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CAPITULO 31.

LIQUIDACIÓN DEL BIENIO AZAÑISTA

 

 

A medida que se desgastaba la máquina gubernamental se debilitaba la alianza de republicanos y socialistas, y entre estos últimos se hacía más viva la pugna de los partidarios de la plena integración en la República contra los que aceptaban el régimen como un tránsito forzoso hacia metas específicamente marxistas. El más caracterizado defensor de la colaboración era Besteiro, presidente de la Unión General de Trabajadores. En frente Largo Caballero, secretario general del partido socialista, se manifestaba ardiente partidario de la dictadura del proletariado. En una zona intermedia, que le permitía pasar a un lado u otro, según las circunstancias, figuraba Indalecio Prieto, colaboracionista entusiasta con Azaña o revolucionario tonante, dispuesto a provocar la deflagración en cuanto veía en peligro la vida del Gobierno. Como él opinaba su compañero el subsecretario de Obras Públicas, Teodomiro Menéndez. «Con el poder —afirmaba— tenemos en nuestras manos la palanqueta de la revolución; sería suicida abandonarlo. Apelaremos a acciones supremas de pasión y heroísmo para defender lo conquistado». Cada vez que se presentaba ocasión, El Socialista, inspirado por el Comité Ejecutivo del partido, sentaba como postulado la necesidad de permanecer en el Gobierno, «deber sagrado irrenunciable». Besteiro recordaba en un mitin celebrado en el teatro María Guerrero, de Madrid (28 de marzo), que los socialistas eran demócratas y por tales «querían una República burguesa, y sólo en una situación extrema, como la de Kerensky en Rusia, ocuparíamos el Poder». En otro discurso pronunciado en Alcázar de San Juan (18 de abril) insistía en recomendar que el partido socialista «se replegara a sus antiguas posiciones». «Nunca —añadía— me arrepentiré de opinar así.»

Hallándose Largo Caballero en Ginebra, en un acto celebrado en su honor (24 de junio), replicaba a Besteiro, sin nombrarlo, y manifestaba que «los socialistas españoles, atentos, no sólo a los ideales del partido, sino al destino histórico que estamos realizando en España para redimir al pueblo, no desertaremos de nuestro deber y llevaremos la revolución a los fines que le señaló la voluntad popular por todos los medios que para ello sean precisos. Con nosotros, cuanto se quiera. Sin nosotros, ni un paso.»

«El país no está económica ni socialmente preparado para un Gobierno socialista», declaraba Besteiro en Mieres (2 de julio) en el homenaje a Manuel Llaneza, delegado de España en la Internacional de Mineros, diputado por Oviedo, muerto en 1931. Y añadía: «Se preconiza saltar por encima de todo para imponer nuestra República. ¿Vamos a ser bolcheviques? ¿Y para eso hemos estado tanto tiempo luchando contra el partido comunista? Si el intento bolchevique triunfase en España, la República sería la más sanguinaria de la Historia contemporánea. Instaurada la República, pensar en una dictadura es un contrasentido. Yo me declaro enemigo de la dictadura del proletariado.»

La contestación de Largo Caballero no se hizo esperar. En un mitin organizado por la Juventud Socialista en el cine Pardiñas, de Madrid (23 de julio), el ministro de Trabajo afirmaba: «El partido socialista va a la conquista del Poder dentro de la Constitución y de las leyes del Estado; pero si se nos dice que por ser un partido de clase no podemos gobernar, tendremos que conquistar el Poder de otra manera... Aspiramos a cambiar el régimen en una República socialista.»

El diálogo o la polémica por elevación continuaba. Palabras de Besteiro, en un banquete organizado en Madrid por el Sindicato Ferroviario (26 de julio): «He oído a varias gentes y a obreros entusiasmarse pensando en que nos apoderaremos del Poder, aunque sea dictatorialmente. Es un error terrible. Me aterra pensar lo que sería en España una dictadura del proletariado. Si eso sucediese alguna vez, se vertería mucha sangre; pero tanta de capitalistas como de obreros. Bolchevizar no es el camino. Debemos fijarnos en el socialismo inglés.»

«¿Asustarse de la dictadura del proletariado? ¿Por qué? —preguntaba Largo Caballero ante los jóvenes socialistas congregados en la Escuela de Verano de Torrelodones (13 de agosto), donde vivían en tiendas de campaña cedidas por el ministro de la Guerra—. No hay que temer, si asumimos plenamente el Poder... En Marx se leen estas palabras: «El Período de transición política hacia el nuevo Estado es inevitablemente la dictadura del proletariado.» «Yo no acepto ni creo en la evolución pacífica. Esto no es imitar a Rusia; pero tampoco encuentro reparos que oponer a su política. Las circunstancias revisten en España caracteres muy parecidos a los de Rusia. El sentimiento obrero tiene que estallar inevitablemente, y debemos estar preparados.»

Conforme crecía en todo el ámbito español la hostilidad contra los socialistas y declinaba la influencia de éstos, el tono de sus tribunos y de sus periódicos subía en violencia, con lo cual, lejos de ganarse adhesiones, las perdían. «El socialismo no atrae, sino que repele —escribía El Diluvio, de Barcelona —. La más acabada personificación de ese partido es Largo Caballero, hombre agrio, duro, suspicaz y agresivo, verdadero árbitro del Gobierno. ¡Triste suerte la de la República!» El doctor Mouriz, que renunció anteriormente a su acta de diputado, se dio de baja en el partido (12 de agosto), porque previa «el fracaso de las organizaciones obreras socialistas».

* * *

Mientras se tramitaban y valoraban los traspasos de servicios a la Generalidad de Cataluña, de acuerdo con lo concertado en el Estatuto, en el seno de la Esquerra se habían producido hondas disensiones por las distintas maneras de interpretar la delegación de funciones y, sobre todo, porque un grupo de consejeros, compuesto por los señores Lluhí, Comas, Xirau Palau y Terradellas, se negaban a aceptar el absolutismo de Maciá, y dimiten sus cargos. El 24 de enero Maciá designó nuevo Gobierno, constituido así: Justicia y Derecho, Pedro Corominas; Gobernación, José Irla, hasta entonces comisario de la Generalidad en Gerona; Hacienda, Carlos Pi y Suñer; Cultura, Ventura Gassol; Agricultura y Economía, Juan Selvas; Trabajo y Obras Públicas, Francisco Casal; director general de Agricultura, Pedro Mias. Con el título de Sanidad y Asistencia Social se creó un departamento, bajo la jefatura del médico José Dencás, bullicioso e inquieto, que de joven ensayó sus dotes de proselitista en asociaciones católicas, pasó luego desde las zonas templadas del nacionalismo a las tórridas situándose al fin, en el sector más avanzado de la Esquerra, aquel que tenía por lema: separación total o guerra.

Coincidiendo con estos cambios, fue nombrado gobernador de Barcelona Carlos Ametlla, y jefe superior de Policía el comandante de Infantería Jesús Pérez Salas. No fue la crisis por motivos ideológicos y sí por las rivalidades personales en torno a la influencia y a los beneficios que se desprendían del Poder. Las esperanzas puestas, a raíz de la concesión del Estatuto, en que comenzaba un período de amistad fraterna, entendimiento y convivencia, se habían frustrado. La campaña antiespañola, lejos de remitir, subía como fiebre maligna. Un enjambre de periódicos, órganos de los múltiples grupos en que se fragmentaba el nacionalismo, hacían del fomento de esa animosidad motivo principal de su política y fundamento de su razón de ser. Una vez el pretexto para el alboroto era que todavía prevalecían en los comercios letreros en castellano. Otras promovían motín porque un maestro o catedrático daba su lección en español, lo cual se estimaba como una provocación. La agresión a España era también tema predominante en el Parlamento catalán. Rovira y Virgili pedía (24 de febrero) que los funcionarios del Estado supieran catalán y que utilizasen este idioma los jueces militares en los Consejos de guerra celebrados en Cataluña. Proponía Ventosa (19 de mayo) que las leyes del Parlamento catalán pudiesen ser revisadas jurídicamente por el Tribunal de Garantías, y el jefe de la minoría de la Esquerra replicaba: «Eso equivaldría a formular una reclamación ante un Tribunal extranjero.» La Feria de Muestras, que aceptaba incluso el japonés para sus propagandas, proscribía de ellas el castellano. El catedrático de Derecho civil, Xirau Palau, suspendió a todos los alumnos que redactaron su ejercicio en castellano; mas ante la violenta protesta de los estudiantes, acabó aprobándolos a todos. Algo parecido ocurrió en la Facultad de Medicina. Los consejeros de Gobernación y Trabajo fijaron (3 de julio) un mínimo de dos años de residencia en Cataluña como requisito indispensable para que un trabajador pudiera ser admitido en cualquier obra. Se pedía que las escrituras notariales estuviesen en catalán para ser válidas.

La pasión antiespañola se desbordó en unas jornadas separatistas (7 de agosto), con asistencia de gallegos y vascos, delegados de organizacio­nes autonómicas, recibidos como huéspedes de honor de Barcelona. El recibimiento fue una orgía de denuestos e injurias, donde el «¡Muera España!» era el denominador común. Contra España se desató una furiosa y torrencial oratoria en el local de «Palestra» y en el «Centre Autonomista de Dependentes», en unos actos de «identificación de las ansias nacionales». Hablaron el representante de los autonomistas gallegos, Otero Pedrayo, y el de los vascos, Irujo. Este último se lamentaba por verse obligado a emplear el castellano, «el lenguaje de nuestros vecinos», pues «de alguna manera tenemos que entendernos». La bandera republicana estuvo proscripta y, en cambio, flamearon las de las «naciones ibéricas». Macía recibió a los huéspedes, representantes de los pueblos hermanos «que tienen, como nosotros, los sentimientos de lengua y nacionalidad». «La República —dijo— nos facilita el camino para obtener nuestras libertades.» En la recepción que dio el Ayuntamiento, el alcalde, Ayguadé, brindó «por el ideal separatista».

