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CAPITULO 29 .

NACE LA CONFEDERACIÓN ESPAÑOLA DE DERECHAS AUTÓNOMAS (C. E. D. A.)

 

 

La sublevación de agosto aconsejaba a los dirigentes de Acción Popular a desligarse de los otros grupos de derecha para acentuar su independencia. Acción Popular proclamaba que en la lucha por el Poder seguiría únicamente el camino de la legalidad. Repugnaba los procedimientos subversivos, cualquiera que fuese el origen de éstos. Recalcaba que las formas de Gobierno eran accidentales. Al recomendar Gil Robles —El Debate le sostenía y secundaba en esta actitud— el deber de acatamiento a los poderes constituidos, muchos monárquicos que habían acampado en Acción Popular temieron verse arrastrados por la corriente colaboracionista y desembocar un día en la República.

Por otra parte, los monárquicos encontraban insuperables obstáculos para su propaganda. Acción Española sufría clausura gubernativa desde el 5 de agosto de 1932. Cuatro meses llevaba en la cárcel el conde de Vallellano, y al doctor Albiñana, después de diez meses de destierro en las Hurdes, se le confinaba a Enguera (Valencia). Los tradicionalistas se beneficiaban por entonces de cierta libertad de acción, y, valiéndose de ella, organizaron en Madrid un ciclo de conferencias, que fue inaugurado por don Esteban Bilbao. Declaraba el tribuno que los tradicionalistas eran monárquicos, «no de una Monarquía parlamentaria, sino de una Monarquía tradicional». A B C, conforme con muchos asertos del orador, recordó «que con sistema constitucional y parlamentario, el régimen monárquico vivió cincuenta años y vivió en paz, pues en algún período llegó a conseguir la pasividad y casi la disolución de los elementos enemigos». ¿Cómo vamos a creer —preguntaba— que se combate a la revolución con actividades que parezcan el abandono del constitucionalismo liberal y parlamentario?

La segunda conferencia del ciclo (18 de diciembre) la dijo en el Cine Monumental don Antonio Goicoechea, el verbo más autorizado y elocuente de los monárquicos alfonsinos. Se mostró partidario de la unión de los grupos de derechas, pero «sin perder su autonomía». «A nosotros afirmaba, podéis pedirnos silencio; lo que no podéis pedirnos como sacrificio es la abdicación.» «Antes se aspiraba a suprimir las derechas y ahora se aspira a suplantarlas.» Con estas palabras planteaba, en términos muy precisos, el problema de los monárquicos adscritos a Acción Popular. «Yo redacté —decía Goicoechea, pocos días después — el programa de Acción Popular y fue obra mía la cláusula en que se establecía la necesidad de un discreto silencio sobre el problema capital de la forma de Gobierno. Como yo, muchos quieren aparentar lo que realmente son y tener las manos libres para operar en defensa del ideal que silencian, pero del que no abdican. Con esas razones serán tan leales defensores de los programas mínimos que impongan la acción como yo he sabido serlo.»

Muchos monárquicos vieron en el discurso de Goicoechea un esbozo de programa político, en consonancia con sus convicciones, y consideraron la ocasión propicia para organizarse en partido, sin ocultar su filiación política. Más de sesenta personalidades representativas de las derechas, entre ellas algunas muy caracterizadas, como Ramiro de Maeztu, Sáinz Rodríguez, Tornos Laffitte, Vallellano, Maura (don Honorio) y varios aristócratas, en carta dirigida a Goicoechea (12 de enero de 1933), «creían llegado el momento de dirigir un manifiesto a todos los españoles de solvencia moral discrepantes con la actual estructura del Estado», para declarar que encontraban reflejadas fielmente sus ideas y sentimientos en el discurso del cine Monumental. Creían, también, que en dicho discurso «quedó fijada con justeza nuestra posición simpatizante y colaboradora con todas las organizaciones anteriormente existentes en la derecha española».

Goicoechea contestó a la carta con otra que serviría de programa político al naciente partido: «La renovación española —decía— tal es nuestro ideal y tal debe ser también nuestra divisa.» «Si yo me atreviese — añadía— a sintetizar en breves palabras las características esenciales del programa a desarrollar, diría con toda claridad que en lo religioso, somos católicos; en lo político monárquicos; en lo jurídico, constitucionales y legalistas, y en lo social, demócratas^: porque creemos que el pueblo no debe ser sujeto del Gobierno, pero que debe convertirse en el principal y casi único de sus objetos.»

Sin romper en absoluto la relación con las otras agrupaciones de derechas, antes, por el contrario, «reconocida la autonomía de cada grupo y reivindicada la plena libertad de defender íntegro su ideario», entendía «que ningún obstáculo se oponía a la inteligencia y aun a la coordinación entre los grupos ya organizados para defender un programa común en cuyos principios fundamentales la coincidencia estaba descontada». «Ni por parte de la minoría agraria, que tan acertada y eficazmente representa en el Parlamento las aspiraciones de las derechas; ni de Acción Popular, a la que no he dejado y quería no dejar de pertenecer; ni la Comunión Tradicionalista, noblemente ansiosa, más que del encuadramiento en sus filas, de la extensión creciente en la sociedad española de su ideario, se opone el menor reparo para una acción conjunta por todos apetecida y recomendada».

El manifiesto —escribía A B C — «abre el camino para que la Federación de Derechas Españolas pueda ser pronto una realidad». A juicio del mismo periódico, el señor Goicoechea reunía todas las dotes necesarias para la misión que se le había conferido: «talento, cultura, elocuencia, probidad intelectual y moral, y consecuencia indiscutible». Don Alfonso XIII, informado de los propósitos encaminados a constituir una agrupación monárquica, los aprobó. Apuntó entonces Goicoechea que el jefe de esta organización debía ser el señor La Cierva, en razón a sus méritos y autoridad; pero éste declinó el ofrecimiento por sus muchos años. Nació, pues, el nuevo partido, denominado Renovación Española, y pronto empezaron a afluir adhesiones de todas las provincias.

