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CAPÍTULO 34.
LA INCORPORACIÓN DE LOS CATÓLICOS A LA REPÚBLICA
Al terminar el año 1933, la situación del Gobierno era muy
precaria. Se veía obligado a aceptar la ayuda que se avinieran a prestarle los
grupos de derechas, de un republicanismo incipiente o dudoso, para compensar su
debilidad. Fuera de esto no había sino desolación u hostilidad. Los
republicanos extremistas, de la Esquerra y socialistas miraban al Gobierno como
un conglomerado heterogéneo de enemigos de la República. Incluso Maura se
negaba a colaborar «en Gobiernos minoritarios condenados a vivir de la
misericordia de quienes no han acatado el régimen». «Estas Cortes —añadía— no
pondrán en pie un solo Gobierno auténticamente republicano que pueda vivir con
dignidad.»
¿Se iba a perder en la esterilidad y en el vacío la fuerza
que representaban los doscientos y más diputados de derecha? Justamente la
víspera de producirse la crisis, El Debate publicaba, con el título «Los
católicos y la República», un editorial para decir cuál debía de ser la actitud
de los católicos en aquellas circunstancias. Afirmaba El Debate que desde hacía
dos años la política seguida por los católicos era la claridad misma, pues se
habían adaptado fidelísimamente a los principios y normas de la Iglesia,
definida en situaciones análogas por León XIII y en los últimos meses por el
Episcopado español en sus Declaraciones colectivas y por Pío XI en su Encíclica Dilectíssima Nobis. Apoyándose en estos documentos, deducía que los
católicos «no pueden encontrar dificultad en avenirse con las instituciones
republicanas y como ciudadanos y como creyentes están obligados a prestar a la
vida civil su leal concurso. Sin duda, puede haber, y en España los hay,
católicos que profesan opiniones políticas particulares adversas al régimen
republicano. Ello es lícito y respetable; mas ni de su sentir ni de su
pensamiento de católicos podrían derivar esa hostilidad al régimen republicano,
ni les será lícito establecer incompatibilidad de ninguna especie entre los
derechos e intereses de la Iglesia y la forma republicana.»
Quedaba por esclarecer, y con urgencia, y esto correspondía
al Gobierno, si la Iglesia podía vivir digna, respetada en sus derechos y en el
ejercicio de su misión divina, dentro de la República. Puntualizaba El
Debate: «Si se restaura la justicia y los católicos españoles pueden
eficazmente trabajar por el honor de Dios, por los derechos de la conciencia y
por la santidad de la familia y de la escuela —palabras dichas anteayer por Su
Santidad a unos peregrinos españoles—, seguramente harán «renuncia generosa
—sigue hablando el Papa— de sus ideas propias y particulares en favor del bien
común y del bien de España». En resumen, y por emplear las mismas palabras del
Papa en la Dilectíssima Nobis, siempre que queden a salvo los derechos
de Dios y de la conciencia cristiana, los católicos españoles, en cuanto tales,
no pueden encontrar dificultad, puesto que el Papa no la encuentra, en avenirse
con las instituciones republicanas.»
¿Qué razones impulsaban a El Debate para hacer a los
católicos semejante ferviente invitación a ingresar en la República y a
prestarle su leal concurso? La principal, preparar el camino a Gil Robles, a la
inevitable consulta la que sería llamado por el Presidente de la República,
como jefe de una fuerza política no enemiga del régimen. Pero, a cambio de esta
baza, ¿no era mayor el perjuicio por la confusión y el desconcierto? Se
elevaron voces y escritos airados contra lo que se estimaba un exceso en la interpretación
de textos y palabras pontificias, «que sirvieron para justificar —escribía A B
C — una hipótesis eventual, excluida en absoluto del actual momento político de
España». «No sólo pueden los católicos, en cualesquiera circunstancia, profesar
la doctrina republicana, sino también prestar adhesión activa a la República en
condiciones que ni existen ni tienen siquiera perspectivas de cumplimiento...»
«¿Hay alguna posibilidad perceptible de que se vaya a revocar lo que tan
severamente ha condenado, incluso con sanciones canónicas, la sentencia del
Pontífice? ¿Hay en el régimen algún partido que haya negado su voto a lo
fundamental de la legislación anticatólica? ¿Hay alguno de quien se esperen
rectificaciones de fondo, ni que pase de afirmar meras discrepancias de forma y
procedimiento? La norma que permite la indiferencia por la forma de gobierno no
la impone y nos deja libres en la opción planteada hoy a los españoles para que
con Monarquía o con República, con la forma preferida, prestemos concurso a la
defensa de la religión y de la sociedad.» «El bloque derechista, que nació para
combatir a la República, ¿va a incorporarse a ella sin garantías, no sabemos a
cuenta de qué esperanzas, cuando el peligro se ha hecho realidad aterradora y
subsiste sin enmienda ni vislumbre de atenuación? ¿Hubiese obtenido Acción
Popular la reciente victoria electoral presentándose a las urnas con el
propósito de republicanizarse?»
Más dura y tajante era la réplica del diario tradicionalista
El Siglo Futuro: «¿Con qué autoridad —preguntaba— proclama El Debate la nueva
obligación de los católicos españoles de ser republicanos?» «La Iglesia se
aviene con las Repúblicas o Monarquías, pero ni las impone a los creyentes ni
les fuerza a aceptar una más bien que otra.» «Es curiosa la actitud doctrinal
de El Debate. Ha venido proclamando la accidentalidad de las formas de
Gobierno ante la Monarquía... Pues tratándose de la República —su último amor—,
ya no hay accidentalidad. Hay obligación de conciencia de hacerse republicano.
No le detiene en el empeño ni el peligro de producir el cisma en las derechas,
que, unidas en un programa común, estaban dispuestas con él y con sus
doscientos y pico de votos a «aportar su concurso leal a la vida civil y
pública», a coadyuvar a que las instituciones sirvan para el verdadero y
legítimo bien público y a «esforzarse en cambiar en bien las leyes injustas y
nocivas; ni la consideración de la más elemental honradez de que, a excepción
de alguno que otro elegido de las derechas, ninguno se presentó ante el cuerpo
electoral como republicano. ¿Cabe, no en moral cristiana, en la moral natural,
defraudar tan turbiamente el gran movimiento nacional?»
Otros periódicos derechistas de Madrid, La Nación y La
Época, se enfrentaban también con El Debate. En provincias, diarios y
revistas se enzarzaron en polémicas sobre si era o no lícito a los católicos
colaborar con una República que por principio y Constitución era laica y hostil
a la religión y a sus ministros. El tema se discutía asimismo con ardimiento en
las publicaciones doctrinales de las Órdenes religiosas.
