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CAPÍTULO 30. ANARQUÍA EN LA AGRICULTURA Y EN LA
INDUSTRIA
«El ambiente de violencia, de indisciplina anárquica, que se
mantiene, como una endemia incurable, de punta a punta de España — escribía A B
C — sigue ofreciendo el índice de asesinatos, de atentados, de depredaciones,
de toda suerte de rebeldías y atropellos.» Las ciudades y pueblos no conocían
hora ni día tranquilo. Los atracos, asesinatos y explosiones de bombas se
repetían en las ciudades, en especial en Barcelona. El balance de los sucesos
ocurridos en cincuenta días, era el siguiente, según L'Opinió, afecto a
la Esquerra: veintiocho atracos y atentados, con cuatro muertos y cinco
heridos; explosión de nueve bombas, hallazgo de otras cuarenta e incontables
actos de sabotaje.
En el primer semestre de 1933 fue asaltada la sucursal de
Banco de Bilbao en Algorta, de la que se llevaron 30.000 pesetas (18 de
febrero). Atraco al administrador de la fábrica de cementos «Asland», de
Barcelona, señor Oliva (18 de febrero). Oficinas asaltadas: sucursal del Banco
Urquijo en la calle de Tenderos (Bilbao), de la que sustrajeron 27.000 pesetas;
la de seguros «L'Abeille», en Sevilla (19 de febrero); Basteo Urquijo
Vascongado, en Baracaldo (19 de marzo); Caja Municipal de Ahorros de Deusto (18
de marzo); Banco Español de Crédito, de Puzol (Valencia) (23 de marzo); Banco
de Vizcaya, en Basauri, de la que se llevaron 45.000 pesetas (1.° de abril);
Banco Guipuzcoano en Hernani, con robo de 12.000 pesetas (8 de abril); Banco de
Vizcaya, en Liria (Valencia) (18 de mayo); Caja de Ahorros Municipal en Las
Arenas (Bilbao) (27 de mayo), y Banco de Valencia, en Chelva (Valencia) (2 de
junio). A este mismo capítulo corresponden los asesinatos de un cobrador de la
Arrendataria de Fósforos, en Sevilla; del apoderado de la Casa Comas y Vivá, de
Barcelona; de un cobrador de la Campsa, también en Barcelona, y el cometido en
plena calle de Cádiz del director del Banco de España, Emilio Fernández Suárez.
Su acompañante, el director de los talleres de Construcciones Aeronáuticas,
Francisco Lozano, resultó gravemente herido. Espectacular fue el robo en uno de
los trenes de los Ferrocarriles de Cataluña, donde viajaba el pagador de la
Compañía: un empleado del tren fue muerto por los pistoleros, y dos viajeros,
heridos.
Las explosiones de bombas se contaban por centenares. No
había ciudad española exenta de agresiones terroristas: estallaban con
preferencia a la puerta de las fábricas cuyos obreros holgaban, de las casas de
los patronos o al pie de los postes conductores de energía eléctrica. La
policía descubría aquí y allá talleres, laboratorios y arsenales de bombas; un
depósito de explosivos en una casa de la calle de Ramón y Cajal, de Palencia
(1.° de marzo); otros depósitos en Granada y Plasencia (18 y 23 de marzo), se
incautaba en Falset (Tarragona) (17 de abril) de 46 paquetes de dinamita y 326
bombas, y de un depósito en Camas (Sevilla) (2 de mayo). En Bilbao, un químico
llamado Manuel Kopp murió al estallarle uno de los artefactos que fabricaba (9
de mayo). La policía descubrió también un depósito en Ventas (Madrid) (21 de
mayo); dos arsenales, con 55 y 27 bombas, en Zaragoza (29 de mayo), y otros en
Sestao y en Villafranca del Panadés (28 de junio).
La agitación huelguista se mantenía con la intensidad
adquirida desde la República, sin que las reconvenciones de los Comités
socialistas y el esfuerzo de algunos gobernadores frenaran el impulso
subversivo. El Sindicato Único de la Minería declaró la huelga en las minas de
Asturias (7 de febrero) al conocer una propuesta de jubilación de 3.000 obreros
hecha por las empresas con el fin de reducir la producción, pues el carbón se
acumulaba en boca mina. La huelga fue acompañada del acostumbrado repertorio de
sabotajes en las líneas eléctricas. El Gobierno propuso como solución una
reducción de obreros, con subsidio diario de los despedidos a cargo de patronos
y trabajadores, mientras una Comisión interministerial estudiaba, en un plazo
de tres meses, la fórmula de arreglo. Huelgas generales hubo: en Toledo,
reclamando trabajo para los parados (1.° de febrero). En Vigo, donde el 75 por
100 de los obreros metalúrgicos estaban en paro forzoso. Su reclamación era:
«Queremos poder comer y atender a las más apremiantes necesidades» (12 de
febrero). En Melilla. En Hermigua (Gomera), con asesinato de tres guardias
civiles (23 de marzo).
En Zamora, como protesta contra la crisis de trabajo (20 de
abril). En Las Palmas (30 de abril). En Palencia, fomentada por los parados,
que asaltaron el Ayuntamiento y comenzaron a derribar un antiguo cuartel de
Caballería. En Zaragoza y Guadalajara (11 de mayo). De campesinos, en la
provincia de Sevilla (3 de junio), y en Jaén. Las huelgas parciales se contaban
por centenares. «Se plantean huelgas y más huelgas —escribía El Diluvio, de
Barcelona — que no tienen la más mínima justificación. Todo encamina la
República hacia la reacción.»
Los socialistas decidieron como el año anterior no
conmemorar ostentosamente su tradicional fiesta del 1.° de mayo. Se contentaron
con un paro general. El Gobierno los apoyó en su empeño. El cierre alcanzó
incluso a los casinos y bares. Se restringió el servicio telegráfico y holgaron
hasta los sepultureros. En cambio, quienes pretendieron manifestarse en la
calle fueron los comunistas, en Madrid, y los sindicalistas, en algunas
ciudades. Hubo disturbios en Cádiz, La Coruña, Castellón y Sevilla. En todas estas
ciudades y en otras, la fiesta marxista fue saludada con explosiones de bombas.
Indalecio Prieto organizó un viaje del Jefe del Estado a
Bilbao, con motivo de la colocación de la primera piedra del grupo escolar
«Tomás Meabe»; visitó en Guernica la Sala de Juntas. El 2 de mayo, Alcalá
Zamora presenció, acompañado de Prieto, el desfile cívico, y después, en el
cementerio de Mallona, junto a la tumba de los Mártires de la Libertad,
anunció: «La República, sobre haber sido victoriosa, es invencible e
indestructible...» «Ser republicano en España —dijo— es para todos una
exigencia incontrastable y es un dictado irresistible.» Y en un gesto de
amplia generosidad, subrayó que «las puertas de la República estaban abiertas
para todos». Ese mismo día declaraban la huelga de hambre setenta y un
nacionalistas vascos encarcelados en Larrinaga. Mientras el día 3 Alcalá Zamora
visitaba las factorías de la ría, grupos de mujeres entre las que se
encontraban esposas e hijas de los presos se manifestaban para pedir la
libertad de éstos, y cortándoles el paso los guardias die Asalto, las
ahuyentaron a zurriagazos. La organización Solidaridad de Obreros Vascos
declaró la huelga general. El día 4 el paro fue absoluto en la ciudad y pueblos
de la ría, con cierre total del comercio, incidentes, colisiones y tiroteos en
las calles, que produjeron quince heridos. El Jefe del Estado y el ministro de
Obras Públicas regresaron a Madrid, dejando la ciudad de Bilbao en colapso.
La C. N. T., de acuerdo con la F. A. I., preparaba una de
sus acostumbradas demostraciones revolucionarias para probar su fuerza: en
esta ocasión, aseguraban, con el pretexto de las detenciones gubernativas. Sus
voceros en las Cortes aseguraban que había miles de detenidos en toda España.
La U. G. T. declaró ilegal y perjudicial la huelga; pero la excomunión
socialista no interrumpió el desarrollo de los planes sindicalistas. El
estallido fue el 8 de mayo, con abundancia de bombas, sobre todo en Madrid, Barcelona,
Bilbao, Sevilla y Asturias. El paro fue total en La Coruña y Salamanca, y
alcanzó mucha extensión en Madrid, Barcelona, Palencia, Sevilla, Oviedo y otras
ciudades. El Gobierno clausuró los Sindicatos en la capital de España y
suspendió la publicación de los diarios C. N. T. y Mundo Obrero. Al día
siguiente la huelga se propagó a otras provincias. En Madrid, en un tiroteo en
la plaza de Manuel Becerra entre policías y sindicalistas hubo tres muertos
—dos de ellos, policías— y diez heridos. Otro policía resultó muerto en
Alicante. Los desórdenes alcanzaron mayor relieve en Valencia, con tiroteos y
vuelcos de tranvías. Según la relación oficiosa, los principales disturbios se
registraron en Játiva, con dos guardias civiles y tres huelguistas muertos; en
Durango, Monforte (aquí las bombas produjeron considerables destrozos en las
vías férreas y en los postes eléctricos), y Badalona, dominada momentáneamente
por los revoltosos. Destrozaron las líneas férreas en La Coruña, Tarragona,
Valencia, Málaga, Sevilla y Oviedo. Hubo intentos de voladuras de puentes y
todo género de destrucciones en el alumbrado y servicios públicos. La ola
subversiva sólo duró tres días, al cabo de los cuales decreció y la población
penal de España aumentó en cerca de dos mil presos. Esta población penal no se
mostraba contenida y sumisa en las cárceles; todo lo contrario. A la menor
oportunidad organizaban revueltas en forma de huelgas de hambre, con motines,
como en el Puerto de Santa María (5 de mayo); con evasiones en masa, como en
Valencia, o incendiando la cárcel, como en Castellón (10 de mayo), o con
instancias tan insolentes como la elevada por los presos de Barcelona al
director de la prisión, notificándole «la formación de un frente de lucha» para
reclamar «mejoras de alumbrado, higienización y ropa, teniendo en cuenta que el
preso es un obrero en paro forzoso». Pedían también «régimen de puerta abierta
a las horas de comer, radios en las celdas y abundante biblioteca, pues si bien
es verdad que en la gesta histórica del 14 de abril destruimos los libros de la
biblioteca de la cárcel, en el alocamiento del triunfo, se impone crear una
nueva».
