cristoraul.org |
CAPÍTULO 42.
ESTALLA LA ANUNCIADA REVOLUCIÓN
Tan pronto como quedó constituido el nuevo Gobierno, se
apresuraron los ministros a posesionarse de sus cargos, pues la situación no permitía
demoras ni pausas. A las siete de la tarde se presentaba Lerroux en la
Presidencia. «Ha querido la vida —dijo— que yo, que siempre he tenido una recta
conducta, tenga ahora que convivir con elementos distanciados de lo que fue
siempre mi pensamiento, pero tengo que proclamar que no he recibido de ellos
más que muestras de lealtad, y así se ha demostrado en esta crisis, donde han
reducido al mínimo las exigencias y las imposiciones.» Esperaba «hacer una obra
pacífica», y las regiones autónomas «nada tenían que temer, pues se respetará
lo constituido».
La noticia del nuevo Gobierno estaba ya en la calle al
empezar la noche del 4 de octubre. Y desde aquel momento toda España esperaba
como respuesta inevitable la revolución. El último aviso a los comprometidos lo
daba El Socialista con estas palabras: «En pie y con ánimo inmodificable
están al presente todos los trabajadores de España... Todos los trabajadores
están a la espera de la crisis insoslayable y prevista por el juego de las
fuerzas en jaque: marxistas y antimarxistas. Si se nos pidiera consejo, le
daríamos en una sola palabra: «Rendíos.» Ésta es una prueba más de la seguridad
que los adversarios del Gobierno tienen en el triunfo. Al día siguiente repite El
Socialista la llamada en términos más apremiantes: «Hemos llegado al límite
de los retrocesos. La consigna es particularmente severa: ¡ni un paso atrás!
¡Adelante! Todos... En guardia, en guardia.» Y haciendo eco a estas voces de
mando, Heraldo de Madrid (día 4), intérprete del sentimiento de los
republicanos de izquierda, escribe: «La República del 14 de abril se ha perdido
tal vez para siempre. La que hoy inicia su vida no nos interesa. A nuestra
República la conceptuamos ya exánime.»
La orden de movilización del ejército revolucionario se
difunde por toda la península. Ha sonado la hora febrilmente esperada por los
fanáticos, embriagados de propaganda, convencidos de que constituyen una fuerza
irresistible, capaz de arrasar cuanto se oponga a su avance. «La suerte estaba
echada. Se reunieron las dos Ejecutivas (la del partido y la de la U. G. T.) y
a continuación del cambio de impresiones se llegó a la conclusión de que había
llegado el momento de actuar. Se acordó declarar la huelga general en toda
España. Las Ejecutivas determinaron los lugares donde sus componentes debían
estar por si fuera necesario, reunirlos. También resolvió que en caso de ser
detenidos, para salvar a la organización obrera y al partido socialista se
declarase que el movimiento había sido espontáneo contra la entrada en el
Gobierno de la República de los enemigos de ésta. Prieto y yo (Largo Caballero)
nos quedamos en la redacción de El Socialista en la calle de Carranza, a
donde acudían compañeros de provincias y de Madrid solicitando informes o
misiones que cumplir. Los diputados salieron a provincias, a fin de ponerse al
frente del movimiento».
Animado de un propósito tranquilizador, el ministro de la
Gobernación asegura en las primeras horas de la madrugada del día 5, que «en
España hay tranquilidad». «La República —añade— está consolidada y cada día lo
estará más: el Gobierno tiene tomadas sus medidas.» Casi a la misma hora una
Compañía de Fuerzas de Asalto se presentaba ante el Círculo socialista de la
calle de Eugenio Salazar, barriada de la Prosperidad, donde se advertía
inusitada animación, para practicar un registro. Allí se encontraban más de
cien afiliados.
