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CAPÍTULO IV.

EXPULSIÓN DE ESPAÑA DEL CARDENAL SEGURA

 

«Es preciso, par tanto, que de la manera más inmediata y resuelta impongan el tono de la nueva democracia exacta, limpia, pura como el metal técnico, cuantos españoles posean la dosis suficiente de buen sentido y que no sean seudointelectuales, incapaces de pensar tres ideas en fila. Hoy no tiene la República más peligros que los fantasmas. Nos induce a esta fe, entre otras cosas, ver cómo los estudiantes, que con el grupo de hombres gobernantes son los que más hicieron por el advenimiento de la República, han ofrecido una nota ejemplar con su total ausencia de las asquerosas escenas incendiarias. Pero es preciso que se preparen a dar a esa ejemplaridad en el inmediato futuro carácter más activo. Tienen que defender ciegamente la dignidad de la República. Fíense de su instinto insobornable, tesoro esencial de la juventud, del cual ha de manar el único futuro verdadero. Fíense de él y rechacen todo lo que es falso, sin autenticidad, como esas falsas representaciones de manidos melodramas revolucionarios y esas instituciones insinceras de lo que un pueblo semiasiático tuvo que hacer en una hora terrible de su historia. Exijan implacablemente que se cumpla el estricto destino español y no otro, fingido o prestado.— Gregorio Marañón, José Ortega y Gasset, R. Pérez de Ayala».

Lerroux escribe: «La Iglesia no había recibido con hostilidad a la República. Su influencia en un país tradicionalmente católico era evidente. Provocarla a luchar apenas nacido el nuevo régimen era impolítico e injusto; por consiguiente, insensato; y lo hubiera sido en cualquier momento. La guerra civil, que espiritualmente quedó encendida con las hogueras del 10 de mayo, hubiera podido ponerse sobre las armas inmediatamente». Lerroux al decir esto parece ignorar, no obstante ser él uno que mayor carga de dinamita anticlerical puso en la ideología republicana, que el triunfo de ésta significaba el comienzo de una política antirreligiosa, o de lo contrario el nuevo régimen perdería lo esencial de su carácter y dejaría de ser lo que esperaban sus más fanáticos partidarios.

Todavía estaba muy viva la impresión que en las conciencias de los católicos habían producido los incendios de conventos cuando se producía otro hecho típico persecutorio. El ministro de la Gobernación había sido informado por el gobernador de Álava, Martínez Aragón, de que el obispo de Vitoria, Mateo Múgica, con jurisdicción en Guipúzcoa, y Vizcaya, preparaba la visita pastoral. El gobernador temía, dada la excitación de los carlistas y nacionalistas, que aquélla fuese motivo de alteración del orden público. Ordenó Maura al gobernador que aconsejara al obispo el aplazamiento del recorrido pastoral, a lo que el prelado se opuso para no dar a los fieles la sensación de que abandonaba sus deberes. Por toda respuesta el ministro de la Gobernación dispuso que sin demora monseñor Múgica abandonase la diócesis y se trasladase a Francia. Cuatro horas después el obispo, escoltado por el gobernador y policías pasaba la frontera por Irún, no sin hacer constar su protesta contra el atropello.

El ministro en una nota (18 de mayo) informaba de la salida de España del obispo de Vitoria, «previa invitación del ministro» que «había sometido a la reflexión del propio prelado la conveniencia de que se ausentara» en vista del «carácter eminentemente político que daba a sus visitas a las ciudades de su diócesis».

El Gobierno, que sentía prisa por establecer la libertad religiosa, disponía (22 de mayo) por decreto que «nadie en ningún acta de servicio ni con motivo de su relación con órganos del Estado está obligado a manifestar su religión: en su virtud, los funcionarios así civiles como militares se abstendrán de inquirir sobre las creencias religiosas de quienes comparezcan ante ellos o les estén subordinados, «Nadie —decía otro artículo— está obligado a tomar parte, cualquiera que sea su dependencia respecto del Estado, en fiestas, ceremonias, prácticas y ejercicios religiosos. Todas las confesiones están autorizadas al ejercicio, así privada como público de sus cultos, sin otras limitaciones que las impuestas por los Reglamentos y la Ley de Orden Público.»

A la serie de medidas gubernativas que conculcaban los derechos de la Iglesia se referían los Metropolitanos españoles reunidos en Roma, en una carta dirigida, el 3 de junio, al jefe del Gobierno, en la que hacían la siguiente enumeración de transgresiones: «Anuncio oficial de secularización de cementerios, separación de la Iglesia del Estado, prohibición a las autoridades gubernativas y al Ejército de participar en actos religiosos, supresión de las cuatro órdenes Militares, privación de derechos civiles a la Confederación Nacional Católica Agraria por el hecho de denominarse católica, privación a la iglesia de intervenir en los Consejos de Instrucción, supresión de honores militares al Santísimo Sacramento a su paso por las calles, supresión de la obligatoriedad de la enseñanza religiosa en las escuelas primarias y en las superiores, prohibición del Crucifijo en las escuelas, libertad de Cultos, intervención del Estado en el tesoro artístico de la Iglesia, infracción de la inmunidad personal eclesiástica y, sobre todo esto, los incendios de iglesias, conventos y palacios eclesiásticos. Pedían los Metropolitanos al jefe del Gobierno, «fiados en las promesas, repetidas veces hechas, de que en el nuevo régimen se respetarían las prerrogativas todas de la Iglesia Católicas interpusiera su autoridad cerca del Gobierno provisional, para dejar sin efecto los decretos enumerados, y «para que en cuantas cosas se relacionasen con los derechos de la Iglesia en España, se obre de acuerdo con la Santa Sede».

No obtuvo inmediata respuesta esta carta, pero pudo estimarse como verdadera réplica del Gobierno a los Metropolitanos el siguiente hecho: El día 13 de junio regresó de Roma el Cardenal primado don Pedro Segura. Se había ausentado un mes antes, «al oír la intimación hecha por una persona particular de que el Gobierno no garantizaba mi vida en España por espacio de media hora». Al acercarse el día 14 de junio a Guadalajara, «para una visita oficial a las religiosas adoratrices y para tratar asuntos de Gobierno eclesiástico con algunos párrocos de aquella capital», fue detenido el coche en que viajaba por una pareja de la Guardia Civil, y una vez identificado su ocupante, montó aquélla en el vehículo y se encaminaron a la Comisaría de vigilancia, situada en los bajos del Gobierno Civil. Allí, por oficio, le conminó al gobernador, José León Trejo, «de orden del Gobierno provisional de la República Española, a ponerse inmediatamente en marcha hacia la frontera de Irún.» En la misma Comisaria de vigilancia redactó el Cardenal Segura una larga exposición dirigida al jefe de Gobierno, con el relato de todas las peripecias y vejaciones sufridas desde su llegada a Guadalajara, «reducido a la condición de un preso vulgar». «Me creo asistido, decía, por todos los derechos, natural, civil y eclesiástico, a tenor de la Constitución vigente y del Concordato, para mantenerme en mi puesto, cumpliendo con mi deber pastoral.» «Es más, me veo obligado a ello por deberes sacratísimos, de cuyo cumplimiento el Gobierno provisional no puede en modo alguno relevarme sin autorización expresa de la Santa Sede.» «Sólo mediante la fuerza y la violencia podré en este caso ser obligado a abandonar mi Diócesis, cosa que ruego al Gobierne me permita hacer constar mediante acta notarial, si, como no espero de la rectitud de conciencia de los miembros que componen el Gobierno provisional, se diera en esta forma la orden de mi expulsión.»

Únicamente se le concedió al Cardenal diez minutos para redactar su exposición. A las doce de la noche fue trasladado al convento de los Padres Paúles, donde pernoctó, y siguió incomunicado hasta las cuatro y media de la tarde del día 15. A dicha hora se personaron en el convento un Comisario General, dos agentes de policía y un médico de la Dirección General de Seguridad, y poco después salía el Cardenal, bien custodiado, hacia la frontera, «sin dinero, ropa y medicinas que reclamaba su estado de salud y hasta sin el breviario para el rezo del Oficio divino.»

