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CAPÍTULO 32.

TRIUNFO ARROLLADOR DE LAS DERECHAS EN LAS ELECCIONES

 

 

A la vez que el Gobierno de Madrid, el de la Generalidad se declaraba también en crisis. A ésta había precedido la dimisión del consejero de la Generalidad Aragay, secretario de la Unión de Rabassaires, indignado por el retraso en la promulgación de la ley sobre contratos de cultivo. Tras una parodia de consultas representada por Maciá, que acumulaba todos los poderes en sus manos, y cuya figura, al decir de El Diluvio (145), «empequeñecía rápidamente a los ojos de los que fueron más que sus admiradores, sus idólatras», se dio a conocer (4 de octubre) el nuevo Gobierno: Primer consejero, Miguel Santaló; Justicia y Derecho, Pedro Corominas; Gobernación, Pedro Albert Mestres; Hacienda, Carlos Pi y Suñer; Cultura, Ventura Gassol; Sanidad, José Dencás; Agricultura, Juan Ventosa Roig; Trabajo y Obras Públicas, Martín Barrera. Explicó Maciá el significado de la crisis con estas palabras: «Nos hemos inclinado completamente a la izquierda: el nuevo Gobierno es izquierdista, obrerista y comarcal.» La primera decisión fue reclamar del Gobierno de Madrid que ante la anunciada huelga de agua, gas y electricidad, decretara el estado de prevención.

Los avances de la autonomía no eran satisfactorios. Sobre sus efectos en la Universidad escribía El Diluvio: «Es desolador saber que se han solicitado centenares de traslados de matrículas a otras Universidades y que más del 90 por 100 de estos alumnos son catalanes de nacimiento. El número de estudiantes que han solicitado el ingreso en las Facultades es la tercera parte de los solicitantes de otros años. La Universidad autónoma se precipita en el abismo de su descrédito. Cataluña asiste asustada a este espectáculo y aparta de él a sus hijos con asombro y asco.»

Los pocos hombres con sentido gubernamental de la Esquerra estaban en la disidencia, mientras usufructuaban el Poder los más exaltados, aun a sabiendas de los riesgos que entrañaba la separación que predicaban. Estos fanáticos veían en los escamots (vigilantes) las células del futuro «ejército liberador de Cataluña» y estimulaban el alistamiento de milicianos y su instrucción militar. Para asombrar al público, dándole la impresión de que la flamante legión, formada en molde militar, merecía la pena de ser admirada, se celebró (22 de octubre) una concentración en el estadio de Montjuich seguida de un desfile marcial con música y bandera con la estrella separatista.

Eran entre cinco y seis mil jóvenes de ambos sexos, uniformados; ellos, con camisa verde claro, pantalón de pana y espardeñas. En el pecho ostentaban el escudo del Estat Catalá. Veinticinco mil personas se reunieron en el estadio. Allí estaban también Maciá, el ex ministro Companys, los consejeros Corominas, Gassol, Dencás y otros dirigentes. Hubo discursos tan inflamados como lo requería el ambiente bélico de la formación y el enardecimiento del público, poseído de la idea de que la independencia total sólo se ganaría por las armas. La misión de aquellas legiones uniformadas, según Maciá, podía ser, «si un día triunfase en España una fuerza reaccionaria, transformar Cataluña en baluarte inexpugnable para defender la idea de la federación de los pueblos de Iberia». Pocas horas después, el consejero Dencás, que con el jefe de los escamots, Miguel Badía, era el principal promotor del «ejército catalán», gritaba en un mitin celebrado en el Salón Bohemia: «Los diez mil jóvenes que hoy han desfilado pueden convertirse en otros tantos soldados, que, si es necesario, pasarán la frontera del Ebro para implantar la democracia en el resto de España, si aquella es arrollada en las próximas elecciones.»

El diario L'Humanitat, órgano de Companys, encomiaba la grandeza de la demostración miliciana. «Las gentes sencillas, maravilladas de nuestros jóvenes, se decían: son bellos, fuertes y optimistas, alegres y simpáticos». «Mejor que la camisa verdosa —comentaba El Diluvio —, les acomodaría a los escamots una camisa de fuerza». De acto fascista de la Esquerra calificó el consejero Lluhí, en el Parlamento catalán, el desfile, y si bien los interesados rechazaban la acusación, en realidad con el alarde del estadio se había pretendido asegurar al pueblo que la Esquerra contaba con la fuerza necesaria para garantizar el «Estado Catalán», frente a cualquier contingencia. Dos días después del desfile, un grupo de escamots, al frente del cual iba un hijo del alcalde de Barcelona, Ayguadé, asaltaban la imprenta donde se imprimía el semanario satírico Be Negre, famoso por las críticas que hacía de la Esquerra y de sus hombres. Penetraron en el taller pistola en mano y destrozaron los moldes del periódico. Primer indicio de que aquellas fuerzas degenerarían pronto en bandas de pistoleros y en «partidas de la porra».

La constitución del Tribunal de Garantías Constitucionales (20 de octubre) dio ocasión a escenas tempestuosas. Albornoz, y con él los vocales natos, se erigieron, por interpretación arbitraria de la ley, en jueces calificadores de las actas de los restantes vocales. Por este procedimiento anularon la elección de don Manuel Pedregal, por Asturias; la del señor Cortés por Murcia y declararon incapacitados para ser vocales a don Juan March, elegido por Baleares; a don José Calvo Sotelo y a don Joaquín del Moral, designados por los Colegios de Abogados. Intentaron anular también la elección de don Víctor Pradera, designado vocal por Navarra, fundándose en la protesta presentada por el concejal de un pueblo, siendo así que aquél había triunfado por más de mil votos de mayoría. Se levantó Pradera, ofendido contra el atropello y despojo de que querían hacerle víctima; gritó, indignado, se rebeló contra el presidente al invitarle éste a abandonar su sitio y manifestó que no obedecería a la Guardia Civil cuando Albornoz ordenó a un capitán que le condujeran detenido al Juzgado. Hubieron de intervenir los otros vocales amigos, y, acompañado por éstos, se trasladó al Juzgado de guardia, donde el juez entendió que le correspondía inhibirse en el asunto. En la sesión siguiente, Pradera fue proclamado vocal por Navarra y «juró por Dios y por la patria administrar recta justicia», desentendiéndose del texto legal que regía para prometer el cargo. No tuvieron la misma fortuna los otros vocales despojados de sus cargos, en virtud de la nueva justicia administrada por el incipiente Tribunal de Garantías Constitucionales.

Aparecer los decretos de disolución de Cortes y convocatoria de elecciones y movilizarse para la acción las organizaciones políticas, fue todo uno. Con más ímpetu e ilusión las fuerzas de las derechas, puesto que llegaba el momento por ellas tan anhelado. La C. E. D. A. convocó (9 de octubre) a las organizaciones autónomas que la integraban para estudiar la estrategia conveniente en la lucha que se avecinaba. Brotaron con profusión oficinas electorales. Comenzó la campaña y una fiebre proselitista ganó ciudades y aldeas. Las mujeres se manifestaban tan entusiastas y apasionadas como los hombres. Cuantos sufrieron servidumbre y vejaciones en sus sentimientos durante el bienio azañista pensaban con alegría en la revancha: el derechismo avanzaba hacia el momento de su máxima irradiación y esplendor. Muchos síntomas lo anunciaban. En el teatro Beatriz, de Madrid, se representaba tarde y noche, con la sala rebosante, desde el 27 de septiembre, fecha de su estreno, el poema dramático El Divino Impaciente, de José María Pemán, inspirado en la vida de San Francisco Javier.

El público acogía la obra como una bandera de combate, y, enardecido por los versos sonoros y vibrantes, convertía cada representación escénica en una apoteosis de fe religiosa y patriótica.

Había llegado la oportunidad tan esperada para que se cumplieran las aspiraciones de consolidar la unión de derechas: los jefes de los grupos católicos la preconizaban y defendían. Un Comité ejecutivo y de enlace elaboraría las bases de entendimiento. Lo presidia don José Martínez de Velasco, elegido por su ecuanimidad como árbitro en las querellas que pudieran producirse. Se fijaron como puntos de coincidencia: revisión de la legislación laica y socializante; defensa de los intereses económicos y agrarios, y amplia amnistía. El Comité de enlace, con la misión de desig­nar los candidatos, estaba formado por representantes de la C. E. D. A., agrarios, partidarios de Alfonso XIII y tradicionalistas.