Ningún reparo se oponía a una acción mancomunada de las fuerzas afines, como se decía en el manifiesto, y en los actos públicos de matiz derechista los oradores se preocupaban de exaltar la conveniencia de la unión; pero ya asomaban distingos denunciadores de fisuras: «Unión circunstancial de todas las derechas», pedía Pemán, incrédulo en la accidentalidad de las formas de Gobierno. «Es conveniente —afirmaba el tradicionalista Lamamié de Clairac— que se vaya distinguiendo mejor que confundiendo. Alianza, inteligencia, federación; pero después cada uno debe ir por donde pueda caminar.» Las discrepancias salieron a la superficie con una carta de Goicoechea dirigida a Gil Robles (8 de enero). «En la Asamblea de Acción Popular celebrada en el mes de octubre —decía—, se adoptó el acuerdo de prohibir a los que ocuparan puestos directivos en la organización toda propaganda política dentro de otros partidos. Inmediatamente signifiqué a usted mi propósito de abandonar el puesto que desempeñaba en la Junta de gobierno que usted preside. Me rogó que desistiera, en evitación de que contra mi voluntad pudiera ser interpretado como un disentimiento de más hondo alcance. Accedí con la esperanza de que hallaríamos un arbitrio para impedir un alejamiento, por mí sinceramente lamentado y, en realidad, inevitable, dadas las exigencias de mi posición política y lo estricto de los términos en que está concebido el citado acuerdo... Contra mi voluntad, la de usted y la de los demás dignos individuos de la Junta, no ha sido dable hallarlo, y mi renuncia, en la que insisto, debe quedar aceptada.» Al día siguiente, Gil Robles, en su respuesta, le notificaba que «la Junta de gobierno se había visto obligada a admitir la dimisión con verdadero pesar». Y agregaba: «Me hago cargo de las razones que le mueven a obrar así. El acuerdo de la reciente Asamblea establece una incompatibilidad que a usted en estos momentos le alcanza. Quiero que quede bien claro que dicha incompatibilidad no es por razón de ideología o posición política respecto a las formas de Gobierno, sino por motivos de táctica, a fin de evitar cualquier confusión perturbadora de títulos y responsabilidad.»

Gil Robles había concretado pocos días antes en carta al Director de «El Nervión» de Bilbao (5 enero 1933) el programa y la táctica de Acción Popular y las condiciones para ingresar en una Confederación de fuerzas derechistas que se proyectaba. El programa se sintetizaba así: «1.° Acatamiento del Poder constituido, según las enseñanzas de la Iglesia. — 2.° Lucha legal contra la legislación persecutoria e inicua. — 3.° Eliminación del programa de todo lo relativo a las formas de Gobierno Cada socio queda en libertad de mantener íntegras sus convicciones y puede defenderlas fuera de la organización. Los partidos u organizaciones que no coincidieran en los puntos señalados no podrán formar parte de la C. E. D. A. Sin embargo, ésta mantendrá relación amistosa y cordial con aquéllos.»

A partir de este momento los monárquicos intensificaron su propaganda. Un episodio novelesco la favorecía: el día 1.° de enero de 1933 se habían fugado de Villa Cisneros veintinueve de los deportados a consecuencia de los sucesos del 10 de agosto. Se decía que habían escapado en un velero, y en su busca envió el Gobierno dos cañoneros y algunos aviones, a la vez que destituía al gobernador militar de Río de Oro, don Ramón Regueral Cove. Durante varios días los periódicos y las Agencias especularon sobre el posible rumbo que seguirían los fugitivos: quién los ponía rumbo a Dakar, quién a la isla de Madera y algunos camino de Francia. El público se apasionó con la aventura. Como transcurrieran diez días sin noticias, se llegó a temer que la pequeña embarcación hubiese naufragado, sorprendida por algún temporal. Cuando reinaba la mayor incertidumbre, los fugitivos desembarcaban en Cezimbra, puerto del sur de Portugal, y se trasladaron a Lisboa, donde fueron muy bien acogidos. Habían vivido una odisea llena de azares y peripecias. Para la evasión utilizaron el pesquero francés de altura Aviateur Le Brix, aparejado en goleta y tripulado por diez hombres, cuyo patrono cobró por el servicio 225.000 pesetas. Otros deportados habían regresado a España en el mismo barco que los llevó a Villa Cisneros: unos para comparecer ante los jueces y los restantes para ser puestos en libertad.

* * *

En los mítines monárquicos alternaban indistintamente oradores partidarios de Alfonso XIII y tradicionalistas, pues por el momento el problema dinástico aparecía relegado a segundo término. La indiferencia ante las formas de Gobierno —decía Víctor Pradera en el cine Monumental (5 de febrero) — «constituye un delito de lesa ciudadanía». «La obligación de obediencia al Poder constituido es, como dicen las Encíclicas, mientras los Gobiernos perseveren en el cumplimiento del bien común y no conduzcan a los pueblos a la anarquía y a la injusticia.»

Esto se decía en réplica a cuanto propugnaban El Debate y Acción Popular respecto al deber de acatamiento, origen de grandes discusiones cuando se trataba de interpretar los documentos pontificios, no sólo entre seglares, sino también entre el mismo clero e incluso entre religiosos. Estas disensiones debieron de influir en la determinación adoptada por don Ángel Herrera Oria, «en la que venía pensando desde hacía dos años». El 9 de febrero anunciaba El Debate que el señor Herrera, director del periódico durante veintiún años, cesaba en el cargo para desempeñar la presidencia de la Junta Central de Acción Católica. El Consejo de Administración de la Empresa nombró para sustituirle a don Francisco de Luis y Díaz, hasta entonces redactor jefe.

La decisión se estimó como muy significativa, pues al señor Herrera se le conceptuaba inspirador de la línea política seguida por Acción Popular, aceptándose también que seguía fielmente las indicaciones y consejos de altas jerarquías de la iglesia de Roma, a través del Nuncio de S. S. Monseñor Tedeschini, y apoyándose en las tesis sustentadas en algunas Encíclicas de León XIII, en especial en la Diuturnum-illud y en la Inter gravisimas, dirigidas al clero y pueblo francés, en las que se establecía que en el orden especulativo de ideas los católicos, como cualquier ciudadano, «disfrutan de plena libertad para preferir una u otra forma de Gobierno, precisamente en virtud de no oponerse por sí mismas ninguna de estas formas sociales a las exigencias de la sana razón ni a las máximas de la doctrina católica». El proceso de aproximación o, mejor dicho, de adhesión, de los católicos franceses a la República, fue analizado minuciosamente en Acción Española: su pro y su contra, los partidarios que tuvo la incorporación y los resistentes a ellas, y examinadas las causas del fracaso del raillement. En el momento de despedirse de El Debate, Herrera dijo: «En los veintiún años de mi historia periodística no me acusa la conciencia de haber sido ni una vez infiel a sabiendas a los nobles ideales cuyo servicio me trajo a la dirección del periódico. Por la Iglesia y por España hemos hecho cuanto hemos sabido y ni siquiera hallo material de rectificación en las ideas y en los procedimientos de nuestro apostolado religioso y civil. Mi ánimo estuvo siempre más pronto a la colaboración que a la censura. No me remuerde la conciencia de haber escrito un solo artículo contra los que piensan en lo sustancial como nosotros».

