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CAPÍTULO 33.

GIL ROBLES, LLAMADO A CONSULTA POR EL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA

 

 

Ni el Gobierno de Lerroux, ni el de Martínez Barrio pudieron frenar el desorden social. Como en los meses anteriores, también en septiembre, octubre y noviembre, cada jornada, sin excepción, rendía su trágico dividendo. Alborotos estudiantiles impusieron la clausura de la mayoría de las Universidades. La calamidad de las huelgas alcanzó a Madrid, hasta entonces inmune: la de obreros de la construcción duró un mes largo. Fueron frecuentes los choques entre afiliados de la C. N. T., promotores de la huelga, con los socialistas. En uno de los tiroteos (26 de octubre) murieron tres obreros y otros dos resultaron gravemente heridos. El traspaso de los Servicios de Orden a la Generalidad no beneficiaba a Barcelona: estallaban bombas en el centro y en las barriadas, junto a las fábricas y en los rieles de los tranvías; holgaban los obreros de la cons­trucción, los de los transportes urbanos, los de Artes Gráficas y la dependencia mercantil. El director general de la Compañía de Tranvías y Autobuses abandonó la capital, atemorizado por las amenazas y las pocas garantías que ofrecían las autoridades. Consultados los policías y los guardias de Seguridad sobre si deseaban servir al Estado en Cataluña, dentro del fuero de la Generalidad, o en otra provincia, 460 agentes de Vigilancia, de los 480 que componían la plantilla, pidieron destinos fuera de Cataluña, y sólo 70 de los 1.800 guardias de Seguridad aceptaron seguir en Barcelona.

Desde los primeros días de noviembre circulaba el rumor de que se avecinaban graves sucesos revolucionarios. España vivía en un ambiente de pánico. La fantasía popular anticipaba visiones apocalípticas de la catástrofe que se preparaba. Martínez Barrio, a la salida de un Consejo de ministros (9 de noviembre), se refería a «campañas de agitación de origen turbio, encaminadas a perturbar el orden y a trabajos subversivos cerca de las clases del Ejército». La Policía descubría depósitos de armas y explosivos en Teruel, Behovia, Barcelona, Ermúa y Jaca. El gobernador de Huesca declaraba (26 de noviembre) que por documentos cogidos a agentes complicados en el complot, podía anunciar que estaba a punto de producirse un movimiento anarquista.

En los primeros días de diciembre los dueños de las armerías de toda España, avisados de un posible asalto a sus tiendas, acordaron depositar en la Dirección de Seguridad y en las Comisarías las armas y las municiones. El 1.° de diciembre estallaron en Barcelona dos bombas de gran potencia: una, en la plaza de Padró, causó ocho heridos. Al día siguiente, a petición del Gobierno de la Generalidad, el de Madrid declaró el estado de prevención en Cataluña y dos días después en toda España. Sí, decididamente iba a pasar algo; algo más fuerte de lo que hasta entonces ocurría, que no era poco: en Valencia, cinco atracadores asesinaban en su despacho al súbdito inglés Emilio Mackintosh, conocido exportador de frutas; en Madrid, resultaba acribillado a balazos, cuando iba en su coche, el presidente del gremio de vaqueros de Vallecas, Tomás Mínguez, y en Málaga eran asaltadas las oficinas de recaudación de los Ferrocarriles Andaluces y muerto uno de los guardianes.

La Dirección General de Seguridad ordenó la clausura de los sindicatos de la C. N. T., los ateneos libertarios en varias ciudades, el Círculo Tradicionalista y oficinas de Falange Española, éstas recién abiertas en Madrid.

* * *

El Gobierno se hallaba enterado del asalto que se preparaba y apercibido para lo que pudiera sobrevenir. Los anarcosindicalistas, lejos de ocultar sus intenciones, las propalaban con insolencia por medio de circulares y en su propio órgano en la prensa, C. N. T., se publicaban avisos de esta índole: «¡Alerta, trabajadores! Cerremos nuestras filas y estemos prestos a saltar cuando el organismo confederal lo diga». «Obreros, preparaos. La revolución social no espera ni atiende a razones». Estaban persuadidos de que esta vez el golpe sería de tal violencia que resultaría imposible contenerlo.

El día 7 el ministro de la Gobernación dirigía a los gobernadores el siguiente telegrama: «El movimiento revolucionario que elementos extremistas vienen preparando puede estallar a partir de esta misma noche, probablemente en las horas de la madrugada.

Se proponen ejecutar las violencias, sabotajes y atentados que les tengo advertidos y también asaltar cuarteles e incendiar depósitos de gasolina y polvorines. Redoble vigilancia y previsiones. Prevenga jefes militares que las adopten igualmente y actúe, caso de producirse, con la máxima serenidad y la energía máxima, conteniéndolo y sofocándolo de manera fulminante, con humanidad, sin crueldad, pero también sin flaqueza».

El plan revolucionario consistía, según se desprendía de los documentos recogidos, y así lo explicó el ministro de la Gobernación, en la insurrección armada, para implantar el comunismo libertario. «Se recomendaba que no se respetase ninguna autoridad. Había que destruir el Estado, mediante la abolición de la propiedad; asaltar los Bancos, que quedarían bajo la custodia de Comités, lo mismo que la tierra y el comercio; se iría a la ocupación inmediata de las viviendas de las personas pudientes en todos los pueblos.» Se ordenaba «la voladura de puentes y vías férreas para producir la incomunicación; el incendio de los depósitos de gasolina y el asalto a los polvorines; los incendios de casas en las poblaciones, para producir confusión y entorpecer la actuación de la fuerza; el asalto de cuarteles, oficinas públicas, Juzgados, Ayuntamientos, etc., y la destrucción de los archivos; la detención y malos tratos de las personas más calificadas en las localidades donde se produjere el movimiento».

Así concebido el plan de ataque, en las primeras horas de la tarde del día 8 de diciembre se produjo el chispazo. Fue en Barbastro, al descubrir la Guardia Civil un arsenal de bombas, armas y municiones y enfrentarse con un grupo de anarquistas. Uno de los agitadores resultó muerto y otro herido. Pocas horas después la Policía y la Guardia Civil descubrían grandes depósitos de explosivos y de armas en Zaragoza, Huesca, Almería, Logroño, Gijón y Hospitalet. En Barcelona estallaron durante la noche siete bombas. En Prat de Llobregat se libró porfiado combate, en el que encontraron muerte un guardia civil y un revoltoso. Entre los detenidos de Zaragoza figuraba Buenaventura Durruti, uno de los más calificado líderes del sindicalismo anarquista. Ya en 1917, cuando sólo contaba veintiún años, hubo de expatriarse a Francia, por su participación en una huelga general. Intervino con otros anarquistas en diversos atracos y atentados, y en unión de otro sindicalista llamado Ascaso, en el asesinato del cardenal Soldevila, arzobispo de Zaragoza (1923). Era un mecánico leonés, de fondo insobornable, fanático, y audaz hasta la temeridad. A raíz de aquel asesinato huyó de España para regresar al proclamarse la República. Poco después los propios republicanos le encerraban en la cárcel de Puerto de Santa María, pues dejado libre lo conceptuaban demasiado peligroso.