Gil Robles definía (15 de octubre), en un acto en el cine Monumental de Madrid, a manera de prólogo de la campaña electoral, la posición de la C. E. D. A. Recordaba cómo sin necesidad de salir de la legalidad había sido vencida la coalición gobernante, y propugnaba el mismo camino para reconquistar las posiciones perdidas. «Queremos una patria totalitaria, y me sorprende que se nos invite a que vayamos fuera en busca de novedades, cuando la política unitaria y totalitaria la tenemos en nuestra gloriosa tradición.» Proclamaba la realidad de la unión de las derechas. ¿Para qué? «Para formar el gran frente antimarxista, porque la necesidad del momento es la derrota del socialismo», finalidad a conseguir a toda costa. «Si hay que ceder, se cede.» Y añadía: «No queremos el Poder conseguido por contubernios y colaboraciones. El Poder ha de ser íntegro para nosotros. Para la realización de nuestro ideal no nos detendremos en formas arcaicas. Cuando llegue el momento, el Parlamento se somete o desaparece. La democracia será un medio, pero no un fin. Vamos a liquidar la revolución.»

El público que llenaba la sala se mostró entusiasmado. «Todo ha sido rectilíneo, claro y firme», expresaba A B C en su comentario. Gil Robles «poseía elocuencia, talento y méritos positivos para ser el adalid de la campaña. Perseverante e inagotable campeón, con asombrosa e incansable multiplicidad. Un trabajo benedictino, ávido y oscuro, le ha proporcionado el logro de una organización formidable, cuyo volumen y densidad parece obra de varios lustros». Sin embargo, en un editorial del mismo día, y sin referirse al acto del Monumental, estimaba el periódico «que «antimarxismo» no era el nombre adecuado a la unión de derechas, ni definía cabalmente la campaña y los propósitos del derechismo y se prestaba a una confusión perjudicial, pues parecía excluir objetivos muy principales». «El frente de las derechas —escribía— va contra todo lo que ha hecho la coalición socialista-republicana y contra todos los responsables. Y entre éstos, como máximos culpables, los partidos republicanos que, por sordidez, se sometieron a facilitar a los socialistas el secuestro del régimen.»

Al enjuiciar las consecuencias electorales, se produjeron divergencias y fisuras en el bloque de las derechas. La C. E. D. A. pensaba gobernar con la República para rectificar lo pernicioso y sectario de la legislación, previo acatamiento del régimen, sin secretas intenciones agresivas. En cambio, los monárquicos consideraban las elecciones como un medio para conquistar posiciones desde las cuales hostilizar a la República en espera del momento oportuno para destruirla. Por eso, mejor que unión de los grupos, era afinidad: coincidencia en la aceptación de ciertos postulados básicos y comunes a todas las derechas y divergencia en los caminos a seguir y en los procedimientos para alcanzar los fines propuestos.

Levantó sospechas la laboriosa designación de candidatos y era porque la C. E. D. A. negociaba en algunas provincias con los radicales para asegurar la derrota de los socialistas. Particularmente difícil resultaba confeccionar la candidatura de Madrid, por la pugna en tomo a algunos nombres muy significados, como el del general Sanjurjo, que los monárquicos proponían y los agrarios y cedistas rechazaban, por las alarmas que despertaba en los republicanos.

El 26 de octubre se hizo pública, con el título de «coalición anti­marxista», la candidatura de las derechas por la circunscripción de Madrid. Era la siguiente: Antonio Goicoechea (Renovación Española); José María Gil Robles (Acción Popular); José Calvo Sotelo (Renovación Española); Antonio Royo Villanova (agrario); Juan Ignacio Luca de Tena (independiente); Javier Jiménez de la Puente, conde de Santa Engracia (independiente); Juan Pujol (independiente); Mariano Matesanz, presidente del Círculo de la Unión Mercantil; Alfonso Rodríguez Jurado, del Comité de Enlace de Entidades Agropecuarias; Honorio Riesgo, industrial; Rafael Marín Lázaro (Acción Popular); José María Valiente (Acción Popular), y Luis Hernando de Larramendi (tradicionalista).

Al dar a conocer Martínez de Velasco la composición de la candidatura, hacía saber que José Antonio Primo de Rivera figuró en ella; pero «con toda delicadeza expuso que él, en orden a la exposición de sus ideales, no podía admitir las limitaciones establecidas en unas normas aprobadas por el Comité de Enlace. Y como resultaron inútiles cuantos intentos por disuadirle se hicieron, hubo de ser sustituido por don Juan Pujol».

A partir de la publicación de la candidatura la propaganda se encendió como hoguera, con pasquines, carteles y octavillas. En toda España se alzaba el clamor de los mítines. Con las derechas rivalizaban en dinamismo y entusiasmo los socialistas. Los tres ex ministros defendieron desde la tribuna del cinc Europa, de Madrid (20 de octubre) su gestión ministerial y formularon trenos y amenazas si el resultado de la contienda no se ajustaba a sus deseos. «A vencer, el día 19, en las urnas —pedía Prieto a sus correligionarios en un mitin en Valladolid (29 de octubre) —, y si somos derrotados, a vencer el día 20 en las calles, al grito de «¡Viva la revolución social!» Porque tanto en los discursos de los marxistas como en su prensa, y en la republicana, se insistía en que los adversarios únicamente podían obtener el triunfo por el engaño, la compra de votos y otros medios ilícitos y reprobables, como si la obra realizada por los Gobiernos del bienio sólo pudiera inspirar adhesión rendida y contento. Miguel Maura, describía así el panorama nacional en un mitin en el Cine de la Ópera (15 de octubre): «El Estado apenas está organizado: falta la organización del régimen local, la de la Justicia, la de Hacienda. Falta todo. La economía industrial está más que en colapso, en bancarrota, y el pobre labrador se ve en quiebra. La paz espiritual está perdida, y la material en plena anarquía. Ésta es la situación que dejan las Cortes Constituyentes y los Gobiernos que las manejaron.»

En el campo de los republicanos reinaba la inseguridad y la desconfianza. En un primer momento, Acción Republicana y la O. R. G. A. quisieron aliarse con los socialistas; pero éstos rehusando toda colaboración acordaron ir solos a la lucha. Los partidos republicanos advertían su debilidad. Únicamente los radicales poseían cierta organización y fuerza. El partido se reforzó con la incorporación del ex ministro de la Monarquía Santiago Alba y sus amigos. «Quiero contribuir con ardor y desinterés — escribía a Lerroux (17 de octubre) — a que España llegue a tener un Parlamento coherente, un Gobierno fuerte y homogéneo y una República verdaderamente nacional.» Los sindicalistas aconsejaban a sus afiliados la abstención, mientras los comunistas se disponían a presentar candidatos en varias provincias. Uno de sus candidatos, Ramón Casanellas, asesino del presidente del Consejo don Eduardo Dato, chocó con un coche cuando viajaba en motocicleta por los pasos del Bruch, acompañado de otro agitador caracterizado llamado Barrio Nadal. Los dos comunistas resultaron muertos.

* * *

En la mañana del 29 de octubre se celebró en el teatro de la Comedia, cedido por su propietario, don Tirso Escudero, un acto que los carteles y notas denominaban «mitin de afirmación nacional». Apenas tuvo propa­ganda gráfica o escrita; pero en cambio se difundió de boca en boca la versión de que sería un mitin fascista, y ello despertó viva curiosidad. La inquietud política de José Antonio Primo de Rivera, secundado por el grupo de amigos que implícitamente acataban su jefatura para una empresa de carácter nacional, que latía en su cerebro, iba a cristalizar en una organización, con un programa y una bandera.

Dónde, cómo y cuándo harían la «primera salida» había sido asunto primordial en las conversaciones entre Primo de Rivera y sus amigos. «Se decidió que fuese el 7 de octubre, y en Burgos, el acto inicial. Se elegía a Burgos por ser Cabeza de Castilla..., y la fecha, 7 de octubre, por ser la del aniversario de Lepanto. Pero el gobernador burgalés no autorizó el acto». Se acordó entonces celebrarlo en Madrid, «principalmente por el impulso y la voluntad inquebrantable de Julio Ruiz de Alda». A juzgar por la mucha fuerza de Seguridad y de Asalto, a pie, montada o en camiones, situada en plazas, calles y esquinas, en torno al teatro de la Comedia, la Dirección General de Seguridad barruntaba tempestad. Apoyándose en las facilidades que daba el Gobierno para la propaganda electoral, los discursos pudieron ser radiados.

