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CAPÍTULO 36.

RICARDO SAMPER SUSTITUYE A LERROUX EN LA PRESIDENCIA DEL GOBIERNO

 

 

A partir del 14 de marzo las Cortes se ocupan del dictamen de la Comisión de presupuestos para los tres últimos trimestres de 1934. El proyecto, a medio hilvanar y fragmentario, era obra del ministro anterior, señor Lara. Su sucesor, el señor Marraco, actuó como defensor de oficio, sin poner entusiasmo en su cometido cuando lo impugnaban desde todos los sectores de la Cámara: Prieto, Amado, Barcia, Chapaprieta, Vidal y Guardiola y Lamamié de Clairac. «Llegamos —exclamaba Chapaprieta— a un presupuesto de gastos ordinarios de 5.000 millones de pesetas, el más grande que ha tenido la nación española. ¿Cómo vamos a cubrir estos gastos? Se calculan confiadamente, a mi entender, los ingresos en 4.153 millones, o sea 211 millones más de lo recaudado en 1933. Yo preveo — añadía— un déficit no inferior a 900 millones, apoyándome en hechos y manifestaciones del Gobierno. En el año 1900 tenía el Estado Español un presupuesto de 878 millones: han pasado treinta años y nos hemos colocado en 5.000 millones de pesetas; es decir, que hemos quintuplicado nuestro presupuesto. En personal se gasta ocho veces más que en 1900... En materia de impuestos indirectos nada queda por hacer, pues sería gravísima injusticia hacer algo en ese sentido. El presupuesto ha de nutrirse de la savia de las clases acomodadas.» «Hay que tomar una posición clara —afirmaba el señor Vidal y Guardiola— frente a este déficit inicial, espantoso, de alrededor de 1.000 millones de pesetas. ¿A dónde fue la nivelación pronosticada por el ministro don José Carner en enero de 1932?» «El déficit se debe —añadía el diputado catalán— a que los ingresos no pueden avanzar sobre una agricultura, una industria y un capital en ruina.» El ex ministro de Hacienda señor Lara, autor del presupuesto, culpaba a la Monarquía y a la Dictadura de no haberse podido alcanzar la nivelación deseada. Aseguraba que el déficit no sería tan grande como decían los alarmistas. De este optimismo participaba también el señor Marraco. Y como se prolongara con exceso la discusión del dictamen, decidió el Gobierno pedir a las Cortes la prórroga para el segundo trimestre de los presupuestos de ingresos y gastos de 1933, y así se acordó (27 de marzo). Tranquilizados con esta medida, continuó la discusión del presupuesto por departamentos ministeriales.

Simultaneaban las Cortes esta tarea con la discusión del proyecto de ley relativo a los haberes pasivos del clero. Los socialistas y diputados de Izquierda Republicana habían presentado innumerables enmiendas al dic­tamen de la Comisión de Justicia, para impedir la aprobación del proyecto, considerándolo en pugna con el artículo 26 de la Constitución. La posición del Gobierno la concretaba el voto particular del señor Arrazola. El clero desempeñaba un servicio público y hasta el 14 de abril tenían los representantes eclesiásticos el carácter de funcionarios; por lo tanto, el Es­tado no podía negarles esa consideración. «Eran 35.000 hombres que se encontraban en situación angustiosa; era el clero rural, bien llamado los «obreros del altar», el proletariado del clero, sin subvención alguna». El Gobierno, «que no se inspiraba en consideraciones de índole religiosa, sino en un espíritu de equidad y de humanidad, entendía que no podía desampararlos». El proyecto presentado por el Gobierno había sido rechazado por la Comisión de Justicia, la cual lo sustituyó con el dictamen puesto a discusión. La minoría radical hizo suyo el proyecto primitivo del Gobierno y el señor Arrazola lo defendía como voto particular. En su virtud, se proponía «la concesión de un haber en consonancia con la situación de los individuos y con los servicios prestados hasta el 11 de diciembre de 1931». Se exceptuaban de los beneficios de la ley a los que tuvieran asignada una dotación superior a 7.000 pesetas. La cifra anual dedicada a pagar los haberes pasivos no podría pasar de 16 y medio millones de pesetas. La base del cálculo para regular la asignación pasiva sería los dos tercios del sueldo percibido en 1931. A medida que ocurrieran vacantes se extenderían los haberes a los otros individuos del clero hasta llegar para todos a los dos tercios.

La fórmula, y en particular la escasez de la cifra consignada, producía «verdadera amargura» a los diputados derechistas, pero se resignaban, persuadidos de la imposibilidad de conseguir aumentar la cantidad presupuestada. Quien se rebeló contra ella, para acentuar su enemiga al Gobierno, fue Miguel Maura. «El clero —afirmaba—, por ser sus componentes funcionarios públicos, tiene el derecho indiscutible a cobrar la excedencia.» «Me opongo al voto particular —añadía—, porque no es justo.» Y al proceder así se situaba en vanguardia en la defensa del clero, a pesar de que los sacerdotes «fueron mis más enconados adversarios políticos en la pasada lucha electoral». «El clero español —le respondió Gil Robles— no está al servicio de ningún partido político; pero cuando los sacerdotes actúan como ciudadanos, es lógico que no olviden el pasado.» No le satisfacía al jefe de la C. E. D. A. la fórmula del partido radical; «pero la votaremos, convencidos de que en el momento presente no podríamos obtener más, pero dispuestos a mejorar lo actual en el momento que sea posible. No asumimos la responsabilidad de que no se apruebe un proyecto que viene a redimir de la miseria a una parte del clero español.» El voto particular fue tomado en consideración por 191 votos contra nueve, estos últimos de la minoría de Maura (22 de marzo).