Todos estos excesos y desafueros antiespañoles no encontraban freno ni contención por parte de las autoridades, representativas de los poderes centrales, y al observar la impunidad con que se podía agredir con tanta saña y osadía a España, se deducía que el Gobierno de Madrid había perdido en Cataluña toda autoridad y respeto. «La instauración del Estatuto de Cataluña —escribe José Pla— no solo debilitó enormemente al Estado y en definitiva a España, sino que contribuyó a acentuar todos los efectos ancestrales de la mentalidad catalana sin contribuir a subrayar ninguna de las grandes virtudes de Cataluña».

Esta crisis de prestigio explicaba incidentes como los acaecidos en Andorra. Aquí, elementos de la Esquerra, inspirados por desaforadas y secretas ambiciones anexionistas, sembraban la agitación en un país secularmente tranquilo. Pretendían los intrusos, con el apoyo de unos exaltados que integraban la «Joventut Andorrana», instaurar el sufragio universal y un repertorio de novedades políticas que hubiesen dado al traste con la existencia pacífica del principado. A mediados de agosto, un aire de revuelta cruzó el país, prólogo de unos desórdenes que no se harían esperar. Cincuenta gendarmes franceses penetraron en Andorra (22 de agosto), detuvieron y desarmaron a los levantiscos y restablecieron el orden.

Los hombres más calificados de la Lliga Regionalista, la única oposición en el Parlamento catalán, parecían desanimados por la inutilidad de sus esfuerzos. La Lliga cambió el título de «Regionalista» por el de «Catalana», según acuerdo adoptado en asamblea (2 de febrero) y fijó su objetivo en «trabajar por todos los medios legales para que Cataluña llegue, por la plena conciencia de su personalidad y por la acción persistente del propio esfuerzo, al mayor grado de progreso moral y material». La Lliga, «el partido que durante la Monarquía mantuvo siempre la archifalsa teoría del escepticismo frente a las formas de Gobierno, hizo en esta época una declaración dogmática de republicanismo; declaración que los elementos del partido se apresuraron a elevar al Presidente de la República cuando los elementos socialmente conservadores de Cataluña se habían dado cuenta de que el Estatuto era un simple instrumento de una política de clase que se convertiría en un plazo de tiempo más o menos largo en un instrumento contra Cataluña misma».

La Generalidad reclamaba el inmediato traspaso de los servicios que le confería el Estatuto, porque su dilación impedía el cumplimiento de las promesas hechas a Cataluña. No era nada fácil llegar a un acuerdo sobre la valoración de los servicios. Los hombres de la Generalidad exigían con prisa y exceso, y el ministro de Hacienda, Viñuales, porque a los restantes ministros no parecía inquietarles el problema, se veía y deseaba por rebajar las cifras, resistiéndose a hacer concesiones arbitrarias. Tan desasistido y sólo se encontraba en este empeño, que quiso dimitir, según lo descubre Azaña en sus cuadernos: «Me opuse en redondo —escribe—. Yo no hago por tal cuestión una crisis del ministro de Hacienda. Se diría que Viñuales abandonaba el Ministerio por defender los sagrados intereses de la Hacienda nacional y que yo quiero dilapidarlos» «Si usted dimitiera —le digo—, nos iríamos todos y se acabó la política que representamos».

El decreto relativo al régimen autonómico de la Universidad se firmó el 2 de junio. Compondrían el Patronato universitario cinco representantes de la Generalidad y cinco del Gobierno, más el rector. El Patronato redactaría el Estatuto correspondiente.

La dificultad para el traspaso de los servicios estribaba principalmente en la valoración de los mismos. Pedían unos que se basarán en la importancia de sus rendimientos, mientras otros querían que las valoraciones se hicieran con arreglo al número de habitantes y a la extensión del territorio. «De todos modos —afirmaba Nicolau d'Olwer en unas declaraciones a La Vanguardia —, los Gobiernos españoles que necesitan nuestros votos, se mostrarán propicios a las fórmulas de concordia.» El Consejo de ministros acordó (22 de julio) el traspaso a Cataluña de la contribución territorial, el de la contribución industrial (2 de agosto), el del Orden Público (3o de agosto) y los servicios del Ministerio de Trabajo (2 de septiembre). Fue nombrado gobernador general de Cataluña y comisario de Orden Público el abogado Juan Selvás, que era consejero de la Generalidad.

Por el traspaso de los servicios de Orden Público suspiraban, impacientes, los consejeros de la Generalidad, y a dicho retraso achacaban la culpa de la situación anárquica de Cataluña y en especial de Barcelona. «Cuando dispongamos de los servicios de Orden Público, devolveremos la tranquilidad al país», prometía Maciá. Porque Barcelona se había convertido en la capital del crimen.

Atracos, bombas y asesinatos eran el pan de cada día. La epidemia de huelgas tenía perturbada la actividad económica de la región. La dictadura de los sindicalistas se ejercía de modo implacable. Al practicar un registro en el Sindicato Único de la barriada de San Martín, cayó asesinado un cabo de las fuerzas de Asalto (15 de junio). El presidente de la Unión de Obreros Vaqueros era muerto a tiros a los pocos días de haberse separado del Sindicato Único. Se descubrían depósitos de bombas en el centro y en las barriadas. Siete pistoleros incendiaron en una calle de la barriada de Sans tres autobuses (8 de julio). Los cobradores eran las víctimas pre­feridas de los atracadores. Al cumplir su primer mes al frente de la fuerza pública el comandante Pérez Salas, daba la siguiente estadística de sucesos: 119 atracos, 2.500 hurtos, 1.255 robos y 320 estafas; 105 atentados y 345 delitos diversos. A muchos fabricantes se les exigía grandes cantidades en metálico, amenazándoles de muerte, caso de no entregarlas. Consecuencia de este vandalismo era el cierre de fábricas y talleres, algunas de las cuales, como la Cristalera Llige, dejaba sin trabajo a 500 obreros. El clima de inmoralidad imperante lo definía un asalto perpetrado contra el café «Oro del Rhin», cuyo cajero resultó muerto. Los atracadores fueron detenido: uno era hijo de un ingeniero y el otro, dueño de un taller de fotografía, que atracaban para enriquecerse rápidamente. A simple deseo de causar estragos se atribuía el incendio de la iglesia de San José Oriol, en la calle de Calabria, a los pocos días de haberse abierto el templo al culto.

«¿Sirven para algo las autoridades?», preguntaba La Vanguardia en el título que encabezaba un artículo. «Es inútil escribir —decía—, es inútil protestar. La prensa barcelonesa viene amontonando a centenares, a millares, las lamentaciones suaves o airadas. Los ciudadanos expresan también en todos los tonos su indignación creciente. Es en vano. En Barcelona se asesina, se atraca, se roba, se incendia, se coacciona, se colocan bombas se pelea a tiro limpio en plena calle y se cometen a diario crímenes y desmanes en progresión creciente. ¿Y qué hacen las autoridades? Nada práctico porque prácticamente en la capital de Cataluña la anarquía suelta es quien manda.».

Los hombres de la Esquerra decían que los principales autores de las fechorías que sobrecogían a Barcelona anidaban en la F. A. I. «A la F. A. I. hay que tratarla fríamente, como a una organización de asesinos, y como tales es necesario que sean extirpados de la sociedad», escribía L'Opinió. Con propósito de dar la batalla a los anarquistas, el consejero de Gobernación encomendó a un exaltado separatista, Miguel Badía, secretario de Dencás, consejero de Sanidad, la formación de un núcleo de pistoleros compuesto por escamots (milicianos a sueldo de la Generalidad), cuya misión principal era escoltar a Maciá y. a los consejeros. Cuando ya se vio próximo el traspaso de los servicios de Orden Público, se dio a la organización carácter policíaco. El Boletín de la Generalidad publicó un decreto de la Consejería de Gobernación (18 de julio) convocando un concurso para cubrir 300 plazas de Policía. Era indispensable que los aspirantes supieran el catalán. Una de las actuaciones más sonadas de los escamots fue la captura de dos sindicalistas, a los cuales, con el pretexto de que preparaban un atentado político, los secuestraron en el Centro de Esquerra de la calle Viladomat, aplicándoles tortura para que confesaran sus proyectos.

No era mejor el ambiente en las otras ciudades de Cataluña ni en el campo catalán, donde los rabassaires continuaban sus depredaciones.

* * *

Entre todos los grupos republicanos, el más desacreditado era el radicalsocialista, compuesto por gentes ilusas, de exacerbado extremismo, que iban desde las utopías ácratas hasta los sueños del sansimonismo y que tenían por Biblia las actas de la Convención francesa. Sus Congresos transcurrían en medio de continuas algarabías y escándalos polémicos. El partido era blanco preferido de escritores satíricos y caricaturistas, aunque no era menester gente de fuera para poner en la picota o ridiculizar a los hombres más conspicuos de la agrupación, pues esta labor se la disputaban con fruición los mismos correligionarios. Los más atroces denuestos y las más crueles censuras salían del seno de esta amalgama política que, apenas iniciada la República, se desgarró en disidencias. Cada uno de sus hombres aspiraba a ser profeta o cacique de mesnada y a monopolizar influencia, mando y provecho. El radicalsocialismo era fisiología pura envuelta en grandilocuencia ruidosa y vacua. Las asambleas, para pergeñar una doctrina homogénea y las bases de un programa, terminaban en alboroto, con la dispersión de los reunidos, cada uno con su bandera. «Gente de poca chaveta», les llamaba Azaña. El meollo de sus disputas era sobre la colaboración en el Gobierno. Los ministros y sus amigos defendían la participación, y los defraudados, o con lote que consideraban inferior a sus merecimientos, se manifestaban opuestos. Había un ala izquierdista, disidente, que se hizo autónoma en el Congreso celebrado en la sala del Conservatorio de Madrid (3 de junio), al discutirse las actas que acreditaban las representaciones. Constituían mayoría los contrarios a la participación del partido en el Gobierno y al predominio socialista. Pero de hecho la sumisión era obligada y el único medio de sobrevivir. «Con el socialismo, ahora y siempre, en el Poder y en la oposición», proclamaba Marcelino Domingo: «La República ha recibido de los socialistas mucho más que lo que aquélla les ha dado. Nosotros aceptamos el socialismo como un nuevo sentido de la civilización.» Interpretaba el sentimiento de los disconformes el diputado Gordón Ordás, director general de Ganadería con el primer Gobierno republicano, muy interesado entonces por cambiar el título de veterinario, que era el de su profesión, por el de ingeniero pecuario. Siete horas duró su discurso, prolijo y desordenado, mezcolanza de filosofía de saldo y teorías políticas, y únicamente concreto e inteligible cuando acusaba al Gobierno por no haber resuelto los problemas fundamentales que la República prometió solucionar: el económico, el del campo, el paro obrero, los de la producción, los monopolios... «La relajación de la autoridad era incuestionable.» «Predominan los procedimientos de tipo anarquista.» A esto había precedido el siguiente ataque: «El señor Azaña lleva dentro de sí un dictador, o, mejor, un déspota constructor; es un hombre desdeñoso y no se puede gobernar irritando a las minorías. Controla tres periódicos diarios que hacen la exaltación del mito Azaña.» Resumía así sus propuestas a la Asamblea: «El Gobierno debe dimitir por falta de obra realizada, relajación de la autoridad y menosprecio de la ley».

