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CAPÍTULO 41.

DIMITE SAMPER Y LERROUX FORMA GOBIERNO

 

 

El Instituto Agrícola Catalán de San Isidro había proyectado una demostración en masa ante los poderes públicos de Madrid, para exponerles la desesperada situación del campo catalán. El 8 de septiembre los asociados del Instituto se concentrarían en la capital de España. La iniciativa encontró aliento y apoyo en la C. E, D. A., en los agrarios y en los republicanos independientes. Querían los organizadores sacar el problema de la órbita de la Generalidad, para darle carácter nacional, con el fin de buscar solución fuera del área autonomista. «Me subleva —exclamó Companys que esos señores vayan a expresar su protesta en Madrid en vez de hacerlo en Cataluña.» La respuesta más contundente la dio un grupo de pistoleros: invadieron el Instituto y después de destrozar ficheros y muebles, los prendieron fuego. Perpetraron el atropello con toda impunidad y a los dos días Joaquín Maurín, jefe del grupo troskista denominado Bloque Obrero y Campesino, declaraba en el Palacio de Artes Decorativas: «Somos los autores del asalto al Instituto y recabamos toda la responsabilidad», sin que de esta confesión se derivase ningún perjuicio para quien la hizo. Maurín aceptaba la ley de Contratos de Cultivos como «compás de espera», y por estar «íntimamente ligada a los problemas de la revolución española». Entendía que la solución de la Generalidad no daba la tierra a los campesinos y únicamente en cierta medida les aseguraba la posesión. «La solución histórica, añadía, corresponde al proletariado, en marcha hacia la revolución socialista».

El consejero Dencás, en cuanto supo el acuerdo del Instituto trató por todos los medios de impedir la salida de los agricultores hacia Madrid y «atendiendo finalidades de orden público» prohibió la partida de autobuses con asambleístas, «por faltarle elementos necesarios para garantizar la seguridad del viaje». A pesar de los muchos impedimentos y coacciones, más de dos mil catalanes, presididos por don José Cirera Volta, llegaron a la capital de España, en cinco de los diez trenes especiales contratados, en autocares y turismos. Algunos trenes y vehículos fueron apedreados y tiroteados en las proximidades de la ciudad. Al descender en la estación de Atocha, los asambleístas prorrumpían en vivas a España, pero enseguida se enfrentaban con un espectáculo desolador. La Casa del Pueblo había decretado la huelga general, de acuerdo con el partido comunista y con la Agrupación Sindicalista Libertaria. «No hay discrepancia alguna, escribía El Socialista (5 de septiembre) en apreciar que las organizaciones obreras hagan expresión de protesta ante la demostración fascista que se intenta.»

Holgaban los taxistas, los tranviarios y el «Metro.» Y los panaderos. El comercio permanecía cerrado. Se respiraba un aire de tragedia y se oía el eco de los tiroteos entablados entre los huelguistas y la fuerza pública. El Ministro de la Gobernación ordenó la clausura de los Centros de sociedades obreras. La Intendencia Militar facilitó pan a los establecimientos benéficos y muchos comerciantes decidieron abrir sus tiendas, al ver el despliegue de fuerzas de vigilancia en las calles.

A pesar del amenazador aspecto de la capital y de los peligros que ofrecía la circulación, el cine Monumental, donde se celebró la Asamblea, estuvo abarrotado. Los catalanes desafiaron todos los riesgos para llegar hasta el local. Se hallaban en el escenario los jefes de la C. E. D. A. y agrarios, diputados del grupo republicano-demócrata, monárquicos y ocho de la Lliga Catalana. Los oradores Travería, Santacruz, Bofarull y Anguera de Sojo expusieron al detalle la situación anárquica del campo en Cataluña. «No podemos vivir, decía uno de los oradores. Los agricultores somos despojados de las cosechas.» «La revisión de contratos de cultivos ha provocado 30.000 juicios.» El presidente del Instituto, Cirera, declaraba que existían 200.000 propietarios para 700.000 hectáreas, con lo cual se podía comprender cuál era la situación del campo catalán, «donde se vive en pleno bandolerismo, con el orden público monopolizado por un partido político». Prometió Gil Robles exigir al Gobierno el cumplimiento estricto de la sentencia dictada por el Tribunal de Garantías, y si bien reconocía a Cataluña «el derecho a una autonomía de acuerdo con su personalidad, estimaba el Estatuto la consecuencia de un pacto inconfesable para repartirse jirones de patria». Se debe cumplir la sentencia, insistían Martínez de Velasco y Melquíades Álvarez, «y si el Gobierno faltando a su deber quiere llegar a la mansedumbre debilitado y sin prestigio, como autoridad representativa de una nación pisoteada y escarnecida, es mejor que abandone el poder». Las aspiraciones de los asambleístas se concretaron en unas conclusiones: se ratificaba el carácter apolítico del Instituto; se pedía el cumplimiento inmediato de la sentencia dictada por el Tribunal de Garantías; que el Estado asumiera el ejercicio del Orden público en Cataluña «para el cumplimiento más unánime y ponderado de la función peculiar». Se pedía también que la Administración de Justicia en Cataluña dejara de estar intervenida por un partido político.

El balance de los disturbios y luchas callejeras entre huelguistas y la fuerza pública dio seis muertos, doce heridos, un guardia de Seguridad gravemente herido y centenares de detenidos. «La clase obrera, escribía El Socialista (9 de septiembre) demostró ayer que no se la vence con facilidad. Debemos estar orgullosos los asalariados de esta jornada. Pronto se nos abrirán las puertas de la victoria.»