Por la noche el movimiento subversivo se propagó a Logroño, a varias provincias andaluzas, a Galicia y Levante. En vista de la multiplicación de focos rebeldes, el Gobierno acordó en la mañana del día 9 declarar el estado de alarma en toda España. Durante algunas horas, Zaragoza vivió en gran confusión, entre explosiones y tiroteos; los revoltosos intentaron incendiar las iglesias de Capuchinos, de San Carlos, de San Miguel, de San Nicolás y el convento de las Mónicas. Muchos pueblos de Huesca sufrieron desorden anárquico y la capital quedó paralizada por la huelga general. En Barcelona se sucedieron sin interrupción los choques entre guardias y anarquistas; estallaron muchas bombas y merced a la energía de la fuerza pública se pudo descoyuntar el plan de los revolucionarios para apoderarse de la ciudad. En Logroño, los sindicalistas, situados en los tejados de las casas, disparaban contra la fuerza y sembraban el terror. Colisiones sangrientas se registraron en Labastida y San Vicente de la Sonsierra (Álava); huelgas, desórdenes, estallidos de bombas e incendios en Valencia, Gerona, Coruña, Castellón, Málaga y Salamanca.

En Granada, los revoltosos eligieron las iglesias como principal obje­tivo de su ataque: provocaron incendios en los conventos de Santa Inés, de las Tomasas, cuyo templo quedó destruido; iglesias de San Gregorio y San Cristóbal, ermita del Cristo del Ebro y archivo de la Audiencia territorial. La ciudad quedó a oscuras, entre explosiones, por haber sido volados unos transformadores. Fuerzas del Ejército se encargaron de la custodia de las calles desde la madrugada.

Muchas líneas telegráficas y telefónicas quedaron destrozadas y se produjeron tremendos actos vandálicos en las vías férreas. En Alicante, entre Sax y Novelda, descarrilaron un tren: varios viajeros resultaron heridos. En Burgos, cerca de Miranda, fue volada la vía con explosivos; el tren expreso de Barcelona a Sevilla tiroteado en Alcalá de Chisvert, en Villarreal volada la línea; en Burgo (Coruña) se evitó milagrosamente que el expreso no se lanzara a un precipicio; en Astorga levantada la vía en varios sitios. En Zuera (Zaragoza) se provocó el descarrilamiento del expreso de Barcelona a Bilbao. Todos los trenes, cuando salían o entraban en Zaragoza eran tiroteados. En Valencia cortaron la línea del ferrocarril de Valencia-Aragón en varios puntos. Unas bombas colocadas en los pilares del puente sobre el barranco de Puzol produjo el descarrilamiento del rápido Barcelona-Sevilla y varios coches se despeñaron en el abismo. Más de veinte viajeros resultaron muertos y sesenta heridos.

El episodio más espectacular de la revolución ocurrió en Villanueva de la Serena (Badajoz). Un sargento de Infantería llamado Pío Sopeña, con destino en la Caja de reclutas, que alardeaba de anarquista, reunió en la mañana del día 10, en el edificio donde se hallaban las oficinas de la Caja a quince vecinos, previamente comprometidos para participar en el motín y a los que repartió armas. El sargento quiso que los soldados a sus órdenes se sumasen a la sublevación; pero únicamente logró la adhesión de muy pocos. Alarmado el sargento de la Guardia Civil por aquella reunión de gentes heterogéneas en las oficinas, envió a dos guardias en averiguación de lo que sucedía. Al aproximarse éstos al edificio, recibieron una rociada de balas y los dos cayeron: uno, muerto, y otro, herido grave. Salieron entonces hacia las oficinas el oficial jefe de la Caja de reclutas, en unión del sargento, y otra descarga mató al sargento, Adolfo Redondo. A todo esto, como el edificio estaba situado en un antiguo convento, ruinoso, pero de sólidos cimientos y amplia planta, se pudo advertir que los insurrectos se habían parapetado en sitios estratégicos y dominaban con su fuego toda la zona. Se pidieron refuerzos, y desde Don Benito acudieron una compañía de Asalto y fuerzas de la Guardia Civil al mando del coronel Pérez, las cuales cercaron el convento. Por la tarde, llegaron, procedentes de Badajoz, una compañía de ametralladoras y una sección de lanzabombas con dos morteros.

En las primeras horas de la noche, y tras reiteradas intimidaciones a los sitiados para que se rindieran, comenzó el ataque, con fuego de ametralladora, fusil y lanzamiento de bombas de mano, sin que se quebrantara la resistencia de los rebeldes. La acción de soldados y guardias se veía trabada por continuas órdenes del Gobierno, muy preocupado porque la ofensiva se desarrollara con la máxima prudencia y dentro de la más estricta legalidad. Transcurrió la noche sin otra novedad que la inesperada huida del convento de dos revoltosos, que, saltando por una tapia, se dieron a la fuga. Por fin, ya de mañana, a las veinticuatro horas de iniciada la rebeldía, las tropas recibieron orden de asaltar el edificio, adueñándose muy pronto del mismo. Siete de los revoltosos, entre ellos el sargento Sopeña, quedaron muertos entre los escombros.

Otro episodio sangriento se desarrolló en Bujalance (Córdoba). Aquí, muchos obreros, trabajados por la propaganda anarquista, se amotinaron en la mañana del 11, distinguiéndose por su exaltación las mujeres. Salieron cinco guardias civiles en descubierta por las calles. Uno de ellos, Félix Wolgeschaffen, se separó de sus compañeros, y al volver una esquina fue acometido por un grupo de amotinados que esgrimían puñales. Los revoltosos cayeron sobre él, rematándole con refinada crueldad. Los refuerzos pedidos a Córdoba llegaron a las diez de la noche. Avanzó la compañía de Guardia Civil hasta el Ayuntamiento, donde socorrieron al alcalde, a cuatro guardias municipales y a un escribiente, que resistían. Luego dominaron la oposición, que era tenaz y desesperada en muchas casas, tres de las cuales cayeron demolidas por las explosiones de granadas de mano. Los amotinados tuvieron seis muertos. Murió también un niño, alcanzado por una bala cuando cruzaba, en pleno combate, por el patio de su casa.

En la provincia de León, los mineros de Fabero, dueños del lugar, proclamaron el comunismo libertario. Ocuparon un polvorín y armados y bien provistos de cartuchos de dinamita, se encaminaron a La Vega de Espinareda, donde cercaron el cuartel de la Guardia Civil. Los ocupantes, que eran cinco, se defendieron con tesón. Destrozado el edificio por la dinamita y heridos dos de los guardias, se rindieron los restantes. Los mi­neros, después de desvalijar los comercios, salieron hacia Argansa y Cacabelos, donde fueron contenidos.

