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CAPÍTULO III

LA QUEMA DE CONVENTOS

 

Hallándose don Alfonso XIII en Londres al mes de salir de España, sostuvo una conversación con el marqués de Luca de Tena, director de A B C, y en ella expresaba el monarca sus propósitos respecto al futuro político de España. «Estoy decidido, decía, a no poner la menor dificultad a la actuación del Gobierno republicano, que para mí, y por encima de todo, es en estos momentos el Gobierno de España» Insistía mucho en que se mantendría ajeno a toda maniobra encaminada a crear dificultades a los gobernantes. «Los monárquicos que quieran seguir mis indicaciones deben no sólo abstenerse de obstaculizar al Gobierno, sino apoyarle en cuanto sea patriótico.» «Yo no aprobaré jamás que se excite al pueblo contra sus autoridades y sus agentes, ni que se especule con desdichas de la patria para desprestigiar al nuevo régimen. No quiero que los monárquicos exciten en mi nombre a la rebelión militar. Hasta mí han llegado noticias de que muchos militares se negaban a prestar la adhesión a la República que les exigían. A cuantos he podido les he rogado que la presten. La Monarquía acabó en España por el sufragio, y si alguna vez vuelve, ha de ser asimismo por la voluntad de los ciudadanos.» Y terminaba con esta recomendación: «Si en Madrid se organiza un Comité Central, una Junta o como quiera llamársele, con fines electorales, yo les ruego que actúen públicamente, y que, sin perjuicio de propagar con el mayor entusiasmo, pero legalmente, sus convicciones monárquicas, manifiesten su propósito de no crear dificultades al Gobierno español, e incluso, apunta esto para que repitas mis propias palabras: e incluso a estar con él para todo lo que sea defensa del orden y de la integridad de la patria».

Las anteriores declaraciones descubrían unas ideas equivocadas de don Alfonso XIII sobre supuestas facilidades que ofrecería la República para una propaganda monárquica dentro de los cauces legales. Este mismo criterio lo compartían muchos leales al monarca, los cuales alquilaron un piso en la calle de Alcalá para instalar allí con conocimiento y permiso de la Dirección General de Seguridad una sociedad titulada «Círculo Monárquico Independiente». La Directiva provisional la constituían el duque de la Seo de Urgel, el conde de Gamazo, Eduardo Cobián, Luis Garrido Juaristi, Antonio Bernabéu, Julio Danvila y Federico Santander. Con gran número de socios se celebraba la primera asamblea en la mañana del 10 de mayo pero no se sabe por qué misteriosos mensajes o enlaces transcendió a la calle la noticia de la reunión, deformada como conspiración de elementos reaccionarios contra la República. Se ha dicho que en una tenida masónica se fraguó el plan de los desórdenes en el que se especificaba cómo habían de producirse y desarrollarse. En las actas de las reuniones masónicas no queda nunca constancia de los acuerdos ni de las consignas de carácter político. El secretario por entonces del «Comité Central de la Juventud Comunistas Enrique Matorras, asegura que en una junta celebrada en la tarde del día 10, con asistencia de dirigentes comunistas y de dos delegados de la III Internacional, se acordó plantear la huelga general, el asalto a las armerías y la fraternización de soldados y obreros, de conformidad con consignas de Moscú.

El hecho es que apenas se inició la reunión de los elementos monárquicos, cuando entre los grupos congregados en la calle circulaban los más disparatados rumores de complots y maniobras contra la República, rumores que crecían y se hinchaban en turbio e iracundo oleaje. Se contaba con pormenores cómo el marqués de Luca de Tena, director de A B C, había asesinado al chófer de un taxi, y se especificaba número y marca de las armas acumuladas en el local para una acción ofensiva contra el Gobierno.

Todo esto enardeció a las turbas, las cuales se lanzaron al asalto del círculo monárquico. Logró contenerlas la fuerza pública que penetró en el local y detuvo a la mayoría de los reunidos para trasladarlos en coches celulares a la Dirección de Seguridad. Algunos, como el ex ministro Leopoldo Matos y el ingeniero Manuel Pombo, no alcanzaron este favor y hubieron de hacer el largo recorrido a pie, conducidos como reos, escarnecidos y maltratados por gentes enfurecidas, interesadas en derribarlos a tierra y rematarlos. En esta situación, refería más tarde Pombo, «salvamos nuestras vidas porque entre los energúmenos se habían mezclado algunos amigos que, con apariencia de sayones, nos ayudaban a sostenernos en pie y nos infundían ánimos».

