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CAPÍTULO 35.

LOS SOCIALISTAS DECLARAN ABIERTO EL PERÍODO REVOLUCIONARIO

 

 

Los socialistas habían declarado abierto el período revolucionario. La República parlamentaria no les interesaba. «¡Que se muera!», repetía El Socialista. Los partidarios de la colaboración, llamados reformistas, con Besteiro al frente, se replegaban, acorralados, ante la tromba desatada por los panegiristas de la violencia, a cuya cabeza figuraba Largo Caballero, el cual, en cada discurso, arreciaba en su cólera demagógica, sin respetar ni al Jefe del Estado, blanco preferido de sus sarcasmos. Por esta época comenzaron a señalarle con el apodo de el Botas, alusión a las elásticas que acostumbraba a calzar el Presidente de la República. Los elementos moderados trataban de poner dique a aquel desbordamiento. Con la firma del secretario, Trifón Gómez, el Sindicato Nacional Ferroviario, de la U. G. T., decía (9 de enero) en una nota: «Este Sindicato seguirá su labor revolucionaria sin compartir ciertas formas de revolucionarismo que en España, por su historia, por su situación económica, por su nivel cultural, resultan fáciles de concebir, pero no de realizar.» Reconvenciones inútiles. El partido socialista, en manos de los iracundos, había elaborado el proyecto de la insurrección y lo ponía en marcha. En una reunión celebrada por el Comité Nacional de la U. G. T. y de la Comisión Ejecutiva del partido, presidida por Besteiro (9 de enero), se convino un pro­grama para una acción conjunta de ambos organismos. Besteiro pretendía contener las impaciencias de los más frenéticos; pero fue arrollado. El Socialista, y con el título: «No puede haber concordia. Atención al disco rojo», daba estado público y oficial al proyecto revolucionario. Respondía a una lamentación de El Debate sobre la imposibilidad de que hubiese concordia en la política catalana, con Companys en la presidencia de la Generalidad. «Ahora piden concordia —escribía El Socialista—, es decir, una tregua en la pelea, una aproximación de los partidos, un cese de hostilidades. Eso antes, cuando el Poder presentaba todas las ejecutorias de la legitimidad... ¿Concordia? ¡No! ¡Guerra de clases! ¡Odio a muerte a la burguesía criminal... ¿Concordia? Sí; pero entre los proletarios de todas las ideas que quieran salvarse y librar a España del ludibrio. Pase lo que pase, ¡atención al disco rojo!».

En un acto celebrado en el Cine Europa para solemnizar el LI aniversario de la fundación de la Federación Gráfica Española, Largo Caballero definía con las siguientes palabras el futuro político: «Yo declaro que hay que armarse, y que la clase trabajadora no cumplirá con su deber si no se prepara para ello. Si la clase trabajadora quiere el Poder político, lo primero que tiene que hacer es prepararse en todos los terrenos. Porque eso no se arranca de las manos de la burguesía con vivas al socialismo. No. El Estado burgués tiene en sus manos elementos de fuerza para evitarlo. Y sería inútil creer que podemos llegar a realizar nuestras ideas rogándoles que nos respeten. ¿Quiere decir esto que vayamos a hacer locuras? Lo que quiere decir es que en la conciencia de la clase trabajadora hay que dejar grabado que para lograr el triunfo es preciso luchar en las calles con la burguesía, sin lo cual no se podrá conquistar el Poder. Hecha esta preparación, habrá que esperar el momento psicológico que nosotros creamos oportuno para lanzarnos a la lucha, cuando nos convenga a nosotros y no al enemigo... En definitiva: habrá que luchar en las calles.»

No se les perdonaba a las derechas el triunfo electoral, ni se admitía el supuesto de una República moderada. La futura tendría que ser leninista y de clase, con la dictadura del proletariado. De esta ideología se contagió el Comité Nacional de la U. G. T., hasta entonces partidario de la evolución desde el Gobierno, al adherirse a la política de violencia que preconizaba el partido socialista. Besteiro, y con él los componentes del Comité Ejecutivo de la U. G. T., dimitieron (27 de enero), reemplazándolos Largo Caballero y sus amigos. Desde este momento el partido avanzó con más resolución. La Asociación Socialista Madrileña (31 de enero) aprobó, por aclamación, una propuesta que decía: «Que no se ponga reparo alguno para conseguir la formación del frente del proletariado, dentro de una inteligencia entusiasta y firme, para que se pueda emprender el movimiento revolucionario que nos consienta la conquista del Poder político lo más pronto posible.»

Los descarados anuncios de la insurrección armada hechos desde la tribuna de las Cortes por Prieto culminaron en un discurso explosivo pronunciado por el líder socialista en el Cine Pardiñas, de Madrid (4 de febrero). «En fecha muy próxima —exclamó— el partido socialista y las organizaciones sindicales han de cumplir el destino que la Historia les ha deparado. Frente a una burguesía de bárbaros estigmas, no hay más huestes que las nuestras... Si seriamente nos proponemos la conquista del Poder, el triunfo es indiscutible e innegable... Frente a estas falanges socialistas y a la U. G. T. es imposible oponer nada. Somos no solamente los más, sino los más poderosos. La tragedia para la República es la de que no existen partidos republicanos. Todas las ilusiones de la masa izquierdista del país descansan en nosotros... Nuestro triunfo es inevitable. Os llamo la atención sobre cómo podemos y debemos administrar la victoria. Yo tengo del Poder una experiencia. No hay más remedio que domeñar a la burocracia española y hacerla fiel servidora de la República sin contemplaciones. Los órganos de la Administración deberán estar intervenidos por Comisarios del pueblo. Hay que democratizar a la fuerza pública y principalmente al Ejército: éste debe desaparecer; pero la necesidad de la defensa del país hace precisa la existencia de un elemento armado. El Ejército debe ser la síntesis expresiva del alma del pueblo, No habrá castas entre los soldados. Hay que ir a la dignificación moral de cabos y sargentos, abriéndoles de par en par las puertas para el ingreso en la oficialidad y el generalato. Hay que hacer lo que no se hizo, porque no se pudo o no se quiso, el 14 de abril. Hay que aplastar definitivamente a las fuerzas que no debieron revivir entonces, y precisa para ello una revolución honda, sin muchos plazos de meditación. Hay que cerrar la Universidad al señoritismo y abrirla para el proletariado. Urge atender al paro obrero, y eso podría hacerse con el importe de la plus valía del oro que guarda el Banco de España, que yo descubrí siendo ministro de Hacienda. Se trata, nada menos, que de 3.500 millones de pesetas... No creo que se puedan socializar cuantas industrias existen; pero sí creo que se puede socializar la tierra. Debe desaparecer la propiedad privada de la tierra y hay que cambiar la estructura de los cultivos. Todo esto es misión del proletariado. Hágase cargo el proletariado del Poder y haga de España lo que España merece. Para ello no debe titubear, y si es preciso verter sangre, debe verterla».

No se daba razón que justificara un estallido anarquista y soviético a la vez como el que vaticinaba el tribuno socialista. ¿Acaso se consideraba motivo suficiente que las derechas hubiesen elegido doscientos diputados y tratasen de influir en el Gobierno por procedimientos y caminos legales? Además, parecía excesiva petulancia creer que el movimiento revolucionario sería tan irresistible que no encontraría contención, freno ni enemigo, lo cual implicaba una España despreciable, acobardada, sin ninguna capacidad de resistencia.