Marcelino Domingo disentía de Gordón Ordás. Lejos de fracasar, la obra legislativa de la República era muy importante y digna de encomio. Las leyes laicas y la Reforma Agraria habían desatado la pasión de los enemigos del régimen. De Albornoz decía «que era el ministro que había firmado mayor número de leyes laicas en el mundo». Y en cuanto a la situación del campo: «¿Que hay asaltos de fincas? ¿Y desmanes? ¿Y una resistencia difusa y una rebeldía latente en el país? ¡Cómo he de negarlo! Pero no olvidéis que estamos produciendo una transformación en las almas y en las cosas.» Esta imponderable labor no podría hacerse sin la alianza con los socialistas. «Yo os digo: Con los socialistas en el Poder o en la oposición; pero siempre con ellos.» La petición quedó recogida en las conclusiones del Congreso, que en esencia decían: Hay que vigorizar la política de izquierdas y colaborar con el partido socialista y con los republicanos de izquierdas. Lo cual equivalía a descartar toda posible inteligencia con los radicales.

El Congreso no resolvió nada. Se agravaron las disidencias, surgieron otros Comités de defraudados «por haberse escamoteado la gestión de los ministros, de los altos cargos y de la minoría parlamentaria». Grupos de distintas provincias reclamaban otro Congreso, en nombre de los opuestos «al caudillismo y el autocratismo de ciertos organismos». Gordón Ordás, estimulado por estos grupos, desde el teatro de la Comedia de Madrid (22 de julio) invitó a los socialistas a que abandonasen el Poder. «Los socialistas —afirmaba— en ningún sitio han podido realizar sus programas. Yo me declaro desde ahora contra la dictadura del proletariado.» «La colaboración con los socialistas responde a acuerdos de nuestro partido», contestaba Marcelino Domingo en un mitin en el cine Pardiñas, de Madrid (31 de julio). «La colaboración de los socialistas es vital e indispensable para la República y conforme con los idearios de nuestro partido, que nació mirando al partido radical-socialista francés, que lo caracteriza y define Waldeck-Rousseau.» A partir de este momento se entabló una discusión desaforada entre los ministros, los diputados, el Comité ejecutivo y el Comité nacional, sobre a quién le correspondía decidir respecto a la colaboración en el Gobierno. Dimitían unos, se indisciplinaban otros. Domingo y Salmerón, al saber que el Comité ejecutivo había enviado una carta a Azaña notificándole que en lo sucesivo sería él quien decidiría sobre la colaboración en nombre del partido, presentaron la dimisión. «La minoría parlamentaria y los ministros siembran la anarquía en el partido —decía el diputado Feced—. Se impone una revisión total de todas las conductas.» El radicalsocialismo era ya sólo un guirigay que nadie tomaba en serio.

* * *

Otro partido republicano que iba a la deriva era el de Miguel Maura. Ausente la escueta minoría del Parlamento desde la crisis de junio, se limitaba su jefe a tronar desde los teatros provincianos contra Azaña y sus aliados los socialistas. Una vez el Poder en sus manos, prometía revisión de la Constitución, libertad de enseñanza, concordato con la Santa Sede y otras reformas que tuvieron viabilidad con la Monarquía y suprimió la República. En la Asamblea del partido conservador celebrada en el teatro María Guerrero, de Madrid, Maura expuso la situación «catastrófica y de bancarrota de la Hacienda, obra de la República». Los remedios que prometía el jefe para salvar la situación, «el día no lejano en que gobernase», no convencían a las gentes. El partido republicano conservador perecía por consunción.

* * *

Cuando se habló de elegir presidente del Tribunal de Garantías, se propuso que el cargo recayese en un republicano integérrimo, de prestigio, apartado de las luchas políticas, a fin de que fuese reconocido por todos como juez sereno e imparcial en el desempeño de la función jurídica que se le encomendaba. Así lo describían y deseaban diputados de diversas minorías en los discursos que precedieron a la votación celebrada el 13 de julio. Por parte del Gobierno no hubo declaración en favor de ningún candidato, si bien era cosa convenida y propalada que Alvaro de Albornoz sería el designado. Los socialistas ofrecieron el cargo a Luis Araquistain; pero éste renunció al honor «por no ser jurista». Fue elegido Albornoz por 204 votos. Las oposiciones no quisieron apoyarle. Don José Ortega y Gasset obtuvo 80, y se desperdigaron otros votos en diversas candidaturas. Las Cortes eligieron como vocales del mismo Tribunal a don Laureano Sánchez Gallego y don Gerardo Abad Conde.

Desde que salió en la subasta de las sinecuras el cargo de presidente del Tribunal de Garantías, Alvaro de Albornoz puso los ojos en él, alegando cansancio en el desempeño del Ministerio de Justicia y deseos de abandonarlo. «Designar a Albornoz para la presidencia del Tribunal —pensaba Azaña— tiene muchos inconvenientes; no porque sea ministro de Justicia, sino por sus condiciones personales. Es lo más probable que lo haga mal, como le ha sucedido de ministro. Su posición presentándose candidato es poco lucida; pero sueña con el cargo y no hay manera de hacer que desista.» El mismo día de la elección, Ossorio y Gallardo le dijo «con mucho calor» a Azaña que «la elección de Albornoz era un caso de psiquiatría». El presidente del Cuerpo dio posesión de su cargo al elegido y a los vocales parlamentarios y natos del Tribunal. Eran vocales natos los presidentes del Consejo de Estado y del Tribunal Supremo. Quedaban por cubrir quince vacantes de vocales a elegir por los Ayuntamientos agrupados en otras tantas circunscripciones regionales, cuatro por las Facultades y dos por los Colegios de Abogados.

La elección no había despertado gran interés, y ello se debía, como lo consignaba una nota de la C. E. D. A. (20 de agosto) a que los Ayuntamientos estaban en su mayor parte intervenidos por los gobernadores o funcionaban con Comisiones gestoras. En estas condiciones se efectuaron las elecciones (3 de septiembre) y su resultado produjo el efecto de un estallido: asombro en las oposiciones y estupor en los ministeriales. El Gobierno había sido derrotado en toda la línea: De los quince vocales elegidos, cinco eran afectos al Gobierno, y diez, contrarios; de éstos, cuatro radicales, tres agrarios, dos vasconavarros, y el décimo, March, que purgaba unos delitos indefinidos en la cárcel de Alcalá y a quien sus paisanos mallorquines le proclamaban digno de personificar a la región. Por votos, los ministeriales sumaron 17.859, y las oposiciones, 33.029. Esta vez no eran los «burgos podridos», sino Ayuntamientos nombrados por el propio Gobierno, los que se sublevaban contra él. Azaña se reservó el juicio que le merecía el descalabro electoral, y el ministro de la Gobernación achacó la culpa a falta de organización y de táctica, mientras el ministro Fracnhy Roca aseguraba que las elecciones no habían tenido carácter político. Era evidente que si el Gobierno no había querido darle ese carácter, se lo habían dado los electores. «Si se sigue por este camino —pronosticó Martínez Barrio—, vamos hacia la catástrofe irremediable.»

En la sesión del 5 de septiembre el diputado radical Salazar Alonso interpeló al ministro de Instrucción Pública sobre la sustitución de la Segunda enseñanza, que por imperio de la ley votada en Cortés debía estar realizada el 1.° de octubre. El diputado preguntaba: «¿Va a cumplirse la solemne promesa hecha por don Fernando de los Ríos siendo éste ministro de Instrucción?» Por decreto aparecido en la Gaceta se había recabado de Diputaciones y Ayuntamientos auxilios para contribuir al sostenimiento de Institutos nacionales, caso de que desearan su instalación en sus respectivas localidades. Esto no era lo convenido. Con los recursos del Estado, ¿se podría hacer la sustitución para el 1.° de octubre? El ministro enumeraba las diversas causas de un hipotético fracaso: crisis del Gobierno, exigencia del quorum, falta de edificios adecuados y difícil situación económica de Ayuntamientos y Diputaciones que les impidiera colaborar con el Estado. Concluía el ministro de Instrucción Pública que si la sustitución no se hacía el 1.° de octubre, por lo menos estaría en marcha; «si bien a él no le incumbiría responsabilidad por el retraso». «¿Pero no contrajo Su señoría esa responsabilidad al aceptar la cartera?», preguntaba Salazar Alonso. «Todo hay que preverlo antes de aceptar un plazo, y cuando se fija éste y no se prevén las consecuencias, entonces hay que tener la gallardía de rectificar o confesar el fracaso.» El plazo podría no cumplirse; pero Barnés repetía: «El edificio de barro hoy será de mármol mañana; la enseñanza oficial que dé el Estado superará cien veces a la enseñanza que daban las Congregaciones religiosas.»