La revolución alcanzó su mayor ímpetu en Zaragoza, y, por efecto de la onda expansiva, en Huesca, Teruel, Álava y Logroño. Se explica que sucediera así, pues Zaragoza, desde el año 1931, después de la revolución de la cuenca del Llobregat, era la capital del sindicalismo, sede del Comité nacional de la C. N. T., cerebro y motor de la organización. Las ciudades aragonesas y riojanas conocieron días y noches de terror: solitarias y oscuras sus calles, sin servicios, estremecidas de explosiones, con continuos tiroteos en las esquinas y en los tejados y un viento helado de rumores catastróficos para deprimir y paralizar a la gente. Los revolucionarios llegaron a dominar barrios extremos en Zaragoza, Haro y Logroño, donde se libraron porfiados combates. Se adueñaron también los revoltosos, durante horas, de Alcampel, Tormo, Villanueva de Ligena, Peralta de la Sal, Calasanz, Bellver y Albalate del Cinca, en Huesca; de Labastida y San Vicente de la Sonsierra, en Álava; de Fuenmayor, Cenicero, Brines y San Asensio, en Logroño. En varios de estos pueblos proclamaron el comunismo, con los sabidos corolarios de quema de archivos, saqueo de comercios, supresión de moneda, conminaciones con amenazas de fusilamientos, y en algunos sitios, como Fuenmayor, con quema de iglesias. La de San Asensio contaba con un altar del escultor riojano Arbulo Margavete y una balaustrada de los siglos XV y XVI, que fueron pasto de las llamas. Al cuarto día de desórdenes, la Policía logró detener en Zaragoza al Comité Nacional de la revolución, a la cabeza del cual figuraba un albañil de veintiséis años, llamado Cipriano Mera, fichado como agitador peligroso.

La revolución de diciembre fue una orgía de dinamita. La Policía y fuerzas de Orden Público descubrieron innumerables madrigueras llenas de artefactos; talleres y laboratorios dedicados a la preparación de bombas, arsenales de explosivos. Cuando en una casa de Alfafar (Valencia) se efectuaba un reparto de bombas entre los sindicalistas, estalló una, que mató a seis de los allí presentes; en otras estancias se encontraron trescientas. Grandes depósitos fueron descubiertos en Gijón, Barcelona, Baracaldo, Bilbao, Navalmoral de la Mata, La Palma del Condado, Valderrobles (Teruel), Briones (Logroño). Sólo en una noche estallaron once bombas en Madrid y otras en Villaverde y Canillas. Los anarquistas no vacilaron ante ninguna fechoría, por abominable y criminal que fuera: lanzaron botellas con líquido inflamable contra la nueva Inclusa de Madrid, a sabiendas de que allí se cobijaba una población de criaturas; volaron la conducción de Pinos Genil (Granada) para dejar sin agua a la capital; en Navalmoral de la Mata prendieron fuego a dos iglesias, y en Calatayud a los conventos de las religiosas Clarisas y Dominicas y a la ermita de la Virgen de la Peña, Patrona de la ciudad, cuya imagen quedó carbonizada; en La Coruña fue encontrada sobre la aguja del ferrocarril una bomba de 18 kilos...

* * *

A partir del día 12 de diciembre la marea revolucionaria comenzó a descender. Las fuerzas gubernamentales se imponían en todas partes. Los revoltosos se batían en retirada, aun en aquellos sitios donde lograron éxitos, siempre efímeros. Desde el primer momento el Gobierno contó con el apoyo incondicional de las minorías agrarias y de la C. E. D. A. Una nota del partido socialista y de la U. G. T. (11 de diciembre) declaraba «que no habían tenido participación alguna en el movimiento», si bien consideraban que la responsabilidad «correspondía al Gobierno, por su menosprecio de las reivindicaciones sociales». Maciá, en un discurso por radio, calificó de «frenéticos y malvados» a quienes «trataban de imponerse por las bombas y las pistolas», y Companys afirmó que «había que acabar con estas situaciones caóticas, que ni siquiera eran una revolución».

Lo que a juicio de Companys no era ni siquiera una revolución arrojaba el siguiente balance de víctimas: «11 guardias civiles muertos y 45 heridos; tres guardias de Seguridad muertos y 18 heridos; 75 paisanos muertos y 101 heridos». La estadística de las armas y explosivos recogidos daba estas cifras: «Pistolas y revólveres, 993; fusiles y escopetas, 825; bombas de dinamita, 2.615; cartuchos de dinamita, 21.077; armas blancas, 297; botellas con líquido inflamable, 282, más 100 ampollas con sustancias también inflamables; fulminantes, 2.730; pistones, 2.689, y cantidades enormes no inventariadas de cajas y paquetes con dinamita».

El atentado anarco-sindicalista contra la sociedad había sido tan alevoso y salvaje, que la indignación producida era unánime. En la sesión de Cortes del 12 de diciembre, al comunicar el ministro de la Gobernación la declaración del estado de alarma en toda la nación, Prieto manifestó que en el «movimiento perturbador no se ha acusado ni ha intervenido otra fuerza que la Confederación Nacional del Trabajo y los grupos de la Federación Anarquista Ibérica». Los señores Goicoechea, Gil Robles, Martínez de Velasco y Domínguez Arévalo ofrecieron su apoyo al Poder público para que restableciera el orden.

Estos ofrecimientos soliviantaron a la minoría socialista. Prieto consideró vergonzosa la adhesión al Gobierno «de los enemigos de la República», que confirmaban los pactos electorales para aplastar a los socialistas. Con ello, añadía, «nos cerráis todas las salidas y nos invitáis a la contienda sangrienta». «La desventura —afirmaba dirigiéndose a Martínez Barrio— ha perseguido la acción gubernativa de S. S., para que también formen su cortejo lágrimas, sangre y lodo. Y para hacer esto no se ha vacilado ante ninguna claudicación.» Respondió el presidente del Consejo que no existía paridad entre los sucesos de estos días y los que invocaba Prieto, que eran los de Casas Viejas, y repetía las palabras de entonces: «Prefiero ver hundida la República, si ha de vivir entre lodo, lágrimas y sangre.»

Sofocados los últimos rescoldos de la hoguera revolucionaria, reintegrados los obreros al trabajo y en activo funcionamiento los tribunales de urgencia para castigar a los culpables, entendió el Gobierno cumplida su misión y que había llegado la hora del relevo. El 16 de diciembre quedó planteada la crisis. Martínez Barrio aconsejó al Presidente de la República la formación de un Gobierno a base del partido radical, con la colaboración de grupos y personalidades inequívocamente republicanas. Acudieron a Palacio, llamados por el jefe del Estado, Besteiro, Lerroux, Azaña, Negrín, Cambó, Aragay (representante de la Esquerra), Maura, Melquíades Álvarez, Martínez de Velasco, Gil Robles y Horn (de la minoría vasca). Recomendaban las izquierdas un Gobierno «estrictamente republicano», sin participación de elementos de republicanismo dudoso, mientras los socialistas pedían la disolución de las Cortes.

La nota sensacional de la crisis, destacada por toda la prensa, fue la presencia de Gil Robles en Palacio, requerido a consulta por el Presidente de la República. Desde aquel momento la C. E. D. A. quedaba calificada como fuerza republicana. Gil Robles se declaró dispuesto a gobernar dentro de la República cuando lo aconsejasen las circunstancias. «Entendemos —dijo— que en el porvenir deberá llegarse a un Gobierno de derechas para actuar con lealtad dentro del régimen que el pueblo ha querido darse y respecto al cual no ha versado la consulta electoral.» Por su parte, Martínez de Velasco anunciaba que la minoría agraria haría profesión de republicanismo en el momento oportuno.

