cristoraul.org |
CAPÍTULO 39.
LOS AYUNTAMIENTOS VASCOS DESOBEDECEN AL
GOBIERNO
A la vista de la confusión política, de la anemia galopante
del Gobierno, de la impunidad con que la Esquerra desafiaba al Estado, los
nacionalistas vascos consideraron que había llegado el momento de hacerse
presentes en el revuelto escenario, en forma violenta y aparatosa, pues de lo
contrario pasarían inadvertidos, dado el enloquecedor estruendo que dominaba al
país.
El pretexto elegido para su intervención fue una propuesta a
las Cortes, firmada por ciento cuarenta diputados, solicitando la aplicación
del Estatuto del vino, mediante la desgravación del impuesto sobre dicho
producto. Los nacionalistas dijeron que aquello suponía la ruina de sus
haciendas municipales y regionales, además de vulnerar el Concierto económico
establecido entre el país vasco y el Gobierno. Menudearon los viajes a Madrid,
las visitas a los ministros, las reuniones de gestores provinciales y, como
resumen, los nacionalistas, «cansados de soportar once años de régimen
gubernativo para las provincias», pedían elecciones provinciales, pues las
Diputaciones eran «los únicos organismos que no habían sufrido modificación en
los últimos tiempos». «Resultan demasiados noventa años de opresión nacional,
de privanza de libertad y de suicida extranjerización», decía el líder José
Antonio Aguirre.
Se inició el movimiento de protesta con una reunión de
representantes de los Ayuntamientos de las tres provincias vascas, celebrada
en Bilbao (5 de junio). Los oradores dijeron cuanto les vino a la mente o a los
labios contra el Gobierno, por sus atentados al Concierto económico y acordaron
designar una Comisión interina encargada, a su vez, de elegir, en el plazo de
un mes, otra Comisión defensora de la autonomía municipal en la región vasca.
Algunos días después (29 de julio) dicha Comisión acordaba que el 12 de agosto
los Ayuntamientos, en sesión ordinaria o extraordinaria, y si no pudiera ser
en esa fecha, en cualquier otra entre el 12 y el 18 de agosto, designaran
libremente a las personas componentes de una Comisión Ejecutiva. Cada concejal
votaría por el número de votos con que fue elegido. A partir de aquel momento,
y como preparación de las elecciones, una alborotada propaganda explotaba
hábilmente la impopularidad de las Comisiones gestoras, usurpadoras de la
Administración provincial y a las que nadie se aventuraba a defenderlas, pues
el país con rara unanimidad las detestaba.
Era gobernador de Vizcaya el abogado don Angel Velarde,
afiliado al partido radical, de ánimo muy entero y celoso guardián del
principio de autoridad. En cuanto se anunciaron las elecciones, las declaró
facciosas, y en una circular publicada en el Boletín Oficial (2 de agosto)
decía: «Una Comisión extralegal equivaldría a reconocer a los Ayuntamientos y
Diputaciones atribuciones que no les concede la ley orgánica.» La defensa del
Concierto económico «debe hacerse dentro de la ley, con los medios que ésta ofrece».
Amenazaba con graves sanciones a los alcaldes y concejales que faltaran a lo
establecido y declaraba «ilegales y clandestinas cuantas reuniones se
celebraran con tal objeto». Sancionó con fuertes multas a los diarios
nacionalistas bilbaínos Euzkadi y La Tarde por excitar a la insurrección.
Circulaban con profusión hojas anónimas, escritas con prosa hirviente, para
exasperar a las gentes, impulsándolas a delinquir. «Nadie hable de arreglos,
acepte promesas ni migajas —decía una de ellas—. La cuestión urgente que agita
hoy a Euzkadi es la de su independencia nacional, la devolución de la tierra
vasca al pueblo de Euzkadi, sin reservas, absolutamente. Para lograrlo no
reparemos en nada. Todos los medios son justos y morales. La desobediencia
civil, la represión, la insurrección... Si hay algo que no se pierde jamás es
la sangre vertida por la causa justa. Luchemos contra el Poder español, que
aquí es hambre, tiranía, oprobio, chulería. Luchemos por la libertad de la
patria cautiva, por la redención del país que nos dio vida. ¡Viva la revolución
baska! ¡Gora Euzkadi askatuta!»