El clamor más trágico surgía del campo, por donde pasaba el
huracán devastador —casi apocalíptico— provocado por la reforma agraria, en
forma de convulsión anárquica, que sólo dejaba desolación y ruina. Todo aquel
que había confiado su presente y su porvenir al cultivo de la tierra se veía
condenado a la miseria. Las asociaciones y organismos económicos solicitaban en
vano de los Poderes públicos que atajaran aquella calamidad que acabaría con la
principal riqueza nacional. Se perseguía la propiedad de la tierra como un
delito, y al propietario se le consideraba como un detentador o como un ladrón.
La invasión de las fincas, la tala de árboles, el sacrificio de ganado, el
incendio de mieses y la rotura de maquinaria eran desórdenes no sólo
permitidos, sino planeados en los Ayuntamientos y en las Casas del Pueblo. En
muchas localidades, al frente de los invasores iban los alcaldes o los jueces
municipales, promotores de sangrientos motines. Batallas campales se libraron
en Zafra (Badajoz), con muertos y heridos (24 de febrero), y en Luna (Zaragoza)
con un muerto y dos heridos (18 de marzo). El alcalde de Belalcázar (Córdoba),
Pedro José Delgado, fue asesinado por los socialistas (25 de marzo). En Umbrete
(Sevilla) fueron muertos dos invasores y otros resultaron heridos (11 de
abril), En La Solana (Ciudad Real) fue asesinado el sacerdote García Torrijos,
administrador de una finca, en el momento de pasar ante ella; las turbas se
cebaron en el cadáver (18 de abril).
Los agricultores se unían para intensificar sus peticiones
de auxilio, y reclamaban, en instancias elevadas a los Poderes públicos,
protección para sus vidas y sus derechos, con exposición de los inmensos daños
que se irrogaban al país con la política desatentada. «La región de Salamanca
se empobrece rápidamente —decía el Bloque Agrario salmantino— por los destrozos
que sufre el campo, los gastos enormes que se imponen a los agricultores y la
paralización de los mercados cerealistas» (27 de febrero). La riqueza ganadera
de Badajoz —según la Asociación General de Ganaderos (1 de marzo) — había
disminuido en un 35 por 100. Comisiones de propietarios de fincas de Cáceres y
Badajoz llegaban a Madrid y exponían a los ministros la situación angustiosa de
sus tierras: «Los propietarios que pueden, emigran, porque en aquella región no
se puede vivir» (16 de febrero). Siete mil agricultores, reunidos en Asamblea
en el Frontón Central de Madrid, clamaban contra la legislación agraria y
pedían «la unificación de todas las jurisdicciones para acabar con la anarquía
legislativa» (10 de marzo). «Se va a la socialización y al mayor desastre en el
campo. Nuestros gobernantes sienten la sugestión de Rusia y siguen el camino de
Lenin», afirmaba don Juan Ventosa en una conferencia en el teatro Alcázar de
Madrid (7 de mayo). «La Constitución, ridícula, de papel y sin vida, perturba
la marcha normal del país y la política agraria lleva a la República al
fracaso...», denunciaba don Melquiades Álvarez en un discurso en el Teatro de la
Comedia (14 de mayo). Las Federaciones de Agricultores de Zamora, Ciudad Real y
Salamanca, en asambleas celebradas durante mayo y junio, se declaraban
decididas a abandonar las tierras a su suerte antes de seguir soportando
aquella anarquía.
Arreciaban de toda España las censuras y ataques contra el
ministro de Agricultura y sus propios correligionarios reconocían que la
desdichada labor gubernamental era el origen de la situación caótica del agro
español. Los directores generales de Minas, Industria y Agricultura dimitieron
a la vez (28 de febrero) para hacer pública su discrepancia con el ministro,
Marcelino Domingo, a quien todos le señalaban como principal responsable del
desastre.
* * *
La indignación de los industriales no era menos encendida.
La Confederación Patronal Española pedía con insistencia al Gobierno que
pusiera término a los continuos ataques contra la producción. «Si por el hecho
de ejercer nuestras actividades como industriales o comerciantes hemos de
vernos conceptuados como viles explotadores, y así tratados, preferimos
abandonar nuestras fábricas y buscar otro medio de vida...», decía la
Federación Económica de Andalucía (16 de marzo) en un documento elevado a los
Poderes públicos, sin parecido, según Calvo Sotelo, en valor representativo.
«No podemos resistir más —agregaba la Federación—. Si nuestras fábricas han de
ser socializadas, que se legisle rápidamente, para que el Estado pueda adquirir
algo que represente utilidad y riqueza.» Ramiro de Maeztu comentaba: «El
escrito de la Federación Económica de Andalucía es la agonía de una región. No
hay en él oratoria ni retórica, sino el lenguaje enjuto del enfermo que apenas
tiene aliento para decir lo que desea». Y como la situación de Andalucía era
realmente insostenible, el 8 de mayo se trasladaron, en trenes especiales, a
Madrid, dos mil sevillanos, para pedir al Gobierno «seguridad personal y
trabajo», y repetir una vez más que era imposible continuar en la anarquía y en
la incertidumbre en que allí se vivía. El jefe del Gobierno y algunos ministros
recibieron a los andaluces y les despidieron con vagas promesas. Doce días
después, el 20 de mayo, el secretario de la Federación Económica de Andalucía,
e ingeniero, don Pedro Caravaca, que presidió a los expedicionarios en su viaje
a Madrid caía asesinado a tiros en la calle de Recaredo, de Sevilla. El señor
Caravaca había sido el máximo organizador de la defensa de Sevilla contra la
anarquía. El crimen sublevó a los sevillanos y puso en pie a toda la ciudad a
la hora del entierro, y aunque acudió a la capital el ministro de la
Gobernación y se sumó al duelo, los manifestantes se apartaron de la
presidencia oficial con visibles y ostentosas demostraciones de desprecio.
Parecida era la situación en otras regiones. «Vale más
emigrar que vivir bajo la constante amenaza terrorista», afirmaban los patronos
catalanes del ramo textil, en escrito elevado al Poder público, contra el
desamparo en que se sentían frente al vandalismo desatado en las calles de
Barcelona y en otras ciudades de Cataluña. «Estamos dispuestos — amenazaban los
agricultores catalanes (29 de mayo) — a recurrir a la violencia, incluso a
arrasar las cosechas, si perdura esta indefensión y el despojo de que somos
víctimas.» El Diluvio, diario de abolengo republicano, escribía: «Los
comerciantes e industriales de escasa categoría apenas pueden vivir. Vamos
rectamente camino del desastre. A la República de 1931, ¿le aguardará el mismo
triste fin que a la de 1873?» «El fermento anarquista desorganiza el trabajo,
destroza la economía con su táctica destructora, que va desde el atentado
personal hasta la bomba; desde el atraco hasta la coacción ejercida sobre los
Jurados que han de administrar justicia...», constaba en un documento entregado
(19 de julio) al Presidente de la Generalidad por las principales entidades
económicas de Barcelona. La Federación Patronal madrileña publicaba la
estadística de los crímenes sociales en el primer semestre de 1933: ciento dos
muertos y ciento cuarenta heridos. Entidades económicas y sociales de toda
España se congregaban en asamblea en Madrid (20 de julio) para formar un bloque
antimarxista y defender sus vidas y sus intereses, persuadidas de la inutilidad
de las promesas del Poder público de reprimir el desorden. En Zaragoza,
informaba un diario gubernamental, La Voz, «se protestan hoy más letras
comerciales en un día que no hace mucho se protestaban en un año, y si a la
mayoría de los patronos se les obligara a liquidar sus créditos, las quiebras
serían tantas que aumentarían las estadísticas de suicidios.» Respecto a
Bilbao, el mismo periódico decía: «Tiene paralizados sus centros vitales y su
pobreza es mayor que la de ninguna otra ciudad española.»
