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CAPÍTULO 33.
GIL ROBLES, LLAMADO A CONSULTA POR EL PRESIDENTE
DE LA REPÚBLICA
Ni el Gobierno de Lerroux, ni el de Martínez Barrio pudieron
frenar el desorden social. Como en los meses anteriores, también en septiembre,
octubre y noviembre, cada jornada, sin excepción, rendía su trágico dividendo.
Alborotos estudiantiles impusieron la clausura de la mayoría de las
Universidades. La calamidad de las huelgas alcanzó a Madrid, hasta entonces
inmune: la de obreros de la construcción duró un mes largo. Fueron frecuentes
los choques entre afiliados de la C. N. T., promotores de la huelga, con los
socialistas. En uno de los tiroteos (26 de octubre) murieron tres obreros y
otros dos resultaron gravemente heridos. El traspaso de los Servicios de Orden
a la Generalidad no beneficiaba a Barcelona: estallaban bombas en el centro y
en las barriadas, junto a las fábricas y en los rieles de los tranvías;
holgaban los obreros de la construcción, los de los transportes urbanos, los
de Artes Gráficas y la dependencia mercantil. El director general de la
Compañía de Tranvías y Autobuses abandonó la capital, atemorizado por las
amenazas y las pocas garantías que ofrecían las autoridades. Consultados los
policías y los guardias de Seguridad sobre si deseaban servir al Estado en
Cataluña, dentro del fuero de la Generalidad, o en otra provincia, 460 agentes
de Vigilancia, de los 480 que componían la plantilla, pidieron destinos fuera
de Cataluña, y sólo 70 de los 1.800 guardias de Seguridad aceptaron seguir en
Barcelona.
Desde los primeros días de noviembre circulaba el rumor de
que se avecinaban graves sucesos revolucionarios. España vivía en un ambiente
de pánico. La fantasía popular anticipaba visiones apocalípticas de la
catástrofe que se preparaba. Martínez Barrio, a la salida de un Consejo de
ministros (9 de noviembre), se refería a «campañas de agitación de origen
turbio, encaminadas a perturbar el orden y a trabajos subversivos cerca de las
clases del Ejército». La Policía descubría depósitos de armas y explosivos en
Teruel, Behovia, Barcelona, Ermúa y Jaca. El gobernador de Huesca declaraba (26
de noviembre) que por documentos cogidos a agentes complicados en el complot,
podía anunciar que estaba a punto de producirse un movimiento anarquista.
En los primeros días de diciembre los dueños de las armerías
de toda España, avisados de un posible asalto a sus tiendas, acordaron
depositar en la Dirección de Seguridad y en las Comisarías las armas y las
municiones. El 1.° de diciembre estallaron en Barcelona dos bombas de gran
potencia: una, en la plaza de Padró, causó ocho heridos. Al día siguiente, a
petición del Gobierno de la Generalidad, el de Madrid declaró el estado de
prevención en Cataluña y dos días después en toda España. Sí, decididamente iba
a pasar algo; algo más fuerte de lo que hasta entonces ocurría, que no era
poco: en Valencia, cinco atracadores asesinaban en su despacho al súbdito
inglés Emilio Mackintosh, conocido exportador de frutas; en Madrid, resultaba
acribillado a balazos, cuando iba en su coche, el presidente del gremio de
vaqueros de Vallecas, Tomás Mínguez, y en Málaga eran asaltadas las oficinas de
recaudación de los Ferrocarriles Andaluces y muerto uno de los guardianes.
La Dirección General de Seguridad ordenó la clausura de los
sindicatos de la C. N. T., los ateneos libertarios en varias ciudades, el
Círculo Tradicionalista y oficinas de Falange Española, éstas recién abiertas
en Madrid.
* * *
El Gobierno se hallaba enterado del asalto que se preparaba
y apercibido para lo que pudiera sobrevenir. Los anarcosindicalistas, lejos de
ocultar sus intenciones, las propalaban con insolencia por medio de circulares
y en su propio órgano en la prensa, C. N. T., se publicaban avisos de esta
índole: «¡Alerta, trabajadores! Cerremos nuestras filas y estemos prestos a
saltar cuando el organismo confederal lo diga». «Obreros, preparaos. La
revolución social no espera ni atiende a razones». Estaban persuadidos de que
esta vez el golpe sería de tal violencia que resultaría imposible contenerlo.
El día 7 el ministro de la Gobernación dirigía a los
gobernadores el siguiente telegrama: «El movimiento revolucionario que
elementos extremistas vienen preparando puede estallar a partir de esta misma
noche, probablemente en las horas de la madrugada.
Se proponen ejecutar las violencias, sabotajes y atentados
que les tengo advertidos y también asaltar cuarteles e incendiar depósitos de
gasolina y polvorines. Redoble vigilancia y previsiones. Prevenga jefes
militares que las adopten igualmente y actúe, caso de producirse, con la máxima
serenidad y la energía máxima, conteniéndolo y sofocándolo de manera
fulminante, con humanidad, sin crueldad, pero también sin flaqueza».
El plan revolucionario consistía, según se desprendía de los
documentos recogidos, y así lo explicó el ministro de la Gobernación, en la
insurrección armada, para implantar el comunismo libertario. «Se recomendaba
que no se respetase ninguna autoridad. Había que destruir el Estado, mediante
la abolición de la propiedad; asaltar los Bancos, que quedarían bajo la
custodia de Comités, lo mismo que la tierra y el comercio; se iría a la
ocupación inmediata de las viviendas de las personas pudientes en todos los
pueblos.» Se ordenaba «la voladura de puentes y vías férreas para producir la
incomunicación; el incendio de los depósitos de gasolina y el asalto a los
polvorines; los incendios de casas en las poblaciones, para producir confusión
y entorpecer la actuación de la fuerza; el asalto de cuarteles, oficinas
públicas, Juzgados, Ayuntamientos, etc., y la destrucción de los archivos; la
detención y malos tratos de las personas más calificadas en las localidades
donde se produjere el movimiento».
Así concebido el plan de ataque, en las primeras horas de la
tarde del día 8 de diciembre se produjo el chispazo. Fue en Barbastro, al
descubrir la Guardia Civil un arsenal de bombas, armas y municiones y
enfrentarse con un grupo de anarquistas. Uno de los agitadores resultó muerto y
otro herido. Pocas horas después la Policía y la Guardia Civil descubrían
grandes depósitos de explosivos y de armas en Zaragoza, Huesca, Almería,
Logroño, Gijón y Hospitalet. En Barcelona estallaron durante la noche siete bombas.
En Prat de Llobregat se libró porfiado combate, en el que encontraron muerte un
guardia civil y un revoltoso. Entre los detenidos de Zaragoza figuraba
Buenaventura Durruti, uno de los más calificado líderes del sindicalismo
anarquista. Ya en 1917, cuando sólo contaba veintiún años, hubo de expatriarse
a Francia, por su participación en una huelga general. Intervino con otros
anarquistas en diversos atracos y atentados, y en unión de otro sindicalista
llamado Ascaso, en el asesinato del cardenal Soldevila, arzobispo de Zaragoza
(1923). Era un mecánico leonés, de fondo insobornable, fanático, y audaz hasta
la temeridad. A raíz de aquel asesinato huyó de España para regresar al
proclamarse la República. Poco después los propios republicanos le encerraban en
la cárcel de Puerto de Santa María, pues dejado libre lo conceptuaban demasiado
peligroso.