Las turbas, ávidas de motín, incendiaron los coches estacionados ante el círculo, quemaron un kiosco de El Debate, en la calle de Alcalá, intentaron en la calle de Serrano el asalto del edificio de A B C, diario monárquico al que se le acusaba de ser inspirador de la provocación. Fuerzas de la Guardia Civil llegadas a toda prisa, por orden del ministro de la Gobernación, del Cuartel de los altos del Hipódromo, protegieron al edificio. Sin intimidarles la presencia de los guardias, los revoltosos continuaron su porfía por penetrar en el periódico. Previos los toques de atención, la Guardia Civil hizo fuego contra los asaltantes, dos de los cuales resultaron muertos y varios heridos. Se dispersaron las turbas propagando por toda la ciudad noticias de los sucesos desfigurados, pues se decía que el número de víctimas era altísimo. Se creó el estado de inquietud y de nerviosismo ideal para engendrar el motín. Los agitadores no lo desaprovecharon.

Al atardecer circuló el rumor de que se iba a declarar la huelga general; se obligó a los tranviarios a encerrar los coches. La Casa del Pueblo, el Ateneo y los círculos políticos hervían de gentes exaltadas, que reclamaban a gritos un escarmiento para aplastar a la reacción renaciente. No se determinaba la forma de este castigo, pero poco después en las calles se gritaba contra los frailes y monjas y más concretamente contra los jesuitas. La protesta de los revolucionarios alcanzó a media noche su máximo nivel en la Puerta del Sol, punto de convergencia de las turbas que pedían furiosas al Gobierno una actuación rápida y enérgica. En este momento un agitador, José Antonio Balbontín —poeta en su juventud que ensayó su estro con endechas a la Virgen y a los santos, para terminar componiendo apologías sacrílegas—, desde una ventana del Ministerio de la Gobernación arengó a las masas con la lectura de unas conclusiones adoptadas en una reunión celebrada en el Ateneo, en las que se pedía, entre otras cosas, «el desarme de la Guardia Civil, la expulsión de las órdenes religiosas, la supresión de las organizaciones que atentan a la República y la dimisión del ministro de la Gobernación». A continuación denunció que «había sido puesto en libertad el general Berenguer» y pidió al pueblo «actuación rápida y ejemplar para impedir el impunismo». Los ánimos se exacerbaron más, y en la misma Puerta del Sol se produjeron los primeros desórdenes.

Todo esto sucedía mientras a los ministros reunidos en el Ministerio de la Gobernación Miguel Maura les hacía saber «la absoluta necesidad de que la fuerza pública despejara la plaza, abarrotada de gentes excitadas». Los informados opinaban que no se debía utilizar la fuerza pública. «Nos separamos de madrugada —refiere el ministro de la Gobernación—, pero antes de hacerlo advertí a mis compañeros de Gobierno la seguridad que tenía de que iba a empezar la huelga general en Madrid y mi convencimiento de que el lunes sería un día de franca rebelión. No compartieron mi opinión los compañeros, y cuando yo les rogué que me autorizaran para sacar la fuerza pública desde el amanecer para que patrullara, se negaron terminantemente»

Si damos validez al testimonio de Azaña en sus «Memorias», Miguel Maura conocía lo que se tramaba. «Ha venido —escribe en sus notas de 7 de diciembre de 1932— también Casares. Acaban de saber en la Dirección de Seguridad por un confidente que mañana se producirán alborotos en la Universidad, y al calor de ellos, unas hordas intentarán quemar los conventos. El confidente es el mismo que el año pasado avisó a Maura de la proyectada quema. —¿Usted no sabía que a Maura le avisaron con cuarenta y ocho horas de anticipación y que él no hizo caso?

—No lo sabía.»

También las Comisarías de policía de Madrid estaban advertidas de lo que se fraguaba por una circular remitida en la noche del 10, anunciadora de los intentos de perturbación del orden en las primeras horas de la mañana siguiente. «Una orden circular firmada por Borrero, jefe superior de policía, prohibía emplear contra los promotores otras armas que la persuasión».

La presencia de grupos en la Puerta del Sol duró hasta las cinco de la mañana. El Ateneo se hallaba en sesión permanente y en pie de guerra, según expresión de los que por allí bullían. Se presentía el estallido y se contaba con la impunidad para los desmanes. Oradores espontáneos, en las salas del Ateneo y en las calles pedían castigos rigurosos y aconsejaban una actuación del pueblo, violenta y rápida, para «frenar a la reacción» en sus intentos contra la República. El ministro de la Gobernación y el director general de Seguridad estudiaban en el Ministerio de la Gobernación las medidas a adoptar «para salvar lo que se pudiese con sólo la Guardia de Seguridad, pues con la Benemérita no podíamos contar». Cuando amaneció el día 11 sabían los confabulados para el desorden que la ciudad estaba en sus manos.