Para explicar esta insólita manera de tratar al Arzobispo primado de España, el Gobierno, en una nota oficiosa, hacía saber que, con motivo de la pastoral del Cardenal Segura sobre la actitud de los católicos ante el nuevo régimen, «estimando peligrosa la presencia del Cardenal en España, solicitó de la Santa Sede la remoción de don Pedro Segura de la Silla Metropolitana de Toledo». En la misma nota se presentaba al Cardenal como huidizo y oculto en ignorado paradero, hasta su aparición en Guadalajara. Y añadía: «En tanto no reciba el Gobierno la contestación de la Santa Sede a la nota pendiente, no quiere que se perturbe la paz espiritual del país con la actuación personal en él de quien viene dando muestras reiteradas y públicas de hostilidad al régimen, una de las cuales es la forma excesivamente discreta, poco adecuada a la jerarquía de la primera dignidad de la Iglesia española, en que ha regresado a España y permanecido en ella estos últimos días. Al adoptar el Gobierno esta resolución está seguro de haber prestado un servicio a la paz pública y otro no menor a los altos intereses espirituales de la Iglesia.» El acuerdo del Consejo tuvo el voto en contra de Alcalá Zamora, opuesto al procedimiento que se seguía para eliminar al Cardenal, reproduciendo la actitud que adoptó cuando la expulsión del obispo de Vitoria, sin que en ninguno de los casos llevase a cabo sus amenazas.

El Nuncio de Su Santidad, Monseñor Tedeschini, elevó al Gobierno una protesta contra la expulsión, haciendo notar lo que el Cardenal representaba para la Santa Sede, para España católica y para el mundo católico. Pedía se le autorizara al Cardenal a regresar a Toledo; pero el ministro de Justicia respondió «que no era posible complacerle por razones de orden público». El «Osservatore Romanos hacía estas aclaraciones: «Primero. El Cardenal no entró en España clandestinamente, porque estaba provisto de un pasaporte regular reconocido en la frontera. Segundo. El Gobierno, aunque se declaró bastante satisfecho de la primera salida del Cardenal, ocurrida el 13 de mayo, contestó al Nuncio, cuando protestaba, que había sido totalmente ajeno a su marcha».

En la respuesta del jefe del Gobierno (17 de junio) al escrito que el Cardenal le dirigió desde Guadalajara, a punto de emprender su viaje hacia la frontera, se lamentaba Alcalá Zamora de la imposibilidad de sostener con el Cardenal «la relación normal que, por fortuna, venimos manteniendo con la casi totalidad del Episcopado español». Le reprochaba por haber regresado de Roma, «cuando estaban en trámite las negociaciones con la Santa Sede, que afectaban al Primado», e insistía sobre la sorpresa e inquietud que causó al Gobierno su regreso, pues «no supo en muchas horas dónde se encontraba ni se conocieron en forma alguna los propósitos de su estancia tan recatada». En relación con las protestas de los Metropolitanos, afirmaba que algunos de los motivos eran simples conjeturas o rumores, «pero todos ellos se reconocen unánimemente en el derecho político moderno como perteneciente a la esfera jurisdiccional del mismo, y de que en algún pequeño problema, como el relativo a las órdenes Militares, sólo se trata en la vida contemporánea de exterioridades honoríficas y debilidades aristocráticas, sin la más remota conexión actual con la espiritualidad religiosa». Con una invitación a la reflexión, para que el Cardenal diera «carácter voluntario» a esta segunda ausencia, terminaba, el jefe del Gobierno su epístola.

El Cardenal se refugió en Bayona, y a requerimiento del Gobierno español, el de Francia le impuso el internamiento hasta más allá de la línea del Loire. Hubo un largo paréntesis de silencio en las relaciones con la Santa Sede. El Gobierno propuso para embajador en el Vaticano al catedrático Luis de Zulueta, procedente de la Institución Libre de Enseñanza, pero la Santa Sede denegó el placet. El día 14 de agosto, en el momento de pasar la frontera por Irún, fue detenido el Vicario General de Vitoria, Justo Echeguren, que era portador de unos documentos para el prelado de aquella diócesis, doctor Múgica, desterrado en Francia. Sin especificar el carácter de tales documentos ni su contenido, la prensa gubernamental los calificó de gravísimos, y los propios ministros, con sus declaraciones, dieron pábulo para suponer que, en efecto, se trataba de papeles con los planes de una maniobra contra la seguridad del Estado. Miguel Maura concretó que se trataba «de circulares dirigidas a los obispos, que debía firmar el cardenal Segura, encaminadas a la venta de bienes de la Iglesia y modo de poner su producto en salvo, lo cual constituía delito de contrabando y defraudación». El Gobierno entabló una reclamación diplomática y a la vez privó de sus temporalidades al Cardenal primado y al obispo de Vitoria; al primero, como autor de los documentos. El Siglo Futuro, diario integrista de Madrid, al parecer con expresa autorización del Cardenal, aseguraba que el famoso documento era una circular con párrafos numerados de diversas cuestiones: «facultades extraordinarias concedidas a los señores obispos en cuanto a diferentes puntos disciplinarios; informes sobre seguridad de los bienes de la Iglesia en las presentes circunstancias; comunicación entre el Episcopado; nueva reunión de Metropolitanos para la redacción de un documento colectivo y orientaciones al Episcopado».

El día 3o de septiembre de 1931, el ministro de Justicia, de los Ríos, con visible satisfacción, anunciaba que el Papa había admitido la dimisión del cardenal Segura como Arzobispo de Toledo. «Este hecho —dijo el ministro— de considerar vacante el Arzobispado, que coincide con la Silla Primada, acontece por primera vez en la historia canónica moderna. Ni Felipe II consiguió la remoción de un Cardenal primado.» Explicó el ministro que la renuncia se había obtenido mediante una negociación «larga, laboriosa, correcta y cordial», pues en Roma, dijo, «han luchado las dos tendencias del catolicismo español y ha salido derrotada la integrista, triunfando la otra, más liberal». Apostilla un comentarista que, como partidarios de esta última, si bien el mote de liberal no era apropiado, aparecían el Nuncio de S. S. en Madrid, monseñor Tedeschini, y el director de El Debate, Angel Herrera .

El mismo día 30 el Nuncio informó al Cabildo primado de Toledo con la siguiente comunicación: «El Eminentísimo señor Cardenal Secretario de Estado de Su Santidad acaba de telegrafiar, y yo me apresuro a poner en conocimiento de Su Señoría, que el Eminentísimo señor cardenal Segura, imitando el ejemplo de San Gregorio Nacianceno, con noble y generoso acto, del cual él sólo tiene el mérito, ha renunciado a la Sede Arzobispal de Toledo. Ruego, por tanto, por conducto de Su Señoría al Excelentísimo Cabildo Metropolitano de Toledo para que, según las prescripciones de Derecho Canónico, proceda sin demora a la elección de Vicario Capitular.»

«Conste —escribía El Debate (1 de octubre), con el título «Un prelado modelo»— que es el Cardenal quien dimite: que dimite ante Roma, que es Roma quien acepta la renuncia.» «Conste que Roma acepta la dimisión del cardenal Segura pura y simplemente en obsequio a la pacificación espiritual de España, como manifestación de amistosos sentimientos por el Estado español, como prueba magnánima del deseo de la Santa Sede de situar en una zona templada, de armónica convivencia, a todos los elementos de la vida española, empezando por situarse en ella la Iglesia misma... que ha llegado —repitámoslo— al extremo límite, no ya de lo que puede conceder, sino de lo que honradamente se le puede pedir.»

«Y no se olvide que esta magnanimidad de la Iglesia se produce después de reiteradas violaciones del Concordato, perpetradas en varias leyes de la República; después de la impune quema de conventos y sin que una explicación ni una indemnización satisficiera en mínima parte el agravio, después de las arbitrariedades cometidas con otros Prelados y sacerdotes. Contra cada uno de estos desafueros ha protestado la Santa Sede, pero sin extremar nunca el ejercicio de su derecho... que es, a un tiempo, sagrado deber. En aras de la concordia ha llegado ya Roma a límites infranqueables. Si, a pesar de todo, se rompe la unidad espiritual de España, la íntegra responsabilidad por tal suceso corresponderá al Gobierno, a la Cámara, que así frustran la benevolencia, la tolerancia y los dolorosos sacrificios de la Santa Sede y del Papa.»

Las apariencias eran de que los hechos daban la razón al Gobierno. Puesto que el Cardenal dimitía y era aceptada su dimisión, tácitamente se reconocía que los cargos eran fundados. «No existe duda, manifestó el ministro de Justicia, respecto a cuál ha sido la significación del acto del Gobierno, ni tampoco la del Arzobispo de Toledo, cardenal Segura. Esto indica que la documentación que obraba en poder del Gobierno era de seriedad plena, que a su valor moral se allanó hasta el mismo Pontificado.»

Con fecha 1 de octubre el Papa dirigió al Cardenal una carta, acusándole recibo de otra del 26 de septiembre, «por la cual ponía en Nuestras manos su libre renuncia a la Sede Arzobispal de Toledo». Y añadía: «Los sentimientos de filial piedad y devoción que en ella expresa Nos han conmovido vivamente, y Nos apresuramos a significar a V. E. Nuestro altísimo aprecio por esa noble acción, ejercitada con tanta generosidad y animada de tan puras y sobrenaturales intenciones. En ese acto de V. E. hemos visto una nueva y luminosa prueba de celo por las almas, ya que con la esperanza de cooperar al mayor bien de ella, o, aun sólo para quitar pretextos de mayores males, no ha vacilado en sacrificarse a sí mismo.»