Encargado Lerroux de formar Gobierno al comenzar la tarde, a las ocho facilitaba la siguiente lista: Presidencia, Alejandro Lerroux; Estado, Leandro Pita Romero; Justicia, Ramón Álvarez Valdés; Guerra, Diego Martínez Barrio; Marina, Juan José Rocha; Hacienda, Antonio Lara; Gobernación, Manuel Rico Avello; Instrucción pública, José Pareja Yébenes; Trabajo, Estadella; Obras públicas, Rafael Guerra del Río; Agricultura, Cirilo del Río; Industria y Comercio, Ricardo Samper; Comunicaciones, José María Cid.

Se advertía que el señor Rico Avello desempeñaría la cartera de Go­bernación hasta que fuesen levantados los estados de prevención y alarma; que el señor Estadella había recibido el encargo de preparar un anteproyecto sobre creación del ministerio de Sanidad, y que los señores Pita Romero y Cid estaban en el Gobierno con su sola representación personal y no como miembros de las minorías a que pertenecían.

Don Ramón Álvarez Valdés, nuevo ministro de Justicia, pertenecía al partido liberal-demócrata, continuador del reformista, fundado por don Melquíades Álvarez: se había distinguido por su competencia y capacidad en el mundo financiero y en el campo jurídico. Pareja Yébenes, afiliado al partido radical, era rector de la Universidad de Granada. Cid y Ruiz Zorrilla, abogado de mucho prestigio, representaba dentro de la minoría agraria la tendencia republicana. Estadella, radical, había desempeñado la subsecretaría de Sanidad y era muy versado en cuestiones sociales.

El nuevo Gobierno se presentó a las Cortes el 19 de diciembre, y en la declaración ministerial leída por el presidente del Consejo de ministros decía que su máxima preocupación sería «restablecer la paz social, la disciplina moral y el prestigio de la ley». Cuando la siniestra cosecha de material destinado al crimen, en la reciente revolución, estaba sin recoger, el Gobierno no se atrevía a tomar ninguna iniciativa respecto a la concesión de una amnistía. «Pensamos en ella; pero condicionada.» La obra legislativa iría escalonada, según lo aconsejaran razones de urgencia. En el proyecto de presupuesto se haría la reducción de gastos en la medida de lo posible. Enunciaba, en rasgos generales, lo que sería la política eco­nómica y prometía respeto para la obra legislativa de las Constituyentes, desde las leyes laicas hasta los Estatutos regionales, manteniendo el impul­so renovador en lo social, en la Reforma Agraria y en la legislación militar.

Se levantó para explicar la posición de su partido ante el Gobierno, Gil Robles. El público, que colmaba la sala, lo escuchaba con avidez. Recordó el orador cómo las organizaciones políticas de derecha, sin el menor contacto con el pasado, inhibiéndose en el problema de la forma de Gobierno, se aprestaron desde el principio a la defensa de los principios fundamentales amenazados. Una vez instaurado el nuevo régimen, «acatamos el Poder público, sin crearle dificultad alguna y dándole facilidades para que realice los grandes fines colectivos». «Acaso nosotros hubiésemos podido, sin dificultad, alcanzar un puesto en el escalafón de antigüedad republicana, hacia el que muchos se lanzaron en carrera desenfrenada. Nos hubiera sido fácil; pero para ello habríamos tenido previamente que desembarazarnos del peso de nuestra propia dignidad. Eso no podíais pedirlo. Lo que podéis pedir, y aun exigir, es que acatemos el Poder, que para nosotros, como católicos, viene de Dios, sean cualesquiera las manos en que encarne: tenéis derecho a exigimos lealtad acrisolada hacia un régimen cuya legitimidad no teníamos ni siquiera que investigar, porque era el que el pueblo español por sí mismo había querido. Esto era lo que nosotros podíamos y debíamos prestar y lo que hicimos desde el primer momento, aun cuando fuera necesario dejar sentimientos muy hondos y muy acrisolados; aunque en nuestras filas hubiera muchos hombres que se vieran en la precisión de retorcer su propio corazón; aunque tuviésemos que hacer frente a los ataques insidiosos de un lado y de otro, que también a nuestro campo llegaron los zarpazos de la impopularidad y hasta los mordiscos de la insidia.»

Recordaba la intervención de los diputados de derechas en las Cortes Constituyentes y cómo se trató de colocarlos fuera de la legalidad, con el propósito de aplastarlos. «Nosotros fuimos al pueblo a procurar conquistarlo y a rectificar vuestros errores. Los resultados se han visto en las tres últimas elecciones. ¿Contra qué ha votado la opinión nacional? ¿Contra el régimen o contra su política? Para mí, honradamente, hoy por hoy, el pueblo ha votado contra la política de las Constituyentes. Ahora bien: si se quiere, como lo han hecho algunos gobernantes, que sectarismo, socialismo y República sean cosas consustanciales, entonces el pueblo estará contra la política y contra el régimen.»

El pueblo pide una rectificación de política y esta exigencia presenta a las derechas dos caminos: «o gobernar o facilitar la formación de Gobier­nos como el actual». «Creemos que nuestro espíritu no se halla aún preparado para llegar a las alturas del Poder... Falta serenidad a nuestras almas y tiempo para que desaparezca completamente de nuestro corazón cualquier deseo de revancha o de venganza.» «Pretendemos que venga otra situación política a liquidar, acaso con menos dolor, muchos de los errores que la opinión pública ha señalado... Nuestro deber es pedir al Gobierno que rectifique errores, que llegue lo antes posible a un concordato con la Santa Sede y que no demore un día más de lo que las necesidades exijan la concesión de una amnistía... Es necesario derogar la ley de términos municipales; rectificar sustancialmente la orientación de la Reforma agraria y la política de Jurados mixtos.»

Solicitaba Gil Robles la presentación, «lo más pronto posible, de un proyecto de ley para concluir con el paro forzoso o, por lo menos, para aliviarlo». «Una sociedad que se llama civilizada y cristiana no puede ver con indiferencia que haya en España 650.000 hombres que no tienen qué comer... ¿Dinero? Hay que buscarlo donde lo haya, con reformas fiscales, todo lo avanzadas que sean menester, para acabar de una vez con el hambre de las gentes.» Con la actual Constitución —afirmaba Gil Robles — «no se puede gobernar, y empeñarse en sostenerla no llevará más que a una dictadura de izquierdas o de derechas, que no apetezco para mi patria, porque es la peor de las soluciones».

Interrumpió Primo de Rivera: «De izquierdas o de derechas es mala solución. Una integral, autóctona, es buena solución.»

«No creo preciso —contestó Gil Robles— discutir con nadie en estos momentos, y menos con persona a quien estimo tanto como al señor Primo de Rivera, la conveniencia de una dictadura, ni tampoco la solución venturosa de una dictadura de tipo nacional. Yo sé por dónde va S. S. He de decir, para que a todos nos sirva de advertencia, que por ese camino marchan muchos españoles y esa idea va conquistando a las generaciones jóvenes; pero yo, con todos los respetos debidos a la idea y a quien la sostiene, debo decir con toda sinceridad que no puedo compartir ese ideario, porque para mí un régimen que se basa en un concepto panteísta de divinización del Estado y en la anulación de la personalidad individual, que es contrario a los principios religiosos en que se apoya mi política, nunca podrá estar en mi programa y contra él levantaré mi voz, aunque sean afines y amigos los que llevan esa bandera.»