Como escritos más concluyentes respecto al comportamiento de
los católicos frente a un Poder laico y sectario merecen citarse los del
dominico Padre Gafo en la Ciencia Tomista; los del Padre capuchino Gumersindo
de Escalante, en Acción Española ; la obra Catolicismo y República, de Eugenio
Vegas Latapie, en la que figura como apéndice Insurrección, estudio del padre
jesuita francés De la Taille, y el libro El derecho a la rebeldía, del canónigo
de Salamanca don Aniceto de Castro Albarrán, en el que se enumeraban las
condiciones para que la guerra contra un tirano pueda juzgarse necesaria y
justa, a la luz de las enseñanzas de los grandes teólogos. En torno a este
libro hirvieron vivas discusiones y polémicas sobre las graves conclusiones a
que el autor llegaba.
El Debate juzgó preferible el silencio para no ahondar la
división que había producido su editorial, agravándola con nuevos estragos.
«Vamos a suponer —escribía A B C — que fuera posible una República de derechas
y que la C. E. D. A., venciendo enormes dificultades, llega al Gobierno y que
realiza una labor tan beneficiosa y fructífera como El Debate, y nosotros con
él, desearíamos. ¿Y después? Para después no quedan en la República más que dos
soluciones: el partido radical, «influido por la masonería y lleno de viejos
resabios», o el socialista, «mucho más extremista de lo que fue». Por lo tanto,
«una solución de derechas republicanas no sería más que el prólogo breve de una
dictadura del proletariado. ¿Cómo se puede cortar esto? Se nos pide una
solución concreta. Acaso el formularla y publicarla no sería hábil.» Contestaba
El Debate: «Hay un solo camino a seguir: se puede sustituir la catástrofe
nacional por una solución de derechas. La C. E. D. A. ha de disponerse a
gobernar; pues, de lo contrario, llegado el momento de sustituir al señor
Lerroux, si el Presidente de la República encontrara cerrados todos los caminos
de derecha, se vería forzado a intentar, con todas sus consecuencias, la
solución de centro-izquierda, que la tenemos por catástrofe nacional. Huelga
decir que ese Gobierno vendría con decreto de disolución. No hay necesidad de
encarecer con qué dificultades lucharía la derecha en tales elecciones. No. No
debe llegar ese trance. La C. E. D. A. ha convencido a muchos de que puede ser,
de que será, lo que el país espera de ella: una solución política. Y eso es lo
que España le pide: que la defienda y salve. ¿Con qué régimen? ¡Con el que sea!
Con el que se dio España por acción de unos y por omisiones de otros. ¡Con el
establecido, en fin! Sin duda lo evidente es que hace falta una solución
política y de gobierno. Nosotros hemos dado una. Quien tenga otra mejor, que la
formule y publique.»
A partir de este momento, el bloque de derechas, que nunca
fue muy sólido, se resintió hasta cuartearse. Acción Popular sintió sus
efectos. Sin embargo, dentro de sus cuadros de dirigentes no faltaban elementos
muy calificados que propugnaban abiertamente la incorporación sin reservas a la
República, como único medio para no invalidar el gran movimiento político que
significaba la C. E. D. A.
* * *
Pese a los dos años largos de Gobierno de Azaña, con poderes
y mayoría omnímoda, se daba el caso paradójico de que más de cuarenta
expedientes y sumarios incoados por la Comisión de Responsabilidades designada
por las Cortes Constituyentes estaban pendientes de resolución. Y el conde de
Vallellano denunciaba la anomalía (12 de enero) al defender una propuesta
suscrita por diputados de las minorías de derecha, de que, extinguidas aquellas
Cortes, la Comisión, formada por diputados de la anterior legislatura y
desposeídos muchos de ellos de sus actas en las últimas elecciones, funcionaba
todavía como Tribunal delegado de un órgano inexistente. Pasaron los años y los
Gobiernos, y, sin embargo, continuaban sin liquidarse las responsabilidades de
Jaca, de Marruecos, de la Telefónica, de todos aquellos asuntos utilizados
escandalosamente en las propagandas revolucionarias. «No hay derecho —afirmaba
el señor Royo Villanova— a vociferar en toda España y a mantener durante dos
años una Comisión de Responsabilidades, con una ley especial, para no hacer
nada.» Pedía el conde de Vallellano que los expedientes pasaran a la
jurisdicción ordinaria. Se oponían los socialistas. El diputado Bujeda
reclamaba que subsistiera el Tribunal de Jaca y el ministro de Justicia ofrecía,
como fórmula, el nombramiento de otra Comisión de Responsabilidades, pues el
anterior Tribunal había desaparecido, «si bien era indispensable respetar la
ley constitucional que lo había creado». Como conclusión del debate, y para no
embrollar más la cuestión, se propuso: «Primero. Que por tratarse de un
Tribunal parlamentario, el encargado de ver y fallar el proceso por el sumario
de Jaca ha perdido su jurisdicción, como consecuencia de la disolución de las
Cortes Constituyentes. Segundo. Que debe procederse a la designación de los
diputados que han de constituir la Comisión de Responsabilidades de estas
Cortes.» El primer párrafo quedó aprobado con el voto en contra de socialistas
y de Acción Republicana. El segundo por 163 contra 27 votos. Los votos contrarios
correspondían a monárquicos y diputados conservadores.
Interpelaron (16 de enero) los diputados socialistas
Vidarte, Casas y Alonso al ministro de la Gobernación sobre los sangrientos
sucesos revolucionarios en Villanueva de la Serena, Bujalance, La Coruña,
Zaragoza y otras ciudades, de diciembre de 1933. Acusaban a la fuerza pública
de excesos en la represión y hacían responsable al Gobierno por supuestos actos
de crueldad perpetrados por los elementos encargados de restablecer el orden.
Querían los socialistas componer una réplica al famoso proceso de Casas Viejas;
pero faltaba la decoración y elementos para montar la dramática imitación
proyectada. Al ministro de la Gobernación, Rico Avello, no le cogió inerme el
ataque. Tenía a mano las pruebas necesarias para desbaratarlo. Refirió con
pormenores cómo se incubó la revolución, propósitos de ésta y medios puestos en
juego. Con la misma minuciosidad informó de las previsoras medidas adoptadas
para que la fuerza pública no se propasase en el momento de reprimir los
desórdenes. El ministro quería dar la sensación de que la fuerza estuvo en todo
momento contenida por un freno jurídico y la máxima prudencia.
«En Villanueva de la Serena —refería Rico Avello— se me pidió autorización para disparar un morterete emplazado contra el edificio donde resistían los rebeldes. Y yo le dije al coronel: «Sí; pero únicamente a los efectos de rebajar la moral de esos rebeldes, a ver si de esta manera se atemorizan y se entregan voluntariamente.» Y pocos momentos después el ministro repetía al coronel: «Procuren disparar sobre aquel de los pisos donde no estén los rebeldes, pues nuestro propósito es que se entreguen ilesos.» Contrastaba esta prudencia y cuidado de las autoridades con el salvajismo de los revoltosos, «que cercaban los cuarteles de la Guardia Civil de escasa guarnición y muchas veces asesinaban a ésta villanamente», y con los sabotajes, violencias, detenciones de propietarios, incendios de archivos». Martínez Barrio, a la sazón ministro de la Guerra y presidente del Consejo durante la revolución de diciembre, completó la descripción de las medidas de moderación adoptadas con estas palabras: «Fue previsión del Gobierno que a la misma hora que ordenaba que salieran fuerzas de la Guardia Civil y del Ejército para Villanueva de la Serena, los Juzgados militar y ordinario se pusieran al lado de los elementos militares, no para que fueran freno, que no lo necesitaban, sino para que fueran notarios de mayor valor, que, en cualquier hora, con las diligencias que allí redactasen, pudieran decir la verdad entera a su país.» En estas condiciones y con estos testigos lucharon las fuerzas del orden contra los anarquistas extremeños. El recuerdo de lo sucedido en Casas Viejas pesaba sobre los gobernantes. Y Martínez Barrio preguntaba: «¿Por qué establecer
comparaciones entre estos sucesos y otros fatal y desgraciadamente acaecidos?