«Es difícil de creer, comenta Ramiro de Maeztu que hubiera razón particular para considerar al Cardenal como especialmente peligroso para el régimen. Pero era el Arzobispo primado, el más alto dignatario de la Iglesia española. Y la única explicación satisfactoria de que se le haya distinguido para impedir que ocupara su silla es que el Gobierno ha querido demostrar su soberanía, en el sentido de hacer ver a los católicos que no podrían, aunque quisieran, sostener en su silla al Cardenal primado y que España había cambiado de señores. No se me alcanza interpretación más verosímil.»

* * *

La Masonería empezó a mostrarse muy activa. En los días 23, 24 y 25 de mayo de 1931 la Gran Logia Española, miembro fundador de la Asociación Masónica Internacional, celebró una asamblea en Madrid, en la que se adoptó la siguiente declaración:

«Como principios generales, la Franc-Masonería proclama la inviolabilidad del derecho humano, en todas sus manifestaciones, y, de consiguiente:

El derecho a la vida y seguridad de la misma. El derecho a la libre emisión y difusión del pensamiento. El derecho a la libre expresión de la conciencia y al libre ejercicio de los cultos.

La escuela única, neutra y obligatoria; enseñanzas superiores con cátedra libre, y tanto éstas, como la primaria, completamente gratuitas; enseñanza de un idioma universal hasta el segundo grado.

Trabajo obligatorio controlado por el Estado y repartido a medida de las fuerzas y aptitudes de cada uno, garantizando las necesidades del individuo, tanto en su período activo como en su vejez. La inviolabilidad del domicilio y la correspondencia. La igualdad ante la ley. La justicia gratuita para todos los ciudadanos y en vigor el Jurado para toda clase de delitos. La libertad de reunión, asociación y manifestación pacíficas. El Gobierno, genuina representación del pueblo, expresada en todos sus grados por medio del sufragio universal. El matrimonio civil, con ley del divorcio y legitimidad de los hijos naturales. La separación de la Iglesia del Estado, expulsión de las órdenes religiosas extranjeras y sometidas las nacionales a la Ley de Asociaciones. La abolición de la pena de muerte y de todas las perpetuas, estableciéndose como jurisdicción única la civil para todos los delitos; régimen penitenciario sobre la base de curación y reeducación del individuo. Servicio militar voluntario, limitada su actuación a la defensa del País en caso de agresión, hasta que el espíritu pacifista entre todas las naciones lo haga innecesario. La transmisión de la propiedad, limitada, en cuanto a la tierra, a que quede en usufructo en manos de los que la cultivan, y en cuanto a la urbana, en usufructo a los que la habiten. Estado federal, que partiendo del individuo, representado por el municipio, ampliado a la región natural, llegue a la Federación de las mismas, formando grupos nacionales, internacionales e intercontinentales, con plena soberanía para todos ellos en la esfera particular de cada uno.

Requerimos a todos los bombees de buena voluntad para que colaboren a nuestra obra, creando núcleos masónicos en sus respectivos puntos de residencia; pudiendo dirigirse, para recibir las instrucciones del caso, a Comisión de propaganda de la Gran Logia Española.»— Zurbano, I Pral. Barcelona.

La Gran Secretaría de la Gran Logia Española, en cumplimiento de los acuerdos adoptados en la Asamblea de Madrid, se dirigió a los ministros Lerroux, Largo Caballero, Martínez Barrios, Fernando de los Ríos y Azaña, diciéndoles: «Hemos visto con satisfacción que algunos puntos acordados de la Gran Asamblea han sido ya recogidos en el Proyecto de Constitución pendiente de aprobación, y celebraríamos que usted se interesase para que fuesen incorporados a las nuevas leyes que ha de dictar el primer Parlamento de la República los demás extremos de nuestra Declaración que aun no han sido aceptados.» Todos los requeridos respondieron que harían cuanto pudieran por atender los deseos de la asamblea de la Gran Logia Española.

Por su parte, la logia «Ruiz Zorrilla», de Barcelona, elaboraba un verdadero proyecto de Constitución, con normas y pautas para los diputados masones, que deberían tener muy en cuenta cuando se discutiera el Código constitucional.

El proyecto masónico decía así:

«En los momentos supremos en que la representación más genuina de nuestra patria se apresta a dotar al país de la Carca fundamental que decida sus destinos futuros, la Logia «Ruiz Zorrilla» que trabaja en esta ciudad de Barcelona, inspirándose siempre en los magnos ideales sustentados por la Orden masónica, tiene el honor de proponer se consignen en La Constitución de la República las disposiciones siguientes:

1.ª La separación de la Iglesia y el Estado.

2.ª Denuncia del Concordato establecido por la Santa Sede.

3.ª Terminación de las relaciones diplomáticas con la ciudad del Vaticano.

4.ª Declaración de libertad religiosa absoluta, sujetándose estrictamente a la ley de Asociaciones que se promulgue cuantas entidades se formen o ya estén constituidas con carácter confesional.

5.ª Incorporación al Código civil de los ordenamientos consiguientes, a fin de que se tengan por nulas todas las secesiones de bienes que por cualquier título lucrativo de alguna manera favorezcan a personas o entidades religiosas en perjuicio de los legitimes herederos, pudiéndose ejercer acción popular para las oportunas denuncias. 6.ª Incapacitación legal de los sacerdotes, sin distinción de cultos, para la enseñanza pública y privada en todos los grados, así como para desempeñar cargos públicos.

7.ª Expulsión de todos les individuos de ambos sexos adscritos a comunidades religiosas extranjeras. .

8. a Exclaustración de todos los individuos de ambos sexos pertenecientes a comunidades de origen nacional.

9. a Nacionalización de los bienes de las comunidades religiosas, tanto del país como extranjeras.

10. a Prohibición absoluta de que salgan del país dádivas con destino al llamado «Dinero de San Pedro», el que se recauda para la Santa Cruzada y el que vaya a la Roma Pontifical en cualquiera otra forma creada o por crear.

11. Inventario de bienes poseídos por el clero secular, que seguirá usufructuándolos mientras los conserven en buen uso, los siga dedicando al objeto a que estén consagrados y no sea conveniente disponer de ellos por utilidad pública y no satisfagan las contribuciones y repartos que corresponden.

12. Sustitución del cura por el maestro en la Armada, el Ejército y /a Aviación nacional.

13. Supresión en el Presupuesto de todas las partidas consignadas hasta ahora a favor del Culto y el Clero.

14. Incautación de bienes existentes en poder de la iglesia, dedicándolos a la beneficencia, pasándolos a la administración del Estado, la Región o el Municipio, según proceda, en méritos del carácter especial respectivo.

15. Exigir a los sacerdotes la indumentaria corriente de los ciudadanos, consintiéndoles el empleo del traje talar y ornamentos únicamente en el interior del templo.

16. No permitirse en ningún caso manifestaciones de índole religiosa en las calles.

17. Secularización de cementerios.

18. Divorcio, con indemnización, que percibirá el cónyuge inocente del culpable y facultad para ambos de contraer nuevo matrimonio, asegurándose los alimentos y educación de losniños.

20. Investigación rigurosa de la paternidad, siendo declarados legítimos todos los nacidos, sin distinción.

»Por vía de fundamento a las peticiones que anteceden, sirvan las condiciones que se van a poner:

»El Estado, que no profese, ni ha de profesar, determinada creencia religiosa, porque no alcanza su radio de acción ni su poder más allá de la vida, no habiendo demostrado estar ahora en presencia de la verdad absoluta ninguna de las religiones positivas.

»Ha de reconocer solamente la obligación ineludible que le incumbe de consagrar toda su atención al logro del mayor bien de los españoles, sin distinción, respetando el derecho de cada uno mientras no perjudique el de los demás. En consecuencia, le está vedado al Poder público distraer el dinero del contribuyente pare sostener el culto y clero de ninguna religión, para no perjudicar al interior de los ciudadanos que profesan religiones distintas. »

Tampoco ha de consentir la Ley que los ministros de un Dios que predica la pobreza sigan explotando conciencias timoratas y conquistando para ellas herencias, legados, donaciones y muchas limosnas excesivas.

»La Iglesia Romana de Simón y Saulo, que dista mucho de ser la verdadera Iglesia española de San Yagu, tiene su constitución en pugna abierta con la de los países liberales, a los que declaran heréticos, apóstatas y sectarios, y al desconocer la soberanía de cada nación, reivindicando la del Pontificado, incapacita a sus representantes para el desempeño de cargo público fuera de Roma, puesto que incompatible resulta cumplir honradamente promesas y juramentos tan contradictorios como la Constitución de la Iglesia y cualquier otra Constitución liberal. Mal pueden, además, ser considerados ciudadanos de ninguna nación quienes lo son ya de otras (La Ciudad del Vaticano).