Grupos estacionados desde las primeras horas de la mañana del día frente a la residencia de Jesuitas y templo de San Francisco de Borja de la calle de la Flor lanzaron una lluvia de piedras contra las ventanas, y al observar que fuerzas de Orden Público situadas no lejos permanecían impasibles, se propasaron a rociar las puertas del edificio con gasolina que llevaban en bidones. Pronto el edificio ardía envuelto en llamas. Espectadores muy próximos al lugar del siniestro, los guardias civiles permanecían inmovilizados por órdenes que les prohibían toda intervención. También los bomberos contemplaban impasibles el espectáculo, pues los incendiarios les impedían sofocar el fuego, sin que ninguna fuerza se opusiera a tan criminal abuso. Entretanto, los padres jesuitas pasaban con dificultades y graves peligros a las casas contiguas, para ponerse a salvo, mientras las llamas devoraban la Residencia.

Patente la impunidad para cometer toda suerte de desmanes, gavillas de mozalbetes, mandadas y conducidas por algunos rufianes, se dedicaron a quemar iglesias y conventos. El más próximo, el de las Vallecas, religiosas bernardas, que databa del siglo XVI, fue saqueado primero y pasto de las llantas luego. Poco después ardían la iglesia de Santa Teresa de los Carmelitas descalzos, recién construida en la plaza de España; el colegio de Maravillas en la barriada de Cuatro Caminos, enorme edificio en el que los Hermanas de la Doctrina Cristiana daban instrucción gratuita a quinientos hijos de obreros; el convento de las Mercedarias de San Fernando, donde recibían educación y acogida trescientas niñas pobres; la iglesia parroquial de Bellas Vistas, también en la barriada de Cuatro Caminos; el colegio de María Auxiliadora atendido por salesianas, amparador de niñas pobres. La oportuna presencia del general Luis Orgaz con una patrulla de soldados ahuyentó a los incendiarios e impidió la destrucción del colegio del Sagrado Corazón en Chamartín.

Desde primeras horas de la tarde ardía el Instituto Católico de Artes e Industrias de la calle de Alberto Aguilera, regido por los padres jesuitas, moderno centro de enseñanza, con salas y museos de Mineralogía, Botánica, Física, Química y Electricidad, donde se habían formado muchas promociones de técnicos, procedentes en su mayoría de clases modestas: el certificado de estudios del Instituto llamado de Areneros se consideraba como título de capacidad y garantía técnica. Unas docenas de maleantes perpetraron la agresión sin que nadie se lo impidiese. Es más, los amotinados alejaron a pedradas a unas parejas de la Guardia Civil, que atraídas por las llamas, se mostraban dispuestas a intervenir. Igual sucedió con los bomberos. Muy cerca del Instituto se hallaba el cuartel de Húsares de la Princesa. Su coronel, Gabriel de Benito, formó el regimiento y dio parte al capitán general de lo que sucedía. Por toda respuesta recibió la orden de que la tropa saliera en dirección contraria al lugar del siniestro.

Ardían los conventos y si bien muchos fervorosos amigos de sus moradores fieles de sus iglesias acudían a auxiliarles acompañándoles a casas de familiares y conocidos que les brindaban asilo, no se advertía reacción contra los incendiarios, como si la voluntad de los ciudadanos angustiados por las escenas vandálicas estuviese paralizada por el terror. Sin embargo, allí donde unos guardias se opusieron al desmán, lo evitaron, de la misma manera que lograron impedir el asalto a comercios y a unas armerías, si bien dos de éstas fueron desvalijadas.

El Gobierno, reunido en la Presidencia desde las nueve de la mañana (11 de mayo), recibía continuas noticias de los desórdenes y sabía a cada momento el convento al que le correspondía arder. Los ministros discutían sobre la situación, sin resolverse a adoptar ninguna medida para acabar con aquella barbarie desatada. El ministro de la Gobernación insistía en la necesidad de recurrir a la Guardia Civil, mientras sus compañeros se mostraban opuestos a reprimir por la fuerza los desmanes. Alcalá Zamora propuso que se decidiese por votos si se debía apelar o no a la Benemérita. Por mayoría se acordó que no. Según refiere Maura, «el que más categóricamente se opuso a toda acción represiva fue Araña». «Ministro hubo que tomó a broma la noticia del incendio de la residencia de jesuitas de la calle de la Flor», y a otro «le hizo gracia que fuesen los hijos de San Ignacio los primeros en pagar el tributo al pueblo soberano». El criterio de Araña quedaba expresado en esta frase: «Todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano».