¿Qué espectro siniestro es ese que se levanta ya dentro de la vida española que
cuando el Poder público necesita realizar la dolorosa operación de traer al
mandato de la ley a los que se desbordan de ella, para comparar ese inexcusable
deber con aquel otro desgraciado yerro se evoca inmediatamente un nombre que
entre todos debiéramos procurar olvidar?» En la sesión siguiente surgieron otra
vez el nombre de Casas Viejas, los crímenes del parque de María Luisa, los
sucesos de Villanueva y Bujalance... Prieto, Maura y Martínez Barrio se
exculparon de toda responsabilidad: su comportamiento como gobernantes no
ofrecía tacha. Sin embargo, el tema del orden público era endémico en las
Cortes y cada vez que se suscitaba se apuñalaban verbalmente ministros y ex
ministros.
La C. E. D. A. sentía impaciencia por demostrar su buena
disposición para llevar adelante los grandes planes de su programa social. Con
una proposición de ley presentada a las Cortes (18 de enero), pedía la
creación, con carácter obligatorio, del seguro contra el paro normal
involuntario. Contribuirían al fondo del seguro los obreros, con el 1,50 por
100 del salario; los patronos, con el 2 por 100 y el Estado, con un 50 por 100
de las aportaciones de obreros y patronos. Para esta aportación se consignaría
en los próximos presupuestos una partida de cien millones de pesetas, en el
supuesto de que el núcleo de asegurados alcanzase a tres millones. Se proponía
también la constitución de una Comisaría contra el paro dentro del Ministerio
de Trabajo. El diputado cedista Fernández Ladreda defendió la proposición, y
Besteiro, congratulándose de la iniciativa, argüía que mejor se combatía el
paro con una economía nueva, «industrializando valiente y poderosamente el país
y haciendo que muchos de los brazos de la agricultura fueran absorbidos por
industrias viejas y con las nuevas que se puedan crear».
Firmada por diputados de cinco minorías de derechas, se
presentó a las Cortes una proposición incidental pidiendo al Gobierno
«arbitrase con toda urgencia los medios para que don José Calvo Sotelo pudiera
ejercer inmediatamente el cargo de diputado». Esta era una condición aceptada
por todos los partidos de derecha al pactar la alianza electoral. El señor
Goicoechea, defensor de la proposición, entendía que entre todas las fórmulas
posibles la más aceptable era aquella en virtud de la cual «el Congreso ejercite
su facultad soberana y declare que un diputado que tiene a su favor en
distintos distritos una votación de 350.000 electores ha quedado limpio de
todos sus delitos anteriores y puede ocupar un asiento en la Cámara». Esta era
una cuestión que resolvería, en efecto, la Cámara; pero la forma y el momento
lo determinaría el Consejo de ministros, replicaba el ministro de Justicia.
Según Indalecio Prieto, la capacitación de Calvo Sotelo «dejaría hecha jirones
la dignidad del Gobierno». Entendía Gil Robles que el Gobierno, de acuerdo con
el Parlamento, tenía «suficientes medios para permitir el regreso del señor
Calvo Sotelo por el camino de la amnistía trazado por el cuerpo electoral». Los
diputados de Acción Popular estaban dispuestos a votar la propuesta defendida
por Goicoechea «si el Gobierno no hace una declaración que nos satisfaga». El
ministro de Justicia, al contestar, pedía confianza en el Gobierno. La
proposición fue rechazada por 186 votos contra 56. Los diputados de la C. E. D.
A. se abstuvieron. En cambio, se votó otra propuesta formulada por un grupo de
diputados «para que el Gobierno arbitrase la medida legal oportuna a fin de que
los señores Calvo Sotelo y Guadalhorce pudiesen cumplir el mandato de sus
electores». Fue aprobada por 167 votos contra 54. Los votos contrarios fueron
socialistas. Los monárquicos se abstuvieron.
El propósito de las minorías monárquicas iba encaminado a
rectificar errores, reparar daños y anular en cuanto pudieran la obra del
bienio azañista; la regulación de los derechos del clero que estuvo adscrito al
servicio oficial de culto; la derogación de la ley de Términos municipales; la
indemnización a los grandes de España expropiados de sus fincas; la derogación
de la ley de 24 de agosto de 1932, sobre confiscación de bienes a los
condenados por su intervención en los sucesos del 10 de agosto; la vuelta
automática de los funcionarios separados o jubilados forzosos sin previa
formación de expediente; la supresión del monopolio de la F. U. E. como
representante de los escolares en los claustros universitarios; la anulación de
un decreto sobre renovación de las Comisiones gestoras; la petición de
elecciones provinciales y municipales para renovar dichas corporaciones... En
esta campaña de recuperación de posiciones coincidían todas las minorías de
derechas y únicamente se producía la división a la hora de votar, cuando el
Gobierno pedía una demora para resolver. En estos casos los diputados de Acción
Popular y agrarios apoyaban al Gobierno.
Prueba de la buena disposición de éste era el traslado de
los generales, jefes y oficiales recluidos en penales y cárceles, a castillos y
prisiones militares. El general Sanjurjo pasó del penal del Dueso al castillo
de Santa Catalina, en Cádiz (7 de enero); el general Cavalcanti y los coroneles
García de la Herrán y Ugarte ingresaron en el castillo de San Julián, en
Cartagena. Oficiales que cumplían condena en el penal de Ocaña quedaron
repartidos en diversas prisiones militares: el coronel de caballería don
Bonifacio Martínez Baños fue trasladado del penal de Burgos al castillo de
Santa Catalina, de Cádiz, donde falleció a los pocos días de llegar (18 de
enero). En este capítulo de rectificaciones cabe apuntar también el regreso a
la península del general Goded, después de permanecer ocho meses confinado en
Canarias por orden de Azaña.
En la causa que se vio ante el Tribunal Supremo por la
insurrección militar de Sevilla, en agosto de 1932, el fiscal retiró la
acusación para 31 de los procesados. El general González fue condenado a doce
años y un día de prisión militar, y a igual pena los tenientes coroneles
Rodríguez Polanco, Valera Conti, Verea Bejarano, Ransan; el comandante de
Estado Mayor Martín Naranjo y el teniente Hernández Carretero.