El 1.° de marzo, el jefe monárquico Goicoechea, que había difundido las ideas esenciales del nuevo partido por varias capitales de España, expuso en el teatro de la Comedia el programa de Renovación Española. Como primer postulado, la afirmación monárquica: «Monarquía tradicional, que es la que hizo grande a España, pues de la Tradición hay que aceptarlo todo: derrotas, victorias, miserias, días tristes, días felices.» Consideraba inaceptable la accidentalidad de las formas de Gobierno. Quería un régimen concordatorio para las relaciones con la Iglesia. En cuanto a la actitud frente a otras fuerzas, creía que con los partidarios de la Monarquía liberal y parlamentaria cabía pactar, «pues con ellos coincidimos en muchos extremos: bastantes para justificar la unión». De Acción Popular nos separa lo concerniente «a la accidentalidad de las formas de Gobierno». Respecto del tradicionalismo, «ayer nos separaba mucho; hoy, casi nada; nada en lo porvenir.»

Se daba por sobreentendida la fusión de las fuerzas monárquicas. Las apariencias permitían creerlo. En los mítines y en los homenajes —a Pemán, en el Hotel Ritz (27 de febrero) — participaban indistintamente oradores tradicionalistas y alfonsinos. El lenguaje de ambos era idéntico. Con el propósito de coordinar los esfuerzos se creó una oficina electoral denominada T. I. R. E. (Tradicionalistas y Renovación Española).

Siendo cierta la inteligencia entre ambas fuerzas, no lo era menos que los primeros pasos para la aproximación los dieron los alfonsinos, mientras los tradicionalistas permanecían inconmovibles en sus posiciones ideológicas. Podía suponerse que aquéllos, renegaban de su pasado liberal para regresar, como hijos pródigos, a la gran mansión solariega de la Tradición. Influía no poco en la intransigencia tradicionalista la presencia de antiguos caracterizados integristas en puestos directivos.

En organización y en propaganda, también los tradicionalistas habían adelantado a los alfonsinos y exhibían como mérito haber sabido conservar intacta y pura la fe en un ideal, apartados del Poder y de sus ventajas. El pretendiente don Alfonso Carlos y de Austria Este orientaba y regía los destinos de la Comunión tradicionalista desde Ascain, en el sur de Francia, donde pasaba largas temporadas. Pero dentro del tradicionalismo apuntaban brotes de disidencia, siempre en tomo a la sucesión de don Alfonso Carlos, cuyos ochenta y tres años obligaban al planteamiento del problema. Uno de los grupos disidentes, a cuyo frente figuraban el general Diez de la Cortina, el ex diputado don Lorenzo Sáenz y don José de Cova y Lira, tenía su órgano en la prensa, titulado El Cruzado Español. Reclamaban la convocatoria de una magna asamblea nacional carlista para determinar quién debía ser el sucesor de don Alfonso Carlos y excluían de este derecho a los descendientes de don Alfonso XIII, por haber hecho sus ascendientes armas contra el legítimo rey Carlos VII. En carta del pretendiente a don Lorenzo Sáenz, trataba aquél de reducir a los disidentes. Mostrábase afligido por la conducta de El Cruzado y de sus adheridos y les exponía los términos en que estaba planteada la cuestión con estas palabras: «Ante todo, debemos atenemos estrictamente a la ley sálica, según la cual vino el derecho a la Corona a la rama de mi abuelo. Hace tres años, Jaime me sorprendió declarándome que después de él vendría la rama de don Alfonso, el que entonces reinaba. Me quedé sorprendidísimo. Otra cosa es ahora, por hallarse don Alfonso desterrado como nosotros. El famoso Pacto firmado el 12 de septiembre de 1932 entre don Alfonso y Jaime, me lo envió don Alfonso al morir Jaime. Me quedé desconsolado al ver la firma de Jaime, pues está puesta en términos no tradicionalistas. Estaba dispuesto Jaime a reconocer por rey a don Alfonso y volverse él infante si las Cortes ¡Constituyentes! lo deseaban. Don Alfonso deseaba tener mi firma, como va indicado en aquel Pacto. Yo me opuse absolutamente, pues soy tradicionalista decidido y antiliberal. Jaime lo firmó, sin duda, con la mejor intención, siendo de su parte un acto de generosidad; pero no se dio cuenta en su noble arranque que no tenía el derecho de ceder en una cuestión que no era suya. En cuanto a mí quedé del todo libre y no le firmé; de modo que ningún pacto me ata a don Alfonso. En mi manifiesto de 6 de enero de 1932 declaré tan sólo que, según la ley fundamental (sálica), la rama de don Alfonso me sucedería si aceptaba como suyos nuestros principios fundamentales (tradicionalistas). Así sería la Constitución de nuestra dinastía tradicionalista. Pero para esto debería don Alfonso haber reconocido la legitimidad de nuestra rama antes de mi muerte (la que no puede tardar) o, si no, abdicar en su hijo, el que tendrá que reconocerme... Ni yo ni nadie de nuestro partido tiene derecho de nombrar mi sucesor. Le deberán elegir las Cortes verdaderas (no las Constituyentes) nombradas según el Tradicionalismo. En cuanto al deseo de perdonar a sus enemigos, debemos tomar para modelo al Papa actual, que perdonó al actual rey de Italia, Víctor Manuel (nieto de aquel Víctor Manuel que robó en 1870 los Estados pontificios a Pío IX) y no sólo le perdonó, sino le reconoció como rey de Italia, con Roma por capital. ¡Qué ejemplo mayor podemos seguir nosotros con la rama de don Alfonso, con la grande diferencia que yo declaro que el que me siga debe volverse soberano tradicionalista!».

La paternal solicitud con que don Alfonso Carlos amonestaba a los disidentes y sus llamamientos para que acataran a la Junta Suprema del partido no lograron convencer a los obstinados porque se resolviera cuanto antes y en la forma por ellos propuesta la cuestión de la sucesión. Don Alfonso Carlos, en carta dirigida al conde de Rodezno, presidente de la Junta Suprema (ro de abril), se vio obligado a «tener que considerarles como no pertenecientes a la Comunión Tradicionalista». Sin embargo, todavía el 12 de mayo de 1933, en carta a don Lorenzo Sáenz, trataba de sacarles de la equivocación en que se hallaban y les daba nuevo plazo para volver a la disciplina.