* * *

El acto de Madrid soliviantó a la Esquerra. «El Instituto Catalán de San Isidro —afirmó Companys— se ha convertido en foco de resistencia contra la ley de Cultivos. Esto no lo consentiremos.» Los diarios nacionalistas reclamaban medidas severas y ejemplares contra quienes de esa manera «prostituían la ciudadanía catalana». No se hicieron esperar. Dencás ordenó la clausura del Instituto (11 de septiembre). Mientras tanto, los consejeros Gassol y Martí Esteve tramitaban las valoraciones pendientes de Obras Públicas, leyes sociales y derechos reales relacionados con el traspaso de servicios.

El ambiente estaba electrizado y los deseos de motín y desorden eran manifiestos y continuos. Se veía en la Audiencia Provincial de Barcelona ante el Tribunal de Urgencia (9 de septiembre) la causa contra el abogado José María Xammar, acusado de desobediencia grave al Presidente del Tribunal, que pocas semanas antes juzgó al director del semanario La Nació Catalana. Xammar actuó en aquella ocasión como defensor. Los grupos separatistas convocaron a sus afiliados en las inmediaciones de la Audiencia. El rebullicio de los congregados, que sumaban cerca del millar, denunciaba su anhelo de promover disturbios. Transcurrió el juicio sin incidentes y cuando el presidente del Tribunal, llamado Emperador, después de oír el informe del fiscal, Manuel Sancho, hizo pública la sentencia condenatoria de mil pesetas de multa o subsidiariamente un mes de arresto, estalló un alboroto que enseguida degeneró en motín. Alguien lanzó un pisapapeles contra el presidente. Escamón o mejor esbirros al frente de los cuales iba Badía, jefe de los Servicios de Orden Público de la Generalidad, invadieron el estrado; tras de ultrajar a los magistrados del Tribunal, destrozaron los muebles y desgarraron la bandera nacional.

El Fiscal protestó con fuertes voces contra aquel atropello «incivil y salvaje» y en réplica Badía ordenó a sus secuaces que lo detuvieran y trasladaran a la Comisaría General de Policía. No menos grave era lo que pasaba en la calle: las turbas entre mueras y denuestos contra España, apedreaban la Audiencia; la enseña republicana, arrancada del automóvil del juez, era pisoteada, y paseado en triunfo el procesado Xammar a los gritos de «¡muera la justicia española!» El fiscal de la Audiencia pidió al Fiscal de la República «la suspensión en Barcelona de todos los juicios orales mientras no se garantice el orden público y la seguridad personal de los funcionarios nacionales».

De gravísimo calificó lo ocurrido el ministro de la Gobernación, y aunque se obtuvo la libertad del fiscal, tras de seis horas de detención, el suceso hacía pensar al Gobierno en la necesidad de rescatar los servicios de Orden público confiados a la Generalidad, previa declaración del estado de guerra. Fue convocada con urgencia la Junta de Seguridad de Cataluña (10 de septiembre), con arreglo al Estatuto, y al exponer el ministro de la Gobernación, presidente del Organismo, que se examinara si procedía anular al Gobierno autónomo los servicios de Orden público, los representantes de la Generalidad, uno de ellos Dencás, prometieron acabar con los desórdenes e impedir la repetición de actos como los ocurridos en la Audiencia. Los consejeros de la Generalidad debieron de comprender que la índole de los sucesos justificaría medidas extremas por parte del Gobierno y optaron por dar satisfacciones.

Como reparación al atropello a la Justicia, Badía dimitió (12 de septiembre) la Jefatura de los Servicios de Orden Público. «El Gobierno de Cataluña —explicó— necesita mi dimisión.» Gesto para cubrir las apariencias, porque en realidad la dimisión no alteraba nada. El Consejero de Justicia, Lluhí, en comunicación al presidente de la Audiencia le decía: «Los magistrados don Antonio Iturriaga, don Mariano González Andía, don Jovino Fernández Pena, don Laureano Villacastín, don Enrique Cerezo y don Agustín Altés no cuentan con la confianza de la Generalidad y ésta no podrá lamentar que dejen de prestar servicio.» El delito de los magistrados había consistido en el envío de un telegrama de protesta al ministro de Justicia, contra las injurias de que fueron objeto algunos compañeros de toga. Dencás rubricaba: «El orden público está boicoteado por los encargados de administrar justicia.» Tres magistrados del Tribunal Supremo llegaron a Barcelona para esclarecer lo ocurrido en la Audiencia, y los magistrados de Barcelona que habían abandonado sus puestos se reintegraron a sus cargos. «Los magistrados, escribía L’Opinió, órgano del Consejero de Justicia han de decir con su actitud si son lo bastante caballeros y qué estimación les merece su honor, advirtiendo que aunque admitamos que ahora han procedido con tozudez, y el quedarse por el momento donde están, suponga que han ganado una batalla, muy pronto habrán de marcharse, y cuando más tarde peor quedarán.»

Todos los partidarios de la Esquerra, y con ellos los grupos nacionalistas, están convencidos de que se acercan días críticos y trascendentales, en que el problema catalán se resolverá con soluciones definitivas. El homenaje anual al «conseller» Casanova, celebrado el 11 de septiembre, daba a entender por sus proporciones y virulencia que se vivía en vísperas de guerra. Fue más desbordado que nunca y el odio contra España se manifestó al rojo vivo durante toda la jornada.

Ante el monumento, sepultado bajo montañas de flores, desfilaron dos Compañías de Seguridad y todas, sin dejar una, las asociaciones políticas, culturales, deportivas y laborales de los grupos nacionalistas: separatistas vascos, con Aguirre al frente, el cual al pie del monumento arengó el concurso con palabras desafiantes para «el poder tiránico opresor de las libertades catalanas y vascas». De la mañana a la noche, sin interrupción las estrofas de Els segadors sonaron como un largo y profundo rugido colérico. En contraste, ese mismo día eran llevados en conducción ordinaria a Barcelona desde Olesa de Montserrat, para ser encerrados en calabozos, noventa y un tradicionalistas por asistir uniformados y con boina roja a un mitin autorizado por el Consejero de Gobernación.