Los corresponsales extranjeros certificaban la realidad de
esta desintegración nacional: «España deriva hacia la anarquía», escribía el
Daily Telegraph, de Londres. En cuanto a la libertad política, citaba como dato
revelador que a Acción Popular se le habían prohibido 172 mítines. «El estado
de España —refería el Daily Mail— es caótico, por la confusión política,
social y económica, efecto del desorden imperante. El terrorismo se ha hecho
endémico y la dinamita y los tiros no asustan a los españoles. Bandas de
atracadores amenazan y saquean en los pueblos con el más puro estilo de
gangsters». La estadística oficial del paro campesino daba (17 de agosto) las
siguientes cifras: 300.000 obreros sin trabajo y 250.000 que trabajaban sólo
tres días a la semana. Estas cifras únicamente afectaban a obreros inscritos en
los censos de la Unión General de Trabajadores. Y había tantos parados, a pesar
de que los patronos estaban obligados a emplear un número de obreros mayor que
el exigido por las labores y de que se prohibía segar con máquina más del 25
por 100 de la cosecha, con un equipo de seis hombres por máquina.
* * *
Las Cortes comenzaron a examinar (18 de mayo) el proyecto de
ley orgánica del Tribunal de Garantías Constitucionales, con arreglo al
dictamen preparado por la Comisión de Justicia. Fue una discusión farragosa y
de detalle, en la que intervinieron los diputados Elola, Recasens Siches,
Sánchez Román, Fernández Castillejos y Ossorio y Gallardo, como figuras
principales. Debate de jurisconsultos, esforzados por conciliar el punto de
vista jurídico y el político, a fin de conseguir que el Tribunal no fuese un órgano
político, sino simplemente jurisdiccional. Fue a la terminación del debate
cuando se encrespó la polémica, al discutirse la siguiente nota adicional: «La
acción jurisdiccional derivada de la ley no se extenderá ni a las leyes votadas
por las actuales Cortes con anterioridad a la presente ni a los decretos
dictados en ejecución de las mismas.» A juicio de Gil Robles, la Constitución
no distinguía entre leyes que pudieran ser impugnadas y leyes que no lo
pudieran ser. Siendo así, no era lícito que una Comisión adulterase la ley. El
ataque más violento partió de Sánchez Román: «Es la inclusión de una cláusula
inútil —dijo— en el precepto de la ley. Los diputados ignoran el alcance de
esta disposición y qué secretas protecciones e irresponsabilidades se busca
ocultar con ellas.» El artículo adicional «equivale a decirle al ciudadano que
si se le dan leyes contra la Constitución tiene que aguantarse». El ministro de
Justicia no pudo disimular su indignación. Reconoció que la ley del Tribunal de
Garantías no la quería nadie, «ni la mayoría ni las oposiciones, y que hasta
los juriconsultos recelaban de ella». Esto se debía, a juicio del ministro, a
que la defensa de la Constitución era una función política que incumbía
esencialmente al Presidente de la República y al pueblo. «La ciencia jurídica y
la política tienen métodos y criterios absolutamente distintos, y una verdad
sublime en Derecho puede ser un dislate de consecuencias incalculables en la
política», afirmaba Albornoz, en su esfuerzo por justificar la necesidad de la
ley en defensa de la República y de la revolución, dando a entender que los
recursos de inconstitucionalidad contra las leyes aprobadas debían
interpretarse como acciones contrarrevolucionarias.
Afirmaba también que había sido una equivocación incrustar
este organismo en la Constitución. «Esta ley —exclamó Elola durante la defensa
de una enmienda— no es más que un buñuelo político.» La ley quedó aprobada el 7
de junio, con el voto en contra de las minorías agraria, progresista,
vasconavarra, federal y conservadora. La minoría radical votó en pro; pero
consignó la salvedad de que la reputaba «totalmente anticonstitucional».
* * *
Desde el 24 de febrero, Azaña desempeñaba interinamente la
cartera de Hacienda, pues su titular, don José Carner, permanecía en su casa de
Barcelona, aquejado de cáncer de garganta. No pudo reincorporarse al cargo. Era
menester completar el Gobierno. Azaña creía que ésta sería una operación
natural y sin consecuencias. El 2 de junio reunió a los ministros en una sala
de las Cortes y les habló de la reorganización que proyectaba. Zulueta, Giral y
Albornoz le reiteraron su propósito de marcharse. «Casares no ve la hora de
quedarse en libertad. Si yo continúo —escribe Azaña—, no pienso desprenderme de
él». Viñuales sería el sustituto de Carner, por ser «persona enterada y de
autoridad». «También tengo que dar entrada en el Gobierno a un representante de
la Esquerra, que hasta hoy no lo ha tenido. El designado sería Companys; pero
al dividir el ministerio de Agricultura, no puedo ni quiero darle a Companys la
nueva cartera de Industria y Comercio. Marcelino Domingo se empeña en conservar
la cartera de Agricultura. Es cuestión de amor propio. Pretende sacarse la
espina. Le imputan el fracaso de la implantación de la Reforma Agraria y él
debe de tener una gran confianza en el acierto o una ceguera absoluta, porque
en vez de aprovechar la primera ocasión para soltar el fardo, persiste en
llevarlo». La incógnita era el Presidente de la República. ¿Daría su aprobación
a la propuesta de Azaña? El Consejo se celebró el 8 de junio, y al acabar de
exponer el jefe del Gobierno sus planes, Alcalá Zamora optó por dejar la respuesta
en suspenso hasta consultar a los jefes de grupo. Entonces Azaña presentó la
dimisión del Gobierno.
La noticia de la crisis, no por esperada produjo menos
sorpresa y júbilo en los sectores políticos adversarios del Gobierno. Muchos
respiraron como si se vieran libres de una condena. En cambio, los
correligionarios de Azaña y los socialistas interpretaron el suceso como una
habilidad del Presidente de la República para ejercitar su política personal y
deshacerse de un Gobierno y de unos hombres que repugnaba. «No había motivo
para la crisis— escribía El Sol, intérprete fidelísimo del pensamiento
de Azaña—. El Gobierno contaba con mayoría absoluta, plenitud de confianza.
¿Cuáles son las circunstancias políticas para que el Jefe del Estado haya
negado su confianza al jefe del Gobierno?... No ha sido derrotado una sola vez
en las Cortes... Los enemigos, impotentes en lucha abierta, han conseguido
derribarlo por mano ajena». «No hay duelo en nuestra casa por la crisis —decía El
Socialista—, y sí hay alborozo en la ajena; cuídese de que el eco de la
fiesta no asome en la calle, por lo que pueda suceder».
Llamados por el Presidente, acudieron al Palacio Nacional,
además de los jefes de las minorías parlamentarias republicanas, don José
Ortega y Gasset, el doctor Marañón, Unamuno, Ossorio y Gallardo, Sánchez Román,
don Santiago Alba y don Melquiades Alvarez. La presencia de estos dos últimos
produjo asombro y soliviantó a los revolucionarios, que la interpretaron «como
un intento —según El Socialista— de galvanizar cadáveres que dejó en
herencia la Monarquía, suponiéndolos capaces de emponzoñar al régimen». «¿Tan
desamparada esta ya la República — preguntaba El Sol— que necesita las
luces mortecinas conque estos dos hombres alumbraron los últimos momentos de la
Monarquía?» La mayoría de los consultados aconsejaban un Gobierno de
concentración republicana, con socialistas o sin ellos. Sánchez Román pedía
«restablecimiento del principio de autoridad y del deber de disciplina social,
estímulo y confianza a la economía del país bajo la garantía de una composición
justa y equitativa en las relaciones de capital y trabajo».
Aconsejaba Unamuno un Gobierno republicano nacional, no
meramente parlamentario, para aplicar las leyes ya votadas que sean aplicables,
sin violencia ni precipitaciones temerarias, que son injusticias, y dejando
libre paso a posibles recursos y revisiones legítimas. Añadía: «Hacer de eso
que llaman revolución y es guerra civil una dictadura de mayoría parlamentaria
sería antidemocrático y antipatriótico; por lo cual hacen falta elecciones
libres cuanto antes y sepamos lo que quiere España.» Entendía don José Ortega y
Gasset que el nuevo Gobierno debía rectificar «desde la primera hora los modos
de gobierno que durante año y medio han significado el abandono del Poder
público, el albedrío de las autoridades inferiores, la política de agresión
desde las alturas del Ministerio, la ninguna magnanimidad en el aprovechamiento
de hombres aptos y su postergación por el caciquismo del partido; la
incompetente ligereza en la facultad de decretar y el insistente propósito de
ahuyentar de la República cuanto no fuese el seguimiento de una determinada
clase o pequeños grupos de azar». El doctor Marañón no aconsejaba, «porque el
consejo supone crítica del pasado y orientación sobre el porvenir». En cambio,
Ossorio y Gallardo pedía que se continuasen activas las Cortes, con un Gobierno
de concentración de izquierdas parecido al anterior, «que mantuviese los modos
políticos triunfantes hasta hoy, a saber: honestidad, publicidad,
encuadramiento de los poderes y condenación de los propósitos violentos».