Por la noche el movimiento subversivo se propagó a Logroño,
a varias provincias andaluzas, a Galicia y Levante. En vista de la
multiplicación de focos rebeldes, el Gobierno acordó en la mañana del día 9
declarar el estado de alarma en toda España. Durante algunas horas, Zaragoza
vivió en gran confusión, entre explosiones y tiroteos; los revoltosos
intentaron incendiar las iglesias de Capuchinos, de San Carlos, de San Miguel,
de San Nicolás y el convento de las Mónicas. Muchos pueblos de Huesca sufrieron
desorden anárquico y la capital quedó paralizada por la huelga general. En
Barcelona se sucedieron sin interrupción los choques entre guardias y
anarquistas; estallaron muchas bombas y merced a la energía de la fuerza
pública se pudo descoyuntar el plan de los revolucionarios para apoderarse de
la ciudad. En Logroño, los sindicalistas, situados en los tejados de las casas,
disparaban contra la fuerza y sembraban el terror. Colisiones sangrientas se
registraron en Labastida y San Vicente de la Sonsierra (Álava); huelgas,
desórdenes, estallidos de bombas e incendios en Valencia, Gerona, Coruña,
Castellón, Málaga y Salamanca.
En Granada, los revoltosos eligieron las iglesias como
principal objetivo de su ataque: provocaron incendios en los conventos de
Santa Inés, de las Tomasas, cuyo templo quedó destruido; iglesias de San
Gregorio y San Cristóbal, ermita del Cristo del Ebro y archivo de la Audiencia
territorial. La ciudad quedó a oscuras, entre explosiones, por haber sido
volados unos transformadores. Fuerzas del Ejército se encargaron de la custodia
de las calles desde la madrugada.
Muchas líneas telegráficas y telefónicas quedaron
destrozadas y se produjeron tremendos actos vandálicos en las vías férreas. En
Alicante, entre Sax y Novelda, descarrilaron un tren: varios viajeros
resultaron heridos. En Burgos, cerca de Miranda, fue volada la vía con
explosivos; el tren expreso de Barcelona a Sevilla tiroteado en Alcalá de
Chisvert, en Villarreal volada la línea; en Burgo (Coruña) se evitó
milagrosamente que el expreso no se lanzara a un precipicio; en Astorga
levantada la vía en varios sitios. En Zuera (Zaragoza) se provocó el
descarrilamiento del expreso de Barcelona a Bilbao. Todos los trenes, cuando
salían o entraban en Zaragoza eran tiroteados. En Valencia cortaron la línea
del ferrocarril de Valencia-Aragón en varios puntos. Unas bombas colocadas en
los pilares del puente sobre el barranco de Puzol produjo el descarrilamiento
del rápido Barcelona-Sevilla y varios coches se despeñaron en el abismo. Más de
veinte viajeros resultaron muertos y sesenta heridos.
El episodio más espectacular de la revolución ocurrió en
Villanueva de la Serena (Badajoz). Un sargento de Infantería llamado Pío
Sopeña, con destino en la Caja de reclutas, que alardeaba de anarquista, reunió
en la mañana del día 10, en el edificio donde se hallaban las oficinas de la
Caja a quince vecinos, previamente comprometidos para participar en el motín y
a los que repartió armas. El sargento quiso que los soldados a sus órdenes se
sumasen a la sublevación; pero únicamente logró la adhesión de muy pocos.
Alarmado el sargento de la Guardia Civil por aquella reunión de gentes
heterogéneas en las oficinas, envió a dos guardias en averiguación de lo que
sucedía. Al aproximarse éstos al edificio, recibieron una rociada de balas y
los dos cayeron: uno, muerto, y otro, herido grave. Salieron entonces hacia las
oficinas el oficial jefe de la Caja de reclutas, en unión del sargento, y otra
descarga mató al sargento, Adolfo Redondo. A todo esto, como el edificio estaba
situado en un antiguo convento, ruinoso, pero de sólidos cimientos y amplia
planta, se pudo advertir que los insurrectos se habían parapetado en sitios
estratégicos y dominaban con su fuego toda la zona. Se pidieron refuerzos, y
desde Don Benito acudieron una compañía de Asalto y fuerzas de la Guardia Civil
al mando del coronel Pérez, las cuales cercaron el convento. Por la tarde,
llegaron, procedentes de Badajoz, una compañía de ametralladoras y una sección
de lanzabombas con dos morteros.
En las primeras horas de la noche, y tras reiteradas
intimidaciones a los sitiados para que se rindieran, comenzó el ataque, con
fuego de ametralladora, fusil y lanzamiento de bombas de mano, sin que se
quebrantara la resistencia de los rebeldes. La acción de soldados y guardias se
veía trabada por continuas órdenes del Gobierno, muy preocupado porque la
ofensiva se desarrollara con la máxima prudencia y dentro de la más estricta
legalidad. Transcurrió la noche sin otra novedad que la inesperada huida del convento
de dos revoltosos, que, saltando por una tapia, se dieron a la fuga. Por fin,
ya de mañana, a las veinticuatro horas de iniciada la rebeldía, las tropas
recibieron orden de asaltar el edificio, adueñándose muy pronto del mismo.
Siete de los revoltosos, entre ellos el sargento Sopeña, quedaron muertos entre
los escombros.
Otro episodio sangriento se desarrolló en Bujalance
(Córdoba). Aquí, muchos obreros, trabajados por la propaganda anarquista, se
amotinaron en la mañana del 11, distinguiéndose por su exaltación las mujeres.
Salieron cinco guardias civiles en descubierta por las calles. Uno de ellos,
Félix Wolgeschaffen, se separó de sus compañeros, y al volver una esquina fue
acometido por un grupo de amotinados que esgrimían puñales. Los revoltosos
cayeron sobre él, rematándole con refinada crueldad. Los refuerzos pedidos a
Córdoba llegaron a las diez de la noche. Avanzó la compañía de Guardia Civil
hasta el Ayuntamiento, donde socorrieron al alcalde, a cuatro guardias
municipales y a un escribiente, que resistían. Luego dominaron la oposición,
que era tenaz y desesperada en muchas casas, tres de las cuales cayeron
demolidas por las explosiones de granadas de mano. Los amotinados tuvieron seis
muertos. Murió también un niño, alcanzado por una bala cuando cruzaba, en pleno
combate, por el patio de su casa.
En la provincia de León, los mineros de Fabero, dueños del
lugar, proclamaron el comunismo libertario. Ocuparon un polvorín y armados y
bien provistos de cartuchos de dinamita, se encaminaron a La Vega de
Espinareda, donde cercaron el cuartel de la Guardia Civil. Los ocupantes, que
eran cinco, se defendieron con tesón. Destrozado el edificio por la dinamita y
heridos dos de los guardias, se rindieron los restantes. Los mineros, después
de desvalijar los comercios, salieron hacia Argansa y Cacabelos, donde fueron
contenidos.