¿Qué hacían? Setenta esperaban el aviso de un teniente de la
Benemérita llamado Condés, para trasladarse a un local de Cuatro Caminos, donde
deberían disfrazarse con uniformes de guardias civiles. Una vez vestidos de
esta guisa, al mando de dicho teniente y formados en columna penetrarían en el
Parque Móvil para apoderarse de él. Si la maniobra prosperaba se trasladarían
al Cuartel del Hipódromo. El dominio del Parque Móvil, les haría dueños de
abundantes medios de transporte, de doscientos fusiles de la dotación del
Parque y de la estación de radio de dicho centro. Otros cuarenta jóvenes
congregados en el Círculo debían participar en la siguiente estratagema: se
entregarían como prisioneros a un teniente de Asalto, en inteligencia con
ellos, el cual los conduciría como detenidos al cuartel de López de Hoyos,
donde aquél prestaba servicio, y, una vez dentro, en connivencia con otros
guardias, se harían los amos. Los dos planes se frustraron. Las fuerzas que
llegaban no eran las esperadas. Cercaron la casa y los socialistas rompieron
fuego. Cayó muerto el guardia Tomás Castro Antón y heridos dos compañeros. La
réplica no se hizo esperar: un muerto y cuatro heridos graves tuvieron los
socialistas; los demás se rindieron.
Esto no era todo. Grupos de jóvenes merodeaban por las
proximidades de algunos cuarteles, mientras otros imponían a los panaderos la
suspensión del trabajo. Madrid amaneció el día 5 paralizado por la huelga
general, que el ministro de la Gobernación, en una alocución por radio, a las
nueve de la mañana, calificaba de «ilegal». El «criminal intento, —decía— será
reprimido enérgicamente, pues el Gobierno tiene en sus manos todos los resortes
del orden público». Una advertencia dejó especialmente preocupados a los
radioyentes: la de que las gentes se retirasen a sus casas antes de las ocho de
la noche, «porque a partir de esa hora la fuerza pública disparará sin previo
aviso sobre todo bulto sospechoso».
La huelga general planeada por el Comité revolucionario se
desarrolla con éxito. Las masas han respondido unánimes. Las calles han quedado
vacías y muertas. El vecindario no tiene donde proveerse. Las tiendas están
cerradas y al comerciante que se arriesga a abrir le hacen añicos las lunas de
los escaparates a pedradas. Faltan medios para trasladarse; todos los vehículos
han desaparecido de la vía pública. Huelgan hasta los carteros y telegrafistas.
La noche agrava y multiplica esta anomalía de la ciudad sin pulso y sin
espíritu. Las calles dejan de ser las vías de la animación y de la convivencia
ciudadana, para convertirse en tierra de nadie expuesta a los peligros e
incertidumbres que ocultan y multiplican las sombras. Pero hay más; en esta
revolución se ensaya una táctica de confusión y de terror, aprendida en
similares revueltas en Austria, Alemania y Hungría. Consiste esta novedad en
mantener a la ciudad amedrantada bajo un constante tiroteo, que en ciertos
momentos es tan nutrido y furioso que dan impresión de estar librándose
terribles combates. No hay tales luchas: los disparos se hacen al aire desde
buhardillas y terrazas, pero el vecindario tiene la sensación de que toda la
capital se halla bajo una tempestad de balas.
Los primeros brotes de resistencia a la tiranía de la huelga
surgieron de unos jóvenes de Acción Popular, que se ofrecieron para vender
desde la plataforma de unos camiones A B C y El Debate, cuyo personal no
acataba la disciplina marxista. Por la tarde aparecieron otros tres diarios Informaciones,
El Siglo Futuro y La Época, también desvinculados sus obreros de la
Casa del Pueblo. Soldados de Ingenieros lograron poner en circulación un
limitadísimo número de tranvías. Algunos comercios de las vías más céntricas,
animados por la fuerte protección montada por el Gobierno, abrieron. En
conjunto, muy poco para considerarlo como oposición seria y articulada capaz de
superar la anormalidad.
El Gobierno estaba persuadido de que cuanto sucedía sólo
eran los preludios de la tragedia. El balance de la primera jornada
revolucionaria en Madrid no resultaba considerable: sabotajes a los tranvías y
al «Metro», pedreas de comercios, agresiones a la fuerza pública, tiroteos y
algunas víctimas. Pero quien diese crédito a los rumores puestos aviesamente en
circulación por los encargados de sembrar el espanto, hablaría de docenas de
muertos y heridos y de extraordinarias victorias revolucionarias en Madrid y
provincias, donde a ciencia cierta nadie sabe lo que pasa. El Gobierno al
terminar el Consejo explica: «Hay un movimiento subversivo que presenta
idénticos caracteres allí donde se ha exteriorizado. Estamos en presencia de
una acción revolucionaria, con propósitos idénticos, plan estudiado y dirección
única. Los sucesos y los desórdenes han culminado en Asturias y el Gobierno se
ha creído en el caso de declarar el estado de guerra en aquella región.» Por
esta nota, el público se entera de que la insurrección se propaga y por
declaración posterior del ministro de la Gobernación sabe «que en algunas
provincias de Cataluña se han declarado huelgas, pero el Gobierno de la
Generalidad cuida con el mayor celo del mantenimiento del orden».