La campaña era menos violenta en Guipúzcoa y Álava. En la
primera, el veraneo mantenía los ánimos enervados o menos propensos a la
irritación. En Álava el nacionalismo no era fuerza importante. El gobernador de
Guipúzcoa, don Emeterio Muga, comandante de Estado Mayor, de procedencia
albista, trataba de resolver el conflicto mediante fórmulas balsámicas y de
transigencia, «facilitando al Gobierno— decía en informe al ministro de la
Gobernación— asideros para encauzar y proponer soluciones», pues temía que las
sanciones «enardecerían a los nacionalistas, en vez de atemorizarles». Pero no
obtuvo éxito, pues la Comisión interina de Ayuntamientos era contraria a toda
avenencia. Los parlamentarios de la minoría vasca, reunidos en San Sebastián (5
de agosto), acordaron «apoyar a los Ayuntamientos y hacer responsables de lo
que ocurra a aquellos que desempeñan cargos públicos».
Samper, desde Madrid, trataba de aplacar el temporal norteño
con buenas y prometedoras palabras. Exculpaba al Gobierno, pues las
disposiciones criticadas por los nacionalistas como atentatorias al Concierto
económico dimanaban de leyes o disposiciones de Cortes o Gobiernos anteriores.
Se celebrarían elecciones provinciales en un plazo de tres meses, según
acuerdo del Consejo de ministros (10 de agosto). También garantizaba respeto
para el Concierto económico, «sin restringir en lo más mínimo su aplicación».
«El Gobierno —corroboraba A B C (11 de agosto) — es el menor responsable de
esta situación; son los partidos del bienio, las izquierdas y los socialistas,
los culpables y explotadores de la irregularidad. Lo que en realidad apoyan las
izquierdas y el socialismo es el desorden, el intento de una sedición
separatista: buscan el conflicto para el Gobierno y no les importa incorporarse
a la fingida protesta contra una irregularidad que han mantenido y explotado
más de dos años. Impostura y deslealtad es también la actitud del nacionalismo
vasco. Con las Comisiones gestoras colaboraron en la propaganda del Estatuto.
Fuera de la ley están, en prórroga ilegal de sus funciones, no pocos
Ayuntamientos, que protestan contra la continuación de las Comisiones.»
En aquel momento, la defensa del Concierto económico era lo
de menos; importaba, en cambio, crear otro conflicto al Gobierno y secundar, en
amalgama con los nacionalistas catalanes y socialistas, los propósitos de revuelta,
convencidos de que su triunfo sería también el del Estatuto vasco.
Desde el primer momento, descubrió la confabulación y sus
fines el diario monárquico de Bilbao El Pueblo Vasco y combatió con
energía la proyectada Asamblea. El diario católico La Gacela del Norte,
simpatizante con el movimiento mientras lo creyó un impulso sincero para
ordenar la Administración provincial, lo repudió como maniobra turbia desde que
mereció la aprobación y ayuda de los elementos revolucionarios que durante los
años de su gobierno habían instaurado y sostenido los mismos procedimientos que
ahora les escandalizaban. No secundaron la actitud de los nacionalistas vascos
los diputados navarros, ni la Unión Vascongada, de carácter monárquico, «porque
se trataba de una maniobra separatista en inteligencia con las izquierdas del
bienio». La víspera del día señalado para las elecciones se multiplicaron las
adhesiones a los rebeldes: procedían de todos los partidos izquierdistas y en
especial de los catalanes. «No habrá elecciones —repetía el gobernador de
Vizcaya—, y si las hay, serán nulas. El pueblo vizcaíno no puede ser un
comparsa desdichado en la farándula revolucionaria.»
* * *
Despertaron Bilbao, San Sebastián y Vitoria, el 12 de
agosto, muy vigilados por muchas fuerzas de guardias de Asalto, Guardia Civil y
Policía, apercibidas para cortar de raíz cualquier desorden. También se habían
montado servicios de prevención en aquellas localidades en las que predominaban
los nacionalistas. Como iniciación de la jornada se había ideado un homenaje a
Maciá, consistente en el descubrimiento de una lápida que daría su nombre a una
avenida de Deusto, hasta entonces denominada de España. El cambio decía toda la
intención de quienes lo planearon. El homenaje no pasó de intento, pues lo
prohibió el Gobernador. En el Palacio Municipal de Bilbao se congregaron
treinta y dos concejales, con su alcalde, Ercoreca, y cuando éste invitó a los
congregados a constituirse en sesión, apareció el comisario de Policía
Aparicio, como delegado del Gobernador, el cual, además de prohibir la reunión,
entregó al alcalde un oficio destituyéndole del cargo. También suspendió en sus
funciones a los tenientes de alcalde que intentaron sustituir al presidente.
Como los reunidos se manifestaban muy excitados, penetraron en el salón un
oficial de Asalto con varios números, que ordenaron desalojar la estancia.
«Conste —exclamó el concejal Urrejola— que hemos celebrado la elección y el
resultado ha sido enviado a la Junta del escrutinio, pues ya sabíamos que nos
disolverían a la fuerza.»
Al terminar el día, los nacionalistas aseguraban que las
elecciones se habían efectuado en la mayoría de los Ayuntamientos, de manera
clandestina, con estratagemas e industrias, e incluso en locales ignorados por
la fuerza pública. La mayoría de las votaciones no pasaron de simulacros. Según
la versión oficial, en Vizcaya cuatro Ayuntamientos celebraron elecciones; 43
lo intentaron sin éxito. No se celebraron en 68. El número de alcaldes
detenidos se elevaba a 25, y el de concejales a 30. En Guipúzcoa celebraron
elección 14 Ayuntamientos; con estratagemas, 22; fueron suspendidas en ocho y
no votaron 43. Los alcaldes guipuzcoanos detenidos sumaban 15 y los concejales
23. Los gobernadores impusieron fuertes multas a muchos indisciplinados. En
Navarra un reducido número de alcaldes enviaron un mensaje al Presidente de la
República solicitando «inmediatas elecciones de diputados que reintegren
Diputación foral, representante legítimo de Navarra».
Después de las elecciones el problema se embrollaba en una
carrera sin fin: allí donde hubo destituciones, la mayoría de los restantes concejales
se solidarizaron con los castigados, y resultó por demás difícil cubrir los
cargos. Tal sucedió con la alcaldía de Bilbao, donde ningún concejal quiso
aceptar la presidencia. La desobediencia encontraba adhesión entre los
elementos subversivos de España. Se solidarizaron con la actitud de los
rebeldes aquellos Ayuntamientos con mayoría revolucionaría, los de Zaragoza y
Oviedo, entre otros, y los alcaldes destituidos recibieron incontables mensajes
de felicitación y de elogio. El Consejo Ejecutivo Central de la Esquerra acordó
(15 de agosto) «constituirse en sesión permanente para no perder ni un solo
momento el contacto con el pueblo vasco, con el cual, por tantas razones,
estamos solidarizados».
El día 21 de agosto, unas notas de origen nacionalista
aseguraban que se habían celebrado los escrutinios de las pasadas elecciones
ante la Comisión interina regional correspondiente, «con algunas excepciones». Vitoria,
por ejemplo, por haber dimitido la mayoría de los concejales. En San Sebastián el anuncio del escrutinio
sirvió de pretexto para escándalos callejeros. La fuerza pública detuvo,
durante breves horas, a 87 nacionalistas: 10 eran alcaldes y dos sacerdotes,
los señores Aristimuño y Laborda. Las Comisiones regionales designaron cinco
vocales cada una, que integrarían otra Comisión denominada «de los veinte»,
como representante de las provincias vascongadas y de Navarra.
* * *
Atraídos por el alboroto electoral, prometedor de mayores
escándalos, llegaron a Bilbao los diputados Prieto, Negrín y el ex director de
Seguridad, Manuel Andrés, los cuales, por medio de enlaces, se pusieron en
relación con los dirigentes nacionalistas. Unos y otros coincidían en que el
momento era particularmente propicio para alcanzar los objetivos deseados: el
derrumbamiento del Gobierno y el Estatuto. Prieto sugirió que debía llevarse
adelante la empresa comenzada bajo tan buenos auspicios y propuso la
celebración de una Asamblea de parlamentarios para respaldar la actitud de los
Ayuntamientos, acto al que asistirían con los diputados vascos cuantos
quisieran asociarse. Prieto prometía su asistencia. La idea fue aceptada y se
eligió Zumárraga como lugar para la Asamblea.
El jefe del Gobierno persistía en su táctica de someter a
los rebeldes por procedimientos suasorios. El Consejo de ministros había
acordado (14 de agosto) «no resolver extremo alguno referente al Concierto
Económico mientras no queden constituidas las Diputaciones forales con arreglo
a la ley que ha de dictarse a tenor del artículo 10 de la Constitución. Dichas
Diputaciones quedarán constituidas antes de tres meses.» Pocos días después (26
de agosto), Samper declaraba en una nota: «No me duelen prendas. Reconozco la
razón moral que asiste a los pueblos del país vasco para lamentarse de que
luego del transcurso de cerca de tres años, desde que se promulgó la
Constitución, no se haya dictado aún la ley para regular el régimen, las
funciones y la manera de regir los órganos gestores de las Vascongadas. Bien es
verdad que en el mismo caso se encuentran todas las provincias de España.» Ya
para entonces el jefe del Gobierno había dialogado con los diputados Aguirre y
Horn, jefe éste de la minoría vasca . «Dos horas duró la conversación con
Samper, quien se mostró en la mejor disposición de ánimo —escribe Aguirre—. Nos
aseguró que se preparaba un movimiento revolucionario, razón por la cual era
preciso resolver el pleito de los Municipios vascos, con comprensión y tolerancia
por ambas partes». Examinaron los reunidos jurídicamente el problema, para
buscar una fórmula pensada por los nacionalistas «y que Samper aceptó en
principio para someterla al Consejo de ministros». Con la fórmula expuesta por
Aguirre en carta al jefe del Gobierno (27 de agosto), dimitirían
voluntariamente las Comisiones Gestoras para facilitar una solución, y las
representaciones de los Ayuntamientos arbitrarían el modo de sustituir a las
Comisiones. El párrafo inicial encubría una amenaza: «La Comisión de alcaldes
—la elegida en votaciones declaradas facciosas— controla todos los
Ayuntamientos del país vasco y está siguiendo paso a paso su programa y la
Asamblea de parlamentarios y otras medidas más graves las irá desarrollando sin
vacilar.»
Samper trató de reducir la resistencia de Aguirre en
frecuentes diálogos telefónicos. La respuesta final la dio el jefe del Gobierno
en una nota: «No ha habido posibilidad de aceptar la fórmula propuesta.
Constituye ésta un sacrificio baldío del principio de autoridad. No vale la
pena este sacrificio cuando a principios de octubre puede lograrse la solución
satisfactoria, para la cual, no sólo el Gobierno, sino los partidos en él
representados, están dispuestos a aportar toda clase de facilidades. Las concesiones
del Gobierno son éstas: Primera, intangibilidad del Concierto Económico.
Segunda, no tratar nada que afecte a este Concierto en las Comisiones gestoras.
Tercera, suspender de derecho la exacción del impuesto sobre la renta. Cuarta,
asegurar que en las primeras sesiones de Cortes aplicará todos los resortes de
que dispone, absolutamente todos, para que se produzca la norma legislativa que
permita a las provincias vascas realizar el nombramiento de gestores. ¿Qué más
puede hacer el Gobierno?».