Con ser de mucho interés el tema de la sustitución de la segunda en­señanza, lo que aguardaba el público con curiosidad era la interpelación sobre la derrota del Gobierno en las elecciones para vocales del Tribunal de Garantías. En la sesión del 6 de septiembre, Lerroux se levantó para decir, sin circunloquios ni eufemismos, que el resultado de las elecciones era tan claro y patente, que no podía paliarse. «Esta segunda derrota la han infligido, —con los partidos republicanos en la oposición—, elementos que seguramente, con otra política, figurarían ya como partidos republicanos, y que con la política seguida por el Gobierno van alejándose más de aquella simpatía y benevolencia con que la mayor parte de ellos acogiera el triunfo de la República». El jefe radical recordaba el comportamiento de antiguos presidentes del Consejo, Cánovas, Silvela, Maura, en circunstancias parecidas. «Un cambio de Gobierno sería suficiente para que automáticamente el país entrase en unas condiciones de normalidad espiritual que facilitarían una labor constructiva que vosotros no podéis hacer.» «Ahora bien: si Su Señoría —decía el orador, dirigiéndose a Azaña quiere ejercer una dictadura, manifiéstelo con franqueza: lo que hace falta es tener la valentía necesaria para afrontar esas situaciones y afrontar esos poderes.» Y Azaña respondía: «¿Yo, dictador? ¿Pero es que doy a las gentes la sensación de ser un necio? Sólo un tonto puede soñar ser dictador en España. Sólo un tonto puede creer que en su entendimiento, en su fuerza de voluntad, en sus recursos de trabajo, en sus ideas y en sus medios de acción tiene los suficientes para gobernar un país según su real y personal voluntad.» «A mí me desconsolaría mucho que al cabo del tiempo hubiese dado a los diputados y al país la sensación de ser tan necio que pudiera abrigar para mí o para ayudar a otros semejante pretensión, absolutamente estúpida y desprovista de fundamento.» Lo que pasaba, según Azaña, era que el país estaba poco acostumbrado a la vida libre que le había dado la República. Por este preámbulo entró en el meollo del asunto, que eran las elecciones, para decir que el Tribunal de Garantías Constitucionales no era un instrumento de gobierno, sino un poder de la República, nunca adverso o favorable al Gobierno. «Y partiendo de esa idea, el Gobierno se ha cruzado de brazos y no ha tenido que ver con la elección absolutamente nada.» «El poder legítimo legislativo de la República son las Cortes, y no se puede calificar de facciosas a unas Cortes porque han dejado de ser del gusto de un grupo o de una minoría, o de una persona... Nosotros nos sometemos continuamente a la resolución del Parlamento. Si la Cámara comparte la opinión del señor Lerroux, a tiempo está de decirlo...» «Lo que han puesto de relieve las elecciones ha sido la desorganización del sufragio republicano. Si vosotros rompéis la coalición electoral, que es la base que sirvió para constituir esta mayoría y este Gobierno, los principios de nuestra política se hunden.» Respondió Lerroux diciéndole que todas las elecciones eran políticas. «Grandes masas han expresado su voluntad contra el Gobierno. Contra la República, todavía no; pero si ésta no se pone en condiciones debidas, aquéllas no se incorporarán a la legalidad.» «Si Su Señoría sigue ahí —exclamó Lerroux, señalando al banco azul— se perderán las elecciones municipales, se perderán las otras, se perderá la República y se perderá el país.» «Para tranquilizar al país, debo decir que yo no puedo tener ninguna clase de concomitancias con ese Gobierno.» Cerró Azaña el debate: «Lo que no es posible, ni hoy ni en el siglo cincuenta —dijo—, es que haya un Gobierno que haga una política a gusto de todos. La unanimidad política no se obtendrá jamás.» «Sería demasiado pedir que hiciésemos una política encaminada solamente a contentar a los grupos que hasta ahora no han aceptado la Constitución, para que la acepten.» Se propuso a la Cámara que concediese un voto de confianza al Gobierno, y éste obtuvo 146 sufragios a favor y tres en contra.

Era creencia unánime que esta vez el Gobierno caería irremisible e inmediatamente. El día 8 se celebró Consejo en Palacio, y Azaña, después de hacer un relato de las elecciones, en las cuales el Gobierno no se consideraba derrotado, pues no había intervenido, apoyándose en el precario voto de confianza obtenido el día anterior en las Cortes, pidió al Presidente de la República le revalorizase los poderes, pues contaba con una mayoría responsable y solidaria. Alcalá Zamora —se decía en una nota oficiosa— «manifestó que antes de resolver, desearía pedir a los ministros respuesta a tres preguntas: Primera: ¿Estiman que están quebrantados el Gobierno y la mayoría que le apoya? Segunda: La continuación de este Gobierno, ¿facilita o impide la coalición republicana, cuya conveniencia defendió en su discurso el jefe del Gobierno? Tercera: ¿Creen que es éste el Gobierno que más conviene para afrontar las elecciones municipales próximas?» En relación a la primera pregunta contestaron los interrogados que era atribución peculiar y privativa del Jefe del Estado discernir si el Gobierno estaba quebrantado o no. Tocante a la segunda, se decía que los representantes de los partidos eran los llamados a responder. La tercera envolvía una serie de cuestiones imposibles de dilucidar. En vista de ello, el Presidente de la República anunció su propósito de abrir inmediatamente las consultas.

Fueron llamados a Palacio los mismos personajes requeridos en la crisis de junio y sus consejos fueron parecidos a los que dieron entonces. Los ministeriales pedían la continuación del Gobierno y de las Cortes, mientras los jefes de los grupos de oposición se manifestaban en favor de un Gobierno de concentración republicana con el complemento de la disolución del Parlamento. En una nota de carácter oficioso se decía que el Presidente de la República «creía que procedía un cambio de Gobierno, y que el nuevo fuese una concentración netamente republicana, con radicales incluso, pero que no supusiera contraposición al partido socialista». Expuestos así los términos de la cuestión, Lerroux fue encargado de formar Gobierno (9 de septiembre). «Don Niceto me ofreció el Poder — refiere Lerroux—, pero aconsejándome que intentase gobernar con las mismas Cortes Constituyentes. Traté de hacerle ver lo inútil del intento. Pero era necesario ensayarlo —me decía—, para demostrar ante la opinión que existía un estado de fraternal inteligencia entre todas las fracciones republicanas y que la oposición del partido radical había sido objetiva y política, no personal. Convenía que se viese bien que la ofensiva no había sido contra las Cortes, acudiendo a ellas, dando la cara... Y en último término, si no pudiese gobernar con un Gabinete de coalición y conciliación republicana, entonces se habrían agotado las posibilidades de continuar gobernando con las Cortes y se justificaría que el Jefe del Estado, haciendo uso de sus prerrogativas, las disolviese y se convocasen elecciones para reunir unas nuevas». Entendió Lerroux que quedaba establecido un pacto tácito y que en ningún caso su sacrificio sería estéril. El miedo de don Niceto a disolver las Cortes obedecía a que el artículo 80 de la Constitución limitaba el derecho a dos veces durante el mandato presidencial. Se entregó de lleno el jefe radical a la tarea, y en los primeros momentos temieron sus adversarios que formase un Gobierno de correligionarios, fundándose en que Lerroux había dicho: «Si quedan doce radicales en España, habrá Gobierno.» Al saber esto Largo Caballero, comentó: «¿Sólo de radicales? Para eso bastaba con reunir once gitanos de las Peñuelas, y todo estaba arreglado.» Tan en serio tomaron la amenaza los grupos republicanos de izquierda, que en reuniones celebradas en el palacio de las Cortes (10 de septiembre) acordaron no colaborar con Lerroux. Pensó éste primeramente constituir un Gobierno en el que participaran republicanos prestigiosos que hasta entonces habían permanecido alejados de las luchas políticas activas, y ofreció sin obtener éxito carteras a los señores Sánchez Román, Madariaga y Moles, e intentó hacer el mismo ofrecimiento a don José Ortega y Gasset; pero éste se hallaba ausente de Madrid. A B C publicaba (12 de septiembre) la siguiente noticia: «Ayer llegó de Baleares el Comandante general de aquellas islas, general Franco. El objeto del viaje era el de conferenciar con el señor Lerroux que le había llamado para ofrecerle la cartera de guerra o la subsecretaría. El general se negó a aceptar ningún cargo».

En la noche del 10 de septiembre, que era domingo, se supo que la derrota del Gobierno en las elecciones para el Tribunal de Garantías había tenido una segunda y más sonada repetición al elegir los Colegios de Abogados y Universidades vocales propietarios y adjuntos para dicho Tribunal, y uno de los triunfadores era nada menos que don José Calvo Sotelo, cuya candidatura fue presentada sin conocimiento del interesado. El otro candidato era el señor Silió, y adjuntos los señores Del Moral y Sabater. Las Universidades designaron al tradicionalista señor Minguijón y al cedista señor Ruiz Castillo. En conjunto, las oposiciones habían obtenido doble número de votos que los candidatos ministeriales. Quien alcanzó mayor número de sufragios (1.548) fue Calvo Sotelo. Tres de los abogados elegidos pertenecían a Renovación Española.

Este mismo domingo, el homenaje al conseller Casanova, celebrado, como años anteriores, ante su estatua en Barcelona, fue de exacerbado separatismo. Durante toda la jornada los mueras a España sonaron como redobles y estribillo de las tumultuosas e hirvientes manifestaciones.