El partido socialista había decidido organizar la revolución y Largo Caballero aparecía como adelantado de la misma. Las Juventudes Socialistas, poseídas de ardor irrefrenable, le seguían incondicionales, dispuestas a disolver todo lo constituido en un desorden social, como ensayo para el gran día que vislumbraban en el horizonte: huelgas, atentados, mencionados en este mismo capítulo; motines y demasías, que el Gobierno pretendía atajar con la prórroga del estado de prevención (3 de febrero), intensificación de cacheos y registros y órdenes a los gobernadores para que frenasen la propaganda política.

Todavía Besteiro, en unas declaraciones a la prensa (14 de febrero), insistía en la necesidad «de una Cámara corporativa, algo más viva que el antiguo Senado», que amortiguara los ímpetus de una Cámara única. Sus correligionarios no le hacían caso. Largo Caballero se había trasladado a Barcelona a fines de febrero, como viajante de la revolución, para gestionar la formación de las Alianzas Obreras. «Tras de intensa campaña del partido socialista y su prensa, se constituye en Barcelona la primera Alianza de los trabajadores revolucionarios para la conquista del Poder. Además de los socialistas y federados de la U. G. T., se incorporan los comunistas del Bloque Obrero y Campesino, sindicatos autónomos, «rabassaires» y la Unión Socialista de Cataluña». «La Alianza Obrera se componía de las secciones de los partidos y sindicatos obreros de una localidad, regida por un Comité con representantes de cada organización adherida. La Alianza Obrera no era el Soviet, puesto que sus características eran distintas; pero desempeñaba la función del Soviet, al que sustituye ventajosamente, dadas las particularidades de la organización obrera española». La C. N. T. se negó a ingresar. «Toda la campaña socialista por la insurrección es una plataforma demagógica», decía para explicar su negativa. Al mes de constituida la Alianza, la Unión Socialista Catalana se separó, «por no admitir tutelas ni estar conformes con el cacicato de Largo Caballero», según declaró el dirigente y consejero de la Generalidad, Comorera, a un redactor de L'Opinio (17 de abril). Y, como consecuencia, tres diputados: Serra Moret, Barjau y Comas, abandonaron la minoría socialista para incorporarse a la Esquerra, «por haber roto las relaciones con el partido socialista español».

Trataban los socialistas, como se ha dicho, de atraerse a las masas que durante el bienio de Azaña habían emigrado a otras organizaciones, desengañadas por lo que vieron. Largo Caballero y Prieto se distinguían en la tarea de captación, con frenesí demagógico, para arrebatar a los anarco­sindicalistas y comunistas el campeonato de la irresponsabilidad y de la violencia. A los republicanos, aun a los extremistas, los despreciaban, persuadidos de que no representaban nada después de haber sido barridos en las elecciones. «Con los elementos republicanos —afirmaba Largo Ca­ballero en el teatro Walkiria, de Barcelona (15 de abril) — no se puede tratar. Si la masa obrera se une, no necesitamos de nadie más para triunfar. Ya pueden aumentar la Guardia Civil y la guardia de Asalto.»

Sin embargo, Azaña y los republicanos que con él gobernaron no se resignaban al divorcio y en sus declaraciones y discursos elogiaban a boca llena el comportamiento de los socialistas y la imposibilidad de que la República subsistiera sin su asistencia. Se identificaban con ellos en sus ataques al Gobierno, justificaban su actitud rebelde y aun sus propósitos sediciosos: «La situación se ha hecho tenebrosa», decía Azaña en el coliseo Pardiñas (11 de febrero). «Una especie de Gobierno, todos los días, en público y en privado, se inclina en zalemas vergonzosas delante de los enemigos de la República y les pide perdón por seguir existiendo y por seguir existiendo la República. Nuestra obligación no es renegar de la República, sino recuperarla, enderezarla, enmendarla.» La República se podía concebir de muchas maneras y con diversas políticas, menos la contrarrevolucionaria, «en la legislación laica, en la legislación agraria, en lo concerniente al orden público, con lo cual lo que hacen es excitar a la rebelión»... «La política desatinada de exasperación de los trabajadores sólo puede explicarse como una provocación vituperable para suscitar un levantamiento y quebrantar al proletariado de modo definitivo, y como consecuencia de esto introducir a las derechas en el Poder, el último servicio que se le demanda al señor Lerroux.» Sólo abandonó Azaña el tono insidioso y virulento para exponer en el discurso de tres horas de duración un programa de buena política que era urgente desarrollar. «Todo lo que hay que hacer en España —afirmaba—, por fortuna para nuestra ambición, está por hacer.» «Si la República ha caído en la memez, tiene lesionados sus órganos más nobles y es inválida, incapaz y estúpida, ¡ah!, entonces allá la República, que se vaya al hospital de los podridos y que espere la hora de su muerte y de su entierro, que lo que es yo no pienso llevarle ninguna corona.»

La verdad era que de aquel pasado gubernamental, con minorías que reunían fuertes núcleos de diputados y masas requisadas al socialismo, los partidos republicanos izquierdistas habían pasado a la indigencia. Sólo les quedaba la expresión insolente e injuriosa. Convinieron Azaña, Marcelino Domingo y Casares Quiroga en fusionar sus diezmadas huestes en una agrupación que se denominó Izquierda Republicana. Azaña fue elegido presidente, y Domingo, vicepresidente. Al quedar constituido el nuevo partido (3 de abril), Azaña aprovechó la oportunidad para escarnecer e infamar al Gobierno y particularmente al partido radical. «Cuando registra uno en su propia intimidad —exclamó— la impresión que le produce el estado de la República y del país, yo no encuentro en mi vocabulario más que una sola palabra para expresar lo que yo siento: repugnancia... Mi primer movimiento, como el vuestro, será apartarse del foco que nos infunde esta repulsión y este asco... Si la República se va a convertir en un pingo, en un higuí, para contentar a los pazguatos boquiabiertos que vienen en busca del cebo de sus apetitos, ¿qué tengo yo que ver con esa República?» ¿Qué quedaba por hacer? Y Azaña aconsejaba: «Dar la batalla: reconquistar la República. No es posible en España otro régimen que la República, y todo lo que va contra ella va contra el interés nacional. La patria es republicana y no es más que republicana.» Terminaba Azaña anunciando el nacimiento de un partido republicano «fuerte, caudaloso, nuevo, pero cargado de experiencias, con autoridad moral, disciplinado». El anuncio iba especialmente dirigido al partido socialista.

Si los republicanos de izquierda trataban de ganar la amistad y la confianza de los socialistas, éstos, a su vez, buscaban el modo de atraerse a los anarco-sindicalistas, y para ello nada mejor que competir en el terreno de la acción directa y del desorden, que la C. N. T. y la F. A. I. monopolizaban. En adelante, el partido socialista y la U. G. T. desorganizarían el trabajo y la economía social. Además de ensayar su fuerza, demostrarían que el orden público y la tranquilidad laboral dependía de ellos.