El Presidente de la República amplió las consultas. Fueron,
en total, veinte los consultados, y encargó, sucesivamente, de la formación de
Gobierno a Besteiro, Prieto y Marcelino Domingo. El Comité Ejecutivo del
partido socialista no otorgó a Besteiro la autorización para cumplir la misión
recibida y sí se la dio, en cambio, a Prieto. No había posible ampliación de la
base parlamentaria como no se lograse la participación de los radicales, cosa
imposible, pues socialistas y radicales se mantenían irreconciliables. Se
ofreció Alcalá Zamora, cuando Prieto se agitaba en busca de una solución, a
mediar con los radicales para obtener su benevolencia, y el líder socialista
rechazó el ofrecimiento, porque tales oficios de tercería no se avenían con la
alta magistratura que Alcalá Zamora ostentaba. Así lo explicó Prieto a
ministros y diputados ministeriales, reunidos en una sala del Congreso, para
explicarles las peripecias de su gestión y su fracaso. Se trataba, ante todo,
de poner en evidencia al Presidente de la República, presentándole como
responsable del desorden político, con inclinaciones de sátrapa oriental que
jugaba con los gobernantes y con los destinos de la República.
El Sol describía así lo sucedido en la sala del Congreso en un artículo que unos
atribuían a la pluma y otros a la inspiración de Azaña: «Hay un documento, un
discurso memorable del señor Prieto, que altera y cambia de raíz los viejos
usos parlamentarios, respetuosos en la forma, pero tan violentos en el fondo
que sólo puede pronunciarlo un hombre de Gobierno, por razón de legítima
defensa. A la palabra calurosa del señor Prieto servía de fondo una sala de
Convención.» Saltaba a la vista la desproporción entre la propuesta de Alcalá
Zamora y la réplica hiriente y desaforada de Prieto. Y es que se trataba de
aterrorizar al Presidente de la República, para que supiese, de ahora en
adelante, quiénes serían los únicos administradores de la política del régimen.
«Todo el día del domingo — escribía El Socialista — resonó de impaciencias y
temores populares. Estamos particularmente calificados para hablar de estas
inquietudes, ya que hubimos de dedicar muchas horas a serenarlas.» Por su
parte, Azaña consigna (11 de junio): «Desde anoche andan corriendo rumores
alarmantes de todas clases. Hay agitación en la Casa del Pueblo de Madrid y
algunos exaltados hablaban de echarse a la calle. También se anuncian
desórdenes en algunos otros puntos, como protesta contra el posible
advenimiento de un ministerio Lerroux. En Riotinto amenazan con la huelga
general y en Barcelona ha habido manifestaciones callejeras.» Tal era el
ambiente en que se desarrollaba el proceso de la crisis, que quedó tramitada en
cinco días, al confiarle el Presidente a Azaña el encargo de formar nuevo
Gobierno. Entraba Azaña en Palacio triunfador, y los ministros decían que
Alcalá Zamora, además de recibir «una lección ejemplar», «veía derrotada su
intromisión personal». Azaña encontró al Presidente «muy sombrío y abatido»;
«no quería tragarse el hecho de que volviera el Gobierno anterior, y por eso
reclamaba un Gobierno nuevo».
Todo el día 12 necesitó Azaña para componer el nuevo
Gobierno; jornada que transcurrió entre conversaciones telefónicas, entrevistas
con candidatos a ministros, jefes de grupos, asesores honorarios y asaltos de
Prensa. «Los días de crisis en Madrid —escribe Azaña— son de una chabacanería
como para vomitar, gracias al indigente reporterismo que disfrutamos: no hacen
ni dicen más que estupideces de lugareños». La base parlamentaria sería
ampliada con la incorporación de un ministro federal y otro de la Esquerra. El
federal se llamaba Franchy Roca. Cuando Azaña le dice que le ha nombrado
ministro, «palidece y se emociona». «Adiviné —añade aquél— que un calambre le
estremece las piernas. Espero que no se le hayan ido las aguas, como a
Sanchica.» La condición impuesta por los federales para participar en el
Gobierno era que no se aplicase la ley de Defensa de la República. Azaña llamó
por teléfono a Maciá para comunicarle su decisión de nombrarle ministro a
Companys, que era presidente del Parlamento catalán. «¡Qué se le va a hacer!»,
respondió el Presidente de la Generalidad por todo comentario. Donde más
hervían las intrigas era en el partido radicalsocialista: aspiraban a ser
ministros, con incontenibles impaciencias, Gordón Ordás y Galarza. Lo sabía
Azaña, y eligió a un tercero en discordia: Francisco Barnés, profesor del
Instituto Escuela, del que el presidente hacía esta semblanza: «volubilidad,
facundia, palabras húmedas, magníficos ojos, barba moruna». El designado para
Hacienda fue Viñuales, a quien «hubo que arrancar la conformidad a tirones».
Catedrático de la Universidad de Granada, y más tarde, de Hacienda Pública, en
la Universidad Central, fue director general del Timbre al advenir la
República.
Invitados los radicales a participar en el Gobierno,
rechazaron el ofrecimiento, porque no podrían justificarse ante la opinión
pública si colaboraban con los socialistas. Azaña se trasladó a Palacio.
«Encontré al Presidente abatido y torturado. En tal estado le vi, que me dio
lástima. Es el hombre que se atormenta a sí mismo. Tiene clavado un dardo y lo
revuelve en la herida.» Al día siguiente (13 de junio) se hizo pública la
composición del nuevo Gobierno: Presidente y ministro de la Guerra, Azaña; Estado,
De los Ríos; Justicia, Albornoz; Marina, Luis Companys Jover; Gobernación,
Casares Quiroga; Hacienda, Agustín Viñuales; Instrucción Pública y Bellas
Artes, Francisco Barnés Salinas; Trabajo y Previsión, Largo Caballero;
Agricultura, Marcelino Domingo; Obras Públicas, Prieto; Industria y Comercio,
Juan Franchy Roca.
«Una, y no más», titulaba El Sol su apostilla a la
crisis. El periódico la consideraba provocada por el Presidente de la
República, «investido de poderes fuertes, capaces de ejercer gran presión sobre
los Gobiernos y sobre las Cortes», y que urdió la maniobra «como un cepo para
cazar a un Gobierno». En cambio, para La Vanguardia, de Barcelona, «la crisis
no podía ser provocada más que para disolver las Cortes. Tal era el camino
natural. Pero el Poder moderador no se atrevió a disolverlas, y he aquí el
porqué de todas las cosas raras que hemos visto.» Miguel Maura, después de
reunir a sus amigos, decía en un manifiesto: «El espectáculo que España ha
podido presenciar durante la última crisis no tiene precedentes. Se ha
utilizado cuanto podía suponer cerco, policía y coacción de la voluntad del
Jefe de Estado para secuestrarla, llevándola ilícitamente a una resolución que
está falseada por la violencia con que ha sido obtenida. El partido conservador
no admite diálogo ni relación con este Gobierno dictatorial.» Decidía retirarse
de las Cortes, porque «ninguna responsabilidad queremos que nos alcance en
tales ficciones». «Frente a la dictadura de hoy, como frente a la de ayer,
proclamamos la capacidad de España para gobernarse a sí misma.»
Al presentarse el nuevo Gobierno a las Cortes (14 de junio),
Azaña explicó cómo se produjo la crisis al proponerle al Presidente de la
República la sustitución de Carrier y la división del Ministerio de
Agricultura, segregando los asuntos relativos a Industria y Comercio para
organizar con ellos otro Ministerio. Refirió las gestiones realizadas para
constituir el nuevo Gobierno y cómo había obtenido la colaboración del grupo
federal y la de los otros cinco grupos que participaron en el Gobierno anterior.
Le interesaba hacer constar que el nuevo Ministerio no era de liquidación.
Esperaba del ministro de Hacienda que atendería a la economía española, «muy
necesitada de que los Gobiernos se preocupen, de su actual desmayo, revivan los
negocios, infundan tranquilidad en el país, suscitando las iniciativas
privadas». El programa a realizar, en su conjunto, resultaba el mismo del
anterior Gobierno, con idénticas preocupaciones y proyectos de leyes. El
diputado federal Ayuso sorprendió a la Cámara con la declaración de que Franchy
Roca no representaba a los federales, por no haber desaparecido los motivos que
situaron al partido en la oposición con el último Ministerio. Lerroux repitió
el discurso que tenía compuesto para estas circunstancias, con las mismas
lamentaciones por la persistencia de los socialistas en mantener su enemistad,
su hostilidad, su odio y su veto al partido radical, a lo que contestaría
Prieto con palabras también estereotipadas para estas ocasiones; respuesta
moderada de tono y con aire versallesco. «Preparad vuestros corazones, vuestro
espíritu y vuestro ánimo —decía Prieto—; haced que sea fecunda vuestra obra, y
nosotros, cuando nos deje vuestra cordialidad ese camino libre para volver a
nuestras tiendas, marcharemos complacidos, cantando himnos de victoria y sin el
resquemor de las ofensas inferidas, porque las habremos dado generosamente al
olvido.» Lerroux, conmovido y propenso a la cordialidad, «prometía respeto para
el Gobierno, aunque no le podía ofrecer su confianza». Si lo que se intentaba
con la crisis —afirmaba Gil Robles— era rectificar una política, no se había
pasado del propósito. «Se ha ofrecido el Gobierno a los mismos grupos que
simbolizan una política fracasada.» Y esto ha ocurrido mediante «la
mediatización de las facultades del Jefe de Estado, con veto a los partidos y
amenazas de huelga general». «Por consiguiente, la solución adolece de un
verdadero vicio de nulidad; es una dictadura parlamentaria apoyada en una
mayoría que no representa al país: la peor de las dictaduras, porque no es ni
siquiera la dictadura gallarda del hombre que en su persona asume todas las
responsabilidades.»