A las once de la mañana comenzó el acto. El teatro estaba rebosante de público. En el escenario, una mesa, desnuda y simple. A propuesta del coronel Rodríguez Tarduchy, uno de los principales organizadores del mitin, ocupó la presidencia don Narciso Martínez Cabezas, en mérito a la edad. Al adelantarse a hablar García Valdecasas «es acogido con el saludo fascista: los concurrentes se incorporan y extienden la mano derecha a la altura de la cabeza, incluso las señoras. García Valdecasas, pálido y muy emocionado, responde levantando los dos brazos, entre un griterío general»

García Valdecasas y Ruiz de Alda expusieron las bases y características del movimiento que se iniciaba. Al levantarse Primo de Rivera se produjo una tempestad de entusiasmo. Comenzó con una crítica acerada del liberalismo roussoniano, de la democracia ejercitada mediante sufragio «esa farsa de las papeletas», «con virtud de decimos en cada instante si Dios existe o no, si la verdad era la verdad o no era la verdad, si la patria debía permanecer o si era mejor que, en un momento, se suicidase». Analizados los defectos y errores del sistema liberal y los abusos y turbulencias a que daba origen el sistema basado en el logro de la mayoría, pasó a enjuiciar los efectos en el terreno económico y la esclavitud a que condenaba a los obreros al considerar el trabajo como una mercancía. «Por eso tuvo que nacer, y fue justo su nacimiento, el socialismo», que luego se descarrió en la interpretación materialista de la vida, con su sentido de represalia y con la proclamación del dogma de la lucha de clases. «Los hombres de nuestra generación —afirmaba José Antonio— nos hemos encontrado con una España en ruina moral; una España dividida por todos los odios y por todas las pugnas.» En el movimiento que empieza este día «venimos a encontrar el legítimo señor de España». Movimiento que no sería de partido, ni ataría por nada su destino a intereses de grupo o de clases, bajo la división superficial de derechas e izquierdas. A continuación definía: «La patria es una unidad total, en que se integran todos los individuos y todas las clases: la patria no puede estar en manos de la clase más fuerte ni del partido mejor organizado. La patria es una síntesis trascendente, una síntesis indivisible, con fines propios que cumplir, y nosotros lo que queremos es que el movimiento de este día y el Estado que cree sea el instrumento eficaz, autoritario, al servicio de una unidad indiscutible, de esa unidad permanente, de esa unidad irrevocable que se llama patria.»

Expuso a continuación el programa del Movimiento con las siguientes palabras:

«He aquí lo que exige, nuestro sentido total de la patria y del Estado que ha de servirla: Que todos los pueblos de España, por diversos que sean, se sientan armonizados en una irrevocable unidad de destino. Que desaparezcan los partidos políticos. Nadie ha nacido nunca miembro de un partido político. En cambio, nacemos todos miembros de una familia; somos todos vecinos de un municipio; nos afanamos todos en el ejercicio de un trabajo. Pues si ésas son nuestras unidades naturales; si la familia y el municipio y la corporación es en lo que de veras vivimos, ¿para que necesitamos el instrumento intermediario y pernicioso de los partidos políticos, que, para unirnos en grupos artificiales, empiezan por desunimos en nuestras realidades auténticas?»

«Queremos menos palabrería liberal y más respeto a la libertad profunda del hombre. Porque sólo se respeta la libertad del hombre cuando se le estima, como nosotros le estimamos, portador de valores eternos; cuando se le estima envoltura corporal de un alma, que es capaz de condenarse y de salvarse. Sólo cuando al hombre se le considera así se puede decir que se respeta de veras su libertad, y más todavía si esa libertad se conjuga, como nosotros pretendemos, en un sistema de autoridad, de jerarquía y de orden.

«Queremos que todos se sientan miembros de una comunidad seria y completa; es decir, que las funciones a realizar son muchas: unos, con el trabajo manual; otros, con el trabajo del espíritu; algunos, con un magisterio de costumbres y refinamientos. Pero que en una comunidad tal como la que nosotros apetecemos, sépase desde ahora, no debe haber convidados ni debe haber zánganos.

«Queremos que no se canten derechos individuales de los que no pueden cumplirse nunca en casa de los famélicos, sino que se dé a todo hombre, a todo miembro de la comunidad política, por el hecho de serlo, la manera de ganarse con su trabajo una vida humana, justa y digna.

«Queremos que el espíritu religioso, clave de los mejores arcos de nuestra Historia, sea respetado y amparado como merece, sin que por eso el Estado se inmiscuya en funciones que no le son propias, ni comparta — como lo hacía, tal vez por otros intereses que los de la verdadera religión — funciones que sí le corresponden realizar por sí mismo. Queremos que España recobre resueltamente el sentido universal de su cultura y de su Historia. Y queremos, por último, que si esto ha de lograrse en algún caso por la violencia, no nos detengamos ante la violencia. Porque ¿quién ha dicho —al hablar de «todo, menos la violencia»— que la suprema jerarquía de los valores morales reside en la amabilidad? ¿Quién ha dicho que cuando insultan nuestros sentimientos, antes que reaccionar como hombres, estamos obligados a ser amables? Bien está, sí, la dialéctica como primer instrumento de comunicación. Pero no hay más dialéctica admisible que la dialéctica de los puños y de las pistolas cuando se ofende a la justicia o a la patria. Esto es lo que pensamos nosotros del Estado futuro que hemos de afanarnos en edificar.»

El Movimiento no era sólo una manera de pensar, sino una manera de ser. «Tenemos —decía José Antonio— que adoptar ante la vida entera, en cada uno de nuestros actos, una actitud humana, profunda y completa. Esta actitud es el espíritu de servicio y de sacrificio, el sentido ascético y militar de la vida.»

«Creo —terminaba— que está alzada la bandera. Ahora vamos a defenderla alegremente, poéticamente... En un movimiento poético, nosotros levantaremos este fervoroso afán de España; nosotros nos sacrificaremos, nosotros renunciaremos y de nosotros será el triunfo; triunfo que —¿para qué os lo voy a decir?— no vamos a lograr en las elecciones próximas. En estas elecciones votad lo que os parezca menos malo. Pero no saldrá de ahí nuestra España, ni está ahí nuestro marco. Eso es una atmósfera turbia, ya cansada, como de taberna al final de una noche crapulosa. No está ahí nuestro sitio. Yo creo, sí, que soy candidato; pero lo soy sin fe y sin respeto. Y esto lo digo ahora, cuando ello puede hacer que se me retraigan todos los votos. No me importa nada. Nosotros no vamos a ir a disputar a los habituales los restos desabridos de un banquete sucio. Nuestro sitio está fuera, aunque tal vez transitemos de paso por el otro. Nuestro sitio está al aire libre, bajo la noche clara, arma al brazo y en lo alto las estrellas. Que sigan los demás con sus festines. Nosotros, fuera, en vigilia tensa, fervorosa y segura, ya presentimos el amanecer en la alegría de nuestras entrañas.»

Fue el discurso de José Antonio una crítica serena de la España destrozada por una de las crisis más anárquica de los últimos tiempos: limpio de hojarasca retórica y de palabras inútiles, pensado con una preocupación literaria y compuesto con riguroso buen estilo, más de conferenciante de ateneo que de tribuno. Había expuesto unas bases y unas normas políticas y alzado una bandera de ilusión, en un grave momento de confusión revolucionaria.

Los diarios madrileños de derechas no dedicaron comentarios al mitin de la Comedia. Únicamente La Nación, periódico en otro tiempo órgano oficioso de la Dictadura de Primo de Rivera, publicó los discursos íntegros y en un editorial situaba el mitin entre los tres acontecimientos políticos más destacados del primer tercio del siglo: los otros dos habían sido la presencia de Maura en la política española y la dictadura de Primo de Rivera. No pocos monárquicos se ilusionaron con el acto de la Comedia, considerándolo como el posible comienzo de un movimiento de carácter fascista que desembocaría en una restauración. Sin duda por esto, del sector monárquico recibió José Antonio los primeros donativos para la propaganda de su ideario. Acción Española, y bajo el título «Una bandera que se alza», publicó íntegro el discurso de Primo de Rivera, con una introducción en la que se decía: «Con piedra blanca ha señalado Acción Española este día 29 de octubre. Fue un día en que nos trajeron la voz de España, que parecía perdida entre las voces de los españoles, tres mozos de recia contextura: Alfonso García Valdecasas, cultura y corazón; Julio Ruiz de Alda, corazón e inteligencia al servicio de la acción, y José Antonio Primo de Rivera, inteligencia y cultura, corazón y brazo. ¡Dios nos conserve la ilusión que dejaron prendida al borde de nuestro camino y que cordialmente queremos compartir con nuestros lectores!»

Comenzaron a afluir en gran número las adhesiones. Era urgente bautizar con un nombre a la nueva organización. Entre los varios propuestos, Ruiz de Alda eligió el de Falange Española. Y éste prevaleció.