La revolución alcanzó su mayor ímpetu en Zaragoza, y, por
efecto de la onda expansiva, en Huesca, Teruel, Álava y Logroño. Se explica que
sucediera así, pues Zaragoza, desde el año 1931, después de la revolución de la
cuenca del Llobregat, era la capital del sindicalismo, sede del Comité nacional
de la C. N. T., cerebro y motor de la organización. Las ciudades aragonesas y
riojanas conocieron días y noches de terror: solitarias y oscuras sus calles,
sin servicios, estremecidas de explosiones, con continuos tiroteos en las
esquinas y en los tejados y un viento helado de rumores catastróficos para
deprimir y paralizar a la gente. Los revolucionarios llegaron a dominar
barrios extremos en Zaragoza, Haro y Logroño, donde se libraron porfiados
combates. Se adueñaron también los revoltosos, durante horas, de Alcampel,
Tormo, Villanueva de Ligena, Peralta de la Sal, Calasanz, Bellver y Albalate
del Cinca, en Huesca; de Labastida y San Vicente de la Sonsierra, en Álava; de
Fuenmayor, Cenicero, Brines y San Asensio, en Logroño. En varios de estos
pueblos proclamaron el comunismo, con los sabidos corolarios de quema de
archivos, saqueo de comercios, supresión de moneda, conminaciones con amenazas
de fusilamientos, y en algunos sitios, como Fuenmayor, con quema de iglesias.
La de San Asensio contaba con un altar del escultor riojano Arbulo Margavete y
una balaustrada de los siglos XV y XVI, que fueron pasto de las llamas. Al
cuarto día de desórdenes, la Policía logró detener en Zaragoza al Comité
Nacional de la revolución, a la cabeza del cual figuraba un albañil de
veintiséis años, llamado Cipriano Mera, fichado como agitador peligroso.
La revolución de diciembre fue una orgía de dinamita. La
Policía y fuerzas de Orden Público descubrieron innumerables madrigueras llenas
de artefactos; talleres y laboratorios dedicados a la preparación de bombas,
arsenales de explosivos. Cuando en una casa de Alfafar (Valencia) se efectuaba
un reparto de bombas entre los sindicalistas, estalló una, que mató a seis de
los allí presentes; en otras estancias se encontraron trescientas. Grandes
depósitos fueron descubiertos en Gijón, Barcelona, Baracaldo, Bilbao,
Navalmoral de la Mata, La Palma del Condado, Valderrobles (Teruel), Briones
(Logroño). Sólo en una noche estallaron once bombas en Madrid y otras en
Villaverde y Canillas. Los anarquistas no vacilaron ante ninguna fechoría, por
abominable y criminal que fuera: lanzaron botellas con líquido inflamable
contra la nueva Inclusa de Madrid, a sabiendas de que allí se cobijaba una
población de criaturas; volaron la conducción de Pinos Genil (Granada) para
dejar sin agua a la capital; en Navalmoral de la Mata prendieron fuego a dos
iglesias, y en Calatayud a los conventos de las religiosas Clarisas y Dominicas
y a la ermita de la Virgen de la Peña, Patrona de la ciudad, cuya imagen quedó
carbonizada; en La Coruña fue encontrada sobre la aguja del ferrocarril una
bomba de 18 kilos...
* * *
A partir del día 12 de diciembre la marea revolucionaria
comenzó a descender. Las fuerzas gubernamentales se imponían en todas partes.
Los revoltosos se batían en retirada, aun en aquellos sitios donde lograron
éxitos, siempre efímeros. Desde el primer momento el Gobierno contó con el
apoyo incondicional de las minorías agrarias y de la C. E. D. A. Una nota del
partido socialista y de la U. G. T. (11 de diciembre) declaraba «que no habían
tenido participación alguna en el movimiento», si bien consideraban que la
responsabilidad «correspondía al Gobierno, por su menosprecio de las
reivindicaciones sociales». Maciá, en un discurso por radio, calificó de
«frenéticos y malvados» a quienes «trataban de imponerse por las bombas y las
pistolas», y Companys afirmó que «había que acabar con estas situaciones
caóticas, que ni siquiera eran una revolución».
Lo que a juicio de Companys no era ni siquiera una
revolución arrojaba el siguiente balance de víctimas: «11 guardias civiles
muertos y 45 heridos; tres guardias de Seguridad muertos y 18 heridos; 75
paisanos muertos y 101 heridos». La estadística de las armas y explosivos
recogidos daba estas cifras: «Pistolas y revólveres, 993; fusiles y escopetas,
825; bombas de dinamita, 2.615; cartuchos de dinamita, 21.077; armas blancas,
297; botellas con líquido inflamable, 282, más 100 ampollas con sustancias también
inflamables; fulminantes, 2.730; pistones, 2.689, y cantidades enormes no
inventariadas de cajas y paquetes con dinamita».
El atentado anarco-sindicalista contra la sociedad había
sido tan alevoso y salvaje, que la indignación producida era unánime. En la
sesión de Cortes del 12 de diciembre, al comunicar el ministro de la
Gobernación la declaración del estado de alarma en toda la nación, Prieto
manifestó que en el «movimiento perturbador no se ha acusado ni ha intervenido
otra fuerza que la Confederación Nacional del Trabajo y los grupos de la
Federación Anarquista Ibérica». Los señores Goicoechea, Gil Robles, Martínez de
Velasco y Domínguez Arévalo ofrecieron su apoyo al Poder público para que
restableciera el orden.
Estos ofrecimientos soliviantaron a la minoría socialista.
Prieto consideró vergonzosa la adhesión al Gobierno «de los enemigos de la
República», que confirmaban los pactos electorales para aplastar a los
socialistas. Con ello, añadía, «nos cerráis todas las salidas y nos invitáis a
la contienda sangrienta». «La desventura —afirmaba dirigiéndose a Martínez
Barrio— ha perseguido la acción gubernativa de S. S., para que también formen
su cortejo lágrimas, sangre y lodo. Y para hacer esto no se ha vacilado ante
ninguna claudicación.» Respondió el presidente del Consejo que no existía
paridad entre los sucesos de estos días y los que invocaba Prieto, que eran los
de Casas Viejas, y repetía las palabras de entonces: «Prefiero ver hundida la
República, si ha de vivir entre lodo, lágrimas y sangre.»
Sofocados los últimos rescoldos de la hoguera
revolucionaria, reintegrados los obreros al trabajo y en activo funcionamiento
los tribunales de urgencia para castigar a los culpables, entendió el Gobierno
cumplida su misión y que había llegado la hora del relevo. El 16 de diciembre
quedó planteada la crisis. Martínez Barrio aconsejó al Presidente de la
República la formación de un Gobierno a base del partido radical, con la
colaboración de grupos y personalidades inequívocamente republicanas. Acudieron
a Palacio, llamados por el jefe del Estado, Besteiro, Lerroux, Azaña, Negrín,
Cambó, Aragay (representante de la Esquerra), Maura, Melquíades Álvarez,
Martínez de Velasco, Gil Robles y Horn (de la minoría vasca). Recomendaban las
izquierdas un Gobierno «estrictamente republicano», sin participación de
elementos de republicanismo dudoso, mientras los socialistas pedían la
disolución de las Cortes.
La nota sensacional de la crisis, destacada por toda la
prensa, fue la presencia de Gil Robles en Palacio, requerido a consulta por el
Presidente de la República. Desde aquel momento la C. E. D. A. quedaba
calificada como fuerza republicana. Gil Robles se declaró dispuesto a gobernar
dentro de la República cuando lo aconsejasen las circunstancias. «Entendemos
—dijo— que en el porvenir deberá llegarse a un Gobierno de derechas para actuar
con lealtad dentro del régimen que el pueblo ha querido darse y respecto al
cual no ha versado la consulta electoral.» Por su parte, Martínez de Velasco
anunciaba que la minoría agraria haría profesión de republicanismo en el
momento oportuno.