Con excepción de estos disidentes, el resto de los tradicionalistas aceptaba de buen grado y con entusiasmo la inteligencia circunstancial con los alfonsinos y en muchos actos de propaganda seguían alternando oradores de las dos ramas monárquicas. La coincidencia era todavía mayor cuando discutían en privado la forma de combatir a la República: unos y otros creían que el régimen se descompondría por proceso natural y acabaría devorado por la anarquía. Para ese momento sólo cabía organizar una fuerza capaz de librar la batalla donde se plantease. Algunos jefes militares se hablan ofrecido para preparar a los jóvenes tradicionalistas, encuadrándoles en formaciones de carácter militar.

* * *

El 16 de junio se hacía pública la renuncia de don Alfonso de Borbón y Battenberg, Príncipe de Asturias, a sus derechos al trono de España, por haber decidido contraer matrimonio con la señorita cubana Edelmira Sampedro, compañera del príncipe en un sanatorio suizo. La boda se celebró en la iglesia de Ouchy (Lausanne), el día 21, y a ella no asistieron los Reyes de España. Por su parte, el infante don Jaime, segundo hijo del Rey, renunció también a todos sus derechos a la Corona de España el día 21 de junio.

El texto do la renuncia de don Alfonso de Borbón y Battenberg a sus derechos a la corona de España decía así:

«Señor: Vuestro Majestad conoce que mi elección de esposa se ha fijado en persona dotada de todas las cualidades para hacerme dichoso, pero no perteneciente a aquella condición que las antiguas leyes españolas y las conveniencias de la causa monárquica, que tanto importan para el bien de España, requerirían en quien estaría llamado a compartir la sucesión en el Trono, si se restableciere por la voluntad nacional. Decidido a seguir los impulsos de mi corazón, más fuertes incluso que el deseo que siempre he tenido de conformarme con el parecer de Vuestra Majestad, considero de mí deber renunciar previamente a los derechos de sucesión a la Corona, que, eventualmente, por la Constitución de 30 de junio de 1876, o por cualquier otro título, nos pudieran asistir a mí y a los descendientes que Dios me otorgara. Al poner esta renuncia, formal y explícita, en las augustas manos de Vuestra Majestad y, por ellas, en las del país, le reitero los sentimientos de fidelidad y de amor con que soy, Señor, su respetuoso hijo.— Firmado: Alfonso de Borbón.— Lausanne, 11 de junio de 1933.»

Acción Popular creyó llegado el momento de Convertirse en el partido nacional que en ocasión próxima jugaría papel decisivo en la política. Como operación previa era necesario aglutinar las organizaciones de derechas, nacidas al calor de las circunstancias. Ya en la Asamblea de Acción Popular celebrada en octubre de 1932 se patentizó la importancia que había adquirido el partido y las posibilidades de engrandecerlo mediante la incorporación de aquellas agrupaciones regionales coincidentes en lo fundamental con los postulados de Acción Popular. El hombre que más ardorosamente patrocinó la idea de una Confederación autónoma de las distintas fuerzas de derecha fue don Luis Lucia y Lucia, a quien se debía la formación del núcleo regional más preponderante y mejor organizado: la Derecha Regional Valenciana. Lucia era natural de Cuevas de Virroma, pueblo del Maestrazgo, y procedía de una familia aragonesa. Fue alumno de los padres jesuitas, en Valencia. Se destacó como estudiante de Derecho y desde muy joven secundó las campañas sociales del jesuita padre Vicent. Orador fogoso y escritor de fibra, fundó un semanario carlista, que después se transformó en El Diario de Valencia. Al advenimiento de la Dictadura empezaron a marchitarse las ilusiones tradicionalistas de Lucia, pues entendía que el carlismo era arma de panoplia o de vitrina, inservible para las batallas que habría que reñir cuando se derrumbara el Gabinete militar.

Cuanto Lucia consideraba como soluciones adecuadas a los problemas de los tiempos confusos que se avecinaban lo consignó en un libro titulado En estas horas de transición, conjunto de artículos periodísticos en los que sentaba los principios y bases para un programa político nacional. «Tenemos de los partidos políticos—decía en uno de los escritos— el mismo concepto orgánico que de la nación tenemos. No queremos, de momento, un gran partido nacional. Ansiamos llegar a él mediante grandes partidos regionales. La unidad no debe venir de arriba sino de abajo. Su proceso no debe ser de desintegración, sino de concen­tración.» En dicho libro está la semilla de la agrupación que pronto surgiría con el nombre de Derecha Regional Valenciana (1930). La coincidencia, en lo fundamental, con Acción Popular, fue completa. En la asamblea de octubre, Luis Lucia abogó con tesón y entusiasmo en favor del gran partido nacional. «De Luis Lucia nació la idea de la Confederación Española de Derechas Autónomas (C. E. D. A.)». Y en sus propagandas como jefe de la Derecha Regional Valenciana expuso con reiteración las normas y los caminos que, a su juicio, deberían de seguirse para la unión anhelada. Aquellas ideas fructificaron en el Congreso de Derechas Autónomas convocado por Acción Popular y celebrado en Madrid los días 27 y 28 de febrero y 1, 2 y 3 de marzo. Asistieron más de 400 delegados, que representaban a 735.000 cotizantes. A elaborar el reglamento del nuevo partido y preparar su programa se dedicaron las diversas secciones, de las que formaban parte catedráticos, ingenieros, abogados y personalidades muy caracterizadas de Madrid y provincias; entre ellas, don Fernando Martín Sánchez, don Carlos Ruiz del Castillo, don Antonio Alvarez Robles, don Miguel Sancho Izquierdo, don José María Valiente, don Carlos Martín Alvarez, don Federico Salmón, don Rafael Marín Lázaro, don Ramón Serrano Suñer, viuda de Parladé, marqués de Oquendo, don José Monge Bernal, marquesa de la Rambla, conde de San Esteban de Cañongo, don José Fernández Ladreda, marqués de Lozoya, don José Moutas, don Bernardo Aza...