Como estaba convenido, una vez concluida la discusión de
actas y el debate sobre el orden público, en el Consejo de ministros del día 23
de enero se acordó la salida del ministro de la Gobernación, don Manuel Rico
Avello, que pasaría a desempeñar la Alta Comisaría de España en Marruecos. Para
sustituirle en Gobernación, fue designado Diego Martínez Barrio. A su vez a
éste le sucedería, en el ministerio de la Guerra, don Diego Hidalgo Duran,
notario y diputado radical por Badajoz, autor de un libro titulado Un notario
español en Rusia y batallador en las Cortes contra los desafueros y
transgresiones de los socialistas en política agraria.
También acordó el Consejo el nombramiento en fecha próxima
del ministro de Estado, Pita Romero, para embajador de España en la Santa Sede,
con el encargo de iniciar las negociaciones de un concordato con el Vaticano,
objetivo que, con la revisión de la Constitución y la amnistía, condicionaban
la actitud tolerante y de ayuda al Gobierno por parte de las derechas.
El mismo día 23, reunida la minoría agraria, que de una
manera explícita, por lo menos en algunos de sus componentes, acusaba una
propensión al republicanismo, acordó lo siguiente: «Aceptar el régimen
legalmente constituido, dispuesta a prestar su colaboración a los Gobiernos de
la República que coincidan con sus postulados esenciales e incluso a gobernar,
si las necesidades nacionales lo exigiesen. Sin perjuicio de esta declaración,
pretende que por los cauces legales —que la propia Constitución señala— se
revisen aquellos preceptos del Código fundamental que atentan a la conciencia
religiosa del pueblo español e imponen principios de socialización que pugnan
con los fundamentos de nuestro régimen económico. Y aspira a asegurar, con la
instauración de una segunda Cámara, en que las fuerzas sociales tengan orgánica
representación, la indispensable estabilidad política.»
El presidente del grupo agrario justificó el acuerdo con
estas palabras: «Nos hemos hecho republicanos por España. No se nos puede
llamar traidores, porque todo el programa en que se ha basado nuestra
propaganda electoral se mantiene intacto. La táctica a seguir para defender los
intereses de la agricultura me corresponden a mí. Y yo he elegido el camino de
servir al régimen para servir mejor a España.»
No convenció el señor Martínez de Velasco a todos sus
correligionarios de la minoría: el conde de Romanones, el general Fanjul, don
Abilio Calderón y los señores Gosálvez y Martínez Aragón decidieron darse de
baja en el partido, y la minoría quedó reducida a 26 diputados. En cambio, para
El Debate (1 de febrero) la adhesión de los agrarios a la República constituía
«un acierto político» y España «ve esperanzada cómo se forma un instrumento más
de gobierno que haga posible la continuidad de una política de centro inclinada
hacia la derecha, que es la que creemos que hoy puede servir más eficazmente
los intereses de nuestra sociedad.»
El ministro de Justicia leyó a la Cámara (31 de enero) el
proyecto de ley de amnistía en favor del conde de Guadalhorce y Calvo Sotelo,
fundado en la siguiente razón: «Cuando una elección sin defecto coloca a un
ciudadano en condiciones de ser diputado, al Gobierno corresponde procurar el
medio de que se haga efectiva.»
La política de atenuación o benevolencia por parte del
Gobierno se inspiraba en el convencimiento de que, sabiéndose minoritario,
necesitaba los votos de las derechas, pues sin ellos carecía de fuerza para
subsistir. Para algunos radicales semejante anomalía resultaba insufrible, y a
la cabeza de los disconformes se hallaba Martínez Barrio, quien en unas
declaraciones a un redactor de la revista Blanco y Negro, calificaba de
«imprecisa y borrosa» la situación política y se oponía a que el Gobierno fuese
a remolque de las fuerzas de derechas. Pronosticaba que las Cortes no
permitirían más sucesor de Lerroux que el propio Lerroux, con lo que rechazaba
de plano cualquiera otra solución fuera de la radical, no obstante haber
propugnado tres meses antes como muy conveniente «una gran concentración de
radicales, agrarios, Acción Popular y regionalistas, que, presidida por
Lerroux, compondría una gran fuerza parlamentaria, una enorme fuerza en la
Cámara, que permitiría actuar con desembarazo». Martínez Barrio veía ahora las
cosas de otro color. Indudablemente influía mucho en este cambio de
perspectivas la presión de la masonería, opuesta a que los «hermanos» se viesen
obligados a colaborar en los proyectos sobre haberes del clero, amnistía,
suavización de las leyes laicas, que eran postulados del programa de las
derechas. Martínez Barrio quería conservar impoluto su radicalismo, preciosa
reserva, por si un día la República reclamaba sus servicios desde más alta
plataforma. Creía Lerroux que esta inclinación de Martínez Barrio hacia la
disidencia la fomentaba el Presidente de la República, que nunca miró con
simpatía al jefe radical e interesado, además, por entorpecer sus planes
políticos. Agobiado por la pesadumbre y la responsabilidad del Poder, Lerroux
era, entre todos los componentes del Gobierno, el más sincero y decidido
partidario de la alianza con agrarios y populistas, persuadido de que sin ellos
no había solución política viable.
* * *
Leído el dictamen de la Comisión de Agricultura sobre un
proyecto de ley de intensificación de cultivos en Extremadura, para legitimar
la ocupación temporal de fincas, que suponían infracciones legales cometidas al
amparo de la Base 9 de la Reforma Agraria, las discusiones que suscitó el
proyecto pusieron de manifiesto el desorden que imperaba en los campos
extremeños y la incertidumbre de propietarios y arrendatarios. Pero el mal no
se circunscribía a una región. Diputados de diversos partidos presentaron una
proposición incidental (7 de febrero) para pedir «que cesen los asesinatos,
robos de frutos y demás condenables manifestaciones de indisciplina en los
campos españoles y especialmente en la provincia de Jaén». El diputado Álvarez
Lara, después de una relación de crímenes cometidos en breve espacio de tiempo,
decía: «La agricultura de la provincia está totalmente arruinada y el odio la
domina por completo.» «¿Está decidido el Gobierno —preguntaba Gil Robles— a
imponer el respeto a la ley y a la autoridad? El ministro de la Gobernación,
Martínez Barrio, sabe que existe un partido político que a diario proclama sus
propósitos subversivos. Y ante un hecho tan grave, el ministro parece que no
se encuentra con fuerza suficiente para hacer frente a ese movimiento
revolucionario. En ese caso no podrá contar con nuestra confianza y será
necesario pensar si el Poder debe ir a otras manos más fuertes.»