«Nosotros no pretendemos divinizar al Estado —manifestó Primo de Rivera, en réplica a las palabras que le dirigió Gil Robles—. Queremos cabalmente todo lo contrario. Queremos que el Estado sea siempre instrumento al servicio de un destino histórico, de una misión histórica de unidad. Porque entendemos que un pueblo es eso: una integridad de destino, de esfuerzos, de sacrificios, de lucha, que ha de mirarse entera y que entera avanza en la Historia y entera ha de servirse.»

Terció en el debate Indalecio Prieto para subrayar la debilidad del Gobierno, que no podría subsistir sin el apoyo de las derechas. «El riesgo para la República —decía— no lo veo yo en la posibilidad de una restauración monárquica: el riesgo es el adueñamiento de la República por unas derechas enemigas del régimen; lo que no podía prever era que fuese el señor Lerroux el colaborador decisivo de esta maniobra.» Recordaba con sarcasmo las promesas de Gil Robles en sus discursos de propaganda electoral: «No necesitamos el Poder en contubernio con nadie... La democracia no es en nosotros un fin, sino un medio para ir a la conquista de un Estado nuevo... Llegado el momento, el Parlamento o se somete o lo hacemos desaparecer: tenemos que depurar la patria de masones y judaizantes... ¿Con qué fundamento ha discrepado S. S. de las palabras, infinitamente más sinceras, del señor Primo de Rivera?... El acatamiento del señor Gil Robles no significa adhesión al régimen. A esta situación se ha llegado por sugerencias altas, altísimas, pero extrañas a la nación española. Sabe todo el mundo que esto se ha gestado en Roma.»

Martínez de Velasco (día 20), en nombre de la minoría agraria, prometió al Gobierno la colaboración parlamentaria sin limitaciones ni regateos, ni condiciones que podrían parecer servidumbre. Nada dijo de acatamiento al régimen, y cuando un diputado socialista le preguntó: «¿Sois republicanos o no?», eludió la respuesta. El conde de Rodezno expuso la absoluta incompatibilidad de los tradicionalistas con el régimen, como católicos y como españoles. Goicoechea entendía que el propósito del Gobierno de mantener íntegra la legislación de las Constituyentes equivalía a la negación de todas las conclusiones que sirvieron de base al programa mínimo electoral de las derechas. «Un concordato con la Santa Sede —decía— no es posible sin la previa reforma del artículo 26 de la Constitución y sin la reforma del artículo 46 que entroniza el laicismo.» La amnistía «es la condición ineludible para que España olvide los dos años de oprobio durante los cuales ha parecido la política, más que cenáculo de caballeros, patio de Monipodio. ¿Se va a permitir que se mantenga el espíritu que ha permitido que en el Ejército se opere una selección hacia lo peor, propia de todo régimen decadente?» «Cuando se trataba de la Monarquía era el régimen el responsable y no los hombres; cuando se trata de la República, son los hombres los responsables y no el régimen. La expe­riencia me ha enseñado lo bastante para recoger la inmensa y amarga verdad que como una reflexión profería Sila después de su dictadura: «Para suprimir el veneno no hay otro remedio que romper el vaso.» El Gobierno no contaría con el apoyo de la Esquerra, según manifestó el diputado Aragay.

Contestó a todos los oradores Lerroux. En las cuestiones de carácter religioso, se buscarían «aquellas soluciones mediante las cuales se puedan resolver problemas que perturban la conciencia nacional y pueden levantar ingentes y gravísimas dificultades ante la República». Respecto a la amnistía, «a la impunidad me opondré con todas mis fuerzas, al perdón la asistiré con todos mis elementos. Ni el señor Gil Robles ni el señor Martínez de Velasco han puesto condición alguna a su ofrecimiento de apoyo, pues de lo contrario no lo hubiera soportado. El señor Prieto los recusa porque dice que quieren adueñarse de la República y gobernarla. ¿Qué cosa más natural? ¿Qué queremos todos? ¿Qué habéis querido vosotros, los socialistas? ¿Han dicho otra cosa sino que están dispuestos a ayudarnos con todo y absoluto desinterés? Y yo los creo.»

Las palabras de Gil Robles en su discurso de la sesión anterior sobre lo que deberían hacer las derechas si se les cerraba el camino del Gobierno, encubrían, según Indalecio Prieto, el propósito de un golpe de Estado. En este caso, «públicamente contrae el partido socialista, el compromiso de desencadenar la revolución».

Al explicar Goicoechea su alusión al patio de Monipodio, que había suscitado enérgicas protestas de Prieto, dijo: «En una ocasión le oí al señor Prieto, en el Ateneo, con excesiva libertad de frase que el contrato con la Telefónica era un «inmenso latrocinio». Luego he visto al señor Prieto en el banco azul, bien avenido con el «inmenso latrocinio».

«Cuando yo di esa conferencia —contestó Prieto—, creí que se había fundamentado el despojo de que había sido objeto nuestra soberanía, sostuve ese concepto y lo sostengo.»

Primo de Rivera: «Y no habéis procesado a nadie en dos años y medio por responsabilidades de gestión.»

Prieto: «¿Cómo va a ser sencillo deshacer un acto de gestión en que están mezclados intereses internacionales?»

Primo de Rivera: «Pero ¿y procesar? ¿Por qué no habéis procesado, si teníais una Comisión de responsabilidades omnímoda?»

Prieto: «Creo que he probado la acusación y estoy dispuesto a repetir la prueba de que el contrato con la Compañía Telefónica Nacional, con cláusulas vejatorias para nuestra independencia, constituye un latrocinio...»

Primo de Rivera: «¡Mentira! Señor presidente: lo de latrocinio es una injuria.»

Gil Robles: «Yo, que no asistí a la sesión del Ateneo, pero sí a la se­sión donde S. S. no se mostró con mucha gallardía en el banco azul, tengo que decir a S. S.: eso que dice debe demostrarlo cuanto antes; porque si no, S. S. es un falsario que no tiene derecho al respeto de la Cámara, que estará dispuesta a tratar este asunto con toda amplitud.

Prieto: «Estoy a la disposición de todos, luego y siempre.»

Primo de Rivera: «Me uno a la petición del señor Gil Robles y pido, incluso, que se forme otra Comisión investigadora, y si esta Comisión no procesa, se excluya, como por tribunal de honor, a todo el que por desahogo se atreva a proferir acusaciones que no puede probar.»

Una proposición de confianza al Gobierno «para que hiciera política de conciliación» obtuvo 265 votos contra 53.