A partir de este momento la oposición más sistemática y acérrima contra el dictamen sobre los haberes pasivos del clero la sostuvo con insistencia y ardor infatigable el diputado de Izquierda Republicana Gordón Ordás. Argumentaba con textos de los Santos Padres, encíclicas, alusiones a los concordatos, al Derecho canónico y a tratadistas católicos, que la Iglesia, sociedad jurídicamente perfecta e independiente de la sociedad civil, con plenitud de poder social, no podía considerar a sus mi­nistros como funcionarios de un poder temporal. Sostenía también que la Iglesia era suficientemente rica para pagar a sus ministros. «He de confesar que el señor Gordón Ordás sabe mucho Derecho canónico», dijo en su intervención el catedrático de esta asignatura y diputado por Sevilla, Jiménez Fernández. Secundaban a Gordón Ordás en su ofensiva algunos diputados socialistas, y entre unos y otros prolongaban los debates. No se le veía fin a la polémica, cuando el 3 de abril un grupo de diputados de varias minorías pidió a la Cámara que diese «por suficientemente discutido el dictamen». Era una apelación a que se aplicara la «guillotina». Defendió la proposición, entre continuos escándalos, el diputado Pérez de Rozas. La sesión fue tumultuosa y salpicada de interrupciones y diálogos violentos. La proposición obtuvo 294 votos contra 66. A continuación se votó el proyecto de ley, aprobándose por 281 votos contra seis (4 de abril).

* * *

Durante las sesiones de marzo las Cortes aprobaron, tras de muy farragosos debates, la concesión de un crédito de 80 millones de pesetas para construcciones navales en El Ferrol y Cartagena; la ampliación de plantillas de los Cuerpos de Seguridad y de la Guardia Civil, con sus correspondientes créditos; la instalación de colonias penitenciarias o campos de concentración de reclusos en las islas Canarias y la ley de reorganización del Estado Mayor Central del Ejército. Se discutió la situación anárquica en la provincia de Málaga y el hambre en la de Almería, y muy largamente sobre una autorización para facultar a las Compañías ferroviarias, «con carácter provisional», un aumento del 15 por 100. Se aprobó también el presupuesto del Ministerio de Estado, y se examinó, para rechazarlo al final, un voto particular del diputado vasco Aguirre en favor de un nuevo plebiscito en Álava «para conocer la voluntad de dicha provincia respecto a su integración en la región autónoma vasca» (5 de abril). Ramiro de Maeztu dijo a este propósito: «Los alaveses no sabemos lo que es Euzkadi, ni lo que esto significa. El 95 por 100 de los alaveses no hablamos el vascuence. La gloria fundamental de Álava es la de que allí se habla el castellano más puro de toda España.»

En la sesión del 23 de marzo el ministro de Justicia, señor Álvarez Valdés, dio lectura a un proyecto de ley de Amnistía «de todos los delitos políticos y sociales y de algunos otros que por su especial naturaleza no cabe encuadrar sin faltar a los dictados de la equidad, dentro del grupo de los delitos comunes». Se proponía el Gobierno con este decreto «contribuir a la pacificación de los espíritus» y saldar —si bien esto no se decía — la deuda contraída con los grupos de derechas, como premio a su generoso apoyo. La amnistía alcanzaba «a todos los sentenciados y procesados no rebeldes por hechos anteriores al 3 de diciembre de 1933», con lo cual se excluía del beneficio a los procesados por su intervención en la revuelta de diciembre de dicho año.