En el mes de enero de 1934 fueron asesinados el sacerdote don Nemesio García Pérez en Valderas (León); el jefe de la Guardia municipal de Durango, don Ignacio Rojo; el teniente de Infantería y propietario don Fernando López de León, en Marmolejo (Jaén); el farmacéutico señor Nebot, en Valencia. Se descubrieron depósitos de explosivos, hubo invasiones de fincas en Extremadura y Andalucía e innumerables huelgas: la más sonada y de carácter general, en Bilbao (20 de enero), que alcanzó a toda la zona fabril, como protesta contra una conferencia de don Federico García Sanchiz, con el pretexto de que se trataba de un acto fascista. Huelgas, atracos y estallido de bombas caracterizaron el mes de febrero. Los desórdenes fueron particularmente graves en Vizcaya, con asaltos de comercios en Sestao, Portugalete y Santurce, y disturbios en Las Arenas, Lejona, Lamiaco, Baracaldo, Santurce, La Arboleda, Retuerto, Reguezo y Gallarta, que culminaron en una huelga general (12 de febrero). En Madrid se produjo un motín en los barrios de Ventas, Canillas y Cuatro Caminos (14 de febrero). Las turbas prendieron fuego a una iglesia y apedrearon los tranvías de la Ciudad Lineal. Los asaltos de tiendas en barriadas madrileñas se reprodujeron en los días siguientes, y en el centro de la ca­pital hubo manifestaciones comunistas contra el fascismo y tiroteos con la fuerza pública. En Mieres holgaron los mineros de varios pozos y los metalúrgicos, como adhesión al «proletariado de Austria, víctima de la represión fascista del canciller Dollfus». En Trubia un obrero apuñaló al capitán Ripoll, jefe de un taller, de la Fábrica Nacional de Armas, al reprenderle por faltas en el trabajo, y en Madrid fue asesinado don Luis de Dios, jefe de sección de Almacenes Rodríguez. Entre los hechos vandálicos de este mes se destacó el robo de la cruz de Caravaca, en el pueblo de este nombre, que guardaba la celebérrima insignia patriarcal de los Bailíos templarios desde el siglo XIII.

Con el propósito deliberado de producir un golpe de efecto, la Casa del Pueblo de Madrid, fundándose en que la Sociedad «Prensa Española», propietaria de A B C, había admitido un minervista no sindicado, cuyo despido exigió el Sindicato de Artes Gráficas, sin ser atendido, retiraron con coacciones y amenazas al personal, que en su mayoría no estaba sindicado, con lo cual hubieron de suspender la publicación A B C y la revista Blanco y Negro (11 de marzo). La huelga fue declarada ilegal y «Prensa Española» dejó cesantes a los obreros que abandonaron el trabajo, para reorganizar sus talleres con personal elegido libremente. Temerosa la Casa del Pueblo de perder aquella importante baza, en la que se jugaba su prestigio, dispuso la huelga en todo el ramo de imprimir, pensando que, agravado el conflicto, sería más fácil negociar el arreglo. A la vez, para amedrentar a los obreros, a fin de que no pactasen por separado, unos pistoleros dispararon contra dos albañiles, adscritos a «Prensa Española», cuando salían del trabajo. Uno de ellos, José Herreros Abad, resultó muerto. Pero la maniobra urdida por los socialistas se volvió contra ellos. Declarada la huelga general del Arte de Imprimir, apoyada por los comunistas con desaforados manifiestos, surgió un baluarte contra el que se estrelló el oleaje revolucionario. Ese castillo roquero fue El Debate, cuyo personal no asociado continuó en su puesto.

La Casa del Pueblo había excluido a El Socialista de la prohibición y se publicaba también. Pero a El Debate se le presentaba el problema de la venta, puesto que los vendedores hacían causa común con los obreros. En ayuda del periódico acudió la J. A. P. (Juventud de Acción Popular). Desde las plataformas de camiones que recorrían la ciudad ofrecían el periódico a las gentes, que se lo disputaban. «Todo está pensado y organizado —se decía en una nota—; hasta los extintores de incendios para apagar el fuego que pudiesen provocar botellas de líquido inflamable arrojadas contra los camiones.» El público acogió con satisfacción y entusiasmo aquel gesto cívico de los jóvenes de Acción Popular. El Debate alcanzó la tirada máxima de su historia: 400.000 ejemplares. A favor de estas circunstancias reanudaron su publicación al siguiente día Informaciones, La Nación y La Época. El frente de huelga había sido roto; los obreros, la mayoría de los cuales holgaban contra su voluntad, empezaron a flaquear, y el Comité se apresuró a negociar un arreglo, con el propósito de salir cuanto antes de aquel atasco que le llevaba al fracaso y al descrédito. No hubo fórmula de transacción ni arreglo. El día 14, A B C reanudaba su publicación de manera precaria, pero lo suficiente explícita para demostrar que no estaba dispuesto a allanarse a las exigencias de los socialistas. «La huelga de tipógrafos —escribía Le Temps — ha sido un desastre para los socialistas.» En la Casa del Pueblo, los obreros, coléricos, acusaban a los responsables de aquella aventura. «La huelga de Artes Gráficas ha sido negativa para los intereses de la clase obrera y para los propios de la profesión. Lo fue porque no ha respondido a ninguno de los fines que en aquellos momentos debieran guiar a los Sindicatos responsables».

Liquidada en la forma que se ha dicho la huelga de Artes Gráficas, quedaba todavía en pie la de obreros de la construcción y la de los metalúrgicos de Madrid: en total, más de veinte mil huelguistas. La primera se solucionó (20 de marzo) por arbitraje del ministro de Trabajo, que impuso una jornada de cuarenta y cuatro horas semanales y el pago de cuarenta y ocho. Protestaron los patronos contra la decisión del ministro; pero acabaron aceptándola. Él conflicto de los metalúrgicos se prolongó hasta el 1.° de junio, y la fórmula dictada por el Jurado mixto fue semejante a la arbitrada para los huelguistas de la construcción. Ambos conflictos significaron una pérdida de millones de pesetas en jornales, y para muchos patronos la reconstrucción de sus talleres y el rehacer sus obras destrozados unos y otras por las bombas con las que los huelguistas se vengaban de la prolongación de los conflictos. Menudearon los atentados contra los patronos, y el encargado de una sección de la platería Espuñes, don Juan Gris Sánchez, fue muerto a tiros (23 de mayo).

Zaragoza soportaba una huelga general «indefinida y revolucionaria». Iniciada por los presos excluidos de los beneficios de la amnistía, gozó en seguida del patrocinio de la C. N. T. y desde su origen ofreció las características de un movimiento terrorista. En un solo día estallaron diez bombas. Para dar la sensación de una resistencia a lo numantino, los huelguistas acordaron confiar sus hijos a los Sindicatos de otras ciudades. Los de Barcelona se mostraron dispuestos a acoger 18.000. Y aunque el Gobierno se opuso a estos éxodos infantiles, no pudo impedir la salida de algunas expediciones, que dieron motivo a espectáculos dramáticos.

En Valencia, una huelga de electricistas degeneró en general (24 de abril) y alcanzó incluso a los dependientes de farmacia. La vida industrial y comercial de la ciudad quedó suspendida.

Según una estadística facilitada por el Ministerio de Trabajo, en los tres últimos años el número de huelgas en toda España se aproximaba a 15.000, calculándose en 231 millones de pesetas el importe de los jornales perdidos.

El éxito obtenido por la Juventud de Acción Popular con su actuación ciudadana durante los días de huelga de periódicos le alentó a preparar una concentración en El Escorial, con cierto aire marcial, afición por entonces común a casi todos los partidos. Querían demostrar que si la batalla final se reñía en la calle, contaban con legiones juveniles y bravas dispuestas para el combate. «Respondiendo a su alto exponente de virilidad, las J. A. P. —se decía en una nota (22 de marzo) — marcarán con su próximo Congreso una fecha de máxima trascendencia en la actual política española.»