La mayor parte de las sesiones hasta fin de año estuvieron dedicadas a la discusión de las actas y en ellas se pusieron de manifiesto las rapacerías y escamoteos de la picaresca electoral de muchos candidatos para apoderarse de los votos ajenos. No hubo sesiones durante los días de Navidad: las ciudades y pueblos celebraban las Pascuas del Niño Jesús con un semblante más risueño que en los dos años anteriores. El 28 de diciembre quedó constituido el Congreso. Se ratificó el nombramiento de presidente a favor de don Santiago Alba, y este, en su saludo a la Cámara, invitó a los diputados a hacer del Parlamento el «instrumento de un gran designio nacional para que al cabo podamos entrar gloriosamente en la Historia». Se propuso a las Cortes la prórroga de los presupuestos generales del Estado y la aprobación de un crédito extraordinario de 736.092 pesetas para los gastos del Tribunal de Garantías Constitucionales, que no funcionaba por falta de dinero.

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El 6 de agosto de 1933, convocados por las Comisiones Gestoras de las provincias vascongadas, se reunían en asamblea en la Escuela de Artes y Oficios de Vitoria los Ayuntamientos de las tres regiones para conocer el proyecto de nuevo Estatuto, redactado por encargo y bajo la dirección de dichas Comisiones. No difería mucho del presentado en Estella. Presidió la Asamblea don Teodoro Olarte, de la Comisión Gestora de Álava. Hubo muchos discrepantes del proyecto, en su mayoría tradicionalistas, significándose por su oposición los alaveses, que reclamaban la derogación de las leyes que abolían los fueros, y la reintegración foral, en vez de la autonómica, de conformidad con lo que pedían los señores Pradera y Olazábal en la prensa. Sometido a votación el proyecto de Estatuto, quedó aprobado por 249 votos, de los 282 Ayuntamientos representados en la Asamblea, y que se distribuían así: 116 de Vizcaya, 89 de Guipúzcoa y 77 de Álava. Se designó una Comisión de dieciocho miembros para la preparación del plebiscito y se convino en que si Navarra se decidía a unirse a las regiones vascas, se variarían algunas palabras en el texto del Estatuto.

El plebiscito se celebró el 5 de noviembre. Los nacionalistas arriesgaron todo por ganarlo; negociaron con derechas e izquierdas. José Antonio Aguirre no vaciló en proponer a Indalecio Prieto «una coalición a base de defensa del Estatuto», en la que nadie quedase excluido, y si algún sector estimaba insuficiente su representación, «tengo encargo del Consejo Supremo de nuestra organización —decía Aguirre— de ofrecer lo mismo a ustedes que a los demás sectores cuantas actas sean precisas, con el fin de llegar a la unidad. Si fuera preciso, el nacionalismo ofrece todas las suyas.» Prieto, en respuesta, proponía que sin llegar a una inteligencia, «las elecciones se celebraran sin aquella ferocidad que distinguían a nuestras luchas». El desconcierto fue grande en torno al plebiscito. El Pensamiento Alavés, órgano del tradicionalista Oriol Urigüen, lo combatió con violencia; La Gaceta del Norte, «velando por los altos intereses espirituales y materiales del país», recomendaba se votase; en La Constacia, de San Sebastián, don Juan Olazábal se declaraba implacable adversario del Estatuto, mientras tradicionalistas tan caracterizados como los señores Oreja Elósegui, Elorza y Pérez Arregui hacían constar «que su pensamiento era diametralmente opuesto en el fondo y radicalmente contrario en cuanto a la norma de actuación» de dicho señor Olazábal, al que, por otra parte, el pretendiente don Alfonso Carlos «no sabía cómo expresarle lo sumo agradecido que te estoy por lo muchísimo que trabajaste para que no se votase el Estatuto...» «Sé que tengo en ti —añadía— uno de mis mejores adictos para sostener nuestros santos principios».

Un grupo de conocidos monárquicos de Vizcaya recomendaba de manera «explícita, sincera y terminante», la votación del Estatuto, y otro grupo de monárquicos no menos caracterizados lo repudiaba. No era más acorde ni más claro el criterio en el sector opuesto: Azaña, en un mitin celebrado en Pamplona (4 de noviembre), decía las excelencias del Estatuto, y en Bilbao los partidos republicanos de izquierda pedían a sus afiliados «que se abstuvieran de participar en la farsa del plebiscito».

Éste se celebró (5 de noviembre) y los nacionalistas cantaron victoria: 459.255 votos favorables en las tres provincias vascas, contra 14.196 sufragios negativos. En Vizcaya, el 88 por 100 de los votos, a favor; en Guipúzcoa, el 89, y en Álava, el 46. «Ha sido —escribía don Gregorio de Balparda un vergonzoso pucherazo». Comentaba El Liberal, de Bilbao: «El partido socialista se abstuvo. Se abstuvieron igualmente los republicanos y no dejaron tampoco de abstenerse los tradicionalistas. Entonces, ¿de dónde sale ese 90 por 100 del censo electoral? Sale, naturalmente, de los sufragios que impusieron, sin gran violencia, al parecer, por ausencia de todo control en los colegios, los partidarios del Estatuto».

Sin embargo, los nacionalistas probarían la importancia de su fuerza en las elecciones a diputados celebradas pocos días después. Sin alianza con otros partidos, ganaron doce puestos; el bloque de derechas, diez, y las izquierdas, tres.

La Comisión de los dieciocho y los diputados nacionalistas entregaron ejemplares del Estatuto al presidente de las Cortes, al Jefe del Gobierno y al Presidente de la República (22 de diciembre). El alcalde de San Sebastián, señor Sasiain, pronunció las palabras de ofrecimiento, y Alcalá Zamora, al recibirlo, afirmó que «el pacto de San Sebastián tenía una ejecutoria de nobleza» y la única discrepancia que había encontrado al revisar su texto «se refería a una coma y a un inciso». El mismo día 22, la Junta Permanente de la Comunidad de Ayuntamientos alaveses, que re­presentaba a 57 de los 77 de la provincia, entregaba a los presidentes de las Cortes y del Consejo un escrito en el que solicitaban la separación de Álava del Estatuto, al igual que lo había hecho Navarra, porque Álava temía ser absorbida políticamente por Vizcaya.

Previsor, Aguirre, que se dedicaba a preparar la defensa del proyecto en el Parlamento, buscó el apoyo de la Lliga Catalana. En carta a Cambó (28 de noviembre), le proponía la formación de «un grupo parlamentario autonomista, estatutista, nacionalista o como quiera llamársele, para ofrecerlo como instrumento de Gobierno a cambio de concesiones o de la aceptación de una política estatutista». Cambó, desconfiado y receloso, le contestó que dicho grupo «provocaría la formación de otro grupo antiautonomista o antiestatutista para obstruccionar el Estatuto vasco».