»Hay que apartar a la Iglesia de la Enseñanza y de la Beneficencia. Pregona el lamentable fracaso del clero en materia educativa, el desconsolador analfabetismo, que no supo extirpar o no trató siquiera de combatir, existente entre las clases humildes de la sociedad nuestra, como los conocimientos absurdos que ha impartido en oposición sistemática con las enseñanzas de la ciencia moderna, de la que abominan. El monopolio de beneficencia moderna que ha venido ejerciendo no consiguió reducir el pauperismo, en tanto que las órdenes monásticas que lo disfrutan aumentan fabulosamente, de día en día, sus riquezas.

»Votos solemnes de pobreza, obediencia y castidad pronuncian los individuos que reclutan en el convento. Como quiera que semejantes votos son contrarios al imperativo categórico de la moral de derecho y de la conveniencia, no es justo se les reconozca la menor eficacia. Como extranjeros indeseables, perniciosos, algunas de las naciones más civilizadas dieron el saludable ejemplo de expulsar totalmente del país, en masa, los individuos del Clero regular, limitando tan reparadora medida a los jesuitas uno de los monarcas menos malo que ha padecido España. ¿Por qué han de vacilar los hombres de la República en acometer tan salvadora empresa?

»Fuentes inagotables de ingresos para la grey eclesiástica lo fueron siempre nacimientos, matrimonios, relaciones familiares y hasta la muerte. Las actas de bautismo y de defunción, con que se comprobaban antes nacimientos y fallecimientos, representaban una norma nada despreciable en el haber del cura, que dejó de funcionar como depositario de la fe pública el día que un Gobierno creó el Registro Civil. Aún les queda parte en el cementerio, de cuyo lugar de olvido supremo y de piedad infinita excluyen a los enemigos, llevando su odio salvaje hasta más allá de la tumba. Encastillados todavía en los reductos del matrimonio y del divorcio, que no es más que una separación de cuerpos y de bienes, siguen como en sus mejores tiempos, dueños de la familia, desde donde van acabando de minar, sin el menor riesgo, una sociedad indefensa y sujeta a sus malas artes.

»Los Concordatos que celebró España con el Papa jamás fueron observados fielmente por éste. En virtud del último vigente, en 1851, con la «Tercera Orden indeterminada», introdujo de contra bando unas doscientas órdenes religiosas, y no está probablemente satisfecho aún. España no tiene necesidad de nuevos Concordatos. Si Italia pactó, por la cuenta que le tiene, andar a medias en la explotación de las industrias papales; si Francia se interesa por negocios misionerocoloniales, y a las demás naciones, no todas, ni con mucho, les conviene tratar con el Papa, a España nada se le ha perdido en Roma ni ha de menester tratar con poderes que no son de la tierra y que, en caso hipotético de existir en otros mundos, menudo trabajo les iba a costar a los que se dicen sus representantes la comprobación de su autenticidad.

»La Religión profesada de buena fe, muy respetable, vive en la conciencia de saber; quédense los explotadores del culto y su magnificencia para los pueblos sumidos en las tinieblas de la ignorancia y los extravíos del fanatismo. Aquéllos necesitan ídolos grotescos que adorar; ya que son incapaces de concebir un Dios abstracto, sólo se acercan a la divinidad entre nubes de incienso perturbador de los sentidos, con el sacerdote por intermediario, en un marco fastuoso o de misterio que los anonada.

»No olvidemos que los primitivos cristianos no querían templo, destruían imágenes, vivían en la pobreza y el culto se reducía entre ellos a predicar el Evangelio.

»Desde el rey Sisenando, que tuvo que pactar con los altos dignatarios de la Iglesia, a fin de que ésta legitimara la usurpación de la corona visigótica, no cesaron monarcas, señores feudales y vasallos de acrecer con sus dones al patrimonio clerical; para comprobar la cuantía exorbitante de lo poseído por la Iglesia, por las corporaciones religiosas, y para determinar la cifra aproximada de conventos y de individuos que los ocupan, basta saber que siempre se resistió el clero a facilitar una estadística que diera a conocer su patrimonio. Por algo será. No obstante, merced a las pacientes investigaciones realizadas por aficionados a semejantes estudios, se logró reunir los siguientes datos: »Conventos, 4.490; individuos, 71.815.

»Estas cantidades fueron tomadas en 1923. Calcúlense las del año en curso. Agréguense los 39.926 curas que oficialmente se conocen, los emboscados y el personal que desempeña funciones complementarias, ascéticos, sacristanes, campaneros, organistas etc., y no resulta aventurado elevar los guarismos a 20.000 personas de ambos sexos adheridos a la Iglesia.

»Se trata, pues, de un verdadero ejército disciplinado extendido por todos los ámbitos del país, más cuantioso que el Ejército nacional. Consignaremos, sin temor a equivocamos, esta opinión nuestra, ya que 200.000 individuos constituyen nada más que la milicia clerical, mientras forma la tropa la turba ignorante de fanáticos, conseguida desde el púlpito, confesionarios, la escuela la prensa adicta, y a los variados medios de propaganda con que cuenta esta extraña potencia. que se empeña en formar un Estado dentro del Estado español, adversario formidable antepuesto a la soberanía de la nación, que mañana nos declarará la guerra si no se les reduce a la impotencia.

»Se aproxima, señores diputados el momento solemne, la hora decisiva que ha de pasar a la Historia, en que dé cumplimiento del mandato recibido de los electores, que aportaron su pasar a voto para que dieseis forma legal a la República y la emanciparais, que desliguéis a los españoles del yugo romano, como de cualquier dominio del pueblo no emanado. »Pensad que España, después de haber sufrido durante tantos siglos las consecuencias desastrosas de una Monarquía despótica, no podéis manumitirla del Rey pera someterla a Roma papal, que nos mantendrá indefinidamente sujetos al virreinato del nuncio apostólico o del Cardenal primado. »Para no descender a tal ignominia, vale la pena de consagrar en la ley fundamental el hecho gloriosamente consumado de la proclamación de la República. »La dignidad del país está en vuestras manos. Resolved. »Barcelona, 20 de septiembre de 1931.— Por la Logia «Ruiz Zorrilla».—J. Pey Ordeix, J. Caudal y A. Rebollo. »Domicilio: Ataúlfo 7. (I). Resp. .. . Log. .. . M. Ruiz Zorrilla Barcino, Ten. .. . de 16 de noviembre de 1931. Imprenta F. Esmanda. Provenza, 2.44. (Del Archivo de la Delegación Nacional de Servicios Documentales, en Salamanca.) :

 

La atención de las gentes estaba puesta en la convocatoria de elecciones de diputados a Cortes Constituyentes. El Decreto, con la firma de todo el Gobierno, se publicó el 3 de junio, y en él se disponía: «I.º Las Cortes Constituyentes, compuestas de una sola Cámara, elegida por sufragio popular directo, se reunirán para la organización de la República en el Palacio del Congreso el día 14 de julio. 2.º Las Cortes se declaran investidas con el más amplio poder constituyente y legislativo. Ante ellas, tan pronto queden constituidas, resignará sus poderes el Gobierno Provisional de la República, y sea cual fuere el acuerdo de las Cortes, dará cuenta de sus actos. A las mismas corresponderá, ínterin no esté en vigor la nueva Constitución, nombrar y separar libremente la persona que haya de ejercer con la jefatura provisional del Estado la Presidencia del Poder ejecutivo.. Y en el preámbulo se decía: «A las Cortes habrá de someterse, con la obra esencial de la Constitución, el Estatuto de Cataluña; la ratificación o enmienda de cuanta obra legislativa acometiera el Gobierno; las leyes orgánicas complementarias de la fundamental; el juicio definitivo sobre las magnas responsabilidades del régimen caído, y todas las reformas que, por respeto, se presentarán a las Cortes; pero en que, por la armonía de los partidos republicanos, existe ya la coincidencia capital. Destácanse entre ellas por su interés las de renovación y justicia especial en que algunos hallaron la razón determinante, junto con su fe republicana, para colaborar en la obra revolucionaria y en las que vemos todos la base del pacífico, justiciero y fecundo resurgimiento de España.» La fecha señalada para las elecciones era la del 28 de junio

El ministro de la Gobernación se ocupaba con desvelo, desde el día de su exaltación al cargo, en preparar el terreno para la próxima contienda electoral, asesorado par los dirigentes socialistas, expertos en esta clase de bregas, y muy interesados en recoger la mejor parte del botín que veían en lontananza. En unas elecciones «rabiosamente sinceras» fundamentaban los republicanos su triunfo; sin embargo, no estaban seguros de que el aparato electoral funcionara con igual perfección que en el anterior experimento, y convinieron en desmontarlo y rehacerlo totalmente a su gusto y medida. A B C, El Debate y Mundo Obrero reanudaron su publicación (5 de junio) y, con ello, se quiso dar a entender que se dulcificaba la opresión gubernativa. A B C comentaba: «El rigor desplegado contra nosotros con protesta de la opinión universal excede a las fórmulas pacificadoras en uso. No es ya dudoso que el Gobierno se ha complacido en la persecución de A B C como el que más de los que quisieran aniquilarnos. Consiente, al fin, la reaparición de A B C pero sin garantías; reservándose las «facultades extraordinarias, de que se ha investido. Conste que no hacemos ninguna concesión a la violencia; que aunque hubiéramos de sucumbir, no claudicaríamos; y que tampoco sucumbiremos».