Encargado Lerroux de formar Gobierno al comenzar la tarde, a
las ocho facilitaba la siguiente lista: Presidencia, Alejandro Lerroux; Estado,
Leandro Pita Romero; Justicia, Ramón Álvarez Valdés; Guerra, Diego Martínez
Barrio; Marina, Juan José Rocha; Hacienda, Antonio Lara; Gobernación, Manuel
Rico Avello; Instrucción pública, José Pareja Yébenes; Trabajo, Estadella;
Obras públicas, Rafael Guerra del Río; Agricultura, Cirilo del Río; Industria y
Comercio, Ricardo Samper; Comunicaciones, José María Cid.
Se advertía que el señor Rico Avello desempeñaría la cartera
de Gobernación hasta que fuesen levantados los estados de prevención y alarma;
que el señor Estadella había recibido el encargo de preparar un anteproyecto
sobre creación del ministerio de Sanidad, y que los señores Pita Romero y Cid
estaban en el Gobierno con su sola representación personal y no como miembros
de las minorías a que pertenecían.
Don Ramón Álvarez Valdés, nuevo ministro de Justicia,
pertenecía al partido liberal-demócrata, continuador del reformista, fundado
por don Melquíades Álvarez: se había distinguido por su competencia y capacidad
en el mundo financiero y en el campo jurídico. Pareja Yébenes, afiliado al
partido radical, era rector de la Universidad de Granada. Cid y Ruiz Zorrilla,
abogado de mucho prestigio, representaba dentro de la minoría agraria la
tendencia republicana. Estadella, radical, había desempeñado la subsecretaría
de Sanidad y era muy versado en cuestiones sociales.
El nuevo Gobierno se presentó a las Cortes el 19 de
diciembre, y en la declaración ministerial leída por el presidente del Consejo
de ministros decía que su máxima preocupación sería «restablecer la paz social,
la disciplina moral y el prestigio de la ley». Cuando la siniestra cosecha de
material destinado al crimen, en la reciente revolución, estaba sin recoger, el
Gobierno no se atrevía a tomar ninguna iniciativa respecto a la concesión de
una amnistía. «Pensamos en ella; pero condicionada.» La obra legislativa iría
escalonada, según lo aconsejaran razones de urgencia. En el proyecto de
presupuesto se haría la reducción de gastos en la medida de lo posible.
Enunciaba, en rasgos generales, lo que sería la política económica y prometía
respeto para la obra legislativa de las Constituyentes, desde las leyes laicas
hasta los Estatutos regionales, manteniendo el impulso renovador en lo social,
en la Reforma Agraria y en la legislación militar.
Se levantó para explicar la posición de su partido ante el
Gobierno, Gil Robles. El público, que colmaba la sala, lo escuchaba con avidez.
Recordó el orador cómo las organizaciones políticas de derecha, sin el menor
contacto con el pasado, inhibiéndose en el problema de la forma de Gobierno, se
aprestaron desde el principio a la defensa de los principios fundamentales
amenazados. Una vez instaurado el nuevo régimen, «acatamos el Poder público,
sin crearle dificultad alguna y dándole facilidades para que realice los
grandes fines colectivos». «Acaso nosotros hubiésemos podido, sin dificultad,
alcanzar un puesto en el escalafón de antigüedad republicana, hacia el que
muchos se lanzaron en carrera desenfrenada. Nos hubiera sido fácil; pero para
ello habríamos tenido previamente que desembarazarnos del peso de nuestra
propia dignidad. Eso no podíais pedirlo. Lo que podéis pedir, y aun exigir, es
que acatemos el Poder, que para nosotros, como católicos, viene de Dios, sean
cualesquiera las manos en que encarne: tenéis derecho a exigimos lealtad
acrisolada hacia un régimen cuya legitimidad no teníamos ni siquiera que
investigar, porque era el que el pueblo español por sí mismo había querido.
Esto era lo que nosotros podíamos y debíamos prestar y lo que hicimos desde el
primer momento, aun cuando fuera necesario dejar sentimientos muy hondos y muy
acrisolados; aunque en nuestras filas hubiera muchos hombres que se vieran en
la precisión de retorcer su propio corazón; aunque tuviésemos que hacer frente
a los ataques insidiosos de un lado y de otro, que también a nuestro campo
llegaron los zarpazos de la impopularidad y hasta los mordiscos de la insidia.»
Recordaba la intervención de los diputados de derechas en
las Cortes Constituyentes y cómo se trató de colocarlos fuera de la legalidad,
con el propósito de aplastarlos. «Nosotros fuimos al pueblo a procurar
conquistarlo y a rectificar vuestros errores. Los resultados se han visto en
las tres últimas elecciones. ¿Contra qué ha votado la opinión nacional? ¿Contra
el régimen o contra su política? Para mí, honradamente, hoy por hoy, el pueblo
ha votado contra la política de las Constituyentes. Ahora bien: si se quiere,
como lo han hecho algunos gobernantes, que sectarismo, socialismo y República
sean cosas consustanciales, entonces el pueblo estará contra la política y
contra el régimen.»
El pueblo pide una rectificación de política y esta
exigencia presenta a las derechas dos caminos: «o gobernar o facilitar la
formación de Gobiernos como el actual». «Creemos que nuestro espíritu no se
halla aún preparado para llegar a las alturas del Poder... Falta serenidad a
nuestras almas y tiempo para que desaparezca completamente de nuestro corazón
cualquier deseo de revancha o de venganza.» «Pretendemos que venga otra
situación política a liquidar, acaso con menos dolor, muchos de los errores que
la opinión pública ha señalado... Nuestro deber es pedir al Gobierno que
rectifique errores, que llegue lo antes posible a un concordato con la Santa
Sede y que no demore un día más de lo que las necesidades exijan la concesión
de una amnistía... Es necesario derogar la ley de términos municipales;
rectificar sustancialmente la orientación de la Reforma agraria y la política
de Jurados mixtos.»
Solicitaba Gil Robles la presentación, «lo más pronto
posible, de un proyecto de ley para concluir con el paro forzoso o, por lo
menos, para aliviarlo». «Una sociedad que se llama civilizada y cristiana no
puede ver con indiferencia que haya en España 650.000 hombres que no tienen qué
comer... ¿Dinero? Hay que buscarlo donde lo haya, con reformas fiscales, todo
lo avanzadas que sean menester, para acabar de una vez con el hambre de las
gentes.» Con la actual Constitución —afirmaba Gil Robles — «no se puede gobernar,
y empeñarse en sostenerla no llevará más que a una dictadura de izquierdas o de
derechas, que no apetezco para mi patria, porque es la peor de las soluciones».
Interrumpió Primo de Rivera: «De izquierdas o de derechas es
mala solución. Una integral, autóctona, es buena solución.»
«No creo preciso —contestó Gil Robles— discutir con nadie en
estos momentos, y menos con persona a quien estimo tanto como al señor Primo de
Rivera, la conveniencia de una dictadura, ni tampoco la solución venturosa de
una dictadura de tipo nacional. Yo sé por dónde va S. S. He de decir, para que
a todos nos sirva de advertencia, que por ese camino marchan muchos españoles y
esa idea va conquistando a las generaciones jóvenes; pero yo, con todos los
respetos debidos a la idea y a quien la sostiene, debo decir con toda
sinceridad que no puedo compartir ese ideario, porque para mí un régimen que se
basa en un concepto panteísta de divinización del Estado y en la anulación de
la personalidad individual, que es contrario a los principios religiosos en que
se apoya mi política, nunca podrá estar en mi programa y contra él levantaré mi
voz, aunque sean afines y amigos los que llevan esa bandera.»