* * *

Jamás las derechas españolas habían vibrado tan unánimes y enardecidas en una lucha electoral. Hombres y mujeres se afanaban en mil géneros de propaganda, arriesgándose incluso en visitas domiciliarias por suburbios para ganar electores. Contribuían con sus donativos a los gastos de la propaganda, pues ésta, desarrollada conforme a la técnica moderna, exigía cuantiosas cifras. Hubo familia entusiasta que entregó a Acción Popular 150.000 pesetas; un afiliado anónimo dio 100.000. Acción Po­pular, más apercibida para la contienda y con un cuerpo de expertos, sobresalía por su actividad. «Las hojas y octavillas editadas por Acción Popular —se explicaba en una nota— representan 2.000 kilómetros de papel de un metro de anchura.» Se utilizaban globos que estallaban en el aire y dejaban caer una lluvia de octavillas o candidaturas. Desde cincuenta mil carteles con dibujos espeluznantes de ruinas y muertos, símbolo de la política azañista, o alegorías tranquilizadoras de la buena política futura, se reclamaba el voto para las derechas. Ocho avionetas volaban mañana y tarde sembrando de literatura y de papeletas pueblos y aldeas. Al ciudadano se le acosaba en el cine, en la radio, y en la calle con la proyección de letreros luminosos en las aceras. «Tienes que votar —se le repetía a cada momento— para librarte de la tiranía roja.»

El otro bando tampoco descansaba, y eran los socialistas, veteranos en estas lides, los que se distinguían por su técnica en la propaganda. En sus carteles aconsejaban al elector que huyese como de la peste de la caterva clerical, inquisitorial, militarista y burguesa. Estas llamadas se formulaban entre espadones, mitras, buitres garrudos y caras de hambre. Las agrupaciones afiliadas a la Casa del Pueblo se mostraban generosas en sus donativos para la campaña; concedían también anticipos reintegrables o créditos de importancia. El Sindicato de los obreros del Transporte superó las 100.000 pesetas. Las logias masónicas no se mostraban indiferentes, y los supremos jerarcas de la secta ordenaban el apoyo a los candidatos afines.

El Gobierno, que al principio se mostró tolerante y bien dispuesto a autorizar toda clase de propaganda, empezó a restringirla, especialmente en el teatro, en el cine y por avión, al advertir que se enrarecía el ambiente y un aire de violencia dominaba la calle. Al atardecer eran frecuentes las colisiones y los escándalos entre los grupos dedicados a pegar carteles o a repartir circulares. En menor escala, pero con los mismos caracteres belicosos, se desarrollaba la lucha en las poblaciones de España: ninguna estaba libre de la fiebre que arrebataba a las gentes y las despertaba un ansia de guerra.

Donde verdaderamente se inflamaban los espíritus era en los mítines. Por docenas se celebraban a diario en teatros, círculos políticos, plazas públicas, frontones, cines... Un cataclismo oratorio anegaba a España. Los oradores contrarios a los Gobiernos del bienio exhumaban los recuerdos y sucesos trágicos, mientras socialistas y republicanos de izquierdas cargaban en el haber de monárquicos, radicales y reaccionarios la responsabilidad de todos los males. «El triunfo de las derechas es la revolución», repetía Miguel Maura. Prieto, Largo Caballero y Araquistain amenazaban con desencadenar la cólera popular si el resultado de las urnas les fuese adverso. Gil Robles les contestaba en un mitin celebrado en Valladolid (2 de noviembre): «Si los socialistas pierden la batalla, tendrán que aguantarse con la derrota y no hablen de echarse a la calle, porque la calle es de todos y allí nos encontraremos.» Y en el mitin del cine de la Ópera, de Madrid (15 de noviembre), para presentar a los candidatos, el mismo Gil Robles repetía: «Nosotros aceptamos la batalla en el terreno de la democracia, en que ha sido planteada; pero que no pretendan marchar por caminos de dictadura, porque les saldremos al paso como sea y donde sea. Ya son mucho dos años de paciencia para retroceder ni un paso más. Si quieren la ley, la ley; si quieren la violencia, la violencia.»

«En las elecciones de abril —afirmaba Largo Caballero (10 de noviembre) — los socialistas renunciaron a vengarse de sus enemigos y respetaron vidas y haciendas; que no esperen esa generosidad en nuestro próximo triunfo. La generosidad no es arma buena. La consolidación de un régimen exige hechos que repugnan, pero que luego justifica la Historia... La República burguesa es una mentira.»

Los más desasistidos de opinión y entusiasmo popular eran los republicanos. Separados de los socialistas, encontraban fría acogida en los pueblos y en muchos lugares sindicalistas y anarquistas amotinados interrumpían los actos y ponían en fuga a los oradores. En un mitin socialista celebrado en Daimiel evocó a gritos el recuerdo de Casas Viejas un joven llamado José Ruiz de la Hermosa. Se abalanzaron sobre él, furiosos, los marxistas, y uno de éstos, secretario de la Casa del Pueblo, le apuñaló, dejándole muerto. En otro mitin, en Málaga, con asistencia de Prieto, los socialistas dieron alevosa muerte a un comunista que profirió gritos contra los oradores.

Al margen del entusiasmo de los partidos por la lucha electoral, quedaban los anarquistas de la C. N. T. y de la F. A. I., consecuentes en su odio a los Estados organizados y a los regímenes parlamentarios. «No nos interesan los cambios de Gobierno. Lo que nosotros deseamos es suprimirlos». Las exhortaciones dirigidas a los afiliados eran de este tono: «¡Trabajadores, no votéis! El voto es la negación de la personalidad. Volved la espalda a los que os lo piden. Son vuestros enemigos. Esperan llegar al Poder aprovechando vuestra confianza... Nosotros no necesitamos ni Estado ni Gobierno... No os preocupéis de que emerjan triunfantes de esta forma los derechistas o los izquierdistas. Todos son reaccionarios. ¡Destruid las papeletas! ¡Destruid las urnas electorales! ¡Romped la cabeza de los supervisores de las papeletas, así como las de los candidatos!».

En Barcelona, las disensiones entre los elementos de la Esquerra hacían muy difícil la formación de una candidatura única, mientras la Lliga Catalana desarrollaba en las cuatro provincias una campaña de grandes vuelos. Cambó, en el Palacio de la Música, declaraba: «Somos revisionistas de la Constitución por vía legal.»

* * *

El 4 de noviembre se produjo un suceso que dejó atónitas a las gentes, cuya atención absorbían las elecciones. Por la noche se fugaba de la cárcel de Alcalá de Henares don Juan March. Una fuga sin aparato rocambolesco ni peripecias dramáticas. Y además baratísima según declararía días después a sus íntimos. No estipuló ni compró, ni previamente tasó ningún servicio de protección, encubrimiento o complicidad en la fuga. March explicó su salida de la cárcel de esta manera: «Enfermo desde hacía bastante tiempo —tenía a la sazón cincuenta y tres años—, sufría cárcel, como detenido político, en la prisión de Alcalá de Henares. Mi detención comenzó el 10 de junio de 1932. Conservaba la esperanza de que al salir los socialistas del Gobierno ocuparían el Poder los radicales y obtendría la libertad. Cuando fue disuelta la Cámara fui elegido vocal del Tribunal de Garantías Constitucionales por los electores de Baleares. Esperé nuevamente verme en libertad; pero el Tribunal, en sus cuatro sesiones, no examinó mi caso. Exasperado por esto, resolví salir de España, aun a riesgo de que el Gobierno me confiscase mis bienes. Para ello encontré una ayuda eficaz en el jefe de Servicios don Martín Amáiz Moreno, el cual, dándose cuenta de la injusticia de mi caso, me abrió las puertas de la prisión. Una vez fuera, encontré al oficial del Cuerpo den Eugenio Vargas Rodríguez, el cual, viendo que a causa de mi debilidad, apenas podía andar, me ayudó a llegar hasta un automóvil que me esperaba a 300 metros de la prisión y aceptó a acompañarme en mi viaje. Inmediatamente salimos con dirección a Gibraltar, donde llegamos a las diez de la noche.»

El jefe de Servicios señor Amáiz Moreno corroboraba la exactitud de esta referencia en su declaración ante el juez: «Encontrándome —decía— en mi despacho el 2 de noviembre, se me presentó el señor March, que ocupaba la habitación contigua, y me refirió que venía sufriendo una odisea y una reclusión injusta; que se había tratado de sacarle del establecimiento a viva fuerza, con amenazas de aplicarle medidas de extraordinaria severidad. Padecía vejaciones, tanto más sensibles cuanto que su estado de salud era muy delicado, y temía morirse si continuaba más tiempo su reclusión. Como las manifestaciones del señor March —continuó el jefe— estaban impregnadas de un espíritu de razón y de justicia, prometí proporcionarle la libertad, y, en efecto, a las diez de la noche envié a un recado al guardián con servicio en el rastrillo pidiéndole las llaves para guardarlas durante su ausencia, la que aproveché para ponerle en libertad al señor March».