Se empezó por ordenar la rectificación del censo electoral, lo cual permitió adulteraciones, rellenos y trastrueques en beneficio de los muñidores: se hizo amplia revisión y nombramiento de jueces municipales; por decreto de 8 de mayo se rebajó a veintitrés años la edad que capacitaba a los varones para el sufragio, de conformidad con la petición hecha por los socialistas el de mayo; se declaró elegibles a mujeres y sacerdotes; quedó derogado todo lo relativo al examen o informe de las actas protestadas en el Tribunal Supremo; se crearon las circunscripciones provinciales, en vez de los antiguos distritos. Cada provincia, formando una circunscripción, tendría derecho a elegir un diputado por cada 50.000 habitantes; la fracción superior a 30.000 habitantes daba derecho a elegir un diputado más. Las ciudades de Madrid y Barcelona constituían circunscripciones propias y los pueblos de cada una de esas provincias formaban, a su vez, circunscripciones independientes de la capital. Las capitales mayores de 100.000 habitantes componían circunscripciones propias. Para ser proclamado diputado a Cortes Constituyentes necesitaban los candidatos obtener por lo menos el 20 por 100 de los votos emitidos.

Durante quince días, en virtud de un decreto del ministro de la Gobernación (35 de mayo) los candidatos derrotados en las elecciones municipales o cuantos tuviesen algo que alegar contra los concejales proclamados por el artículo 29, es decir, sin lucha, podían reclamar, reservándose el ministro la facultad de resolver. En tanto se tramitaran los expedientes, se les facultaba a los gobernadores para nombrar Comisiones Gestoras de los Ayuntamientos, en las que no podrían formar los que fueron candidatos. Mediante este arbitrio el ministro declaró nulas las elecciones en muchos Ayuntamientos y otros quedaron bajo el dominio de las Gestoras. Era la reproducción de los procedimientos dictatoriales tan denostados. Un mes antes (22 de abril) también por decreto el ministro de la Gobernación autorizaba a los gobernadores para nombrar gestoras provinciales.

Añádase a esto las trabas gubernativas o de prohibición por la violencia de muchos actos de propaganda organizados por fuerzas de derechas, y se comprenderá que el camino quedaba abierto de par en par y con firme especial para los amigos del Gobierno. Sin embargo, fueron los socialistas, por su veteranía en las lides electorales, por su organización y por su experiencia en la industria del sufragio, quienes acaparaban el mercado de votos y de actas. España sufrió durante veinticinco días un frenético y enloquecedor temporal demagógico. La inundó un diluvio de oratoria y de prosa, de proclamas y manifiestos con promesas venturosas y cuadros paradisíacos o amenazas y visiones apocalípticas, según expusieran el orador o el partido su programa político o repudiara el de sus adversarios. La Iglesia era, para la mayoría de los tribunos, el enemigo nato de la República, por lo cual se la atacaba desde todos los ángulos. En el estruendo o guirigay sobresalió la voz de Azaña (8 de junio), al enardecer a los republicanos de Valencia; él regalaba el Código Constitucional que se iba a elaborar, las disertaciones jurídicas y los discursos sabios «por trescientos hombres decididos, por trescientos diputados constituyentes, unánimes, dispuestos a levantarse y a fulminar el rayo de la cólera popular sobre los culpables de la tiranía española, pidiendo su cabeza si es menester». Azaña estaba convencido de que la clave de su futuro político era una alianza o inteligencia política con los socialistas, únicos capaces de proporcionarle las masas y la organización de que él carecía. De la misma manera Lerroux, viendo cerrada su expansión hacia el izquierdismo, invadido y acaparado por partidos y tribus, trataba de encontrar en las zonas neutras y templadas las asistencias que la revolución le negaba cada vez con mayor intransigencia. «Nosotros, decía en Barcelona (22 de junio), somos revolucionarios frente a la reacción, pero conservadores de la República, de la libertad, de la justicia que se van conquistando cada día para el pueblo. Lo mismo hoy que mañana, debemos respetar, como respetamos, las sociedades donde se reúnen los comunistas, los sindicalistas, los carlistas y aun las asociaciones religiosas, mientras vivan dentro de la ley que establezca la República.» Los más rumbosos con los electores eran los más insolventes: radicales socialistas, ácratas y comunistas. Estos últimos hacían su primera salida al campo electoral y la pimienta preferida para sus arengas era el exterminio de las clases burguesas, la supresión de la Guardia Civil, el reparto de la riqueza y la expulsión de los religiosos. Los más grises y míseros a la hora de promesas parecían los progresistas —así se denominaban los amigos de Alcalá Zamora y de Maura—, los republicanos-liberales a secas, Chapaprieta y Santiago Alba, que se habían adscrito a la República, (afanosos por procurar la paz y el progreso de España» y los Amigos de la República, que se deslizaban por las orillas de los cráteres electorales sigilosos y a hurtadillas, llevando en su programa taxativamente estas palabras: «No aceptamos el pacto de San Sebastián.» «Entre unos y otros, decía José Ortega y Gasset (160) nos están desdibujando la República. En un par de semanas la han retrocedido cien años por debajo de sí misma. La información que de casi todas las provincias recibo no puede ser más desalentadora. Dondequiera, pululan candidaturas arbitrarias, decididas por comités de partidos semi inexistentes. En muchos casos los candidatos son personas de aventura, sin solvencia alguna moral, política e intelectual.» La decepción de quienes soñaron una República platónica no conocía límites. (En mi discurso electoral de León, escribía Ortega, protesté enérgicamente contra la forma vergonzosa en que se hacía la propaganda para las elecciones, prometiendo a las gentes cosas que los livianos prometedores ignoraban por completo si cabía materialmente cumplir».

El partido socialista, en un largo manifiesto después de elogiar la impresión que daba España de «pueblo que renace y recobra su carácter, que no pudieron anular cuatrocientos años de asfixia monárquica», justificaba su republicanismo, porque «ser socialista en España llevaba aparejado por mandato histórico la obligación de ser republicano». «Por la República, añadía, hemos hecho tanto como el que más; y no decimos más que nadie, porque no se trata de recabar honores, sino de repasar conductas.» «Si la República ha de marchar de acuerdo con las exigencias del tiempo, ha de nutrirse de sustancia socialista, de ideal socialista.»

* * *

En los últimos días fueron tan grandes los impedimentos a la actividad de las fuerzas de la oposición, que en casi toda España hubieron de paralizar éstas su propaganda y abandonar por entero el campo a sus contrarios. Firmado por el «Comité Provisional Directivo» los monárquicos hicieron pública (6 de junio) su abstención de la lucha electoral por considerar imposible la organización y la propaganda, después de lo sucedido el 10 de mayo en el Círculo Monárquico. El marqués de Alhucemas desistió de su propósito de luchar por León, vistas las amenazas y coacciones de los adversarios y la falta de garantías legales. El conde de Romanones renunció a presentar su candidatura por Madrid, pues descontaba la hostilidad de los partidarios de la República «y posiblemente de los partidarios de la Monarquía». Mantenía, en cambio, su candidatura por Guadalajara. Alcalá Zamora se presentaba por Jaén y por Zaragoza, si bien su deseo era salir por la primera de dichas ciudades, en disputa con los socialistas. El único acto político en el que intervino fue un mitin celebrado en la plaza de toros de la capital andaluza, pero brindó a la propaganda electoral una carta dirigida al ministro de Hacienda (2 de junio), concebida en los siguientes términos: «Excelentísimo señor don Indalecio Prieto. Querido Indalecio: Como usted sabe, cuando la Dictadura desenvolvió el sistema de multas extraordinarias y deportaciones, yo, favorecido habitualmente por la persecución de aquélla que correspondía a mi actitud, tomé la precaución de situar parte de mi ahorro profesional para lo cual me daba facilidades la clientela extranjera, en renta francesa, que constituyera un seguro de adversidad para los míos y para mí si teníamos que emigrar. Instaurada la República, decidí traer a España la modesta cartera de valores franceses que durante varios años tuve en el «Credit Lyonnais, para ponerla, no como valor eficiente, pero algo significativo, a disposición de usted en las horas difíciles, repitiéndole siempre que de ella podía disponer, acumulando la doble libertad de con­siderarla suya propia y de la Hacienda. Con su aprobación, acabo de dispo­ner que mis 462.305 francos, ahorro de varios años, se conviertan en pese­tas, para que éstas, a su vez, sr inviertan en valores de nuestro país. Escasa es la cantidad, porque es humilde mi fortuna, pero ojalá los que pueden hicieran lo propio. Yo sólo me propongo expresar la solidaridad de mis intereses con los nacionales y la plena y fundada confianza que tengo en la economía y en la Hacienda de España. Si la modestia de usted abriera paso a la justicia, añadiría que a aquella plena confianza se suma también ilimitada la que me inspira el gestor admirable y ejemplar de nuestros intereses. Siempre suyo buen amigo. Niceto Alcalá Zamora.»