Unos servicios técnicos denominados de Movilización Civil, integrados en Acción Popular, se preparaban para asegurar los suministros de agua, gas, electricidad, fabricación de pan y transportes, en caso de huelga revolucionaria. Una vez más, Gil Robles, dirigiéndose a las afiliadas de la Juventud Femenina de Madrid, definía cuál debía ser el camino y la táctica a seguir: «Estamos tan a la derecha, que no consentimos que nadie nos desborde. Tenemos que sacrificar muchas cosas para lograr la realización parcial de nuestros ideales. En las Cortes aceptamos cosas que en lo íntimo nos repugnan; pero nuestra táctica es realizar el bien en la medida de lo posible. Hemos logrado en cinco meses, a pesar de ser llamados traidores, que las Órdenes religiosas continúen enseñando en España; se ha comenzado a rectificar el artículo 26 de la Constitución y a la vista está lo que hemos avanzado. Tenemos que hacer el sacrificio del sentimiento. Hay que dejar el corazón para que la cabeza elija el camino a seguir. El que no sepa retorcer su corazón en determinados momentos, que se vaya de Acción Popular. No son habilidades las que decimos sobre la accidentalidad de las formas de Gobierno. Vamos hacia el Poder, como sea. ¿Con la República? A mí eso no me importa. Lo contrario sería insensato y suicida.» «Tal como están las cosas, no hay más salida que un Gobierno de derechas.»

El entusiasmo despertado por el anuncio del acto de El Escorial prometía una concentración espectacular y grandiosa. Esto irritaba a los socialistas, los cuales, desde el primer momento, se dispusieron a impedirlo por todos los medios. Proyectaron otra concentración para el mismo día, y como el Gobierno la prohibiese, resolvieron apelar al terror y a la huelga general. «Somos millares y millares —escribía El Socialista — los que iremos de toda España a impedir ese crimen contra la clase obrera. Y si el Gobierno lo autoriza, habrá un día de luto en El Escorial. España está ahora verde para que se la meriende una dictadura de mitra y báculo.» El Congreso de la Juventud de Acción Popular comenzó el día 20 de abril en Madrid y ese mismo día hubo disturbios callejeros y ataques a los Círculos del partido. Una agresión con pistolas ametralladoras, en el momento en que descendían de los autobuses asambleístas llegados de Levante, en el Centro de la calle de Alfonso XI, dejó heridos graves a los jóvenes cedistas Francisco Iracheta y Rafael Roca Ortega. Este último moriría pocas horas después. «Nosotros —comentó Gil Robles— no podemos con este estado de cosas. Tenemos que defendernos; llegaremos incluso a convertirnos en fieras como ellos.» Dos guardias de Seguridad y un pistolero resultaron heridos en otro tiroteo que se produjo por la noche en las inmediaciones del mismo Centro de Acción Popular. Algunos trenes y autobuses con asambleístas de provincias fueron tiroteados y apedreados en las cercanías de Madrid. El día 21, víspera del señalado para la concentración, a media noche, grupos de jóvenes socialistas, secundados por ácratas y comunistas, impusieron, pistola en mano, el cierre de cafés, bares y salas de recreo. La vida nocturna de Madrid quedó yugulada. Comenzaba la huelga general decretada como protesta contra la «provocación fascista de El Escorial». No se veía conexión entre un hecho y otro y sí únicamente el deseo de los socialistas por hacer patente su predominio.

A las maniobras por deslucir la concentración se sumó la inclemencia atmosférica. Pero ni la lluvia ni el frío, ni las amenazas terroríficas, impidieron la llegada a El Escorial de muchos miles de personas, en su mayoría jóvenes, dispuestos a afrontar la adversidad para proclamar sus conviccio­nes políticas. En esta ocasión, los jóvenes de Acción Popular inauguraron algunas expresiones simbólicas de su disciplina: el saludo, llevando la mano derecha al hombro izquierdo, copia del usual entre soldados cuando están de servicio, y el himno. Por primera vez se entonó la canción de la J. A. P., cuyas estrofas originales de José María Pemán habían sido adaptadas por el musicólogo Francisco Javier Olóndriz a la «Marcha triunfal» de Sidgur Jorsalfar, de Grieg. En la explanada del Monasterio se dijo una misa de campaña y a continuación se dio lectura a la muchedumbre congregada, que resistía estoicamente los rigores de una temperatura gélida, de los diecinueve puntos que componían el reglamento de la Juventud de Acción Popular: I. Espíritu español. Pensar en España. Trabajar por España. Morir por España. — II. Disciplina. Los jefes no se equivocan. — III. Juventud. Fe. Arrojo. Voluntad. Espíritu joven en la política nueva. —IV. Derogación de la legislación sectaria, socializante y antiespañola. — V. Familia cristiana frente a modernismo pagano. — VI. Fortaleza de la raza. Educación premilitar. Abolición del soldado de cuota. — VII. Libertad de enseñanza. Los hijos no son del Estado. — VIII. El amor de la región, base del amor a España. — IX. Especialización. Más preparación y menos discursos. — X. Nuestra revolución es justicia social. Ni capitalismo egoísta, ni marxismo destructor. — XI. Más propietarios y más justa distribución de la riqueza. — XII. Guerra al señoritismo decadente y a la vagancia profesional. Reconocimiento de todas las actividades. — XIII. Antiparlamentarismo. Antidictadura. El pueblo se incorpora al Gobierno de un modo orgánico y jerárquico, no por la democracia degenerada. — XIV. Reconstrucción de España. Guerra a la lucha de clases. La economía, al servicio de la nación. — XV. España fuerte, respetada en el mundo. — XVI. Primero, la razón. Frente a la violencia, la razón y la fuerza. — XVII. Prestigio de la autoridad. Poder ejecutivo fuerte. Prevenir, mejor que reprimir. — XVIII. Ante los mártires de nuestro ideal: ¡Presente, y adelante! — XIX. Ante todo, España. Y sobre España, Dios.»

La letra la Marcha triunfal himno decía así:

Adelante, con fe en la victoria;

por la Patria y por Dios, a vencer o morir.

Nos espera el laurel de la gloria,

porque está con nosotros la Historia,

con nosotros está el porvenir.

De entusiasmo los pechos alientan,

y en Oriente amanece otro sol.

Que se pongan en pie los que sientan

el orgullo de ser español.

Un pasado de luz y de gloria

no se puede manchar ni perder.

Que el pasado no es sólo memoria,

sino aliento, consigna y deber.

Juventud de la España florida,

El presidente de la J. A. P., José María Valiente, explicó la significación del acto: un homenaje al jefe supremo de la Juventud de Acción Popular; adhesión a su persona, acatamiento a su programa y consagración de su táctica. Gil Robles cerró el acto con una arenga. Exaltó la fuerza del partido: 150 diputados en el Parlamento, millones de ciudadanos en la calle, que significaban el derecho para aspirar al poder. Condenación del fascismo en todas sus formas: «Somos un ejército de ciudadanos, que no necesita uniformes ni desfiles marciales.

No creo que, como en otras naciones, el sentimiento nacional pretenda resucitar la Roma pagana. No exaltamos valores fisiológicos.

Buscamos el espíritu que está dentro de nosotros mismos y forma la entraña de nuestra nacionalidad. Cuanto más católicos, más españoles; cuanto más españoles, más católicos.»

En conjunto, el acto fue un éxito de organización. La C. E. D. A. probaba, una vez más, que sabía movilizar las masas e inflamarlas de entusiasmo. El regreso no estuvo exento de peripecias e incidentes dramáticos. Al borde de las carreteras, en las estaciones y en Madrid acechaban los pistoleros. A la capital la dejaron sin pan, casi sin tráfico rodado, sin espectáculos, pues holgaron hasta los profesores de orquesta, y por la noche, en penumbra el centro y a oscuras las barriadas. Surgían motines callejeros, con el inevitable intento de incendio de iglesias; disueltos los grupos pendencieros en la Puerta del Sol y Carrera de San Jerónimo, reproducían los disturbios en la calle del Arenal o frente al Hotel Palace. Los detenidos sumaban centenares. Estallaron más de una docena de bombas. Pero esta vez el desorden tropezó con un ministro de la Gobernación, Salazar Alonso, que le hacía rostro con energía. Y la anarquía callejera, a la vez que indignaba a la gente, fortalecía al partido político, blanco de la enemiga marxista.