El artículo 1.° del Reglamento del Congreso decía: «La finalidad del Congreso es concretar las normas detalladas a que ha de ajustarse Acción Popular en su organización y propaganda; fijar y desenvolver su programa político y, por último, deliberar y resolver sobre la constitución de una Confederación Española de Derechas Autónomas, en la que podrán entrar todas las organizaciones derechistas que coincidan fundamentalmente con el ideario y procedimientos tácticos de Acción Popular condensado aquél en la defensa del lema «Religión, Familia, Trabajo, Propiedad, Patria y Orden social» e inspirados estos últimos en la lucha legal y en un claro criterio de posibilismo político.»

La sesión de clausura se celebró el 5 de mayo, con dos actos simultáneos en el Monumental Cinema y en el teatro Fuencarral, de Madrid. Gil Robles habló en los dos. Los otros oradores fueron, Pabón, señorita Bohigas, los señores Lucia, Alvarez Robles, Madariaga (Dimas) y Royo Villanova. Discursos sobresalientes, definidores del nuevo partido, los de Lucia y Gil Robles. «Nace un espíritu nuevo —decía Lucia— en nuestras relaciones con los Poderes públicos. Espíritu nuevo que yo definiría diciendo que es la política de la sustancia sobre las formas, del contenido sobre el continente, de los fines sobre los medios. No me deis veneno, que no lo beberé, aunque sea en copa de oro rematada por una corona real. Dadme agua pura del pozo de Jacob: agua pura de principios, agua pura de justicia social, y yo la beberé en cualquier vaso de barro, aunque tenga la forma de gorro frigio...» «No creo que sean las presentes horas propicias para disputas bizantinas. Vamos a salvar los principios que no pueden morir, por encima de las instituciones que pasan o perecen... Vamos a salvarlos con el arma de la ciudadanía en la mano: legalidad, acatamiento sincero y leal al Poder constituido, y para nosotros, derecho y deber de combatir la legislación sectaria que de ese Poder pueda emanar... Acatamos el régimen; pero no por temor, que sería cobardía; ni por conveniencia que sería egoísmo; ni siquiera por táctica, que sería hipocresía. Lo acatamos por deber, que es dignidad, aunque sea sacrificio.»

Gil Robles describió el futuro del partido en estos términos: «Circunscribimos nuestra actividad a los principios inmutables. El de la forma de Gobierno lo apartamos de nuestras aspiraciones y dejarnos en libertad a nuestros asociados para que defiendan la forma de Gobierno que tengan por conveniente... Defended a Dios y defended a España y dejad en sus manos la forma de Gobierno, que Él sabrá dar a España lo que más le convenga... Se nos tacha de posibilistas. Si posibilismo fuera la defensa justa de un ideal mínimo para no ir en busca del ideal máximo, yo sería el primero en condenar el posibilismo; pero cuando el posibilismo no es más que la adaptación del ideal a la realidad de cada momento, yo, en nombre de todos los partidos políticos eficientes tengo que hacer la afirmación de que me quedo con el posibilismo. El posibilismo no es más que la realización del ideal en la medida que nos es posible en cada una de las circunstancias de la vida... Quizá se me diga por algunos que esto es profesar la doctrina del mal menor. Yo rogaría a los que así piensan que sustituyan esa frase por esta otra: el bien posible. El ideal es el bien. Este bien lo tengo que realizar según me es posible realizarlo; luego cada escalón que subo es un triunfo que llevo a la política española, y mi obligación es no dejar una partícula de bien por realizar mientras tenga fuerza para realizarlo en la marcha del ideal soñado que constituye la meta de mis aspiraciones.» «¿Qué entiendo por fuerzas de derecha?», preguntaba Gil Robles. Y respondía: «Son fuerzas de derecha aquellas agrupaciones que coinciden en los siguientes puntos: revisión constitucional y revisión implacable, especialmente en materia de religión, en materia de enseñanza y en el concepto social anticolectivista y antimarxista. Con esas fuerzas iremos juntos a la lucha.»

En un ambiente de entusiasmo, de esperanza y de fe en el triunfo había surgido la C. E. D. A (Confederación Española de Derechas Autónomas) en la sesión del día 4 de marzo. El programa aprobado por la Asamblea deliberante abarcaba todos aquellos temas que constituirían, un día, el ideario de un Gobierno.

El programa de la C. E. D. A. en el orden político-religioso reclama la derogación de las leyes laicas y persecutorias de la Iglesia, régimen concordatorio, derechos de la personalidad y de la libertad humana. Cortes que reflejen el verdadero sentir del pueblo español. Robustecimiento de Poder ejecutivo. Separación de la Administración de justicia de la política. Criterio regionalista opuesto a todo nacionalismo. Amplia autonomía municipal. Defensa de la institución familiar, y, en especial, del hogar obrero, mediante la implantación del salario familiar y seguros sociales. Derecho de la familia a la educación de los hijos y reconocimiento del supremo magisterio de la Iglesia en materia de enseñanza. Libertad de enseñanza en todos los grados, con validez de estudios. Reparto proporcional del presupuesto de la Instrucción primaria. Abolición de la coeducación. En materia social, la C. E. D. A. rechaza la lucha de clases. Admite la intervención del Estado en materia económico social, según los casos y las necesidades lo exigieran en pro del bien común. Declara lícita la economía dirigida a través de la organización corporativa. Aspira a una justa distribución de la riqueza, a fin de acrecentar al máximo el número de propietarios. Proclama el derecho al trabajo, tanto para el hombre como para la mujer, y la participación de los obreros en los beneficios, en el dominio y en la gestión de las empresas. Seguro obligatorio integral, al que deben contribuir el Estado, los patronos y los obreros. Formación profesional de los trabajadores. En materia económica y financiera, la C. E. D. A. condena la política de inspiración socialista; propugna la justicia tributaria, el impuesto progresivo sobre la renta; la desgravación de los impuestos sobre el consumo, y revisión de los tratados comerciales. Política de obras hidráulicas. Organización económica-administrativa de la red ferroviaria. Reconstitución económica del país. En materia agraria, defiende la distribución justa y económica del suelo en propiedad; la regulación del crédito agrícola, el fomento de la producción, el incremento de la riqueza forestal y el aprovechamiento de los ríos. Política de crédito agrícola y tratados comerciales que abran mercados remuneradores a la producción agrícola; reforma agraria que cree gradualmente propietarios y patrimonios familiares; expropiaciones de terrenos mal cultivados; nueva ley de arrendamientos; fomento de la riqueza ganadera; prohibición de importación de trigo; créditos sobre cosechas; curso forzoso del trigo; protección arancelaria; paneras sindicales. Tendencia gradual a la supresión de la tasa del trigo; medidas para favorecer la exportación del aceite de oliva; rápida terminación del Catastro; derogación de la ley de términos municipales; sindicación agrícola, y fomento de las pequeñas industrias rurales. En política exterior, neutralidad ante un conflicto bélico; política pacifista y de cooperación activa para el triunfo jurídico del orden y de la justicia en las relaciones internacionales: aproximación con América; estrechamiento de vínculos con la Santa Sede, y colaboración pacifica en Marruecos, de acuerdo con Francia. La política militar debe orientarse a dotar al país de defensa activa; modernización del Ejército; mínimo de permanencia en filas; oficialidad profesional y de complemento y atención especial a la Marina y a la Aviación. La Asamblea aprobó también los Estatutos por los que había de regirse la C. E. D. A