Todas las señales son que la confabulación, que está en los
comienzos, será de mucho alcance, con extensa red de complicidades, que pronto
empiezan a hacerse patentes. En efecto, en la noche del día 5 se publicaban las
siguientes notas: «Izquierda Republicana declara que el hecho monstruoso de
entregar el Gobierno de la República a sus enemigos es una traición; rompe toda
solidaridad con las instituciones actuales del régimen y afirma su decisión de
acudir a todos los medios de defensa de la República.» Por su parte, la Unión
Republicana, el partido de Martínez Barrio, se veía en la obligación «de
apartarse de toda colaboración y rompía toda solidaridad con los órganos del
régimen». El partido nacional republicano, inspirado por Sánchez Román, rompía
también «toda solidaridad con las instituciones y elementos que hoy entregan la
República a sus enemigos», convencido «de que aquella solución política lleva
consigo el peligro cierto de la discordia nacional». Izquierda Radical
Socialista exponía que «ante el vergonzoso espectáculo de la traición y burla
que pesa sobre la República, rompe con todas las instituciones del actual
régimen y propugna por todos los medios la implantación de una verdadera
República». Incompatible con las instituciones se manifestaba el partido
federal autónomo al declarar «solemnemente estar dispuesto a solidarizarse con
todos aquellos partidos que, al igual que él, pretendan rescatar y aún superar
el 14 de abril». Incluso el partido conservador, el de Miguel Maura, «asistía
con tanta amargura como asombro a la entrega del régimen en las manos de
quienes representan la negación de los postulados y principios del 14 de
abril», y rompía «toda solidaridad y trato con los órganos de un régimen
desleal a sí mismo y a quienes por él lucharon victoriosamente». Se sumaban a
esta actitud Albornoz, con la dimisión de la Presidencia del Tribunal de
Garantías y Zulueta, que dimitía la Embajada de Berlín.
La publicación simultánea de las notas y la unanimidad en la
actitud adoptada por los partidos republicanos, expresada incluso casi con las
mismas palabras, demostraba la previa compenetración en los orígenes y en los
fines no sólo frente al Gobierno, sino también en cuanto significaba
inteligencia y solidaridad con los promotores de la revolución, a sabiendas de
que éstos repugnaban una república parlamentaria, para instaurar otra que no
sería compartida con los que se ofrecían como amigos y aliados. Las instituciones
del régimen eran repudiadas por los partidos que monopolizaban el título de
republicanos, dispuestos a avalar con su crédito un desorden que ensangrentaría
a España. Si bien todos sabían que la colaboración de dichos partidos se
reduciría a exteriorizar conformidad y asentimiento, sin ir más lejos.
«Todas las injusticias —declaraba Lerroux— se acumulan en el
horizonte contra mí.» Al frente del Gobierno se disponía a dar la batalla a la
revolución quien tantas veces fue su engendrador, su panegirista y hasta su
director gerente. Nuevas declaraciones del ministro de la Gobernación
garantizaban el acostumbrado dividendo de tranquilidad a los ciudadanos. Pero a
través de las palabras ministeriales se traslucía la extensión de la rebeldía.
Decían así: «En Éibar ha sido sofocado el movimiento sedicioso, entregándose
los rebeldes en número superior a un centenar, con armamento. En Mondragón la
situación está totalmente dominada. En las capitales de Vizcaya, Zaragoza,
Sevilla y Valencia la huelga general puede considerarse fracasada, sin que se
haya producido la menor alteración en el orden público. En Cataluña existen
huelgas parciales, pero el Gobierno de la Generalidad mantiene con todo rigor
el orden y este propósito ha sido manifestado expresamente por el consejero de
Gobernación, señor Dencás, en la conferencia telefónica que en términos muy
cordiales ha sostenido conmigo. La situación de Asturias estará a estas horas
completamente dominada por las fuerzas del Ejército, que de Astorga y León
salieron esta misma tarde para los focos rebeldes. El Gobernador comunica la
seguridad de que el orden será restablecido antes de finalizar el día.»