Con tanta precaución y sigilo realizó March su fuga, que ni siquiera su ayuda de cámara conoció lo que se tramaba.

En el trayecto Alcalá-La Línea hubo cambio de coche. Otro acompañante del señor March, además del funcionario de Prisiones, era su propio empleado don Raimundo Burguera, administrador de una finca denominada El Tesorillo, entre La Línea y Algeciras, que por ser muy conocido en la Aduana pudo pasar a Gibraltar sin inconveniente.

Dos días después se unió a los fugitivos, en Gibraltar, el médico y publicista de Madrid don Víctor Ruiz Albéniz. El día 9 se trasladaron a Marsella a bordo del buque inglés Strahaird, y, una vez en París, el evadido formuló ante los periodistas graves acusaciones contra sus perseguidores: «Acuso —dijo— a los que en 1930 vinieron a pedirme dos millones de pesetas para hacer la revolución, con la promesa de que la República me devolvería un millón por pesetas. Acuso a cuantos me persiguieron, prevaricando a sabiendas; a los que a mi costa falsificaron documentos; a los que cometieron en la tramitación del proceso todos los delitos que es dable cometer en un proceso judicial. Colectivamente acuso de prevaricadores a los ministros del Gobierno Azaña y de un modo concreto e individual a los señores Carner, Prieto y Domingo. Y no sólo de prevaricadores, sino de otros delitos que revisten figura penal... Carner ha procurado, sacando todo el partido posible a su ventajosa situación, que mis negocios pasaran a manos de sus amigos de Cataluña... En diecisiete meses que ha durado mi cautiverio, la Comisión de Responsabilidades no ha sustanciado mi proceso, por la sencilla razón de que nunca ha encontrado la figura de delito.» Los ministros se mostraron escandalizados por la evasión. Anunciaron que pedirían la extradición del fugitivo que, por cierto, encontró buena acogida en Francia.

* * *

A medida que se aproximaba el día de las elecciones, los gobernadores presionaban con más fuerza en favor de los candidatos afectos a los ministros o a los grupos que éstos representaban. Las protestas de los afectados por atropellos y coacciones oficiales eran constantes. A lo cual replicaba Martínez Barrio en un acto de propaganda en Sevilla (15 de noviembre): «Nadie nos podrá negar el título de héroes, porque estamos presidiendo un doble ensayo: el de una nueva ley electoral y el de la consulta a la mujer.» Como Azaña y Marcelino Domingo corrían serio peligro en sus circunscripciones, Indalecio Prieto los tomó bajo su protección e incorporó sus nombres a la lista de candidatos socialistas de Bilbao, aun a costa de sacrificar a sus correligionarios. La lucha era a cada momento más dura y los beligerantes lanzaban nuevos elementos bélicos al fragor de la batalla. El último ingenio correspondió también a Acción Popular: se trataba de un camión con aspecto de tanque y una pantalla en su parte posterior, donde se proyectaba una película sonora: Gil Robles pronunciaba un discurso que podía ser oído por los transeúntes. «La opinión está excitada de una manera indigna por las formas más simples de la política», dijo Sánchez Román, candidato por Madrid, a sus amigos, convocados en el Hotel Ritz.

Eran frecuentes los choques, a veces sangrientos, entre los partidarios de distintas filiaciones políticas: desórdenes en los mítines, disturbios en pueblos y aldeas... Uno de los sucesos más graves se registró en el teatro de San Femando, de Jerez, con ocasión de un acto electoral en el que hablaban José Antonio Primo de Rivera y José María Pemán. Inesperadamente, un individuo disparó desde una platea contra el patio de butacas: el comerciante don Segismundo García Mantilla resultó muerto de un balazo en la cabeza, y doña Mercedes Larios, esposa de don Estanislao Domecq, alcanzada por cuatro disparos, quedó gravísima.

En los últimos días los mítines se contaron por centenares: más de quinientos el domingo día 12, y de ellos, cincuenta en Asturias, organizados por Acción Popular. En los dos días anteriores a las elecciones, en Madrid hubo doce mítines, en los que hablaron, entre otros, Azaña, Marcelino Domingo, el ministro de Hacienda, Largo Caballero, Hernando de Larramendi, Maura, Lerroux... En el cine Monumental recibieron a Largo Caballero con un gran cartel que decía: «Los dependientes de Comercio saludan al Lenin español.» Al día siguiente, desde la tribuna del mismo cine Gil Robles hacía un llamamiento a la concordia y a la paz. «Estamos como un ejército en pie de guerra, en el paroxismo de la lucha. Paz entre las clases sociales; paz entre las regiones... No aspiramos a un triunfo imprudente que nos lleve al Poder... Gobernaremos desde fuera y haremos imponer nuestro criterio.» El público congregado en la sala del cine Royalty oyó sorprendido un discurso gramofónico de don José Calvo Sotelo. «La próxima contienda —decía— es importantísima; pero solamente una escaramuza. La batalla a fondo comenzará al día siguiente, cuando el próximo Parlamento inaugure sus tareas, que presagio azarosas. A nosotros nos interesa ir al Parlamento, más que para entrar en él, para impedir que entren otros, o, si queréis, los otros. Y más que para estar en él apuntalándolo, para salir de él, derribándolo, cuando, bien visibles sus corcovas y goteras, España entera se persuada de su decrepitud irremisible y estéril. No sería honrado si ocultase esta convicción. Tengo por evidente que este Parlamento será el último de sufragio universal por luengos años. Estoy persuadido de que la República corre más peligros por parlamentaria que por República... Yo os digo que pasó la hora del parlamentarismo inorgánico.»

Los choques entre propagandistas tuvieron en Valencia una rúbrica sangrienta: en Fuente Encarroz fue asesinado un afiliado de la Derecha Valenciana, y en la capital, una ráfaga de metralla mató a un joven e hirió a cuatro, todos de la Derecha Regional Valenciana, cuando se dedicaban a pegar los últimos carteles.

Cayó la noche sobre España: noche inolvidable, en la que dormirían pocos españoles. Las inquietudes de aquellos días de frenesí habían ahuyentado la paz y el sosiego de los espíritus. Media España había acusado a la otra media de las mayores abominaciones y males: después de insultarse mutuamente, se disponían a pasar a la acción. Cada ciudadano estaba convencido de que tenía en su poder el talismán y la clave mágica para construir una España conforme a sus deseos: ese tesoro inigualable y misterioso era el voto. Nunca los españoles estuvieron tan convencidos de que intervenían en una contienda electoral decisiva para la salud y los destinos de la patria.

Votó España con entusiasmo y normalidad, garantizada ésta por las previsiones del Gobierno. La nota más destacada la dieron las mujeres, que acudieron a los colegios electorales en masa. Incluso las monjas abandonaron los apacibles oasis de sus conventos para formar en las colas. Y los inválidos, socorridos por voluntarios, tuvieron acceso a las urnas. La relación de desórdenes no era muy extensa: un joven de Acción Popular, asesinado en Ponferrada; un obrero municipal, muerto en Bilbao; dos heridos en Aljucen (Badajoz); un interventor de Acción Popular muerto y otro herido, en Sevilla; un interventor y dos afiliados de Derecha Regional, heridos en Torrente (Valencia); disturbios en Alameda (Málaga), Melilla, La Coruña, Zafra, Úbeda, Aldeanueva del Camino (Cáceres), Boada (Salamanca), Santa Cruz de Mieres...

Por la tarde empezó a circular el rumor de que habían triunfado las derechas. Al correr las horas, la impresión se afianzó y al amanecer del día 20 se hizo realidad. «Clamoroso triunfo de la coalición antirrevolucionaria en toda España», gritaba el A B C con titulares a plana entera

«Triunfo arrollador de las derechas en toda España», anunciaba El Debate. La victoria había sido grande y sonada y se descomponía, por regiones y candidatos, de esta manera: Las derechas habían copado en Navarra y obtenido las mayorías en Álava, Alicante, Ávila, Baleares, Burgos, Cádiz, Castellón, Cuenca, Guadalajara, Guipúzcoa, Huesca, Logroño, Palencia, Salamanca, Santander, Segovia, Sevilla (capital), Tarragona, Teruel, Toledo, Valladolid, Vizcaya (capital y provincia), Zaragoza y Zamora. Las coaliciones antimarxistas triunfaban en Badajoz, Cáceres, Granada y Jaén. Acción Popular y los liberales-demócratas ganaban las minorías en Asturias. El socialismo había sido derrotado en sus feudos de Bilbao, Andalucía y Extremadura. Se quedaron sin acta los ministros de Comunicaciones, de Justicia y de Instrucción; los ex ministros Gómez Paratcha, Feced, Giral, Marcelino Domingo, Nicolau d'Olwer, Galarza y De Francisco, antiguo jefe de la minoría socialista. La Lliga Catalana pasaba de35.000 votos en 1931 a 125.000 y ganaba en Cataluña 25 puestos, más dos los tradicionalistas y dos los independientes, en tanto que las izquierdas, partidos de Maciá, socialistas, federales, rabassaires y Acción Republicana reunían 25.