Comprendió Lerroux que le sería imposible componer un Gobierno con otros elementos que no fueran los de los partidos republicanos, cuyos jefes quedaron advertidos por Azaña, al salir éste de una visita a Alcalá Zamora, de la conveniencia de colaborar con el jefe radical, pues el fracaso traería la repetición del encargo a Lerroux, pero con el decreto de la disolución. Instantáneamente varió el panorama. Volvieron a reunirse los grupos políticos (11 de septiembre), para mostrarse complacientes a los «bondadosos requerimientos» del jefe radical. Acción Republicana, los radicales-socialistas, la Orga, la Esquerra e incluso los federales se declararon dispuestos a gobernar con los radicales. Por su parte, Lerroux, generoso y transigente, ofrecía a los radicales-socialistas las carteras de Agricultura e Instrucción Pública, en prenda de que se respetarían la Reforma Agraria y las leyes laicas. Prometía a Azaña que no sería alterada la política militar; a los de la Esquerra les garantizaba la plenitud del Estatuto, y aun para los aborrecidos socialistas tenía la promesa de que mantendría en vigor toda la legislación social. Es decir: que el futuro Gobierno sería una continuación del anterior, con otro presidente y sin socialistas.

El día 12 quedó compuesto así el nuevo Gabinete: Presidencia, Ale­jandro Lerroux; Estado, Sánchez Albornoz (de Acción Republicana); Guerra, Rocha (radical); Justicia, Botella Asensi (radical-socialista); Hacienda, Lara (radical); Gobernación, Martínez Barrio (radical); Marina, Iranzo (independiente); Instrucción Pública, Domingo Barnés (radical-socialista); Trabajo, Ricardo Samper (radical); Obras Públicas, Guerra del Río (radical); Agricultura, Feced (radical-socialista); Industria y Comercio, Gómez Paratcha (O. R. G. A.), y Comunicaciones, Santaló (Esquerra).

Tanto Juan José Rocha como Rafael Guerra del Río eran viejos radicales, que hicieron su carrera política en el Ayuntamiento de Barcelona, a las órdenes de Lerroux. Rocha desempeñaba, desde la proclamación de la República, la Embajada de España en Lisboa. Claudio Sánchez Albornoz era rector de la Universidad Central y catedrático de Historia Medieval de España. En el momento de ser nombrado ministro de Estado profesaba en Buenos Aires un curso de conferencias. Domingo Barnés, hermano del anterior ministro de Instrucción, don Francisco, procedía de la Institución Libre de Enseñanza y ejercía la dirección de la Escuela Superior del Magisterio y del Museo Pedagógico. Ricardo Samper, abogado valenciano, fue en otro tiempo alcalde de la capital levantina y primera figura en el partido republicano autonomista fundado por Blasco Ibáñez. Antonio Lara ejerció de abogado en Santa Cruz de Tenerife, su pueblo natal, hasta que, elegido diputado, trasladó su residencia a Madrid. Vicente Iranzo y Laureano Gómez Paratcha eran médicos; el primero, de Teruel, y el segundo, de La Coruña. Miguel Santaló, profesor de la Escuela Normal de Gerona, abandonó su carrera para consagrarse, por entero a la política; diputado de la Generalidad y jefe de la minoría de la Esquerra en las Cortes. Ramón Feced pertenecía a las carreras de los Registros y del Notariado, y desempeñó la Dirección General de Agricultura. Juan Botella Asensi poseía las carreras de Derecho y del Magisterio, y en la última etapa parlamentaria se significó por su oposición al Gobierno; con Eduardo Ortega y Gasset formaban el ala disidente del partido radical-socialista.

La constitución del nuevo Gobierno significaba la liquidación del bienio de Azaña, el derrocamiento del predominio socialista y el fin de dos años de un «mandarinato chino con todo el matiz de las aberraciones orientales», escribía A B C. Sin embargo, la satisfacción por el cambio ministerial era limitada y con sordina, porque no se acertaba a comprender cómo podría gobernar Lerroux con aquella amalgama. Tarde y con escaso brillo le llegaba al jefe radical la que denominaba, en un telegrama a su viejo resonador El Progreso, de Barcelona, «la hora solemne de su destino».

La participación de representantes de los partidos de izquierda republicana en el Gobierno enconó las disidencias que los corroían; en particular, al radical-socialista, cuya división estalló de nuevo en un eruptivo Congreso nacional extraordinario (23 de septiembre), presidido por el Comité ejecutivo, a cuyo frente figuraba Gordón Ordás. La asamblea duró tres días. La mayor parte de las sesiones transcurrieron entre altercados, griteríos y escándalos mayúsculos, agresiones de palabra y de obra, luchas bajas y viles con «léxico intolerable», según Gordón Ordás, el cual confesó también que el partido «había llegado a un estado de anarquía sin precedente». «Aspirábamos —decía— a una democracia y nada ha habido de eso. Todo ha sido una simulación. Han reaparecido los viejos caudillajes.» Por su parte, Marcelino Domingo reconocía que el partido radical-socialista «daba la sensación de su incapacidad para gobernarse democráticamente». Resultado inmediato de la asamblea convocada para enjuiciar a sus ministros y decidir sobre la colaboración en el Gobierno de Lerroux, fue la escisión del partido, del que se desprendió Marcelino Domingo, que al frente de un grupo de incondicionales abandonó la sala y creó, con la denominación de «radical-socialista independiente», un nuevo organismo. Ya no eran dos partidos radical-socialista, sino tres, sin contar las fracciones que habían recabado su libertad de acción.

En tres fragmentos se había roto también el partido democrático federal, presidido por Pi y Arsuaga: uno seguía a éste, y fiel a la doctrina del fundador repudiaba todo contacto con la República unitaria; otro, par­tidario de la colaboración con el régimen, y un tercero que intentaba acomodar a las circunstancias el programa de Pi y Margall.

No menos disgregada estaba la Esquerra, cuyo Comité ejecutivo, después de tres horas de reunión, acordaba la expulsión del partido de los consejeros Casanellas, Comas, Lluhí, Terradellas y Xirau, porque habían acentuado su disconformidad con Maciá, al descubrir una escandalosa concesión municipal de ocho líneas de autobuses hecha por concejales de la Esquerra sobornados. El prestigio de Maciá declinaba y la manera como a veces las gentes exteriorizaban el desprecio pasaba de la incorrección para incurrir en grosería.

Acción Popular no se mostraba dispuesta a pactar ni a entablar diálogo con el Gobierno, y Gil Robles anunciaba en Oviedo (27 de septiem­bre) la formación de un frente antimarxista, «constituido por los partidarios de la revisión constitucional». Con respecto a Lerroux, mantendría «la misma hostilidad que contra Azaña y la misma prevención contra los grupos que colaboren de cualquier manera con este Gobierno».

* * *

El socialismo pasó del Poder a la oposición, sin otorgar al Gobierno respeto ni tregua, pues no lo consideraba constitucional, por faltarle la confianza parlamentaria. El Comité de la Juventud Socialista Madrileña, en un manifiesto (13 de septiembre), declaraba «su decidida oposición al Gobierno Lerroux», y El Socialista estimaba la República como «régimen perdido para los republicanos». Al anuncio de una Asamblea patronal agrícola en Madrid, que reuniría patronos de las provincias limítrofes, el partido socialista amenazó con declarar la huelga general, por considerar aquélla como «un ataque a fondo de la República». El ministro de Agricultura, para soslayar el conflicto, suspendió la reunión de los patronos agrícolas. Creció con esto la arrogancia y violencia de los socialistas, y el Comité nacional del partido hizo pública (19 de septiembre) «su absoluta disconformidad con el cambio político que significa retroceso en los pequeños avances socialistas conseguidos; su protesta por no haberse apresurado el Gobierno a convalidar ante las Cortes los poderes que le han sido otorgados», y su convicción «de que era necesario conquistar el poder político como medio indispensable para implantar el socialismo»... Al que menos perdonaban era a Alcalá Zamora, a quien El Socialista zahería y lo tomaba como blanco de sus rechiflas con motivo de haberse negado el alcalde de San Sebastián —ciudad en la que veraneaba el Presidente de la República— a aceptar la invitación de éste a un almuerzo, excusándose con un compromiso previo en el Tiro de pichón. «Se nos ha expulsado del Gobierno de una manera indecorosa —gritaba Largo Caballero en un mitin en el Cine Europa, de Madrid (1.° de octubre) — y se ha dado el Poder a los saboteadores de la República... Esto no lo puede tolerar ni el partido ni la clase trabajadora. Nos remuerde la conciencia de haber dado los votos para la Presidencia de República... El espíritu borbónico continúa en el Palacio de Oriente... Hemos cancelado nuestros compromisos con los republicanos. Yo prefiero la anarquía y el caos al fascismo. La clase trabajadora debe aspirar a tener en sus manos el Poder íntegramente. Tenemos que convertir el régimen en República socialista.»