El ministro de Hacienda trataba de contener la baja de la peseta, que el día 1.° de junio había llegado en relación con la libra a 61,50, y culpaba del descenso «no sólo a la avaricia de los extranjeros, sino también a la exportación de capitales». Con el fin de mejorar la cotización de la peseta se firmó (19 de junio) un convenio entre los Bancos de España y de Francia, sobre un crédito de 300 millones de francos, para atender al vencimiento de tres millones de libras esterlinas. La salida en total de seis millones de libras de oro no debía preocupar, según el ministro de Hacienda, pues se enviaban únicamente como garantía y en depósito. Con propósito de robustecer la Hacienda, aliviándola de gastos superfluos, el ministro de Fomento daba de baja en su presupuesto de gastos 6.500.000 pesetas destinadas a los capítulos de obras y servicios hidráulicos y derogaba los decretos de la Dictadura referentes a concesiones ferroviarias con subvenciones y los de las autopistas desde Madrid a Irún, Madrid- Valencia y Oviedo-Gijón.

Entretanto, continuaba toda España anegada por un cataclismo de elocuencia. José Sánchez Guerra pedía el voto a los cordobeses, sin otro programa que su nombre y sus actos. Indalecio Prieto, en Bilbao, atacaba a los nacionalistas por su pretensión a negociar con la Santa Sede y (a crear una republiquita dirigida por los jesuitas de Loyola». En la plaza de toros monumental de Barcelona (20 de junio) Ángel Samblancat se presentaba como el español «de más brillante hoja de penales» y hablaba «en nombre del Aragón insurrecto a la Cataluña libre». Tan libre, que en el mismo acto Maciá prometió «que los hijos de Cataluña no estarían sujetos al servicio militar obligatorio, ni lucharían fuera de sus fronteras». La campaña de los nacionalistas catalanes era desaforada. «Los catalanes, decía Ventura Gassol en Mataró (14 de junio), no pueden ser españoles porque han nacido en tierras de Cataluña. Si un individuo ha nacido de la misma madre que otro, es natural el sentimiento de hermandad; pero cuando dos individuos tienen madre distinta y uno de ellos ha venido oprimiendo al otro, que el oprimido diga que quiere ser hermano del otro ya es un gesto que roza la locura o lo sublime, aunque sea consecuencia natural del ambiente de cordialidad que se respira ahora en Cataluña.» «España entera, respondía Miguel Mauro en Zamora (14 de junio), se levantará contra la blasfemia del separatismo.» Se vivía en plena embriaguez electoral por parte de los gobernantes y sus amigos. En el lado opuesto, ya era otra cosa. Cuando Melquiades Álvarez se presentó en el teatro Campoamor, de Oviedo (18 de junio), para exponer su programa de jefe del partido republicano-liberal-demócrata, algunos elementos socialistas le interrumpieron con imprecaciones e injurias. El escándalo creció con la presencia del jefe socialista Teodomiro Menéndez, el cual conminó a gritos a las señoras para que abandonasen el local, pues iba a ocurrir una catástrofe. Y en prueba de que no amenazaba en balde, irrumpieron en el escenario unos bravucones armados de garrotes, entablándose recia pelea, con muchos heridos. Melquiades Álvarez, protegido por sus amigos, buscó refugio en la tramoya y allí permaneció hasta bien entrada la noche. En consecuencia, el candidato decidió apartarse de la lucha electoral y ordenó a sus amigos la renuncia a los cargos oficiales que desempeñaba.

Por fin, como estaba anunciado, el día 28 se celebraron las elecciones, sin graves desórdenes.

El resultado que arrojaron las urnas fue el siguiente: socialistas 117 diputados; radicales, 93; radicales socialistas, 59; Izquierda catalana, 32; Acción Republicana, 27; progresistas, 27; »Al servicio de la República», 14; Organización Republicana Gallega Autónoma, 16; agrarios, 26; vascos-navarros, 14; Lliga Regionalista, 3; monárquicos, 1; federales e independientes de izquierda (anarquistas), 14; independientes, 10; liberales demócratas, 4.

Los socialistas no sólo habían logrado la mayoría deseada, además de las que regalaron con generosidad a amigos y protegidos de otros partidos en indigencia política. Sólo así se explicaba que el grupo de Azaña hubiese obtenido 27; los radicales-socialistas, 59; y los intelectuales «Al Servicio de la República», 14. Los monárquicos, que un mes antes contaban con mayoría en casi todos los censos de España, sólo obtuvieron un puesto. Todavía más asombroso parecía que candidatos ignorados, en distritos donde ni siquiera hicieron acto de presencia, vencieran por votaciones aplastantes. Habían sido elegidos Marañón, Pérez de Ayala, Unamuno, Ortega y Gasset y Sánchez Román, al lado de innominados insolventes y agitadores profesionales. Únicamente Navarra, las Vascongadas, Burgos y Palencia lograron permanecer incólumes al asalto revolucionario. Y Orense, donde pese a todas las tropelías de los rapaces, salió elegido José Calvo Sotelo, si bien el resultado sería invalidado pocas semanas después.

El candidato que obtuvo más votos en Madrid fue Lerroux, con 133.425. En Barcelona, Maciá, con 157.447. Ángel Herrera, candidato por Madrid, de «Acción Nacional», logró 27.865. Pocos más consiguió José Sánchez Guerra, que presentó su candidatura a título «de apoyo a la República». El candidato comunista en la capital de España, obtuvo 2.869 y en Barcelona, 12.723.

La mayoría auténtica la obtuvo la Masonería. «En el Diccionario Enciclopédico de la Masonería», publicado en Buenos Aires en 1950, redactado por dos eruditos francomasones, Lorenzo Frau Abrine y Rosendo Arus Aderiu, en el tercer tomo, dedicado a la parte histórica de la Masonería en España, se lee: «149 masones conocidos figuraron en las Cortes Constituyentes de la República, aparte de los ministros, subsecretarios, gobernadores civiles de las distintas provincias y directores generales».

Se caracterizaron estas elecciones por el retraimiento del cuerpo elec­toral en muchas provincias españolas. En total votó el 65 por ciento del censo nacional. En Madrid se apreció la casi total ausencia de los electores monárquicos y conservadores.

El resultado planteaba al partido socialista un grave problema. Indalecio Prieto declaraba a la Prensa que el número de diputados socialistas era «doble del que hubiese convenido al partido, pues, con cuarenta o cincuenta hubiésemos tenido bastante». ¿Debía intervenir el socialismo en el Gobierno o quedarse en la oposición, apercibido para misiones históricas? Toda prudencia es poca, opinaba Besteiro, puesto que el partido «no está preparado para las graves y abrumadoras tareas que la intervención impone». Esta cuestión abordó el Congreso del partido, el 10 de julio. En principio, se mostró partidario «de la no participación en el poder, pero la aceptaría, si advirtiera que al inhibirse determinaba la implantación de principios derechistas, contrarios a los anhelos hondamente radicales del país, o también si por falta de cohesión entre los grupos republicanos, careciese el Gobierno de la indispensable solidez».

Si en este particular cabía alguna duda, no existía en cambio, ninguna tocante a la incompatibilidad entre el socialismo y Lerroux, en forma lar- vada hasta entonces, y que hizo explosión al advertir los socialistas la inclinación de los electores hacia el jefe radical que ganó seis actas, con votaciones brillantísimas. «Lerroux no contará por parte de los socialistas, decía Indalecio Prieto, ni con su colaboración ni con su confianza. Las razones de esta actitud, si llega el caso, las expondremos claramente y cara a cara.» El socialismo aliado con la fracción de republicanos de izquierda que le inspiraba confianza, sería el árbitro de la situación. La inteligencia de los socialistas con Azaña, que era patente, se haría en adelante más íntima y sólida. Se necesitaban mutuamente. Para los socialistas Azaña era la esperanza de la República y para Azaña los socialistas constituían el partido sustentador del régimen.