En Barcelona (capital), la Lliga obtenía 14 puestos, y la Esquerra, cinco. En Valencia se repartían los puestos la candidatura autonomista radical y la alianza de las derechas. Triunfaban los hombres de la Dictadura: Calvo Sotelo (elegido por La Coruña y Orense); conde de Guadalhorce; Yanguas Messía, Maeztu, y el hijo del Dictador, José Antonio. Y los monárquicos Goicoechea, conde de Vallellano, Sáinz Rodríguez, Pemán, y Pradera. Gil Robles salía elegido por Salamanca y León, y al enemigo número uno del Estatuto, don Antonio Royo Villanova lo elegían Valladolid y Huesca, Juan March triunfaba en Baleares. En Bilbao (capital), los nacionalistas ganaban los cuatro puestos de las mayorías. Los votos conjuntos de las derechas y centro sumaban 4.233.459, y los de las izquierdas, 2.152.554. En Madrid, los 152.640 votos de los socialistas se enfrentaban con los 145.075 de las derechas, Sánchez Román, que luchó como independiente, sólo tuvo 26.500, y los comunistas, 15.400. Por no obtener ningún candidato de Madrid el 40 por 100 exigido por la ley, se repetiría la elección, y en trece circunscripciones donde la votación adolecía del mismo defecto.

A B C enjuiciaba así el resultado de la jomada: «El país no se ha limitado exclusivamente a enaltecer y robustecer a las derechas, a darles autoridad y medios contra la política revolucionaria. El mayor empeño del sufragio en todas las circunscripciones ha sido aniquilar con verdadero coraje a las fuerzas políticas que han atormentado y arruinado a España en el bienio... Los adversarios de la coalición derechista han venido combatiéndola por monárquica y monarquizante. Les dejamos la responsabilidad y el arreglo de la moraleja correspondiente al triunfo.» De las urnas había salido, según El Debate, «un resumen de lo que es España», y ésta «se parecía mucho al conjunto de los sumandos.» «Tenemos —añadía— motivos de hondísima satisfacción. La jornada de ayer nos anuncia un acontecimiento histórico: la próxima llegada del día en el cual un Gobierno genuinamente español, fiel a las más puras tradiciones patrias, formado por hombres jóvenes, cultos, muy de su tiempo, que puede tener en sus manos el Poder, sostenido por la incondicional adhesión de los buenos españoles. De esos españoles que han recibido en las urnas una lección que les conviene no olvidar: que son los más, que tienen jefes dignos en los que depositar su confianza y la firme convicción de que lograrán hasta la última de sus reivindicaciones sin salirse de los procedimientos legales, aunque sean los de una ley dictada por los enemigos para no servir al bien común, sino a pequeños intereses de partido.»

«Ni de cerca, ni de lejos —escribía El Socialista—, tenemos la menor responsabilidad en el desastre de los republicanos. Quisimos evitarlo y por ello nos negamos a que se disolvieran las Cortes Constituyentes.» En conjunto, entendía el periódico que las elecciones habían sido favorables para los socialistas.

La alarma cundió pronto entre los republicanos, y al día siguiente comenzaron negociaciones para concertar alianzas lo más extensas posibles con ánimo de ir unidos a la segunda vuelta. Además, estaba claro que en algunas circunscripciones el resultado hubiese sido más favorable para ellos unidos con los socialistas. Si la alarma de los republicanos era por insuficiencia de actas, la preocupación de los hombres de la C. E. D. A. era por plétora. Parecían sentir la sensación de que el triunfo les había situado en un callejón sin salida. Pues si los diputados monárquicos y tradicionalistas eran contrarios a colaborar en el Gobierno, ¿a qué conducía acrecentar el número de actas? ¿No parecía empeño inútil? El secretario de la C. E. D. A., don Federico Salmón, confesaba en Murcia (25 de noviembre): «Gil Robles siente en estos momentos la preocupación de haber obtenido un número de diputados que considera excesivo para la función que le compete, a su entender, dentro de la mecánica política de España.» Así se explica que surgiera el propósito de pactar con los republicanos más idóneos —en esta ocasión, los radicales—, ayudándoles para que en la segunda vuelta obtuviesen el mayor número de actas. «Es absolutamente necesario —escribía Gil Robles (24 de noviembre) al jefe de Acción Popular de Córdoba— que el candidato monárquico don José Tomás Valverde se retire por imperativos del patriotismo más puro y llegar en Córdoba a una coalición electoral con radicales y progresistas para evitar el triunfo del socialismo, de suerte que para lograrlo ningún sacrificio puede parecer excesivo». El señor Valverde no sería diputado.

Por otra parte, la Lliga Catalana y los agrarios, que veían agigantarse las dificultades para componer un Gobierno, se negaban a figurar en ninguna alianza con otros candidatos monárquicos. Se reprodujo la campaña con los mismos caracteres que en la primera vuelta. En Madrid: los radicales acordaron la abstención. Los tribunos marxistas acentuaron el tono dramático y lúgubre en su propaganda: «La situación es gravísima — decía Prieto en el cine Europa (28 de noviembre) — A los socialistas no nos alcanza responsabilidad. Si se intenta entregar el Poder a la reacción, el pueblo se verá obligado a levantarse revolucionariamente.» «No es incompatible — subrayaba Largo Caballero, a continuación— luchar el día 3 en las urnas y luchar, por ejemplo, el 10 en las calles. No habrá más remedio que echarse a la calle, sin respetar lo que se respetó la primera vez.» Recomendaba también el orador la formación del frente Único proletario, influido, sin duda, por el espectáculo de la tarde del 21, cuando los comunistas intentaron asaltar la Casa del Pueblo. Durante largo rato se tirotearon guardias de Seguridad y Asalto y los revoltosos. Cuatro guardias y siete comunistas resultaron heridos.

Disgustado por el resultado de las elecciones, dimitió el ministro de Justicia, Botella Asensi (27 de noviembre), disconforme, según declaró, con la política electoral del Gobierno. El ministro de Instrucción se hizo cargo de la cartera. Se recordaba que Botella Asensi, en su visita al Presidente de la República, en la última crisis, había aconsejado la disolución de las Cortes, fundándose en el general descontento contra ellas.

En los últimos días la lucha política ofreció también alguna nota trágica. En Cuenca, dos afiliados a Acción Popular fueron muertos a tiros; en Parla, el presidente de la Casa del Pueblo asesinó a la señorita Josefa Martín, afiliada a Acción Popular. «Pido a las derechas — decía Gil Robles en unas declaraciones — que tengan en nosotros plena confianza y que nos dejen dirigir la contienda sin agobiamos con impaciencias. Nuestra responsabilidad es inmensa; pero esto mismo exige de todos una prudencia exquisita. He de insistir en que no es éste nuestro momento.»

Las derechas y los centristas volvieron a triunfar en la segunda vuelta (3 de diciembre), con excepción de Madrid (capital). Aquí ganaron los socialistas trece puestos y las derechas cuatro, si bien la diferencia de votos no fue grande: 177.331 los marxistas y 171.757 los contrarios; lo cual demostraba que muchos radicales habían dado sus sufragios a las derechas.

La jornada en la capital fue más turbulenta que en la votación anterior.

Los socialistas movilizaron sus grupos de acción para ahuyentar por el terror a los electores medrosos.

En la provincia de Madrid las derechas ganaron las mayorías. Aragón eligió dieciséis diputados de derechas y éstas triunfaron también, solas o en coaliciones antimarxistas, en Alicante, Castellón, Córdoba, Murcia, Huelva y en la provincia de Málaga.

El triunfo logrado en Madrid reanimó a los decaídos socialistas. «En Madrid — escribía su periódico — no son válidos los recursos que obran maravillas y vencen imposibles en los pueblos. Nos sentimos compensados de otras derrotas... Nuestra obligación reside en no atarnos, a la democracia y al parlamentarismo y en reafirmarnos en nuestra significación revolucionaria.»