No se podía, en efecto, ir más allá en el camino de las
concesiones, de no disponerse a total humillación. Pero los nacionalistas, muy
engreídos, porque tenían el triunfo por seguro, lejos de conmoverse se
endurecían, irreductibles. La Comisión Ejecutiva de los Ayuntamientos, en
reuniones celebradas sucesivamente en Vergara y Vitoria (28 de agosto), acordó
celebrar «la Asamblea conjunta del pleno de las Comisiones municipal y
parlamentaria en la Casa Consistorial de Zumárraga, a las once de la mañana del
domingo 2 de septiembre, cursando las oportunas convocatorias a las Comisiones
definitivas de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya y a los parlamentarios del país, e
invitando a los parlamentarios catalanes y alcaldes navarros que se han
adherido a este movimiento». El fin primordial de la Asamblea era «restablecer
el principio fundamental del Concierto económico, que consiste en que las leyes
fiscales del Estado obliguen a los contribuyentes vascos a través de las
Corporaciones provinciales y no individualmente».
Los reunidos encomendaron al diputado Telesforo Monzón el
encargo de invitar personalmente a los parlamentarios catalanes. Los de la
Lliga Catalana manifestaron que no asistirían, «porque significaría colaborar a
una táctica determinada que no estima oportuno compartir».
Los de la Esquerra, alborozados, anticiparon que la
Generalidad aceptaría los acuerdos de la Asamblea. Y como desde Madrid se
censurase esta descarada adhesión a la rebeldía de los Ayuntamientos vascos,
Companys declaró: «Ningún precepto constitucional ni estatutario priva a la
Generalidad de relacionarse con los organismos o partidos de fuera de Cataluña,
siempre dentro de los límites legales.» Monzón fue más allá de lo previsto en
su misión de mensajero, pues en un mitin organizado por la Juventud de la Esquerra
en Masnou (29 de agosto) anunció: «En cuanto reciba el telegrama del señor
Dencás diciéndome que aquí os habéis echado a la calle, nosotros también nos
lanzaremos sin vacilar.»
El Gobierno declaró facciosa la Asamblea, «que sería
impedida con el empleo de los medios que da la ley». Llegaron a Bilbao, desde
Madrid, el director general de Seguridad, Valdivia, y el jefe de las fuerzas de
Asalto, teniente coronel Muñoz Grandes, para organizar los servicios de orden
frente a la turbulencia que se cernía en el horizonte. «No habrá un solo vasco
—afirmaba Aguirre— que no esté dispuesto a defender sus derechos.» La prensa
nacionalista repetía una y otra vez que la asamblea se celebraría, «quiéralo o
no el Gobierno y por encima de todo».
* * *
Para dar solemnidad a su decidido propósito, la minoría
nacionalista vasca, en telegrama al ministro de la Gobernación, anunciaba la
celebración el 2 de septiembre de la Asamblea de parlamentarios «de común
ideología autonomista», en la villa de Zumárraga, «para estudiar problemas
planteados en orden a derechos del País Vasco». El ministro reconocía, en su
respuesta, el derecho de los diputados a reunirse, siempre que «observaran las
leyes de la República que a todos obligan», y les recordaba «la indisciplina en
que se mantenían las llamadas Comisiones municipales».
Como la Asamblea no había sido autorizada y el Gobernador de
Vizcaya repetía, enérgico, que no se celebraría, desde el 1 de septiembre las
fuerzas de Asalto y de la Guardia Civil montaron un severo servicio en todos
los caminos conducentes a Zumárraga, y al día siguiente hicieron más rigurosa
esta vigilancia, impidiendo al alcalde y a varios concejales bilbaínos el viaje
por tren a Zumárraga. Respetaron, en cambio, a los parlamentarios que, en
número de veintiséis, se trasladaron por ferrocarril al citado lugar. Quince
eran diputados catalanes; cinco, de Vizcaya; otros cinco, de Guipúzcoa, y uno,
alavés. La villa estaba engalanada con banderas vascas y en la estación los
clarineros del Ayuntamiento saludaron a los viajeros con el tradicional Agur
Jaunak, dirigiéndose a la Casa Consistorial. «El pueblo entero de Zumárraga
—cuenta Aguirre— recibió a los parlamentarios y alcaldes con su Ayuntamiento a
la cabeza. Cerca de la estación nos encontramos con el primer cordón de
guardias de Asalto. Avanzó la manifestación, a cuya cabeza iban los
parlamentarios, que, rompiendo el primer obstáculo, así como otros dos cordones
más de guardias de Asalto, llegó, empujando virilmente, hasta el Ayuntamiento,
situado en la plaza principal del pueblo. Nadie dio un paso atrás; los
clarineros seguían tocando sus cornetas, sin perder una sola nota, a pesar de
que la fuerza apuntaba con los fusiles. Un fuerte cordón de guardias de Asalto
impedía la entrada del Ayuntamiento, y entonces, en un último esfuerzo, pasando
por encima de los que defendían la Casa Consistorial, se abrieron las hojas,
invadiendo el Ayuntamiento parlamentarios y alcaldes, y ocupando las sillas
dispuestas en el salón de sesiones para la Asamblea». Del relato se deduce cuán
condescendiente y benévolo fue el comportamiento de la fuerza pública.