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La Lliga Catalana acababa de obtener una gran victoria electoral y estudiaba la estrategia más conveniente, vista la desintegración de la Esquerra. El fracaso electoral había exasperado a los partidos nacionalistas catalanes: eran corrientes los excesos orales y escritos contra España. Frecuentes también los disturbios callejeros contra jefes u oficiales del Ejército que vistieran uniforme. Como los incidentes se multiplicaban, el general Batet, Capitán general de Cataluña, comunicó en circular (30 de noviembre) a la guarnición de Cataluña una serie de instrucciones, en la que se decía entre otras cosas: «El oficial y clases profesionales deben rehuir en absoluto todas las conversaciones sobre idearios políticos... El silencio es oro, y nunca tuvo mejor aplicación este refrán que ahora, dadas las circunstancias porque atravesamos... Siempre que en la vía pública se promuevan manifestaciones, sea cual fuere su finalidad, fueran o no autorizadas por la autoridad competente, los oficiales y mandos subordinados se desviarán en absoluto de ellas. Si observaran algo que pudiera herir sus sentimientos más puros, con mayor motivo extremarán la necesidad de alejarse y me darán cuenta por el debido conducto... Es muy corriente y muy común que toda agrupación, sea política, cultural o deportiva, use un emblema (bandera, generalmente) que agrupe a todos los asociados y les distinga, a la vez, de otras colectividades o de actividades completamente divergentes. Para nosotros tales emblemas deben merecer el mismo respeto debido a las personas, pero no acatamiento ni manifestación externa de tal. Este sólo se debe a aquellas banderas como la regional, integrada en la nacional, que usa una entidad oficial... La conducta del oficial y de los que al Ejército pertenecemos debe ser disciplinadísima... Yo afirmo que, en circunstancias como éstas lo más correcto y lo más propio a nuestro espíritu y honor es ser muchas veces sordo, ser ciego y ser manco, para dar cuenta a mi autoridad de cuanto se haya presenciado y resolver yo en consecuencia con toda la responsabilidad que el cargo lleva consigo.»

La circular levantó una tempestad de comentarios. Dado el ambiente antiespañol fomentado por los centros y publicaciones separatistas, la orden del Capitán general significaba un bill de inmunidad para los provocadores, que en adelante podrían agraviar al Ejército sin ningún riesgo.

Pero el mal incurable de Cataluña se llamaba desorden público y no se encontraba remedio para él: atentados, explosiones, huelgas, fuga de cincuenta y ocho reclusos de la Cárcel de Barcelona (14 de diciembre).

Inesperadamente, el presidente de la Generalidad, don Francisco Maciá se sintió enfermo y hubo de ser operado de oclusión intestinal. La intervención no fue afortunada, y Maciá falleció el 25 de diciembre, a las once de la mañana, después de recibir, a petición propia, los santos sacramentos, que le administró el prior de San Jorge, doctor Berenguer. No obstante haber muerto en el seno de la Iglesia, el Consejo de la Generalidad acordó que el entierro fuese civil, en contra del vehemente deseo de la familia de que se celebrara con arreglo al rito católico. «Se ha dado el espectáculo bochornoso y repugnante —escribía ABC— de apoderarse, casi ab irato, de un cadáver, arrancándolo de las manos de la viuda y de los hijos, para organizar una ceremonia oficial en la que quedó excluida toda representación de la Iglesia.» La noticia de la muerte contristó y enlutó a toda Cataluña y de modo especial a Barcelona. El hombre mítico que declinaba en la admiración y entusiasmo de las masas recuperó repentino fulgor en el ocaso. Los nacionalistas catalanes recordaban al Avi de las grandes apoteosis. El Jefe del Estado presidió el entierro, que resultó solemne y grandioso. Las fuerzas de la guarnición cubrían la carrera, pues al cadáver se le rindieron honores de general en jefe con mando en plaza.

Tres horas duró el desfile de gente ante la presidencia del duelo. Poco después de terminado el entierro, la Generalidad de Cataluña obsequió con un banquete al Jefe del Estado. El Parlamento catalán dedicó una sesión a exaltar la memoria de Maciá, y en las Cortes (4 de enero de 1934), una vez comunicada la noticia del fallecimiento, el presidente, señor Alba, hizo una semblanza de Maciá, que había dado «el ejemplo de la persistencia». Sumaron sus palabras de homenaje: De los Ríos, en nombre del partido socialista. Ventosa, por la Lliga: «Maciá contribuyó a que el problema de Cataluña tuviera una solución adecuada dentro del marco de la Constitución.» Bravo Ferrer, de la minoría conservadora: «Maciá siguió en la vida pública caminos de los más elevados ideales.» Aguirre, jefe de la minoría vasca: «Maciá era afiliado de honor del partido nacionalista vasco, abrazado al sacrificio durante toda su vida.» Álvarez Robles, de Acción Popular: «Esta es la hora de la condolencia cortés y sincera, sin que ello pueda significar coincidencia, ni remota, con las actuaciones políticas de Maciá.» Esteban Bilbao, de la minoría tradicionalista: «Rendimos homenaje de cristiana piedad ante el adversario muerto, que significaba la negación radical y conjunta de los tres grandes principios que abarca nuestra fe política y religiosa.» El conde de Vallellano, monárquico: «Como cristianos, nuestro homenaje; como diputado del Parlamento, pedimos a la misericordia divina que perdone al señor Maciá los muchísimos yerros y pecados en que incurrió.» El doctor Albiñana: «Mi respeto a la memoria de Maciá y mi protesta contra el homenaje que se tributa a una figura que yo considero enemiga de España.» Estas palabras escandalizaron a socialistas y republicanos, y entre el griterío, se oyó un «¡Viva España!», contestado por las derechas, que tuvo inmediata réplica en un «¡Viva la República!», como respuesta a un desafío. Los ministros radicales dejaron el banco azul, y en pie, junto a la mesa de los secretarios, daban estentóreos vivas a la República.

Cuando renació la calma pudo proseguir la sesión necrológica. En nombre de la minoría liberal-demócrata, Muñoz de Diego se sumó al homenaje. Primo de Rivera, sin citar el nombre de Maciá, ensalzó a Cataluña española, «merecedora de ser tratada con amor, consideración y entendimiento». Por la Esquerra, habló Rubio. Y, finalmente, Lerroux: «Maciá hizo compatibles las libertades de Cataluña con la libertad de España entera, haciendo posible la personalidad regional dentro de la unidad nacional. Podemos tender los brazos a todos los catalanes por encima de la tumba de Maciá, que se ha convertido en un ara sagrada.» No obstante sus exaltaciones idealistas y sus desvaríos, Maciá aglutinaba con su autoridad a las fuerzas del nacionalismo catalán siempre disgregadas. Con su muerte, el nacionalismo perdía su figura más representativa, capaz de contener a los desaforados.

A los pocos días de la muerte de Maciá, unos desconocidos quemaron las flores que cubrían la tumba y ocasionaron en ésta algunos deterioros. Se sucedieron los actos oficiales y populares de protesta, homenaje y desagravio por la profanación. En las cercanías de la sepultura se erigió una garita para los guardianes en vigilancia permanente.

El Parlamento catalán eligió (31 de diciembre), por 56 votos y seis papeletas en blanco, a Companys Presidente de la Generalidad, y éste, después de celebrar breves consultas con los jefes de los grupos de la Esquerra designó (3 de enero de 1934) el siguiente Gobierno: Presidente, Companys; Cultura, Gassol; Trabajo y Obras públicas, Martín Barrera; Gobernación, Juan Selvas; Hacienda, Martín Esteve; Sanidad y Asistencia Social, José Dencás; Economía y Agricultura, Juan Comorera; Justicia y Derecho, Juan Lluhí Vallescá. Cuatro de los consejeros pertenecían a la Esquerra y los restantes a los partidos catalanistas republicanos, Izquierda catalana y Unión socialista.