Pocas esperanzas ofrecía el Gobierno de sobrevivir en cuanto se presentara a las Cortes, cuya mayoría, según todos los indicios, le aguardaba con las peores intenciones. Trataban los ministros de congraciarse con la opinión y de cumplir algunos las promesas hechas cuando combatían la política de Azaña. El ministro de Trabajo anunció que derogaría la ley de Términos municipales y que sometería a la legalidad a los presidentes delos Jurados mixtos. El de Justicia preparaba una amnistía para los funcionarios postergados por los Gobiernos de Azaña. El de Hacienda quería nivelar los presupuestos y rebajar los gastos en un 15 por 100. El de Estado dejaba en suspenso las relaciones con Rusia. Y Martínez Barrio destituía al gobernador de Córdoba con motivo del asesinato en Bujalance del propietario don Gaspar Surita en el momento de salir de su finca. Insistía en que sería inflexible con cuantos actuasen fuera de la ley; pero sus apelaciones al orden no encontraban eco. Seguían en las ciudades las huelgas, los atracos y las explosiones de bombas y los crímenes sociales. En Sevilla, unos atracadores asesinaron al capitán de la Guardia Civil, Gil Palencia. En el campo continuaba la anarquía, que desde el mes de junio incorporaba a los procedimientos de invasión y destrozo de fincas, el incendio. Ardían cortijos, dehesas, cosechas, bosques y montes en las provincias andaluzas y extremeñas. Era la rúbrica candente de la locura revolucionaria. Los diputados Rodríguez Piñero, Aranda y Fernández Castillejo informaron a las Cortes de los estragos causados por las llamas. En el término de Medina (Cádiz) cincuenta y seis fincas fueron pasto del fuego, y en Chiclana catorce. El Juzgado de San Roque (Algeciras) incoaba setenta y un sumarios por incendios intencionados, sin que se practicase ninguna detención. Ardían, incendiadas por mano criminal, las cosechas, en Zorita y Azuaga (Cáceres); dehesas, en Jerez; cortijos, en Espejo, Fernán Núñez y Medina Sidonia; pinares de la Resinera Española, en Granada; treinta mil pinos, en Solera (Cuenca); alcornocales, en Ronda; encimares, en Córdoba y Granada; varias fincas, en Junquera (Málaga), Purchil (Granada), Grazalema y Montejarque (Córdoba). El fuego se propagaba por la provincia de Ciudad Real y prendía en fincas de Daimiel y Membrilla, Almadenejos, La Solana, Alhambra, Horcajo, Argamasilla de Calatrava y Torre de Juan Abad. La furia destructora alcanzaba a Luna (Zaragoza), Villanueva del Arzobispo (Valencia), Hornillo (Ávila), Betanzos Pontevedra, Segovia...

«Hay que lamentar el aumento de la criminalidad y reconocer que en ciertos delitos es superior su número al de las causas instruidas, por no llegar siquiera su comisión a noticia de la autoridad judicial del Ministerio público», decía el fiscal de la República, Anguera de Sojo, en la Memoria elevada al Gobierno y leída en el acto de apertura de los Tribunales (15 de septiembre). Reconocía también el fiscal que existían nuevas modalidades de delincuencia, para las que el habla común y vulgar había acopiado nuevos términos: los de «atracador» y «pistolero», pero olvidó el de «incendiario» y la expresión «atentado social», con significados antes no usados. Esta ola pavorosa de criminalidad cristalizaba según las estadísticas en 126.605 delitos cometidos en 1932. El mayor número correspondía a los perpetrados contra la propiedad a razón de 146 diarios. Si a la política se la conoce por sus frutos, la azañista presentaba en el campo de lo criminal una cosecha óptima. Otra cifra representativa era, la de detenciones practicadas por las fuerzas encargadas del orden público: sumaban 187.000 en un año.

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No sin mucho recelo, y convencido de que iba hacia el patíbulo, Lerroux se presentó a las Cortes el 2 de octubre. En un último intento por aplacar a los enemigos que le preparaban una emboscada, tres días antes el jefe del Gobierno prometió, como programa gubernamental, respeto para todas las leyes laicas y agrarias. Pero los adversarios no estaban dispuestos a dejarse amansar. El salón de sesiones rebosaba de diputados y curiosos. Había expectación; pero nadie esperaba sorpresas, porque estaba previsto todo lo que iba a ocurrir.

Salieron a relucir, una vez más, en los párrafos iniciales del discurso de Lerroux las historias de las primeras alianzas republicanas, para encarecer la condescendencia de los radicales y su correcto comportamiento. Los apoyos prestados después por Lerroux y sus amigos a los Gobiernos y su creencia «de que había llegado la hora de cambiar de orientación política, de método de gobernar y de disolver las Cortes». Si aceptó el Poder fue para impedir un conflicto constitucional, pues «dentro de la primera quincena de octubre debían ser presentados al Parlamento los presupuestos». Explicó el propósito que guió sus trabajos para formar un Gobierno integrado por el mayor número de representantes de los partidos republicanos. «Tengo la pretensión —afirmó— de haber constituido un ministerio que puede ser garantía de continuidad con una política de izquierdas.» El programa a realizar quedaba plasmado en los mismos principios que inspiraron a las Cortes para elaborar la Constitución: autonomía, laicismo, reforma agraria y reforma social. Era compromiso de honor para el Gobierno mantener lo que legislaron las Constituyentes. No obstante, pondría moderación y dulzura en la aplicación de las leyes laicas y estudiaría la conveniencia de algunas rectificaciones en las leyes sociales y de reforma agraria. En cuanto al orden público, no era posible «prolongar la situación». «La relajación de todo linaje de disciplina; el menosprecio constante a la ley que en general se advierte en las masas; la impunidad de tantos actos y desafueros como hemos visto que se perpetraban, mientras que se buscaban con ensañamiento otras responsabilidades, ha desatado sobre el país el morbo de la indisciplina.» «Cada día, un atraco; cada día, un asesinato; cada día, un desafuero de una autoridad; cada día, un atropello hasta de aquellas cosas que parecen nimias, insignificantes y que no están en relación con la obra de gobernar del más subalterno monterilla...: eso pone espanto en el alma y a la sociedad entera al borde de la anarquía, por la izquierda, y de cualquier género de dictadura, por la derecha.» «Vamos a invitar a todos los españoles a incluirse en la legalidad creada por estas Cortes Constituyentes; pero hemos de invitar también a aquellos que han delinquido a ponerse en condiciones de no incurrir nuevamente en el mismo delito, y para ello no hay arbitrio si no celebramos este cambio de orientación política en la gobernación del país con una amnistía.»

Afirmaba Lerroux que los proyectos eran acuerdos unánimes del Consejo de ministros. Contaba para realizarlos con la confianza del Jefe del Estado, con la asistencia de la opinión y desearía contar con el apoyo del Parlamento, «a pesar de que considero al Parlamento divorciado, por desgaste natural de su labor, de la opinión pública».

Firmada por varios diputados socialistas, se leyó a continuación una proposición a las Cortes de desconfianza para el Gobierno. Prieto se encargó de defenderla. «Jamás —dijo— se presentó ante las Cortes un Gobierno a recabar sus votos diciendo previamente que están divorciadas de la opinión y desprestigiadas.» Negaba el diputado socialista que los partidos republicanos estuviesen representados en el Gobierno: los cálculos de Lerroux eran artificiosos. Para buscar ministros había hurgado o en las disidencias públicas o latentes, en personalidades desvaídas o inocuas, o, como en el caso de Sánchez Albornoz, en las ausentes. «El 11 de septiembre de 1933, los partidos republicanos cancelaron con el partido socialista todos los compromisos, que, a requerimiento de ellos aquél concertó para instaurar y consolidar la República, y desde esa fecha somos total, absoluta y plenamente libres, independientes.» El Presidente de la República presentó al Gobierno de Azaña un cuestionario con tres preguntas, que fueron contestadas en la forma conocida. Implícitamente se fijaban en el cuestionario las condiciones del Gobierno que apetecía el Jefe del Estado: «fuerte, con una mayoría compacta, bajo cuya égida pudiera ser posible una mayor efectividad en la concordia de los partidos republicanos». ¿Llenaba el Gobierno de Lerroux esas condiciones? «Nosotros negamos —afirmaba Prieto— que éste sea un Gobierno de concentración republicana. Y en nombre del grupo parlamentario socialista declaro que la colaboración del partido socialista en Gobiernos republicanos, cualquiera que sean sus características, su matiz y su tendencia, ha concluido definitivamente. Es infinitamente más decoroso para todos los poderes de la República disolver el Parlamento que someterlo a esa sumisión que al llegar a grados de extrema indignidad lo harían profundamente oprobioso.»

La alusión de Lerroux a la concesión de una amnistía, merecía de Prieto una enérgica repulsa: «Estaremos muy vigilantes con respecto a los términos en que Su señoría quiera envolver con el manto de la piedad una impunidad que nosotros no podemos consentir.»

Dos horas de oratoria apretada necesitó Azaña para liberar su espíritu del furioso despecho que lo abrumaba. Como Lerroux se remontó a los orígenes de la República y habló de los movimientos precursores y de los primeros pasos del régimen para decir que se debía a Gobiernos por él presididos el honroso mérito de haber sabido mantener el espíritu revolucionario. Planteó la última crisis para mejorar las posiciones políticas. Azaña hacía gala de haberse excedido en generosidad, al brindar a Lerroux las máximas facilidades, para que aquél pudiese cumplir el encargo recibido del Presidente de la República. Lo que más le agraviaba, y no lo sufría, eran las alusiones y reticencias del jefe del Gobierno al decreto de disolución del Parlamento: los ataques y censuras, a este respecto, iban, por elevación, contra el Presidente de la República. Rechazaba, por falso, el supuesto de que las Cortes Constituyentes no permitiesen otros Gobiernos que el republicano-socialista, o uno como el actual. Con las Cortes —afirmaba— se podían formar muchas combinaciones e incluso vitalizarlas, «pues harta gloria tienen sobre sí para ser menospreciadas y disueltas». Por falta de inspiración, Lerroux no realzó el Parlamento, «del cual hay derecho a esperar todavía, mejor conducido, frutos de utilidad y de beneficio para la República, sin correr la aventura de una disolución; aventura cuya gravedad a nadie se le oculta». No decía Azaña cómo podría operarse el prodigio restaurador de unas Cortes que tantas pruebas habían dado de desgaste y anquilosis, pero en el peregrino argumento de un posible renacer, apoyó la parte más larga y densa de su discurso para convencer de cuán impropia era la disolución y llegó al extremo de considerar posible la confianza parlamentaria si el Gobierno se hallara dispuesto a gobernar con el Parlamento. «Pero mientras esté en vuestra declaración ministerial el propósito de disolverlas, no podemos votar la confianza.» Semejante propósito «es como un peñasco que cae en nuestro camino y nos hace desviarnos de nuestra ruta normal.» Declaraba Azaña «que su partido no tenía participación alguna en la confección de la declaración ministerial», pues su ministro «era un poco náufrago». «Quisiera —decía Azaña— menos precipitación en rectificar disposiciones del Gobierno anterior basadas en actos realizados en defensa de la República. A mí no me espanta que la República se hunda, sino que se corrompa; porque si así ocurre, ¿qué le queda al pueblo español para confiar en su redención?... ¿Por qué esa prisa en preparar la amnistía? Bien está pacificar los espíritus; pero que no los pacifiquen a costa de soliviantar a otros. Un paso tan grave como el de amnistiar a los que se alzaron contra la República, ¿no vale la pena de interponer entre él y el momento actual una consulta al sufragio?» «Tengo la seguridad —dijo al terminar— que esas elecciones futuras tan temidas quizá nos traigan un despertar republicano tan vigoroso y tan fuerte como el del 12 de abril. Aún el pueblo español se pone en pie cada vez que le hablan de la República. Éste es el único servicio que estoy dispuesto a prestar; porque otros servicios, esos que se llamaban servicios al Estado o al régimen, o a las instituciones, servicios difícilmente publicables y que le sirven a uno el día del entierro para ir al cementerio cubierto de cruces, de condecoraciones y de loores incluso de sus enemigos, pero que en el fondo cada uno de esos servicios es una claudicación con la propia conciencia, no los prestaré jamás.»