«Nosotros no pretendemos divinizar al Estado —manifestó
Primo de Rivera, en réplica a las palabras que le dirigió Gil Robles—. Queremos
cabalmente todo lo contrario. Queremos que el Estado sea siempre instrumento
al servicio de un destino histórico, de una misión histórica de unidad. Porque
entendemos que un pueblo es eso: una integridad de destino, de esfuerzos, de
sacrificios, de lucha, que ha de mirarse entera y que entera avanza en la
Historia y entera ha de servirse.»
Terció en el debate Indalecio Prieto para subrayar la
debilidad del Gobierno, que no podría subsistir sin el apoyo de las derechas.
«El riesgo para la República —decía— no lo veo yo en la posibilidad de una
restauración monárquica: el riesgo es el adueñamiento de la República por unas
derechas enemigas del régimen; lo que no podía prever era que fuese el señor
Lerroux el colaborador decisivo de esta maniobra.» Recordaba con sarcasmo las
promesas de Gil Robles en sus discursos de propaganda electoral: «No necesitamos
el Poder en contubernio con nadie... La democracia no es en nosotros un fin,
sino un medio para ir a la conquista de un Estado nuevo... Llegado el momento,
el Parlamento o se somete o lo hacemos desaparecer: tenemos que depurar la
patria de masones y judaizantes... ¿Con qué fundamento ha discrepado S. S. de
las palabras, infinitamente más sinceras, del señor Primo de Rivera?... El
acatamiento del señor Gil Robles no significa adhesión al régimen. A esta
situación se ha llegado por sugerencias altas, altísimas, pero extrañas a la
nación española. Sabe todo el mundo que esto se ha gestado en Roma.»
Martínez de Velasco (día 20), en nombre de la minoría
agraria, prometió al Gobierno la colaboración parlamentaria sin limitaciones ni
regateos, ni condiciones que podrían parecer servidumbre. Nada dijo de
acatamiento al régimen, y cuando un diputado socialista le preguntó: «¿Sois
republicanos o no?», eludió la respuesta. El conde de Rodezno expuso la
absoluta incompatibilidad de los tradicionalistas con el régimen, como
católicos y como españoles. Goicoechea entendía que el propósito del Gobierno
de mantener íntegra la legislación de las Constituyentes equivalía a la
negación de todas las conclusiones que sirvieron de base al programa mínimo
electoral de las derechas. «Un concordato con la Santa Sede —decía— no es
posible sin la previa reforma del artículo 26 de la Constitución y sin la
reforma del artículo 46 que entroniza el laicismo.» La amnistía «es la
condición ineludible para que España olvide los dos años de oprobio durante los
cuales ha parecido la política, más que cenáculo de caballeros, patio de Monipodio.
¿Se va a permitir que se mantenga el espíritu que ha permitido que en el
Ejército se opere una selección hacia lo peor, propia de todo régimen
decadente?» «Cuando se trataba de la Monarquía era el régimen el responsable y
no los hombres; cuando se trata de la República, son los hombres los
responsables y no el régimen. La experiencia me ha enseñado lo bastante para
recoger la inmensa y amarga verdad que como una reflexión profería Sila después
de su dictadura: «Para suprimir el veneno no hay otro remedio que romper el
vaso.» El Gobierno no contaría con el apoyo de la Esquerra, según manifestó el
diputado Aragay.
Contestó a todos los oradores Lerroux. En las cuestiones de
carácter religioso, se buscarían «aquellas soluciones mediante las cuales se
puedan resolver problemas que perturban la conciencia nacional y pueden
levantar ingentes y gravísimas dificultades ante la República». Respecto a la
amnistía, «a la impunidad me opondré con todas mis fuerzas, al perdón la
asistiré con todos mis elementos. Ni el señor Gil Robles ni el señor Martínez
de Velasco han puesto condición alguna a su ofrecimiento de apoyo, pues de lo
contrario no lo hubiera soportado. El señor Prieto los recusa porque dice que
quieren adueñarse de la República y gobernarla. ¿Qué cosa más natural? ¿Qué
queremos todos? ¿Qué habéis querido vosotros, los socialistas? ¿Han dicho otra
cosa sino que están dispuestos a ayudarnos con todo y absoluto desinterés? Y yo
los creo.»
Las palabras de Gil Robles en su discurso de la sesión
anterior sobre lo que deberían hacer las derechas si se les cerraba el camino
del Gobierno, encubrían, según Indalecio Prieto, el propósito de un golpe de
Estado. En este caso, «públicamente contrae el partido socialista, el
compromiso de desencadenar la revolución».
Al explicar Goicoechea su alusión al patio de Monipodio, que
había suscitado enérgicas protestas de Prieto, dijo: «En una ocasión le oí al
señor Prieto, en el Ateneo, con excesiva libertad de frase que el contrato con
la Telefónica era un «inmenso latrocinio». Luego he visto al señor Prieto en el
banco azul, bien avenido con el «inmenso latrocinio».
«Cuando yo di esa conferencia —contestó Prieto—, creí que se
había fundamentado el despojo de que había sido objeto nuestra soberanía,
sostuve ese concepto y lo sostengo.»
Primo de Rivera: «Y no habéis procesado a nadie en dos años y medio por responsabilidades de
gestión.»
Prieto: «¿Cómo va a ser sencillo deshacer un acto de gestión en que están mezclados
intereses internacionales?»
Primo de Rivera: «Pero ¿y procesar? ¿Por qué no habéis procesado, si teníais una Comisión de
responsabilidades omnímoda?»
Prieto: «Creo que he probado la acusación y estoy dispuesto a repetir la prueba de que
el contrato con la Compañía Telefónica Nacional, con cláusulas vejatorias para
nuestra independencia, constituye un latrocinio...»
Primo de Rivera: «¡Mentira! Señor presidente: lo de latrocinio es una injuria.»
Gil Robles: «Yo, que no asistí a la sesión del Ateneo, pero sí a la sesión donde S. S. no
se mostró con mucha gallardía en el banco azul, tengo que decir a S. S.: eso
que dice debe demostrarlo cuanto antes; porque si no, S. S. es un falsario que
no tiene derecho al respeto de la Cámara, que estará dispuesta a tratar este
asunto con toda amplitud.
Prieto: «Estoy a la disposición de todos, luego y siempre.»
Primo de Rivera: «Me uno a la petición del señor Gil Robles y pido, incluso, que se forme otra
Comisión investigadora, y si esta Comisión no procesa, se excluya, como por
tribunal de honor, a todo el que por desahogo se atreva a proferir acusaciones
que no puede probar.»
Una proposición de confianza al Gobierno «para que hiciera
política de conciliación» obtuvo 265 votos contra 53.