Fortalecía al partido, porque una creencia cada día más extendida en el público, reconocía a Acción Popular como fuerza política capaz de contener el empuje revolucionario a la par que estructuraba el régimen. Y conforme crecía semejante opinión, los dirigentes sentían acrecentarse su responsabilidad de futuros gobernantes. Gil Robles declaraba a El Debate: «La C. E. D. A. está dispuesta a servir y defender a la República, para servir y defender a España. Si se nos pone el veto, quien adopte esta posición se convierte en el enemigo más decidido de la República.» Y, avanzando más, afirmaba en un mitin celebrado en Badajoz (1.° de junio): «El partido radical se avino a realizar un programa de reconstrucción con muchos puntos de contacto con nuestras teorías. Y ahí están nuestros votos para que lo haga.»

Cuanto más se aproximaba Acción Popular a la República más se distanciaba de las fuerzas monárquicas, sus aliadas en las elecciones, y mayor era la enemiga de éstas, que se consideraban defraudadas, porque las invocaciones a los grandes principios comunes a todos los católicos terminaban en el acatamiento del régimen y en la colaboración con la República, dando por liquidada la accidentalidad de las formas de Gobierno. Desde todos los lados del monarquismo se disparaban dardos envenenados contra el jefe de la C. E. D. A. y contra su órgano El Debate. Les acusaban de disminuir el triunfo, «suscitando gobiernos de restos inanes de partido, incorporando a toda prisa a las gentes más sanas a poderes bien definidos por su hostilidad a lo que ellas desean. Todo menos una reacción que al provocar nuevos excesos traería las consiguientes represalias». Los personajes más conspicuos de la C. E. D. A. justificaban la táctica del partido. No era improvisada ni caprichosa, sino muy estudiada y con altas aprobaciones de Roma, donde se había pesado minuciosamente el pro y el contra. En efecto, el litigio entre posibilistas e intransigentes se dirimía en la capital italiana con tanta intensidad como en España. Como defensores eminentes de la primera posición figuraban monseñor Tedeschini, Nuncio de Su Santidad en Madrid; el cardenal de Tarragona, doctor Vidal y Barraquer; don Ángel Herrera, y el prosecretario monseñor Pizzardo. En el otro lado estaban el cardenal Segura y el arzobispo de Toledo, alarmados por lo que estimaban excesivas concesiones en materia doctrinal, que no admitía claudicaciones.

* * *

Aprobados en el mes de noviembre los Estatutos de Falange Espa­ñola, ésta había legalizado su situación como organismo político y tenía su residencia oficial en un piso de la Avenida de Eduardo Dato. Consideró José Antonio muy necesario contar con un órgano en la prensa y convocó a un grupo de escritores para exponerles la idea y llevarla a la práctica. La Sección Gráfica de la Casa del Pueblo, en cuanto supo la noticia, ordenó a sus afiliados que sabotearan la confección e impresión de dicho periódico. A pesar de todo, el 7 de diciembre salía a la calle F. E., pregonado con gallardía por jóvenes que lo ofrecían a un público medroso y alarmado en aquellas vísperas revolucionarias.

Defraudó el periódico a los que esperaban una hoja de rompe y rasga, corrosiva e hiriente, con filo de navaja cabritera o estilete. F. E. estaba redactado con preocupación literaria, por escritores que miraban más que a las incidencias del momento a los horizontes del mañana. «Bastantes amigos —se decía en el segundo número (11 de enero de 1934) — nos han reprochado el tono demasiado débil y literario del primer número. Echaban de menos en sus páginas dureza de tono y agresividad.» Como primera justificación se recordaba que estaba vigente el estado de prevención. Pero, sobre todo, «aparecer en el mundo profiriendo enormidades cuando aún no se ha tenido ocasión de ser ofendido, más parece bravata de enano de la venta que digna actitud de quien se sabe sereno y fuerte». «No se espere, pues, en nuestras páginas ningún género de procacidades. Firmeza, sí, y aun toda la dureza que haga falta, Pero conservando siempre el decoro.» En el primer número de F. E. José Antonio comentó el resultado de las elecciones de noviembre, en un artículo titulado «Victoria sin alas». «Una vez más —escribía— tiende España a cicatrizar en falso, a cerrar la boca de la herida sin que se resuelva el proceso interior; sencillamente, a dar por liquidada una revolución, cuando la revolución sigue viva por dentro, más o menos cubierta por esta piel endeble que le ha salido de las urnas.»

La venta de F. E. servíade pretexto para batallas callejeras. Sus voceadores eran, en su mayoría, estudiantes y sus gritos sonaban a desafío a socialistas y comunistas. Las colisiones menudeaban. Una noche (11 de enero de 1934) los pistoleros mataron de un tiro, en la calle de Alcalá, al estudiante de dieciocho años Francisco de Paula Sampol, que acababa de comprar el periódico. El capataz de venta de F. E. y La Nación, Vicente Pérez, fue asesinado en la calle del Clavel (27 de enero). El agresor quedó pronto en libertad, por falta de pruebas.

Dado el número de universitarios simpatizantes de Falange, consideró ésta llegado el momento de agruparlos en una asociación autónoma, para dar la batalla a la F. U. E. (Federación Universitaria Española), monopolizadora, con el favor de los Gobiernos, de la vida universitaria, alterada e invadida por la política. Los estatutos de la nueva agrupación, titulada Sindicato Español Universitario (S. E. U.), fueron presentados el 2 de noviembre de 1933 a la Dirección General de Seguridad por el estudiante Manuel Valdés, y denegados por la Asesoría jurídica de aquélla, a causa de defectos en la solicitud. Ello no impidió la organización del Sindicato estudiantil. Sus primeros dirigentes fueron Valdés, José Manuel Fanjul y Gordejuela. Compuestas de estudiantes y bajo el mando de Agustín Aznar, de la Facultad de Medicina; de Fanjul y de Díaz Aguado, se formaron tres centurias, para vocear F. E.

También en algunas provincias se organizaron núcleos estudiantiles para el mismo menester. A veces esta decisión se pagaba con sangre. El estudiante Manuel Baselga de Yarza caía gravemente herido de dos balazos en Zaragoza, a consecuencia de los cuales fallecería. El rector clausuró los locales de la F. U. E. en aquella Universidad. En prueba de solidaridad, y como protesta contra el atentado, los estudiantes falangistas asaltaron los locales de la F. U. E. en la Universidad y en el Instituto de Sevilla. Los fueístas de Madrid replicaron con una huelga general. El S. E. U., por su parte, reaccionó con nervio. Tres centurias conducidas por Agustín Aznar asaltaron (25 de enero) el centro de la F. U. E. en la Facultad de Medicina de Madrid. La lucha fue recia y prolongada y terminó a tiros, con varios heridos, uno de ellos grave, directivo de la F. U. E., y muchos detenidos. Un capitán de Seguridad y varios guardias resultaron también heridos. Las Universidades e Institutos de Oviedo, Huelva, Málaga y Granada fueron escenarios de huelgas y disturbios.