«Jornada triunfal para la C. E. D. A. Un gran partido de derechas», gritaba El Debate en sus titulares. «Por sus orígenes limpísimos, por su pujanza arrolladora, por su programa político, por los arrestos de sus caudillos —escribía—, la naciente C. E. D. A. constituye ya una poderosa organización política llamada a jugar pronto un importante papel en la vida política española.» Y agregaba: «Ha salvado el doble escollo de pararse en cuestiones más o menos de forma, cuando tanta política de contenido, de sustancia, necesita inmediata rectificación: la realización del bien posible en cada instante, según Gil Robles. Todo ello dentro del Derecho.»

Como consecuencia de este Congreso se ahondó la separación entre el nuevo partido y los grupos monárquicos. Los intelectuales que luchaban contra la revolución en el terreno de las ideas dudaban que la República fuese tan necia como para poner en manos de los adversarios las armas que la aniquilarían. También opinaban, apoyándose en las declaraciones de los más caracterizados doctrinarios republicanos, que la República sería laica y sectaria o de lo contrario se negaría a sí misma. No cabe buena República, repetían con el historiador francés Pierre Gaxotte. La República se desarrolla como un teorema o como una enfermedad, con indiferencia absoluta de las consecuencias. Hay, sin duda, en su marcha algunos momentos de reposo, o altos en su carrera, que engañan a las almas sencillas.

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En los primeros días de marzo el diario La Nación anunciaba la próxima aparición de un semanario titulado El Fascio, dirigido por don Manuel Delgado Barreto, pluma buída, maestro de la sátira, que desde aquel diario y desde las páginas del semanario Gracia y Justicia hostilizaba sin tregua a la República. La Nación había sido órgano oficioso de la Dictadura, y en sus páginas se rendía férvido culto a la memoria del general Primo de Rivera. Esta lealtad y este homenaje constantes al recuerdo del Dictador ganaron la gratitud y el afecto de José Antonio, primogénito del general que sería el inspirador, la pluma doctrinal y preceptiva del semanario.

José Antonio Primo de Rivera había nacido en Madrid el 24 de abril de 1903. Fueron sus padres el jerezano don Miguel Primo de Rivera y Orbaneja, teniente coronel de Infantería, y doña María Casilda Sáenz de Heredia y Suárez de Argudín, cuyos antepasados eran de la Rioja. En 1908 murió doña Casilda, y el general confió el cuidado de sus cinco hijos — José Antonio, Miguel, Carmen, Pilar y Fernando— a su hermana María Jesús, que se desvelaría por educar a los niños. El año 1917, José Antonio terminados los estudios de bachillerato inició la carrera de Derecho, que la concluyó en Madrid, en 1922. A continuación hizo el doctorado. El 13 de septiembre de 1923 el general Primo de Rivera daba el golpe de Estado para erigirse en dictador. José Antonio hacía su servicio militar, como recluta de la oficialidad de complemento, en Barcelona, donde su padre era Capitán General. A poco de producirse el acontecimiento político, se trasladó a Madrid, incorporándose al regimiento de Húsares de la Princesa, donde concluyó el servicio. Siendo hijo del gobernante que tenía en sus manos todos los resortes del mando de la nación, bien se comprende cuán fácil le hubiera sido acaparar sinecuras y puestos de fortuna. Jamás pensó en ello. Tampoco el temple moral del padre se prestaba a especular con una situación de privilegio.

José Antonio comprendió que «ser hijo del Dictador» significaba vivir cercado por un muro de prohibiciones alzadas por un estricto sentido de la dignidad y del decoro personal. José Antonio no se incorporó a la política de la Dictadura. Vivió apartado y en silencio, consagrado a la lectura, que le apasionaba, y al estudio. «Cuando un padre ama la política, sus hijos suelen aborrecerla», decía José Antonio algunas veces, aludiendo a la vocación política de su padre.

Abrió bufete de abogado y el 16 de febrero de 1926 informó por primera vez en el Supremo. Frente a las preocupaciones y sinsabores que le procuraba la política, la vida de sociedad le ofrecía bellas compensaciones. José Antonio era un joven arrogante, de una rara perfección en sus rasgos físicos: alto, esbelto, de ojos azules y de una natural distinción en sus gestos y en su persona. Tenía a su favor todos aquellos factores que en una operación aritmética de posibilidades humanas dan por resultado el triunfo en la vida. Era orador correcto y fácil, conversador ocurrente y ameno; escribía con un estilo nítido y transparente, en el que se advertía la influencia de Ortega y Gasset, poetizaba y se sentía atraído por la compañía de los intelectuales.

El armonioso paisaje por el que discurría la existencia de José Antonio sufrió terrible mutación con la caída de la Dictadura (22 de enero de 1930), seguida del destierro que se impuso el marqués de Estella, instalándose en París, donde podía considerarse como un exiliado voluntario. Poco después (16 de marzo de 1930), el general Primo moría repentinamente en el Hotel Pont Royal de la capital de Francia. La agitación revolucionaria ganó en violencia y extensión: José Antonio se encontró rodeado por una riada turbia de calumnias e infamias que mancillaban y escarnecían la memoria de su padre. No se amilanó el hijo ante la potencia y número de los adversarios y lo mismo en la tribuna pública que en la calle salió a la defensa de su padre con tal denuedo e ímpetu que no medía riesgos ni se sentía cohibido por el rango o jerarquía de sus contradictores. Replicó con violencia al general don Ricardo Burguete, detractor inesperado del Dictador, y exhumó párrafos de varias cartas dirigidas por Burguete al general Primo de Rivera, ditirámbicas y extremosas en su adulación para éste en la plenitud del Poder. La polémica acabó en un desafío. Más ruidoso fue el incidente con el general Queipo de Llano en el café Lyon d'Or, de Madrid que acabó en reyerta. Por ser José Antonio alférez de complemento del Ejército, un Tribunal examinó el caso y acordó su expulsión del Ejército.