«Vienen días de intranquilidad que a mí mismo me dan miedo, anunciaba Companys en un mitin celebrado en Gandesa. (17 de septiembre). Los postulados del 14 de abril van desapareciendo. Quieren hundir a la República en indignidad y oprobio. Nada ni nadie podrá contra Cataluña.» Por un decreto del Presidente de la Generalidad (20 de septiembre) era designado consejero de Obras Públicas Mestres y de Gobernación Dencás, que hasta entonces desempeñaba el cargo provisionalmente, por enfermedad del titular. Las organizaciones de milicianos, a partir de este momento harán con más escandalosos alardes sus preparativos, conscien­tes de que gozan de impunidad para cualquier género de excesos. Llegan noticias de las depredaciones realizadas por los rabassaires en las provincias catalanas. La determinación del juez especial de dictar auto de pro­cesamiento contra el ex jefe de servicios de Orden Público, Miguel Badía, y el anuncio de un homenaje al procesado, organizado por el Consejo del Casal de la Esquerra y el Estat Catalá, son hechos simultáneos. «Tenemos puesta en ti toda nuestra confianza», se dice en la convocatoria, a la vez que se hace público su nombramiento de jefe de las juventudes del Estat Catalá. El homenaje se celebró en el Palacio de Bellas Artes, con asistencia de millares de personas. En sitio preferente se hallaban el presidente y consejeros de la Generalidad, el alcalde de Barcelona y los directivos de los partidos nacionalistas, que aplaudían con encendido entusiasmo los ataques de los oradores «a la justicia forastera». Dencás pidió a los «futuros soldados del Ejército liberador de Cataluña» que estuvieran alerta, «pues muy pronto seréis llamados a cumplir altos designios». Las palabras de Ventura Gassol alcanzaron los más altos agudos ofensivos: «Nuestro odio contra la vil España es gigantesco, loco, grande y sublime; hasta odiamos el nombre, el grito y la memoria, sus tradiciones y su sucia Historia... Estad alerta: el que tenga hoz, con la hoz; el que tenga herramientas, con ellas; el que sepa manejar el volante, dispuesto a ir al coche o al avión.» Badía dio la seguridad a los congregados de que estaba a punto e instruida una fuerza de choque formada bajo su dirección, «que podrá convertirse en el Ejército que defienda las libertades de Cataluña en su integridad y de manera absoluta».

A todo esto el reglamento para la aplicación de la ley de Contratos de Cultivos aprobada por el Parlamento Catalán el 14 de junio había sido publicado en el «Boletín Oficial de la Generalidad» (13 de septiembre), con la protesta del Instituto Agrícola Catalán de San Isidro y de otras entidades agrarias. «Sólo se ha cambiado, algo, advirtió Companys, la estructura de las Comisiones arbitrales, que se convierten en organismos del tipo de Jurados mixtos. Desde el primer momento dijimos que la ley sería aplicada.» Todo lo cual no impiden las negociaciones sobre traspasos de servicios: se firma (22 de septiembre) el convenio entre el Patronato Nacional de Turismo y la Generalidad para el desarrollo del turismo en la región autónoma. Las quejas en la Prensa afecta a la Generalidad sobre el mal negocio que el traspaso de servicios supone para Cataluña son constantes.

El más leve incidente, la más pequeña fricción se convierte en conflicto. Un oficio del jefe del Gobierno al presidente de la Generalidad, que delimita las atribuciones del Estado autónomo en relación con los traslados de funcionarios del poder judicial, origina una violenta réplica de Companys. «Velaría, dice la respuesta (25 de septiembre), un aspecto importante de mi pensamiento si no expresara a V. E. que el empleo de la palabra «disponiendo» que figura en la comunicación no me parece lo más adecuado, porque implica una subordinación que no resulta de ningún precepto legal ni de la jerarquía del cargo que ostento, cuya defensa me es obligada, haciendo caso omiso de toda consideración personal.» Y añadía: «El Consejo Ejecutivo de la Generalidad me encarece ponga en conocimiento de V. E. que una vez estudiados los términos de la comunicación, no ha considerado procedente comunicar a ninguna autoridad a él subordinada la interpretación que acerca de disposiciones vigentes, tanto de la Constitución como del Estatuto se hace en la misma, por cuanto mereciendo la máxima atención por la extraordinaria competencia de las personas que la formulan, no puede tener fuerza de obligar dentro de Cataluña, ni discrepar de la que le da el Gobierno autónomo». Samper confiesa que se resiste a creer en la autenticidad del documento: «Me parece demasiada pedantería —exclama.» «El escrito del Presidente de la Generalidad, comentaba A B C (27 de septiembre) es insolente y constituye un desacato al poder público y una manifestación sediciosa, por cuanto que cínicamente niega la jurisdicción del Estado y de su órgano ejecutivo en Cataluña.»

El Gobierno acuerda (27 de septiembre) dirigirse en adelante por conducto del Tribunal Supremo al presidente de la Audiencia de Barcelona, siempre que haya de transmitirle órdenes, prescindiendo de la Generalidad, y querellarse al Tribunal de Garantías Constitucionales contra el Gobierno autónomo, por los términos injuriosos e irrespetuosos empleados por el Presidente Companys en su comunicación. Se ordena también que los jueces especiales «puedan disponer de la policía y fuerzas de Seguridad y de la Guardia Civil para el cumplimiento de la labor que les encomiende el Poder central».