Los madrileños concedían poco crédito a estas aseveraciones,
pues por la «normalidad» en la capital de España cabía suponer cual sería la
del resto del país. Dado el alcance de la insurrección, el Gobierno poseía una
baza decisiva por jugar: el Ejército. ¿Por qué no se había declarado el estado
de guerra, a pesar de utilizar elementos técnicos militares para ciertos
servicios de transporte y alumbrado? ¿Ofrecía el soldado la suficiente
seguridad para depositar en él, toda la confianza en la lucha que iba a entablarse?
La noche del 5 transcurrió en Madrid entre un incesante
resonar de tiros. La policía se desvivía por descubrir a los autores: más de
cuatrocientos significados socialistas, ácratas y comunistas habían sido
detenidos. En las calles se amontonaban las basuras, porque todos los servicios
municipales holgaban, con la complacencia del alcalde y de no pocos concejales.
A primeras horas de la madrugada el Gobierno recibió la
confidencia de que este día 6 era el señalado para la gran ofensiva. La
fisonomía de Madrid no ofrecía variación con la jornada precedente. En los
barrios extremos los huelguistas levantaban barricadas, preparándose para los
combates callejeros. Continuó el paro y menudearon las agresiones contra los
voluntarios y soldados de Ingenieros, que se esforzaban por mantener un
simulacro de circulación tranviaria. En la calle de Atocha fue muerto de un
balazo un soldado y en la calle de Bravo Murillo un cabo de Asalto. Los
periódicos salieron y fueron vendidos por voluntarios, como el día anterior. El
diario republicano Ahora se sumó al grupo de periódicos que desacataban la
dictadura socialista. El número de voluntarios para atender los servicios
públicos había crecido. La Juventud de Acción Popular contaba con una
organización de equipos técnicos, creada y dirigida por el ingeniero José María
Pérez Laborda, para casos de emergencia, a fin de que la ciudad no quedara
desamparada y a merced exclusivamente de los remedios oficiales.
Había voluntarios para distribuir el pan y la leche,
técnicos para las centrales eléctricas, tranviarios, transportistas de carne y
pescado, «taxistas» ocasionales que ofrecían gratis sus coches y guardias
cívicos para escoltar tranvías y «Metro», proteger a los comerciantes que se
decidieran a abrir y hasta denodados patriotas que trabajaban de barrenderos o
para reemplazar a los huelguistas de los servicios de pompas fúnebres
ocupándose del penoso traslado de cadáveres a los cementerios. Algunos actuaron
también de ferroviarios y merced a ellos salió un tren de la estación de las
Delicias, y otros de Atocha y del Norte. Repelían a tiros desde los vagones las
agresiones que se les hacían desde uno y otro lado de la vía. La militarización
del personal ferroviario y la movilización de las dos primeras reservas,
dispuesta por el ministro de la Guerra, permitió organizar ciertos servicios.
Se había producido una reacción ciudadana, que se reflejaba
en la animación callejera y en el mejor espíritu de las gentes, a pesar del
paqueo espectacular que proseguía intenso. Para batir a los pistoleros
escondidos en los tejados se situaron guardias civiles de puntería probada,
auxiliados de proyectores, en puntos culminantes, uno de ellos la terraza más
alta de la Telefónica. El personal municipal de obras y oficinas, el de las
empresas de Gas y Electricidad, tranvías, hoteles, bares y sanatorios fue conminado
con el despido si no se presentaba en sus puestos de trabajo. El vicepresidente
del Consejo de ministros, Martínez de Velasco, recibió del Gobierno el encargo
de sustituir al alcalde, Pedro Rico, que había hecho causa común con los
huelguistas.
A todo esto, el ejército de la revolución, al que se le
conceptuaba como innúmero y poderoso, no había hecho acto de presencia. ¿Qué
esperaba?
¿Confiaba, acaso, en el esfuerzo ajeno para una victoria que
él se consideraba incapaz de conseguir?
He aquí cuál era el aparato ofensivo del partido socialista.
El Mando revolucionario funcionaba de la siguiente manera. Jefe superior:
Francisco Largo Caballero. Enlace, Antonio Ramos Oliveira, redactor de El
Socialista; jefe del primer distrito, Palacio-Hospicio, José Laín Entralgo;
jefe del segundo distrito, Chamberí-Buenavista, Fernando de Rosa Lenciani; jefe
del tercer distrito, Congreso, Enrique Puente; jefe del cuarto distrito,
Centro, Amaro del Rosal; jefe del quinto distrito, Inclusa-Latina, Victoriano
Marcos. Los jefes tenían bajo su mando cinco Compañías, más dos secciones de
ametralladoras y otras de automovilismo, aprovisionamiento y municionamiento.