Continuó el debate político en la sesión del día 15. Franchy
Roca aseguraba que el partido federal había aprobado su designación para
ministro, con la condición, aceptada por el presidente del Gobierno, de que la
ley de Defensa de la República no se aplicaría en lo sucesivo. Sánchez Román se
encaró con Azaña para decirle que su discurso de presentación, por su
imprecisión y vacuidad, producía confusión, «pues nadie acertaba a saber qué se
proponía el nuevo Gobierno y por qué caminos iba a ir». ¿En qué van a quedar
—preguntaba— los planes de Instrucción Pública, si el ministro que los había de
desenvolver ha pasado a otro departamento? La Reforma Agraria sólo es hasta
ahora una promesa abstracta, que hay que llenar de contenido. Lo hecho en este
sentido no es un timbre de gloria para sus autores. El paro campesino no ha
sido absorbido por ningún procedimiento de asentamiento o de posesión
individual de la tierra. «¿Qué política agraria ha desarrollado el Gobierno?
Puede ser que la tenga pensada; pero de ello no nos ha dicho ni la más ligera
noticia. Quisiéramos también saber si uno de los objetivos de la política
inmediata del Gobierno es que la legislación social se aplique imparcialmente.
La opinión pública quiere saber adónde se dirige el país, y no con definiciones
vagas, sino en forma concreta.»
Resultaba incongruente que un diputado radicalsocialista
—Azarola—, con tres ministros de su partido en el Gobierno, interviniera en el
debate para expresar su absoluta coincidencia con el riguroso análisis hecho
por Sánchez Román a la legislación de los ministerios de Trabajo y Agricultura
y a la política económica en general. «Si no acudimos rápidamente —afirmaba— a
conjurarla, esta crisis destruirá la nacionalidad.» Y al examinar la situación
de las industrias básicas, exponía como ejemplo: «La navegación está
absolutamente arruinada; da lástima ver a los barcos atracados a nuestros
puertos, y, lo que es más triste, su desguace, para poderlos vender como
chatarra: lo que vale dos o tres millones de pesetas, en 50.000 ó 100.000. La
industria de la construcción en las grandes ciudades está absolutamente
paralizada. Respecto a la agricultura, nada he de decir, porque todos saben su
derrumbamiento.» Le contestaron a Sánchez Román los ministros de Trabajo y
Hacienda (16 de junio). Justificó el primero el modo cómo se aplicaba la
legislación social y el funcionamiento de los Jurados Mixtos, con plena
independencia y libres de toda presión socialista. El segundo, para decir que
la depresión económica era un fenómeno mundial. Marcelino Domingo explicó su
política agraria. «Yo no era —confesó—, cuando se instituyó el régimen, el
hombre designado para esta misión histórica; otro fue el encargo que en los
primeros tiempos se me confió.» Con ello quería dar a entender que su labor
había sido improvisada y en cierto modo endosaba a terceros la responsabilidad
de los errores y deficiencias de la ley y del Instituto de Reforma Agraria. A
los tres ministros contestó Sánchez Román: lejos de declararse convencido,
insistió con vehemencia en sus ataques contra la política de vaguedad y
desaciertos. Azaña cerró el debate (20 de junio): «La declaración del Gobierno
se presenta para saber si tiene o no en la Cámara el número suficiente de
diputados para apoyar su política.» «La agitación social existente en España no
está determinada por la lucha de clases, sino por el deseo de los españoles de
vivir con todas las amabilidades que la vida puede prestar en compensación a un
trabajo.» «Yo no advierto el menor síntoma que anuncie lo que llaman las gentes
timoratas revolución social.» Había, sí, que «animar la economía, aplicar las
leyes sociales con lealtad y fomentar la actividad de los negocios». «Lo más
áspero y difícil de la obra de la República ha pasado.» «La República es
inconmovible. Dentro de la Constitución pueden vivir todos los españoles; las
contiendas de clase pueden ser resueltas dentro del ámbito de la nación.» Azaña
concluyó así: «Me atrevo a esperar que vamos a poder entrar en una época de
tranquilidad y de pacificación moral bajo la condición expresa de que esta pacificación
se haga bajo el signo y estandarte de la República.» La confianza le fue
otorgada al Gobierno por 188 votos contra seis.
Al fin, parecía haber ganado a los ministeriales el
convencimiento de que el desorden y la anarquía corroían al régimen y de que se
hacía indispensable arbitrar remedios para atajarlos. Pero no se atrevían a
recurrir a las medidas eficaces, por miedo a que les desacreditaran como
demócratas, tildándolos de reaccionarios. Con el propósito de sustituir la ley
de Defensa de la República, argolla en menoscabo de las libertades
constitucionales, fueron presentados a las Cortes, además de una petición de
créditos para ampliar los servicios de la Guardia Civil, los proyectos de ley
de Orden Público y sobre Vagos y Maleantes. Se promulgó también la ley relativa
a la tenencia ilícita de armas de fuego (4 de julio) y otra que excluía
determinados delitos de la competencia, del Jurado. En respuesta a los
apologistas del Jurado —Royo Villanova, Ortega y Gasset (E.) y Barriobero—, que
reputaban el proyecto contrario al espíritu democrático, Jiménez Asúa,
presidente de la Comisión de Justicia, autora de aquél, lo justificó (29 de
junio), porque «el Jurado iba perdiendo su viejo crédito y cada día parecía más
artificial encargar a unos hombres sin la formación científica precisa que
diagnosticaran sobre algo tan complejo como es el hombre delincuente». «En la
actualidad nos encontramos con que el Jurado ha absuelto contra toda prueba,
simplemente porque el azar hizo que fuesen compatriotas espirituales suyos los
que se sentaban en el banquillo.» El ministro de Justicia, Albornoz, estuvo más
explícito al proclamar el descrédito y el fracaso del Jurado. «Yo no participo,
en modo alguno, de las ideas liberales y democráticas del siglo XIX. Yo declaro
ante la Cámara que soy cada día menos liberal y menos demócrata y cada vez
comulgo menos con esos tópicos liberales y democráticos... Para mí no hay
Derecho sino en el Estado y por el Estado.» «La ley del Jurado se hizo para
deshonrarlo, como la ley del sufragio universal se hizo también para
deshonrarlo.» «La Justicia civil y la Justicia criminal hay que hacerlas de
nueva planta.» Como prueba del fracaso del Jurado, el ministro leía los
resultados de la actuación de aquél en Vizcaya: once causas políticas, durante
el año 1932, por delitos de sedición y de rebelión, terminaron todas con
veredicto de inculpabilidad; cinco juicios político-sociales de homicidio y
asesinato, y otro por tenencia de explosivos en poder de un comunista,
terminaron con la absolución por el Jurado. «¡Cómo cambian los tiempos!
—exclamaba Ossorio y Gallardo en la sesión siguiente, al comentar los discursos
de Jiménez Asúa y Albornoz—. Estamos de vuelta de la técnica jurídica y ahora
nos colocamos con la proa hacia una táctica biológica, sociológica,
psiquiátrica y pedagógica. El Jurado ha dado un sentido humano a la Justicia.»
«Desdeñáis el contenido de una democracia y de un liberalismo individualista
para enamoraros sólo de la democracia y del liberalismo de tipo orgánico. Con
dolor veo cómo desaparecen, al borde de mi vejez, cosas que fueron mi fe, mi
alegría y mi razón de actuar en la vida pública.» «Sería un gran error
—replicaba el ministro de Justicia — que nos propusiéramos copiar formas
agotadas, sin contenido, absolutamente vacías, de las democracias
occidentales...»
La ley quedó aprobada (26 de julio) por 244 votos contra
cuatro: excluía de la competencia del Jurado los delitos contra las Cortes y
sus individuos; contra el Consejo de ministros y la forma de gobierno; los
delitos de sedición y rebelión; los de asesinato, homicidio, lesiones e
incendios, cometidos con móvil terrorista; los de robo con violencia, y los
penados en la llamada ley de explosivos.
El proyecto de reforma de la ley electoral proponía para la
elección de diputados la creación de circunscripciones propias formadas por las
capitales con más de 150.000 habitantes, más los pueblos correspondientes a
sus respectivos partidos judiciales; el resto de los pueblos formarían
circunscripciones independientes. Para la elección de concejales, cada
Municipio constituiría una sola circunscripción electoral, quedando suprimida
la división de distritos. Para ser proclamado diputado o concejal era necesario
haber obtenido, cuando menos, el 30 por 100 de los votos escrutados. La ley, a
juicio de Gil Robles, era una modificación de la que presidió las elecciones
para las Constituyentes y suponía un avance y un perfeccionamiento sobre los
procedimientos de la ley de 1907, pues ofrecía la ventaja de crear las
circunscripciones y hacía posible la emisión del sufragio en grandes listas con
representación de minorías y a la vez desarraigaba el caciquismo. Como sistema
empírico, tenía todos los vicios y defectos de esta clase de sistemas; no
aseguraba representación verdadera a las minorías y significaba la muerte de
los partidos intermedios. Únicamente tenían probabilidades de triunfo las
fracciones extremas en el terreno ideológico. Para la evolución política de un
país, el sistema más perfecto y deseable era el de la representación
proporcional, con voto por lista y adhesiones del elector al partido político
al que estuviese adherido. En sentido parecido se expresaron Suárez Picallo,
Torres Campaña, Ossorio y Gallardo y otros oradores. A todos contestó el
presidente del Consejo. «Hay que atender, en efecto, a que no prescriba el
derecho de las minorías; pero hay que evitar ese otro peligro, que es mucho más
grande y más real: el de la dispersión de las candidaturas republicanas y
socialistas faltas de coalición y su derrota por una candidatura
antirrepublicana y antisocialista que represente mucho menos fuerza que todas
las demás candidaturas republicanas y socialistas si se hubieran sumado en una
coalición. Hay que obligar a los partidos desde el sistema electoral a aprender
las ventajas de la disciplina y los inconvenientes de disgregarse, y que lo
aprendan con la derrota, y si ésta no les escarmienta, peor para ellos, y si
les escarmienta, tendrán la segunda vuelta para remediar los males. ¿Que se
puede falsear y burlar la ley? Ya lo sé. ¿Hay alguna ley en el mundo que no se
haya falseado, y sobre todo en España? Y sabiendo esto, ¿me queréis venir a
hablar del sistema representativo proporcional?» La ley fue promulgada el 21 de
julio.