Una vez que la Comisión de Justicia emitió dictamen sobre el proyecto, los socialistas, desde el primer momento (10 de abril), se declararon contrarios a él. Jiménez Asúa y Prieto, como intérpretes de esta oposición, se apoyaban para explicar su disconformidad en las exclusiones deducidas de la fecha limitativa del proyecto y en la protección dispensada en éste a los procesados por evasión de capitales. Sostenía el ministro que el proyecto «no era más que la consecuencia lógica de una promesa categórica hecha por el partido radical en sus propagandas y por los demás elementos que comprende el Gobierno». Respecto a la evasión de capitales, «fueron delitos —afirmaba el ministro— cometidos en determinado momento, y pasado el instante a que respondieron las disposiciones que los sancionaban, deben ser derogadas, y la manera de derogarlas es comprenderlos en una amnistía». Insistía Prieto (11 de abril) en que la exclusión de los anarco-sindicalistas procesados por su intervención en el movimiento subversivo del 10 de diciembre de 1933 le parecía injusta. «No es posible encontrar distinción en el orden de las responsabilidades morales entre el anarquista solitario o en grupo que acomete fieramente a la fuerza pública y los militares que el 10 de agosto, al empuje de su ardor antirrepublicano, llevan tras de sí, no a adeptos, sino a engañados.» En su réplica, el ministro diferenció la insurrección del 10 de agosto de 1932 del levantamiento de 10 de diciembre de 1933: aquélla «fue contra un Gobierno, por creer los insurgentes que no representaba la opinión del país»; el otro «se hizo contra la opinión pública representada en el resultado de las elecciones». «No se puede admitir en labios gubernamentales —respondió Prieto— la doctrina de que estados de opinión reales o ficticios, auténticos o artificiosos, tenga nadie el derecho de interpretarlos levantando las armas contra la República, porque eso constituye la mayor blasfemia en un republicano.» El ministro en su contestación, exclamó: «Tracé la divisoria entre lo ocurrido el 10 de agosto y el 10 de diciembre; dos movimientos que rechazo, porque soy enemigo de toda violencia. Como para mí mereció todo vituperio el movimiento insurreccional de 15 de diciembre de 1930. Y la prueba de que no era necesario está en lo ocurrido en los comicios el 12 de abril de 1931. Ése es el camino.» En el acto estalló el escándalo. Un diputado gritó: «¡Que fusilen en efigie a Galán y a García Hernández!». Un viento huracanado pasó por los escaños socialistas y republicanos de izquierda. Prieto, sagaz, vio que el ministro, republicano neófito, había descuidado su guardia y se apresuró a encajarle tremendos golpes directos. Gesticulante, enronquecido, gritaba: «Ya no hay confusión, señores diputados republicanos: el ministro de Justicia condena el movimiento republicano por el cual nació la República... ¡En la revolución de diciembre tomó parte incluso quien está hoy en las cumbres del Estado!... ¡Viva la revolución del 15 de diciembre!... ¡Viva Galán y García Hernández!» Retorciendo los argumentos y desorbitando los hechos, concluía diciendo que el ataque del ministro de Justicia iba directamente contra el Jefe del Estado, que había intervenido en aquella conspiración. Los correligionarios del líder le coreaban. Recordó un diputado que los socialistas no fueron a dicha revo­lución, y para dilucidar a quién incumbía la culpa de no haber secundado a los rebeldes de Jaca, hablaron varios socialistas. Besteiro recabó para sí toda la responsabilidad de no haber declarado la huelga general en Madrid en aquella fecha.

Comprendió el ministro de Justicia la delicada situación creada al Gobierno por haber expuesto tan sin rebozo su criterio sobre la violencia y decidió sacrificarse en aras de la supervivencia gubernamental. En el Consejo de ministros del 13 de abril presentó su dimisión. Lerroux se reservó el momento de hacerla pública. En las Cortes se supo la noticia aquella misma tarde. Prieto, ufano por el triunfo alcanzado, pretendía ampliarlo con mayores estragos. «¿Por qué no se encuentra presente el presidente del Consejo de ministros?», preguntaba. Quería interrogarle sobre el criterio del Gobierno respecto a las sublevaciones republicanas en tiempo de la Monarquía. Los ministros de Justicia y de la Guerra trataron de apaciguarlo, sin conseguirlo. Maura se contagió de las impaciencias del líder socialista: «Va pecando en historia que la cabecera del banco azul esté vacía indefinidamente. Deseamos saber si ratifica o no las palabras del ministro de Justicia. Está en ello el decoro del régimen y el honor de los republicanos. Así no se puede seguir.» El presidente de la Cámara advirtió a los interpelantes que había requerido al jefe del Gobierno para que viniese a las Cortes. A todo esto, para congraciarse con los revolucionarios, y en prueba de su avanzado y firme espíritu republicano, el Gobierno había presentado a la Cámara un proyecto de ley declarando la gratitud del régimen y el derecho a percibo de pensión a cuantos ciudadanos se habían distinguido al servicio del ideal republicano, con anterioridad al 14 de abril de 1931. La relación de nombres era muy larga y los hechos meritorios se remontaban hasta el año 1883. Se pretendía con ello proteger, según se decía, a «una ancianidad desvalida y triste», compuesta de supervivientes de los precursores, proscritos y veteranos del ideal. Todos ellos habían participado en asonadas, motines y cuarteladas sin éxito.

Lerroux no atendió al requerimiento del presidente de la Cámara y prefirió aplazar la crisis para después de los actos conmemorativos del tercer aniversario de la República. Consistieron las fiestas en cabalgatas, fuegos artificiales, carreras ciclistas, una representación de El alcalde de Zalamea al aire libre, concierto de orfeones regionales y de los Coros Clavé, de Barcelona, en la plaza de la Armería; corrida de toros y función de gala en el teatro Español, con intervención del Orfeón Donostiarra, de la Filarmónica y de la Masa Coral de Madrid y otros actos de menos fuste, como un desfile de los servicios municipales de limpieza por la Castellana. Quienes usufructuaban el Poder se manifestaban satisfechos con la conmemoración. En cambio, para socialistas, republicanos de izquierda y sindicalistas, los festejos adquirían un carácter fúnebre: algo así como de velatorio de la República. En el palacio de Comunicaciones apareció una bandera republicana enlutada. «No podemos sumar —escribía El Socialista — palabra gozosa ninguna al tercer aniversario de la República. No podemos reconocer como nuestra esta República. Nada nos une a ella. Las cárceles están llenas de trabajadores y se oyen a distancia los pasos del verdugo.»