La mayor parte de las sesiones hasta fin de año estuvieron
dedicadas a la discusión de las actas y en ellas se pusieron de manifiesto las
rapacerías y escamoteos de la picaresca electoral de muchos candidatos para
apoderarse de los votos ajenos. No hubo sesiones durante los días de Navidad:
las ciudades y pueblos celebraban las Pascuas del Niño Jesús con un semblante
más risueño que en los dos años anteriores. El 28 de diciembre quedó
constituido el Congreso. Se ratificó el nombramiento de presidente a favor de
don Santiago Alba, y este, en su saludo a la Cámara, invitó a los diputados a
hacer del Parlamento el «instrumento de un gran designio nacional para que al
cabo podamos entrar gloriosamente en la Historia». Se propuso a las Cortes la
prórroga de los presupuestos generales del Estado y la aprobación de un crédito
extraordinario de 736.092 pesetas para los gastos del Tribunal de Garantías
Constitucionales, que no funcionaba por falta de dinero.
* * *
El 6 de agosto de 1933, convocados por las Comisiones
Gestoras de las provincias vascongadas, se reunían en asamblea en la Escuela de
Artes y Oficios de Vitoria los Ayuntamientos de las tres regiones para conocer
el proyecto de nuevo Estatuto, redactado por encargo y bajo la dirección de
dichas Comisiones. No difería mucho del presentado en Estella. Presidió la
Asamblea don Teodoro Olarte, de la Comisión Gestora de Álava. Hubo muchos
discrepantes del proyecto, en su mayoría tradicionalistas, significándose por
su oposición los alaveses, que reclamaban la derogación de las leyes que
abolían los fueros, y la reintegración foral, en vez de la autonómica, de
conformidad con lo que pedían los señores Pradera y Olazábal en la prensa.
Sometido a votación el proyecto de Estatuto, quedó aprobado por 249 votos, de
los 282 Ayuntamientos representados en la Asamblea, y que se distribuían así:
116 de Vizcaya, 89 de Guipúzcoa y 77 de Álava. Se designó una Comisión de
dieciocho miembros para la preparación del plebiscito y se convino en que si
Navarra se decidía a unirse a las regiones vascas, se variarían algunas
palabras en el texto del Estatuto.
El plebiscito se celebró el 5 de noviembre. Los
nacionalistas arriesgaron todo por ganarlo; negociaron con derechas e
izquierdas. José Antonio Aguirre no vaciló en proponer a Indalecio Prieto «una
coalición a base de defensa del Estatuto», en la que nadie quedase excluido, y
si algún sector estimaba insuficiente su representación, «tengo encargo del
Consejo Supremo de nuestra organización —decía Aguirre— de ofrecer lo mismo a
ustedes que a los demás sectores cuantas actas sean precisas, con el fin de llegar
a la unidad. Si fuera preciso, el nacionalismo ofrece todas las suyas.» Prieto,
en respuesta, proponía que sin llegar a una inteligencia, «las elecciones se
celebraran sin aquella ferocidad que distinguían a nuestras luchas». El
desconcierto fue grande en torno al plebiscito. El Pensamiento Alavés, órgano
del tradicionalista Oriol Urigüen, lo combatió con violencia; La Gaceta del
Norte, «velando por los altos intereses espirituales y materiales del país»,
recomendaba se votase; en La Constacia, de San Sebastián, don Juan Olazábal se
declaraba implacable adversario del Estatuto, mientras tradicionalistas tan
caracterizados como los señores Oreja Elósegui, Elorza y Pérez Arregui hacían
constar «que su pensamiento era diametralmente opuesto en el fondo y radicalmente
contrario en cuanto a la norma de actuación» de dicho señor Olazábal, al que,
por otra parte, el pretendiente don Alfonso Carlos «no sabía cómo expresarle lo
sumo agradecido que te estoy por lo muchísimo que trabajaste para que no se
votase el Estatuto...» «Sé que tengo en ti —añadía— uno de mis mejores adictos
para sostener nuestros santos principios».
Un grupo de conocidos monárquicos de Vizcaya recomendaba de
manera «explícita, sincera y terminante», la votación del Estatuto, y otro
grupo de monárquicos no menos caracterizados lo repudiaba. No era más acorde ni
más claro el criterio en el sector opuesto: Azaña, en un mitin celebrado en
Pamplona (4 de noviembre), decía las excelencias del Estatuto, y en Bilbao los
partidos republicanos de izquierda pedían a sus afiliados «que se abstuvieran
de participar en la farsa del plebiscito».
Éste se celebró (5 de noviembre) y los nacionalistas
cantaron victoria: 459.255 votos favorables en las tres provincias vascas,
contra 14.196 sufragios negativos. En Vizcaya, el 88 por 100 de los votos, a
favor; en Guipúzcoa, el 89, y en Álava, el 46. «Ha sido —escribía don Gregorio
de Balparda un vergonzoso pucherazo». Comentaba El Liberal, de Bilbao: «El
partido socialista se abstuvo. Se abstuvieron igualmente los republicanos y no
dejaron tampoco de abstenerse los tradicionalistas. Entonces, ¿de dónde sale
ese 90 por 100 del censo electoral? Sale, naturalmente, de los sufragios que
impusieron, sin gran violencia, al parecer, por ausencia de todo control en los
colegios, los partidarios del Estatuto».
Sin embargo, los nacionalistas probarían la importancia de
su fuerza en las elecciones a diputados celebradas pocos días después. Sin
alianza con otros partidos, ganaron doce puestos; el bloque de derechas, diez,
y las izquierdas, tres.
La Comisión de los dieciocho y los diputados nacionalistas
entregaron ejemplares del Estatuto al presidente de las Cortes, al Jefe del
Gobierno y al Presidente de la República (22 de diciembre). El alcalde de San
Sebastián, señor Sasiain, pronunció las palabras de ofrecimiento, y Alcalá
Zamora, al recibirlo, afirmó que «el pacto de San Sebastián tenía una
ejecutoria de nobleza» y la única discrepancia que había encontrado al revisar
su texto «se refería a una coma y a un inciso». El mismo día 22, la Junta Permanente
de la Comunidad de Ayuntamientos alaveses, que representaba a 57 de los 77 de
la provincia, entregaba a los presidentes de las Cortes y del Consejo un
escrito en el que solicitaban la separación de Álava del Estatuto, al igual que
lo había hecho Navarra, porque Álava temía ser absorbida políticamente por
Vizcaya.
Previsor, Aguirre, que se dedicaba a preparar la defensa del
proyecto en el Parlamento, buscó el apoyo de la Lliga Catalana. En carta a
Cambó (28 de noviembre), le proponía la formación de «un grupo parlamentario
autonomista, estatutista, nacionalista o como quiera llamársele, para ofrecerlo
como instrumento de Gobierno a cambio de concesiones o de la aceptación de una
política estatutista». Cambó, desconfiado y receloso, le contestó que dicho
grupo «provocaría la formación de otro grupo antiautonomista o antiestatutista
para obstruccionar el Estatuto vasco».
* * *
La Lliga Catalana acababa de obtener una gran victoria
electoral y estudiaba la estrategia más conveniente, vista la desintegración de
la Esquerra. El fracaso electoral había exasperado a los partidos nacionalistas
catalanes: eran corrientes los excesos orales y escritos contra España.