Respecto al orden público, el Gobierno pudo haber mantenido
la ley de 1870; pero no lo hizo, según Casares Quiroga, por considerarla
ineficaz, puesto que no dotaba al gobernante de aquellas facultades y medios
indispensables para dominar las perturbaciones de los tiempos modernos.
Algunos diputados de los partidos extremistas, no sólo combatían el proyecto
con tenacidad, sino que obstruían su aprobación. Entendían que el proyecto era
una contradicción viva de lo que predicaron los gobernantes en la época revolucionaria.
«Sois —exclamaba Balbontín— mucho más brutales que todos los Gobiernos de la
Monarquía.» El presidente de la Comisión dictaminadora, José Sánchez Covisa,
trataba con timidez y sin brío de justificar el proyecto; pero los adversarios
arreciaban en sus ataques, y cuando se les agotaba la oratoria, recurrían a
libros o revistas que tenían previsoramente a mano y leían artículos o
capítulos enteros, como prosa de relleno para gastar tiempo y prolongar las
sesiones, con notorio malhumor de los escasos diputados que quedaban en Madrid,
pues a la mayoría el calor los había ahuyentado del salón del Congreso y aun de
la ciudad. Por eso podía decir el presidente de las Cortes que se respiraba «un
ambiente de confianza, como de familia». «No saben qué decir, no saben
argumentar, no piensan ni apenas hablan —escribía Azaña (20 de julio) —. No se
ha visto más notable encarnación de la necedad. Enmienda tras enmienda, ahítos
de pedantería y vacíos de sindéresis, se presentan como los auténticos defensores
de la República. Todo es rancio en ellos: hasta la figura. Y lo que están
haciendo me ha hecho pensar por primera vez desde que hay República, en la del
73. Así debieron de acabar con ella. El espectáculo era estomagante. Si allí se
hubiera levantado una voz con sentido común, hubiera sido para cubrirlos de
improperios; diríase que estaban llamando a voces al general ignoto que,
emulando a Pavía, restableciera el orden. Entre esto y la ausencia de diputados
(otra muestra de frivolidad pareja a la de los obstruccionistas), sentí el
ímpetu de levantarme a decir unas cuantas verdades a todos, singularmente a la
mayoría, y plantearles la cuestión con toda crudeza: o vienen a cumplir con su
deber, o me voy. Besteiro me contuvo: cedí».
Con la modificación de algunos artículos a propuesta de
Ossorio y Gallardo, los obstruccionistas cedieron y la ley quedó aprobada el 25
de julio. Comentando las facultades que la ley otorgaba, decía A B C : «El
Gobierno puede, por su sola iniciativa, suspender los derechos de reunión,
asociación y manifestación; imponer confinamientos y multas en cuantía
equivalente a la confiscación o la prisión, en caso de insolvencia, y todo lo
que se le antoje contra la prensa, porque no sólo reproduce el precepto de intervención,
embargo y suspensión de empresas, sino que explícitamente añade la autorización
para recoger ediciones y prohibir la venta y reparto de impresos.» Sin
discusión apenas se aprobó la ley de Vagos y Maleantes. Todas estas leyes
salieron a flote merced a la benevolencia de los radicales, que dieron sus
votos; de otra manera, el Gobierno no hubiera logrado quorurn.
Las Cortes se enfrentaron después (27 de julio) con el
proyecto de ley sobre arrendamiento de fincas rústicas. Al principio, la
minoría agraria se mostró transigente y el Gobierno parecía dispuesto a aceptar
la colaboración de las oposiciones, a fin de encontrar una fórmula
conciliadora. Pronto se vio que los socialistas se mantenían irreductibles. Los
agrarios desencadenaron entonces su ofensiva mediante la presentación de
centenares de enmiendas. Por su parte, los radicales habían acordado no prestar
sus votos y que la ley se discutiera normalmente. También negaron su apoyo a un
proyecto de ley (17 de agosto) sobre habilitación de recursos para el
funcionamiento del Ministerio de Industria y Comercio. Martínez Barrio explicó
la razón de esta negativa, «por no haber logrado, en un examen íntimo de
nuestra conciencia política, la convicción de que este Gobierno merezca en
estos instantes nuestra confianza». Y dirigiéndose a Azaña, le dijo: «Su
señoría ha sido una lograda realidad para muchos, es un enigma para otros, es
una esperanza para los más.» A lo cual respondió el jefe del Gobierno que éste
«vivía sanamente sobre una opinión pública y sobre unas organizaciones de
partidos no sometidos a ningún disimulo ni a ningún veto». Y mientras contase
con los votos de la mayoría, el Gobierno se mantendría firme en su posición con
plena autoridad. «¿Puede dudar nadie —añadía— que la presencia de todos
nosotros en este sitio es una crucifixión permanente y que nadie se presta a
este suplicio si no tiene sobre sí el convencimiento formidable y agotador de
que está cumpliendo un deber de salvamento de cosas que están por encima de
nuestra vida personal, de los intereses de partido y de los intereses
políticos?»
No se podía pensar en un cambio de métodos o de actitud. Dos
votaciones de quorum las ganó el Gobierno por diez y tres votos de mayoría
respectivamente. La primera habilitaba recursos para el ministro de Industria
y Comercio. Resultaba difícil en muchas sesiones adoptar acuerdos por falta de
número reglamentario de diputados para que las votaciones fueran válidas. El
Parlamento sesteaba desganado, y los ministros con su ausencia eran los
primeros en dar mal ejemplo. «¿No es una vergüenza —preguntaba Royo Villanova
(25 de agosto) — que el último quorum haya coincidido con la percepción de
dietas? Para obtener otro quorum hubo que anticipar el pago de éstas. No me
explico por qué están las Cortes abiertas. ¿Tiene el Gobierno autoridad para
reunir a los diputados? Pues que los traiga. ¿No la tiene? Pues que cierre las
Cortes.» Si la falta de asiduidad de diputados al Parlamento representase un
desdén por la función parlamentaria, «esto significaría —explicaba Azaña— uña
caída del espíritu de trabajo y de abnegación por la República». Y dirigiéndose
a los diputados, les decía: «Si quieren que las Cortes sigan en sus funciones,
no tienen más que venir a las sesiones; si no quieren que la política que
nosotros representamos continúe, mejor será que lo digan con un «no» que con
una ausencia.» Culpaba Azaña, en parte, de la desgana parlamentaria, a la forma
cómo las oposiciones discutían las leyes, con series interminables de enmiendas
quo no significaban nada. »Si se nos cierra el camino con actitudes intolerables
que vulneran el juego parlamentario, tendremos que pasar por encima.»
En medio de gran soledad y total indiferencia acabaron las
últimas sesiones de agosto: únicamente cuarenta o cincuenta diputados asistían
a las discusiones del proyecto de ley de Arrendamiento de fincas rústicas, en
el que se ventilaban intereses que afectaban a cientos de miles de españoles.
Otro proyecto que establecía normas para la jubilación del profesorado, para
purgar a la Universidad de catedráticos no afectos al régimen, encontraba la
tenaz oposición del señor Royo Villanova.
El Parlamento republicano, el instrumento máximo para hacer
efectiva la democracia, se resentía de achaques y averías irreparables.