* * *

Al día siguiente de las elecciones, un decreto del ministro de la Guerra suprimía la Academia General Militar de Zaragoza, que dirigía el general Francisco Franco. La aversión de Azaña hacia los centros de enseñanza militar era antigua. «Acabado el Ejército permanente, escribía, terminaría el régimen hospitalario de las Academias Militares, donde una clase media anémica asila a sus hijos y huérfanos en lugar de lanzarlos a la concurrencia social. Y terminaría la propaganda que en la sociedad española realizan doce o catorce mil oficiales, casi todos adversos por su preparación mental a las ideas modernas». Dado este modo de pensar, se comprende la satisfacción con que redactó el decreto de supresión, justificándolo «por lo desproporcionado de la Academia General y su coste con las necesidades presentes y futuras del Ejército, en cuanto al reclutamiento de la oficialidad de carrera».

El día 14 de julio, el director, general Franco, se despidió de los alumnos, en una fiesta familiar, que se redujo a una lección de moral militar. «Cuando las reformas y nuevas orientaciones militares cierran este Centro, hemos de elevarnos y sobreponernos, acallando el intimo dolor por la desaparición de nuestra obra, pensando en que se deshace la máquina, pero la obra queda.» «Nuestra obra, añadía el general, sois vosotros, los setecientos veinte oficiales que mañana vais a estar en contacto con el soldado... y habéis de ser, sin duda, paladines de la lealtad, la caballerosidad, la disciplina, el cumplimiento del deber y el espíritu de sacrificio por la Patria, cualidades todas inherentes al verdadero soldado, entre las que destaca, en puesto principal, la disciplina, esa excelsa virtud indispensable a la vida de los ejércitos y que estáis obligados a cuidar como la más preciada de vuestras prendas.»

La despedida del director y profesores de la Academia General de Zaragoza, casa solariega del espíritu militar, fue un acto de honda emoción y profunda tristeza. Con su clausura se interrumpía una obra y se sepultaban muchas ilusiones y esperanzas. La alocución de Franco mereció una reprensión del ministro de la Guerra por considerarla desafecta al Gobierno y de reticentes ataques al mando. «Caso de destitución inmediata, dice Azaña, si no cesase hoy en el mando.»

* * *

El día 6 de julio la comisión Jurídica Asesora, en sustitución de la Comisión de Códigos, que funcionaba desde mayo de 1875, y desestimada ahora como organismo anacrónico, entregaba el anteproyecto de la Constitución, redactado por encargo del Gobierno. Ángel Ossorio y Gallardo presidía la Comisión, formada por los juriconsultos Adolfo Posada, Javier Elola, Valeriano Casanueva, Manuel Pedroso, Nicolás Alcalá Espinosa, Agustín Viñuales, Antonio Rodríguez Pérez, Alfonso G. Valdecasas, Francisco Romero Otazo, Luis Lamaña, Antonio Luna y Juan Lladó. El examen, en un Consejo de ministros, del anteproyecto, «serio, congruente, de perfil no muy extremoso en radicalismos», motivó grandes divergencias y fue rechazado en su totalidad. «Para poner un ejemplo de incapacidad, comentaba Prieto, yo presentaría el trabajo de una comisión asesora jurídica. En cuanto se reúnen ocho sabios y se suman las sabidurías, el resultado es igual a imbecilidad.» No pudo haber criterio de Gobierno en esta materia de capital importancia.

El desorden anárquico en que se vivía en España desde la caída de la Dictadura impulsó a muchos hacia la República, confiados en que el nuevo régimen sosegaría los espíritus y haría renacer la tranquilidad, tan anhelada. No sucedió así. Durante el período revolucionario los promotores de la agitación consideraban cualquier colaboración buena, y todo crédito aceptable, aun a sabiendas de que no se podría pagar. Instaurada la República, los engañados reclamaban el cumplimiento de las promesas. Y entonces se entabló la pelea entre los encaramados en el poder, negándose a dar lo ofrecido, y los otros aspirantes al Gobierno, que prometían a los defraudados llevarles por los votos o a la fuerza hacia falsos paraísos.

Defraudados unos y exasperados otros, querían solventar con huelgas, sabotajes, desórdenes y acción directa los problemas que la República era incapaz de resolver con la urgencia y en la forma que los impacientes deseaban. En Asturias, Bilbao, Huelva, Córdoba, Orense, Barcelona, Granada, Málaga y otras ciudades hubo huelgas, parciales unas y generales otras, con choques sangrientos y más de veinte muertos y setenta y cinco heridos. En Logroño se declaró el estado de guerra en vista del mal cariz que presentaban los sucesos. Esta convulsión social, que comenzó a las dos semanas de proclamada la República, se agravaba por días y ganaba extensión, como un mal epidémico e incurable. En Extremadura y Andalucía la revuelta adquiría caracteres anárquicos, con invasión de fincas y cortijos y huida de los propietarios, que abandonaban sus bienes para salvar sus vidas. Además, por disposición gubernamental, los dueños de fincas venían obligados a alojar el número de obreros que fijasen las autoridades locales. La disposición se prestaba a grandes abusos, pero cualquier medio parecía bueno, con tal de remediar el paro ocasionado por la situación crítica del campo.

Los sucesos más graves ocurrieron en San Sebastián. Aquí los sindicalistas de la C. N. T., muy numerosos en Pasajes, que era su feudo, planearon el asalto a la capital donostiarra, sobre la cual iniciaron la marcha (27 de mayo), que contuvo la Guardia Civil apostada en el Puente de Mira Cruz, con el fuego de sus fusiles, que ocasionó ocho muertos y veinte heridos, entre ellos algunas mujeres que acompañaban belicosas a los asaltantes. Estos, que superaban el millar, retrocedieron hacia Pasajes.

El 27 de junio, el ministro de la Gobernación enviaba a Sevilla, con plenos poderes, al director general de la Guardia Civil, general Sanjurjo, para desarticular un movimiento revolucionario, en el que participaban aviadores de Madrid y del aeródromo militar sevillano, entre ellos, el teniente coronel Camacho, el comandante Franco y el capitán Rexach, como más exaltados, en relación con un anarquista muy popular, el doctor Vallina. En los manifiestos y octavillas lanzados sobre la ciudad y repartidos en los pueblos se recetaban fórmulas para un Gobierno en una Andalucía comunitaria e independiente; se invitaba a los campesinos a administrar la justicia por su mano, a establecer el divorcio y a repartirse las tierras: «Venimos a daros las tierras, y a restituiros con ellas el rango de pueblo más culto de Europa, que nuestros antepasados hubieron de ostentar. Tenemos leyes, ya elaboradas por técnicos y prácticos, que os proporcionarán la tierra, el dinero y los medios de cultivarla.» «Todos a las órdenes de los Sindicatos Obreros Revolucionarios de la invicta y gloriosa Confederación Nacional del Trabajo, único organismo responsable y capacitado para resolver todos los problemas y garantir las producción y el consumo.» «La España de la banca, la burguesa, la clerical y la militarista, la España de los falsos republicanos, que con la política roban y asesinan, ¡que muera!»

Mientras unos cerebros segregaban esta prosa dinamitera, el teniente coronel Camacho, de la base de Tablada, había ordenado convertir un Pabellón de ordenanzas en polvorín, y gestionaba de la Maestranza la entrega al capitán Rexach de quinientas bombas para la insurrección, que comenzaría con un asalto a la ciudad de Sevilla el 26 de junio.

La presencia del general Sanjurjo contuvo por el momento el estallido. Pero era tal la acumulación de elementos inflamables, tan furiosas y apremiantes las apelaciones a la insurrección, que ésta sobrevino un mes después, el 20 de julio. Sirvió de pretexto el entierro de un sindicalista y unos incidentes, transformados pronto en refriega, iniciada en el barrio de la Macarena, que se propagó hasta el centro de la ciudad, entre los sindicalistas y la fuerza pública, con bajas de las dos partes. Se había creado el ambiente de excitación y pánico que pedía el doctor Vallina, como necesario para preparar el asalto definitivo. Al día siguiente, el doctor, a la cabeza de millares de campesinos, caería sobre Sevilla. Pero la Guardia Civil se anticipó y descabezó la insurrección al descubrir y detener al médico en una casa de Alcalá de Guadaira, donde había instalado su cuartel general.