Al venir la República, la situación se agravó para José Antonio. Los periódicos republicanos, lo elegían como blanco especial de sus acusaciones; no hubo complot, ni confabulación, todas puras invenciones, en las que no le complicaran. Atentos los directores de seguridad a las denuncias de las hojas periodísticas ordenaban la detención del marqués de Estella. Así, con el «espíritu intranquilo y maltrecho por tantas injurias», transcurrieron los dos primeros años de República. No son de extrañar las repetidas invocaciones a la paz espiritual, como bien perdido, que se encuentran en cartas y documentos de José Antonio de aquella época, ni su aborrecimiento de la política, para consagrarse por entero a su trabajo y a cultivar sus aficiones literarias. «A mí, lo que me gustaría verdaderamente —le confesaba a Agustín de Foxá— sería estudiar Derecho civil e ir a la caída de la tarde a un café o a Puerta de Hierro a charlar con unos amigos».

José Antonio declaraba que no se le había despertado la vocación política hasta que recibió el telegrama anunciador de la muerte de su padre. «Este telegrama fue la orden que me obligó a abandonar los quehaceres de mi carrera y salir de mi casa para impedir que vuelva a España aquel régimen de que nos libraron los hombres de la Dictadura». Fue a poco de quedar huérfano cuando se sumó a la Unión Monárquica Nacional, «paso efímero y sacrificado por aquella errónea tentativa fundada por los ex ministros de la Dictadura». En los dos primeros años de República su actividad periodística se limitó a una docena de artículos como colaborador en La Nación, cuyo director, Delgado Barreto, fue «confidente de tantas intimidades espirituales de mi padre y mías».

Decíamos al comienzo de este esbozo biográfico que en marzo de 1933 La Nación anunciaba la aparición de un semanario titulado El Fascio, con el subtítulo de «Haz Hispano». Eran los días de esplendor para los Gobiernos totalitarios en Italia y Alemania con Mussolini y Hitler en la cumbre. Primo de Rivera, de acuerdo con Delgado Barreto, constituyó un Comité de Redacción, en el que participaban Giménez Caballero, Rafael Sánchez Maza, Ramiro Ledesma Ramos y Juan Aparicio. Estos dos últimos, como representantes de las J. O. N. S. Ernesto Giménez Caballero, catedrático de Instituto, había dado a conocer desde La Gaceta Literaria, de la que fue fundador, las nuevas escuelas literarias y artísticas. Escritor polifacético, fecundo, desasosegado e inestable, exaltaba a los Césares políticos modernos y entendía el jonsismo como la evolución del socialismo a clase imperante y nacional. Rafael Sánchez Mazas, escritor bilbaíno, corresponsal de prensa en Roma durante muchos años, impregnó su refinado espíritu de cultura italiana, y quedó deslumbrado por el fenómeno fascista. Se sentía identificado en aficiones y propósitos con José Antonio en cuya formación política influyó. Ledesma Ramos le llama «proveedor de retórica de Falange». En Juan Aparicio universitario, sagaz, de pluma fácil, también la idea de lo nacional predomina sobre sus avanzadas preocupaciones sociales.

La noticia de la aparición del semanario había despertado viva curiosidad. El público esperaba con avidez un periódico que ofreciera soluciones quirúrgicas a los males del país. Para este primer número José Antonio escribió, bajo el título «Orientaciones», un artículo acerca del Estado nuevo, firmado —dice Aparicio— con una simple E, inicial de su título nobiliario. «El marqués de Estella se resistía aún a prescindir de los vínculos históricos de un pasado familiar.» Ledesma Ramos y Aparicio llenaron dos planas con artículos y comentarios sobre doctrina jonsilla. Sánchez Mazas publicó unas cuartillas que correspondían a una conferencia pronunciada en el Ateneo de Santander en 1927, sobre el significado del yugo y las flechas. Giménez Caballero y Delgado Barreto redactaron sueltos varios, de tono polémico y satírico. La portada de El Fascio ostentaba el yugo y las flechas. El editorial, escrito por Primo de Rivera, se titulaba «Propósitos claros y misión concreta», y terminaba con estas palabras: «Todas las aspiraciones del nuevo Estado podrían resumirse en una palabra: unidad. La Patria es una totalidad histórica donde todos nos fundimos, superior a cada uno de nosotros y a cada uno de nuestros grupos. En homenaje a esa unidad han de plegarse clases e individuos. Y la construcción del Estado deberá apoyarse en estos dos principios: Primero: En cuanto a su fin, el Estado habrá de ser instrumento puesto al servicio de aquella unidad, en la que tiene que creer. Segundo: En cuanto a su forma, el Estado no puede asentarse sobre un régimen de lucha interior, sino sobre un régimen de honda solidaridad nacional, de cooperación animosa y fraterna. La lucha de clases, la pugna enconada de partidos son incompatibles con la misión del Estado.»

La salida del periódico estaba anunciada para el 16 de marzo. Pero dos días antes se reunieron en la Casa del Pueblo de Madrid los Comités de las Agrupaciones Socialistas, de la Juventud Socialista y de la Unión de Grupos Sindicales, y acordaron, «frente al criminal intento de gentes anónimas que pretenden implantar en este país los procedimientos de barbarie que tantos estragos producen en Italia y en Alemania, impedir por cuantos medios tengan a su alcance que nazca, y menos que se desarrolle, el fascismo en España». «Dictadura por dictadura —comentaba El Socialista—, preferirnos la nuestra.» El acuerdo de la Casa del Pueblo sirvió de pretexto al ministro de la Gobernación para ordenar la recogida de los ejemplares en cuanto fuesen puestos a la venta, «a fin de evitar disturbios». El intento del semanario fascista quedó segado en flor. Censuró A B C (17 de marzo) el ukase de los socialistas, que además de gozar copiosamente del Poder con ministros, funcionarios y autoridades, prodigaban la coacción e implantaban sus procedimientos de violencia para aplastar un ensayo al que A B C concedía poca importancia, pues entendía «que en España no podría arraigar ni encontrar ambiente el figurín fascista».