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Luis Companys era natural de Tarros (Lérida). Nació el 21 de junio de 1882. Hijo de un rico terrateniente, don José Companys y Fontanet, y de doña María Luisa de Jover, única heredera de la Baronía de Jover. Cursó en Barcelona la carrera de Derecho. Más que los libros de leyes le atrajeron las aventuras de la política y las prédicas de un anarco­sindicalista llamado Francisco Layret, que ejerció sobre él influencia decisiva. Se afilió (1900) a la Asociación Escolar Republicana, y más tarde a la Unión Republicana. Colaboraba en periódicos revolucionarios. Dirigió La Publicidad y, más tarde, La Lucha (1917), diario que se distinguía por sus campañas demoledoras. Concejal republicano-autonomista de Barcelona (1918), a instigación de Layret se asocia con los sindicalistas en el momento en que éstos se imponían en Cataluña por la acción directa, ensangrentando la región con sus asesinatos y atracos. Companys se distinguió como abogado defensor de los pistoleros. Fue encarcelado varias veces por sus excesos verbales ante los tribunales. Del castillo de la Ucola, en Mahón, salió libre al ser elegido diputado por Sabadell (1920), el distrito de Francisco Layret, que había sido asesinado en Barcelona. Iniciado en la masonería, ingresó en la logia «Lealtad» de la ciudad condal el 2 de marzo de 1922.

Durante los años de la Dictadura, Companys consagró toda su energía a organizar la Unión de Rabassaires; aparceros, cultivadores de viñas, cuyo contrato con el propietario de la tierra se mide por la vida de las cepas. Utilizó la Unión para sus maniobras políticas de carácter republicano. Participó en las confabulaciones contra el Dictador, y al desaparecer éste, en la conspiración contra Berenguer que estalló en Jaca. Veinte días antes de las elecciones municipales de 1931, que derribarían la Monarquía, Companys, con otros partidarios de la autonomía catalana, convocó a una reunión en el Casino de Hostafranchs, presidida por Maciá. Allí nació la «Esquerra republicana de Catalunya», pedestal del futuro Companys, gobernante. El 14 de abril proclamaba la República desde el balcón del Ayuntamiento de Barcelona.

Companys era el típico tribuno de la plebe: de elocuencia tórrida, apasionada, siempre subversiva, lo mismo en el foro que en el Parlamento o en la plaza pública, sabía comunicar emoción y envolvía su figura espigada, pálida y tremante, en un vaho revolucionario.

El nuevo Gobierno se presentó ante el Parlamento catalán, del que se habían retirado los diputados de la Lliga, «porque tal como se practicaba la política en Cataluña no debían de respaldar con su presencia el monopolio que ejercía la Esquerra». El tema principal del discurso de Companys fue el orden público. «No puede haber otro dueño de la calle que el Gobierno. La sociedad tiene derecho a que se le garantice la paz pública.» A lo cual respondía Cambó, en un discurso a sus correligionarios: «Los enemigos de la República están dentro de la República. El Gobierno ha solidarizado la política antirreligiosa y socializante con la defensa de nuestra autonomía.»

Companys se apresuró a convocar elecciones municipales y preparó un acto sonado y grandioso de propaganda, con la colaboración de varios ex ministros del bienio azañista. El mitin se celebró (7 de enero) en la Plaza de toros Monumental de Barcelona, abarrotada de gente. Casares Quiroga denunció que la República, «prostituida por las derechas», se hallaba en inminente peligro y propugnó como remedio la disolución del Parlamento; Nicolau d'Olwer propuso una sólida unión de las izquierdas. Marcelino Domingo afirmó que era necesario reconquistar el Estado por los caminos legales o fuera del Derecho si aquéllos estuviesen cerrados, para que recuperaran la República «quienes nos hemos sacrificado por ella, la amamos y la hemos llevado en las manos como una cosa santa». Decía también: «Hay que ganar las próximas elecciones, sea como sea.» El discurso de Prieto fue una oración civil por Maciá: «Tenéis el deber de ganar las elecciones y de constituiros en baluarte de la República, pues ésta será fusilada por las derechas.» Cerró el mitin Azaña: «Hay que volver a empezar, en la calle y en el país. Frente a la situación actual de la República, tengo el mismo sentimiento: por un lado, de indignación; por otro, de tristeza; por otro, de asco y de impulso combativo que tenía antes del 14 de abril de 1931.» «En las Cortes no tiene nada que hacer la República.» «Cataluña, regenerada políticamente por la República y por la autonomía, cuenta para mí como la piedra angular del futuro Estado español.» «La razón inmediata de lo ocurrido ha sido determinada por dos hechos: por una disolución prematura del Parlamento constituyente y por errores incomprensibles en la táctica electoral.» «A mí no me importa la reacción de derechas, fenómeno normal de política; lo que no está permitido por el régimen es la miserable corrupción e inmoralidad de presentarse ante el cuerpo electoral con banderas monárquicas y tener luego la pretensión y la audacia de querer gobernar la República.» «El Gobierno detenta el Poder; no tiene mayoría ni la puede tener, y la República, sin Gobierno, es como un barco abandonado en medio del mar.» «Los catalanes, por tener más acendrada y experimentada la sensibilidad y la disciplina política, estáis obligados a no retiraros en vuestras fronteras catalanas, sino a extender vuestra política y vuestro ejemplo sobre todos los ámbitos de la tierra española, bien necesitada de saber lo que el desinterés, el empuje y la disciplina valen en la Historia y en la propia conciencia política de un pueblo.»

Las elecciones (14 de enero) fueron una lucha de las izquierdas unidas contra la Lliga. La mayoría de los puestos los ganaron aquéllas, que en conjunto obtuvieron 162.616 votos, contra 132.942 de la Lliga, 21.088 de los radicales y 1.504 de los comunistas. «Hemos cerrado el paso al enemigo, y la República, recuperada, vuelve a su tendencia izquierdista», sentenció Companys. La Veu de Catalunya comentaba: «La Esquerra ha puesto en práctica procedimientos electorales desterrados hace más de treinta años.» Las religiosas y sacerdotes fueron alejados a pedradas de los colegios electorales; se expidieron millares de cédulas falsas para suplantar a los electores, y en aquellos colegios donde se sabía que la mayoría era favorable a la Lliga, se apelaba a procedimientos de terror para ahuyentar a los votantes.

El nuevo Gobierno no supuso mejora ninguna para el orden público. Continuaban las huelgas: una de ellas, la del transporte, con destrucción, por bombas y botellas de gasolina, de autobuses y tranvías; se descubrían depósitos de explosivos; proseguían los atentados, y víctima de uno de ellos pereció el gerente de la Sociedad Industrial de Tarrasa, señor Masana. En pleno día, y en una calle céntrica de Barcelona, fue asaltada una camioneta de la Compañía General de Aguas y un cobrador despojado de 20.000 pesetas. La Generalidad tenía en sus manos todos los resortes del orden público: Miguel Badía, uno de los organizadores de los escamots, había sido nombrado Secretario general de la Comisaría de Orden Público. Pero el mal avanzaba y los hombres que habían sembrado la anarquía eran los más asustados de la cosecha.

 

 

CAPÍTULO 34.

LA INCORPORACIÓN DE LOS CATÓLICOS A LA REPÚBLICA