Esta organización constituía el ejército regular socialista y dejaba al margen
a las facciones y guerrillas que operarían por su cuenta, para sembrar la
confusión y el desconcierto en el adversario.
Los objetivos señalados a las fuerzas eran la ocupación de
los cuarteles de la Montaña y de Moret y la Cárcel Modelo; Parque Móvil,
Estación de Atocha, antiguo Centro Electrotécnico, Palacio de Comunicaciones y
Ministerio de la Gobernación. Operaciones tan amplias e importantes requerían
cómplices en los edificios cuyo asalto se proyectaba, especialmente en aquellos
de carácter militar. Pero los jefes marxistas creían contar con esas
asistencias. De todos los mandos de distrito el más audaz y dinámico era Amaro
del Rosal Díaz, asturiano, de treinta años de edad, presidente del Sindicato de
Banca y Bolsa, adscrito a la U. G. T. y miembro del Comité Ejecutivo de la
Unión, pero de ideas comunistas. Designado como jefe de enlaces se había
relacionado con algunos elementos militares, los cuales le prometieron ayudas
considerables de fuerzas armadas. Los jefes y oficiales garantizantes eran un
capitán de Ingenieros, retirado, Benito Sánchez; un teniente de guardias de
Asalto, Máximo Moreno, que prestaba sus servicios en la Compañía de la calle
López de Hoyos; un teniente de Infantería, José del Castillo, del Cuartel
número 6 en el paseo de Moret; un suboficial, Vicente Ferruca, que servía en el
Parque Centra] de Automóviles, y un guardia de Asalto, José del Rey, de la
Compañía del teniente Moreno. Otros ofrecimientos de algunos oficiales y
brigadas, no los tomó en cuenta Amaro del Rosal.
El colaborador más importante no ha sido mencionado: se
trataba de un teniente de la Guardia Civil llamado Fernando Condes , al que Del
Rosal conoció en una fiesta familiar celebrada en el domicilio de la diputada
socialista Margarita Nelken. «Tiene —le dijo ésta al presentarle — nuestras
mismas ideas y se puede confiar en él.» Condés estaba enterado de todo el plan
revolucionario y le propuso a Del Rosal una iniciativa muy audaz: la confección
de cien uniformes de la Guardia Civil para vestir con ellos a otros tantos
milicianos, que dirigidos por Condés se apoderarían del Parque Móvil con todos
los vehículos y armamento del mismo. Aceptada la idea, el teniente, en relación
con un cabo y un guardia se encargaron del desarrollo del proyecto, que
fracasó, como hemos referido al comienzo de este capítulo.
¿A qué esperaba el partido socialista para poner en marcha
su formidable máquina de guerra? No eran sólo la huelga y los tiroteos los
métodos utilizados para intimar al vecindario y crear el clima de incertidumbre
e inquietud convenientes. En la revolución, como en la guerra, es en el terreno
psicológico donde se riñen las primeras batallas con las armas del infundio y
la mentira. Hojas clandestinas, boletines de información, emisoras piratas
difundían a voleo victoriosos comunicados: el triunfo absoluto de los mineros
asturianos, la huida de algunos ministros, el rumor de que otro había sido
asesinado, la negativa del Ejército a luchar contra los huelguistas, la
adhesión de la Escuadra a la revolución, Bilbao y Valencia dominados por las
milicias de obreros y campesinos. ¿A qué esperaban los socialistas madrileños
para iniciar el gran ataque? El Gobierno se había reunido en Consejo por la
mañana, presidido por Alcalá Zamora. Éste había aconsejado a los ministros que
estuvieran «a la altura de las circunstancias, sin sentir claudicaciones en la
defensa del orden y de la ley». El presidente del Consejo quedó autorizado para
proclamar el estado de guerra, cuando lo estimara oportuno. A primera hora de
la tarde se produjo un suceso grave. La comunicación telefónica con Barcelona
resultaba tan difícil que podía considerarse nula; pero no era eso lo peor: por
dos veces el presidente de la Generalidad, Companys, había hablado desde Radio
Barcelona para recomendar calma y serenidad, pidiendo al pueblo «no se desbordase
en violencias ni alborotos de ninguna clase y refrenase las impaciencias», pues
«el Gobierno de Cataluña, que sigue atentamente el movimiento que se ha
producido en todas partes de España, sabe lo que ha de hacer y hará lo que sea
necesario y lo que convenga». Mal se compaginaban las noticias estimulantes y
optimistas de Radio Madrid con las emisiones de la radio catalana, al servicio
de la revolución, «triunfadora en toda España», según contaban los locutores, y
con las consignas, verdaderos toques de rebato, para que los afiliados a las
organizaciones separatistas y proletariado se movilizaran para ocupar «los
puestos que se les hubiese asignado».