El momento es grave, comenta Companys, y a la vista de las críticas circunstancias suspende los viajes que tenía proyectados. En los departamentos del Gobierno catalán se advierte una actividad insólita dedicada a preparativos que no son los específicos de oficinas y despachos. Desde el día 24 se hallan en Barcelona los diputados nacionalistas vascos Aguirre e Isasi, llegados para tratar con los dirigentes de la Esquerra de la reinte­gración a las Cortes de sus respectivas minorías. Los catalanes creían que con la solución que habían dado al conflicto de la Ley de Cultivos desaparecía la justificación de su ausencia del Parlamento de la República. Los nacionalistas vascos, por su parte, encontraban procedente volver ante el probable falseamiento de los problemas de su pueblo», según expresaba Aguirre. ¿Conduciría a algo positivo esta reintegración? «Dencás estimaba que la revolución estaba cercana y las izquierdas españolas darían un golpe para el cual vascos y catalanes debíamos estar preparados. Companys creía, por el contrario, que el movimiento socialista no se produciría por falta de preparación suficiente». Gassol refirió a Aguirre la conversación que había sostenido con el cardenal Pacelli a su paso por Barcelona camino de América.

El ex ministro de Hacienda, Carner, falleció en Barcelona (27 de septiembre) en el seno de la Iglesia Católica, y su entierro fue religioso, con asistencia de Azaña, Prieto, Fernández de los Ríos, Casares Quiroga y los más conspicuos personajes del nacionalismo catalán. La presencia de los ex ministros en días de tan alta fiebre emocional y política sirvió de motivo para las más variadas especulaciones en relación con acontecimientos que se consideraban en puerta.

Cambó creyó un deber avisar a la opinión catalana de lo que se preparaba y en un discurso en el Palacio de la Música Catalana (29 de septiembre) habló de «los nacionalismos bullentes». Ridiculizó la «particularidad grotesca del nacionalismo vasco, cuyas asambleas han sido presididas por un socialista enemigo del nacionalismo». Cataluña, añadió, pasa por momentos difíciles. «Aunque el separatismo fuese un negocio la Lliga entiende que Cataluña no ha de ser separatista; le alejaría de Valencia y Mallorca y dejaría de ser una finalidad como pueblo. Ni hemos perdido la fe en España ni queremos perder nuestro contacto con ella.» Otro diputado de la Lliga, don Fernando Valls y Taberner, en un folleto titulado En las horas confusas, examinaba los perjuicios causados a Cataluña por las desviaciones del nacionalismo. Pedía su inmediata corrección a fin de enderezar el espíritu público, «extirpando del mismo los factores psicológicos de disgregación política y social y los gérmenes intelectuales de subversión y desorden». «Es preciso salvar en Cataluña el espíritu ancestral del patriotismo español, considerándolo como ampliación natural y complemento necesario del patriotismo catalán.»

Estos llamamientos a la prudencia y al tradicional seny catalán equivalía a predicar en desierto. La suerte estaba echada. Sólo había una voz y un jefe: Companys. «El presidente Companys, escribía L’Humanitat (29 de septiembre) tiene al pueblo catalán a su lado y las formaciones de la política militante a su absoluta disposición. Él sabrá servirse de esta enorme fuerza ciudadana. En paz o en guerra, es igual. Ninguno discutirá su mandato. Faltar hoy a la disciplina será desertar del deber y desconocer los altos intereses de la patria. Creemos que no hay un solo catalán digno, capaz de faltar a esta lealtad y a esta disciplina.»

* * *

Falange Española preparaba su Congreso Nacional, que debía aprobar los Estatutos de la Organización y elegir Jefe o Junta de Mando, según se optara por el mando único o plural. José Antonio visitó durante el mesde septiembre los centros falangistas de Bilbao, Santander y Pamplona. En estas dos últimas ciudades pronunció conferencias. El partido ganaba adeptos en las ciudades del Norte. Con el propósito de cortar sus vuelos y aplastarlo de raíz, los socialistas planearon un escarmiento ejemplar. En la mañana del 10 de septiembre caía asesinado a tiros en la calle de Prim, en San Sebastián, Manuel Carrión Damborenea, gerente del Hotel Ezcurra, jefe entusiasta del falangismo donostiarra. En la misma jornada, a las nueve de la noche, también en San Sebastián, un disparo segaba la vida de Manuel Andrés Casaus, cuando cruzaba por la calle de Peña y Goñi. La víctima había sido gobernador de Navarra y Zaragoza y Director General de Seguridad con Azaña. Era un revolucionario activo, audaz y fanático. Para asistir al entierro de Carrión llegaron a San Sebastián José Antonio y Ruiz de Alda, con un grupo de dirigentes de Falange. El entierro de Andrés Casaus fue presidido por Azaña, Prieto y Casares Quiroga. Una muchedumbre espesa y turbulenta acompañó al cadáver hasta el cementerio. A la entrada de éste, entonó la Internacional.

José Antonio Primo de Rivera, bien informado del asalto que prepara la revolución, «golpe de técnica perfecta», considera que cumple un deber dirigiéndose por carta (24 de septiembre) al general Franco, comandante general de Canarias. «Parece —le dice— que el Gobierno tiene el propósito de no sacar el Ejército a la calle si surge la rebelión.» Le da cuenta de una visita realizada por José Antonio al ministro de la Gobernación, para ofrecerle «nuestros cuadros de muchachos, por si llegado el momento quería dotarlos de fusiles», pero cree que el ministro «ni siquiera llegó a darse cuenta de lo que le dije». «El Estado español en manos de aficionados, no existe.» Una victoria socialista «tiene el valor de invasión extranjera, porque el socialismo recibe sus instrucciones de una Internacional.» «El alzamiento socialista va a ir acompañado de la separación, probablemente irremediable, de Cataluña.» «Si se proclama la república independiente de Cataluña, no es nada inverosímil, sino, al contrario, que la nueva república sea reconocida por alguna potencia. Después de eso, ¿cómo recuperarla? De seguro usted —termina diciéndole al general— se ha planteado temas de meditación acerca de si los presentes peligros se mueven dentro del ámbito interior de España o si alcanzan ya la medida de las amenazas externas, en cuanto comprometen la permanencia de España como unidad.»

* * *

La juventud de Acción Popular había preparado un programa de asambleas que se celebrarían en lugares escenarios de epopeyas históricas. La primera de ellas en Covadonga. Apenas divulgado el propósito, los socialistas hicieron saber que lo impedirían con la huelga general. En su decisión se vieron secundados por la multiplicidad frondosa de grupos revolucionarios asturianos y en la noche del 7 de septiembre, víspera del día señalado para la concentración de Acción Popular, los mineros apelaron a toda clase de medios, aun los más bárbaros, para hacer intransitables los caminos que conducían a la Cueva. Prosiguieron en su faena destructora al día siguiente; volaron la línea férrea y un puente en Camporada; derribaron árboles, cruzándolos en la carretera; cortaron las líneas telefónicas y eléctricas; sembraron los caminos de tachuelas y cartuchos, y agredieron a tiros y pedradas a los contados coches que se atrevieron a circular. A pesar de tantas trabas y obstáculos, se reunieron en Covadonga unas cinco mil personas. «Todo lo hemos soportado por España, dijo Gil Robles en el discurso que cerró el acto, pero de ahora en adelante, no.» Y agregó: «Para ensayos ya basta; la experiencia está íntegramente hecha. Ya hemos concluido nuestra difícil tarea. No hemos puesto obstáculos; los hemos removido. No hemos derribado Gobiernos; los hemos ayudado en circunstancias difíciles. No hemos sido elementos de perturbación, sino constructivos de la política española. Cuando ni aun con esa ayuda ni con esa buena voluntad ha sido posible que las cosas marchen por el camino que debían, nuestro camino está despejado. Ni un momento más; pero si no se encuentran con fuerza para hacerlo, que se aparten, porque los arrollaremos. No consentiremos ni un momento más que continúe este estado de cosas.» Aquellas palabras eran la liquidación del crédito de confianza concedido por la C. E. D. A. al Gobierno, cuyos días, a partir de entonces, estaban contados. En el Consejo de ministros (12 de septiembre) se planteó el problema político. Se discutió si la crisis debía de ser o no ante las Cortes, y se acordó dejar al presidente del Consejo en libertad para decidir. El tema de la crisis adquiere preferencia sobre cualquier otro. El día 17, Gil Robles visita al Presidente de la República.

Los ministros radicales se dividían en dos tendencias: los partidarios de la dimisión ante el Parlamento y los que creían más acertado adelantar­se a los acontecimientos, con una crisis que diera motivo a un Gobierno fuerte que refrendara una labor inmediata contrarrevolucionaria. «No se trataba —opinaba el ministro de la Gobernación— de un cambio de ministerios, ni de una vuelta para hallar una posición más cómoda sobre el lecho parlamentario. Era, sencillamente, la decisión de un rumbo a seguir, la adopción de actitudes definitivas frente al estado de revolución en que el país se hallaba». En lo que había unanimidad absoluta, proclamada en reunión del partido radical (29 de septiembre), era «en no apoyar al Gobierno que no esté presidido por Lerroux». En cuanto a colaborar con la C. E. D. A., el jefe radical contaba con la confianza de los diputados, para hacer lo que estimase conveniente. En una nota oficial, el partido, después de solidarizarse con la obra y la responsabilidad del Gobierno presidido por Samper, ratificaba «que no opone, ni admite ni soporta vetos para partidos ni para sus hombres, y en una obra de gobierno, para garantizar la libertad, hacer cumplir la ley, mantener la paz y convivencia social, defender la república y la patria, el partido radical se consideraba compatible con todos los partidos y programas políticos que hayan aceptado la legalidad republicana». Lo cual equivalía a dar por válida la colaboración con la C. E. D. A. y los agrarios.

Todo estaba dispuesto para el solemne traspaso de poderes. ¿Qué hacía entre tanto el Gobierno desahuciado? Se congratulaba por la elección de España para el Consejo de la Sociedad de Naciones con solo un voto en contra; anunciaba economías en los presupuestos y nuevas medidas para reducir las rebeldías de Cataluña y de los ayuntamientos vascos; se ocupaba también del Concordato con la Santa Sede. El ministro de Estado y embajador en el Vaticano, Pita Romero, preparó un anteproyecto al que Alcalá Zamora opuso veintidós reparos; tres encaminados a ampliar las garantías de la Iglesia y diecinueve a defender las del Estado. El 18 de junio se iniciaron las negociaciones. El Nuncio visitaba al Presidente de la República y coincidía con Alcalá Zamora, según éste, «en apreciar la urgencia, como esencial en las negociaciones antes de que se acentúe en el Gobierno español mayor predominio de derechas, que haría paradójicamente más difícil el Convenio, y, naturalmente, menos duradero. Conoce y ha informado ya en Roma del documento de protesta contra la negociación inspirado por Goicoechea y otros monárquicos españoles». A pesar del gran deseo por acelerar las negociaciones, éstas se desarrollan con gran lentitud. Los escollos principales, entre otros, eran el de la concesión de efectos civiles al matrimonio canónico, exenciones en el servicio militar y el Tribunal de la Rota. Que las dificultades van en aumento lo dice el ministro español Pita Romero, al hacerse intérprete (26 de agosto) del deseo expresado por la Secretaria de Estado de negociar un «modus vivendi» de poca amplitud, en espera de ambiente más favorable. Ello es debido a una decisión de la Santa Sede, que se hace patente, de no tratar sobre el texto del anteproyecto. Se paralizan las negociaciones y Pita Romero regresa a Madrid. Alcalá Zamora atribuye la interrupción a que enterados en Roma de la alianza de Lerroux con Gil Robles, y a que el Gobierno Samper vive de precario y es prácticamente interino, consideran más razonable negociar con el futuro Ministerio que, según todos los indicios, será de más acentuada significación derechista.

El Presidente de la República, que en el mes de junio presenció, acompañado de los ministros de Marina y Hacienda, unas maniobras navales en el Mediterráneo a bordo del acorazado Jaime I, pasó el mes de Julio y Agosto en la Granja y en Galicia, y el 23 de septiembre se traslada a Valladolid para asistir a la sesión de apertura del Congreso Nacional de Riegos. Ésta se celebra en el Teatro Calderón. Alcalá Zamora vaticina la proximidad de días venturosos y radiantes, sin duda para apartar la atención de sus oyentes del espectáculo dramático que ofrece en aquellos momentos el país. «Al alcance de vuestra voluntad está —¡oídlo bien, españoles!— en plazo cortísimo inmediato una era de prosperidad y de bienestar como hace siglos no la ha conocido España; una coyuntura histórica que no tenemos el derecho, que no podemos cometer el crimen de despreciar. Economía sana, presupuesto nivelado, poca deuda exterior, con una transformación política en paz y orden, compensado el antiguo desgaste de las guerras civiles. Por todo eso, al alcance de la España de nuestro tiempo se muestra un porvenir de grandeza y bienestar como jamás pudo soñarse.» El Presidente de la República se arriesgaba a pronosticar: «En el año 1935 y, si me apuráis, en los meses que quedan del 34, el horizonte de la grandeza española puede aparecer diáfano y sin nubes, si los españoles queremos que España sea uno de los paraísos relativos de la tierra. La impaciencia y la inquietud española no tienen justificación.» En el escenario «aplaudieron con frenesí y afirmaron suscribir íntegro el discurso hombres de significación política tan opuesta como Gordón Ordás, Gil Robles y Martínez de Velasco» .

En los montes de León se celebran (26 de septiembre) unas maniobras militares, con participación de 22.000 soldados, dirigidos por el general López Ochoa, inspector general del Ejército, y los generales de Estado Mayor Masquelet, Martínez Cabrera y Villa Abrille. El Presidente de la República presencia los ejercicios, realizados entre Astorga y León. Ha salido de Madrid, desoyendo las voces amigas que le aconsejaban no emprendiera un viaje expuesto a misteriosos peligros. El ministro de la Guerra, Hidalgo, invitó al comandante general de Baleares, general Franco, a acompañarle como asesor, si bien el verdadero fin de la invitación era que el general se encontrara en Madrid, cerca del ministro, en los azarosos días que se anunciaban.

* * *

De León se traslada el Presidente de la República a Salamanca, con lucido cortejo de cuatro ministros, altos cargos y diputados, para asistir al homenaje nacional que se le tributaba a Unamuno con motivo de su jubilación. (30 de septiembre). El programa rebosa complacencias y amabilidades para el eminente profesor. Se le confiere el rectorado vitalicio de la Universidad de Salamanca, se crea la cátedra Miguel de Unamuno, dando también su nombre al Instituto de Segunda Enseñanza de Bilbao. A esta exaltación se han asociado con sus rectores todas las Universidades españolas y la de Coimbra. En el Paraninfo de la Universidad salmantina, imantada de historia y de cultura, en un ambiente de magnificencia, con un auditorio en el que predominaban los intelectuales, se le invistió de doctor «honoris causa» al poeta y profesor portugués Eugenio de Castro, que leyó un discurso de emocionada gratitud y de elogio para Unamuno. A continuación éste dio su última lección. «Día a día, afirmó Unamuno, he venido labrando mi alma y labrando las de otros jóvenes en el oficio profesional de la enseñanza universitaria y del aprendizaje. Que enseñar es, ante todo y sobre todo, aprender.» «He dicho alguna vez, con escándalo acaso de ciertos pedantes, que la verdadera universidad popular española ha sido el café y la plaza pública.» Su acción pública en toda España, durante treinta y cuatro años de cátedra oficial y aun desde antes, se dedicó a buscar la tradición histórica nacional, fuente de su progreso y ventura y hasta de sus revoluciones en el tesoro del habla, del lenguaje. «Tened fe en la palabra, que es la cosa vivida; sed hombres de palabra, hombres de Dios, Suprema Cosa y Palabra Suprema, y que Él nos reconozca como suyos en España.» Con un discurso muy floreado del Presidente de la República y el descubrí miento de un busto del rector, obra de Victorio Macho, terminó el acto.

De la recepción que tuvo el Presidente de la República en Salamanca, decía Alcalá Zamora que había durado más que ninguna de cuantas llevaba presenciadas hasta la fecha. Terminada una jornada tan pictórica de satisfacciones, el Presidente de la República y los ministros salieron para Madrid, conscientes de que llevaban con ellos, como puede transportar un terrorista una carga infernal oculta en su maleta, un explosivo de potencia descomunal que se llamaba crisis. Suceso sabido de todos, cuyas consecuencias sería una revolución prevista y anunciada desde hace meses, y organizada a la vista del público. El 2 de octubre Samper dejará el Gobierno y, de conformidad con lo convenido, la crisis habrá de producirse en el Parlamento. Y acto seguido estallará la revolución.

La sesión de Cortes comienza con un discurso del jefe del Gobierno, para explicar cuál es el panorama político, que el orador describe con las tintas más suaves y pálidas que encuentra en su paleta: «Desde el 4 de julio —exclama—, ¡cuántas cosas han sucedido! La tregua estival ha sido para mí y para el Gobierno lenta, pesada, atormentadora. Aprobamos unos presupuestos que no tenían padre conocido: eran producto de una especie de poliandria administrativa. Tardíos y maltrechos. Quedó el Gobierno obligado a una labor presupuestaria y a reducir el déficit.» Samper afirmó que el Gobierno había cumplido el compromiso y los presupuestos serían leídos en próxima sesión. Respecto a la Ley de Cultivos, «tenía el convencimiento íntimo de que la ley no había sido aplicada por ningún Tribunal de Cataluña». Explicó el proceso del conflicto «hasta que se facultó al Gobierno de la Generalidad para refundir los textos del Reglamento con la Ley del 14 de junio, refundición que representaba la prevalencia del Reglamento sobre la Ley, puesto que el Reglamento también tiene carácter y fuerza de ley». Opinaba el Gobierno que la nueva ley se ajustaba a la Constitución y al Estatuto. La «arbitraria detención del fiscal, señor Sancho, tuvo como consecuencia la destitución de Badía», y si fue cierto que a éste se le tributó un homenaje, no menos verdad era que la Generalidad nada tuvo que ver en su organización. Para el futuro, «el Gobierno ha redactado el oportuno proyecto de ley, regulando las funciones del representante del Estado en Cataluña, que, según dispone el Estatuto, es el propio presidente de la Generalidad». En cuanto a la desobediencia de las provincias vascas, el Gobierno había cumplido con su obligación al impedir las elecciones de los Ayuntamientos, «dispuestos a conseguir por la fuerza lo que se les ofrecía de tan buen grado». Como mérito final, alegaba Samper la diligencia del Gobierno «para desarticular el movimiento subversivo con el que se le amenazaba.

¿Estarían conformes con la Memoria y balance de cuentas los verdaderos accionistas del Gobierno? ¿No pecaban de ingenuas las declaraciones y ponían en evidencia lo frágil y vulnerable de aquél? Se levantó Gil Robles para analizar la obra del Gobierno y la responsabilidad indirecta «en que hemos incurrido por la confianza que le otorgamos». En el asunto de Cataluña, el «error del Gobierno ha consistido en que ha prescindido por completo del problema político para reducirlo a los términos de una interpretación jurídica». Se lamentaba «de que no se diese importancia a la detención de un funcionario en ejercicio de facultades de justicia, por el poder ejecutivo de Cataluña, y al homenaje al autor del atropello, homenaje en el cual quedó tan mal parado el nombre de España como la autoridad de los que mandan al no haber sabido imponerse debidamente en momento alguno». Sin embargo, algo bueno tenía en su haber el Gobierno: «en estos meses difíciles ha servido para demostrar que las vías de concordia y transacción son imposibles, porque las dos partes no proceden con el mismo deseo y la misma buena fe.» «Ha demostrado que hace falta una rectificación política que S. S. no está en condiciones de acometer.» Es evidente, añadía Gil Robles, que desde la constitución de esta Cámara «nunca la mayoría de la misma se ha reflejado en la composición numérica del Gobierno y si la situación se prolonga más de lo conveniente, se falseará la esencia del régimen parlamentario y la misma base fundamental del Estado. Y como tenemos la conciencia de nuestra fuerza, invitamos a todas las fracciones de la Cámara a que precisen si las situaciones anormales que llevan aparejada la debilidad de los Gobiernos pueden perpetuarse a través de una serie de combinaciones en las cuales no resplandece la voluntad del país, expresada claramente en las elecciones de noviembre y reflejada en la composición de la Cámara».

El discurso del jefe de C. E. D. A. dejó fulminado al Gobierno. La sala era una colmena rumorosa, pero ningún diputado pedía la palabra. El jefe del Gobierno, después de insistir en que creía haber cumplido su obligación, rogaba a los jefes de los grupos parlamentarios, «especial­mente a los que han contribuido con sus votos a sostener la situación actual, a que expresaran su opinión. El Gobierno se lo agradecerá.» No se levantó nadie. Entonces el ministro de Comunicaciones abandonó el banco azul para ocupar un escaño en la minoría agraria. Sonaron aplausos. Poco después, el ministro de Instrucción Pública le imitó. El Gobierno se desintegraba. Una invitación del presidente de la Cámara a los jefes de minoría para que intervinieran, tampoco fue atendida. Samper —al darse cuenta de su soledad y de que únicamente podía contar consigo mismo— anunció que los ministros se retiraban a deliberar. Diez minutos después se leía la comunicación oficial de la dimisión del Gobierno. Las sesiones se suspendían hasta nuevo aviso. Era la sexta crisis planteada en el transcurso de doce meses.

En la mañana del 2 de octubre comienzan las consultas: el Presidente de las Cortes aconseja un Gobierno con mayoría parlamentaria; Besteiro propone la disolución, pero advierte sus inconvenientes, y se manifiesta contrario a la participación de la C. E. D. A. Opinaba Cambó que debía constituirse un Gobierno integrado por los partidos representados en el Parlamento que acatasen el régimen republicano. Martínez Barrio, Maura, Barcia, de Izquierda Republicana, Sánchez Román y Tomás y Piera, de la Esquerra, se muestran partidarios de la disolución. Fernando de los Ríos pedía el poder para los socialistas. Azaña, por teléfono, desde Barcelona, consideraba urgentísimo «instaurar una política que hiciera imposibles las agresiones al régimen, hasta ahora consentidas, y devolviera al pueblo la confianza en la República». En caso de disolución, «el que convoque a elecciones deberá no sólo restablecer la legalidad, sino gobernar vigorosamente en sentido republicano antes de la elección, además de calmar la justa indignación de algunas regiones». Los nacionalistas vascos hicieron saber por su representante Vicuña que no apoyarían a ningún Gobierno «que no restaure plenamente la normalidad representativa democrática de los Municipios y Diputaciones del país vasco». Lerroux, Gil Robles, Martínez de Velasco, Melquíades Álvarez y Pita Romero se manifestaron partidarios de un Gabinete mayoritario.