Estaba reunido el Consejo cuando llegó a la puerta de la Presidencia en tropel un grupo de descamisados, que a grandes gritos pedían ser recibidos. Los ministros dudaban. ¿Podían dialogar con aquella chusma? Marcelino Domingo se adelantó a decir que subiera una comisión. Tres galopines irrumpieron en la sala de Consejos. Uno de ellos era el mecánico Rada. Alborotador profesional, y pieza clave en los disturbios callejeros. Marcelino Domingo fue presuroso hacia él y le estrechó la mano. Al presenciar aquella lamentable escena, Miguel Maura abandonó súbitamente la estancia y poco después redactaba una carta dirigida al Presidente del Gobierno provisional, con la renuncia de su cargo. Continuó la deliberación de los ministros, sin resultado positivo y hacia las cuatro de la tarde, en vista de que la fiebre anárquica no remitía, acordaron declarar el estado de guerra. Al mes de instaurada la República, sus propios progenitores no encontraban otro remedio a los males de la orgía populachera que resignar el poder en manos del Ejército.

El general Queipo de Llano, Capitán General de la Primera Región, con un piquete de soldados salió en persona a leer el bando. En el acto cesaron los desórdenes y los incendiarios, atemorizados, se replegaron a sus cubiles.

A las once de la noche, desde el Ministerio de la Guerra, donde los ministros celebraban Consejo, fue llamado Miguel Maura. El Presidente le pidió que retirase su dimisión, pues si persistía en su actitud, él también se iría. Los demás ministros le prometieron plenos poderes para cuanto se relacionase con el orden público. Maura dice qua revocó su acuerdo aconsejado por hombres de conciencia. «Desde aquel momento — afirma — empecé a ser ministro de la Gobernación.»

El Gobierno por medio de una nota trató de explicar a la opinión lo sucedido, con muy rebuscadas maneras, endosando la mayor culpabilidad a los monárquicos y a otros elementos extremistas que no identificaba. Inútilmente trataba de ocultar una realidad patente: la actitud pasiva de la autoridad que durante horas permaneció inactiva, permitiendo que bandas de malhechores se adueñasen de las calles y cometiesen toda suerte de fechorías sin que las fuerzas encargadas de mantener el orden las frenaran.

La nota oficial decía:

«El Gobierno, reunido en Consejo, examinó la situación creada por los sucesos ocurridos ayer y hoy en Madrid, pudiendo apreciar, por lo que es público y por informes confidenciales acumulados en perfecta coincidencia, que en el fondo de ellos y escondida para la gran masa popular, late una ofensiva contra el régimen republicano, ofensiva en cuyas ramas se entrecruzan elementos reaccionarios, deseosos de restaurar la Monarquía, y otros del extremo opuesto a quienes mueve el afán de producir a toda costa desórdenes en quebranto de nuestra naciente República.

»Correspondió ayer a los monárquicos el papel, deliberadamente ele­gido por ellos, de dar origen a los disturbios, congregándose en sitio céntrico para, al salir de la reunión, desafiar al pueblo, aunque bien prestos hubieran de demandar en reiteradas súplicas toda clase de auxilios. La indignación que tan desatentada conducta hubo de producir ocasionó incidentes, en algunos de los cuales la guardia pública se vio en el trance de amparar los bienes de cierto órgano de publicidad que, abusando de la generosa conducta del Gobierno, venía pretendiendo envenenar el alma nacional con informaciones tendenciosas, al propio tiempo que acrecía desmesuradamente su tradicional agresividad contra la democracia por medio de campañas llenas de insidia.

»Ante la actitud del pueblo madrileño habrán podido persuadirse los monárquicos de que serán vanos todos los intentos para restablecer un trono que se hundió para siempre minado por el descrédito; pero, aunque sean inútiles tales propósitos, el Gobierno no puede tolerar que sirvan a gentes de otros campos, pero también enemigas de la República, para acometer al régimen valiéndose de disturbio.

»Ha extremado el Gobierno su prudencia en estas veinticuatro horas para evitar que aquellas medidas de rigor inexcusables para el mantenimiento del orden público fuesen a herir a los elementos populares, que de nuevo han manifestado en las calles su fervorosa adhesión a la República.

«Los partidos políticos y las organizaciones sindicales, con cuyas representaciones se integra el Gobierno provisional, han venido a manifestar a éste la firmísima decisión de todos ellos, no sólo de apartar a sus afiliados de las manifestaciones callejeras, reintegrándose a sus ocupaciones habituales, sino a hacer que actúen como milicia ciudadana en apoyo de la fuerza pública para restablecer rapidísimamente el orden.

»Hecha esta declaración, el Gobierno habrá de considerar como enemigos del régimen a cuantos con uno u otro pretexto inciten a desmanes o produzcan disturbios; y consciente de su sagrada obligación de mantener a toda costa, sin claudicaciones, sin desmayos ni tibiezas, el régimen que la nación se ha dado libremente, procederá con rigor a defenderle. En esta labor defensiva no tolerará la actuación de provocadores ni de un bando ni de otro. Contra ellos se ha empezado a proceder con detenciones ya verificadas. Para el más rápido restablecimiento de la normalidad ha resuelto también autorizar la declaración del estado de guerra en Madrid.