Del desfile militar, con ovaciones delirantes para la Guardia Civil, decía Luz: «Todo lo que hemos visto desfilar, desde el material hasta los uniformes, tenía tal aire de vejez, de rutina, de no ser absolutamente nada, que no podíamos contemplarlo sin amargura. No tenemos nada. Ni siquiera espíritu militar.» En una fiesta escolar celebrada en el Monumental Cinema, Alcalá Zamora dio una interpretación peregrina sobre cómo debía ser la República. «No debe ser mía, que implique egoísmo; ni tuya, acto de gran envilecimiento; ni suya, ni de ellos, que denota falta de amor; ni nuestra, que queda empequeñecida por el exclusivismo, ni mucho menos vuestra, perezosa deserción del deber ciudadano. La República debe ser sin adjetivos, sin condiciones ni restricciones de ninguna clase.» Con estos burbujeos compuso la lección el Presidente de la República. A propuesta del Ministro de Instrucción, el Gobierno distinguió con el título de «ciudadano de honor de la República» a don Manuel Bartolomé Cossío, presidente de la Institución Libre de la Enseñanza, heredero espiritual de don Francisco Giner de los Ríos, fundador de aquélla. Otorgó también condecoraciones a un grupo de intelectuales y artistas.

Como despechado máximo se reveló Azaña. Esperó la oportunidad conmemorativa para dirigirse a los jóvenes de Izquierda Republicana reunidos en el Coliseo Pardiñas (16 de abril). De la República soñada no quedaba nada y era menester empezar de nuevo. «Cuando gobernábamos, nos decían: Esto no es la República del 14 de abril. Hay que volver a la República del 14 de abril. ¿Qué era la República del 14 de abril? Sepámoslo de una vez. La República del 14 de abril no era sino un impulso nacional, un fervor, una promesa, una voluntad, si queréis; es decir, todo y al mismo tiempo nada, porque nada estaba creado y todo pendía de las obras y de las creaciones. Y cuando se me dice a mí: Hay que volver a la República del 14 de abril, yo digo: Conforme. A la República del 14 de abril, a las siete de la tarde. ¿Quieren ustedes? Porque ese punto del 14 de abril no es más que el estallido de una fuerza pública formidable. ¡Ah!, pongámonos otra vez en el punto del estallido, yo soy el primero, y a ver adónde nos lleva la explosión. Y después, a ver si echan de menos el 14 de abril.» No era fácil reproducir aquel momento, como pedía Azaña, porque ahora existía la legión de los decepcionados, que habían manifestado su pensamiento en las últimas elecciones.

De los incidentes registrados en provincias con motivo de las fiestas republicanas, el más significativo ocurrió en Sevilla. Aquí, el centro de Falange Española, organizado por Sancho Dávila, Julián Pemartín, Martín Ruiz Arenado y Joaquín Miranda, fue asaltado por las turbas, a la vista de la fuerza pública, espectadora impasible, por haber gritado «¡Arriba España!», expresión del anhelo falangista ideada por Sánchez Mazas, y vitoreado al Ejército los socios agolpados en los balcones durante el desfile militar. Ciento diez falangistas fueron detenidos.

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Apagados los últimos ecos de las fiestas conmemorativas, se hizo pública la dimisión del ministro de Justicia, señor Álvarez Valdés (17 de abril) y fue designado para sustituirle don Salvador de Madariaga, titular de la cartera de Instrucción Pública. Regentaría los dos departamentos ministeriales. Para justificar la actitud del señor Álvarez Valdés se le atribuyó a éste un criterio particular sobre los motines republicanos, conforme con las ideas del partido de don Melquiades Álvarez, al que pertenecía. La dimisión no logró aplacar la tormenta. Reanudadas las sesiones (17 de abril), el primer ataque fue una proposición incidental de socialistas y republicanos de izquierda pidiendo «que se enlutasen las lápidas con los nombres de Galán y García Hernández mientras durase el debate sobre el proyecto de Amnistía». No prosperó la petición. Madariaga manifestó su buena disposición para transigir, llegando hasta capitular si fuese preciso, en beneficio de la pacificación de los espíritus. «De no existir ese buen deseo — decía— no estaría sentado aquí.» El hallazgo de una fórmula conveniente «es un servicio indirecto a la minoría socialista, leal republicana, cosa de la que yo no he dudado nunca.» «Yo me esforzaré por ir en el camino de la minoría socialista tan lejos como pueda.» «Aceptaremos aquellas enmiendas que menos violencias nos hagan.» Se exculpaba, humilde: «No creo que cometa un crimen proponiendo esta especie de transacción».

Los socialistas vieron en seguida la debilidad del Gobierno y se en­valentonaron. «Si el Gobierno quiere aligerar la discusión —replicaba Besteiro— tiene un modo expeditivo: aceptar las enmiendas, y se evita la discusión y las votaciones nominales.» El ministro insistía, complaciente: «Estamos dispuestos a hacer una amnistía lo más generosa posible dentro de la prudencia.» El diputado Taboada, de la Comisión de Justicia, anunciaba: «Puedo asegurar que va a salir de la Cámara una ley de amnistía con una amplitud jamás conocida en la historia parlamentaria española.» Las promesas de transigencia y benevolencia no fueron simples ofrecimientos: los socialistas pedían que la fecha 3 de diciembre fijada como tope para los beneficios de la amnistía se ampliara. Y, en efecto, se amplió hasta el 23 de marzo. Pero la oposición exigía como fecha la de la promulgación de la ley. La Comisión fijó entonces el 14 de abril. A partir de este momento las enmiendas de los socialistas fueron aceptadas casi en bloque: alcanzaría la amnistía a los delitos contra la religión, a los cometidos por explosión y armas... «¿Por qué —preguntaba la diputado socialista Matilde de la Torre— va a ser más noble el móvil de nuestras guerras capitalistas que el que impulsa a unos hombres a querer variar la sociedad?» Y añadía: «Los delitos contra el culto han sido una manifestación eminentemente política.»

Los diputados Bilbao, por los tradicionalistas, y Pemán, por los mo­nárquicos, reclamaron la desaparición de la ley especial exigida en el proyecto para condonar las penas accesorias impuestas a los militares sublevados el 10 de agosto. El señor Bilbao pidió la atenuante de la ley para el general Sanjurjo, «símbolo del heroísmo, caudillo glorioso a quien yo saludo cordialmente desde este escaño». Por su parte, Pemán afirmó que Sanjurjo se rebeló «contra el falseamiento de lo que el 14 de abril había querido por República la masa popular que el 19 de noviembre votó, no ya por la amnistía, sino por la completa, clara y absoluta justificación del 10 de agosto». «No he asistido en este recinto —exclamó Indalecio Prieto— a nada tan inicuo como lo que sustancialmente representa este proyecto de ley.» Le indignaba la glorificación de la sublevación de agosto y le llenaba de ira la actitud de los republicanos gubernamentales, «opuestos a ampliar la amnistía cuando se trataba de beneficiar a los anarco-sindicalistas y en cambio consentidores de los desgarrones de la ley cuando se trataba de anular las consecuencias de leyes orgánicas votadas por las Constituyentes». La minoría socialista no votaría el proyecto. «Con la amnistía —pronosticaba el señor Ventosa Calvell— no se alcanzará la pacificación de los espíritus.» Bastaba observar el espectáculo ofrecido por el Parlamento. Por otra parte, el propósito del Gobierno había sido desnaturalizado por la amplitud desmedida del proyecto. Sin embargo, la Lliga catalana lo votaría, para no disentir de la expresión general de la Cámara. Puesto a votación el dictamen (20 de abril), obtuvo 265 votos a favor por 45 en contra, y solicitado el quorum, dio el siguiente resultado: 269 votos en favor y uno en contra. La mitad de los diputados en el ejercicio del cargo, más uno, sumaba 229. La votación en favor había sido numerosa y nunca conocida.

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En la sesión del 19 de abril, el presidente del Consejo, dio cuenta a la Cámara de la ocupación del territorio africano de Ifni, donde desembarcó el coronel Capaz con un teniente y un soldado. «El Gobierno ha hecho al coronel el homenaje que merecen su valía, su historia, su integridad y su lealtad al Estado.» La operación se realizó con todas las garantías necesarias. «No proyectamos —advirtió Lerroux una obra inmediata de colonización.» El intérprete de la oposición contra la «aventura imperialista» fue el diputado comunista Bolívar. «No puedo menos de felicitar al Gobierno del señor Lerroux por la ocupación de ese territorio», exclamó el señor Goicoechea. Y añadió: «La ocupación de Ifni, valiéndose de un jefe militar inteligente y esforzado, prescindiendo de sus antecedentes políticos para fijarse sólo en su valer personal, representa un acto de amnistía realizado por el señor Lerroux respecto al coronel Capaz, postergado injustamente, levantándole el confinamiento en las Canarias que le había impuesto el Gobierno de Azaña.» «Esperamos —expresó el tradicionalista señor Lamamié de Clairac— que dicha ocupación se hará en beneficio de la soberanía de España». Socialistas y comunistas se declaraban muy intranquilos por las consecuencias que pudieran derivarse de la ocupación. «No podemos contener nuestra alarma —escribía El Socialista— por lo que pueda sobrevenir de la operación de Ifni.» El diputado comunista Bolívar pedía desde el Parlamento a obreros y soldados: «Negaos a disparar. Impedid el envío de armamentos. Negaos a ir a Ifni. Formad el frente único contra el imperialismo.» No obstante estas incitaciones, los envíos de tropas se realizaron sin incidentes y la ocupación del territorio, dentro de los límites señalados, se efectuó sin disparar un solo tiro.

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El proyecto de amnistía, elaborado a última hora al dictado de los socialistas, iba a tropezar con el obstáculo más grave e inesperado: el Presidente de la República. En el Consejo de ministros celebrado el 10 de agosto de 1932, a raíz de la sublevación, y posteriormente en otros Consejos el Presidente había manifestado su firme resolución de no firmar ningún decreto que reintegrara a los jefes militares rebeldes a puestos de mando. «Si las Cortes votaban una ley con estas autorizaciones, devolvería la ley, y si me obligaban a promulgarla, preferiría antes marcharme de la Presidencia». Se celebró Consejo de ministros en Palacio (23 de abril), «de duración y gravedad insólitas, y a pesar de haber durado hasta las tres y media de la tarde, ha de seguir mañana». Alcalá Zamora, en un prolijo discurso muy cargado de citas y referencias al Código penal, expuso sus reparos a la ley y la necesidad de reformarla, pues tal como había salido de las Cortes no estaba dispuesto a sancionarla. El forcejeo con el jefe del Gobierno y los ministros, contrarios a introducir modificaciones, fue largo y enojoso. Consintió, al fin, Lerroux en regular la aplicación de la amnistía por decretos de los ministros de Guerra y Justicia, para recoger las objeciones del Presidente de la República: éstas se referían a la anulación de expropiaciones a la Grandeza y complicados en los sucesos del 10 de agosto, hechas sin indemnización; al reingreso a la escala activa de los indultados, y a la revisión de ciertas sentencias. La oferta de Lerroux no aplacó al Jefe del Estado. Tampoco le hizo efecto la observación sobre la impopularidad del veto y de su posible repulsa por las Cortes. Quedaron los contendientes con las espadas en alto, dispuestos a proseguir el combate.

La discusión continuó en el Consejo del día siguiente (24 de abril). Alcalá Zamora leyó un extenso alegato para justificar su actitud, apoyándose en el artículo 83 de la Constitución, el cual faculta al Presidente de la República para pedir al Congreso, en mensaje razonado, que delibere de nuevo sobre las leyes no promulgadas. Si éstas volvieran a ser aprobadas por una mayoría de dos tercios de votantes, el Presidente quedaba obligado a promulgarlas. Mas el artículo 84 establecía que serían nulos y sin fuerza alguna de obligar los actos y mandatos del Presidente que no estuviesen refrendados por un ministro. Y añadía el artículo: «Los ministros que refrenden actos o mandatos del Presidente de la República asumen la plena responsabilidad jurídica y civil y participan de la criminal que de ellos puedan derivarse.» Alcalá Zamora, en interminable discurso, se esforzaba por convencer a los ministros. «Tuvo alusiones para todos; hizo, con el estilo en él peculiar, excursiones a otros asuntos, recordó detalles a veces minúsculos; subió a las cumbres de la filosofía política y descendió a recuerdos personales, con todo el relieve, eso sí, que da siempre a lo personal y episódico».

Al terminar Alcalá Zamora su discurso y la lectura de los documentos, Lerroux pidió autorización para que el Gobierno continuara su deliberación a solas. El Presidente se retiró a otra habitación. Al cabo de una hora, se reanudó el Consejo, con asistencia de Alcalá Zamora. «El Gobierno —notificó Lerroux— mantiene su actitud; no autoriza el veto y discrepa del documento del Presidente.» Alcalá Zamora respondió, airado: «Me arrebatan ustedes una potestad y quieren obligarme a ejecutar un acto contra mi voluntad.»

«Casi angustiado, con expresión de náufrago, paseó su mirada atónita sobre los reunidos y la detuvo unos segundos sobre la figura noblemente campesina de don Cirilo del Río, que sudaba, angustiado también.»—Pero ¡cómo! —clamaba don Niceto—, ¿no encontraré la firma de un ministro que refrende el necesario decreto?» Silencio profundamente doloroso. Y dirigiéndose a Del Río: —¿Ni usted tampoco, don Cirilo?» Tampoco. Don Niceto ya no sabía qué decir. En un instante de si­lencio puso los codos sobre la mesa y cruzó las manos elevando la mirada al artesonado, para no vernos. Parecía un busto en actitud de plegaria».

Como era evidente la divergencia, Lerroux invitó al Presidente a provocar la crisis para encontrar otro Gobierno que pudiera ir a las Cortes solidarizado con el veto. En un nuevo cambio de impresiones, acordaron los ministros publicar la ley de amnistía con una advertencia sobre los reparos y puntualizaciones del Presidente, «ante el riesgo de que la ejecución de la ley llegara a traducirse en posibles desviaciones o interpretaciones contrarias al espíritu de la misma y aun el de otras de naturaleza orgánicas, correspondientes a los departamentos de Guerra y Justicia». El Gobierno se comprometía, mediante reglamentaciones con­tenidas en decretos, a «alejar toda posibilidad de alarma».

Publicó el Boletín Oficial la ley de Amnistía y los decretos aclaratorios de Justicia y Guerra, y el Gobierno consideró resueltas las dificultades y despejado el camino, sin sospechar el inminente estallido preparado por Alcalá Zamora: había enviado éste al presidente de la Cámara y al ministro de Justicia la ley promulgada junto con un largo escrito, síntesis de cuanto había expuesto a los ministros. Alcalá Zamora desafiaba el escándalo público al enfrentarse, no sólo con el Gobierno, sino también con las Cortes. ¿No arriesgaba demasiado al querer imponer su criterio contra la mayoría que había votado la ley? La noticia trascendió pronto a los centros políticos y a las Cortes e hirvieron los comentarios. Para muchos, la crisis perfilada no era de Gobierno, sino del Presidente de la República. «La idea de una crisis presidencial disgustó siempre al señor Lerroux. Pudo entonces llevar las cosas a ese terreno. Pudo no dimitir para presentarse a las Cortes y obtener un voto de confianza que hubiera supuesto una censura terminante al Presidente. Rechazó la posibilidad y la oferta».