* * *
Durante el primer semestre de 1933 el comunismo se mantenía
larvado y únicamente se manifestaba en las horas turbulentas, y propicias como
invitado por derecho a participar en todos los desórdenes. Prohibido su órgano
en la prensa y perseguidos sus dirigentes, no se apreciaban sus progresos. No
extrañaba este amortiguamiento, porque lo mismo el socialismo que el
sindicalismo suplían a veces con ventajas al comunismo en léxico y actuación, y
la confusión era tan grande, que se hacía difícil distinguir las diferencias
ideológicas entre aquellos y el comunismo. Pero los esfuerzos de este partido
por introducirse en España eran incesantes en todos los sectores sociales. Gran
sorpresa produjo la publicación en los primeros días de abril de un manifiesto
con el título de «Asociación de Amigos de la Unión Soviética», a cuyo pie
figuraban profesionales e intelectuales, algunos eminentes,
incomprensiblemente ganados por la simpatía hacia la Rusia tiranizada por el
sanguinario Stalin. Era un fenómeno más de la atmósfera electrizada por la
política que envolvía a España y penetraba hasta por el último resquicio, sin
encontrar obras u hombres invulnerables a su acción. Algunos de los firmantes
declararon que su firma había sido suplantada. Se decía en el manifiesto que
esta clase de Asociaciones funcionaban en todo el mundo, lo cual era cierto;
menos conocido era que tales Asociaciones se fundaron raíz a de un Congreso
internacional celebrado del 10 al 34 de noviembre de 1927 en la Casa Central
de los Sindicatos, de Moscú, por iniciativa oficial de la delegación inglesa en
Rusia y de Henri Barbusse, pero en realidad por orden de la Sociedad de
Relaciones Culturales de la U. R. S. S. en el Extranjero. Ramiro de Maeztu
comentaba: «Todo el mundo ansía saber la verdad de lo que pasa en Rusia. Y es
cierto. Lo ansía todo el mundo, menos los noventa miembros de la «Asociación de
Amigos de la Unión Soviética» que así lo proclaman. Estos señores ya saben la
verdad. Por eso son «amigos» y no hablan de averiguar, sino de propagarla. Van
a dar a conocer las conquistas y los problemas del socialismo en Rusia. No se
les ocurre la posibilidad de tener que llorar las decepciones, los crímenes,
las derrotas, los errores del ideal marxista». Y Francisco de Cossío escribía:
«La firma es fundamentalmente un instrumento de crédito y aún más cuando
representa ideas, sentimientos, compromisos intelectuales, que cuando garantiza
cheques».
El promotor de todo este movimiento intelectual era el
catedrático Wenceslao Roces, el cual, amparándose en la Asociación, montó una
oficina en la avenida de Dato, número 9, que fue pronto foco de propaganda en
relación con la Internacional Comunista. En la mañana del 14 de julio
irrumpieron en el local tres jóvenes jonsistas en ocasión de hallarse Roces y
un empleado de la Asociación, a los cuales ataron a unas sillas y los
amordazaron. Hecho lo cual, destrozaron los muebles, mucha documentación y se llevaron
los papeles que estimaron de interés.
El incidente se produjo en el momento en que las
negociaciones iniciadas por el ministro de Estado Fernando de los Ríos para el
reconocimiento de los Soviets entraba en su fase crítica. Como delegado de
Rusia actuaba Miguel Ostrowsky, que ya en 1931 pactó con Indalecio Prieto, un
convenio para el suministro de petróleo ruso. La misma mañana del 14 de julio
Fernando de los Ríos había notificado al Consejo de ministros del favorable
curso de las negociaciones. El Socialista anunciaba como hecho inminente el reconocimiento
del régimen soviético. La campaña de admiración y simpatía a los Soviets
coincidió con otra campaña contra el hitlerismo, convocada por un manifiesto
(11 de junio) firmado por Unamuno, Jiménez Asúa, Marañón y Recasens Siches,
pidiendo la formación de un «Comité de intelectuales conscientes», que en
colaboración eficaz y de acuerdo con los Comités de lucha antifascistas,
organizaran la ayuda «a las víctimas del terror nazi». En respuesta a este
llamamiento se celebró en el Ateneo (14 de julio) un acto de «fraternización
internacional», al que asistieron expresamente invitados los comunistas
franceses Marty y Barbusse, y el vicepresidente de la Cámara de los Comunes,
Marley. Se les recibió a los acordes de La Internacional y puño en alto. El catedrático
Jiménez Asúa y el diputado republicano conservador Recasens Siches pidieron la
colaboración de los intelectuales españoles en favor «de las víctimas de la
tiranía hitleriana». Quedó formado el Comité encargado de organizar tal ayuda:
lo componían Ossorio y Gallardo, Sánchez Román, Sánchez Albornoz, Américo
Castro, Martínez Barrio, Jiménez Asúa, Domingo Barnés y otros.
Había que desagraviar a los Soviets por «el alevoso
atentado» a las oficinas de la Asociación de Amigos de la Unión Soviética, y
muchos diputados de diversas tendencias republicanas visitaron al ministro de
la Gobernación para pedirle que castigase severamente la osadía y «extirpara de
raíz los brotes fascistas». La petición fue atendida. La policía practicó unas
cien detenciones y muchos registros domiciliarios con pretexto de haberse
descubierto un complot en el que intervenían anarquistas y personas de derechas.
Se relacionaba con el complot la difusión de unas hojas con el membrete «F. E.»
(Fascismo Español), atribuidas a la pluma de Rafael Sánchez Mazas y difundidas
por el grupo de amigos de José Antonio. Todo ello fue bastante para encerrar en
el penal de Ocaña un variado concurso de ácratas, monárquicos, fascistas; al
dominico Padre Gafo, redactor de la crónica de actualidad político-social en La
Ciencia tomista, y a los dirigentes jonsistas Ledesma Ramos y Aparicio.
El 27 de julio el Gobierno español firmó el reconocimiento
oficial del régimen soviético. La prensa —con excepción de los periódicos
revolucionarios— manifestó inquietud por el acuerdo. El Socialista presentó el
hecho como una baza ganada por el ministro de Estado, para el cual las
relaciones con Rusia habían sido tema preferente de preocupación y estudio. El
diario moscovita Izvestia afirmaba que la decisión era una consecuencia de la
última crisis política y, por lo tanto, de la salida de Zulueta del Ministerio
de Estado. «Los Gobiernos capitalistas —decía— ven la conveniencia de estrechar
las relaciones con la U. R. S. S. por su propio interés de vivir en paz.» Pravda afirmaba: «El establecimiento de relaciones entre España y los
Soviets es el resultado de la política soviética por la paz». Por fin España se
acercaba, no sólo con curiosidad, sino también movida por el interés comercial,
hacia la U. R. S. S. y le, ofrecía su amistad. «España —escribía después de una
visita a nuestro país, el periodista ruso Elias Ehremburg— ha despertado para
un siglo nuevo... España escucha las campanadas misteriosas del Kremlin...
Leyendo los telegramas de las cosas de España, me parece como si leyese los
informes de los médicos sobre su enfermedad, la más terrible, pero también la
más bella.
* * *
En la segunda quincena de julio de 1933 los periódicos de
Madrid El Sol, La Voz y Luz, administradores hasta entonces del
culto político al jefe del Gobierno y panegiristas acérrimos del hombre y de su
obra, daban un viraje en redondo y cubrían a su antiguo ídolo con tinta de
desprecio e ignominia. Las plumas incondicionales ayer destilaban ahora
animosidad y veneno. Las agresiones eran de este tono: «Se dice que la
situación es grave. El diagnóstico de gravedad sirve para el que, enfermo, aún
vive. Pero un muerto ya no está grave: está simplemente muerto, y desde el
instante de su fenecimiento no puede hacer otra cosa que descomponerse cada vez
más... No es que se encuentre combatido y a punto de derrota: la batalla honra,
y a veces la derrota también. Es que se cae a pedazos, sólo, sin que nadie le
empuje. Son sus mismos componentes los que se sublevan, y, como en el cadáver,
se sustraen a la unidad y jerarquía del organismo y se desligan del resto».
¿Qué había sucedido para explicar tan radical mutación de
actitud y de lenguaje? Un periodista de turbulento historial revolucionario,
Andrés García de la Barga y Gómez de la Serna más conocido por el seudónimo
«Corpus Barga», en otro tiempo corresponsal de El Sol en París, en una
conferencia pronunciada en el teatro Alcázar, de Madrid (7 de febrero),
declaraba: «Los hombres de la República han suprimido cuando han querido a los
periódicos de la oposición, sin ninguna ley especial, basándose en una ley arbitraria
de Orden público. Cuando se sintió la necesidad de organizar una prensa
republicana, el presidente del Consejo, de acuerdo con los ministros de la
Gobernación y de Hacienda —los dos ministros más importantes de la política
interior—, sugirieron a capitalistas amigos la idea de apoderarse de los tres
periódicos El Sol, La Voz y Luz.» Había, en efecto, sucedido como lo contaba
«Corpus Barga». Los paquetes de acciones de la empresa propietaria de El Sol y
de La Voz, en poder de calificados monárquicos, pasaron a manos de amigos de
Azaña y de Carner. En cuanto al periódico Luz, que se titulaba «diario
de la República», también entró en la órbita de la influencia de Azaña, el
cual, por mediación de su cuñado Cipriano Rivas Cherif, y de un mejicano
llamado Martín Luis Guzmán, a quien el jefe del Gobierno distinguió y admitió
en su intimidad, inspiraba y movía los tres periódicos a su antojo.
El propietario de la mayoría de las acciones de los tres
periódicos era un hombre de negocios llamado Luis Miguel. Expresión elocuente
de la unánime aversión al Gobierno era el desprecio que manifestaba el público
por los periódicos gubernamentales y, en general, por la prensa republicana, en
pleno deshielo.
Llevaban dos años en la cárcel los jóvenes Luis, Manuel y
Carlos Miralles cuando se vio el proceso que se les seguía por los delitos de
homicidio, lesiones y disparos, el 10 de mayo de 1931, el día de la quema de
conventos en Madrid. Defendidos por don Antonio Goicoechea, el Tribunal dictó
fallo absolutorio. El obispo de Vitoria, don Mateo Múgica, tras de dos años de
destierro en Francia, fue autorizado para regresar a su diócesis (12 de abril).