»A los ciudadanos que implantaron la República corresponde ahora la más delicada misión de consolidarla, rechazando las asechanzas contra ella dirigidas y que se disfrazan con apariencias de exaltación republicana, tras de cuya sugestión está el engaño.

«El Gobierno confía en el patriotismo y en la prudencia del pueblo, de cuya voluntad él es exclusivamente su órgano hasta que las Cortes Constituyentes se reúnan.»

Al atardecer de aquel infausto 11 de mayo, el cielo madrileño aparecía enlutado por el humo de los incendios. La historia de la ciudad había sido deshonrada con una página ignominiosa. No era sólo la quema de templos y conventos, sino también profanaciones y sacrilegios que acentuaban el carácter criminal y vandálico del espectáculo. Terminaba el día. La iniquidad quedaba impune y sobre la ciudad flotaban los nubarrones de humo, testimonios de la abominación triunfante.

* * *

Los incendios de Madrid, se habían propagado a otras ciudades, en especial a algunas de las provincias andaluzas. En la noche del 11 de mayo, las turbas, dueñas de las calles de Sevilla, se mostraban impacientes por reproducir el espectáculo de la capital de España. El gobernador civil pretendió contenerlas con apelaciones a la sensatez democrática, acusando a los monárquicos de ser los responsables de los sucesos de Madrid. Fue inútil. Los bárbaros iniciaron su ofensiva en el Colegio de la Compañía de Jesús, en la plaza de Villasis, a lo que siguió el saqueo de la iglesia de las Carmelitas, llamada del Buen Suceso, donde entre otras obras, desapareció una escultura de Santa Ana, de Martínez Montañes. Blanco especial de la furia de los revoltosos fue la residencia de Capuchinos de la calle de Jovellanos, y la capilla de San José, prodigioso estuche de fe, construido por el gremio de carpinteros en el siglo XVII, en cuyo altar mayor dejó Pedro Roldán reflejos indelebles de su genio. En Córdoba los disturbios se redujeron a pedreas e intentos de asalto, que no llegaron a consumarse, y al incendio del templo de San Cayetano, de estilo greco- romano, sofocado con prontitud por los bomberos.

De todas las capitales de Andalucía fue Málaga la qué sufrió mayores estragos, debido a la total inhibición de la fuerza pública, que dejó la ciudad en poder de las hordas. A media noche del 11 de mayo los excesos alcanzaban su apogeo. La hostilidad se concentró contra la residencia de jesuitas, que muy pronto quedó envuelta en llamas. Acudieron la Guardia Civil y los bomberos, mas apenas comenzaron éstos a combatir el fuego, apareció el gobernador militar de la Plaza, general Gómez García Caminero, para ordenar a la fuerza que se retirase de aquel lugar y regre­sara a sus cuarteles. El general no quiso privar a Málaga del espectáculo neroniano que anhelaban las turbas. Le pareció poco y quiso hacer partícipe al Ministro de la Guerra de su satisfacción con el siguiente telegrama: «Ha comenzado el incendio de iglesias. Mañana continuará».

La prueba irrefutable de cómo había sido entregada la ciudad a la sevicia y furor de los malhechores la suministró el gobernador accidental de Málaga Enrique Mapelli, en referencia escrita al ministro de la Gobernación: «Por carecer de fuerzas para contener a los revoltosos, requerí —decía— en la madrugada del día 12 al señor gobernador militar para que de acuerdo con las instrucciones que de Madrid había recibido me prestase su colaboración, sacando a la calle todas las fuerzas a sus órdenes y se repartiesen en lugares estratégicos. Con angustia, fácil de suponer, esperaba tan necesarios auxilios, cuando se me comunica por el secretario del Gobierno y se me corrobora acto seguido telefónicamente por el teniente de la Guardia Civil que había retirado todas las fuerzas de su mando, por orden del señor gobernador militar.» Celebrada Junta de Autoridades, al general Gómez García Caminero, masón de alto grado, se le confió el mando de la provincia.

He aquí lo que sucedió, contado por el ministro de la Gobernación: «Parece que desde las primeras horas de la mañana, las gentes del barrio del Perchel se echaron a la calle, arrastrando en la riada a cuantos hallaron a su paso. El Gobernador (el catedrático Antonio Jaén), que acababa de llegar de Madrid en el expreso y que había sido testigo de lo acaecido en la capital, propuso a Gómez Caminero (general gobernador militar) hacer frente al conflicto, los dos «al alimón», sin necesidad de declarar el estado de guerra.