A José Antonio le pareció impropio de A B C que éste despachase su preocupación por el fascismo con «unas frases desabridas», y en carta a Juan Ignacio Luca de Tena, director del periódico, hizo un cálido elogio de la idea fascista, que trataba, frente al marxismo, con su dogma de la lucha de clases, y frente al liberalismo, con su mecánica de la lucha de partidos, de unir a todos al servicio de una misión histórica, de un supremo destino común, que asigna a cada cual su tarea, sus derechos y sus sacrificios. Decía José Antonio al comienzo de su carta «que no aspiraba a una plaza en la jefatura del fascismo», pues «mi vocación de estudiante es de las que peor se compaginan con las de caudillo». En su respuesta, Luca de Tena insistía en la tradicional conducta liberal del periódico «y de oposición a toda política que niegue los derechos individuales imprescriptibles, anteriores y superiores a toda legislación». «El Estado liberal —añadía— puede ser profunda y firmemente derechista o izquierdista, monárquico o republicano, católico o laico, obrerista (no socialista) o burgués. El liberalismo del Estado no excluye la firme ideología de sus Gobiernos.» Al día siguiente (23 de marzo) José Antonio le contestó al director de ABC, «descorazonado» porque no había conseguido convencerle. «Ser oprimido por los triunfadores en una guerra civil —aludía a la lucha de clases— me humilla; pero ser limitado en la facultad de campar por mis respetos en homenaje a mi principio nacional totalitario, integrador, me enorgullece. Sólo se alcanza dignidad humana cuando se sirve. Sólo es grande quien se sujeta a llenar un sitio en el cumplimiento de una empresa grande.» Amplió estas ideas en otra carta a Julián Pemartín (2 de abril), en la que, en respuesta a unas objeciones sobre el fascismo, desmentía que éste solo pudiera conseguir el Poder por la violencia, con idea y caudillo salido del pueblo, y que fuese anticatólico. En cuanto a la objeción sobre el caudillaje, José Antonio escribía: «La idea no puede surgir del pueblo. Está hecha y los que la conocen no suelen ser hombres del pueblo. Ahora, que el dar eficacia a esa idea sí es cosa que probablemente está reservada a un hombre de extracción popular. El ser caudillo tiene algo de profeta; necesita una dosis de fe, de salud, de entusiasmo y de cólera que no es compatible con el refinamiento. Yo, por mi parte, serviría para todo menos para caudillo fascista. La actitud de duda y el sentido irónico que nunca nos deja a los que hemos tenido más o menos curiosidad intelectual, nos inhabilita para lanzar las robustas afirmaciones sin titubeos que se exigen a los conductores de masas.»

Por la simpatía y ardor con que se expresaba José Antonio en ésta y otras correspondencias se advertía que la idea del fascismo había arraigado en su mente y era un convencido de su bondad. Desde ahora no se advertirá indecisión cuando siga el camino que se ha trazado.

Al grupo inicial de El Fascio se sumaron el comandante aviador Julio Ruiz de Alda, que ganó fama en el vuelo del Plus Ultra a Buenos Aires; teniente coronel Emilio R. Tarduchy, dirigente de una organización tradicionalista; el catedrático Eugenio Montes; el poeta José María Alfaro, y, poco después, el catedrático Alfonso García Valdecasas, diputado del grupo de Ortega y Gasset y luego de la minoría republicana independiente, de la que se había dado de baja (3 de mayo) por discrepar de su proceder en las Cortes. Afluían las adhesiones, tanto de Madrid como de provincias, y a la par se producía la primera discrepancia: Ramiro Ledesma Ramos no estaba conforme con la idea de la implantación de un fascismo a la manera italiana: sus simpatías eran para el nacionalsindicalismo germánico.

«Durante todo el año 1932 la actividad de las J. O. N. S. fue casi nula. La organización estaba en absoluto desprovista de medios económicos. No llegaban a veinticinco los militantes inscritos y apenas si podía el partido tirar unas hojas de propaganda». A fines de enero de 1933, Ledesma Ramos sufrió una condena de dos meses por un artículo publicado en 1931 contra el separatismo catalán. Al frustrarse el intento de publicación de El Fascio, los jonsistas recobraron su independencia. Ramiro Ledesma había recibido la visita de una docena de estudiantes, dispuestos a aceptar su dirección política y a secundarle en el renacimiento de las J. O. N. S. A los pocos días (10 de marzo), los estudiantes repartían en la Facultad de Derecho de Madrid la primera propaganda jonsista, que provocó disturbios y despertó gran curiosidad entre los estudiantes. En quince días se inscribieron en las J. O. N. S. varios centenares. Con esta aportación, el partido cobró bríos, se instaló en un tercer piso de la calle del Acuerdo y Ramiro Ledesma trató de estrechar la inteligencia con Onésimo Redondo, a cuyo efecto se trasladó a Lisboa (5 de abril), donde Onésimo vivía exiliado. Creyó Ledesma que era de vital interés la publicación de una revista, y con grandes esfuerzos y sacrificios logró sus propósitos. En la primera semana de mayo apareció J. O. N. S., a los adeptos del nuevo partido les sirvió de estandarte para su lucha. Con Ramiro Ledesma escribían la revista Juan Aparicio, Onésimo Redondo, Fernández Cuesta, Francisco Bravo, José María Areilza, Emiliano Aguado y Jesús Ercilla.

Núcleos jonsistas aparecieron en las universidades de Valencia Granada, Santiago, Valladolid, Salamanca y Barcelona. La fuerza jonsista se hacía patente, especialmente en la Universidad. En la Central, a veces las discusiones degeneraban en reyertas, con intervención de la policía, tiros y heridos, como sucedió el 10 de mayo. El 30 de este mes, a punto de terminar el curso, Ramiro Ledesma dirigió un manifiesto a los estudiantes, emplazándolos para las próximas luchas «por la grandeza y la dignidad de España». Firmaba: «Por el Triunvirato Ejecutivo Central, vuestro cama­rada, Ramiro Ledesma Ramos.»

En el mes de agosto coincidieron en San Sebastián José Antonio y Ramiro Ledesma y analizaron los puntos de coincidencia de sus programas. Las conversaciones no dieron resultado, porque «quizá Ledesma se mostró demasiado intransigente» Primo de Rivera, resuelto a consagrarse por entero a la política, mantenía íntima relación con García Valdecasas, Ruiz de Alda y José Manuel Aizpurúa, de San Sebastián, y en esta ciudad acordaron celebrar en Madrid el primer acto público de la nueva organización.

 

 

CAPÍTULO 30.

ANARQUÍA EN LA AGRICULTURA Y EN LA INDUSTRIA