Y al día siguiente manifestaba que lo ocurrido en las elecciones «marcaba el descrédito de la institución parlamentaria y agudizaba en términos bárbaros la lucha de clases por iniciativa de los patronos. El instrumento parlamentario no sirve: está mellado y envejecido. En esta lucha electoral ha naufragado la República burguesa.» De esta manera reiteraban su intención de salirse de los caminos legales para buscar el triunfo total por procedimientos de violencia. El resumen de votos de las elecciones daba la cifra de 5.190.881 sufragios para las derechas y centro, y 2.820.139 para los socialistas e izquierdas. El nuevo Parlamento quedaba compuesto del siguiente modo: C. E. D. A., 115, tradicionalistas, 20; agrarios, 36; Renovación Española, 15; nacionalistas vascos, 12; nacionalista español, 1; independientes, 18; radicales, 102; Lliga Catalana, 26; republicanos conservadores, 18; liberales demócratas, 91 progresistas, 3; socialistas, 60; Esquerra, 18; O. R. G. A., 6; Acción Republicana, 5; radicales-socialistas independientes, 3; radicales-socialistas, ; comunistas, 1; federales, 1; Unión Socialista Catalana, 3.

Llegaba para las derechas el momento crítico en que debían decidir la administración de su triunfo. ¿Permanecerían inactivas y expectantes, alejadas del Poder? ¿Combatirían al Gobierno para hacer imposible su existencia hasta imponer la disolución del Parlamento? ¿O acaso sería mejor limitar el apoyo, exclusivamente a las Cortes, para que los Gobiernos viviesen en precario? ¿Participarían en el Gobierno? Esta última solución exigía como condición previa el acatamiento de la República y el ingreso en ella con todas sus consecuencias. La objeción más fuerte, a este respecto, era que semejante posibilidad había sido escamoteada en las propagandas electorales y ningún candidato la planteó a sus electores. Apenas conocido el resultado de la lucha, algunos diputados agrarios y de Acción Popular, a título de mensajeros, comenzaron a tratar con Lerroux de un posible entendimiento y colaboración, pues los dirigentes más calificados de aquellas minorías creían que no podían desvirtuarse los efectos de victoria tan extraordinaria y condenar a un núcleo de diputados que casi constituían la mayoría a la inacción y a la esterilidad. La minoría agraria abrió marcha y acordó por unanimidad (1.° de diciembre) «prestar apoyo dentro del Parlamento a cualquier Gobierno que incorpore a su programa aquellos principios que han servido de nexo para la unión de las derechas». Y por mayoría de 25 votos contra cuatro, «la colaboración personal de aquellos elementos que, previa la aceptación de las anteriores condiciones, fueren requeridos». El Consejo de la C. E. D. A., presidido por Gil Robles, acordaba (6 de diciembre) formar un grupo parlamentario independiente de todo otro y defender en las Cortes su programa, con arreglo a la táctica aprobada en sus asambleas. Entendía el Consejo «que no era momento oportuno para un Gobierno de derechas» y deseaba contribuir «a normalizar la vida política de España sin violencias ni trastornos». Para ello «daría todas las facilidades precisas para la formación y vida decorosa de un Gobierno centro que supiera recoger la tendencia manifestada de un modo arrollador en las pasadas elecciones de rectificación de la anterior política sectaria y socializante».

Que el árbitro supremo de la situación era Gil Robles lo reconocía A B C al hacer ésta semblanza del jefe de la C. E. D. A.: «José María Gil Robles es el hombre del día en que estamos, porque lo fue de estos dos años y medio, gracias a él fecundos, o, dicho con más propiedad, aprovechados por él como por quien canaliza los torrentes desbordados y los torna fertilizantes. Esto hizo Gil Robles con la reacción que en el espíritu español determinó el bienio por tantos conceptos nefando y, sólo por esto, bendito. Porque Gil Robles ha sido hasta ahora el único caudillo de las derechas españolas que ha actuado con eficacia plena en la política nacional. Sin él, aquella reacción de los sentimientos y de las convicciones de una raza vejada por la abyección de una dictadura incivil se habría disipado en dispersos brotes estériles y en movimientos inorgánicos. Si las dotes de organización de Gil Robles —que exceden a los mayores encarecimientos—, su talento político y su incansable labor, encendida en fervores patrióticos, se hubieran inclinado, en una propaganda de la que no hay precedentes, hacia la defensa del régimen republicano, se habría perdido en España toda esperanza en una restauración de la Monarquía y de los principios con ésta consustanciales. Como si antes de ahora las campañas de Gil Robles hubiesen propugnado abiertamente la causa monárquica, aquella restauración sería hoy un hecho. Hoy no existe otro caudillo político que Gil Robles. España será como Gil Robles quiera moldearla.» Había llegado, en efecto, el jefe político al ápice de su prestigio y también al momento de máxima responsabilidad.

Sorprendió, por lo inesperado, un artículo de don José Ortega y Gasset, publicado en El Sol, después de largos meses de retraimiento y silencio. Llevaba por título un grito estentóreo: «¡Viva la República!», que hasta entonces no había lanzado jamás. «A fines de agosto (de 1932) — decía el profesor, en una carta al director de El Imparcial (1.° de abril de 1933)— suspendí mi actuación política, no sólo la parlamentaria, sino absolutamente toda; de suerte que nadie con verecundia puede sostener que desde esa fecha haya yo ejecutado acto alguno político de organización, ni aun de simple opinión, paladino ni latente, directo ni indirecto, a flor de tierra o subterráneo. De la manera más rigurosa me he reducido a lo que siempre he considerado como la negación de la política, que es la política de café y tertulia. Política es responsabilidad, y la tertulia, sobre todo en España, es la irresponsabilidad constituida, la irresponsabilidad en el hablar y, lo que es peor, la irresponsabilidad en el oír y repetir.» Se definía en la carta como hombre «en parálisis política», que interrumpió su ejercicio político «sin ruido alguno, apagándose lentamente, borrándose poco a poco, para intentar que ni siquiera fuera notada su aspiración a no existir». Recuerda que en una conferencia dada en diciembre de 1931 reclamó un deslinde de responsabilidades «y me hice insolidario de la manera como se entendía por los gobernantes la República». «Hice un llamamiento a la opinión y a ciertos grupos políticos, apoyando la apelación en que mi carácter de semi-inválido excluía por mi parte toda pretensión de mando, y, en consecuencia, las suspicacias harto humanas que despierta en un país de eternos indóciles la cuestión de jefatura Pero ni la opinión ni los grupos políticos me hicieron el más ligero caso. Este fracaso rotundo y perfecto me da derecho a un silencio cuando menos transitorio.»

A dicho artículo sucedió otro: «En nombre de la nación, claridad.» (El Sol, 9 de diciembre.) «¿Qué son —preguntaba— las «derechas» triunfantes? ¿Otra política u otro régimen?... ¿Quién ha vencido? ¿Qué régimen ha triunfado, admitiendo que no sea la República? ¿La Monarquía? ¡Perdón! ¿Cuál? Porque en el vientre caótico de esas derechas van dos... Cada hora que pase sin que precisen su actitud respecto al régimen los grupos de «derecha», hasta ahora indecisos, intensifican el mal... De aquí que sea tan copiosa la responsabilidad adscrita, principalmente al mayor adalid de todas esas huestes, al señor Gil Robles, joven atleta victorioso, cuya iniciación parlamentaria presencié complacido desde el lugar de tormento que era mi escaño. Nadie, supongo, le regateará el reconocimiento de que ha combatido como un bravo y se ha ganado el buen éxito con sus puños. Esto no es, conste, permitirme apreciación alguna, ni positiva ni negativa, sobre las verosimilitudes de su porvenir político. No es hora para hablar de ello. Sólo me es forzoso censurar una vez más que haya caído en la demagogia. Porque presumo que no considerará demagógico sólo hostigar a las masas de obreros, cuando ha sido tan evidente que era posible una demagogia de beatas.» Éstos fueron los últimos artículos periodísticos de Ortega y Gasset. Ganado por la decepción y ante el espectáculo abigarrado de la política, renunció a toda actividad de este género para continuar en el inmovilismo.

* * *

La sesión de apertura de las Cortes se celebró el día 8 de diciembre, bajo la presidencia del diputado de más edad, don Honorio Riesgo, procediéndose a la constitución interina del Congreso. Fue elegido presidente interino don Santiago Alba, por 234 votos. Como se ha dicho, el antiguo ex ministro de la Monarquía, se había afiliado al partido radical durante la campaña electoral. Para la vicepresidencia fueron designados: don Cándido Casanueva, de la C. E. D. A.; don Gregorio Arranz, conservador; don Pedro Rahola, de la Lliga, y don Luis Jiménez Asúa, socialista. Para secretarios, Madariaga, cedista; Taboada, agrario; Alfaro, radical y Aragay, de la Esquerra. Don Santiago Alba dio las gracias por la designación. «Que sea la sesión de hoy dijo— nuncio glorioso de la labor de la segunda Cámara de la segunda República española.»