En su réplica, Martínez Barrio dio a entender que no
distinguía en la subversión derecha, izquierda o centro, pues le parecía
igualmente condenable quien la produjese. Decía también «que la autoridad del
Gobierno era propia y no tutelada, discriminada ni mediatizada». Y si bien
Lerroux hacía suyas las palabras del ministro, al analizar las fuerzas
hostiles, se fijaba especialmente en el partido socialista, «que había pasado a
la oposición no a corregir sus yerros, sino a aumentarlos». La misión de un partido
republicano histórico —decía— es ampliar la base de la República y se declaraba
dispuesto a ceder el banco azul a los elementos que, elegidos por la opinión
pública, se mostrasen leales al régimen y deseosos de colaborar. Respecto al
orden público, afirmaba: «No se puede seguir viviendo con el temor de todas las
horas y de todos los minutos, de que ni la propiedad, ni la familia, ni la
seguridad personal estén garantizados por una entidad que se llama Gobierno...
y es una irrisión, porque, no actuando, carece en absoluto de eficacia.»
«Ruego a todas las divinidades en quienes creáis, y también en las que no
creáis, que no se ponga a este Gobierno en la necesidad de apelar a la
violencia.» Diciéndose identificados en propósitos y actitudes el jefe del Gobierno
y el ministro de la Gobernación, sin embargo se expresaban con distinto
lenguaje. «El señor Lerroux —contestaba Prieto—, con menos precaución y menos
ponderación que el señor Martínez Barrio, no ha acertado a distinguir para
condenarlas más violencias de expresión que las nuestras. Y el resultado
práctico de la actitud del presidente del Consejo puede ser su disposición a
aliarse con unos elementos enemigos de toda esencia constitucional con tal de
aplastar a otros elementos que constituyen también otra amenaza.» Trataba el
diputado socialista de profundizar la grieta, ya indudable, en el partido
radical, y con largas y dramáticas parrafadas describía el contubernio de
fuerzas para destruir las conquistas obtenidas por la República, empujando de esta
manera «a nuestras masas fuera del ámbito de la legalidad, hacia actitudes
revolucionarias estimadas como conminación insufrible.» E insistía en las
amenazas: «Al levantarse el proletariado, exigiremos como premio a la victoria
que el mínimum de justicia social pendiente de la Constitución sea una realidad
inconmovible. Suprimiremos la propiedad de la tierra, entregando la tierra al
Estado, estructurando su explotación en forma que sea dueño de la tierra quien
la labre.» «Sea la que sea la amplitud en el rigor con que el señor Lerroux nos
amenace, frente al ímpetu y a la traición que destruyen y aniquilan las
esencias constitucionales, nuestro deber, repito, es la revolución, con todos
los sacrificios, con toda la tristeza y amargura de los castigos con que se nos
conmina.»
Se había propuesto a la Cámara la concesión de un voto de
confianza al Gobierno y el diputado de la Lliga Catalana Ventosa Calvell pedía
respeto para el resultado electoral, de la misma manera que se respetó el que
dio nacimiento a las Cortes constitucionales. No era válido proclamar
intangible la legislación constituyente, porque tal declaración sería contraria
a la esencia misma del régimen parlamentario. Preguntaba: «¿Es que la República
no es compatible con todos los espíritus que legalmente puedan manifestarse
dentro de ella? Si se pide a partidos y representantes de la opinión que entren
en el régimen, no se les ha de pedir que entren como partidos de segunda
categoría, sino con plenitud de derechos; ni es posible tampoco que se
considere como una subversión de principios que justifican una revolución el
que no estando conformes con algunas leyes dictadas por las Cortes
Constituyentes procuremos por los cauces legales variarlas en aquello que
estimemos conveniente.» «Esa amenaza de subversión y de violencia parecerán a
cualquier persona de buen sentido obra de un espíritu vesánico o de un pueblo
epiléptico.» «De todos los países del mundo, España es, probablemente, aquel en
el cual el problema de la subversión violenta del orden constituido ha estado planteado
de modo permanente casi durante todo el siglo XIX.» «¿Creéis que así puede
existir vida industrial ni vida económica y puede reinar en el país la
confianza indispensable para alcanzar la prosperidad?» En nombre de la Lliga
catalana, ofrecía el orador asistencia total y absoluta al Gobierno para
mantener el orden público.
Anunció Prieto que la minoría socialista votaría en contra,
y, por su parte, el diputado Santaló, de la Esquerra, se expresó en el mismo
sentido. Gil Robles, al explicar el voto de la minoría de Acción Popular, no
sabía si había perfecta adecuación entre las palabras del presidente del
Consejo y las del ministro de la Gobernación, «por lo cual damos nuestros votos
a la proposición de confianza que refleja el pensamiento expuesto por el
presidente del Consejo». «En vuestras manos está —afirmaba, señalando a la
minoría radical— el que las fuerzas de derecha puedan realizar su programa
dentro del régimen actual» Respecto a las amenazas socialistas, Gil Robles
preguntaba: «Tanto que habláis de revolución, ¿por qué no la hicisteis desde el
banco azul, cuando teníais los medios necesarios y el señor Azaña no era más
que un esclavo de vuestros apetitos? No hicisteis entonces la revolución y
pretendéis hacerla ahora, para retener a las masas, que se os marchan.»
Impresionado por los vaticinios catastróficos, Maura
interrogaba: «¿Os habéis dado cuenta de lo que representa para la tranquilidad
de España abrir, digámoslo así, con solemnidad parlamentaria, un período
revolucionario, con la amenaza, o mejor con la realidad de un frente único
proletario?» Culpaba a los dirigentes socialistas de ir arrastrados hacia un
movimiento que conduciría a la anarquía, de la que serían las primeras
víctimas; «porque, en definitiva, el pueblo español no se dejaría manejar de
esa manera y acabaría reaccionando con tal vigor contra vosotros, que lo que
viniera detrás sería fatalmente vuestro exterminio.»
Se preguntaba también Maura si el Gobierno tenía la
autoridad moral necesaria para hacer frente a la revolución anunciada.
«Precisamente el ministro titular del departamento que tiene obligación de
hacer frente a lo que va a venir, merece por parte de la minoría más numerosa
de la Cámara tales repulgos, tales repulsas y objeciones, que el más torpe
tiene que ver que el voto de confianza va dirigido al banco azul con exclusión
del ministro de la Gobernación.» El Gobierno no le inspiraba al orador confianza
y, por lo tanto, no le daba su sufragio. Insistió Martínez Barrio en que él
«sólo sabía gobernar con plenitud de dignidad, con su propia inspiración» y
dispuesto a aplicar «dura, enérgica y estricta la sanción a cualquiera que se
levante contra la ley».
Se le otorgó la confianza al Gobierno por 235 votos contra
54. Los monárquicos se abstuvieron. La votación había sido brillante y Lerroux
comentó: «Contamos con elementos de sobra para hacer frente a cualquier intento
revolucionario.»
Continuó el Parlamento la discusión del proyecto de ley
sobre cultivo extensivo en Extremadura hasta su aprobación. En una proposición
firmada por diputados de los grupos de derechas (20 de febrero) se pedía la
suspensión de las representaciones escolares en las Juntas de Facultad, «para
remediar todo germen de discordia». Defendió la propuesta el señor Comín, y en
el debate intervinieron, entre otros, los señores Sáinz Rodríguez, González
López, Jiménez Asúa, Primo de Rivera, Trías de Bes y Royo Villanova. Deseaba el
Gobierno, declaró el ministro de Instrucción «resolver el problema y prometía
estudiar una solución, pero sin apremio». La propuesta fue rechazada por 133
votos contra 119, y en esta ocasión los socialistas estuvieron al lado de los
radicales. La tardanza en la presentación de los presupuestos inquietaba a
muchos, y así lo hizo saber el señor Chapaprieta. Económicamente, el Gobierno
vivía de precario: de una prórroga por tres meses del presupuesto de 1933. La
prórroga iba a expirar. ¿Tenía el ministro preparados los nuevos presupuestos?
Respondió el interpelado que esperaba los datos de cuatro departamentos para
dar cima a su labor. El día 23 la minoría de Acción Popular presentó una
proposición de ley para pedir la revisión de la ley de Bases de la Reforma
Agraria. La defendió el señor Álvarez Robles.
Sobre si Álava debía o no formar una región autónoma con
Vizcaya y Guipúzcoa, la Comisión de Estatutos proponía la celebración de un
plebiscito para conocer la voluntad de la provincia de Álava. El diputado
Pascual Leone (27 de febrero), perteneciente a aquella Comisión intervino en
favor. Por otra parre, el diputado cedista Salmón defendió una proposición en
el sentido de que de las pruebas aportadas hasta entonces no resultaba una
clara voluntad de Álava favorable al Estatuto único vasco. Estimaba que una
nueva investigación sobre la voluntad negativa del electorado de Álava, que en
gran mayoría se había abstenido de votar en favor o en contra del Estatuto, no
era necesaria ni adecuada a los términos de la ley constitucional. Goicoechea,
para demostrar lo improcedente de un nuevo plebiscito, analizó el que se había
realizado, «escandaloso caso de falseamiento y de suplantación de la voluntad
electoral», de cuyas anomalías le cabía gran parte de responsabilidad política
al presidente del Gobierno anterior, Martínez Barrio, por haber publicado un
confuso decreto que permitió la intervención de los Ayuntamientos en las mesas
electorales.
Martínez Barrio no se consideraba incurso en ninguna
responsabilidad política: «Yo digo a S. S. y a los amigos de S. S. que no
tengan prisa. Momento habrá en que las finalidades que persigue S. S., forzadas
un poco para encaminarlas hacia mí, se vean realizadas.» Por primera vez el
ministro radical dejaba traslucir su propósito de desligarse del partido y de
su jefe para gozar de plena libertad política. La posición de la Lliga
Catalana, expuesta por el señor Reig, era favorable a la propuesta de la Comisión.
El diputado por Álava, señor Oriol Urigüen, aceptaba una nueva consulta «con
garantías y en condiciones» para que la provincia expresara su opinión sobre el
Estatuto y el régimen preferido. La minoría socialista no tenía criterio
definido sobre la cuestión y creía posible otra fórmula distinta de la que
ofrecían las propuestas discutidas. Primo de Rivera se manifestó en favor del
voto particular del señor Salmón. «Lo esencial aquí — dijo— es que el Estatuto
vasco tiene, además de un sentido hostil separatista para España, un profundo
espíritu antivasco, del que acaso no se dan cuenta sus propios autores.» «La
misión de España en este trance no es averiguar si ha tenido el Estatuto tales
o cuantos votos; la misión de España es ayudar al pueblo vasco para librarle de
ese designio al que le quieren llevar sus peores tutores. Porque el pueblo
vasco se habrá dejado acaso arrastrar por una propaganda nacionalista; pero
todas las mejores cabezas del pueblo vasco, todos los vascos de valor universal
son entrañablemente españoles y sienten entrañablemente el destino unido y
universal de España.» El tradicionalista señor Bilbao decía: «Nosotros no somos
enemigos del Estatuto en cuanto signifique autonomía; mas también nos
reservamos el derecho de condenarlo en cuanto signifique un peligro y un daño
para la unidad nacional, sagrada, intangible y perfectamente compatible como lo
fue en los tiempos de la mayor grandeza con las más amplias autonomías
regionales.» «Yo, español fervoroso, no puedo admitir la imposición a Álava de
la determinación plebiscitaria de las otras dos provincias, que en este caso ya
no serían sus hermanas, sino sus dominadoras.» «Nosotros queremos la libertad,
pero con España: Estatuto con alma y conciencia vascas, que es decir también
españoles, y autonomía dentro de la unidad nacional.»
Los diputados nacionalistas vascos Landaburu y Aguirre
sostenían que Álava era partidaria del Estatuto y rechazaban por no válidos los
argumentos para probar que Álava deseaba desvincularse en esta cuestión de las
otras dos provincias vascongadas. Enfrentándose con los diputados discrepantes,
enemigos del Estatuto y partidarios en cambio de la reintegración foral,
Aguirre les replicaba: «Si se nos conceden los Fueros en toda su plenitud, en
ese caso romperemos el texto del Estatuto, porque la reintegración foral es
mucho más que el Estatuto.» «Vosotros — exclamaba dirigiéndose a los diputados
de derecha— veis incompatibilidad entre Fueros y República, y para nosotros la
Corona es lo de menos; para nosotros lo primero es la libertad.» E insistió con
palabras injuriosas para la Monarquía, «traidora y perjura que dio la puñalada
trapera a las libertades de nuestro país», para decir que en esta cuestión
estaba más con las izquierdas que con las derechas. La propuesta de Salmón, fue
derrotada por 136 votos contra 125. Con los radicales, socialistas y
regionalistas votaron los diputados de la Derecha Regional Valenciana.
El último tiempo de la sesión lo recabó el ministro de
Hacienda para una rápida lectura de los presupuestos, porque «si no lo hacía
aquella noche, al día siguiente no lo podría hacer». Los gastos importaban
4.663 millones de pesetas y los ingresos 4.153 millones; de lo que resultaba
un déficit inicial de 509.422.077 pesetas. Afirmaba que en el presupuesto
anterior se habían cifrado en alza las contribuciones industriales,
territoriales, de transportes y del Timbre.
* * *
Al terminar la sesión estaba en el ánimo de todos que la
crisis latente en el partido radical iba a producirse de un momento a otro. Y,
en efecto, ocurrió al día siguiente (1 de marzo), en una reunión celebrada por
la minoría, bajo la presidencia de Lerroux. Desde dos fechas antes circulaba
una carta dirigida al jefe radical, con cincuenta y dos firmas de otros tantos
diputados, en la que se pedía atención «al eco del pueblo recogido últimamente
en las urnas». Y añadía: «La historia republicana agradecerá a las altas
magistraturas de la nación reconozcan que de esa fuerza de la derecha, tan
extraordinariamente elevada por el sufragio universal, una parte importante ha
entrado ya francamente en el recinto republicano y otra mucho, más numerosa ha
dicho que está dispuesta a defenderlo. Extendida, pues, tan notoriamente el
área republicana, el régimen puede seguir siendo hoy, afortunadamente,
compatible con la más pura y leal democracia.»
La carta reflejaba el sentir de la mayor parte de los
diputados radicales, opuestos a la actitud ya esbozada, y a punto de
manifestarse claramente, de Martínez Barrio, contrario a pacto o transigencia
con cualquiera de los grupos de derecha. «Por bien de la política radical, y
para no causar extorsión a la política de su jefe», Martínez Barrio dimitió su
cargo de ministro. «Ahora —añadió— paso a constituir la reserva para dotar al
partido de vitalidad, a fin de que sea útil cuando se agote la política actual,
que considero estéril.» El de Hacienda, señor Lara, se identificó con el
disidente. Lerroux, prevista la escisión, tenía dispuestos los ministros para
reemplazar a los que se iban: eran el diputado Salazar Alonso y don Manuel
Marraco, gobernador del Banco de España, Mas al proponerle la sustitución al
Presidente de la República, manifestó éste su deseo de consultar a los jefes
políticos. Planteada la crisis (1 de marzo), fueron llamados a Palacio Alba,
Besteiro, Azaña, Martínez Barrio, Negrín (por la minoría socialista), Maura,
Barcia, Cambó, Melquíades Alvarez, Gil Robles y Horn. Los socialistas
insistieron en pedir disolución de Cortes, y en una nota anunciaron que de
persistir las actuales, «se avecinaría una etapa dramática en la vida civil
española». Partidarios de la disolución del Parlamento se manifestaron también
Azaña y Maura. Tan insólita pretensión significó para este último la pérdida de
otros tres diputados de su ínfima minoría: los señores don José María Alonso,
don Juan G. de Villatoro y don Juan José de Aragón, se separaron del partido
republicano conservador «contristados por el error político de su jefe, al
abandonar su bandera de derecha republicana».
«Tenemos más de un motivo —escribía El Socialista— para
creer que el de ayer es el último consejo que los socialistas facilitan al Jefe
del Estado. En un tris estuvo que los partidarios de negar el consejo no
impusieran, por mayoría de sufragios, su voluntad.» Tarea fácil, hubiese
resultado solucionar la crisis, de no haberla complicado el jefe radical con un
nuevo relevo, el del ministro de Instrucción Pública, señor Pareja Yébenes, en
el que nadie pensaba. Sin embargo, este ministro no gozaba de la simpatía del
Presidente de la República, que deseaba su alejamiento del cargo. La causa de
la hostilidad fue el nombramiento de rector de la Universidad de Sevilla, a
propuesta del Claustro, a favor del catedrático señor Candil. «Si tengo algún
enemigo personal, es este señor Candil», le había dicho al ministro el señor
Alcalá Zamora. El jefe radical ofreció la cartera de Instrucción a los doctores
Marañón, Cardenal y Hernando (don Teófilo), sucesivamente. Y como los tres
declinasen el encargo, designó a don Salvador de Madariaga, embajador de la
República en París, «para llevar una figura señera de la cátedra al
Ministerio». Los otros dos ministros elegidos fueron Rafael Salazar Alonso,
para sustituir a Martínez Barrio en el ministerio de la Gobernación, y don Manuel
Marraco, gobernador general del Banco de España, que reemplazó al señor Lara en
Hacienda.
La personalidad de Madariaga quedó esbozada en otro
capítulo. El señor Marraco, político de Zaragoza, pertenecía desde 1898 al
partido republicano federal. Muy versado en estudios mercantiles, había sido
diputado por Zaragoza en varias legislaturas; pero no lo era en el momento de
su designación de ministro. Salazar Alonso tenía verdadera vocación política,
desarrollada, primero, en el periodismo, como redactor de La Voz y El Sol, y
después en el Ayuntamiento de Madrid, del que fue concejal, y en la Diputación,
cuya presidencia desempeñó con acierto. Laborioso y poseído de una fuerte
voluntad, supo elevarse desde una zona modesta, estudiar la carrera de abogado
y destacar en el partido radical como orador polémico, con un buen sentido
gubernamental. Fue masón. En prueba del mayor acercamiento de los agrarios a la
República, el ministro de Comunicaciones, señor Cid, que hasta entonces
ostentaba su representación personal, en adelante figuraría en el Gobierno como
representante del partido.
Al presentarse el Gobierno a las Cortes (6 de marzo),
Lerroux ratificó en todos sus términos la declaración ministerial hecha tres
meses antes, al nacer el Gobierno anterior. Los monárquicos, por boca del señor
Pemán, y los socialistas —de quienes era portavoz Prieto— se mostraban
disconformes, porque no daban crédito a las palabras del jefe radical. Pero en
la misma sesión se produjo un debate que valdría por la mejor promesa
gubernamental. Por medio de una proposición incidental, y para expresar su disgusto
por la actuación del ministro de Comunicaciones, a quien le acusaban de haber
violado la ley de Bases de Correos y Telégrafos, los diputados socialistas
Rodríguez Vera y Aguillaume, durante dos sesiones (días 6 y 8 de marzo),
atacaron con saña al ministro, acusándole de transgredir con sus disposiciones
las leyes constitucionales, de actuar con mala fe, casi a lo dictatorial o a lo
fascista. Explicó el ministro, en dos extensos discursos de tres horas de
duración, que a su llegada al departamento advirtió que los Cuerpos de Correos
y Telégrafos «se habían erigido en un estado contra el Estado». El ministro
había sido suplantado por un Sindicato, rector, director y amo del Ministerio.
Ese poder faccioso nombraba y destituía, imponía vetos y dimisiones y, por
medio de una Comisión de destinos, hacía y deshacía a su antojo. El señor Cid
acumulaba pruebas para demostrar sus denuncias. «Cuando me enteré de todo esto
— exclamaba—, di orden para que inmediatamente cada funcionario estuviera en
su destino, y el que no cumpliera, a la calle. Así, ni un día más.» Se
expresaba el ministro con gran energía, y al referir sus diálogos con los
indisciplinados y la actitud de firmeza adoptada, la mayoría de los diputados
subrayaban sus palabras autoritarias con fuertes aplausos y expresiones como
éstas: «¡Ya era hora! ¡Aquí hay un ministro!»
A uno de sus impugnadores, el diputado Aguillaume, agitador
calificado del Cuerpo de Correos, que le había acusado de proceder de mala fe
atacándole con insinuaciones malévolas, el ministro le recordó que al
advenimiento de la República, «por un nombramiento algo ilegal, por acción
directa, se posesionó de la Administración de Correos de Oviedo, colocándose en
situación ventajosa respecto a los demás compañeros, y a pesar de que hacía
tres meses que no desempeñaba el cargo y estaba excedente, por ser diputado, no
hemos conseguido que cese en el disfrute de aquello a que no tiene derecho, con
perjuicio del compañero que le ha sustituido». El ministro de Comunicaciones
terminó: «Es preciso que sepan los Cuerpos de Correos y Telégrafos, y todos los
Cuerpos del Estado, que el ser republicano, y de republicanismo probado, no es
una patente de corso para ponerse al margen de la ley.»