La captura del cabecilla perjudica, pero no interrumpe el desarrollo de la conjuración sindicalista. En Coria del Río, Brenes, Utrera y Dos Hermanas —aquí se intentó incendiar la sucursal telefónica, con las telefonistas dentro—, los confabulados se amotinan. Sevilla queda paralizada con la huelga general, y en las calles se entablan luchas a tiros entre los revoltosos y la fuerza pública, secundada ésta por los soldados, pues se ha proclamado el Estado de Guerra. El día a3 de julio el centro de la resistencia anárquica se halla en la Macarena, concretamente, en un bar titulado «Casa de Cornelio», nido de la conspiración sindicalista. Por mandato del ministro de la Gobernación, y en presencia del inspector de la División Andaluza, general Ruiz Trillo, se emplazan tres cañones y se concede un plazo de cuatro horas al dueño de la casa y familiares para abandonarla. Cumplido aquél, las piezas hicieron veintidós disparos con granadas rompedoras, que abrieron en el edificio grandes brechas.

No fue bastante este escarmiento ni la ejecución de cuatro detenidos en el parque de María Luisa, «cuando pretendían huir», ni el anuncio del comienzo de Consejos sumarísimos. En la madrugada del día 24 los revoltosos realizaban un serio ataque al cuartel de la Guardia Civil en la Plaza del Sacrificio, con el propósito de asaltarlo. Resultó muerto en la defensa el capitán Federico Añino Ilzarbe. Para ahuyentar a los agresores fue necesario librar un largo combate. Al cuarto día se derrumbó la moral de los revolucionarios, convencidos de su fracaso. La intentona había costado veinte muertos y unos doscientos heridos. Por parte de la Guardia Civil hubo cuatro muertos y varios heridos.

La moraleja de los sucesos la extrajo, con buen juicio, el gobernador de Sevilla, José Bastos, correligionario y amigo del ministro de la Gober­nación, en un extenso escrito, redactado para información y asesoramiento del Gobierno. Exponía los efectos de la propaganda demoledora; la fuerza de los sindicalistas, «organizados formidablemente y convertidos con la ayuda gubernativa en los monopolizadores del usufructo total»; el «enorme número de huelgas»; el «enervamiento económico; la aniquilación del espíritu de empresa; las terribles consecuencias de los bárbaros actos de sabotaje; el abandono y dispersión de millares de cabezas de ganado; las cosechas, en plena recolección, desatendidas; las acequias y canalizaciones destruidas para provocar la pérdida de las plantaciones de regadío; los incendios y toda clase de atropellos a cosas y personas...» «Estamos ya, concluía el escrito de Bastos, en plena guerra civil. Los anarquistas y comunistas quieren dominar sobre este pueblo antes de que la República haya tenido tiempo para elevar el grado de su cultura y vida. Los terroristas tienen en su mano toda la iniciativa y los medios de inspirarla: destruyen la riqueza y se apoyan después en la miseria creada para contar con el ejército de hambrientos.» Como remedio a tantos males, Bastos aconsejaba «una acción excepcional del Gobierno, que adopte medidas necesarias ante la guerra planteada.» «El informe del general Cabanellas, que me pareció exagerado e influido de militarismo, hoy, conocido el problema, me parece escaso. Las soluciones no podrán ser de otro orden; pero juzgo que las propuestas por el general serían hoy francamente insuficientes. El Gobierno debe enviar aquí una persona provista de poderes excepcionales para actuar en pleno estado de sitio.»

A los tres meses de instaurado el nuevo régimen, un gobernador republicano pedía «poderes excepcionales», eufemismo, por no decir un poder dictatorial y férreo, para salvar a la provincia sevillana de una catástrofe. De fijo que del mismo deseo participaban los gobernadores de otras provincias y, concretamente, los de Barcelona, Málaga, Valencia y Vizcaya, provincias en plena efervescencia huelguista, y el de La Coruña, donde como derivativo a un motín callejero (3 de julio), los revoltosos incendiaron el convento de los padres capuchinos, en el barrio de Santa Lucía. Que el Gobierno estaba bien convencido de la necesidad de robustecer los medios de ataque y defensa lo probaba la creación de una nueva fuerza pública denominada «guardias de asalto» (15 de mayo de 1931), constituida por hombres robustos y atléticos, a los que se les proveyó de poderosos medios ofensivos y de facultades como las dictadas por el Director General de Seguridad, «de disparar sin previo aviso sobre los individuos que realizaran actos de sabotaje», con motivo de la huelga general declarada por el Sindicato obrero de la Compañía Telefónica el 4 de julio.

El propósito de ir a la huelga era anterior a la República, y de ella hizo alabanzas Indalecio Prieto desde la tribuna del Ateneo, el 25 de abril de 1930, en uno de los discursos más demagógicos de cuantos pronunció en los últimos años. «Los huelguistas telefónicos, dijo, son los héroes de la Independencia nacional; son los Daoiz y Velarde de nuestros días, los que defienden a la patria de la invasión yanqui.» Al criticar el líder socialista, en un lenguaje mordaz, el contrato entre el Estado y la Compañía, firmado durante la Dictadura, acusó al Rey de haber cobrado, en acciones liberadas, su influencia y gestión para la firma de aquél. «En dicho discurso, decía a Prieto el sindicalista José Antonio Balbontín en carta abierta publicada en el diario sindicalista La Tierra, afirmó usted que el contrato de la llamada Compañía Telefónica era un crimen de alta traición contra la patria; que se había vendido al capitalismo yanqui la independencia de España, cuyas comunicaciones habían sido entregadas de hecho a Norteamérica, sin redención económica posible, dadas las condiciones leoninas del contrato; que el despojo administrativo y el atropello a nuestra dignidad política que implicaba la concesión se había perpetrado contraviniendo todos los preceptos legales mediante el soborno escandaloso del Rey y sus ministros; que este monopolio indignante, propio de una colonia de negros, era motivo suficiente para provocar en España una revolución implacable y sangrienta.»

En la sede de la C.N. T. de Madrid, se exponen en las pizarras consignas para los huelguistas de ¡a Compañía Telefónica

Proclamada la República, y con Indalecio Prieto en el ministerio de Hacienda, juzgaron los obreros de la Telefónica que se daban las circuns­tancias ideales para el éxito de sus reclamaciones. Sucedió todo lo contra­rio: el Gobierno Provisional contemporizaba con la Compañía, los socialistas crearon un sindicato frente al de los obreros de la Telefónica, afecto a la C. N. T. y, cuando con sabotajes se causaron daños en las líneas por valor de cinco millones de pesetas, el director de Seguridad ordenó a las fuerzas disparar sin previo aviso contra los que Prieto había denominado los Daoiz y Velarde de nuestros días.

Fue a partir de esta huelga cuando la separación, que ya era grande, entre socialistas y sindicalistas se hizo más profunda, y la enemistad se trocó en guerra irreconciliable. Los sindicalistas, desde su órgano en la prensa, Solidaridad Obrera, acusaban a sus contrarios de haberse dejado corromper por la burguesía republicana, y recababan para la C. N. T. la exclusiva de representación y propaganda de la revolución social. El Socialista insistía una y otra vez que en la C. N. T. el instinto criminal predominaba sobre el interés político: «No vacilamos en decirlo: Todo el pistolerismo, todas los crímenes que se han cometido en Barcelona, incluso la ley de fugas, son obra indirectamente de los sindicalistas del Único. La Confederación Nacional de Trabajo es una organización obrera a base de pistolas. Los sindicalistas son brutalmente ignorantes» (13 de junio). «Si el Gobierno no vela por los derechos individuales, tendrán que hacerlo los propios individuos. La impudicia anarco-sindicalista ha colmado ya la medida: su proceder traspasa el límite de lo tolerable. O el poder público pone remedio pronto y eficaz, o se avecinan días tumultuosos. Todo antes que vivir en esta zozobra permanente» (17 de junio). «Cuando advino la Dictadura, Cataluña, y especialmente Barcelona, incluso los trabajadores, aplaudieron al dictador, porque vieron en la nueva situación política el medio único de verse libres de aquellos hechos deshonrosos. Desapareció la Dictadura y la Monarquía y pronto asomaron los procedimientos de violencia. En Barcelona todo el mundo está armado; los sindicalistas se entregan a toda clase de excesos. ¿A dónde conducirá a Barcelona esta situación?» (9 de julio).

Otro diario, La Voz, que se distinguía por su gran fervor republicano, describía así la situación: «Sencillamente intolerable. La pobre y débil economía española no puede resistir ese constante asalto. Se cierran las fábricas. Nadie construye. El comercio no vende. Las industrias secundarias languidecen» (24 de julio).

Apenas se habían cumplido tres meses desde la entrada de la República en la vida española, cuando ya los más incondicionales del nuevo régimen confesaban su amargo desencanto.

 

 

CAPÍTULO V

LAS CORTES CONSTITUYENTES