicana, Sánchez Román y Tomás y Piera, de la Esquerra, se muestran
partidarios de la disolución. Fernando de los Ríos pedía el poder para los
socialistas. Azaña, por teléfono, desde Barcelona, consideraba urgentísimo
«instaurar una política que hiciera imposibles las agresiones al régimen, hasta
ahora consentidas, y devolviera al pueblo la confianza en la República». En
caso de disolución, «el que convoque a elecciones deberá no sólo restablecer la
legalidad, sino gobernar vigorosamente en sentido republicano antes de la
elección, además de calmar la justa indignación de algunas regiones». Los
nacionalistas vascos hicieron saber por su representante Vicuña que no
apoyarían a ningún Gobierno «que no restaure plenamente la normalidad
representativa democrática de los Municipios y Diputaciones del país vasco».
Lerroux, Gil Robles, Martínez de Velasco, Melquíades Álvarez y Pita Romero se
manifestaron partidarios de un Gabinete mayoritario.
Al atardecer, el Presidente de la República dio por
terminadas las consultas y encargó a Lerroux la formación del Gobierno. Toda la
noche y gran parte del día siguiente empleó el jefe radical en confeccionar la
lista, resumen de muchas visitas, largas negociaciones, pactos, zurcidos y
remiendos, para contentar o compensar a unos y disgustar lo menos posible a
otros. Por la tarde (día 3) facilitó la composición del nuevo Gobierno, que era
la siguiente: Presidencia, Lerroux; Estado, Ricardo Samper, radical; Justicia,
Rafael Aizpún, cedista; Guerra, Diego Hidalgo, radical; Marina, Juan José
Rocha, radical; Hacienda, Manuel Marracó, radical; Gobernación, Eloy Vaquero
Cantillo; Instrucción Pública, Filiberto Villalobos, liberal-demócrata;
Trabajo, José Oriol y Anguera de Sojo, cedista; Comunicaciones, César Jalón,
radical; Agricultura, Manuel Jiménez Fernández, cedista; Obras Públicas, José
María Cid, agrario; Industria y Comercio, Andrés Orozco Batista, radical.
Ministros sin cartera, Pita Romero, independiente, cuya particular denominación
política la daba su amistad con Alcalá Zamora y el jefe de los agrarios,
Martínez de Velasco.
Rafael Aizpún, navarro, era un jurisconsulto concienzudo y
eminente en su labor en el despacho y en el foro, que había tomado parte muy
activa en la discusión del Estatuto vasco; Jiménez Fernández, sevillano,
oriundo de Soria, concejal del Ayuntamiento de Sevilla en tiempos de la
Dictadura, catedrático de Derecho Canónico, se había significado como
propagandista especializado en temas sociales, demócrata cristiano en política,
fogoso, batallador y propenso a deslizamientos extremistas; José Oriol y Anguera
de Sojo, de ilustre familia catalana, perteneció a la Lliga Regionalista; al advenimiento
de la República, por su amistad con Maciá, figuró como personaje notorio del
nacionalismo. Fue gobernador de Barcelona y después Fiscal de la República, y
como tal sostuvo la acusación contra los procesados por la sublevación del 10
de agosto. Decepcionado por el cariz de la política catalana bajo el dominio de
la Esquerra, se adhirió a Acción Popular y organizó el partido en Cataluña.
Lerroux, que había prescindido de Guerra del Río, el
personaje más izquierdista del partido radical, conservó, sin embargo, a Rocha
en la cartera de Marina. Eloy Vaquero, el nuevo ministro de la Gobernación, era
cordobés, autodidacto, maestro y abogado, figura borrosa y sin relieve en el
partido radical, e ignorado como personaje político. César Jalón funcionario de
Correos y periodista, incondicional de Lerroux, había adquirido popularidad
como crítico taurino.
La designación de Vaquero para el Ministerio de Gobernación,
el puesto clave en aquellos momentos en que la revolución difundía sus órdenes
de movilización, sorprendió a todos. ¿Por qué había prescindido de Salazar
Alonso? «Conste —dijo Lerroux— que si no está en el Gobierno es porque no ha
querido.» No había tal cosa. Alcalá Zamora se había resistido hasta última hora
a admitir la participación de ministros cedistas en el Gobierno. «Le presenté
—escribe Lerroux— la lista con tres ministros de la C. E. D. A., procurando
dulcificar la violencia, con otras concesiones tácitas y no sé si comprendidas.
Por eso hube de sacrificar a Salazar Alonso con el pretexto de llevarle a la
alcaldía de Madrid; en realidad para no mantenerlo en contacto con la ya
maniática hostilidad de S. E. Por eso también di puestos en el Gobierno, con
cartera o sin ella, a personas muy dignas pero de la especial predilección de
don Niceto».
También Gil Robles estaba interesado en la continuación de
Salazar Alonso. Así se lo hizo saber en carta al interesado. «Hasta última hora
conservé la esperanza de que siguiera usted en ese ministerio. Trabajé por ello
cuanto me fue posible, pero las circunstancias no lo han permitido y tenemos
que resignarnos».
Aquella misma noche el jefe del Gobierno tomó posesión de su
cargo. Deslumbran los relámpagos y levanta remolinos el huracán revolucionario
que avanza. Los editoriales de El Socialista son concretos y terminantes: «Las
nubes van cargadas camino de octubre, escribe el 27 de septiembre: repetimos lo
que dijimos hace unos meses: ¡atención al disco rojo! El mes próximo puede ser
nuestro octubre. Nos aguardan días de prueba, jornadas duras. La
responsabilidad del proletariado español y de sus cabezas puede ser enorme.
Tenemos nuestro ejército a la espera de ser movilizado. Y nuestra política
internacional. Y nuestros planes de socialización.» Y el 30 de septiembre
añade: «¿Será menester que digamos ahora, como si descubriéramos un
Mediterráneo, que todo retroceso, que todo intento de volver a formar políticas
ya superadas encontrará inevitablemente la resistencia de los socialistas?...
Se nos habla —es cierto — de reconquistar la República para situarla de nuevo
en el 14 de abril. Ninguna garantía tenemos de que puestas las cosas en su
comienzo no tendrán un desarrollo idéntico al que tuvieron. No nos interesa un
nuevo ensayo. Lo hicimos una vez y nos salió mal. Quienes lo frustraron son los
llamados en todo caso al arrepentimiento... Nuestras relaciones con la
República no pueden tener más que un significado: el de superarla y poseerla.»
También los nacionalistas catalanes están apercibidos para
conquistar su república en la hora decisiva ya cercana. «Si hubiera que dar una
orden, la que fuese, dice L'Humanitat, órgano de Companys (3 de
octubre), la dará quien tiene la responsabilidad de la vida y de la libertad de
Cataluña: el Gobierno de la Generalidad.» Impacientes los comunistas esperan, a
su vez, en guardia, para saltar a la conquista del soñado Gobierno obrero y
campesino.
Marcelino Domingo, el ex ministro radical socialista, dirá:
«La revolución que necesita una orden para estallar es una revolución vencida».
Eufemismo para no decir que la revolución de octubre no sería una deflagración
voluntaria y espontánea provocada por causas sentidas y arraigadas en las masas
proletarias, sino una confabulación de partidos, inspirada por el despecho, la
ambición y un erróneo concepto de su fuerza.
CAPÍTULO 42.
ESTALLA LA ANUNCIADA REVOLUCIÓN
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