Frente al Ayuntamiento se había estacionado una muchedumbre
clamorosa, que al aparecer los parlamentarios los acogió con estruendosa
gritería de vivas a Euzkadi y a Cataluña libre, mezclados con otros de infamia
y desprecio para España. En el salón se hallaba el gobernador de Guipúzcoa,
señor Muga, impávido frente al tropel vociferante. «Una vez en el interior
—refiere el Gobernador—, rogué a los parlamentarios, especialmente a los
señores Prieto y Horn, por su calidad de ex ministro y jefe de la minoría vasca,
respectivamente, no celebraran reunión, pues tenía orden de impedirlo,
pidiéndoselo en nombre de la ley. Como me rodearan para protestar contra el
procedimiento empleado para evitar que llegaran representantes de los
Ayuntamientos, les hube de decir nuevamente que por esa razón no podía
celebrarse la Asamblea. Y al oír a mi espalda «¡Lo tiramos por el balcón!», me
he visto obligado a decir que si como gobernador les había llamado a la
cordialidad y al cumplimiento del deber, como hombre no consentía eso a nadie,
provocándose un tumulto, por estimar alguno que les incitaba a la violencia con
mi agresión de palabra»
Algo aplacados los ánimos, a una indicación de Prieto, que
presidia, el jefe de la minoría nacionalista, Horn, dio lectura a una carta del
alcalde de San Sebastián, presidente de la Comisión municipal para la defensa
del Concierto Económico. En ella expresaba su adhesión «a los acuerdos que
adopten los parlamentarios en defensa de los derechos e intereses del país». A
continuación, Prieto dijo que no le parecía lícito que los parlamentarios
adoptasen acuerdos, pues sólo eran mandatarios de las Corporaciones
municipales, y a éstas competía el hacerlo. Gritó: «¡Municipios! Uníos y
dictad normas desde los sillones consistoriales o desde las mazmorras, que
serán cumplidas.» Habló el diputado Monzón, en vascuence, y Santaló, en
catalán, ofreciendo incondicional apoyo. A invitación de Prieto, se cantó el
Guernikako Arbola, y acto seguido desfogaron los presentes y la muchedumbre
estacionada en la calle su indignación contra el Gobierno de Madrid en
estentóreos vivas a la República Vasca y mueras para todos los gustos
autonómicos, sobreviniendo en este momento las alarmas y carreras, pues los
guardias de Asalto se dispusieron a disolver los grupos. El acto había sido una
asamblea mínima, pero suficiente para que pudieran sentirse satisfechos los
organizadores. Los diputados catalanes fueron invitados a una excursión por los
pueblos de la costa; su presencia en Zarauz fue motivo de disturbios, en los
que participaron veraneantes indignados al oír denuestos y ofensas contra
España. Pasaron por Lequeitio, acompasados con música de chistularis, para
trasladarse a la isla de Chacharramendi, donde los concejales vizcaínos les
obsequiaron con un almuerzo. Cuando, al terminar la comida, el alcalde de
Bilbao se disponía a pronunciar un brindis, le atajó el comisario de Policía,
diciéndole que estaban prohibidos los discursos. Varios concejales increparon
al comisario, le cubrieron de insultos y Aguirre le pidió dijera al Gobernador
de Vizcaya «que era un imbécil y que por su conducto le enviaba dos bofetadas».