Era ya muy tarde, y a ruego de Lerroux se aplazó la continuación del debate hasta el día siguiente. Al comenzar la nueva sesión (3 de octubre), el diputado de la Esquerra, Sbert, fundándose en los mismos motivos expuestos por Azaña, manifestó que su partido no podía votar la confianza al Gobierno. En cambio, Gordón Ordás ofreció los votos de su grupo. Empezó Lerroux su discurso con el canto que entonaban los gladiadores romanos ante el César: «Señores diputados: los que van a morir, os saludan.» «No tengo otra postura que tomar, dado el respeto que debo al régimen parlamentario.» En respuesta a Prieto, creía el jefe radical que con el líder socialista cabía el entendimiento: «Su señoría es un león joven; yo, un león viejo. Lo que no he visto nunca que se entiendan son los leones y las serpientes.» «Con el señor Azaña no será fácil que nos entendamos, porque el señor Azaña no tiene corazón, según él mismo alguna vez lo ha declarado.» Contó Lerroux cómo él, que se había pasado la vida tratando de domesticar a las fieras, desde que conoció a Azaña (carácter áspero, rígido y esquinado), trató de entablar amistosa relación con él. No lo consiguió.» Y a partir de aquí su discurso fue un memorial de agravios personales inferidos por Azaña. Ambicioso, impaciente por hacer una carrera rápida, «que no rindió sus banderas sino delante del partido socialista y de sus hombres». Se lamentaba el jefe radical del cerco que le puso Azaña en cada crisis. Pero el cerco quedaba roto. Ahora voy a dejar el puesto libre. «En el orden político, personalmente Su señoría no contará jamás conmigo. A mí se me hace una, se me hacen dos, y hasta se me hacen tres; pero yo no hago oposiciones al título de idiota...» «En este puesto ya no continúa nadie si el señor presidente del Congreso se da por notificado de que el Gobierno está en crisis y va a presentar su dimisión al Presidente de la República.»

Eso quería Lerroux y los suyos. Pero allí estaba el presidente de las Cortes para impedirlo. El Gobierno no podía abandonar el banco azul «dejando a los partidos políticos en un mar tumultuoso de pasiones». Varios diputados habían pedido la palabra, y era menester, mirando a la República, llegar a una declaración concreta de la Cámara. Se revolvió Lerroux contra el ruego de que prolongase su permanencia en el salón; pero tanto insistió el presidente de las Cortes, que accedió a escuchar a los oradores. La venganza de los vencedores no hubiera quedado satisfecha sin este complemento. El primero, Indalecio Prieto, dijo: «Yo espero de Su señoría, que tan noblemente nos ha saludado a la hora de morir, que esa muerte sea plenamente gallarda y no olvide cuanto es esencia del régimen parlamentario... Y si un bello morir honra toda una vida, Su señoría debe morir hoy gallardamente, ante la votación adversa del Parlamento, pero no huir cuando éste va a dictar su soberana resolución declarando si Su señoría y los ministros que con Su señoría obtuvieron la confianza del Presidente de la República cuentan o no con la del Parlamento. Porque si las Cortes Constituyentes le niegan la confianza, automáticamente el Presidente de la República, en cumplimiento del artículo 75 de la Constitución, tiene que separar a Su señoría y a los demás ministros de los cargos para que fueron nombrados.» Las consecuencias eran muy diversas de que hubiese o no hubiese votación, y el grupo socialista la exigiría con presencia de los ministros o aunque estuviesen ausentes. Las últimas palabras las pronunciaba Prieto con fruición pérfida: «Yo invito a Su señoría a que espere la resolución del Parlamento para morir con plena, con absoluta dignidad, cual corresponde a su figura, a su historia y al nombre de Alejandro Lerroux.»

«Se me pide demasiado —respondía Lerroux—. ¿No es suficiente que un hombre como yo haya pasado por el sacrificio de venir en condiciones que estaban previstas? ¿Qué se quiere además? ¿Que, uno por uno, todos los oradores empiecen a tratar a la representación de la más alta autoridad del Gobierno como a un monigote del pim-pam-pum? A eso no me presto.» No se prestaba Lerroux; pero el presidente de las Cortes le recordaba que el voto que se ventilaba no era de censura, sino de confianza: matiz muy importante, pues autorizaba a los firmantes para continuar aplicándole tormento al jefe del Gobierno.

Intervino Azaña para sorprenderse del giro que Lerroux daba al debate. Rectificó y rebatió algunos detalles de la biografía del orador, que Lerroux intercaló en su discurso. Volvía de nuevo a repasar su proceder en los dos años de gobernante. Culpaba a Lerroux de haberlos puesto en la difícil situación en que se encontraban, por no haber pronunciado el discurso que hubiese servido para agruparlos a todos. «Al cabo de tantos años de conspiración y de trato amistoso, Su señoría —decía a Lerroux me ignora profundamente. Su señoría me achaca todas las taras y equivocaciones del político profesional. Si yo hubiese sido ambicioso, ¿cree Su señoría que me hubiese pasado cincuenta años en una biblioteca escribiendo libros que no le importan a nadie, ni a mí mismo que los escribía?». «Yo he tenido en mi mano un poder como pocos lo habrán tenido en este país en los tiempos modernos: un Parlamento adicto hasta el entusiasmo, un Gobierno compenetrado con mi pensamiento y con mi obra, sometido a todas las pruebas y que nunca «quebró». He tenido los plenos poderes mientras no se votó la Constitución. ¿Y qué hice de todo ese poder? Lo empleé en poner el pie encima de los enemigos de la República, y cuando alguno ha levantado la cabeza más arriba de la suela de mi zapato, en ponerle el zapato encima.» «¿Cree el señor Lerroux que a mí me estorba? A mí no me estorba nadie, por dos razones: En primer lugar, porque yo, en el fondo, tengo de mi raza el ascetismo: todas las cosas de la vida las tengo echadas a la espalda hace muchísimos años, y habiendo gozado de casi todas, me son absolutamente indiferentes. En segundo lugar, porque tengo, del demonio, la soberbia, y a un hombre soberbio nadie le estorba.» «En cuanto a que no cuente políticamente con Su señoría, como no aspiro a nada, ni quiero nada, no tengo que solicitar el concurso de nadie para nada.»

En tono mesurado y casi de arrepentimiento, respondía Lerroux: «Ataques de orden personal no los he dirigido a Su señoría. Lo de que no tenía corazón, era retórica. En lo personal, no tengo ninguna incompatibilidad con Su señoría.» Repitió que el Gobierno estaba en crisis. «¿Es posible que nadie funde complacencias en humillar la dignidad de quienes constituyen honradamente un Gobierno y mientras están aquí representan la autoridad de España?»

Con todo, el presidente de las Cortes no se avenía a que la sesión terminara sin votarse la proposición de desconfianza al Gobierno. «No se puede abrir una crisis habiendo pendiente una votación en la Cámara, sin que esa votación se verifique.» Si el presidente del Consejo lo impidiese, «inferiría un grave daño al Parlamento, quizá al funcionamiento constitucional de la República y quizá, en estos momentos pasionales, pudieran atribuirle intenciones que yo sé muy bien no caben en Su señoría.»

A lo cual respondió Lerroux: «Pues como es una votación que afecta al Gobierno, el Gobierno se retira.» Y la votación se celebró: 187 diputados se declararon en contra del Gobierno y 91 a su favor.

Explicaron algunos diputados sus votos y acabó la sesión entre imprecaciones, desafíos e insultos, mientras Lerroux llegaba presuroso al Palacio de Oriente para dimitir ante el Jefe del Estado. Al día siguiente, 4 de octubre, bien de mañana comenzó el desfile de personajes llamados a consulta por el señor Alcalá Zamora: eran los mismos de las crisis anteriores y otros nuevos, pues el Presidente de la República, a la hora de con­vocar oráculos prefería pecar por exceso. Algunos, como los señores Ortega y Gasset y Sánchez Guerra, se excusaron: el primero, porque «no actuaba ya en política»; el segundo, por enfermedad, que pocos días más tarde le llevaría al sepulcro. Los otros repitieron lo dicho en ocasiones semejantes: unos eran partidarios de un Gobierno sacado de las Cortes y otros se inclinaban por la disolución del Parlamento, que, según Marañón a un periodista valenciano, sufría un principio de neurastenia de pronóstico grave. Terminadas las consultas, el Presidente de la República encargó de la formación del Gobierno al señor Sánchez Román (día 4), el cual renunció al encargo, y pasó éste a don Manuel Pedregal, que llegó expresamente de Avilés (día 5) para repetir el intento, en el que fracasó. Le sustituyó en la misión el doctor Marañón, llamado apresuradamente, pues se encontraba en Valencia, sin que sus múltiples andanzas y gestiones obtuvieran éxito. Los tres personajes citados insistieron en las mismas visitas, repitieron idénticas gestiones y tropezaron en inconmovibles obstáculos. El fracaso resultaba de la similitud de propósitos. Todos ellos aspiraban a formar un Gobierno de armonía, con participación de repre­sentantes de los partidos republicanos y socialistas; pero las prohibiciones o vetos de unos u otros malograban las combinaciones previstas. Sin embargo, Alcalá Zamora se aferraba en su empeño de buscar para jefe del Gobierno a un personaje apartado de la vida activa republicana, no contaminado de sectarismo o de partidismo, y, sin escarmentar todavía, confirió el encargo (día 7) al catedrático de Derecho político don Adolfo González Posada, que a las primeras visitas renunció a la tarea. Pensó entonces en llamar al presidente del Tribunal Supremo, don Diego Medina; pero debieron de pesar en él ciertas autorizadas advertencias de que eran excesivos los días sin Gobierno y comprobada la inutilidad de insistir en el empeño. El partido socialista, en una nota (día 7) que encubría amenazas para el Presidente de la República, encontraba inexplicable «la obstinación en resolver la crisis, no obstante los escollos que ello ofrece, a base de la disolución de las Cortes, en cuanto que éstas son susceptibles de sostener nuevos Gobiernos. Estimaba error gravísimo y peligro enorme convocar elecciones legislativas en el instante en que eran más profundos los antagonismos entre las agrupaciones republicanas y añadía que si al resolverse la crisis no se tuviese en cuenta los efectos constitucionales del voto negativo de confianza aplicado por las Cortes al Gobierno consti­tuido, el 12 de septiembre, «el partido socialista lo estimará como una vulneración del Código fundamental de la República».