Lerroux, que consideraba llegado el momento de actuar con
energía, se presentó en el domicilio del Presidente de la República para poner
a su firma el decreto de declaración del estado de guerra en toda España, y el
de suspensión de garantías, a que se refiere el artículo 42 de la Constitución,
en Asturias y Cataluña. «El Presidente los leyó y con la pluma en la mano
—cuenta Lerroux— me pidió informe de lo que ocurría. Después se inclinó sobre
el papel y me dijo: «Bueno, don Alejandro, si usted lo cree necesario, ahí va;
en usted pongo toda mi confianza.» Y firmó, exhalando un suspiro que despertó
en mi memoria el recuerdo de aquel histórico que da nombre a una cumbre de
Sierra Nevada».
Lerroux se trasladó acto seguido al Ministerio de la
Gobernación; allí estaban varios ministros y muchos amigos, ansiosos por saber
lo que sucedía. Constituyeron gran sorpresa las noticias de Barcelona. «He de
confesar — dice Lerroux— que a pesar de todos los síntomas yo no concedí valor
de peligro inminente a la amenaza de los socialistas; no consideré posible, ni
siquiera verosímil, una efectiva inteligencia capaz de pasar a vía de hecho,
entre socialistas, separatistas y republicanos». Sin embargo, la impresión que
transmitía el delegado del Gobierno en Barcelona, Carreras Pons, a las siete de
la tarde, era que la traición del Gobierno de la Generalidad estaba a punto de
consumarse.
Por medio del teletipo, el Jefe del Gobierno establece
comunicación con el general Batet, jefe de la Cuarta División. Le entera del
acuerdo de declarar el estado de guerra en todo el país y con todas sus
consecuencias y le pregunta qué tiempo necesita para dar cumplimiento a dicha
orden en Cataluña. «Si quieren y el Gobierno lo estima preciso y urgente,
contesta el general, ahora mismo. Si no es tan urgente, dentro de tres horas,
es decir, a las once y cuarto de la noche.» Lerroux concede el margen que Batet
solicita, pero le advierte «que el Gobierno tiene noticias suficientes de las
actitudes y acuerdos de la Generalidad en varios aspectos que le inspiran el
mayor recelo al Gobierno, con otras noticias de cuya exactitud no puede
enteramente responder, según las cuales, en este mismo momento el señor Azaña,
alojado, según se dice en el Hotel Colón, está con otros compañeros, y de
acuerdo con el señor Companys y su Gobierno, redactando un manifiesto que se
supone tendrá carácter sedicioso». En el mismo momento en que se celebraba este
diálogo, por teletipo, Companys desde el balcón de la Generalidad se dirigía al
pueblo catalán para notificar la ruptura con el poder central y proclamaba el
nuevo Estado. Ya no cabían dilaciones ni plazos. «Voy —dice el generala
declarar inmediatamente el estado de guerra.» Lerroux le responde: «Conforme:
energía y suerte.»
Y en prueba de que la maniobra está articulada y de que los
rebeldes de Madrid sincronizan con los de Cataluña, en aquel momento,
exactamente cuando Companys se halla todavía en el balcón de la Generalidad
aclamado por la muchedumbre congregada en la plaza, la revolución irrumpe en
las calles de Madrid y no en forma tumultuosa, sino por agresiones aisladas
contra Ministerios, Comisarías de Vigilancia, Palacio del Congreso, centrales
telefónicas y cuarteles de guardias de Asalto. El sitio donde el tiroteo arrecia
más es la Puerta del Sol; el Ministerio de la Gobernación recibe una lluvia de
balas.
En aquel momento Madrid parece atravesado de un extremo a
otro, desde los barrios más alejados hasta las avenidas más céntricas, por
tracas de detonadoras. Los agresores no dan la cara. Se contentan con vaciar
sus cargadores, como si estuviesen persuadidos de que bastaba el estruendo para
que los personajes instalados en los edificios atacados salieran brazos en alto
a capitular sin condiciones. El tiroteo fue languideciendo, como consecuencia
indudable del agotamiento de municiones. A las nueve de la noche dos secciones
del regimiento de Infantería número 13 reciben la orden de proclamar el Estado
de guerra. Se establecen retenes de soldados en las plazas, en los mercados y
en los lugares estratégicos. La última esperanza de los socialistas madrileños
se desvanece: estaba puesta en la indisciplina de aquellos soldados, trabajados
pacientemente por una literatura corrosiva para destruir la moral militar. Los
soldados obedecen y cumplen su deber.
En pleno fragor del combate, frente al enemigo invisible,
Lerroux, que se encuentra en el Ministerio de la Gobernación, vórtice del
huracán, se sienta en una butaca y con un bloque de cuartillas y un lápiz,
apoyándose en el brazo de un sillón, redacta la proclama, género que tan bien
se le da al jefe radical, difundida por la Radio poco después. La proclama
decía así: «A la hora presente la rebeldía, que ha logrado perturbar el Orden
público, llega a su apogeo. Afortunadamente la ciudadanía española ha sabido
sobreponerse a la insensata locura de los mal aconsejados, y el movimiento, que
ha tenido graves y dolorosas manifestaciones en pocos lugares del territorio,
queda circunscrito, por la actividad y el heroísmo de la fuerza pública, a
Asturias y Cataluña. En Asturias el Ejército está adueñado de la situación y en
el día de mañana quedará restablecida la normalidad. En Cataluña, el Presidente
de la Generalidad, con olvido de todos los deberes que le impone su cargo, su
honor y su autoridad, se ha permitido proclamar el Estat Catalá. Ante esta
situación, el Gobierno de la República ha tomado el acuerdo de proclamar el
estado de guerra en todo el país. Al hacerlo público, el Gobierno declara que
ha esperado hasta agotar todos los medios que la ley pone en sus manos, sin
humillaciones ni quebrantos de su autoridad. En las horas de paz no escatimó la
transigencia; declarado el estado de guerra, aplicará, sin debilidad ni
crueldad, pero enérgicamente, la ley marcial. Estad seguros de que ante la
revuelta social de Asturias y ante la posición antipatriota del Gobierno de
Cataluña, que se ha declarado faccioso, el alma entera del país entero se
levantará en un arranque de solidaridad nacional en Cataluña, como en Castilla;
en Aragón, como en Valencia; en Galicia, como en Extremadura; en las
Vascongadas, como en Navarra y Andalucía, a ponerse al lado del Gobierno para
restablecer, con el imperio de la Constitución, del Estatuto y de todas las
leyes de la República, la unidad moral y política que hace de todos los españoles
un pueblo libre, de gloriosa tradición y de glorioso porvenir. Todos los
españoles sentirán en el rostro el sonrojo de la locura que han cometido unos
cuantos. El Gobierno les pide que no den asilo en su corazón a ningún
sentimiento de odio contra pueblo alguno de nuestra Patria. El patriotismo de
Cataluña sabrá imponerse allí mismo a la locura separatista y sabrá conservar
las libertades que le ha reconocido la República, bajo un Gobierno que sea leal
a la Constitución en Madrid, como en todas partes. Una exaltación de la
ciudadanía nos acompaña. Con ella, y bajo el imperio de la ley, vamos a seguir
la gloriosa Historia de España.»
La rebeldía estaba en su apogeo, según la confesión del
Gobierno. Pero la intranquilidad y la máxima preocupación no la producía la
actitud de la Generalidad, ni el fantasmal e ininterrumpido combate de Madrid,
que había descendido de las azoteas a la calle: los tiroteos se producían,
ahora, en la vía pública, con especial intensidad en las barriadas. Donde el
horizonte se presentaba tenebroso y empurpurado de sangre era en Asturias. Allí
la revolución había tomado la faz soviética y bárbara, y la provincia sufría
las sacudidas de una conmoción anárquica. De tal modo era así, que en el
Ministerio de la Guerra toda la atención es taba concentrada en aquella región.