Al atardecer, el Presidente de la República dio por terminadas las consultas y encargó a Lerroux la formación del Gobierno. Toda la noche y gran parte del día siguiente empleó el jefe radical en confeccionar la lista, resumen de muchas visitas, largas negociaciones, pactos, zurcidos y remiendos, para contentar o compensar a unos y disgustar lo menos posible a otros. Por la tarde (día 3) facilitó la composición del nuevo Gobierno, que era la siguiente: Presidencia, Lerroux; Estado, Ricardo Samper, radical; Justicia, Rafael Aizpún, cedista; Guerra, Diego Hidalgo, radical; Marina, Juan José Rocha, radical; Hacienda, Manuel Marracó, radical; Gobernación, Eloy Vaquero Cantillo; Instrucción Pública, Filiberto Villalobos, liberal-demócrata; Trabajo, José Oriol y Anguera de Sojo, cedista; Comunicaciones, César Jalón, radical; Agricultura, Manuel Jiménez Fernández, cedista; Obras Públicas, José María Cid, agrario; Industria y Comercio, Andrés Orozco Batista, radical. Ministros sin cartera, Pita Romero, independiente, cuya particular denominación política la daba su amistad con Alcalá Zamora y el jefe de los agrarios, Martínez de Velasco.

Rafael Aizpún, navarro, era un jurisconsulto concienzudo y eminente en su labor en el despacho y en el foro, que había tomado parte muy activa en la discusión del Estatuto vasco; Jiménez Fernández, sevillano, oriundo de Soria, concejal del Ayuntamiento de Sevilla en tiempos de la Dictadura, catedrático de Derecho Canónico, se había significado como propagandista especializado en temas sociales, demócrata cristiano en política, fogoso, batallador y propenso a deslizamientos extremistas; José Oriol y Anguera de Sojo, de ilustre familia catalana, perteneció a la Lliga Regionalista; al advenimiento de la República, por su amistad con Maciá, figuró como personaje notorio del nacionalismo. Fue gobernador de Barcelona y después Fiscal de la República, y como tal sostuvo la acusación contra los procesados por la sublevación del 10 de agosto. Decepcionado por el cariz de la política catalana bajo el dominio de la Esquerra, se adhirió a Acción Popular y organizó el partido en Cataluña.

Lerroux, que había prescindido de Guerra del Río, el personaje más izquierdista del partido radical, conservó, sin embargo, a Rocha en la cartera de Marina. Eloy Vaquero, el nuevo ministro de la Gobernación, era cordobés, autodidacto, maestro y abogado, figura borrosa y sin relieve en el partido radical, e ignorado como personaje político. César Jalón funcionario de Correos y periodista, incondicional de Lerroux, había adquirido popularidad como crítico taurino.

La designación de Vaquero para el Ministerio de Gobernación, el puesto clave en aquellos momentos en que la revolución difundía sus órdenes de movilización, sorprendió a todos. ¿Por qué había prescindido de Salazar Alonso? «Conste —dijo Lerroux— que si no está en el Gobierno es porque no ha querido.» No había tal cosa. Alcalá Zamora se había resistido hasta última hora a admitir la participación de ministros cedistas en el Gobierno. «Le presenté —escribe Lerroux— la lista con tres ministros de la C. E. D. A., procurando dulcificar la violencia, con otras concesiones tácitas y no sé si comprendidas. Por eso hube de sacrificar a Salazar Alonso con el pretexto de llevarle a la alcaldía de Madrid; en realidad para no mantenerlo en contacto con la ya maniática hostilidad de S. E. Por eso también di puestos en el Gobierno, con cartera o sin ella, a personas muy dignas pero de la especial predilección de don Niceto».

También Gil Robles estaba interesado en la continuación de Salazar Alonso. Así se lo hizo saber en carta al interesado. «Hasta última hora conservé la esperanza de que siguiera usted en ese ministerio. Trabajé por ello cuanto me fue posible, pero las circunstancias no lo han permitido y tenemos que resignarnos».

Aquella misma noche el jefe del Gobierno tomó posesión de su cargo. Deslumbran los relámpagos y levanta remolinos el huracán revolucionario que avanza. Los editoriales de El Socialista son concretos y terminantes: «Las nubes van cargadas camino de octubre, escribe el 27 de septiembre: repetimos lo que dijimos hace unos meses: ¡atención al disco rojo! El mes próximo puede ser nuestro octubre. Nos aguardan días de prueba, jornadas duras. La responsabilidad del proletariado español y de sus cabezas puede ser enorme. Tenemos nuestro ejército a la espera de ser movilizado. Y nuestra política internacional. Y nuestros planes de socialización.» Y el 30 de septiembre añade: «¿Será menester que digamos ahora, como si descubriéramos un Mediterráneo, que todo retroceso, que todo intento de volver a formar políticas ya superadas encontrará inevitablemente la resistencia de los socialistas?... Se nos habla —es cierto — de reconquistar la República para situarla de nuevo en el 14 de abril. Ninguna garantía tenemos de que puestas las cosas en su comienzo no tendrán un desarrollo idéntico al que tuvieron. No nos interesa un nuevo ensayo. Lo hicimos una vez y nos salió mal. Quienes lo frustraron son los llamados en todo caso al arrepentimiento... Nuestras relaciones con la República no pueden tener más que un significado: el de superarla y poseerla.»

También los nacionalistas catalanes están apercibidos para conquistar su república en la hora decisiva ya cercana. «Si hubiera que dar una orden, la que fuese, dice L'Humanitat, órgano de Companys (3 de octubre), la dará quien tiene la responsabilidad de la vida y de la libertad de Cataluña: el Gobierno de la Generalidad.» Impacientes los comunistas esperan, a su vez, en guardia, para saltar a la conquista del soñado Gobierno obrero y campesino.

Marcelino Domingo, el ex ministro radical socialista, dirá: «La revolución que necesita una orden para estallar es una revolución vencida». Eufemismo para no decir que la revolución de octubre no sería una deflagración voluntaria y espontánea provocada por causas sentidas y arraigadas en las masas proletarias, sino una confabulación de partidos, inspirada por el despecho, la ambición y un erróneo concepto de su fuerza.

 

 

CAPÍTULO 42.

ESTALLA LA ANUNCIADA REVOLUCIÓN