El 19 de junio comenzó a verse en la Sala Sexta del Tribunal
de Madrid, presidida por don Mariano Gómez, el sumario instruido por los
sucesos del 10 de agosto de 1932. El fiscal de la República, señor Anguera de
Sojo, solicitaba la pena de muerte para el general Cavalcanti y el capitán don
José Fernández Pin; reclusión perpetua para el general Fernández Pérez y
treinta y dos procesados, y la pena de ocho años y un día para otros dieciséis.
No se autorizó la presencia al público.
Al entrar los procesados en la Sala, todos los abogados
defensores se pusieron en pie. El fiscal, en su informe, que duró ocho horas,
sostenía la existencia de un delito de rebelión, porque los procesados se
levantaron en armas contra el Gobierno legítimo. Muchas sesiones, por lo
ruidosas, parecían más propias de una asamblea alborotada que de una sala de
justicia. La sentencia condenó a veintidós años de reclusión mayor al general
Fernández Pérez y al coronel Cano Ortega; a veinte años, a los señores Ugarte,
Ozaeta, Cobián, Martínez Baños y Caro; a doce años, a los señores Uhagon y Sanz
de Diego; a diez años, al general Cavalcanti; a penas que oscilaban entre tres
y ocho años a otros cinco procesados, y absolvía a doce.
Por los mismos días se celebraba en Badajoz el Consejo de
guerra para juzgar a los asesinos que dieron muerte a los guardias de
Castilblanco en enero de 1932. El Consejo impuso seis penas de muerte, que
fueron conmutadas por las de reclusión perpetua. Otros cuatro procesados fueron
condenados a cadena perpetua. El Jurado de Gijón absolvió a los atracadores de
la Banca Maribona, de Avilés, que además asesinaron al director de la misma. En
Tarrasa se vio ante Consejo de guerra (25 de julio) la causa incoada por la
insurrección de la cuenca del Llobregat el 15 de febrero de 1932. Eran cuarenta
y dos los procesados y el fiscal pedía para treinta y cuatro de ellos la pena
de cadena perpetua, y quince años de reclusión para otros cinco. El Consejo
impuso a cuatro procesados la pena de veinte años y un día y otras condenas
inferiores a treinta y dos. Los restantes salieron absueltos.
El manifiesto de la Asociación de Amigos de la Unión
Soviética decía así: «Quince años tiene ya de existencia la República obrera
rusa. Durante ellos, con esfuerzos inauditos, se ha venido levantando en aquel
inmenso territorio el acontecimiento económico y social más formidable del
mundo moderno. Este acontecimiento crea en todos los países un ambiente más o
menos difuso, pero manifiesto de curiosidad, de simpatía y de expectación. De
él participan todos los hombres atentos a los problemas del presente y a las
perspectivas del porvenir, los intelectuales y los técnicos, las grandes masas
trabajadoras. Todo el mundo ansía saber la verdad de lo que pasa en aquel país
en construcción. Sobre esta gran página de la Historia humana se exacerban las
pasiones políticas. Hasta hoy, en nuestro país no se había intentado todavía un
esfuerzo serio para situarse ante estos hechos con plenas garantías de
veracidad. »En casi todos los países del mundo (Francia, Inglaterra, Alemania,
Estados Unidos, Japón, etc.) funcionan ya Asociaciones de Amigos de la Unión
Soviética, cuyo cometido es poner claridad en el tumulto de las opiniones
contradictorias, pasionales, y no pocas veces interesadas, sobre la U. R. S. S.
España no podía seguir manteniéndose aislada de este gran movimiento
internacional. Era necesario recoger todo ese ambiente difuso de curiosidad y
de simpatía hacia la Unión Soviética, organizarlo y darle una base de
documentación seria y actual; estudiar y exponer a la luz del día, sin ocultar
ni desfigurar nada, los éxitos, las dificultades, los problemas de esta
magnífica experiencia que supone para el mundo la construcción de una sociedad
nueva. La Asociación de Amigos de la Unión Soviética, situándose por entero al
margen de los partidos y por encima de las tendencias y formaciones políticas,
aspira a reunir a cuantos creen que el mundo no puede colocarse hoy de espaldas
a lo que pasa en Rusia. Nuestra Asociación no tendrá más programa ni más
bandera que decir y ayudar a conocer la verdad sobre la U. R. S. S., combatiendo
con las armas de la verdad la mentira, la calumnia y la deformación. Para
conseguirlo, la Asociación de Amigos de la Unión Soviética organizará en toda
España conferencias documentales sobre la U. R. S. S., proyecciones de
películas de tipo informativo, exposiciones con gráficos, fotografías, etc.;
publicará libros y materiales estadísticos; dará a conocer las conquistas y los
problemas del socialismo en la Unión Soviética; organizará delegaciones obreras
a aquel país; facilitará la organización de viajes de estudios; editará una
revista ilustrada de actualidad consagrada a la vida en la U. R. S. S.;
organizará sesiones de radio para recibir las emisiones soviéticas de
conciertos y conferencias informativas en español; encauzará el intercambio de
correspondencia y de relaciones entre obreros, técnicos e intelectuales de
ambos países, etc. »
Para el desarrollo eficaz de todas estas actividades nuestra
Asociación necesita contar en toda España con la adhesión individual o
colectiva de representantes de todas las clases y de todas las tendencias
políticas. No se trata de crear un grupo más, sino de recoger un amplio
movimiento de opinión carente hasta hoy de órgano adecuado y de plasmar el
anhelo de miles y miles de españoles que no pueden considerar ajena a sus
preocupaciones humanas ni a los destinos del mundo la lucha por la sociedad
nueva que ciento cincuenta millones de hombres están librando en el país de los
Soviets. «Luis Lacasa, arquitecto. – R. Díaz Sarasola, médico. – José María
Donrosoro, ingeniero. – Diego Hidalgo, notario. – A. Novoa Santos, médico. – G.
Marañón, médico. – Eduardo Ortega y Gasset, abogado. – Pío Baroja, escritor. –
Eduardo Barriobero, abogado. – Luis Jiménez Asúa, catedrático. – Victoria Kent,
abogado. – Ramón L. Sender, periodista. – F. Sánchez Román, catedrático. –
Jacinto Benavente, escritor. – Victorio Macho, escultor. – Juan Madinaveitia,
médico. – José Maluquer, ingeniero. – Ramón del Valle Inclán, escritor. – M.
Rodrigues Suárez, arquitecto. – J. Negrín, catedrático. – Augusto Barcia,
abogado. – M. Sánchez Roca, periodista. – Luis de Tapia, escritor. – Roberto
Castrovido, periodista. – Teófilo Hernando, catedrático. – José Maria López
Mezquita, pintor – Marcelino Pascua, médico. – J. Planell, médico. – Angel
Garma, médico. – Eduardo Ugarte, escritor. – Santiago E. de la Mora,
arquitecto. – Pedro de Répide, escritor. – Manuel Machado, escritor. – Blanco
Soler, arquitecto. – R. Sáinz de la Maza, músico. – J. G, Mercadal, arquitecto.
– Concha Espina, escritora. – R. Aníbal Alvares, arquitecto. – Carmen Monné de
Baroja. – Fernando Cárdenas, ingeniero. – Luis Bagaría, dibujante. – J. Díaz
Fernández, escritor. – J. Vahamonde, arquitecto. – Luis Calandre, médico. –
José Antonio Balbontin, abogado. – María Martínez Sierra, publicista. – Ricardo
Baroja, pintor. – Adolfo Vázquez Humasqué, ingeniero. – Pilar Coello. – Femando
de Castro, médico. – Federico García Lorca, escritor. – Carlos Montilla,
ingeniero. – Juan Cristóbal, escultor. – Cristóbal de Castro, publicista. – S.
Zuaso, arquitecto. Enrique Balenchatta, ingeniero. – María Rodríguez, viuda de
Galán. – Juan de la Encina, crítico de arte, – T. Pérez Rubio, pintor. – Javier
Zorrilla, ingeniero. – Carolina Carabias, viuda de García Hernández. – José
Capuz, escultor. – Julián Zugazagoitia, periodista. – Luis Salinas, abogado. –
J. Cordón Ordás, veterinario. – Clara Campoamor, abogado. – Pío del Río,
histólogo. – J. Costero, catedrático. – R. Salasar Alonso, abogado. – L.
Vázquez López, médico. – Luis Bello, periodista. – W. Roces, catedrático. – J.
Sánchez Covisa, catedrático. – Cristóbal Ruiz, pintor. – Víctor Masriera, profesor.
– Joaquín Arderíus, escritor. – Rodolfo Llopis, profesor. – N. Piñoles, pintor.
– R. Giménez-Sile, editor. – Agustín Viñuales, catedrático. – Rodrigo Soriano,
diputado. – Victoria Zárate, profesora. – Ezequiel Endéríz, periodista. –
Isidoro Acevedo, escritor. – Salvador Sediles, diputado. – Francisco Galán,
periodista. – Amaro Rosal, empleado de Banca. – Carmen Dorronsoro. – Francisco
Mateo, periodista. – Rosario del Olmo, periodista. – Julián Castedo, pintor. –
María Angela del Olmo, actriz. – Antonio Buendía, abogado.
CAPITULO 31.
LIQUIDACIÓN DEL BIENIO AZAÑISTA
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