Frecuentes también los disturbios callejeros contra jefes u oficiales del
Ejército que vistieran uniforme. Como los incidentes se multiplicaban, el
general Batet, Capitán general de Cataluña, comunicó en circular (30 de noviembre)
a la guarnición de Cataluña una serie de instrucciones, en la que se decía
entre otras cosas: «El oficial y clases profesionales deben rehuir en absoluto
todas las conversaciones sobre idearios políticos... El silencio es oro, y
nunca tuvo mejor aplicación este refrán que ahora, dadas las circunstancias
porque atravesamos... Siempre que en la vía pública se promuevan
manifestaciones, sea cual fuere su finalidad, fueran o no autorizadas por la
autoridad competente, los oficiales y mandos subordinados se desviarán en
absoluto de ellas. Si observaran algo que pudiera herir sus sentimientos más
puros, con mayor motivo extremarán la necesidad de alejarse y me darán cuenta
por el debido conducto... Es muy corriente y muy común que toda agrupación, sea
política, cultural o deportiva, use un emblema (bandera, generalmente) que
agrupe a todos los asociados y les distinga, a la vez, de otras colectividades
o de actividades completamente divergentes. Para nosotros tales emblemas deben
merecer el mismo respeto debido a las personas, pero no acatamiento ni
manifestación externa de tal. Este sólo se debe a aquellas banderas como la
regional, integrada en la nacional, que usa una entidad oficial... La conducta
del oficial y de los que al Ejército pertenecemos debe ser disciplinadísima...
Yo afirmo que, en circunstancias como éstas lo más correcto y lo más propio a
nuestro espíritu y honor es ser muchas veces sordo, ser ciego y ser manco, para
dar cuenta a mi autoridad de cuanto se haya presenciado y resolver yo en consecuencia
con toda la responsabilidad que el cargo lleva consigo.»
La circular levantó una tempestad de comentarios. Dado el
ambiente antiespañol fomentado por los centros y publicaciones separatistas, la
orden del Capitán general significaba un bill de inmunidad para los
provocadores, que en adelante podrían agraviar al Ejército sin ningún riesgo.
Pero el mal incurable de Cataluña se llamaba desorden
público y no se encontraba remedio para él: atentados, explosiones, huelgas,
fuga de cincuenta y ocho reclusos de la Cárcel de Barcelona (14 de diciembre).
Inesperadamente, el presidente de la Generalidad, don
Francisco Maciá se sintió enfermo y hubo de ser operado de oclusión intestinal.
La intervención no fue afortunada, y Maciá falleció el 25 de diciembre, a las
once de la mañana, después de recibir, a petición propia, los santos
sacramentos, que le administró el prior de San Jorge, doctor Berenguer. No
obstante haber muerto en el seno de la Iglesia, el Consejo de la Generalidad
acordó que el entierro fuese civil, en contra del vehemente deseo de la familia
de que se celebrara con arreglo al rito católico. «Se ha dado el espectáculo
bochornoso y repugnante —escribía ABC— de apoderarse, casi ab irato, de un
cadáver, arrancándolo de las manos de la viuda y de los hijos, para organizar
una ceremonia oficial en la que quedó excluida toda representación de la
Iglesia.» La noticia de la muerte contristó y enlutó a toda Cataluña y de modo
especial a Barcelona. El hombre mítico que declinaba en la admiración y
entusiasmo de las masas recuperó repentino fulgor en el ocaso. Los
nacionalistas catalanes recordaban al Avi de las grandes apoteosis. El Jefe del
Estado presidió el entierro, que resultó solemne y grandioso. Las fuerzas de la
guarnición cubrían la carrera, pues al cadáver se le rindieron honores de
general en jefe con mando en plaza.
Tres horas duró el desfile de gente ante la presidencia del
duelo. Poco después de terminado el entierro, la Generalidad de Cataluña
obsequió con un banquete al Jefe del Estado. El Parlamento catalán dedicó una
sesión a exaltar la memoria de Maciá, y en las Cortes (4 de enero de 1934), una
vez comunicada la noticia del fallecimiento, el presidente, señor Alba, hizo
una semblanza de Maciá, que había dado «el ejemplo de la persistencia». Sumaron
sus palabras de homenaje: De los Ríos, en nombre del partido socialista.
Ventosa, por la Lliga: «Maciá contribuyó a que el problema de Cataluña tuviera
una solución adecuada dentro del marco de la Constitución.» Bravo Ferrer, de la
minoría conservadora: «Maciá siguió en la vida pública caminos de los más
elevados ideales.» Aguirre, jefe de la minoría vasca: «Maciá era afiliado de
honor del partido nacionalista vasco, abrazado al sacrificio durante toda su
vida.» Álvarez Robles, de Acción Popular: «Esta es la hora de la condolencia
cortés y sincera, sin que ello pueda significar coincidencia, ni remota, con
las actuaciones políticas de Maciá.» Esteban Bilbao, de la minoría
tradicionalista: «Rendimos homenaje de cristiana piedad ante el adversario
muerto, que significaba la negación radical y conjunta de los tres grandes
principios que abarca nuestra fe política y religiosa.» El conde de Vallellano,
monárquico: «Como cristianos, nuestro homenaje; como diputado del Parlamento,
pedimos a la misericordia divina que perdone al señor Maciá los muchísimos
yerros y pecados en que incurrió.» El doctor Albiñana: «Mi respeto a la memoria
de Maciá y mi protesta contra el homenaje que se tributa a una figura que yo
considero enemiga de España.» Estas palabras escandalizaron a socialistas y
republicanos, y entre el griterío, se oyó un «¡Viva España!», contestado por
las derechas, que tuvo inmediata réplica en un «¡Viva la República!», como
respuesta a un desafío. Los ministros radicales dejaron el banco azul, y en
pie, junto a la mesa de los secretarios, daban estentóreos vivas a la República.
Cuando renació la calma pudo proseguir la sesión
necrológica. En nombre de la minoría liberal-demócrata, Muñoz de Diego se sumó
al homenaje. Primo de Rivera, sin citar el nombre de Maciá, ensalzó a Cataluña
española, «merecedora de ser tratada con amor, consideración y entendimiento».
Por la Esquerra, habló Rubio. Y, finalmente, Lerroux: «Maciá hizo compatibles
las libertades de Cataluña con la libertad de España entera, haciendo posible
la personalidad regional dentro de la unidad nacional. Podemos tender los
brazos a todos los catalanes por encima de la tumba de Maciá, que se ha
convertido en un ara sagrada.» No obstante sus exaltaciones idealistas y sus
desvaríos, Maciá aglutinaba con su autoridad a las fuerzas del nacionalismo
catalán siempre disgregadas. Con su muerte, el nacionalismo perdía su figura
más representativa, capaz de contener a los desaforados.
A los pocos días de la muerte de Maciá, unos desconocidos
quemaron las flores que cubrían la tumba y ocasionaron en ésta algunos
deterioros. Se sucedieron los actos oficiales y populares de protesta, homenaje
y desagravio por la profanación. En las cercanías de la sepultura se erigió una
garita para los guardianes en vigilancia permanente.
El Parlamento catalán eligió (31 de diciembre), por 56 votos
y seis papeletas en blanco, a Companys Presidente de la Generalidad, y éste,
después de celebrar breves consultas con los jefes de los grupos de la Esquerra
designó (3 de enero de 1934) el siguiente Gobierno: Presidente, Companys;
Cultura, Gassol; Trabajo y Obras públicas, Martín Barrera; Gobernación, Juan
Selvas; Hacienda, Martín Esteve; Sanidad y Asistencia Social, José Dencás;
Economía y Agricultura, Juan Comorera; Justicia y Derecho, Juan Lluhí Vallescá.
Cuatro de los consejeros pertenecían a la Esquerra y los restantes a los
partidos catalanistas republicanos, Izquierda catalana y Unión socialista.