Otro estudiante, Felipe Pérez Alonso, caía herido en plena Gran Vía (3 de febrero), de disparo hecho por un pistolero socialista. Una mañana (7 de febrero), en la azotea de la Casa del Pueblo de Madrid apareció una enorme bandera roja que ostentaba este grito: «F. E. ¡Viva el Fascio!» Aquel rasgo de audacia enfureció a los socialistas.

Dos días después, cuando el estudiante de Medicina Matías Montero, uno de los más entusiastas propagandistas de Falange, se retiraba a su domicilio, fue muerto en la calle de Mendizábal de tres disparos hechos por un joven socialista que le seguía a distancia, llamado Francisco Tello. El crimen encendió en ira a los falangistas. José Antonio conservó el equilibrio y la serenidad frente a los exasperados que pedían rápida y ejemplar represalia. El entierro de Matías Montero, una tarde de honda tristeza invernal, puso de relieve el auge de la Falange madrileña. Al paso del féretro, en el cementerio del Este, de Madrid, alzaron sus brazos, en saludo romano, centenares de camaradas allí congregados. Al borde del sepulcro, José Antonio despidió al caído con unas palabras impregnadas de emoción y de espíritu espartano, dignas de un jefe: «Aquí tenemos en tierra — exclamó— a uno de nuestros mejores camaradas. Nos da la lección magnífica de su silencio. Otros, cómodamente, nos aconsejarán desde sus casas ser más animosos, más combativos, más duros en las represalias. ¡Es muy fácil aconsejarnos! Pero Matías Montero no aconsejó ni habló; se limitó a salir a la calle a cumplir con su deber, aun sabiendo que probablemente en la calle le aguardaba la muerte. Lo sabía, porque se lo habían anunciado. Poco antes de morir, dijo: «Sé que estoy amenazado de muerte; pero no importa, si es para bien de España y de la causa.» No pasó mucho tiempo sin que una bala le diera cabalmente en el corazón, donde se acrisolaba su amor a España y su amor a la Falange. ¡Camarada Matías Montero Rodríguez: gracias por tu ejemplo! ¡Dios te dé su eterno descanso y a nosotros nos lo niegue hasta que sepamos ganar para España la cosecha que sembró tu muerte.» Por última vez: «¡Matías Montero Rodríguez!...» Todos contestaron: «¡Presente!»

La serie de atentados impunes inspiraban acerbas críticas a los partidarios de reacciones vindicativas y de la «dialéctica de las pistolas», propugnada por José Antonio en el discurso fundacional. Hasta entonces sólo había monólogo a cargo de los socialistas. Un comentarista habló del «franciscanismo» de la Falange y otro expresaba su asombro al ver «la indefensión en que F. E. dejaba a sus animosas juventudes». Falange se encaró con los censores en una nota (14 de febrero) redactada así: «En el tercer número de F. E. se dijo: «Falange Española aceptará y presentará siempre combate en el terreno en que le convenga, no en el terreno que convenga a los adversarios. Entre los adversarios hay que incluir a los que fingiendo acucioso afecto, la apremian para que tome las iniciativas que a ellos les parecen mejores. Por otra parte, Falange Española no se parece en nada a una organización de delincuentes ni piensa copiar los métodos de tales organizaciones por muchos estímulos oficiosos que reciba. Lo que hace Falange Española, entre el derrotismo y el asesinato, es seguir impa­sible su ruta al servicio de España.» F. E. publicaba además un artículo, debido a la pluma de José Antonio, en el que se decía: «La muerte es un acto de servicio. Ni más ni menos. No hay, pues, que adoptar actitudes especiales ante los que caen. No hay sino seguir cada uno en su puesto, como estaba en su puesto el camarada caído cuando le elevaron a la condición de mártir. No hagáis caso a los que cada vez que cae uno de los nuestros muestran mayor celo que nosotros mismos por vengarle. Siempre parecerá a esos la represalia pequeña y tardía, siempre deplorarán lo que padece, con soportar las agresiones, el honor de nuestra Falange. No les hagáis caso... El honor y el deber de la Falange tienen que ser medidos por quienes llevan sobre sus hombros la responsabilidad de dirigirla. No olvidéis que uno de los principios de nuestra moral es la fe en los jefes. Los jefes tienen siempre razón.»

La escasez de medios económicos, unido a las dificultades con que las autoridades trababan su actividad, retrasaban el avance de Falange y contrariaba a sus dirigentes. Representaba también un inconveniente la existencia de las J. O. N. S., agrupación de finalidad muy similar, con su grupo universitario y sindicalista. Los dos organismos, ¿no se debilitaban mutuamente? ¿Por qué no unir los esfuerzos de quienes por distintos caminos iban hacia la misma meta? Amigos de Ledesma Ramos trataban de predisponerle en favor de la unificación; pero éste «miraba con recelo a José Antonio, por su procedencia, temiendo no fuese capaz de suscitar, dirigir y encauzar el Movimiento fascista traducido al español». «No ha sido posible —escribía Ledesma (14 de noviembre de 1933) —, después de cien intentos, en los que siempre correspondió a las J. O. N. S. la iniciativa, entenderse con esos caballeros desviados». «Ledesma, al comprobar que las J. O. N. S. iban desmedrándose, aceptó la idea de la fusión».

El 11 y 12 de febrero de 1934 se reunió en Madrid el Consejo Nacional de las J. O. N. S. y aprobó una propuesta de fusión con Falange, por mayoría de votos. Acudieron invitados José Antonio y Ruiz de Alda, para aclarar ante el Consejo la posición de Falange en relación a varios extremos de doctrina y táctica, y una vez perfiladas y aceptadas las bases del acuerdo procedieron a firmarlo. El acuerdo llevaba fecha 13 de febrero de 1934. La dirección del Movimiento quedaba confiada a una Junta de Mando integrada por siete miembros, más un Triunvirato Ejecutivo formado por Primo de Rivera, Ruiz de Alda y Ledesma Ramos. «No es una unión lo que se ha logrado, sino una hermandad lo que se ha reconocido», escribía José Antonio. «Con las J. O. N. S., hoy, todavía más que ayer, al formar un sólo haz de combate, somos rotundamente ni de izquierdas ni de derechas, o sea de España, de la Justicia, de la comunidad total de destino, del pueblo como integridad victoriosa de las clases y de los partidos.» Menos optimista y efusivo se mostraba Ledesma Ramos al comentar el acuerdo: «No hemos tenido que rectificar nada de nuestra táctica, y menos, naturalmente, de los postulados teóricos que constituían el basamento doctrinal de las J. O. N. S. Vamos a constituir un Movimiento único. En él tenemos la seguridad de que los camaradas de los primeros grupos jonsistas destacarán sus propias virtudes de acción y movilidad, influyendo en los sectores quizá algo más remisos para que se acentúe nuestro carácter antiburgués, nacional-sindicalista y revolucionario.»

Las bases aprobadas en el acuerdo entre las J. O. N. S. y Falange Española eran las siguientes: 1. ° Creación del Movimiento político «Falange Española de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista». Lo fundan F. E. y J. O. N. S. reunidas. 2. ° Se considera imprescindible que el nuevo movimiento insista en forjarse una personalidad política que no se preste a confusionismo con los grupos derechistas. 3. o Encaje de las jerarquías de F. E. y J. O. N. S. Recusación en los mandos del nuevo Movimiento de los camaradas mayores de cuarenta y cinco años. 4. º Afirmación nacional-sindicalista en un sentido de acción directa revolucionaria. 5. º El nuevo Movimiento ha de ser organizado de modo preferente por los actuales jerarcas jonsistas en Galicia, Valladolid y Bilbao, de acuerdo inmediato con las actuales organizaciones de F. E, en Barcelona, Valencia, Granada, Badajoz y sus zonas. 6. ° El emblema del nuevo Movimiento ha de ser el de las flechas y el yugo jonsista, y la bandera, la actual de las J. O. N. roja y negra. 7. º Elaboración de un programa completo nacional-sindicalista, donde aparezcan defendidas y justificadas las bases fundamentales del nuevo Movimiento. Unidad, acción directa, antimarxismo y una línea económica revolucionaria que aseguren la redención de la población obrera, campesina y de pequeños industriales.