«Esas cosas —replicó el policía— las personas serias las hacen personalmente.»
Desde aquel momento la expedición no conoció momento tranquilo. Los diputados
se trasladaron a Pedernales, para que los excursionistas catalanes depositaran
una corona de flores en la tumba del fundador del nacionalismo vasco, Sabino
Arana Goiria. A la entrada del cementerio forcejearon policías y diputados
vascos, empeñados éstos en impedirles el paso «para que no profanaran con sus
pies suelo sagrado». Siguieron luego en dirección a Bermeo, donde se
reprodujeron las manifestaciones delirantes, y desde aquí a Guernica. Entraron
los expedicionarios en la Sala de Juntas a los acordes del Guernikako Arbola,
interpretado por la Banda municipal y entonado por unas tres mil personas
congregadas en las inmediaciones. Coronó el himno una orgía de vivas y mueras.
El nombre de España no salía nada limpio de aquella gritería. Los policías,
secundados por los guardias, pugnaban por sofrenar los excesos, impedir los
discursos e incautarse de las enseñas separatistas. El teniente de Asalto
Landáburu se apoderó de una; pero el diputado Irujo, situado detrás de la verja
que rodea a la Casa, descargó un puñetazo contra el oficial. A la vez, algunos
nacionalistas comenzaron a arrojar piedras contra la fuerza pública, en cuyo
momento ésta cargó sobre los agresores y la muchedumbre se dispersó en todas
direcciones, buscando refugio. Así terminó el paseo de los parlamentarios
asambleístas por tierras vascas.
Cayó sobre el Gobierno una torrencial lluvia de mensajes de
entidades nacionalistas vizcaínas, guipuzcoanas y catalanas. Protestaban contra
«las vejaciones y atropellos de que había sido víctima el país vasco por las
fuerzas del Poder central y opresivo». Los gobernadores de San Sebastián y
Bilbao informaban de los excesos de palabra y obra de los asambleístas en
Zumárraga y durante la excursión. «El Fiscal de la República —dijo el ministro
de la Gobernación— actúa para depurar lo sucedido.» «Sancionaremos enérgicamente
a los promotores y dirigentes de los sucesos, sin detenernos a pensar si tienen
o no investidura parlamentaria.»
Estas amenazas del Gobierno no causaban ningún efecto. La
desobediencia, lejos de remitir, se inflamaba, y los indisciplinados preparaban
nuevas demostraciones para hacer más insolente y espectacular la rebeldía. Se
propagaba sin rebozo la resistencia. «Para conseguir la libertad de nuestra
patria —exclamaba el agitador Urquiaga— no nos detendremos ni ante una guerra,
por dolorosa y sangrienta que sea.» Se decían y escribían estas y otras frases
tremendas, porque existía la persuasión de que el momento era muy propicio para
tales envalentonamientos, frente a un Poder vacilante, que daba pruebas
inequívocas de no estar decidido a aceptar batalla.
«El país vasco —escribía A B C (6 de septiembre) — se ha
lanzado por el camino de la mixtificación absurda y de la violencia
intolerable, ante el asombro general de España, que lo admiró siempre tan
cuerdo y sensato y lo contempla ahora con la estupefacción que despiertan las
personas de historia acrisolada cuando en un mal momento, cansadas de su
sensatez, se abandonan por la senda de la veleidad y del devaneo.
Los Comités ejecutivos de los Ayuntamientos se habían
reunido en Bilbao (4 de septiembre), «como consecuencia del sistema represivo
que el Poder central utiliza en contra del normal desenvolvimiento de los
Concejos vascongados», para acordar «la dimisión colectiva de todos los
Ayuntamientos, del país vasco, el 7 de septiembre». Ésta era la respuesta del
nacionalismo al Gobierno. Replicó el ministro de la Gobernación, diciendo que
los concejales serían sustituidos por Comisiones gestoras o por funcionarios públicos,
a la vez que Samper afirmaba: «El Gobierno ha agotado su paciencia.»