Al quinto día de crisis, Alcalá Zamora llamó por la noche al señor Martínez Barrio y le encargó la formación de un Gobierno de concentración republicana a base de la disolución de Cortes, con el compromiso de que debía quedar formado aquella misma noche, pues de lo contrario Alcalá Zamora adoptaría alguna decisión trascendental y se dirigiría al país para decir que la República era ingobernable.

* * *

En el acto comenzó Martínez Barrio las entrevistas de rigor: la primera, con su jefe político, Lerroux. El escollo más grave lo constituía el veto de los radicales a los socialistas, y la consiguiente negativa de los otros partidos republicanos a participar en un Gobierno sin representación de aquéllos. Otra dificultad, considerable, era la interpretación dada por los socialistas al artículo 75 de la Constitución: consecuentes con el criterio expuesto en la última sesión de Cortes, entendían que el Presidente de la República no podía ratificar su confianza al jefe ni a los ministros componentes del Gobierno al que las Cortes se la hubiesen negado. Respecto a la interpretación de este criterio había diversos pareceres, y los mismos socialistas no se mostraban unánimes, pues Besteiro y Jiménez Asúa discrepaban de Largo Caballero e Indalecio Prieto.

Lo que más urgía era levantar la excomunión radical, y después de varias entrevistas y de un diálogo de Martínez Barrio con Marcelino Domingo que los cronistas de la crisis calificaban de dramático, a propuesta de este último decidieron presentarse los expresados, en unión de Azaña, en el domicilio de Lerroux, sin preocuparse de lo intempestivo de la hora. Era media noche. El jefe radical, ya en el lecho, leía el Quijote, y «ante la urgente necesidad de celebrar la entrevista», recibió a los mensajeros en la alcoba. El estupor de Lerroux a la aparición de Azaña no es para dicho. «Le agradezco a usted —exclamó— que haya querido venir a verme; tanto más cuanto que yo, en su caso, no me habría impuesto semejante sacrificio». «Pues ya ve usted», dijo por toda respuesta Azaña. Marcelino Domingo pintó la situación con muy negras tintas: señaló el daño que se infería a la República con las incompatibilidades y vetos y el peligro para el régimen si el proletariado se considerase fuera de la legalidad constituida. El fracaso significaría dejar desarbolada y a la deriva la nave del Estado. Lerroux acabó por rendirse. «Haga usted lo que quiera, señor Martínez Barrio. Aprobaré lo que usted resuelva. Creo que debe usted aceptar el encargo que se le ha confiado.»

Los mensajeros volvieron a las Cortes con la buena noticia. Hervían los salones de diputados, periodistas y curiosos, con ansiedad por conocer el desenlacé. Eliminado el veto radical quedaba por resolver el conflicto que habían planteado los socialistas con la interpretación del artículo 75. Martínez Barrio se apresuró a notificar a Besteiro la grata nueva. Desaparecido el obstáculo, requería a los socialistas para que participasen en el Gobierno. Besteiro respiró hondo: «No sabe usted —exclamó— el peso que se me quita de encima. Estábamos al borde de la catástrofe.»

Las minorías republicanas de izquierda, congregadas en diversas salas, al enterarse de que se había desvanecido el fantasma del veto, acordaron con visible satisfacción, colaborar en el nuevo Gobierno. Los socialistas deliberaban en el despacho de Besteiro sobre la manera más política de rectificar su criterio de forma que no pareciese una claudicación. Avanzaba la madrugada y no se encontraba la fórmula. Los jefes de las minorías amigas, alarmados por el retraso, se asomaban al despacho de presidente de las Cortes para inquirir noticias. Largo Caballero y Prieto eran los más recalcitrantes. En cambio, Besteiro razonaba que, una vez vista la buena disposición de los grupos republicanos, podía constituirse un Gobierno de concentración que no suscitase su hostilidad. Era la máxima concesión, como lo dirían en una nota: «Se ha dado un paso muy loable hacia la concordia...» Pero «la fidelidad al criterio respecto a los efectos constitucionales de la votación recaída en el Parlamento, nos impide estar representados en el Gobierno». Afirmábanse en su idea de que el momento no era propicio para disolver las Cortes. En este último extremo coincidía con los socialistas el flamante partido de Marcelino Domingo, el cual pedía también la continuación de las Constituyentes y el aplazamiento de elecciones «en estos meses en que la situación del campo pudiera permitir a los enemigos de la República una acción favorable a sus conveniencias políticas».

Alboreaba el día (9 de octubre) cuando diputados y periodistas aban­donaban el palacio de las Cortes, después de haber visto la nave de la República en peligro de zozobrar en el mar de las minorías encrespadas y turbulentas. El miedo de Alcalá Zamora a que todos los caminos estuviesen cerrados a la solución de la crisis se había desvanecido. No se debe olvidar cuánto influyó en el arreglo el prestigio de Martínez Barrio, Grande Oriente de la Masonería: indudablemente, muchos de los requeridos acataban la autoridad del máximo dignatario de la secta.

Por la tarde se hacía pública la lista del nuevo Gobierno: Presidencia, Martínez Barrio (radical); Estado, Sánchez Albornoz (Acción Republicana); Justicia, Botella Asensi (Izquierda Radical-socialista); Gobernación, Rico Avello (independiente); Hacienda, Lara (radical); Guerra, Iranzo (independiente); Marina, Pita Romero (O. R. G. A.); Instrucción Pública, Domingo Barnés (radical-socialista independiente); Trabajo, Carlos Pi y Suñer (Esquerra); Agricultura, Cirilo del Río (progresista); Obras Públicas, Guerra del Río (radical); Industria, Gordón Ordás (radical-socialista), y Comunicaciones, Palomo (radical-socialista independiente).

No se pudo vencer la resistencia de Miguel Maura a participar en el Gobierno, que lo conceptuaba «un enorme desatino». «¿Qué dirá el país —preguntaba— cuando vea reunidos en un mismo ministerio el león y la serpiente, a los hombres del artículo 75 y a los que formaron el anterior Gobierno?»

El nuevo ministro de la Gobernación, don Manuel Rico Avello, era un abogado asturiano, inteligente y ecuánime, que desempeñó la secretaría de la Patronal de mineros en su región. Fue diputado de las Constituyentes adscrito Al Servicio de la República y subsecretario de la Marina civil. Emilio Palomo, ministro de Comunicaciones, procedía del periodismo: dirigió El Liberal, de Barcelona. Pita Romero, abogado, asesor del Banco de Crédito Local, fue diputado agrario y después de la Orga. Sus enemigos políticos de Galicia ponían muy en duda su republicanismo. Pi y Suñer, ingeniero, primer presidente del Gobierno de la Generalidad, desempeñaba al ser designado ministro de Trabajo la cartera de Hacienda del Gobierno catalán. Cirilo del Río, ministro de Agricultura, abogado y diputado de Ciudad Real, ofrecía como mérito sobresaliente su amistad íntima con el señor Alcalá Zamora. Gordón Ordás, veterinario, ministro de Industria y Comercio, comenzó su carrera política en el partido radical, del que se separó para ser uno de los fundadores del partido radical-socialista. Hombre de gran facundia, muy dotado para la intriga y con deseos ardientes de gobernar.

A la vez que se hacía pública la composición del nuevo Gobierno, la Gaceta insertaba (10 de octubre) el decreto de disolución del Parlamento y otro de convocatoria de elecciones generales para diputados a Cortes, que se celebrarían el domingo 19 de noviembre.

Lerroux salió al paso de algunos rumores intencionados de crítica sobre el comportamiento de Martínez Barrio. «No consiento —dijo— que nadie pueda suponer una sombra de deslealtad en él. Yo le dije que no tenía derecho a dejar a la República en un trance peligrosísimo y quizá de muerte.» Al darle posesión de su cargo de presidente del Consejo, extremó los elogios con palabras del más subido y acendrado afecto: «Es como si fuera mi hermano menor. Carne de mi carne y alma de mi alma. Si ocupa el cargo que ocupa no ha sido cosa de su voluntad, sino de la mía.» Martínez Barrio, al contestarle, le pagó con la misma moneda, en apariencia de oro puro: «No soy de los que niegan al maestro, y estoy seguro de que la fortuna me permitirá devolver este cargo en plazo muy breve a quien la conciencia nacional ha de hacer entrega de él.» Y se unieron en fuerte abrazo.

 

CAPÍTULO 32.

TRIUNFO ARROLLADOR DE LAS DERECHAS EN LAS ELECCIONES