Después de un breve Consejo de ministros en la Presidencia, Lerroux se trasladó a Palacio y presentó la dimisión del Gobierno (25 de abril). Fue convocado en Palacio, por cuarta vez en el año 1934, el consabido coro de doctores para opinar sobre la enfermedad del régimen y proponer remedios. Sin variación repitieron aquéllos lo dicho en anteriores consultas. En estos trámites se invirtieron dos días, al cabo de los cuales don Ricardo Samper, ministro de Industria en el anterior Gabinete, recibió el encargo (27 de abril) y al día siguiente constituyó un Gobierno formado así: Presidencia, Ricardo Samper, radical; Estado, Leandro Pita Romero, independiente; Justicia, Vicente Cantos, radical; Guerra, Diego Hidalgo, radical; Marina, Juan José Rocha, radical; Hacienda, Manuel Marraco, radical; Gobernación, Rafael Salazar Alonso, radical; Instrucción Pública, Filiberto Villalobos, liberal demócrata; Obras Públicas, Rafael Guerra del Río, radical; Agricultura, Cirilo del Río, progresista; Industria y Comercio, Vicente Iranzo, independiente; Comunicaciones, José María Cid, agrario, y Trabajo, José Estadella, radical.

Samper pidió y obtuvo de Lerroux aquiescencia para aceptar el encargo y pidió la colaboración de Miguel Maura, sin llegar a un acuerdo, pues el requerido exigía «participación de los grupos republicanos y adhesión explícita a la conducta del Presidente de la República.» El nuevo jefe del Gobierno, que contaba cincuenta y tres años, era valenciano, afiliado al partido republicano autónomo bajo la jefatura del hijo del novelista Blasco Ibáñez. No ofrecía notas sobresalientes en su historial político; hom­bre sin temperamento de luchador, era discreto y ponderado, con una reserva de energía que sacaba a relucir en los momentos críticos. Lo que más destacaba en Samper era su fealdad, su rostro de hereje, festín para los lápices de los caricaturistas. «En ideas —decía—, rindo culto a las enseñanzas y doctrinas de Blasco Ibáñez, de Costa y de Pi y Margall; en procedimientos, soy moderado y tengo la preocupación del sentido de la medida.» Había sido alcalde de Valencia, presidente del Ateneo Mercantil y ministro de Trabajo y de Industria en los dos últimos Gobiernos de Lerroux. Éste decía en elogio de Samper: «Con él gana sabiduría el Gobierno. Es el mejor preparado para el cargo y atraerá elementos.» Figuraban en el Gobierno, como nuevos ministros: don Vicente Cantos, iniciado en la política como diputado canalejista por Lucena; incorporado después al partido radical y director general de Registros. Don Vicente Iranzo, ministro de Industria; titulándose independiente, gozaba del patrocinio del Presidente de la República. Don Filiberto Villalobos, designado para sustituir en la cartera de Instrucción al señor Madariaga, reintegrado, sin perder tiempo, a su puesto en la Sociedad de Naciones; pertenecía al partido liberal demócrata; diputado a Cortes por Béjar, desempeñaba, cuando fue elegido ministro, el cargo de director de Cajas y de Previsión Social de Salamanca.

El conjunto ministerial era mediocre, de tan baja talla que hacía exclamar a Azaña: “Prefiero al Rey y a sus ministros”. Gobierno elaborado a gusto y medida de Alcalá Zamora con el propósito de “ir tirando”, sin hacer ruido ni soliviantar a sus irritados enemigos del socialismo y del extremismo republicano.

Solucionada la crisis, hubo que dejar paso necesariamente al huracán socialista del 1.° de mayo. Este año el partido mostró la faz agresiva y colérica de sus buenos tiempos de preponderancia. El socialismo lanzó su clásico reto: el paro total. Se declaraba enemigo del régimen, como en la época monárquica. «Nuestros ojos —escribía El Socialista— se vuelven a la calle y a la plaza de los pueblos. ¿Qué se dice en ellas? ¿Qué se anhela? ¿Otro 14 de abril? Más bien otra cosa: un octubre español. La diferencia es ésta: Abril, esperanza frustrada, ilusión perdida. Octubre, anhelo firme, solución segura. Abril, ciudadanos con una papeleta electoral. Octubre, trabajadores con un fusil... Estamos decididos a conquistar el Poder. ¡En guardia, trabajadores!» Y después de la fiesta, arengaba con estas palabras: «Se nos desafía, y contestamos. Ayer vería el Gobierno y la burguesía que no es fácil salir al paso del 1.° de mayo con propósito de deslucir el paro... Sólo los trabajadores, nervio y alma del país, están llamados a gobernar. ¿Que no se nos dará el Poder? Bien. Lo conquistaremos... Sólo nos seduce un octubre español. El país quiere la revolución». El paro fue total en Madrid y en casi toda España la vida ciudadana quedó en punto muerto. Sucesos sangrientos no faltaron: en pueblos de Badajoz, Toledo, Murcia, Valladolid y Vizcaya ocurrieron colisiones, con muertos y heridos. A las manifestaciones de Madrid y Barcelona y de otras ciudades los comunistas se sumaron con sus banderas rojas y en ellas estampados los signos soviéticos. Toda España estaba bajo el estado de alarma, decretado el 26 de abril.