«Ambos del brazo salieron al encuentro de las turbas, y, tras unos discursos de circunstancias, acordaron que podían los manifestantes quemar simbólicamente no sé qué capilla desafectada, situada en las afueras de la ciudad. Allá fueron juntos, autoridades y turbas. Para dar la representación del espectáculo pegaron fuego a la capilla, y el pueblo, entusiasmado, aclamó a las autoridades verdaderamente «populares», que, una vez consumado aquel insólito hecho, pretendían que la manifestación se disolviese. Pero no lo entendieron así los manifestantes, sino que, tomando a los dos peleles jerarquizados en hombros, les condujeron, entre aclamaciones y vítores, frente a otras iglesias y conventos, y uno a uno y siempre en presencia de las autoridades —el Excmo. señor Gobernador Civil y el Ilmo. señor Gobernador Militar— ardieron los veintidós conventos e iglesias en aquella memorable jornada laica».

Los bomberos, inactivos, frente a la calle de los Jesuítas de la calle de La Flor, en Madrid, al comenzar el incendio

«Málaga fue toda ella un incendio que borbota su llamarada en cualquier sitio de la ciudad en donde una cruz o una torrecilla señala una iglesia o una capilla, o un convento, o un colegio religiosos . Incendiada la Residencia de los Jesuitas, le tocó el turno al Palacio Episcopal, magnífico edificio cuya antigüedad se remonta a los tiempos de la Reconquista, con muchas obras de arte, un museo y un valioso archivo . El prelado, Manuel González pudo salvarse, no sin sufrir afrentas y ultrajes. Ardieron a la vez los colegios de los Agustinos y de los Maristas, el edificio, con sus modernos talleres del diario La Unión Mercantil., y el convento y la parroquia de Santo Domingo, antiquísima iglesia del Perchel, levantada poco después de ser reconquistada la ciudad a los moros, relicario de arte, en cuyo ábside central se admiraba el altar mayor de ágata, y soberbias pinturas de Niño de Guevara, de Pacheco y otra atribuida a Alonso Cano. El escultor Francisco Palma trató de impedir la destrucción del «Cristo de la Buena Muerte», en el que de manera excelsa brillaba el genio de Pedro de Mena. No consiguió nada. «Que ardan los santos de los ricos», aulló un hombrón. «Un malhechor, refiere el novelista malagueño González Anaya, arroja al Cristo, sin alcanzar su faz divina, todos los objetos del Culto. Otro, con riesgo de estrellarse, encaramado en una lámpara va y viene como una péndola. Un tercero, porta sobre su cráneo, con locos juegos de equilibrio una Custodia. Unos hombres pugnan frenéticos por derribar la Cruz sagrada que en el camarín señorea. No obstante sus titánicos esfuerzos, no logran volcar la Cruz; únicamente la inclinan hacia fuera sobre los pernos. Entonces el gigantón que los azuza, ebrio de furia, gira el brazo y asesta duro golpe sobre la talla. Rota por el ensamble la rodilla, salta una pierna de la efigie.»

Alboreaba ya, sin que se saciase la embriaguez destructora de los malvados. El convento de las Capuchinas y la parroquia de San Pablo, entre los barrios del Perchel y de la Trinidad, donde se veneraba la Dolorosa, obra insigne de Mena; los colegios de la Asunción, llamado de Bar-cenillas; el de San José de la Montaña o de los Martinicos, los de los padres Agustinos, Hermanos Maristas, de la Sagrada Familia, los de las Esclavas Concepcionistas, Adoratrices y de San Carlos, San Manuel, el de monjas de Churriana, y el correccional del Niño Jesús, fueron invadidos, saqueados, e incendiados parcial o totalmente.

En la iglesia parroquial de San Juan arrancaron de cuajo el altar mayor y destrozaron a hachazos y cuchilladas las imágenes de la Virgen de la Paloma y de la Antigua, ésta del siglo XVI; un San Juan Bautista de la escuela de Alonso Cano; una Purísima, tallas del siglo XVII y varias pinturas de la misma época. El templo parroquia] de San Felipe de Neri, que databa de 1785, sufrió los embates de las llamas. Aquí se perdieron cuatro esculturas de Pedro de Mena, entre ellas una Dolorosa de excepcional valor artístico, «Nuestra Señora de los Servitas, sobre peana de ángeles; las otras tres tallas eran de San José, San Joaquín y Santa Ana. Todas fueron decapitadas y las cabezas arrojadas al mar.

La enumeración de las iglesias y conventos profanados se hace interminable: a los ya dichos se deben agregar los conventos del Ángel y de las Mercedarias, y las iglesias de Santiago, fundada por los Reyes Católicos en 1490, de la Merced, de San Lázaro, también fundación de los Reyes Católicos, donde se veneraba el Santísimo Cristo de la Salud, a cuyos pies yace Pedro de Mena, gloria de la imaginería española. Otra escultura prodigiosa, verdadero tesoro de este templo, era el «Cristo de la Expiación». Para derribarlo utilizaron los vándalos una cuerda con nudo corredizo que ataron al cuello de la imagen, y una vez en el suelo, la despedazaron con hachas. De la parroquia del Carmen, en los Percheles, el prodigioso «Jesús de la Misericordia», una de las últimas obras de Mena, que los percheleros denominaban «El Chiquito», fue paseada con mofa, escarnecida y al final arrojada al fuego. La iglesia de los Santos Mártires, también destruida, era la tercera de Málaga fundada por los Reyes Católicos. La Reina Isabel la mandó reedificar para cumplir el voto hecho cuando sus tropas cercaban la ciudad. En total fueron cuarenta y ocho los edificios religiosos devastados por los ladrones e incendiarios. De las once parroquias, únicamente la del Sagrario, aneja a la Catedral, quedó intacta. La ola de barbarie rebasó los límites de la ciudad y alcanzó a las iglesias de los pueblos cercanos: El Palo, Comares, Churriana, Torremolinos y Puerto de la Torre.

En la ciudad de Cádiz el convento de los Dominicos sufrió la saña de los incendiarios que, en cambio, no tuvieron éxito en otros satánicos intentos, contentándose con el asalto y rapiña de los templos. Pérdida muy sentida y llorada por los buenos gaditanos fue la Sagrada imagen del Rosario, conocida por «La Galeona», de la escuela de Montañés, patrona de las galeras de España que hacían la travesía a las Indias, y venerada en Santo Domingo. Los desmanes se propagaron a varios pueblos de la provincia, especialmente a Sanlúcar de Barrameda, Algeciras y Jerez de la Frontera.

También las tierras de Levante fueron azotadas por la tempestad im­pía. En la madrugada del día 12, los amotinados de Murcia enfilaron su odio contra la residencia de los padres Jesuitas y la iglesia inmediata de Santo Domingo, bello edificio ojival del siglo XV, y de la que era gala y, especialmente venerada por la piedad de los murcianos, una Purísima de Francisco Salzillo, obra de las más logradas del insigne escultor, que fue devorada por las llamas. En el incendio perecieron también retablos del siglo XVI, pinturas de buenos artistas levantinos, y tallas de mérito.

Otros templos sufrieron el oleaje anárquico: los conventos de las Verónicas y de las Isabelas, el de los Franciscanos y el de las Carmelitas. El diario católico La Verdad figuró entre las víctimas de aquel día.

Cuando los revoltosos de Valencia proyectaban vandalizar la ciudad, ya había órdenes de Madrid para que se frenaran los excesos. Unos guardias cívicos mandados por conspicuos republicanos erigidos en gerentes del orden impidieron el incendio, pero no el saqueo de la residencia de los padres Dominicos y de su hermosa iglesia gótica, consagrada al patrón de la ciudad, San Vicente Ferrer, y del convento de las religiosas Adoratrices. Esto sucedía en la noche del día 12. El día siguiente fue constante el tumulto en las calles valencianas. Circuló el rumor de que se autorizaba el saqueo de conventos y templos, y a la profanación y al robo se lanzaron las turbas, y cuando se presentó oportunidad, alumbraron el pillaje con el incendio. En la lista de casas e iglesias que sufrieron infamante asalto se cuentan los conventos de Teresianas, Capuchinos, Salesianos, Residencia de Jesuitas, padres Camilos, Seminario Conciliar, colegio de Vocaciones para estudiantes pobres y colegio de San José de los padres Jesuitas. Fueron quemados, la residencia y templo de los Carmelitas; el convento de San Julián, de monjas Agustinas, que databa de 1496; el de San José, de madres Carmelitas; el Colegio de la Presentación o de Santo Tomás, fundado en 1550 por Santo Tomás de Villanueva. El balance de esta afrentosa jornada supuso para Valencia la pérdida de veneradas imágenes y de muchas obre de arte.

Un día y una noche estuvo Alicante en poder de las turbas. Prendie­ron éstas fuego a las escuelas de los padres Salesianos, que daban enseñanza a un millar de jóvenes. Como preguntara el comandante de la Guardia Civil al gobernador si debía intervenir con la fuerza para atajar el desorden, se le respondió que no. Ello equivalía a dar patente de corso a los revoltosos, y éstos se aprovecharon de la ventaja. Después de los Salesianos fueron asaltados, y en parte quemados, los colegios de las Carmelitas de la Compañía, de María, de Maristas y de Jesús y María, convento de San Francisco de las Oblatas, de los Capuchinos y Agustinas, la parroquia de Benalúa, el Palacio Episcopal, la residencia de Jesuitas y la iglesia del Carmen.

En varias localidades levantinas, Carlet, Játiva, Gandía y Elda, se produjeron también sacrílegos desmanes.

En menos de un mes se habla pasado del alborear idílico de la República a las jornadas ignominiosas de la quema de conventos. ¿Dónde quedaban las bellas promesas del régimen ordenado dentro de las leyes y de la convivencia democrática, reparador de todos los viejos males y lacras y creador de una nueva conciencia ciudadana? Para justificar lo sucedido apelaban los gobernantes a las más variadas e inimaginables explicaciones. Acaso la más sorprendente fue la que dio el Presidente del Gobierno a los corresponsales extranjeros: «La fuerza mayor que han tenido los incendiarios, dijo Alcalá Zamora, ha sido la sorpresa, complicada a su favor en el número extraordinario de conventos que hay en España. En Madrid, hay unos doscientos y en Valencia cerca de sesenta. De forma que todo el ejército francés, que es el más fuerte del mundo, no hubiera podido disponer de un batallón y ni siquiera de una compañía para cada convento a fin de impedir lo que aquí ha sucedido.»

No se pusieron de acuerdo los periódicos republicanos y los gobernantes para determinar a quiénes convenía atribuir la responsabilidad de los sucesos. Consideraron unos, el jefe del Gobierno y el ministro de la Gobernación entre ellos, como una grande habilidad endosar la culpa a los monárquicos y presentar lo ocurrido como una confabulación de reaccionarios en la que figuraban hasta el Rey y el cardenal Segura: «los autores del plan son exclusivamente monárquicos, de la extrema derecha, de los incondicionales del rey destronado» (El Liberal, 15 de mayo), hasta los propios religiosos, «que disparaban contra los obreros» (Heraldo de Madrid, 11 de mayo), pues en los conventos, «arsenales y polvorines, había fusiles, bombas de mano y ametralladoras, como se comprobó ayer» (El Socialista, 12 de mayo). «Las violencias del pueblo, dentro de ciertos límites han respondido siempre al fuego que se les dirigía desde el interior de las fortalezas conventuales» (Luis Bello en Crisol, 12 de mayo).

Pero a muchos les delataba la satisfacción y el gozo por lo que habían visto, y desde el fondo de su corazón subía el homenaje a los incendiarios, en férvidas palabras. El alcalde de Madrid, Pedro Rico, vocal del Gran Consejo Federal Simbólico del Grande Oriente Español, en un bando promulgada el día 11 de mayo, decía: «Si la indignación prendió el fuego, apáguenlo los corazones generosos de los madrileños... Yo me limito a aconsejares que meditéis un instante si la ingenuidad de vuestra exaltación, llevada a límites máximos, no podrá producir gran regocijo a los elementos partidarios del extinguido régimen monárquico.» Y el diario republicano Crisol escribía en su editorial: «El pueblo, ya en la calle, quema conventos principalmente de Jesuitas. Es significativo que el pueblo español decidido a hacer justicia lo primero que haga siempre es quemar conventos.» Pero «si hablamos con sinceridad, añadía el mismo periódico dos días después, lealmente, como exige nuestra conciencia y el bien de la República, los incendiarios prestaron el día 11 un servicio muy estimable a los que mañana hayan de gestionar la renovación del Concordato». En fin, un republicano histórico, Roberto Castrovido, entendía —en El Liberal— que la quema del año 1931 acreditaba «indudable progreso en la moral, sensibilidad y humanitarismo del pueblo, o, si se quiere, del populacho. No ha matado frailes, no ha cometido asesinatos, no ha herido ni lesionado a nadie». De ahí a pedir premios y condecoraciones para los incendiarios no había más que un paso.

Los fundadores del partido «Al Servicio de la República» consideraron un deber explicar a sus amigos lo sucedido, que representaba un fraude a las promesas formuladas en la declaración del 10 de febrero, verdadera orden de movilización do los intelectuales, «para que formasen un copioso contingente de propagandistas y defensores de la República, símbolo de que los españoles se han resuelto por fin a tomar briosamente en sus manos su propio e intransferible destino».

Miguel Macara, que ya ejercía la autoridad sin riberas, hizo demostración de cuán amplios eran sus poderes. Decretó con vagos pretextos la suspensión del diario monárquico A B C, del católico El Debate y del comunista Mundo Obrero. Destituyó al gobernador de Málaga y aceptó las dimisiones de los gobernadores de Alicante, Cádiz, Córdoba y Huelva y del Director General de Seguridad Carlos Blanco, que en compensación sería nombrado poco después Presidente de la Sala de Justicia Militar del Tribunal Supremo. Cuatro comisarios de Policía fueron relevados y Angel Galarza, Fiscal de la República, designado Director General de Seguridad

De esta manera liquidó el Gobierno los afrentosos sucesos de Mayo, pero en la conciencia de los ciudadanos quedó viva la convicción de que los incendios habían marcado al Régimen con un estigma indeleble de descrédito.

 

CAPÍTULO IV

EXPULSIÓN DE ESPAÑA DEL CARDENAL SEGURA