«Las noticias de Asturias eran graves. No se trataba de una huelga corriente,
de disturbios callejeros o de movimientos sediciosos acusados en uno u otro
lugar, sino de un levantamiento general en toda la cuenca minera que amenazaba
entrar en Oviedo y Gijón». Por las conversaciones celebradas con los
Comandantes Militares de estas ciudades, supo el ministro de la Guerra que la
situación era gravísima. La dio a conocer al Gobierno, reunido en Consejo al
mediodía del 6 y propuso, y así se acordó, el inmediato envío de un general
experto a Oviedo, para hacerse cargo de la plaza, y de fuerzas de la Legión y
de Regulares de África, «ya que nuestros efectivos militares peninsulares,
cortos en número y diseminados por todo el territorio nacional son de difícil
movilización, tanto porque no cuentan con medios propios de transporte cuanto
porque las escasas guarniciones de la mayoría de las ciudades de España si
salen de sus bases las dejan totalmente desguarnecidas. Estando compuestas de
ordinario la mayoría de las guarniciones de un solo regimiento, cuando no de un
batallón, a excepción de las cabeceras de División, no podrá extraerse de casi
ninguna población una unidad completa sin correr el riesgo apuntado» . Tal era
la indefensión en que se encontraba España, debilidad bien conocida por los
progenitores de la revolución.
Hubo dudas acerca del general que debía asumir el mando de
las fuerzas de Asturias y «aun hasta hubo conatos por parte del Ministro de la
Guerra de designar al general Franco para este cometido, afirma el general
López Ochoa, pero sin duda pesó más en el ánimo del Consejo la opinión de
algunos ministros, que conociéndome personalmente y habiéndome visto obrar en
momentos difíciles y de gran responsabilidad, inclinaron su ánimo en mi favor».
Lerroux propuso al general López Ochoa, Inspector General del Ejército, para el
mando de Oviedo. No sólo en razón a su categoría, sino en consideración a sus
méritos políticos y a su título de masón. López Ochoa se había significado como
conspirador contra la Dictadura y la Monarquía; alternó con Maciá y sus amigos
en las vísperas republicanas, y al advenimiento del nuevo régimen fue el primer
capitán general de Cataluña. Previo un breve examen de la situación de Asturias
en el despacho del ministro de la Guerra y en presencia del subsecretario,
general Castelló, del jefe del Estado Mayor Central, general Masquelet, y del
ministro de la Gobernación, López Ochoa decidió salir inmediatamente para Lugo
con el propósito de incorporarse a la columna que desde aquella ciudad marchaba
en socorro de Oviedo. Cuenta el General: «El ministro, muy emocionado, me
expresó abrazándome: Vaya usted con Dios, General, y vaya tranquilo, pues su
hija Libertad no se quedará sin padre, pase lo que pase.» López Ochoa, era en
efecto, padre de una nena a quien le puso este nombre no hacía dos meses.
No fue el general Franco a mandar las fuerzas de Asturias,
pero el ministro de la Guerra, que lo había llamado para que le acompañase como
asesor a las maniobras militares celebradas en los montes de León en los
últimos días de septiembre, lo retuvo en Madrid, y en virtud de una disposición
oficial quedó a sus órdenes. El ministro le cedió su propio despacho, le alojó
en una habitación contigua a la suya y resignó de hecho en el general el mando
y atribuciones, para que con plenitud de autoridad dirigiera la batalla contra
la revolución. El despacho fue desde el primer momento sala de operaciones, con
los grandes planos y mapas extendidos para ser consultados. La estación de
radio y el gabinete telegráfico quedaron a las órdenes de Franco. Iniciativa de
éste fue el envío de dos banderas de la Legión y de dos tabores de Regulares a
Asturias, recurso al que había apelado también Azaña, siendo ministro de la
Guerra en 1932, cuando la sublevación de Sanjurjo. Dictó las órdenes de
movilización, propuso al general Yagüe para mandar la columna de desembarco,
orientó al general Batet en su lucha con la insurrección catalana, planeó las
medidas para acabar con el tiroteo de Madrid y a él se debieron las medidas
dedicadas a combatir a la revuelta en cada uno de sus reductos. A la hora de
elegir un jefe para organizar la defensa de la patria en peligro, los
gobernantes republicanos no encontraron otro más idóneo, ni que les inspirase
mayor confianza.
CAPÍTULO 43.
COMPANYS PROCLAMA EL “ESTAT CATALÁ”
|