El nuevo Gobierno se presentó ante la Cámara el 2 de mayo, y por boca de su presidente se consideró exento de la obligación de exponer un programa, «pues le bastaba con reproducir textualmente la declaración del Gobierno anterior». Lerroux, al explicar cómo se produjo la crisis, recordó su labor y el cumplimiento de las promesas hechas al país, que culminaron en la ley de amnistía, origen «de dudas harto respetables en el Presidente de la República, gran conocedor del Derecho procesal». «El Consejo de ministros resolvió que el Gobierno no podía prestar su conformidad a la manera de promulgación según la entendía el Presidente de la República, y como todos estábamos ciertos de que la sabiduría no residía en nosotros, sino la responsabilidad, convinimos en que no había más que un procedimiento: dejar franco el camino a la promulgación de la ley y devolver íntegro el depósito de confianza que se nos había concedido...» «Vosotros habéis aprobado una ley; yo he procurado y conseguido que se promulgue. La responsabilidad de no haber acertado a interpretar el pensamiento del Jefe del Estado no es de nadie más que mía.»

A partir de este momento se inició un debate de tres horas de duración. Goicoechea consideraba el documento elevado por el Presidente de la República al de la Cámara como contradictorio de la letra y espíritu de la Constitución, especialmente cuando solicita una nueva deliberación sobre las leyes. Prieto calificaba de legítima y justificada la actitud de Alcalá Zamora: «Los reparos opuestos a la ley son atinadísimos.» También para el jefe del Gobierno el proceder del Presidente de la República había sido constitucional y correcto. Como la discusión amenazaba con hacerse interminable, un grupo de diputados de los grupos afectos al Gobierno propuso un voto de confianza para éste. Y al explicar su actitud los jefes de minorías, Gil Robles negaba la existencia de un supuesto conflicto entre el Jefe del Estado y el Parlamento. «El Presidente no ha devuelto la ley a las Cortes. La ley está en la Gaceta. Lo hecho por el Presidente ha sido adjuntar unas cuartillas con su criterio personal, respetable, al texto de la ley.» A compás de todo esto se producía, según Gil Robles, «una maniobra de las izquierdas contra las fuerzas parlamentarias que sostienen una política centro anhelada por la opinión española y a la vez llevar al Presidente de la República a una disolución de Cortes, que es el límite de su facultad de disolución durante su mandato, prescrito por la Constitución para que las próximas Cortes discutiesen la conducta del Presidente.» «Lo que no podéis aguantar es que fuerzas de derecha, cumpliendo un deber patriótico, proclamen su acatamiento al Poder constituido en la forma del régimen establecido por el pueblo y defiendan a la República, para, por medio de ella, salvar a España.» Para Azaña era indudable el deseo del Presidente de interponer el veto suspensivo a la ley de Amnistía. «¿Quién lo ha impedido? preguntaba. ¿No habrán sido secuestradas sus atribuciones por un Gobierno responsable?» Respondió Gil Robles que el refrendo no era obligatorio; pues lo contrario significaría trasladar al Presidente de la República lo que en teoría constitucional era responsabilidad del Gobierno. El voto de confianza obtuvo 217 votos contra 47.

Se publicó en el Diario de las Sesiones de Cortes (2 de mayo) la ley de Amnistía, fechada el 20 de abril, junto con las observaciones y distingos redactados por el Presidente de la República. En días sucesivos las Cortes se ocuparon de la situación creada en Zaragoza por los conflictos sociales; discutieron los dictámenes de las Comisiones sobre los presupuestos de Justicia, Industria y Comercio y Guerra, y acordaron pasar al Tribunal Supremo todo lo actuado por la Comisión de Responsabilidades para que continuase la sustanciación de cada asunto y los terminara conforme a Derecho, acuerdo que tuvo la oposición tenaz de los socialistas. Muchas sesiones e interminables discursos se dedicaron a la defensa e impugnación de enmiendas a dos proyectos de ley: uno de derogación de la de Términos municipales y otro al aumento de tarifas ferroviarias. La ley de Términos municipales, redactada por Largo Caballero, impedía a los obreros de un término municipal trabajar en otro, con el fin de evitar la competencia laboral y el envilecimiento de los jornales. Más trastornos que beneficios produjo la expresada ley. Fue derogada en la sesión de Cortes del 24 de mayo, por 254 votos contra 44, con la salvedad de que al autorizar la contratación de trabajadores forasteros no se consentiría la reducción de los jornales establecidos por los organismos oficiales. En la misma sesión se aprobó el proyecto de ley de aumento de las tarifas ferroviarias, para el cual se había solicitado también quorum, por 233 votos contra 20.

 

  CAPÍTULO 37.

CALVO SOTELO PLANTEA DEBATE EN LAS CORTES SOBRE LA SITUACIÓN DE LA HACIENDA