Se creó el carnet de Falange Española de las J. O. N. S., y, por decisión de José Antonio, el número uno fue para Ledesma Ramos; él se reservó el número dos; el tres, para Onésimo Redondo; el cuatro, para Ruiz de Alda, y el quinto, para Sánchez Mazas. La designación del Triunvirato Ejecutivo significaba que la fusión no era completa. El mando compartido impedía la unidad de pensamiento y de acción. Pero el optimismo de falangistas y jonsistas era grande. A partir de este momento la propaganda falangista cobró nuevos bríos. En varios pueblos de Toledo se celebraron mítines con participación de José Antonio. En el de Carpio de Tajo (25 de febrero) pronunció un discurso cuyo párrafo final decía: «De muchos sitios nos atacan: cinco de los nuestros han caído ya, muertos a traición; acaso nos aguarda a algunos la misma suerte. ¡No importa! La vida no vale la pena si no es para quemarla en el servicio de una empresa grande. Si morimos y nos sepultan en esta tierra madre de España, ya queda en vosotros la semilla, y pronto nuestros huesos resecos se sacudirán de alegría y harán nacer flores sobre nuestras tumbas, cuando el paso resuelto de nuestras falanges nutridas nos traiga el buen anuncio de que otra vez tenemos a España.»

En el mitin de proclamación de la Falange Española de las J. O. N. S. celebrado en Valladolid (4 de marzo) se puso a prueba la solidez de la fusión. Aquí, Onésimo Redondo mantenía erguida, contra todas las adversidades, una robusta organización nacional-sindicalista, afanosa de luchar por España. Llenaba el teatro Calderón, donde se celebró el acto, una muchedumbre con predominio de jóvenes, no sólo de la capital, sino de otras ciudades y pueblos de Castilla y León. Hablaron Gutiérrez Palma, Martínez de Bedoya, Ruiz de Alda, Onésimo Redondo, Ledesma Ramos y, al final, Primo de Rivera.

Inició éste su discurso con una exaltación de Castilla, «depositaría de valores eternos». Nos hemos lanzado, decía, a predicar la buena nueva porque «estamos sin España; tenemos a España partida entre tres clases de secesiones: los separatismos locales, la lucha entre los partidos y la división entre las clases.» «Hemos preferido salirnos del camino cómodo para irnos por el camino de la verdadera revolución; porque todas las revoluciones han sido incompletas hasta ahora, en cuanto ninguna sirvió juntas la idea nacional de la patria y la idea de la justicia social. Nosotros integramos esas dos cosas: la patria y la justicia social. Y resueltamente, categóricamente, sobre esos dos principios inconmovibles, queremos hacer nuestra revolución.» «Nos dicen que somos imitadores...; pero porque Italia y Alemania se hayan vuelto hacia sí mismas y se hayan encontrado enteramente a sí mismas, ¿diremos que las imita España al buscarse a sí propia? También dicen que somos reaccionarios... Nosotros colocamos una norma de todos nuestros hechos por encima de los partidos y de las clases... Por último, nos dicen, que no tenemos programa. ¿Vosotros conocéis alguna cosa seria y profunda que se haya hecho alguna vez con un programa? Lo que hay que tener es un sentido total de lo que se quiere: de la patria, de la vida, de la Historia. Y ese sentido total, claro en el alma, nos va diciendo en cada coyuntura qué es lo que debemos hacer y lo que debemos preferir. En las mejores épocas no ha habido tantos círculos de estudios, ni tantas estadísticas, ni censos electorales, ni programas... Lo que caracteriza este deseo y esta empresa nuestra es la temperatura, es el espíritu... Nuestra agrupación no es un partido; es una milicia. Nosotros no aspiramos a nada, si no es, acaso, a ser los primeros en el peligro... Bajo el signo del yugo y las flechas, venimos a decir en Valladolid: ¡Castilla, otra vez por España!»

La salida del mitin fue accidentada. En las inmediaciones del teatro estaban apostados grupos de socialistas dispuestos a agredir a los concurrentes; pero la disposición de éstos a aceptar pelea se manifestó de forma tan radical, y la fuerza pública intervino con tanta celeridad, que los provocadores optaron por la huida. Sin embargo, un escuadrista, el estudiante de Medicina Ángel Abella, golpeado con una barra de hierro, resultó herido de mucha gravedad y murió poco después, Hubo, además, heridos en los dos bandos.

No cedían los socialistas en su intento por liquidar con sangre todo brote falangista: la pelea callejera por la venta de F. E. se reproducía en cuanto hacían su aparición los voceadores. Algunas veces los propios jefes, con José Antonio al frente tomaron parte directa en la venta del periódico. Un obrero jonsista, Ángel Montesinos, caía asesinado en la calle de Fuencarral (9 de marzo). Un estudiante de quince años, Jesús Hernández Rodríguez, resultaba muerto (24 de marzo) en la calle de Augusto Figueroa, por los disparos del anarquista Miguel García Guerra. Procesado éste, se vio en la Cárcel Modelo, ante el Tribunal de Urgencia (10 de abril), la vista de la causa. José Antonio actuó de acusador privado. El fiscal retiró la acusación y el asesino salió absuelto. Cuando Primo de Rivera, acompañado de sus pasantes Sarrión y Cuerda, cruzaba la calle de la Princesa, de regreso hacia su domicilio, unos pistoleros al acecho arrojaron dos petardos contra el coche y simultáneamente abrieron fuego de pistola. José Antonio y sus amigos saltaron del coche y emprendieron la persecución de los criminales.

La lucha no se circunscribía a Madrid. En una colisión entre socialistas y falangistas en Don Benito (Badajoz) resultaron siete heridos. En Valencia (15 de abril) peleaban los estudiantes y era asaltado el local de la F. U. E. en la Facultad de Medicina y heridos dos fueístas. Dos días después, un tropel de fueístas invadía el Centro de Falange de Valencia en ocasión de hallarse vacío. En la torre de Bujaco (Cáceres), en el templete de la banda de música de Palencia y en el edificio de la U. G. T. de Granada aparecieron grandes banderas con vítores al Fascio. En la imprenta donde se imprimía F. E., situada en la calle de Ibiza, en Madrid, estallaron dos bombas (22 de abril): cinco obreros resultaron heridos.

La doctrina falangista se difundía por España. Falange disponía ya de un edificio espacioso y céntrico: un chalet en la calle del Marqués de Riscal, 16, alquilado a nombre de su propietario, el marqués de la Eliseda, diputado por Cádiz y afiliado falangista. Por entonces se incorporó al Movimiento un joven notario de Ocaña llamado Raimundo Fernández Cuesta y Merelo, «hijo del médico familiar de los generales don Fernando y don Miguel Primo de Rivera, compañero de juegos de infancia y de caminos de adolescencia de José Antonio; el que le llevará por la senda del Derecho. José Antonio fue abogado por ser lo mismo que Raimundo». En contraste, García Valdecasas, uno de los oradores del mitin de la Comedia, se apartó de la Falange a raíz de la fusión con las J. O. N. S. Por ser Falange una milicia, según la definió José Antonio, era menester organizarla como tal y esta misión quedó encomendada al teniente coronel retirado Alvargonzález, jefe de provincias; al coronel, también retirado, don Emilio Tarduchy, y al comandante Arredondo, asimismo en retiro.