Se produjeron, en efecto, dimisiones en algunos
Ayuntamientos: en unos, colectivas, y en otros, parciales. En el de San
Sebastián dimitieron veinticinco concejales, encargándose de la Alcaldía el
monárquico Pedro Soraluce.
Se creó la confusión administrativa anhelada por los
promotores del conflicto, con los consiguientes escándalos, disturbios,
detenciones, encarcelamientos, multas y procesos, que llevaron la
intranquilidad y el desorden a los pueblos. En Álava sólo se registraron
dimisiones en cinco de sus 77 Ayuntamientos. Con estas y otras cosas el país
vasco acumulaba aquella dosis de cólera que los gerentes de la revolución
consideraban necesaria para asegurar el apoyo del nacionalismo norteño en la
contienda, ya muy próxima. A fin de comprometerlo de una manera segura y
solemne, el partido nacionalista fue convocado a una reunión que se celebraría
en San Sebastián el 11 de septiembre y a la que asistirían representantes de
los partidos socialista, comunista, republicanos de izquierda y de la U. G. T.,
para fijar normas concretas de actuación, previa la declaración por parte de
los partidos y organismos allí representados «de total apoyo al movimiento
autonómico de los Municipios vascos y la consecución del Estatuto Vasco como
solución de todos los problemas, siempre que los nacionalistas participaran en
la revolución, estimada como necesaria».
Aguirre, en nombre del partido, manifestó que la acción
municipalista seguiría adelante; en cuanto a participar en la revolución,
contestó: «Tengo el encargo del Consejo Superior del partido de hacer una única
manifestación, y es ésta: que en caso de un intento de restauración monárquica
o en caso de una dictadura, el partido nacionalista vasco se enfrentará a esas
instituciones políticas con todas sus fuerzas. Y para tal caso estará en su día
dispuesto a acudir, si fuera convocado, con el fin de adoptar aquellas
resoluciones que, examinadas las circunstancias del momento, fueran oportunas».
No secundó la iniciativa de abrir una suscripción para los gastos que el
movimiento revolucionario ocasionara.
La actitud equívoca de los nacionalistas no agradó a los
reunidos, que esperaban obtener una adhesión explícita, máxime después de las
categóricas promesas de conceder el Estatuto si la revolución triunfaba.
Como un acontecimiento se solemnizó la absolución, en
revisión de causa, de un joven nacionalista de Guetaria llamado Francisco
Idiáquez, encarcelado desde febrero de 1932 y del cual hacían constante mención
los periódicos y tribunos nacionalistas, presentándolo como símbolo de la
persecución tiránica del Estado español, y cuya libertad era persistente
preocupación de los diputados. El partido nacionalista consideró la libertad
del preso como un gran triunfo arrancado al Gobierno.
Conforme pasaban los días, el problema municipal se
embarullaba. Ingresaban alcaldes y concejales en la cárcel, salían otros... Se
dictaban autos de procesamiento y condenas de inhabilitación. Iban y venían los
presos de unas cárceles a otras, lo cual daba motivo a manifestaciones y
motines. Azaña, Casares Quiroga y Prieto se presentaron en Bilbao para visitar
a los encarcelados, entre ellos el alcalde de Bilbao, Ercoreca, poco antes de
que en compañía de treinta y un concejales fuera trasladado a la cárcel de
Burgos, de donde regresaría, en prisión atenuada, días después. Las graves
sanciones con que el Gobierno amenazaba no llegaban. Los procesos no asustaban
a nadie, las multas no se pagaban y en realidad no se efectuaba ninguna
represión efectiva. En cambio, la rebeldía iba en aumento. Los Comités
ejecutivos de las Comisiones intermunicipales (22 de septiembre) pidieron a los
diputados que no parlamentaran con el Gobierno.
«Las provincias vascongadas, en contubernio con los más
puros ideales del alma vasca —decía Maeztu —, pierden la gloria que se les
debía, de ser las primeras en restaurar a España su tradición.»
CAPÍTULO 40.
SE DESCUBREN ARSENALES Y ALIJOS DE
ARMAS DE LOS SOCIALISTAS
|