Tan aplastante fue el triunfo del ministro de
Comunicaciones, que Besteiro decía poco después a la Cámara: «Vosotros podéis
considerar, señores diputados, que la posición socialista en estos momentos es
débil: yo no tengo autoridad propiamente para defenderla; pero lo que sí digo
es que cuando hay alguien en nuestro partido que incurre en falta, el partido
tiene medios de subsanar esa falta y de ponerse en condiciones de aparecer ante
el país con una honorabilidad perfecta.» «En la sesión de hoy han ocurrido
algunos episodios que a mí me han llenado de amargura.» Por su parte, Prieto
reconocía, en una intervención para alusiones, que «el éxito notorio, y por
notorio, inútil de disimular, ha acompañado al ministro de Comunicaciones.»
En las sesiones de los mismos días (7 y 8 de marzo), al
discutirse un proyecto de ley ampliando las plantillas de los Cuerpos de
Seguridad y de la Guardia Civil, más unos créditos extraordinarios que
importaban 10.642.193 pesetas, los diputados socialistas llegaron a la agresión
verbal, infamante y soez, sobre todo contra la Guardia Civil, describiéndola
como tropa feroz y terrorífica, «vendida a los ricos y a los caciques»,
distinguiéndose por su violencia la señora de Lezárraga. A todos los cuales contestó
el ministro de la Gobernación: «Todo el mundo conoce y admira la moral, la
rectitud, la lealtad de la Guardia Civil y toda España debe saber que en cada
guardia civil está representado el Estado mismo. El país no tiene por qué temer
a la Guardia Civil, y ésta, en la ejecución de las órdenes del Gobierno, no
sentirá el más leve titubeo enervador del ejercicio de la autoridad.» Las
enmiendas presentadas por los socialistas al proyecto fueron derrotadas por
gran mayoría de votos: unieron sus sufragios, radicales, populistas, agrarios,
monárquicos, tradicionalistas y catalanes de la Lliga. Enfrente, los
socialistas.
El éxito del ministro de Comunicaciones había sido tan
resonante, que los diputados de la C. E. D. A. quisieron afianzarlo y estimular
de paso al Gobierno para que persistiera en esta actitud autoritaria y de
prestigio para el Poder público. «Declaramos —decían— nuestra satisfacción por
la actuación del ministro de Comunicaciones, encaminada a restablecer el
principio de autoridad e inspirado en un sano criterio de gobierno.» Gil
Robles, al defender la propuesta, explicó: «De la misma manera que no damos
confianzas en blanco, estamos dispuestos a darlas al Gobierno constantemente
cuando se produce, como ahora, en defensa de los principios básicos del orden
social. En estas circunstancias, el Gobierno tendrá nuestro apoyo, tendrá la
mayoría que necesita para gobernar.» Los monárquicos, los tradicionalistas y
los agrarios se sumaron a la iniciativa. Se manifestaron contrarios los
socialistas y la Esquerra. La propuesta, que significaba en cierto modo un voto
de confianza al Gobierno, se aprobó por 148 votos contra 24.
Del lado de las derechas podía venir al Gobierno la salud, y
así lo proclamó Lerroux, cuya buena voluntad era indudable, en un banquete (4
de marzo) que congregó a ochocientos correligionarios, con motivo de cumplir el
jefe radical sus setenta años. El banquete fue un acto más en la larga serie de
aparatosos homenajes conmemorativos del aniversario: valiosos regalos, millares
de telegramas, desfile inacabable de correligionarios por su casa para firmar
en los álbumes y sobre todo júbilo y confianza en próximos días radiantes para
el partido radical. Sin embargo Lerroux acusaba decadencia en el vigor y
arrogancia que le dieron fama, se lamentaba de las decepciones sufridas y se
resentía de las heridas recibidas en las recientes luchas políticas. «Yo he
querido —decía — ensanchar la política de tal modo, que todos, dentro de la
República y en la órbita republicana, fueran a colaborar en una empresa
nacional. Algunos han dicho que me he inclinado a la derecha. Señores, yo sé
que en el campo de las izquierdas no tengo nada que recoger... Yo, que toda mi
vida he luchado por la redención y exaltación del obrero y del humilde, pero
que no soy partidario de la lucha de clases, no tengo nada que buscar en la
organización que la predica. Debo, sí, laborar con todas mis energías para que
se constituyan partidos que, sin estar a mi izquierda, puedan ofrecer un
instrumento al servicio del Estado. Nací y vivo sentimental. Mi mayor placer es
que todos me quieran; pero yo os digo que se vive tanto del amor de los amigos
como del odio de los adversarios. Ya saben quienes me persiguen que yo les
tengo simpatía y deseo que vivan dentro de la legalidad. Pero si de ella se
salen, cualquiera que sea mi simpatía, les veré impávido subir hasta el
Gólgota, aunque por dentro llore.»
«Preferimos el Gólgota —replicaba El Socialista (5 de
marzo) —. Siéntase fuerte contra el proletariado. Comience la guerra civil, a
ver cómo acaba. El frente contra la actual situación es cada día más ancho.» Si
los socialistas organizaban ya a las claras, sin embozo, el asalto al Poder, la
disidencia iniciada por Martínez Barrio empezaba a desenvolverse con arreglo a
los planes preconcebidos. Se produjo en Sevilla, en un banquete celebrado en el
Casino de la Exposición (1.° de abril). Admitía como posible un Gobierno
republicano inclinado a la derecha, pero añadía: «Como yo no soy un republicano
de derechas, yo no me integraré nunca en semejante Gobierno.» «No se puede
—afirmaba— ser radical sin estar a la izquierda.» A los olvidadizos les
recordaba que en el programa radical aprobado en asamblea nacional figuraban
como puntos esenciales: «Separación de la Iglesia y el Estado; escuela única;
prohibición de la enseñanza confesional, disolución de las asociaciones
religiosas...» «Yo no soy —insistía el ex ministro— el que quisieran que fuese;
soy el que he sido siempre... No se puede ser radical sin estar a la izquierda.
Estas palabras las pronunció Lerroux en 1932. Mi posición es la misma.» Y
añadió, como colofón a sus sinceridades, «que podía enseñar las manos limpias».
Pronunció su discurso Martínez Barrio cuando acababa de
celebrarse la Semana Santa. Las procesiones sevillanas habían recobrado su
tradicional solemnidad y esplendor, merced a las garantías dadas por el
ministro de la Gobernación de que no se alteraría el orden. Las procesiones no
salían desde el advenimiento de la República. Salazar Alonso fue a la capital
andaluza con los ministros Cid y Pitá Romero para comprobar el cumplimiento de
sus instrucciones. Los sevillanos le aclamaron, agradecidos a su decidido
interés por restaurar el prestigio de la celebérrima Semana Santa. No podía
extrañar que los viejos radicales, librepensadores y masones, contemplasen con
malos ojos que un correligionario se preocupase por restablecer y garantizar
aquellas manifestaciones de fervor religioso en la vía pública.
CAPÍTULO 35.
LOS SOCIALISTAS DECLARAN ABIERTO EL
PERÍODO REVOLUCIONARIO
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