En el mes de marzo se afilió a Falange Juan Antonio Ansaldo. Acababa de cumplir treinta y dos años. Pertenecía a una familia de cinco hermanos varones, todos aviadores. Ansaldo estaba en posesión de la Cruz Laureada de San Fernando, ganada en campañas de Marruecos. Era extremoso y apasionado, lo mismo en sus afectos personales que en sus opiniones políticas. Monárquico vehemente, del grupo Acción Española, no hubo maniobra o agresión contra la República incubada en el lado derechista sin la participación directa y entusiasta de Ansaldo. El capítulo más novelesco de la insurrección del 10 de agosto corrió a su cargo. Fraguaba constantemente las más peregrinas diabluras contra el régimen y sus hombres, secundaba a los conspiradores y se ofrecía para las más audaces empresas, poseído de la voluptuosidad del peligro y de la aventura. Su admiración por Falange nacía, no del ideario del Movimiento, extraño a su formación política, sino de la simpatía hacia aquélla porque el marxismo le hacía blanco preferido de su odio. Unido por sólida amistad y camaradería con Ruiz de Alda, éste le llevó a Falange con un cargo muy significativo: jefe de objetivos. Ansaldo se encargaría de preparar las re­presalias, y en adelante los crímenes no quedarían impunes. Contaba con un fiel colaborador: el médico Manuel Groizard.

Redactado por José Antonio, lanzó Falange (26 de abril) un manifiesto. Ante el creciente caos político, se invitaba a los españoles a agruparse «bajo la bandera libertadora de la revolución nacional-sindicalista». «¡Basta de Parlamento y de política oscura! ¡Basta de izquierdas y de derechas!» Las adhesiones eran cada día más numerosas y desde provincias requerían a los directivos para dar forma y vigor a las agrupaciones incipientes, entusiasmadas por las magníficas posibilidades que se ofrecían. Pero Falange era pobre y la escasez de medios ahogaba sus planes, prohibiéndole mayor desarrollo y pujanza.

En el mes de abril se perfilan las primeras intervenciones de los elementos armados de Falange: ataques a algunos centros comunistas, protección a los vendedores de F. E. y apoyo a los estudiantes del Sindicato Español Universitario. En los disturbios ocurridos en el Instituto Lope de Vega muere un estudiante de la F. U. E. y resulta herido un escolar fascista. «Machacaremos — decía en una nota el Sindicato Escolar Uni­versitario (17 de mayo) — la resistencia de los grupos subversivos.» Y acusaba a la F. U. E. de «obedecer órdenes de grupos políticos que intentan adueñarse del Poder en connivencia con grupos antinacionales y marxistas». En Jerez de la Frontera los falangistas asaltaron el centro de obreros de la construcción, de la C. N. T. José Antonio hizo en el mes de mayo un viaje de estudio por Alemania. A los pocos días de su regreso la Falange realizó una demostración de audacia y de fuerza: un domingo (3 de junio) se congregaron en el aeródromo del Club del Aire, de propiedad particular, próximo a la base militar de Cuatro Vientos, a diez minutos de automóvil de Madrid, ocho centurias: en total, unos ochocientos jóvenes, en formaciones marciales. Al presentarse José Antonio, Ledesma Ramos, Ruiz de Alda y Fernández Cuesta, los congregados saludaron brazo en alto, al grito de «¡Arriba España!». José Antonio, desde una ventana del chalet del Club, dirigió una arenga a los reunidos: «Sois pocos; pero más de los que acompañaron a Hernán Cortés en su epopeya mejicana.» Testigos de la concentración eran los coroneles Galarza (don Valentín), Martín Alonso, y Jorge Vigón, entre otros, congregados en la casa. Mientras ocurría todo esto, volaron sobre el aeródromo aviones militares y uno de los pilotos avisó a la Dirección General de Seguridad de lo que sucedía. Pronto aparecieron fuerzas de la Guardia Civil del puesto de Carabanchel. Primo de Rivera se declaró ante el jefe militar responsable único de lo sucedido y ordenó a los jóvenes que se dispersaran. Dos autobuses de una empresa de transportes que a última hora incumplió su compromiso de trasladar unas centurias al aeródromo ardían por la noche, cumpliéndose de este modo la promesa hecha por Ansaldo a los falangistas formados.

Al día siguiente, el diario Luz, órgano de Miguel Maura, publicó una extensa y desorbitada información del acto, con escandalosa epigrafía, reflejando el asombro y la alarma por la audaz concentración fascista a las puertas de Madrid. La información, con muchas ilustraciones, resultaba una gran propaganda para Falange. El ministro de la Gobernación impuso multas de 10.000 pesetas a José Antonio, Ruiz de Alda, Ledesma Ramos, Fernández Cuesta y Ansaldo.

Por esta época, un grupo de mujeres, acaudilladas por Pilar Primo de Rivera, «que reiteradamente había solicitado su admisión en Falange», alegaron su condición de estudiantes para lograr de esta manera participación oficial y activa en las tareas del Movimiento.

Los socialistas elegían los domingos de primavera para la instrucción militar de sus milicias en El Pardo, riberas del Manzanares, Moncloa, Dehesa de la Villa y otras cercanías de Madrid. Instalaban allí sus colonias, y los jóvenes de ambos sexos, conocidos por los «chibiris» — estribillo de unas cancioncillas chabacanas con las que atronaban las calles a su regreso—, cubiertas sus cabezas con unas llaneras blancas, descamisados ellos y con muy liviana ropa ellas, se entregaban a ejercicios prebélicos, entonaban himnos de revolución y exterminio y ensayaban un anticipo de su profetizada dictadura. Uno de aquellos domingos (10 de junio), en ocasión de pasar por un bosquecillo de El Pardo un grupo de falangistas, al oír a los «chibiris» cantar La Internacional, la silbaron. La colisión sobrevino en el acto. Los socialistas, muy superiores en número, cayeron sobre un estudiante de dieciocho años llamado Juan Cuéllar —hijo de un agente de Policía— y después de herirle lo remataron con bárbara crueldad. Por la noche, los marxistas regresaban a Madrid, vociferantes y altaneros. En ocasión de cruzar un grupo por la calle de Eloy Gonzalo, unos desconocidos dispararon desde un automóvil en plena marcha. Una joven, llamada Juanita Rico, y dos hermanos de ésta, cayeron heridos de mucha gravedad: la primera falleció poco después. Fueron detenidos como presuntos autores Alfonso Merry del Val y Alberto Ruiz, y puestos en libertad algunas semanas más tarde por no resultar cargos contra ellos. Según Fernández Cuesta, la orden de represalia fue dada por Ansaldo.

Del entierro de Juanita Rico hicieron los socialistas un alarde revolucionario. Desde aquel momento las excitaciones a la violencia fueron más virulentas. Como primera respuesta, desde un automóvil dispararon (24 de junio) ráfagas de metralletas contra unos jóvenes estacionados a la puerta del centro de Falange de la calle del Marqués del Riscal: dos afiliados resultaron heridos.

La guerra de represalias había comenzado.

 

CAPÍTULO 36.

RICARDO SAMPER SUSTITUYE A LERROUX EN LA PRESIDENCIA DEL GOBIERNO