* * *
Luis Companys era
natural de Tarros (Lérida). Nació el 21 de junio de
1882. Hijo de un rico terrateniente, don José Companys y Fontanet, y de doña
María Luisa de Jover, única heredera de la Baronía de Jover. Cursó en Barcelona
la carrera de Derecho. Más que los libros de leyes le atrajeron las aventuras
de la política y las prédicas de un anarcosindicalista llamado Francisco
Layret, que ejerció sobre él influencia decisiva. Se afilió (1900) a la
Asociación Escolar Republicana, y más tarde a la Unión Republicana. Colaboraba
en periódicos revolucionarios. Dirigió La Publicidad y, más tarde, La Lucha
(1917), diario que se distinguía por sus campañas demoledoras. Concejal
republicano-autonomista de Barcelona (1918), a instigación de Layret se asocia
con los sindicalistas en el momento en que éstos se imponían en Cataluña por la
acción directa, ensangrentando la región con sus asesinatos y atracos. Companys
se distinguió como abogado defensor de los pistoleros. Fue encarcelado varias
veces por sus excesos verbales ante los tribunales. Del castillo de la Ucola,
en Mahón, salió libre al ser elegido diputado por Sabadell (1920), el distrito
de Francisco Layret, que había sido asesinado en Barcelona. Iniciado en la
masonería, ingresó en la logia «Lealtad» de la ciudad condal el 2 de marzo de
1922.
Durante los años de la Dictadura, Companys consagró toda su
energía a organizar la Unión de Rabassaires; aparceros, cultivadores de viñas,
cuyo contrato con el propietario de la tierra se mide por la vida de las cepas.
Utilizó la Unión para sus maniobras políticas de carácter republicano.
Participó en las confabulaciones contra el Dictador, y al desaparecer éste, en
la conspiración contra Berenguer que estalló en Jaca. Veinte días antes de las
elecciones municipales de 1931, que derribarían la Monarquía, Companys, con
otros partidarios de la autonomía catalana, convocó a una reunión en el Casino
de Hostafranchs, presidida por Maciá. Allí nació la «Esquerra republicana de
Catalunya», pedestal del futuro Companys, gobernante. El 14 de abril proclamaba
la República desde el balcón del Ayuntamiento de Barcelona.
Companys era el típico tribuno de la plebe: de elocuencia
tórrida, apasionada, siempre subversiva, lo mismo en el foro que en el
Parlamento o en la plaza pública, sabía comunicar emoción y envolvía su figura
espigada, pálida y tremante, en un vaho revolucionario.
El nuevo Gobierno se presentó ante el Parlamento catalán,
del que se habían retirado los diputados de la Lliga, «porque tal como se
practicaba la política en Cataluña no debían de respaldar con su presencia el
monopolio que ejercía la Esquerra». El tema principal del discurso de Companys
fue el orden público. «No puede haber otro dueño de la calle que el Gobierno.
La sociedad tiene derecho a que se le garantice la paz pública.» A lo cual
respondía Cambó, en un discurso a sus correligionarios: «Los enemigos de la
República están dentro de la República. El Gobierno ha solidarizado la política
antirreligiosa y socializante con la defensa de nuestra autonomía.»
Companys se apresuró a convocar elecciones municipales y
preparó un acto sonado y grandioso de propaganda, con la colaboración de varios
ex ministros del bienio azañista. El mitin se celebró (7 de enero) en la Plaza
de toros Monumental de Barcelona, abarrotada de gente. Casares Quiroga denunció
que la República, «prostituida por las derechas», se hallaba en inminente
peligro y propugnó como remedio la disolución del Parlamento; Nicolau d'Olwer
propuso una sólida unión de las izquierdas. Marcelino Domingo afirmó que era
necesario reconquistar el Estado por los caminos legales o fuera del Derecho si
aquéllos estuviesen cerrados, para que recuperaran la República «quienes nos
hemos sacrificado por ella, la amamos y la hemos llevado en las manos como una
cosa santa». Decía también: «Hay que ganar las próximas elecciones, sea como
sea.» El discurso de Prieto fue una oración civil por Maciá: «Tenéis el deber
de ganar las elecciones y de constituiros en baluarte de la República, pues
ésta será fusilada por las derechas.» Cerró el mitin Azaña: «Hay que volver a
empezar, en la calle y en el país. Frente a la situación actual de la
República, tengo el mismo sentimiento: por un lado, de indignación; por otro,
de tristeza; por otro, de asco y de impulso combativo que tenía antes del 14 de
abril de 1931.» «En las Cortes no tiene nada que hacer la República.»
«Cataluña, regenerada políticamente por la República y por la autonomía, cuenta
para mí como la piedra angular del futuro Estado español.» «La razón inmediata
de lo ocurrido ha sido determinada por dos hechos: por una disolución prematura
del Parlamento constituyente y por errores incomprensibles en la táctica
electoral.» «A mí no me importa la reacción de derechas, fenómeno normal de
política; lo que no está permitido por el régimen es la miserable corrupción e
inmoralidad de presentarse ante el cuerpo electoral con banderas monárquicas y
tener luego la pretensión y la audacia de querer gobernar la República.» «El
Gobierno detenta el Poder; no tiene mayoría ni la puede tener, y la República,
sin Gobierno, es como un barco abandonado en medio del mar.» «Los catalanes,
por tener más acendrada y experimentada la sensibilidad y la disciplina
política, estáis obligados a no retiraros en vuestras fronteras catalanas, sino
a extender vuestra política y vuestro ejemplo sobre todos los ámbitos de la
tierra española, bien necesitada de saber lo que el desinterés, el empuje y la
disciplina valen en la Historia y en la propia conciencia política de un
pueblo.»
Las elecciones (14 de enero) fueron una lucha de las
izquierdas unidas contra la Lliga. La mayoría de los puestos los ganaron
aquéllas, que en conjunto obtuvieron 162.616 votos, contra 132.942 de la Lliga,
21.088 de los radicales y 1.504 de los comunistas. «Hemos cerrado el paso al
enemigo, y la República, recuperada, vuelve a su tendencia izquierdista», sentenció
Companys. La Veu de Catalunya comentaba: «La Esquerra ha puesto en práctica
procedimientos electorales desterrados hace más de treinta años.» Las
religiosas y sacerdotes fueron alejados a pedradas de los colegios electorales;
se expidieron millares de cédulas falsas para suplantar a los electores, y en
aquellos colegios donde se sabía que la mayoría era favorable a la Lliga, se
apelaba a procedimientos de terror para ahuyentar a los votantes.
El nuevo Gobierno no supuso mejora ninguna para el orden
público. Continuaban las huelgas: una de ellas, la del transporte, con
destrucción, por bombas y botellas de gasolina, de autobuses y tranvías; se
descubrían depósitos de explosivos; proseguían los atentados, y víctima de uno
de ellos pereció el gerente de la Sociedad Industrial de Tarrasa, señor Masana.
En pleno día, y en una calle céntrica de Barcelona, fue asaltada una camioneta
de la Compañía General de Aguas y un cobrador despojado de 20.000 pesetas. La
Generalidad tenía en sus manos todos los resortes del orden público: Miguel
Badía, uno de los organizadores de los escamots, había sido nombrado Secretario
general de la Comisaría de Orden Público. Pero el mal avanzaba y los hombres
que habían sembrado la anarquía eran los más asustados de la cosecha.
CAPÍTULO 34.
LA INCORPORACIÓN DE LOS CATÓLICOS A LA REPÚBLICA
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