web counter
cristoraul.org

 

CAPÍTULO 37.

CALVO SOTELO PLANTEA DEBATE EN LAS CORTES SOBRE LA SITUACIÓN DE LA HACIENDA

 

 

Los efectos de la amnistía empezaron a sentirse muy pronto. El día 4 de mayo llegó a Madrid Calvo Sotelo. Al día siguiente, la Sala Segunda del Tribunal Supremo hizo extensivos los beneficios de la ley a generales, almirantes y civiles en destierro por haber pertenecido al Directorio militar o a los Gobiernos de la Dictadura. El general Sanjurjo, recuperada la libertad, fijó su residencia en Portugal. El conde de Guadalhorce, desde Buenos Aires, donde se encontraba, anunció su próximo regreso a España. El ministro de Instrucción repuso al señor Yanguas Messía en su cátedra de Derecho internacional privado de la Universidad Central.

Fue autorizada la apertura de Acción Española, cuyos locales estaban clausurados desde el 5 de agosto de 1932. «Nuestra labor —decían en una nota sus dirigentes— será, como antes, al margen de todo partido político, pura y estrictamente cultural.» Apenas instalado en Madrid, Calvo Sotelo se puso en contacto con sus amigos políticos. El ex ministro había vivido desde el exilio todas las vicisitudes de la vida pública española; sin embargo, quiso, desde el primer momento, con el vigor y penetración mental peculiares en un hombre de acción, conocer el significado y eficacia de ciertas tácticas, el valor real de los grupos operantes, las intenciones de sus jefes. Calvo Sotelo comprobó que el posibilismo de Acción Popular ganaba a las masas; que los partidos monárquicos no se hallaban por el momento en condiciones para una actuación positiva e influyente: los creía condenados a anquilosarse en la oposición; confianza y simpatía le inspiraba el movimiento de Falange, juvenil, audaz y sincronizado con otros movimientos nacionalistas y sociales europeos.

Con motivo de unas entrevistas de Calvo Sotelo con Ruiz de Alda, se difundió el rumor del ingreso de aquél en Falange. Pero pasó el tiempo y la incorporación no se produjo. Primo de Rivera no dio nunca su conformidad a este deseo expresado por algunos falangistas. «Calvo Sotelo le parecía el representante de la burguesía y la aristocracia; es posible también que le impresionara el gran prestigio del colaborador insigne de su padre».

La figura de Calvo Sotelo, aureolada por la persecución y el voluntario destierro, se ofrecía a no pocos españoles como la de un jefe probado en el éxito y en la adversidad, con las dotes de energía, de improvisación y de mando exigidas para ser caudillo de la contrarrevolución. Por todo esto se le contemplaba con viva curiosidad.

El día 8 de mayo prometió el cargo de diputado y tres días después encabezaba una proposición incidental firmada por diputados monárquicos para solicitar de la Cámara, «en vista de los rumbos que toma la Hacienda española..., la fijación de aquellas normas de austeridad que permitan y obliguen al Gobierno a frenar el mal en su avance y restablecer rápidamente, al igual que en otros países, la nivelación presupuestaria». Calvo Sotelo defendió la proposición (18 de mayo) en un silencio expectante, en una Cámara con lleno completo en escaños y tribunas; durante más de una hora habló sin ser interrumpido. La mayor parte de su discurso la dedicó a defender su gestión durante la Dictadura, «cuya responsabilidad asumo íntegra», para deducir por comparación con los ingresos y gastos de la Hacienda republicana la marcha «desacertada y ruinosa» de ésta. «Como español —declaraba— me alegraré de vuestros aciertos, porque ante todo y por encima de todo está España y nada más que España.» «¿Qué puede y debe hacer España?», preguntaba. Para solucionar los problemas derivados del desorden financiero, proponía la concesión al Gobierno —al que fuese— de plenos poderes, con plazo que no pasara del 30 de junio, fecha término de la prórroga presupuestaria vigente, «a fin de resolver sobre la marcha, con medidas concretas y draconianas, el problema presupuestario español». Sugería algunas soluciones para conseguir economías no inferiores a 400 millones de pesetas: política de Deuda; saneamiento del capítulo de Clases pasivas; supresión del subsidio directo del Estado para la implantación de la Reforma agraria y de las subvenciones a las Compañías ferroviarias, ampliando en lo preciso y bajo control del Estado su facultad emisora; supresión del contrato de préstamo al Gobierno de Méjico; morigeración del tren de vida del Estado; reducción de un 20 por 100 de los gastos de Orden público y de todo gasto encaminado a sustituir la enseñanza privada por la estatal. «Creemos —terminaba Calvo Sotelo— que debemos alentar al Gobierno con nuestras iniciativas. No perseguimos finalidad política alguna.»

No había pronunciado el ex ministro de la Dictadura el discurso de­moledor contra el régimen esperado por muchos de sus amigos; por el contrario, analizado con detención, más bien se descubría en él un secreto y patriótico propósito de colaborar con el Gobierno, ayudándole a salir de las dificultades económicas en que se debatía. No lo entendió así Prieto, que con fogosa oratoria de mitin reprodujo las acuñadas diatribas contra la Dictadura, tantas veces usadas para enfebrecer a las masas revolucionarias. «Ha hecho con las cifras —decía— cubileteos de prestidigitación, para terminar proponiéndonos un nuevo régimen dictatorial, ejercido por las extremas derechas, para acabar de deshonrar a la República. La obra presupuestaria de la República ha sido de diafanidad absoluta.» «Yo creo —añadía— que ha sido excesiva la audacia de S. S. No voy a negar a S. S. su inteligencia: la conozco, y no creo que me eleve al servilismo decir que le admiro, porque yo, en mi soberbia, no admiro a casi nadie. Pero, dado el talento de S. S., colocándose, desde el punto de vista crítico, en posición sólida, firme, ¿qué duda cabe que puede prestar buenos servicios de asesoramiento? Tiene S. S. preparación, experiencia, práctica: eso es un valor considerable. ¡Figúrese S. S. si reconoceremos que como diputado puede ser elemento valioso en una obra que podemos y debemos realizar conjuntamente!» «Para nuestra organización social habéis forjado instrumentos insuperables de socialización: el Monopolio de Petróleos es uno. El Monopolio nosotros no lo destruimos, lo perfeccionamos.» Prieto explicó su actuación como ministro de Hacienda en el Gobierno provisional, en circunstancias difíciles y de inferioridad. En la sesión siguiente (22 de mayo) el ministro de Hacienda expresó su confianza de que se corregirían los errores financieros. «Con nuestro régimen —exclamó— el déficit es decreciente, mientras con la Dictadura lo fue cre­ciente.» «El programa mínimo de restauración presupuestaria puede ha­cerse dentro de la vida de esta Cámara, sin poderes excepcionales, que no son necesarios.» Rectificó Calvo Sotelo, y de nuevo su discurso fue un minucioso repaso a su obra de ministro de Hacienda, que dio motivo a otra extensa réplica de Prieto, esta vez en forma comedida. Por primera vez un debate político planteado en las Cortes republicanas alcanzaba altura y los oradores participantes en las diez sesiones que duraría la discusión cuidaban de mantener ésta en un ambiente de seriedad y co­rrección. El debate se centraba especialmente en el análisis de la obra de la Dictadura. A ella dedicaron casi la totalidad de sus discursos los señores Barcia y Cambó (25 de mayo). «Al suscitar el señor Calvo Sotelo el tema de la situación presupuestaria —decía el líder catalán— ha prestado un servicio al Parlamento y al país.» «Toda propuesta de nuevo gasto es un atentado contra la prosperidad de España.» Enjuiciaba la obra de Calvo Sotelo diciendo: «Es muy difícil que una Dictadura pueda regir la Hacienda del Estado de conformidad con las conveniencias de la normalidad de la Hacienda pública. Una Dictadura tiene que hacer lo que se llama una política de prestigio, que podríamos llamarla más exactamente una política de vanidad. Los hombres renuncian a la libertad en el momento en que ven en peligro su vida y la vida del país. Pero esta renuncia es transitoria. Desaparecido el peligro los hombres sienten otra vez el intenso deseo de gozar de su libertad individual y una dictadura, para mantenerse mucho tiempo, tiene que dar a los hombres y a los pueblos algo en compensación a la libertad que les quita; tiene que darles una ilusión o bienestar. Y dar bienestar artificiosamente es dar pan para hoy, pero preparar seguramente el hambre para mañana...» «Tampoco un Gobierno influido por socialistas puede realizar una política presupuestaria prudente. El socialismo es caro y allí donde gobierna e influye ha producido perturbaciones financieras y económicas. El aumento de burocracia es propio del socialismo.» El señor Cambó combatió con energía el presupuesto extraordinario del señor Calvo Sotelo y la creación del Monopolio de Petróleos, «que a mi entender no tiene justificación alguna». Además, «el negocio peor que puede imaginarse hoy es establecer en España la industria del refino de petróleos», por la dificultad de transporte y porque «los subproductos no tienen aquí aplicación». Las soluciones enunciadas por Calvo Sotelo merecían ser atendidas, con una condición previa exigida a todos los españoles: «la aceptación de una legalidad común, y que no se amenace a la paz pública. Mas esta advertencia: en España no puede soñarse hoy con aumentar los tributos. España está en período de crisis económica. Hoy una depresión monetaria significaría condenar al obrero a la miseria.»

A la vista de las enseñanzas del debate, un grupo de diputados, encabezado por don Joaquín Chapaprieta, y en el que figuraban, entre otros, los señores Cambó, Lerroux, Prieto, Gil Robles, Martínez de Velasco y Martínez Barrio, presentaron una proposición a la Cámara (30 de mayo) para pedir al Gobierno «la preparación, cuanto antes, de un plan completo económico que, a la par que atienda las perentorias necesidades que las circunstancias actuales acusan, se encamine a la desaparición del déficit en los presupuestos del Estado.»

De esta manera, el debate saldría de la órbita trazada por la proposición de Calvo Sotelo para seguir una trayectoria netamente gubernamental. La discusión continuó en torno a la política financiera y económica de la Dictadura. El señor Chapaprieta quiso probar cómo en los seis años de aquella «se gastaron, comparados con los años anteriores, seis mil millones más de pesetas, lo que representa un déficit efectivo de mil millones cada año», sin perjuicio de reconocer a Calvo Sotelo «como ministro de altos vuelos y altas dotes e iniciador de este debate que por sus tonos de solemnidad e importancia ha llamado la atención de la Cámara y del país». La proposición defendida por el señor Chapaprieta tenía dos finalidades: una, que la Cámara adoptase la resolución heroica de exigir la presentación de unos proyectos de ley para resolver los graves problemas económicos planteados; otra, que el Gobierno, obrando bajo un mandato imperativo, introdujese economías y trajese a la Cámara un plan completo presupuestario. Rodríguez de Viguri secundó a Chapaprieta con otro extensísimo discurso: «Dispongámonos —decía— a presenciar el paso de los cinco mil millones por el presupuesto español; pero formemos el propósito firme de no aumentar ni una peseta más.»

Entendía don Ignacio Villalonga, de Acción Popular (31 de mayo), que la fórmula de plenos poderes propuesta por Calvo Sotelo era constitucional, pues en definitiva significaba delegar poderes del Parlamento que al Parlamento volverían y éste podría modificar. «La situación —añadía— es tan inquietante, que nadie tiene derecho a negar su colaboración para buscar el remedio.»

Intervino José Antonio Primo de Rivera (6 de junio) para enjuiciar a la Dictadura como fenómeno histórico y fenómeno político, «sin hablar en nombre de ninguna piedad filial, sino como miembro de una generación a la que le ha tocado vivir después de la Dictaron dura». Ésta «superó a la mayor parte de aquellos períodos con los que se la puede comparar, en lo honesto y eficaz de la gestión..., comunicó eficacia y seriedad a la máquina administrativa española». Sin embargo, «como experiencia política fue una experiencia frustrada»... «La Dictadura rompió un orden constitucional que regía a su advenimiento, embarcó a la patria en un proceso revolucionario y, por desgracia, no supo concluirlo... La Dictadura estuvo encarnada por un hombre tan extraordinario, que si no lo hubiera sido no habría podido mantenerse seis años en aquel equilibrio tan difícil...» «La Dictadura se encontró con una falta, sin la cual es imposible sacar un régimen adelante: le faltó elegancia dialéctica... Los intelectuales no la entendieron y le volvieron la espalda: con los intelectuales se le volvió la juventud...» «Al general Primo de Rivera (descartados unos cuantos colaboradores leales e inteligentes) no le entendieron los que supusieron que le querían y no le quisieron los que le podían haber entendido...» «Y ésa fue la tragedia grande y tan auténtica del general Primo de Rivera, que le costó no menos que la vida al ver el fracaso esencial de su obra...» «Fracasó trágica y grandemente la Dictadura porque no supo realizar su obra revolucionaria...» «La revolución del 14 de abril de 1931 se está metiendo en la misma vía muerta en que se metió la revolución de septiembre de 1923...» «Las promesas del 14 de abril se han quedado tan incumplidas como las promesas del 13 de septiembre.» «Si la República no lleva a cabo la revolución social que había prometido con la tranquilidad y serenidad de los que gobiernan, la República no justifica ni poco ni mucho el hecho de estar en este instante gobernando.» «El día en que el partido socialista asumiera un destino nacional, como el día en que la República que quiera ser nacional recogiera el contenido socialista, ese día no tendríamos que salir de nuestras casas a levantar el brazo ni a exponernos a que nos apedreen y, a lo que es más grave, a que nos entiendan mal: el día que eso sucediera nos reintegraríamos pacíficamente a nuestras vocaciones.»

Sorprendió a muchos el singular enjuiciamiento de la Dictadura hecho por José Antonio; la declaración paladina del fracaso de aquel régimen; y la ausencia de elogios o de palabras amables para Calvo Sotelo o su obra. Por todo ello el discurso «no fue —decía A B C — del agrado de ningún sector de derechas».

Se reanudó el debate sobre la proposición incidental de Calvo Sotelo (13 de junio) con un nuevo ataque al régimen dictatorial por el diputado radical Matesanz y otra intervención de Calvo Sotelo para responder de modo especial a los alegatos formulados por Cambó, Prieto y Chapaprieta. Concluyó su discurso, de tres horas de duración, con estas palabras:

«Estamos frente a un déficit de 1.000 millones de pesetas; el rendimiento fiscal disminuye. Si no refrenáis la política de despilfarro y de déficit; si no enmendáis la política social y restablecéis el respeto a la vida, a esta vida humana que en España ahora no tiene ningún valor, porque está cotizada de una manera verdaderamente infame a merced de los atropellos y del pistolerismo desatados por esas calles, si no hacéis renacer la confianza, y con la confianza, la iniciativa y la apertura de nuevos horizontes para la producción y el trabajo, llegaremos a ver la libra esterlina a 500 y pico de pesetas, y entonces la ruina será con España y la responsabilidad no será nuestra.» A pesar de los consejos del presidente de la Cámara para abreviar el desmesurado debate, éste se prolongó con las intervenciones de los señores Goicoechea, Martínez Sala y Prieto (20 de junio).

* * *

Para festejar el feliz regreso de Calvo Sotelo y Yanguas Messía a España, y en homenaje a ellos, Acción Española organizó un banquete. Se celebró en el Hotel Palace (20 de mayo) y asistieron mil comensales. Ofreció el homenaje el diputado Sáinz Rodríguez. Su discurso fue un llamamiento a la unión de «todos los que no éramos republicanos el 19 de noviembre» (día de las últimas elecciones). «La Monarquía es para nosotros un contenido social, histórico.» «Debemos formar un bloque nacional compuesto por los partidos con un denominador común, en el que todos coincidamos, puesto que los monárquicos no hacemos cuestión previa la presencia de un rey en el trono.» «Queremos una estructura monárquica del Estado, porque luego el pueblo sabrá poner a la cabeza del Estado a quien por derecho le corresponda.» El orador llamaba a la unión «a nuestros hermanos los tradicionalistas» y «a esas juventudes que saludan brazo en alto y con la mano abierta».

Hablaron a continuación los señores Pradera, Pemán, Goicoechea, Maeztu y Yanguas Messía. Al final, Calvo Sotelo: «Acción Española merece la gratitud de España por haber llevado las clases intelectuales a las derechas o por haber intelectualizado a las derechas. Acción Española ha trazado una recta en el horizonte de los ideales nacionales. La recta en política es la dogmática; la curva es la táctica. Y la táctica es lícita siempre y cuando se haya subordinado a la dogmática; porque una táctica sin dogmática es como una religión sin Dios, como un rebaño sin pastor o como una familia sin jefe...» «Las clases intelectuales españolas han propendido siempre a la izquierda, por camaradería, por rutina, por apetencias no muy selectas, porque hay que confesar que la Monarquía, con espíritu socialmente absurdo, protegió siempre las instituciones de orden cultural que estaban minadas por el sentido más izquierdista. Y los intelectuales de las izquierdas españolas, que ni siquiera han rendido tributo a la memoria de Menéndez y Pelayo, son responsables del grave delito de habernos desplazado; pero han cometido además el de ponerse a los pies de la muchedumbre, que después se ha permitido el lujo de despreciarlos como ellos se merecen.»

En unas declaraciones al A B C, Calvo Sotelo manifestaba cómo entendía la acción política con vistas al futuro de España: «El Parlamento actual rendiría buen servicio si se constituyese un Gobierno presidido por Gil Robles en colaboración con agrarios, liberales-demócratas y radicales... Ha pasado la oportunidad. La C. E. D. A., el 20 de noviembre, padeció un eclipse. Dispuesta a enrolarse en la República, ¿por qué no exigió entonces el Poder? Las izquierdas estaban aplastadas y la ocasión era única. La frustró la teoría de la lentitud. Gil Robles no puede contentarse con menos que con la jefatura y la mayoría del Gobierno. Se me ha requerido para formar un partido y me he negado. ¿Por qué no cons­tituir un bloque o alianza nacionalista con la cooperación de las fuerzas afines que no aceptan la Constitución? Mantendría los compromisos electorales y formularía un conjunto de objetivos inmediatos... La República no está consolidada todavía. Este es un hecho. Y es otro incontrovertible que su consolidación la harían mejor que nadie fuerzas conservadoras. Ahora bien, yo me pregunto: ¿es admisible que a una Monarquía desordenada por unos monárquicos imprudentes suceda una República consolidada por unos monárquicos impacientes? Creo que la Monarquía no puede volver ni por la violencia ni por el sufragio; pero creo que puede volver en un mañana más o menos lejano, como remate de un gran proceso evolutivo de estructuración del Estado y por aclamación nacional. De otro modo, en manera alguna... Hay que ir a la conquista del Estado con una política de claridad y decisión... Entiendo que si algún día cambia España su régimen no será para una restauración, sino para una instauración. Esto es, que la Monarquía, aunque retorne, no podría ser en nada, absolutamente en nada, lo que era la que pereció en 1931. Como diputado, pertenezco a Renovación Española. Fuera del Parlamento, estoy libre de disciplina de partido.»

* * *

Con la llegada a España de Calvo Sotelo, creyó la C. E. D. A. que el frente de derechas opuesto a la táctica posibilista recibía considerable refuerzo y trataría de alejar de Acción Popular a los monárquicos de cualquier filiación, convenciéndoles de la inutilidad del propósito perseguido, «Nosotros estimamos escribía A B C— que dentro de la República es absolutamente imposible (empleamos con todo alcance d adverbio) realizar el programa de extrema derecha que propugna el señor Gil Robles. La República tiene también obstáculos tradicionales para impedir obstinadamente que pueda cristalizar en una segura realidad la aspiración programática del señor Gil Robles y de cuantos piensen y actúen como él.» Y pocos días después el mismo periódico decía: «Gil Robles afirma que no quiere sacrificar al accidente de la forma de Gobierno la sustancia vital y nacional de la política antirrevolucionaria. El error enorme de su táctica consiste precisamente en sacrificar la sustancia al accidente, a la republicanización que le discuten y analizan. La fuerza decisiva que trajeron las derechas a las Cortes pudo y debió conseguir mucho más de lo que arroja el mísero balance de su labor.»

Así estaban las cosas, cuando el 6 de junio A B C publicaba la siguiente noticia de su corresponsal en París, Mariano Daranas, el cual, a su vez, la había sabido del ex embajador de España en París, señor Quiñones de León: «El domingo —decía— visitó a don Alfonso XIII, en Fontainebleau, el diputado a Cortes por Santander y presidente de la Juventud de Acción Popular, José María Valiente». ¿Qué significado y alcance tenía la visita? Para la prensa revolucionaria, la entrevista descubría «las oscuras maniobras de Acción Popular», pues mientras se enmascaraba de republicana y adicta al régimen, enviaba mensajeros al Rey para garantizarle la lealtad del partido, cualesquiera fueran las aparentes exteriorizaciones en contra. No se acertaba a descifrar la finalidad perseguida con la publicación de la noticia en el diario monárquico, puesto que en cualquier caso perjudicaba a don Alfonso XIII. Se atribuyó a maquinación de Quiñones de León, tal vez por inspiración masónica, para cortar de raíz la influencia cedista en el área monárquica. El juego estaba claro. Acción Popular se vio y se deseó para salir del enredo. Gil Robles, en una nota, se manifestaba sorprendido por la noticia, «de la que no tenía antecedente alguno». «Hechas las oportunas averiguaciones, he podido comprobar — añadía— que es totalmente fantástica: en nuestro partido sólo hay una táctica, que es la dictada por el Consejo de la C. E. D. A., y ante ella sólo caben dos soluciones: o someterse o marcharse.» Por su parte, la Juventud de Acción Popular «reiteraba su acatamiento absoluto a la disciplina del partido».

Apenas llegó Valiente a España, se apresuró a decir «que la noticia carecía del más ligero fundamento». Insistió entonces el corresponsal en la veracidad de la información y la completó con nuevos detalles. La respuesta de Valiente, esta vez, fue una carta a Gil Robles (12 de junio) presentándole la dimisión de sus cargos en Acción Popular, «porque creo que así sirvo al ideal y elimino obstáculos para su realización», al ver cómo «se acentúa la maniobra que a base de mi nombre se quiere realizar contra la C. E. D. A.»

Del conjunto de noticias se deducía la existencia de unas secretas negociaciones entre la C. E. D. A. y el Rey. En efecto, en junio de 1933, Gil Robles se había entrevistado en París con Alfonso XIII. «La reunión se celebró en casa del conde de Aybar, en presencia del marqués de Oquendo y del duque de Miranda... Gil Robles hizo saber al Monarca cuál era su posición por lo que respectaba a la colaboración con la República, a la que estaba dispuesto a servir de buena fe, aunque sabía que su sacrificio era inútil. Según su opinión, no se consolidaría la República; pero era preciso agotar todos los caminos legales para comprobar la imposibilidad de dicho régimen en España, ya que no había republicanos, sino masas socialistas. Le dijo que para don Alfonso el trabajo de la C. E. D. A. era favorable, ya que con él nada comprometían los monárquicos. Pidió que no se lanzara contra él y su táctica a los grupos monárquicos. Parece que el regio desterrado coincidió con Gil Robles, pues de él no partió ninguna condenación para la táctica gilroblista».

Por su parte, José María Valiente confirmaba a sus íntimos la visita de Gil Robles acompañado de don Cándido Casanueva al Rey. Un año después de la entrevista en casa del conde de Aybar, como se hiciese cada vez más patente la hostilidad de los monárquicos, contrarios a la táctica colaboracionista de la C. E. D. A., bien por razones doctrinales o alarmados por el auge de ésta, Gil Robles pensó en repetir su visita a París. Mas dada su situación con la República, desistió del proyecto y encomendó la misión a Valiente, a quien entregó cuatro cuartillas escritas de su puño y letra, «que eran el guión de lo que le había de decir al Rey». Acompañado del marqués de Oquendo y de José María Alarcón, marchó Valiente a París. «En la estación de Fontainebleau nos esperaba el duque de Miranda, con quien salimos hasta la carretera. De pronto, frente a nosotros frenó bruscamente un «Ford». El mismo don Alfonso, que venía al volante, nos hizo señas de que nos llegásemos a él. Yo me senté a su lado, y en el asiento de atrás Miranda, Oquendo y Alarcón. En pleno bosque paró don Alfonso el coche. Nos apeamos y estuvimos paseando dos horas. Yo leí las cuartillas; él oyó amablemente, y... los monárquicos siguieron en la C. E. D. A.» En las cuartillas se pedía «que no se prohibiese a los monárquicos pertenecer a la C. E. D. A. y que esperasen y tuviesen confianza en ella, porque el camino de la legalidad era el único posible para llegar a la restauración de la Monarquía».

Parece indudable, y no hay prueba documental en contrario, que al Rey no desagradaba la experiencia de la C. E. D. A., cuyo desarrollo seguía con el mayor interés. No esperaba de Renovación Española «grandes ventajas en el camino de la restauración monárquica» y, en cambio, opinaba «que la C. E. D. A. era una experiencia política que debe realizarse, aunque fracase; como oficialmente es republicana, su fracaso, si se produce, no quebrantaría mínimamente la causa de la Monarquía; antes bien, la reforzaría. Y si triunfa, estoy seguro de que la Monarquía llegaría prudentemente, sin violencias ni trastornos,.. Yo comprendo la perplejidad de muchos monárquicos; pero, ciertamente, hay juegos que no pueden hacerse a cartas descubiertas. Ellos entienden que hay que hacer trampas, porque el bien común lo necesita. Nosotros no las hacemos; pero si encontramos el camino expedito, sea bien recibido si es para bien del país».

Al partido carlista lo regía una Junta Suprema Delegada, compuesta por el conde de Rodezno, don Víctor Pradera, don José María Lamamié de Clairac y don José Luis Oriol, presidida por el primero. Por efecto de las graves circunstancias que aconsejaban la unión de las fuerzas afines, se habían reintegrado a la Comunión Tradicionalista los elementos integristas, continuadores de la escisión provocada por don Cándido Nocedal. No constituían gran número; pero se caracterizaban por su gran tenacidad, su celo y su habilidad, pues a poco de «reingresar en la Comunión se habían apoderado de los puestos claves de la organización».

Los integristas reprobaban la favorable disposición de muchos tradicionalistas para una fusión con los partidarios de Alfonso XIII. Entendían que el principio de legitimidad era intangible y no admitía componendas. Además se manifestaban decepcionados por los escasos resultados obtenidos con la táctica seguida hasta entonces por los monárquicos de una y otra rama y propugnaban un tradicionalismo militar y heroico, dispuesto a la lucha en campo abierto, que es donde, en definitiva, se reñiría la última batalla.

Los carlistas de Navarra, la fuerza más considerable del tradicionalismo, participaban de este convencimiento y se preparaban con incesante actividad para que el momento crítico no les sorprendiera inermes y desapercibidos. En esta labor preparatoria sobresalía el esfuerzo de don Antonio Lizarza Iribarren. «Recorrí —dice— cien veces y en todas direcciones, Navarra, buscando jefes de Requetés para los distintos pueblos, reclutando muchachos y encuadrándolos».

En marzo de 1934 Lizarza participó en una misión organizada por don Rafael Olazábal, experto en conspiraciones, para visitar a Mussolini, Figuraban también en aquélla el general Barrera, exilado en París desde agosto de 1932, y el jefe de Renovación Española, don Antonio Goicoechea. Se trataba de informar al Duce de los preparativos para una instauración monárquica, empresa que requería dinero y armas. Mussolini dialogó con mucha curiosidad con los comisionados para conocer a fondo sus propósitos y acabó prometiéndoles lo que le pedían. La importancia de la ayuda quedó consignada en acta redactada por Goicoechea y firmada por los integrantes de la misión, los cuales se comprometían bajo juramento a no decir nada de lo convenido en la entrevista. En efecto, nadie supo en España lo negociado en Roma y únicamente circuló como rumor sin fundamento la entrevista con el Duce.

Los componentes de la misión habían negociado bajo su personal responsabilidad. El acta especificaba la cantidad y forma de la ayuda de Mussolini a los monárquicos, aunque nunca se supo sobre la llegada de armas procedentes de aquel país para los partidos monárquicos. También se convino en las conversaciones sobre el envío a Italia de varias expediciones de jóvenes carlistas, que serían instruidos por militares en el manejo de armas modernas.

El criterio de los integristas, contrario a un entendimiento de las autoridades tradicionalistas con las alfonsinas, por considerarlo perjudicial, tanto en el orden ideológico como en el material, logró ganar la voluntad de don Alfonso Carlos. Con fecha 3 de mayo, fundándose en las conclusiones de una reunión de jefes regionales celebrada en Madrid (20 de abril), donde se reclamaron nuevas orientaciones en las actividades de la Comunión Tradicionalista, y basándose también en la dimisión presentada por la Junta Delegada, consciente ésta de la conveniencia de un cambio, don Alfonso Carlos declaró extinguida la Delegación y creó para sustituirla una Secretaría General. «Sólo tendré presentes —advertía don Alfonso Carlos— las observaciones e iniciativas que vengan por conducto de mi Secretaría General.» Para desempeñar este cargo nombró a don Manuel Fal Conde, abogado, natural de Higuera de la Sierra (Huelva), que hizo sus estudios en Sevilla y en esta capital alternaba el ejercicio de su profesión con la enseñanza. Al advenir la república se dedicó a la política y logró galvanizar el carlismo andaluz y acrecentar el número de afiliados. «De las relevantes dotes de organizador, laboriosidad, con la cooperación y necesarias asistencia de todos; esperamos lograr los fines que nos proponemos», decía don Alfonso Carlos. A pesar de las apariencias con que se encubría la variación en los cargos directivos del Tradicionalismo, la supresión de la Junta Delegada equivalía a desautorizar a sus componentes, cuya actuación se conceptuaba desafortunada para la causa. Los alfonsinos y muchos tradicionalistas censuraron la decisión de don

Alfonso Carlos, por ser los postergados prohombres del tradicionalismo, de brillante historial, que se habían significado por una activa labor en favor de la unión de todos los monárquicos.

A los tres días de efectuado este nombramiento, y en prueba de que el criterio de Fal Conde se había impuesto en toda la línea, don Alfonso Carlos enviaba al conde de Rodezno la siguiente orden: «Queriendo que nuestro partido sea respetado como merece, prohíbo toda unión oficial con Renovación. Prohíbo que nadie que tenga un cargo en nuestro partido, o sea diputado a Cortes, tome parte en reunión alguna de otro partido. Debe suprimirse la TYRE (Tradicionalistas y Renovación Española), que sólo autoricé para el momento de las elecciones. Al hablar en los discursos de nuestra Comunión, no quiero que se diga Partido Monarquico sino Tradicionalista, y mejor Carlista. No se puede servir a dos Caudillos; es decir, a Mí y a don Alfonso o don Juan. No debe existir unión ni afinidad alguna con los de Renovación» (6 de mayo de 1934.)

La tan anhelada unión de las fuerzas católicas, aconsejada por la jerarquía eclesiástica, cada vez se resquebrajaba más, haciéndose muy difícil. El nuevo Secretario general trató desde el primer momento de imprimir a la organización un carácter guerrero, con desprecio para los procedimientos legales. Designó Delegado nacional de Requetés al diputado don José Luis Zamanillo, que también procedía del integrismo, y Delegado regional de los Requetés navarros al carlista Lizarza. El general Varela, que actuaba como jefe militar de los Requetés de toda España, redactó, con el seudónimo de «Don Pepe», un Compendio de Ordenanzas, Reglamentos y obligaciones del Boina Roja, jefe de Patrullas y jefe de Requetés. A partir de entonces, en las concentraciones que celebran los tradicionalistas en la finca El Quintillo (Sevilla), Potes (Santander) y en otros puntos de Navarra, Castellón y Cataluña, desfilan requetés uniformados, con boinas rojas y disciplinados por una preparación militar.

Don Alfonso Carlos dirigió (29 de junio) un manifiesto llamando a los españoles a que se alistaran bajo la bandera de la Tradición Nacional. «No teniendo sucesor directo —decía—, sólo podrán sucederme quienes, sabiendo lo que ese derecho vale y significa, unan la doble legitimidad de origen y ejercicio, entendida aquélla y cumplida ésta al modo tradicional, con el juramento solemne a nuestros principios y el reconocimiento de la legitimidad de mi rama...» «La sucesión de la dinastía — comentaba A B C— se ha reducido a una sola línea, representada precisamente por el último Rey, don Alfonso XIII y sus herederos. No puede subsistir la disidencia, porque, después del venerable anciano que hoy la sostiene, no quedará en su rama quien invoque los títulos que inútilmente alegaba.»

La muerte del infante don Gonzalo de Borbón, hijo de don Alfonso XIII, ocurrida en accidente de automóvil, en Suiza (18 de agosto), fue ocasión dolorosa que convocó a los monárquicos en los sufragios por el alma del infante celebrados en templos de toda España. En estas expresiones emotivas participaron también muchos tradicionalistas.

Desde los primeros meses de 1934 se sucedían las noticias de complots. Alcalá Zamora cuenta en sus Memorias cómo el 10 de febrero los informes oficiales y confidenciales daban por seguro un golpe de mano urdido por los sindicalistas para apoderarse de varios centros oficiales y asaltar el domicilio particular del Presidente de la República, Los ministros aconsejaron a éste que se trasladase al Palacio de Oriente, como lugar más seguro, negándose Alcalá Zamora a abandonar su casa. El 7 de marzo el ministro de la Guerra informaba al Presidente de una conjura revolucionaria en el regimiento número 19, de guarnición en Aranjuez, en la que intervenían reclutas socialistas de las zonas de Toledo y Badajoz, recién incorporados. En dicho regimiento cumplía su servicio militar un hijo de Alcalá Zamora. Se atribuía a los conspiradores el propósito de apoderarse de él en calidad de rehén. Se ordenó el cese de un capitán, de un teniente y un sargento, como instigadores, y se sancionó a 200 reclutas por desobediencia. El Presidente de la República confiesa haber vivido unos días de mucha intranquilidad, pues sabía la filiación socialista de su hijo y temía «que intentaran complicarle en la pérfida red».

Cuando se tramitaba la crisis del Gobierno de Lerroux, Casares Quiroga y Maura despertaron a altas horas de la madrugada (26 de abril) al secretario de la Presidencia de la República para prevenirle de un golpe de Estado fraguado por los radicales con la complicidad de elementos militares. Le instaron con apremio para que avisara a la Escolta presidencial y al jefe de la Casa militar. «Azaña y más de mil republicanos muy significados pasaron la noche en alerta». Al día siguiente Alcalá Zamora recibió expresiones de lealtad de muchos jefes militares.

De más volumen era el complot correspondiente a junio. También lo denunció Miguel Maura y lo supo en la sobremesa de un almuerzo al que asistían Azaña, Martínez Barrio y Sánchez Román. En la noche del 6 al 7, los guardias de Asalto sublevados instaurarían la dictadura de Lerroux, previo secuestro de Alcalá Zamora y de varios republicanos significados. Aun cuando «no se debía olvidar la fantasía de Miguel Maura y el interés de quienes lo excitan, era prudente comprobar, como en tantos otros ru­mores gravéis, su consistencia». En esta ocasión el infundio tomó mucho auge, al ser acogido con escandalosa alarma por algunos periódicos. «El martes —escribía El Socialista (7 de junio) — fue un día muy agitado, de mucha inquietud política. Se adivinaba en muchos rostros un ceño preocupado y duro. Se hablaba abiertamente de un golpe de Estado patrocinado por quienes mayor celo debieran poner en reprimirlo... Orden inaplazable: alerta a todos. La obligación de todos los obreros y socialistas es permanecer en guardia.» Otro diario republicano, La Voz, enriquecía el rumor con valiosos detalles: El general González Carrasco tenía la misión de secuestrar al Presidente de la República, cuyo domicilio particular quedaría sitiado por los guardias de Asalto con su jefe, el teniente coronel Muñoz Grandes al frente. En el complot estaban complicados Lerroux y el ministro de la Gobernación. La noticia de cuanto se tramaba era del dominio público. «Llamé —refiere Salazar Alonso — al director de Seguridad y le ordené que el teniente coronel Muñoz Grandes fuera a ponerse a disposición del comisario encargado de la protección del Presidente, y que el domicilio particular, así como Palacio, fueran custodiados por fuerzas de Asalto; es decir, por los supuestos secuestradores.»

Por su parte, las milicias socialistas, movilizadas, ocupaban posiciones, mientras la minoría socialista, reunida, «acordaba hacer las averiguaciones pertinentes para conocer lo que hubiera de verdad en los manejos subrepticios de que se habla y prevenir a las organizaciones, si se comprueba lo que se denuncia». «Los rumores —se decía en una nota del Consejo de ministros— son totalmente infundados. Se trata de una maniobra con fines alarmistas. Se procederá contra ellos.» El ministro de la Gobernación impuso a La Voz una multa de 10.000 pesetas. Samper, en conversación con Alcalá Zamora, quedó, según testimonia el Presidente en sus papeles íntimos, «en tomar medidas y relevar en corto plazo al teniente coronel Muñoz Grandes, jefe de los guardias de Asalto, que se tuvo la equivocación de nombrar, a pesar de conocer su intimidad con el general Primo de Rivera.»

El verdadero peligro para la República no eran los fantasmas de esos complots, sino muchedumbres exasperadas por los socialistas, dispuestas a desarrollar el programa revolucionario que se habían trazado. Estaba en el telar una huelga de campesinos organizada desde hacía tiempo por la Federación Española de Trabajadores de la Tierra, dirigida por tres agitadores expertos: Ricardo Zabalza, secretario general; Manuel Martínez, vicesecretario, y Manuel Márquez. El partido comunista se apresuró a secundar las consignas. Se daba la circunstancia de hallarse en granazón la mejor cosecha cerealista conocida en el siglo. Malograrla equivalía a asestar un golpe decisivo a la economía española.

La propaganda en favor de la huelga se hacía en tonos muy violentos. Decía un manifiesto de origen comunista: «Las batallas decisivas van a librarse entre la revolución y la contrarrevolución... No hay otra salida de la situación que la toma revolucionaria del Poder por la lucha insurreccional victoriosa llevada juntos y bajo la dirección del proletariado.» Desde una proclama socialista se excitaba con estas palabras: «Actuar en el campo con energía y decisión; hay que prender fuego a las cosechas de los más opulentos, a ver si ceden patronos y autoridades. Hay que quemar máquinas y aperos... Si nos derrotan por vuestra torpeza, moriréis vosotros y los vuestros de hambre. Pues ya que os vais a morir, peleando o no, ¿qué os importa matar a quien os va a ocasionar la muerte? ¿Qué os importa destrozar lo que no es hoy ni será nunca vuestro?»... Las peticiones de los huelguistas se concretaban así: «Vamos hacia la conquista de la jornada de seis horas, incluido el tiempo para ir y venir de los tajos; por la prohibición del uso de máquinas en tanto no se asegure a cada obrero cuarenta jornales de siega como mínimo; por la anulación de todas las deudas hipotecarias; por la toma y reparto sin indemnización entre los obreros agrícolas de todas las tierras comarcales, del Estado, del señorío, de la Nobleza, de la Iglesia y de los ricos.»

A partir del 24 de mayo las sociedades campesinas adscritas a la Federación comenzaron a presentar los oficios de huelga. El ministro de la Gobernación, Salazar Alonso, se dispuso a librar la batalla. «La cosecha — declaró— es la República, y hay que salvarla. La cosecha tiene carácter de servicio público,» Dictó severas órdenes a los gobernadores, conminándolos para que castigaran con rigor los desmanes, y en un decreto publicado en la Gaceta (30 de mayo) declaraba ilegal la huelga y amenazaba con graves sanciones a los obreros que infringieran la ley de salarios o que ocasionasen perturbación. «Los actos contra los trabajos agrícolas se considerarán como delito de sedición o de atentados.» Unos diputados pertenecientes a los grupos afectos al Gobierno presentaron una proposición incidental a la Cámara para que ésta expresara «haber visto con satisfacción las medidas adoptadas por el Gobierno declarando servicio nacional la recolección de la cosecha». Por su parte, los socialistas, en otra proposición presentada el mismo día, pedían a la Cámara se pronunciase en contra del decreto, «por incompatible con las leyes». En una sesión muy tumultuosa, Salazar Alonso justificó las medidas adoptadas por el Gobierno dado el cariz revolucionario del movimiento, probado con la documentación recogida. El voto de confianza quedó aprobado por 245 votos contra 45. Además, según informes confidenciales recibidos por el ministro, existía un acuerdo entre comunistas, la C. N. T. y la U. G. T. para la acción conjunta. «Comunistas y F. A. I. sostienen que, dadas las medidas adoptadas por el Gobierno, es de absoluta necesidad actuar con violencia desde el primer momento, con objeto de parar como sea las labores del campo. Para ello dicen que debe incendiarse toda cosecha donde se trabaje, llegando a la agresión personal con los trabajadores, y en el caso de que éstos fueran protegidos por la fuerza pública en el momento de sus faenas, cogerlos aisladamente después del trabajo para impedirles que vuelvan a trabajar más».

El día 5 de junio comenzó la huelga. Los diputados socialistas de las provincias cerealistas se encontraban en las capitales respectivas para dirigir la que conceptuaban trascendental ofensiva contra el Gobierno. Las previsiones de éste impidieron en la mayor parte de las zonas perturbadas los desbordamientos criminales en la forma anunciada en los manifiestos. Detenciones de cabecillas, clausura de Casas del Pueblo y Sindicatos, despliegue de mucha fuerza dispuesta a actuar con energía, frenaron desde el principio la efervescencia revolucionaria. Hubo desórdenes, incendios de maquinaria y de mieses, choques sangrientos, en pueblos de Badajoz, Sevilla, Jaén, Ciudad Real, Toledo, Málaga y Murcia. Quienes dieran crédito a los boletines redactados por los Comités de huelga deberían creer que España ardía de punta a punta. La diputada socialista Margarita Nelken manifestaba ante las Cortes (7 de junio): «A los propietarios de Jaén o de Sevilla que se han atrevido a sacar las máquinas al campo les han sido quemadas las máquinas o sus propietarios han sido muertos... (El señor Alcalá Espinosa: «Asesinados.») Muy bien: asesinados; como asesina también la Guardia Civil... De modo que, a pesar de que no pasa nada, hay muchos muertos... (El señor Alcalá Espinosa: «Asesinados».) Llámelos como S. S. quiera. ¡Al fin y al cabo, a mí no me va a dar miedo!... Que conste, pues, que la huelga campesina, en contra de lo que dice el Gobierno, es general.»

Pese a la creencia o deseo de los socialistas, el movimiento revolucionario, lejos de propagarse, declinaba. Únicamente ganaba extensión en Jaén y en Badajoz. En Jaén ocurrieron graves disturbios en Sabiote y Torreperogil, con muertos y heridos. Grupos de huelguistas armados de hoces y escopetas recorrían los campos, asaltaban los cortijos, incendiaban las cosechas y propagaban el estrago. El ministro de la Gobernación propuso la declaración del estado de guerra, oponiéndose resueltamente Alcalá Zamora, «por la ineficacia aparatosa de la medida, demostrada en la experiencia del Gobierno provisional».

En Badajoz, el gobernador, don José Carlos de Luna, conminó al diputado socialista Rubio Heredia para que se ausentase de la provincia, por considerarle principal responsable de la perturbación social desencadenada en aquélla. El diputado presentó su caso a las Cortes (14 de junio), como atropello contra la inmunidad parlamentaria. El ministro de la Gobernación justificó el proceder del gobernador, solidarizándose con su actuación. Prieto calificó lo sucedido de arbitrariedad propia del sistema dictatorial imperante. Ventosa aprobó la conducta del gobernador al tratar de impedir al diputado la realización de un acto delictivo y Gil Robles sentó la teoría de que la inviolabilidad parlamentaria «sólo podía alcanzar a las opiniones y votos emitidos en el recinto parlamentario». «Todo lo demás —añadió— es una expansión abusiva y por consiguiente encaja muy poco dentro de la esencia de las prerrogativas parlamentarias.» Expusieron también su opinión favorable al ministro de la Gobernación Martínez Barrio y Goicoechea, y al final Primo de Rivera lamentó la pérdida de toda una sesión para comentar las peripecias de un diputado, que ni el mismo interesado las podía tomar en serio.

Sólo algunos chispazos o leve rescoldo quedaba el 9 de junio de la huelga campesina: se disolvía en fracaso, proclamado sin rebozos por sus promotores meses después. Entre lo proyectado, un paro general de campesinos, y lo sucedido, había una distancia sólo salvable con el reconocimiento de la derrota. «Los campesinos creyeron —y con ellos los trabajadores industriales— que aquel movimiento era el principio de la insurrección... Si se lanzaba al campesino a una huelga general, debería arrastrar inmediatamente en su solidaridad a los trabajadores industriales... Los campesinos gastaron sus elementos y sus energías. Fueron condenados centenares, cerrados sus centros y deshechas sus organizaciones. Los trabajadores industriales no habían podido descender a luchas falsamente planteadas y, velando por los altos intereses del proletariado, siguieron su marcha, perdiendo a sus aliados campesinos, que habían derrochado heroísmo revolucionario inútilmente». El fracaso de la huelga de campesinos significaría en lo futuro el fracaso de otras intentonas socialistas en el campo, al perder aquellos su fe en los jefes.

* * *

Se había solucionado la huelga de campesinos; pero quedaba latente, como mal incurable, el paro obrero, extendido por toda España. Quedaban también los 72.000 kilómetros cuadrados de estepa, en espera de ser fecundados por el agua; quedaban los inmensos páramos y extensiones áridas que aguardan desde hace siglos una política transformadora que los sacase de su esterilidad. Un grupo de diputados independientes sugería al Gobierno (14 de junio) la inclusión en el plan parlamentario, con carácter urgente, de una ley encaminada a arbitrar las medidas necesarias para aliviar el paro obrero. Según el diputado José Díaz Ambrona, defensor de la proposición incidental, en diciembre de 1933 los trabajadores en paro forzoso total eran 351.804; en paro parcial, 267.143. En suma, 618.952. En mayo de 1934: trabajadores en paro total, 426.915; en paro parcial, 276.899. Total, 703.816. En un año aumentaron los parados en 158.977. En Jaén, el 46 por 100 de los obreros estaban en paro forzoso; en Badajoz, el 39 por 100, y el 36 por 100 en Córdoba. En España había centenares de miles de obreros sin trabajo, en lucha abierta con el hambre. Además, el 60 por 100 del paro era eminentemente agrícola y forestal. Proponían los diputados un plan de obras rentables. «Dicen las estadísticas —afirmaba Besteiro— que hay 700.000 obreros parados; pues yo creo, sin temor a exagerar, que podemos duplicar la cifra y aún es posible que nos quedemos cortos. Esto supone una miseria nacional espantosa.» «La cosa es la siguiente: el paro se agudiza, y ya no se trata de esas crisis periódicas de una u otra industria o de un conjunto de industrias; se trata de un paro continuado, al que no se le ve el fin.» «Para todos, pero singularmente para nosotros, el problema de la situación de esas masas sin trabajo es un problema fundamental, sin atender al cual la misión histórica del partido socialista quedará en el mundo muy quebrantada.» «El remedio habrá que elaborarlo en un proceso largo, mediante órganos especiales que asesoren y auxilien al Parlamento.» Recordó el señor Salmón que la iniciativa de este asunto correspondía a la C. E. D. A., con una proposición de ley para pedir la creación de una Comisión contra el paro encargada de estudiar un vasto proyecto de obras públicas. Dada la economía agraria española — decía Cambó—, excesivamente simplista, en determinadas épocas del año el paro era fatal. «No hay fórmula ninguna —añadía— ni en España ni en ningún país del mundo para curar el paro obrero... Esta es una de las muchas manifestaciones de la crisis mundial... Yo creo que el problema crónico del paro obrero en muchas provincias agrícolas españolas es el mayor problema que tiene planteado España: el problema de la vida pre­caria y miserable de Castilla y de algunas provincias andaluzas. No puede haber en España una industria próspera mientras tengamos regiones agrícolas en las cuales no haya jornales más que ciento veinte o ciento cincuenta días al año.» «La política del paro no puede separarse del conjunto de la política española. En España el paro aumentará mientras no haya paz, pues lo que produce el paro es: primero, la reducción de rentas que podían destinarse a dar trabajo; segundo, la acumulación cobarde de esas rentas en aplicaciones más cómodas, porque la situación política y social de España no inspira la suficiente confianza al capital para emplearlas en destinos que podrían resolver considerablemente la crisis obrera.» Besteiro, en su rectificación, insistió: «No es posible pasar más porque haya ese paro continuo, de periodicidad ininterrumpida, de los obreros del campo; ni pasar más tiempo porque esos obreros cuando trabajan tengan jornales de hambre. En eso España es una vergüenza del mundo. Hay aquí dolores y situaciones sociales insoportables; pero, además, la economía española será una economía miserable; no tendremos país, y cuando se opere el gran avance de las economías mundiales, nos encontraremos en un estado tan de retraso, que seremos una vergüenza ante nosotros mismos e igualmente ante los demás.»

La escisión del partido radical seguía latente y sólo necesitaba ocasión para tomar carácter oficial. Martínez Barrio y el grupo de diputados adictos se manifestaban dispuestos a recabar autoridad e independencia. «El partido radical, sus elementos directores, jubilosos y alegres —escribía Martínez Barrio —, va a desposarse con Gil Robles y lo que su partido representa; yo, no. Me quedaré escasamente acompañado o solo; pero no iré con ellos... No logró la desgracia desunirnos y lo ha conseguido la fortuna. La única satisfacción íntima consiste en que la separación se produce cuando ellos están en el Poder y yo desposeído de todo atributo que no sea el de mi convicción y mi ilusión.» Lerroux replicaba a las reticencias de su antiguo lugarteniente diciendo que el partido en el Poder realizaba la política prometida en la declaración ministerial, refrendada por el propio Martínez Barrio. El Comité Ejecutivo del partido se reunió, por fin (16 de mayo), para examinar la situación. No se encontró fórmula de avenencia en seis horas de discusión.

La crisis era profunda e irremediable, aunque los reunidos trataran por todos los medios de evitarla. «Sé han discutido los procedimientos, pero no las doctrinas», decían unos. «Se trata de un disentimiento, pero no de una disidencia», afirmaban otros. Martínez Barrio creyó llegado el momento de proclamar la ruptura, y lo hizo con una carta leída ante trece diputados. En una nota exponían los reunidos sus deseos y los motivos de su disgusto: que gobiernen las fuerzas acaudilladas por Gil Robles; peligro de desaparición del partido radical, absorbido al inclinarse a la derecha por otras fuerzas. Lerroux convocó a sus amigos (18 de mayo) para hacer un recuento de leales. Acudieron setenta diputados, y ante ellos acusó a Martínez Barrio de haberse dejado arrastrar por compromisos ajenos al partido. «Ni la ley de amnistía, ni la de los haberes del clero encierran nada contrario a los principios del partido radical.» La escisión ya estaba en marcha. Los disidentes constituyeron un grupo denominado «radicaldemócrata» y publicaron un documento explicativo, a modo de manifiesto. Recordaban la declaración de principios aprobada en asamblea celebrada en 1932. Allí se definió «como un partido de matiz izquierdista en el campo de la República» sin que ninguna autoridad pudiera en momento alguno variar ni en la forma ni en el fondo esta posición ante la opinión pública sin previo acuerdo de la asamblea. «Nos desgarramos, pues, del partido radical por fidelidad a nuestro pasado.» Prometían correcta relación con los grupos que circunstancialmente han prestado o quieran prestar servicios a la República. Respeto para Lerroux. «Mas lo que no puede hacer la disciplina del partido ni la emoción afectuosa es obligarnos a dejar el camino ni a retroceder. El partido radical ha perdido su fisonomía política: está gobernando con ideas prestadas. Seguir hubiera sido colaborar en la triste obra de la destrucción del partido como órgano de una política genuina y la entrega del Poder y de la República a unas fuerzas de derechas que no le han prestado ningún servicio.»

 

 

CAPÍTULO 38.

EL PARLAMENTO CATALÁN SE DECLARA EN REBELDÍA