El artículo que publicó El Sol el 3 de diciembre de 1933 comenzaba así: «Creo firmemente que estas elecciones contribuirán a la consolidación de la República. Pero andan por ahí gentes antirrepublicanas haciendo vagos gestos de triunfo o amenaza, y de otro lado hay gentes republicanas que sinceramente juzgan la actual situación peligrosa para la República. Pues bien: suponiendo que con alguna verosimilitud sea esto último el caso presente, yo elijo la ocasión de este caso para gritar por vez primera, con los pedazos que me quedan de laringe: «¡Viva la República!» No lo había gritado jamás: ni antes de triunfar ésta, ni mucho menos después; entre otras razones, porque yo grito muy pocas veces.» «El que grita se sintió en radical desacuerdo desde el día siguiente al advenimiento de la República con la interpretación de ésta y la política que iniciaban sus gobernantes.» Recordaba las ocasiones en que hizo público su disentimiento, porque entre todo lo que decían aquéllos no enunciaban una sola idea clara que definiera algo sobre el Estado que había que constituir, «Me situé, desde luego —añadía—, por innumerables razones, en posición de no actuar durante el primer capítulo de la historia republicana, según hice constar desde mi primer discurso en la Cámara, que fue, entre paréntesis, el primer discurso de oposición a la política del Gobierno.» «Y no es que creyese que, desde luego, iban a ir preciosamente las cosas. No acepto en persona que presuma de alguna seriedad que pretenda juzgar las posibilidades históricas de un régimen por lo acontecido en los dos años y medio después de su natividad.» «Si las cosas han ido mal para el labrador andaluz y para el cura de aldea, no crean estos señores que el que grita ahora «¡Viva la República!» lo ha pasado en un lecho de rosas. Durante ellos se me ha insultado y vejado constantemente desde las filas republicanas y, claro está, también desde las otras. Algunos sinvergüenzas, algunos insolentes y algunos son intelectuales que son lo uno y lo otro, y que hasta ahora, por lo que fuera, no se habían resuelto a atacarme, han aprovechado la atmósfera envenenada de esos años para morderme los zancajos. Pero hay más: los hombres republicanos han conseguido que por vez primera después de un cuarto de siglo no tuviera yo periódico afín en que escribir. Y esto no significaba sólo que me hubiera quitado la vihuela para mi canción, sino que me planteaba por añadidura los problemas más tangibles, materiales y urgentes. ¿Me entiende el labrador andaluz a quien han deshecho su hacienda y el cura de aldea a quien han retirado su congrua?... Yo sostuve hace tres años y sostengo hoy con mayor brío que la única posibilidad de que España se salve históricamente, se rehaga y triunfe, es la República; porque sólo mediante ella pueden los españoles llegar a nacionalizarse: es decir, a sentirse una nación. Y ésta es cosa infinitamente más importante que las estupideces o desmanes cometidos por unos gobernantes durante la anécdota de un par de años, Y a estas horas, en estas elecciones, aunque los electores, todavía torpes, envían al Parlamento gentes en buena parte tan indeseables como las anteriores, han sentido que actuaban sobre el cuerpo nacional, han despertado a la conciencia de que se trataba de su propio destino. Mas por ahí se empieza: es el aprendizaje de la política, que termina descubriendo la nación como el más auténtico, más concreto y más decisivo interés político, porque es el interés de todos.» «Muchas veces, una de ellas, en plena Dictadura, he afirmado que la República es el único régimen que automáticamente se corrige a sí mismo, y, en consecuencia, no tolera su propia falsificación. La República, o expresa una realidad nacional, o no puede vivir. Tenemos inexcusable obligación los españoles de hacer a fondo la experiencia republicana. Y esta experiencia es larga, como todo lo que posee dimensiones históricas. Tienen que pasar muchas cosas. Lo primero que tenía que pasar era que vomitasen las llamadas «izquierdas» todas las necedades que tenían en el vientre. Que esto haya acontecido es ya un avance y una ganancia no es pura pérdida. Ahora pasará que van a practicar la misma operación con las suyas las llamadas «derechas». Luego, España, si desde ahora la preparamos, tomará la vía ascendente. Como tenemos, pues, la obligación de hacer una gran experiencia, sépanlo, estamos resueltos a defender la República. Yo también. Sin desplantes ni aspavientos, que detesto. Pero, conste, yo también. Yo, que apenas si cruzo la palabra con esos hombres que han gobernado estos años, algunos de los cuales me parecen ya, no jabalíes, sino rinocerontes.» «Los hombres que han gobernado estos dos años y que querían para ellos solos la República, no eran, en verdad, republicanos; no tenían fe en la República. Por eso necesitaban con perentoriedad otras cosas, además de la República; cosas livianas, espectaculares, superficiales y de una política ridículamente arcaica, como la expulsión de los jesuitas, la descrucifixión de las escuelas y demás cosas que por muchas razones y en muchos sentidos —conste: en muchos sentidos— han quedado ya bajo el nivel de lo propiamente político. Es decir: que no son siquiera cuestión. Otras, que son más auténticas y que, quiérase o no, habrá que hacer, como la Reforma agraria, tenían que haber sido acometidas bajo el signo riguroso de la más alta seriedad y competencia.» «Se ha visto que esos hombres, al encontrarse con el país en sus manos, no tenían la menor idea sobre lo que había que hacer con ese país. No habían pensado siquiera en la Constitución que iban a hacer, la cual, al fin y al cabo, es lo más fácil, por ser lo más abstracto de la política. Ahora bien: exactamente lo mismo acontece a las fuerzas ahora triunfantes, como tendremos ocasión de ver en los meses próximos. Los diputados de «derecha» representan hoy, sin duda, una gran porción de la opinión pública, como representaron todavía mayor volumen de ella los que comenzaron a gobernar en julio de 1931. Pero la opinión pública, como las palabras de la sibila, es siempre enigmática, y hay que saber interpretarla.» «... Nada de esto que ha pasado y pasa es tiempo perdido e inútil desastre. Todo eso será necesario para que un número suficiente de españoles llegue al convencimiento de que es preciso empezar desde el principio, y reuniéndose en grupo apretado como un puño, iniciar una política absolutamente limpia y sin anacronismo. La política de halago a las masas, a cualquier masa, está terminando en el mundo. Cada pueblo renace hoy de afirmar lo que más falta le hacía: por eso tiene que descender en profundo buceo de sinceridad al sótano de sus angustias, de sus lacras y de sus defectos y luego emerger de nuevo, en un ansia gigantesca de corrección y perfeccionamiento. En España no ofrece duda qué es lo que más falta: moral. Es un pueblo desmoralizado, en los dos sentidos de la palabra —el ético y el vital—. Sólo puede renacer de una política que comience por una moral; una moral exasperada, exigentísima, que reclame al hombre entero y lo sature, que arroje de él cuanto en él hay de encanallamientos, de vileza, de chabacanería, de chiste c incapacidad para las nobles empresas.» «Porque es bien claro —basta mirar sobre las fronteras— que tampoco puede hoy la política fundarse en los intereses. Tendría que contar con ellos, pero no fundarse en ellos. Esa política que hostiga y sirve a los intereses de grupos, de clases, de comarcas, es precisamente la que ha fracasado en el mundo. Uno tras otro, los intereses parciales —el capitalista, el obrerista, el militarista, el federalista—, al apoderarse del Estado, han abusado de él, y abuso con abuso han acabado por neutralizarse, dejando el campo franco a la afirmación de los valores morales en torno a la idea de la nación.» «¿Serán los jóvenes españoles, no sólo los dedicados a profesiones liberales, sino los jóvenes empleados, los jóvenes obreros despiertos, capaces de sentir las enormes posibilidades que llevaría en sí condensadas el hecho de que en medio de una Europa claudicante fuese el pueblo español el primero en afirmar radicalmente el imperio de la moral en la política, frente a todo utilitarismo y frente a todo maquiavelismo? ¿No sería ésa la empresa que para el pueblo español —el gran decaído, el gran desmoralizado— estaba, a la postre, guardada? ¿De qué otra cosa podría renacer una raza pobre y de larga experiencia, un pueblo viejo y que cuando ha sido de verdad lo que ha sido, ha sido, sobre todo, digno? Hablando en serio y en última lealtad, ¿qué otra cosa puede hacer el español, si quiere de verdad hacer algo, sino ser de verdad «honrado e hidalgo»? Eso, por lo pronto. Luego podría ser todo lo demás.»

 

 

CAPÍTULO 33.

GIL ROBLES, LLAMADO A CONSULTA POR EL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA