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CAPÍTULO 28.ES APROBADA LA LEY DE CONFESIONES Y CONGREGACIONES RELIGIOSAS
Las minorías parlamentarias, con excepción de aquellas que
preconizaban un Estado laico o ateo, combatían, mediante enmiendas, el dictamen
de la Comisión de Justicia sobre el proyecto de ley relativo a Confesiones y
Congregaciones religiosas. El señor Abadal, de la Lliga Regionalista (28 de
febrero), consideraba el proyecto perturbador, porque alarmaba inútilmente a
las conciencias y excedía de lo autorizado por la Constitución. Más enérgico y
contundente, Carrasco Formiguera, «de convicciones católicas arraigadísimas»,
adscrito hasta hacía poco al partido Acción Catalana, decía: «Yo creo que los
católicos saldremos triunfantes de este período, que indiscutiblemente tiene un
carácter de persecución y que la influencia de la doctrina católica será más
preponderante que nunca en todos los aspectos de la vida social.» «Me preocupa
esta ley casi exclusivamente como republicano.... porque creía que habíamos
enterrado para siempre la leyenda de que la República tenía que servir a las
multitudes incultas carne de fraile, persecución religiosa, disolución de las
congregaciones religiosas...» Discurso sobresaliente, tanto por su elocuencia
tribunicia como por su fuerza dialéctica, fue el del canónigo vasco señor
Pildain, en respuesta a una extensa exposición del ministro de Justicia. Para
éste, el proyecto era una derivación insoslayable del cumplimiento del artículo
26. «Lo informa un principio que es alma de la Constitución: la soberanía del
Estado.» Se afronta el problema de los bienes eclesiásticos «con la única solución
posible: la de declararlos bienes de propiedad pública nacional». Respecto a la
libertad de enseñanza, «su reivindicación como función pública es la obra del
Estado moderno y revolucionario». «La educación nacional es una función del
Estado que tiene un cimiento sobre el que descansan unos principios cardinales.
Las Órdenes religiosas no pueden enseñar ni por sí ni por persona interpuesta,
o lo que es igual: no puede haber, con arreglo a la Constitución, colegios de
Órdenes religiosas». «La Iglesia no puede tener una libertad de adquisición
económica que le permita llegar a ser una grande y temible potencia económica.»
Había hecho el ministro en su discurso un alarde de
erudición de política europea contemporánea y con singular preferencia de la
francesa. Albornoz admiraba a Francia, nación adalid del laicismo y de la
proscripción de la Iglesia de la vida pública. La influencia del laicismo
francés de comienzos del siglo se reflejaba visiblemente en el proyecto. Para
replicar al ministro, el señor Pildain no utilizó los testimonios de los
filósofos y juristas de su confesión o de su escuela, sino argumentos sacados
de la vida y de las obras de los maestros del ministro de Justicia: Herriot,
Castelar, Jules Ferry, Gambetta, Goblet, Jaurés... Con textos de estos y otros
políticos laicos demostraba el orador que el proyecto del Gobierno español
atentaba contra los «derechos internacionales del hombre», tal como los definía
Maudelstam. El hombre sin religión no es un hombre, sino que es un bárbaro,
había dicho Pestalozzi. Pildain terminaba su discurso con la lectura de una
carta del líder socialista Jaurés a su hijo, cuando éste le pedía permiso para
no estudiar Religión en el Instituto en que cursaba el bachillerato. «Ese
permiso —escribía Jaurés— no te lo doy ni te lo concederé nunca... Cuando
tengas la edad suficiente para juzgar serás completamente libre; pero tengo
empeño decidido en que tu instrucción y educación sean completas, y no lo
serían sin el estudio serio de la Religión... En cuanto a la cacareada libertad
de conciencia y otras cosas análogas, no son más que vana palabrería, que
rechazan de consuno los hechos y el sentido común... Además, no es preciso ser
un genio para comprender que sólo son verdaderamente libres, para no ser
cristianos, los que tienen facultad para serlo, pues en caso contrario la
ignorancia les obliga a la irreligión. La cosa es clara: la libertad exige la
facultad de poder obrar en sentido contrario. Esta carta te sorprenderá: estoy
persuadido de ello; es necesario, hijo mío, que un padre diga siempre la verdad
a sus hijos. Ningún compromiso podría excusarme si permitiese que tu
instrucción fuese incompleta y tu educación insuficiente». Caso insólito en la
historia de estas Constituyentes: el ministro de Justicia, al rectificar,
expresó «su felicitación más sincera y entusiasta al señor Pildain, por su gran
elocuencia y por la extraordinaria cultura demostrada en sus discursos.
Quiso rematar Albornoz su intervención con una estocada de
maestro y recordó que acababa de ser excomulgado y privado de los beneficios de
que disfrutaba en la catedral de Granada el deán señor López Dóriga, diputado a
Cortes. «¡Qué difícil —apostillaba irónico, Albornoz— en nombre de realidades
como ésa venir aquí invocando tratados internacionales!» «Yo he recordado
—replicó el señor Pildain— la diferencia que existe entre la intolerancia
doctrinal y la tolerancia personal.» Y para justificar la intolerancia
doctrinal, decía que ésa no puede menos de sentirla todo el que sincera y
conscientemente profese una doctrina, so pena de que sea muy farsante. «Y la
prueba de eso la adujo el diputado socialista señor Abaitua cuando nos hablaba
de un socialista que fue expulsado del partido por no profesar sus doctrinas».
En oposición al proyecto intervinieron en días sucesivos los
diputados Gómez Rojí (canónigo de Burgos), Leizaola, Aizpun, Guallar
(Santiago), Molina, Horn, Arranz, Martínez de Velasco, Cid, Alba, García
Valdecasas, Domínguez Arévalo, Calderón, Madariaga (D.), Lamamie de Clairac,
Rico Avello, Ortiz de Solórzano, Fanjul, Beunza, Casanueva, Oreja Elósegui...
La mayor parte de las sesiones de Cortes del mes de marzo,
descontando el tiempo que absorbía el esclarecimiento de lo ocurrido en Casas
Viejas, se dedicaba a discutir el proyecto de ley de Confesiones y
Congregaciones religiosas: cuatro horas de cada sesión se reservaban a este
tema. La oposición estuvo bien articulada y en su conjunto realizó una labor
seria, digna, muy estudiada y ardorosa, planteada desde el punto de vista
jurídico, en defensa del Derecho atropellado más que del sentimiento religioso
ultrajado. Todo ello no sirvió para nada: los debates se desarrollaban en una
Cámara indiferente con los indispensables diputados requeridos por el
reglamento para dar validez al debate. Los vocales de la Comisión de Justicia:
Fernández Clérigo, Gomáriz, Moreno Mateo, Baeza Medina y Sapiña, después de
contestar de forma rutinaria a los objetores, rechazaban implacablemente las
enmiendas. «¿Por qué —preguntaba el señor Cid— ha de haber esta intransigencia
irreductible por parte de la Comisión, aun en pequeñísimos detalles de
redacción, pero que estimamos fundamentales y que redundarían en beneficio de
la misma ley, pues cuanto mayor sea su claridad y menos motivos de discusión
ofrezca en su aplicación tendrá mayor eficacia y se desenvolvería mejor su
aplicación? El compromiso del Gobierno era que la ley saliese intacta, sin
modificar ni una tilde.
Se abrieron unos paréntesis en la discusión para aprobar (22
de marzo) por unanimidad el dictamen sobre la ley de Incompatibilidades y un
proyecto de ley para exigir responsabilidad al Presidente de la República (día
30). Se interpoló también una interpelación al ministro de Agricultura sobre
los desastrosos efectos de su política en el campo. «Existe una total y
absoluta anarquía en los pueblos agrícolas —decía el diputado radical Alvarez
Mendizábal (23 de marzo) —; no hay seguridad para las personas ni para los
bienes, de la condición jurídica que sean.
Según mis cálculos, los daños ocasionados, el quebranto a la
ganadería y el sacrificio de reses da una cifra aproximada de 200 millones de
pesetas... Alcaldes, jueces municipales y delegados gubernativos han sido los
promotores de esos actos de pillaje...» «El país buscó su salvación económica
en la República, y hoy se ha agravado la situación...»
Añadía el orador que la política de Marcelino Domingo
llevaba «confusión, anarquía y ruina», y que el fracaso de la Reforma Agraria
lo patentizaba la dimisión del director general de la Reforma, señor Vázquez
Humasqué, y la salida de cuatro directores generales, correligionarios del
ministro: los señores Gordón Ordás, Valera, Torreblanca y Feced. «No se ha
hecho nada práctico, nada serio, en el Instituto de Reforma Agraria, ni se ha
aplicado la ley», opinaba el diputado radical Hidalgo. Ni se había creado el
prometido Banco Nacional Agrario, ni promulgado la ofrecida ley de
Arrendamientos, ni la ley de concentración parcelaria.
El decreto de rescate de bienes comunales hubo de ser
anulado a los veinte días escasos de publicado. Mientras tanto, «centenares de
fincas en Cáceres y Badajoz han sido asaltadas». «Hay cerca de 100.000
hectáreas invadidas, no aradas, no cultivadas, estropeadas. Casi todas las
fincas de Cáceres invadidas son de ganadería: majadales, pastizales, fincas de
puro pasto, excluidas de la Reforma Agraria para los efectos de cultivo.»
El diputado radical señor Marraco afirmaba: «Estamos
viviendo de un crédito que se está agotando: la paciencia pública. Y cuando
piensen y vean que no han podido obtener de la República, como realidad,
aquellas promesas halagadoras que les fueron hechas, es posible que la alegría
del triunfo se trueque en las tristezas de la lucha, cuyos efectos ya se
advierten en todas partes.» Marraco daba los siguientes datos, definidores de
la política imperante: en el año 1932 las inversiones en emisión de acciones
sólo sumaron 129 millones de pesetas; la República llevaba creados unos 10.000
destinos nuevos, muchos de ellos provistos sin garantías de oposición o
concurso. El diputado progresista por Ciudad Real Del Río describía (28 de
marzo) el panorama agrícola con estas palabras: «La situación de los modestos
labradores en la mayor parte de las regiones españolas es trágica, es
agobiante, es de aquellas que no admiten espera... El crédito agrícola y
territorial ha desaparecido. No hay quien preste un céntimo al agricultor y es
natural desde el momento en que la explotación y cultivo de la tierra ha dejado
de ser un negocio. Por estas circunstancias la tierra disminuye grandemente de
valor en venta y como garantía de un préstamo.» «La inseguridad en el campo, la
invasión de fincas, y el robo y el pillaje han llegado al máximo —según el
diputado Aranda—. Puedo citar fincas —añadía— valoradas en 500.000 pesetas por
las cuales no se ofrece hoy ni 100.000. Hasta ese grado se ha desvalorizado la
propiedad.» Otros diputados —Ayats, Estelrich, Menéndez Suárez— sumaron sus
voces para denunciar la desatentada y perjudicial política agraria, que
producía estragos en diversos sectores de la riqueza nacional
Leído en las Cortes (8 de abril) el proyecto de ley de Orden
público, se acordó por mayoría unas vacaciones parlamentarias hasta el 25 del
mismo mes, con la protesta de las minorías republicanas antiministeriales
expresada en nota dada a la publicidad. «Salvamos la responsabilidad — decía el
documento— en la dañosa tardanza con que van a llegar al Parlamento proyectos
que debieron haberles sido sometidos hace meses.» «La situación de España no
admite plazo ni espera en sus males y el país necesita apremiantemente sentirse
gobernado si no queremos que sean definitivos e irreparables los daños causados
por el Gobierno actual. Desgobierno que procede de la tremenda ausencia de una
política y que amenaza con arruinar para siempre las fuerzas morales y
económicas de la nación en medio de una desesperada rebeldía, de un angustioso
malestar y de una desoladora ausencia de autoridad, de que apenas hay
precedentes.» A cada hora era más vehemente y recio el ara clamor de las
muchedumbres reunidas en salas y en plazas públicas para protestar contra la
ley de Congregaciones religiosas. Creyeron los gubernamentales que era oportuno
resellar la alianza gubernamental con un acto grandioso y resonante. Prieto se
encargó de organizarlo en Bilbao, donde todavía pesaba su influencia. El mitin
se celebró (9 de abril) en la plaza de toros, pletórica de gente. En 25.000 se
calcularon los asistentes, con entradas de pago. «¡Reacción, no!» «¡Lerroux,
no!», «¡Revolución!», gritaban unos letreros desde diversos puntos de la plaza.
Prieto elogió a Bilbao, «cuna del socialismo español», y a sus hombres, que
soportaban estoicos los efectos de una crisis industrial «de la que no hay
ejemplo en la Historia» sin crear un solo conflicto al Gobierno a cuenta de su
tragedia.
Como premio a tal comportamiento, la República estaba en la
obligación —creía el tribuno—«de atender las aspiraciones autonómicas del País
Vasco». El ministro de Agricultura cantó las excelencias de la República, «que
en dos años había hecho en el aspecto cultural lo que la Monarquía no había
hecho en siglos». «La Reforma Agraria despertaba la esperanza de los campesinos
en la obra serena y segura de la República.» «No existe anarquía en el campo
español: las voces que se oyen y que reclaman son demostración del crecimiento
espiritual de España.»
El presidente del Consejo, frente a la muchedumbre
enardecida que le aclamaba, exclamó: «Cuando llevamos a cabo la realidad de un
régimen parlamentario; cuando forzamos a nuestros adversarios a respetar las
bases fundamentales del régimen, suele decírsenos: ¡Ah!, pero ¿y la opinión
pública? Y yo digo ahora, como cada vez que, solo o acompañado, he ido a
comparecer ante grandes reuniones populares, yo digo ahora a los de allá: ¡He
aquí la opinión pública! ¿Dónde están ellos?» Los argumentos de su discurso eran
los tantas veces repetidos en el Parlamento y en cuantas ocasiones se brindaban
a su oratoria: «La República no se perderá jamás.» «La República es un régimen
de combate permanente.» «La coalición de las oposiciones republicanas formada
para estorbar toda obra legislativa del Gobierno no puede producir ¡en ningún
caso!, el quebrantamiento del Gobierno sin echar abajo toda la Constitución y
sin dejar al Parlamento vacío de toda autoridad...» «Una política de
obstrucción parlamentaria, en ningún caso, ni ahora ni dentro de veinte
semanas, ni dentro de veinticinco años, puede determinar la caída de un
Ministerio.» «La vida del Gobierno está pendiente de la realización de su
programa.»
En la sobremesa de un banquete celebrado en la sociedad El
Sitio, Azaña olvidó los temas de la política candente y quiso dar lucimiento a
su sensibilidad de intelectual y de artista. «Siendo —decía— un hombre de
corazón duro, dispuesto a destruir cosas que se tenían por veneradas, soy quizá
el español más tradicionalista que existe en España.» ¿A qué tradición se
refería? A la tradición humanitaria y liberal, «de los que nunca estuvieron
conformes, no con las heroicas virtudes, no con el valor personal de la raza,
sino con la desbaratada aplicación del genio español a cosas que no le
incumbían ni le pertenecían con destino propio. Esta tradición es la que
quisiera resucitar.» «La República es mucho más que una Constitución, es mucho
más que una estructura jurídica: la República es un valor moral, es una idea.»
Con el acto de Bilbao se sintieron los gobernantes
fortalecidos en sus posiciones, pues «hizo más patente la cohesión con los
socialistas», según se afirmaba en la referencia del Consejo de ministros (11
de abril). «El Gobierno considera que el pueblo español desea que se acentúe el
sentido izquierdista de la República.»
Justamente dos días después se manifestaba el sentimiento
popular auténtico. Fue con ocasión de la Semana Santa. Coincidió el 14 de
abril, fecha insigne en los anales republicanos, con el Viernes Santo. Este día
se dio en Roma la noticia de la promoción del obispo de Tarazona, doctor Gomá y
Tomás, a la Sede metropolitana de Toledo.
Tampoco este año salieron las procesiones a la calle en casi
ninguna ciudad española: la efusión piadosa de los fieles quedó circunscrita a
los templos. Como obedientes al mandato de una fuerza inexorable, las ciudades
enmudecieron y paralizaron su actividad industrial; no abrió el comercio y se
interrumpieron las diversiones. En Madrid, el único teatro en activo fue el
Español, que por gozar protección oficial estaba obligado a proclamar su
carácter laicista. Previsoramente el Gobierno, convencido del fracaso si
enfrentaba las fiestas conmemorativas de la República con las solemnidades
religiosas, las retrasó un día y suprimió los festejos populares. Se recurrió
al cubileteo para explicar este aplazamiento incomprensible en un régimen que
hacía gala de su ateísmo. «Decir cristianismo —escribía El Liberal — no
es decir Iglesia católica, ni Iglesia protestante, ni Iglesia evangélica, no;
decir cristianismo es decir civilización occidental, y, con ello, abolición de
la esclavitud, derechos del hombre, Estado, individualismo, colectivismo,
socialismo... Se puede ser ateo y reconocerlo.»
En Barcelona, el consejero de Gobernación de la Generalidad
consideró oportuno advertir al público que la suspensión por siete días de las
sesiones del Parlamento catalán las motivaba el aniversario de la República y
no otra razón, «porque la Generalidad es laica, como el Gobierno de la
República».
Las fiestas republicanas transcurrieron entre la
indiferencia de la gente. El Jefe del Estado inauguró unos Grupos escolares y
un Museo Pedagógico, y el día 15 colocó la primera piedra de los nuevos
Ministerios. Cerrándose la jornada con una lucida recepción de gala en la Casa
de Campo.
El día 16 se celebró el espectáculo más importante: una
fiesta de aviación en Barajas, que terminó en tragedia: un avión cayó sobre una
casa de la calle de Claudio Coello y causó la muerte a tres señoras. Otro
aparato se estrelló, al aterrizar, en Barajas. El total de víctimas fue de seis
muertos y varios heridos. Felipe Sánchez Román, que rara vez se asomaba a la
tribuna de la prensa o del mitin, como reservándose para situaciones solemnes,
creyó llegado el momento de hacerse presente, y desde El Imparcial amonestó a los gobernantes y a las oposiciones «por el espectáculo del
Parlamento y por el régimen de guerra en el seno de la comunidad republicana».
Censuraba la tenacidad de unos beligerantes y la táctica de los otros, que
creía ineficaz. Consideraba reprobable la invasión de fincas «sistemáticamente
organizada por las corporaciones obreras campesinas» y menos admisible que un
ministro —Marcelino Domingo— viera en semejantes extravíos y fechorías «signos
de magnífico crecimiento espiritual». «Se están cometiendo extralimitaciones de
tal bulto —añadía— que a industria, el comercio y hasta algunos servicios
públicos sufren grave quebranto, mientras que el paro obrero aumenta.»
Observaba signos grandes y pequeños de desorden e inseguridad, en todos los estratos
de la ciudadanía, pues «las libertades personales no reciben la efectiva tutela
del Estado». Y terminaba así: «Indisciplina en la masa de los gobernados,
extralimitación punible y perturbadora de las jerarquías intermedias de la
autoridad, tendencia en el Gobierno (cuando los acontecimientos le sorprenden,
que es con demasiada frecuencia) a sortear la ley, para ser reemplazado
materialmente por la solución ocasional y arbitraria que conjura el conflicto
de momento a costa de ir dejando pedazos de su autoridad.»
En otros sectores, y de modo especial en el sindicalista,
que se mantenía irreductible en su teoría libertaria la crítica fue más
despiadada. «Dos años de República —escribía La Tierra, afecto al
sindicalismo—, dos años de dolor, de vergüenza, de ignominia. Dos años que
jamás olvidaremos, que tendremos presente en todo instante; dos años de
crímenes, de encarcelamientos en masa, de apaleamientos sin nombre, de
persecuciones sin fin. Dos años de hambre, dos años de terror, dos años de
odio...» Por su parte, un periódico catalán de abolengo republicano decía:
«Nadie aprecia ventajas en el nuevo régimen e incluso hay quienes añoran los
tiempos de la Dictadura, recordando que si entonces se carecía de libertad,
había más trabajo y se podía comer».
* * *
La campaña electoral se desarrollaba con muchas dificultades
y estorbos para las oposiciones. Se trataba de elegir 19.000 concejales de los
2.478 Ayuntamientos rurales elegidos el 12 de abril de 1931 por el artículo 29
sustituidos en su día en virtud de un decreto por Comisiones Gestoras que iban
a ser reemplazadas ahora por concejales nombrados por sufragio popular. El
Gobierno —se decía en una nota oficiosa del Consejo de ministros (11 de abril)
— «cree que las elecciones demostrarán cuánto ha variado la opinión rural de
España».
Que quedase en suspenso la ley de Defensa de la República
mientras durase la campaña electoral pidieron diputados de todas las minorías
no gubernamentales, en una proposición a las Cortes (29 de marzo). Conocido el
criterio del presidente del Consejo de que había una ley para los amigos y otra
para los enemigos, «¿qué seguridad —preguntaba Gil Robles— pueden tener los
partidos que no están enrolados en la política del Gobierno?» «La ley de
Defensa de la República —respondía Azaña— no tiene nada que ver con la
propaganda electoral. Aquélla prohíbe actos de agresión contra la República y
yo me pregunto con toda ingenuidad: ¿qué partido político es el que necesitaría
agredir a la República para defender su programa electoral?» Pero volvía a
preguntar Gil Robles: «¿Es tan grave la situación del régimen que no consiente
la suspensión de una ley de excepción ni siquiera durante quince o veinte
días?» La respuesta, esta vez, fue por votación. Por 132 votos contra 87 la
propuesta fue rechazada.
Con semejante cortapisa, más las prohibiciones administradas
por gobernadores y alcaldes, las fuerzas adversarias del Gobierno se vieron y
desearon para su propaganda. El gobernador de Asturias no autorizó ningún acto
de derechas. En Reinosa, hallándose (31 de marzo) los diputados Pedro Sáinz
Rodríguez y Lauro Fernández este sacerdote en el Hotel Universal, en reunión
privada con cuarenta amigos, tratando asuntos electorales, cercaron el edificio
grupos de socialistas y le prendieron fuego por cuatro puntos. Pistoleros
apostados en las inmediaciones dispararon contra los reunidos cuando pretendían
salir del hotel. Dos de los concurrentes a la reunión resultaron heridos; uno
de ellos, Manuel Valliciergo, de tanta gravedad, que falleció días después. En
Madrid fue apedreado el teatro de la Comedia mientras se celebraba un mitin de
Acción Popular. El día anterior, en Valladolid, ocho jóvenes repartidores de
manifiestos electorales, acometidos por turbas de extremistas, resultaron
heridos de arma blanca. Los revoltosos asaltaron la Casa Social Católica y
sacaron de ella una imagen del Corazón de Jesús, que luego arrastraron por las
calles. «Los derechos individuales —decía Martínez de Velasco en las Cortes (5
de abril), refiriéndose a los atropellos que se cometían— han quedado como una
parte filosófica de la Constitución, que no han llegado a ser realidades.» Las
elecciones tenían, según Indalecio Prieto, un carácter eminentemente político,
y si «resultaran adversas a la significación del Gobierno, acaso estarían ya
demás las elecciones legislativas parciales». Pensar en la derrota para un
gubernamental era desatino incalificable. «¡A conquistar las mayorías! —gritaba
El Socialista —. Ésta es la orden del partido para conocer hasta qué punto
habremos, en lo sucesivo, de reclamar de la República lo que hasta el presente
no le hemos reclamado: el encaje de una política socialista. Si somos mayoría,
¿con qué títulos se nos negará el derecho a influir en la República?»
* * *
El Gobierno salió descalabrado de las elecciones que se
celebraron el 23 de abril. Los partidos gubernamentales lograron, en conjunto,
5.048 puestos; de ellos, 1.826 los socialistas. Los republicanos de la
oposición, 4.206; de ellos, 2.479 radicales. Los partidos de la derecha, 4.954,
principalmente agrarios y de Acción Popular. Mil ochocientos concejales
elegidos ostentaban el título de independientes. En resumen, los concejales no
ministeriales sumaban 10.983: más del doble de los afectos al Gobierno. En algunas
provincias las candidaturas gubernamentales habían sido barridas.
El balance de la jornada produjo consternación entre los
elementos del Gobierno. «¿Qué nos cumple hacer como partido proletario? —
preguntaba El Socialista —. El principal deber de todos, es prepararse.
Prepararse para cuando se quiera dar por caducada en contra nuestra la
democracia.» La prensa y los jefes de la oposición veían en las elecciones la
demostración de que la hostilidad popular contra el Gobierno ganaba por días en
extensión y profundidad. El diputado radical-socialista Botella, al reanudar
las Cortes su labor después de las vacaciones (25 de abril), pedía al
presidente del Consejo, recordándole lo ofrecido en su discurso de Bilbao, que
sacando de las elecciones las consecuencias naturales, cumpliera con su deber y
no retuviese el Poder en secuestro. Pero Azaña juzgó más hábil desvirtuar los
resultados por descalificación de los electores, gente tarada con los vicios de
la vieja política. «Se han celebrado — explicó el presidente del Consejo a la
Cámara— elecciones en 2.400 Ayuntamientos, los más pequeños, los más débiles
políticamente, parecidos a lo que llamaban en otro país «los burgos podridos»,
en sentido electoral». «La mayor parte de estos pueblos eran, electoralmente,
materia inerte: los más dóciles, los más ciegamente obedientes a las instrucciones
de los Gobiernos... Creo que es un triunfo de la República haber quebrantado
los últimos castillos roqueros del monarquismo y del caciquismo.» Es exagerado
decir —añadía Azaña— «que en estas elecciones ha hablado el pueblo español, ya
que no ha votado más que el 10 por 100 del censo. La posición del Gobierno
sigue siendo exactamente igual que antes.»
La actitud desdeñosa de Azaña hacia los electores irritó a
las minorías. El progresista Castrillo calificaba la táctica de «insensata e
ilegítima la presencia del Gobierno en el banco azul». «El Gobierno está
perturbando fundamentalmente la economía del país y realizando una
concentración de poderes para producir el descrédito de las instituciones
fundamentales de la República. En España hoy se está haciendo punto menos que
imposible la vida... Se ampara inconscientemente una verdadera guerra civil en
los pueblos.» Maura afirmaba que el Gobierno estaba sostenido por tres
ficciones: «una, que la mayoría representa la voluntad del país; otra, que el
Gobierno tiene mayoría efectiva para gobernar, y tercera, que dicha mayoría es
homogénea». «Los pueblos se han rebelado contra el Gobierno y han votado
enfrente.» A la objeción de que sólo había votado el 10 por 100 del cuerpo
electoral, replicaba Gil Robles: «¿Por qué no hicisteis una consulta más
amplia, que alcanzase a todos los Ayuntamientos de España? Es más: ¿por qué no
la hacéis ahora? ¿A que no os atrevéis a repetir el ensayo?» Contestó a todos
Azaña, aferrándose a sus conocidos argumentos: «El Gobierno continuará su labor
mientras cuente con la mayoría. Las Cortes, aunque no representaran la opinión
del país, seguirían siendo legítimas y con plena autoridad. Yo creo que es
gravísimo, y que se puede caer fácilmente en delito, poner en tela de juicio la
autoridad y la legitimidad del Parlamento.»
* * *
Por un lado, la oposición de las minorías de derecha al
proyecto de Congregaciones religiosas, y por otro, la actitud de los radicales,
dispuestos a cerrar el paso a todo lo que fuese labor del Gobierno, producían
el marasmo parlamentario. El ministro de Obras Públicas quiso, mediante un
proyecto de ley, conceder, con carácter transitorio, una bonificación del 50
por 100 en el transporte por ferrocarril a los productores de naranjas con
destino a los mercados del interior, y cayó sobre el proyecto, en forma
torrencial, una lluvia de enmiendas para impedir que prosperase. Medió,
conciliador, Sánchez Román (28 de abril) y propuso que se buscara la concordia:
«El Parlamento —decía— no funciona, ha sido puesto en quiebra: una pieza
esencial de la Constitución empieza a fallar en la República.» Había que dar
todos los pasos racionalmente precisos para conjurar el problema, «y, entonces,
sí que aparecerán culpables los que no anden con la diligencia y con la alteza
de miras necesarias». Creía Sánchez Román que la pretensión de Azaña de sacar a
flote su programa legislativo no era valedera para un Gobierno de coalición.
«¿Se ha hecho alguna vez caso —preguntaba— a la voz minoritaria en estas
Cortes? El Gobierno ha desoído con frecuencia observaciones sumamente razonables
de las oposiciones.» No estaba conforme el jurista con quienes simplificaban el
problema y lo reducían a la desaparición del Gobierno. «Hay que crear los
programas de política inmediata y buscar para su realización el instrumento
político que se comprometa a realizarlos en términos de normalidad
republicana.»
El Gobierno —respondió Azaña— estaba pronto «a buscar la
solución a la dificultad que entorpecía su marcha y a buscarla en el
Parlamento...», siempre «que no se ponga en tela de juicio ni la autoridad del
Gobierno, ni la plena dignidad de su función». Consideró corta e incompleta su
respuesta y la amplió en la sesión siguiente (2 de mayo), con un extenso
discurso para insistir en sus teorías sobre la República parlamentaria. La
coalición gobernante era «una coincidencia de ideologías políticas, programáticas,
basada en un concepto uniforme, general, de lo que debe ser la República y la
política republicana en estos momentos». Y como el Gobierno, respaldado en una
mayoría, no se iba, ni se fugaba, proponía a las Cortes y a los partidos «una
tregua en la obstrucción». Durante la suspensión de hostilidades —decía—,
«votaremos las dos leyes que la Constitución requiere de una manera clara,
indiscutible, que se voten: la de Congregaciones y Cultos, cuya discusión está
finando, y la ley del Tribunal de Garantías Constitucionales, ya dictaminada».
Como complemento, durante la tregua, se podían aprobar también la ley de Orden
público y la de Vagos y maleantes, «leyes que interesan a todos los Gobiernos
que puedan existir», y la ley de Arrendamientos rústicos, para completar la
Reforma Agraria. Después, «todo el mundo es libre de proseguir sus actitudes
con toda la acritud, con toda la violencia y con toda la tenacidad que su
concepto de los deberes políticos le aconseje». Las minorías rechazaron el
armisticio. La tregua — respondía Martínez Barrio— «significaría una larga
discusión parlamentaria, de meses, y entretanto dejaría intactos fuera de aquí
todos los problemas que están sin abordar y sin resolver». No hay más que una
solución: «la de que sus señorías, si tienen elementos para gobernar con
arreglo a la Constitución, gobiernen; y si no los tienen, entonces dejen paso a
otras personalidades, que las hay en la Cámara, muy ilustres y muy altas,
alrededor de las cuales se pueda quizá lo que por desdicha vuestra no puede
lograrse: unanimidad de pensamientos y voluntades para aprobar la obra
legislativa».
Al fracasar el arreglo por las buenas, los socialistas
ordenaron a sus fuerzas que se manifestaran contra las minorías que hacían la
obstrucción. A tal efecto, la Unión General de Trabajadores, en circular a sus
afiliados, les invitaba a expresar su disgusto por el comportamiento de la
oposición y a exteriorizar en mensajes y en actos públicos su protesta, a la
vez que se pedía a «quien corresponda la adopción de medidas para que cesara la
obstrucción». Al pie de la circular, y en primer término, figuraba la firma de
Besteiro, como presidente de la Unión General de Trabajadores, cargo que, según
dijo al responder a una interpelación de Maura (16 de mayo), no era
incompatible con el de presidente de la Cámara. Si la incompatibilidad existía,
él no renunciaría a ser socialista. Aspiraba a rehacer la vida del Parlamento,
pues no resultaba grato «ser presidente de una Cámara paralizada». Tampoco la
apelación de Besteiro aplacó a la minoría radical, que persistió en su actitud.
* * *
Al cabo de tres meses de empeñada discusión, la ley de
Congregaciones se aproximaba a su término. Las minorías agraria, nacionalista,
tradicionalista y de Acción Popular se esforzaban con tesón y voluntad
acérrimas en rectificar la parte más hiriente de los artículos, a fin de
eliminar perfiles sectarios e inhumanos de la ley. Los propósitos resultaron
baldíos. La actitud de la mayoría era irreductible a toda transigencia, no sólo
por consigna republicana, sino por obediencia a mandatos inexorables de las Logias.
Ni los diputados de los partidos confesionales, ni la intervención de otros
como Rico Avello o Salazar Alonso, del grupo radical o del partido progresista,
ni Ossorio y Gallardo, en dos intervenciones, consiguieron ver atendidos sus
deseos, encaminados a enmendar fallos de redacción o a refrenar excesos
intolerables de los artículos. He aquí varios testimonios bien expresivos de lo
inútil de la discusión: «La oposición, siempre elevada, siempre digna, de los
diputados católicos, no ha impedido la aprobación de un solo párrafo del
proyecto del Gobierno, ni tampoco la de cualquiera de las cláusulas agravantes
que la Comisión añadiera a su dictamen», escribía El debate (7 de mayo). «Como
tenemos la absoluta seguridad de que no van a ser aceptadas estas enmiendas
como no lo ha sido ninguna de cuantas han presentado esta minoría...» (Aizpun,
de la minoría vasco-navarra: sesión del 4 de abril.) «Convencido por anticipado
de la inutilidad de nuestro esfuerzo...» (Cid, de la minoría agraria: 5 de
abril.) «Por lo que he visto hasta .e momento en la discusión de este proyecto,
observo que no hay nada que hacer. Todo está prejuzgado por la pasión; vais a
votar una ley con el carácter de un acto de guerra: queréis acabar con las
Órdenes religiosas.» (Estelrich, de la Lliga Regionalista: 6 de abril.) «Soy
tan poco aficionado a perder el tiempo; me sorprende de tal modo la negativa y
me doy cuenta hasta qué punto puede inspirar la obcecación esa resistencia, que
agradecería me dijeran los señores de la Comisión si tienen todavía en su
espíritu algún resquicio para dejarse convencer; porque si no, no quiero hacer
la inocentada de argumentar baldíamente... Esto entra en la esfera de agravios
innecesarios, que tantas veces he señalado acusando al Gobierno de una torpeza
que por lo visto no tiene empeño en remediar.» (Ossorio y Gallardo: 3 de mayo.)
A cada artículo, las minorías de derecha oponían redoblada
resistencia, y ésta alcanzó su máxima tensión frente al artículo 31 del
proyecto, contra el cual formularon los diputados católicos centenares de
enmiendas. En el dictamen del proyecto del Gobierno, el artículo en cuestión
figuraba redactado así: «Las Órdenes y Congregaciones religiosas no podrán
dedicarse al ejercicio dé la enseñanza. No se entenderán comprendidas en esta
prohibición las enseñanzas que organicen para la formación de sus propios miembros.»
La Comisión de Justicia modificó el artículo, a fin de agravar sus
prohibiciones, y agregó un párrafo que decía: «La Inspección del Estado cuidará
de que las Órdenes y Congregaciones religiosas no puedan crear o sostener
colegios de enseñanza privada directamente, ni valiéndose de persona seglar
interpuesta.» Incluso los radicales, conformes con el espíritu de la ley en su
conjunto, combatieron el añadido, por excesivo e innecesario, según explicó el
señor Salazar Alonso. Pero la Comisión se negó a rectificar. No se perdía
oportunidad para hacer patente el deseo de cegar hasta el último resquicio por
donde se pudiera filtrar el más leve rayo de libertad. «Sería muy peligroso
abrir en el proyecto una brecha», decía el ministro de Justicia (3 de mayo), al
responder a Ossorio y Gallardo cuando éste pedía que los frailes de San Rafael
continuaran la educación de los niños anormales, «porque el criterio laico del
Estado llegaba a puntos que afectaban a la piedad y a la misericordia».
Las enmiendas se sucedían. Las energías de los diputados
contrarios a la ley parecían inagotables. Y como no se viera fin a la
discusión, los gubernamentales decidieron apelar a remedios drásticos y a lo
que en el argot parlamentario se denominaba «la guillotina». Un grupo de
diputados de la mayoría, amparándose en el artículo 23 del Parlamento,
propusieron (10 de mayo) «se declarase suficientemente discutido el artículo
31», procediendo a su votación. El encargado de defender la propuesta, don
Gabriel Franco, explicó que con ella se trataba de impedir «se obstaculizara
la marcha normal del Parlamento». Protestó Martínez de Velasco contra el
atropello; pero éste se consumó en una votación nominal en favor de la
aplicación de «la guillotina» por 236 votos. Se abstuvieron los radicales. Como
la mitad más uno de los diputados en el ejercicio de su cargo eran 227, y
habían votado 236 la proposición, salió a flote por nueve votos, que eran los
de los ministros. Esta era, en realidad, la mayoría del Gobierno.
Entendía la minoría radical que debía de señalarse un plazo
desde la votación de la ley de Congregaciones hasta el momento en que el
Gobierno pudiera sustituir por sus propios medios la enseñanza, para que no
quedaran millares de niños sin ella. Y el ministro de Justicia, belicoso y
optimista, respondía (11 de mayo): «Desde el momento en que se promulgue la ley
será ilegal la enseñanza de las órdenes religiosas.» El Gobierno está
apercibido y todo a punto para la sustitución, según explicaba el ministro de Instrucción
Pública, sabiendo a lo que se comprometía. El número de alumnos de primera
enseñanza que recibían educación en las Congregaciones y Órdenes religiosas era
de 351.937, si bien la estadística «era deficiente». «¿Qué representa, como
esfuerzo a realizar por el Estado la absorción de esta población escolar?»
Significaba la obligación estatal «de crear 7.000 escuelas en el espacio de
tiempo que media desde ahora (11 de mayo) al 31 de diciembre». «¿Es ello
posible? Sí. Nosotros calculamos 4.000 escuelas nuevas para este año y después
en total hasta 7.000.» Ello supondría 45 millones de pesetas. En cuanto a la
segunda enseñanza, las Congregaciones religiosas educaban 17.098 alumnos y
alumnas. Aseguraba el ministro que la sustitución sería posible para el día 1.°
de octubre. ¿Qué exigía esto? La creación de veinte Institutos nacionales de
Segunda enseñanza y cincuenta colegios subvencionados, formados éstos con tres
profesores de Instituto nacional y los licenciados y doctores recogidos de las
diversas actividades científicas. El total de profesores de Segunda enseñanza
que se necesitaban eran 510. «¿Es posible su reclutamiento? Mi afirmación
rotunda es que sí.» «Llamaremos —añadía De los Ríos—a los muchachos licenciados
para someterlos a un cursillo intensivo, y en pocos meses sacaremos los
profesores necesarios.» «La reforma de esta obra de Segunda enseñanza importará
6.200.000 pesetas.» «La Historia —afirmaba el ministro de Instrucción— es un
proceso dialéctico, con una tesis y una antítesis. Desgraciadamente, hoy España
se ve obligada a subrayar la antítesis de la tesis que habéis representado las
derechas.» De esta manera, casi mágica, resolvía el ministro el tremendo y
trascendental problema de la sustitución. «Lo que estáis diciendo no tiene
realidad, y las leyes que no tienen viabilidad ponen en ridículo al Gobierno y
a las Cortes», decía Royo Villanova. El señor Pildain hizo saber al ministro
que las estadísticas leídas sobre el número de alumnos que se educaban en las
escuelas y colegios regentados por religiosos eran incompletas y equivocadas.
Pero el proyecto llevaba gran impulso y se aproximaba a la meta. Por cuatro
votos ganó el Gobierno otra votación —de quorum— para aprobar la ley sobre
protección al tesoro artístico nacional.
El artículo 32, último del proyecto, encontró la misma tenaz
negativa por parte de las minorías católicas, que acumularon enmiendas contra
aquél, hasta que de nuevo un grupo de diputados de la mayoría propuso (17 de
maye) la aplicación de «la guillotina». «Con estos procedimientos se implanta
la oligarquía del Gobierno», protestó Gil Robles. «Cuando gobiernen los
republicanos-conservadores —anunció el señor Arranz— reformaremos totalmente
esta ley.» «Este proyecto —afirmó el progresista Fernández Castillejo— va
contra principios consagrados en el mundo civilizado, como el de la libre
emisión del pensamiento, del cual es una consecuencia la libertad de
enseñanza.» «Los republicanos católicos — dijo el catalanista Carrasco
Formiguera— nos sentimos engañados por no haber respetado la República nuestros
sentimientos y faltado a sus promesas.» Por 240 votos contra 34 se acordó
yugular la discusión. La votación definitiva de la ley, verificada en la misma
sesión, obtuvo 278 votos en favor y 50 en contra. Los radicales votaron con el
Gobierno. Unamuno, que intervino en varias votaciones parciales, siempre en
contra de la mayoría, no asistió a la sesión.
Ya estaba la ley en franquía. Con ella se situaba a la
Iglesia y a las Órdenes religiosas fuera del área ciudadana, en un lazareto de
contaminados. Atentaba contra los derechos individuales, al negar la igualdad
civil a los religiosos; contra la personalidad de la Iglesia, al reducirla a
mera asociación y no corporación de Derecho público, negándola además el
derecho a regirse por sí misma al limitar las manifestaciones del culto; contra
los derechos patrimoniales de la Iglesia, al nacionalizar los bienes destinados
al culto y al negarle el derecho de posesión de bienes muebles objeto de renta;
contra los derechos docentes de la Iglesia; contra la beneficencia religiosa,
contra la personalidad de las Congregaciones y los derechos patrimoniales y
docentes de éstas.
«La ley de Congregaciones es toda ella prohibitiva —escribía
A B C —. Se ataja con el veto a todos los españoles que pertenezcan a las
Órdenes monásticas, para que vivan desterrados de las esferas del trabajo. La
libertad de enseñanza, que es un derecho individual e inherente a la libertad
de profesión, se convierte en mandato del Poder. Lo que hoy se legisle y lo que
ahora se promulgue no será inquebrantable, ni siquiera duradero.»
Había en España por aquella fecha 4.804 casas de religiosos;
de ellas, 998 de varones y 3.806 de mujeres. 2.187 tenían escuelas de primera
enseñanza; 264, escuelas nocturnas, y 250, escuelas profesionales. Hospitales,
clínicas y dispensarios, 522; asilos, manicomios y leproserías, 57; comedores,
158, y el resto diversas obras de beneficencia y caridad. La cifra de personas
educadas y atendidas sumaba 1.312.770. El número total de alumnos en las
congregaciones masculinas se acercaba a 160.000, y en las femeninas pasaba de
440.000. A las escuelas nocturnas asistían 24.041, y a las profesionales,
17.103. En total, el censo de alumnos de las escuelas primarias regentadas por
religiosos representaba la tercera parte de los que asistían a la enseñanza
oficial. Respecto a la segunda enseñanza, mientras a los establecimientos
oficiales asistían 25.000 alumnos, a las privadas de los religiosos concurrían
27.000.
Sin embargo, «la ley de Congregaciones religiosas —afirmaba El
Liberal— es la obra maestra de la República, y habrá que ir pronto al
cierre de todos los colegios de religiosos». No faltaban quienes ponían su
última esperanza en el Presidente de la República, considerándole dispuesto a
no firmar la ley. Se acordaban de que dejó la jefatura del Gobierno, por
negarse a aceptar el artículo 26 de la Constitución, y lo creían decidido a
refrendar aquella negativa con un acto enérgico, antes de sancionar la ley sectaria,
impresionado también por los millares de mensajes que le dirigían desde toda
España, clamor de la conciencia católica ultrajada, pidiéndole que no firmase
la ley. Suscrita por 104 comunidades provinciales y cerca de 5.000 religiosos,
el Secretariado de los Institutos Religiosos elevó una exposición al Jefe del
Estado. En ella solicitaban que, en virtud de las facultades que le concedía el
artículo 83 de la Constitución, sometiera a nueva deliberación de las Cortes la
ley que acababa de votarse. El caso es que transcurrían los días sin que ésta
apareciese en la Gaceta. Achacaban algunos el retraso a la influencia ejercida
en el ánimo de Alcalá Zamora por la pastoral colectiva de los prelados
españoles, en la que se recordaban las sanciones reservadas a los que atentaban
contra los derechos de la Iglesia.
La declaración colectiva del Episcopado español llevaba
fecha del 5 de mayo; pero no se hizo pública hasta el 2 de junio: esto es, el
mismo día que el Presidente firmó la ley. El documento decía, en líneas
generales: «Desde la Declaración colectiva de 1931 no ha podido acusarse a la
Iglesia de desacuerdo entre su conducta y aquella serena y reflexiva
orientación. El laicismo agresivo inspirador de la Constitución se ha agravado:
por la ruptura unilateral de tratos solemnes con la Iglesia; por la supresión de
presupuestos de Culto y Clero; por la ley de divorcio y las disposiciones
secularizadoras del matrimonio; por la violación e incautación laicas de los
cementerios eclesiásticos. Ahora, por la ley de Confesiones y Congregaciones
religiosas, en la que sienten los obispos el duro ultraje a los derechos
divinos de la Iglesia, la negación de su libertad, la coacción de su apostolado
y la hostilidad a su obra civilizadora. Somete la ley a la Iglesia a una
condición legal notoriamente injusta. Se la considera, no como persona moral y
jurídica, sino como un peligro. Se restringen las libertades garantizadas en la
Constitución, con una indebida subordinación y mengua de la libertad de
conciencia y de los derechos confesionales.
Una nueva lesión a la práctica libre de la Religión se
observa en la restricción del ejercicio del culto en el interior de los templos
y en la sujeción en cada caso de las manifestaciones externas del mismo a la
especial autoridad gubernativa. Hay también el afán de reducir a su mínima
expresión el Derecho canónico, no desconocido en ningún Estado, por el carácter
jurídico internacional de que está revestido. Se silencia la existencia del
Supremo Pontificado y se desborda la ley en intromisiones de todo punto
indebidas e inadmisibles; subordinación al conocimiento previo del Gobierno de
toda alteración en las demarcaciones territoriales de la Iglesia; condición
expresa de que deban ser españoles todos los ministros, administradores y
titulares de cargos eclesiásticos y veto a posteriori del Estado en el
nombramiento de todos los titulares de estos últimos. El intervencionismo de la
ley alcanza efectos insospechados en lo que se refiere al ejercicio de la
caridad y de la beneficencia. Por esta ley el Estado pone su mano opresora
sobre todas las instituciones y fideicomisos de beneficencia particular que
tengan carácter confesional o en alguna manera sean intervenidos por elementos
confesionales. Se niega, en principio, el reconocimiento de la misión y derechos
docentes de la Iglesia con carácter general para la formación religiosa y la
entera educación de sus miembros y se aniquila la esforzada y metódica
organización docente de las Órdenes religiosas. La función docente de la
Iglesia tiene su origen en una ley divino-positiva. Es independiente de toda
potestad terrena en el ejercicio de su misión educadora. Lleva en sí misma
arraigado el derecho inviolable a la libertad de enseñanza. Toda la formación
cristiana de la juventud en cualquier escuela está sometida a su vigilancia c
inspección. Compete, además, a la Iglesia el derecho propio e independiente de
crear y regir establecimientos escolares de cualquier grado y materia. Tiene,
además, la facultad y el derecho de reclamar y asegurarse que en las escuelas no
se dará enseñanza anticatólica. La ley excluye de la función docente a los
religiosos a quienes debe Europa uno de los principales fundamentos de su
actual civilización. Se vulnera con ello la libertad confesional, la
individual, la profesional y el principio de igualdad de los ciudadanos. Se
conculca también el derecho natural de los padres de familia a regir la
educación e instrucción de sus hijos. Recordaban los prelados las
prescripciones del Derecho canónico, según las cuales los padres de familia sólo
pueden mandar sus hijos a las escuelas católicas y está prohibida severamente
la asistencia a las neutras, acatólicas o mixtas. Sólo el Ordinario puede
tolerar la asistencia. Los prelados mantendrán firme y operante la protesta
imprescriptible; una disconformidad reformadora y el esfuerzo por la
restauración integra del derecho docente. La ley abría brechas en el patrimonio
eclesiástico. Impone a la Iglesia restricciones en su capacidad legal
adquisitiva y en la libre disposición de sus bienes. Así, se apropia el Estado
del dominio de todo el actual patrimonio de la Iglesia. Prohíbe enajenar
cualquier cosa considerada tesoro artístico. Ejerce una intromisión indebida al
determinar la propiedad privada eclesiástica. Otorga sólo el usufructo para los
fines culturales del actual patrimonio. Priva a la Iglesia de disponer de las
cosas sagradas según sus leyes. Se atribuye la facultad de disponer de los
bienes culturales y del patrimonio eclesiástico por necesidad pública y sin
compensación y se imponen cargas tributarias a las edificaciones anejas a los
templos y otras destinadas al servicio de los ministros del culto, cuyo dominio
se apropia el Estado. La Iglesia, contra todas las razones históricas y
jurídicas, ha sido tratada como un departamento administrativo del Estado. En
la conservación de sus tesoros ha demostrado un celo y eficacia superiores a
los del Estado. La ley se ha puesto extramuros de la conciencia jurídica del
mundo civilizado y contraria en España al precepto constitucional que declara
derecho positivo español las normas internacionales del Derecho público y ha
sometido sin ambages la persona de la Iglesia a la soberanía del Estado, sin
oír siquiera a la parte interesada. Resultan de la ley desconsideración y
menosprecio para el Jefe de la Iglesia Católica, que no pertenece a ninguna
nación, porque es Pontífice de todas. Este aspecto es tanto más grave habida
cuenta de la interpretación dada al artículo 26 de la Constitución, por el que
disolvió a la Compañía de Jesús por su voto de obediencia al Papa. Declaraba el
Episcopado que nunca podría ser alegada la ley contra los derechos
imprescriptibles de la Iglesia. Reclamaba la nulidad de todo lo que se opone a
sus derechos integrales y exhortaba a los fieles a que eliminasen de las leyes
todo cuanto obstaculice la libre profesión del catolicismo. La verdadera paz
entre la Iglesia y el Estado no será posible si se oprime la libertad de la
Iglesia de Jesucristo. Recordaban los prelados las sanciones señaladas por el
Derecho canónico para cuantos atentaban contra la divina libertad y derechos
sagrados de la Iglesia y exhortaban, en fin, a los fieles a que se mantuvieran
unidos estrechamente con la Iglesia y a que conservaran fidelidad y obediencia
a los obispos y al Sumo Pontífice
La dilación del Presidente tenía perplejos e indignados a
los ministros. «Sería difícil —escribe Azaña— que Alcalá Zamora comprendiera el
daño que ha hecho al Gobierno y el que se ha hecho a sí mismo con el retraso en
aprobar la ley de Congregaciones. Todo Madrid está pendiente de su resolución.
Se cruzan apuestas y no se habla de otra cosa... Y aunque no parece que haya
pensado en no firmar, la opinión general es que está dudándolo». Para acabar
con las irresoluciones del Presidente, se adelantó el Gobierno con unos
decretos de Instrucción Pública aprobados en Consejo (2 de junio), referentes a
la aplicación de la ley. «Aprobar esos decretos el mismo día que he firmado la
ley —le dijo Alcalá Zamora a Azaña—, es una especie de trágala a mí y a la
opinión católica». Las medidas precautorias y sectarias del Gobierno fueron más
lejos. Las Cortes aprobaron también en la sesión del día 2, por 90 votos contra
51, y con fuerte protesta de las oposiciones, una disposición adicional al
dictamen sobre el Tribunal de Garantías, en virtud de la cual «quedaban
exceptuadas del recurso de inconstitucionalidad derivado de aquella ley (del
Tribunal de Garantías), cuya vigencia comenzaba al día siguiente de su
publicación en la Gaceta de Madrid, las leyes aprobadas por las actuales
Cortes». De esta manera quedaba segado en flor, y para siempre, cualquier
intento de revisión de la ley de Congregaciones y hacía perpetua e intangible
la legislación de las Cortes Constituyentes.
Firmó, por fin, Alcalá Zamora, el día 2 de junio, y con este
motivo se reprodujo más fuerte el vendaval de protestas en toda España. El
clamor de la conciencia católica, herida en lo más vivo, inspiró al Papa Pío XI
la Encíclica Dilectissima nobis (3 de junio), en la que expresaba su
profundo dolor por la ley usurpadora, negación del Derecho común, última y más
grave ofensa, no sólo a la religión, sino también a los decantados principios
de la libertad civil e inspirada, más que en la incomprensión de la fe
católica, en el odio a Dios.
La Encíclica Dilectissima nobis, de Pío XI, decía, en
líneas generales:
«Siempre Nos fue sumamente cara la noble nación española por
sus insignes méritos en la civilización cristiana y en su acendrada fe
católica. Precisamente por eso Nos sentimos apenados en presencia de la
tentativa, que se está repitiendo, de arrancar de España, justamente con su fe,
el más viejo galardón de su grandeza nacional. Hemos manifestado al clero y al
pueblo españoles que Nuestro corazón está más cerca de ellos en los momentos de
dolor. Pero queremos levantar de nuevo nuestra voz ante la ley de Confesiones y
Congregaciones religiosas, que constituye una más grave ofensa a la religión, a
la Iglesia y a la libertad civil.»
«No va Nuestra palabra —se decía en la Encíclica— contra las
formas de Gobierno. La Iglesia no está ligada a ninguna forma de gobierno más
que a otra con tal de que se respete los derechos de la conciencia cristiana y
no encuentra dificultad en avenirse con las diversas instituciones civiles,
sean monárquicas o republicanas, aristocráticas o democráticas. Prueba de esto
son los numerosos concordatos y acuerdos y las relaciones de la Santa Sede con
Estados en que actúan Gobiernos republicanos. Estas nuevas Repúblicas no han
tenido jamás que sufrir en sus instituciones lo más mínimo por efecto de estas
relaciones con la Santa Sede; antes bien, les ha reportado considerables
ventajas, pues todos saben que la Iglesia es el más fuerte dique contra el
desorden social y la anarquía, al mantener los principios de legítima libertad,
autoridad y justicia.
No ignoraba el Gobierno español la buena disposición, tanto
del Papa como del Episcopado, en secundar el mantenimiento del orden y la
tranquilidad social. El clero secular y regular y los católicos españoles,
lejos de actuar con violencia, se han mantenido en tranquila sujeción al Poder
constituido; por eso ha causado extrañeza y pesar al Papa que por algunos «se
haya aducido como razón para perseguir a la Iglesia la necesidad de defender la
República, siendo la verdad que esta persecución ha sido movida por el odio que
contra Nuestro Señor Jesucristo fomentan sectas subversivas de todo orden
religioso y social.»
En la ley de Confesiones y Congregaciones religiosas se
reafirma la separación del Estado y de la Iglesia, ya sancionada en la
Constitución: es un gravísimo error en una nación que es católica en casi su
totalidad, y una funesta consecuencia del laicismo, la apostasía de la sociedad
moderna.
Repugna de un modo particular tal exclusión de la Iglesia de
la vida de la nación española, donde siempre tuvo la parte más importante y
benéfica en las leyes, en la escuela y en las instituciones privadas y
públicas. El daño se infiere, no sólo a la conciencia cristiana, a la juventud
y a la familia, sino a la propia autoridad civil.
Sólo a la religión de la casi totalidad de los ciudadanos se
le prohíbe la enseñanza y se la somete a otras restricciones que prácticamente
limitan el ejercicio del culto católico, tanto interno como externo.
En punto al régimen de propiedad, se crea una excepción, en
daño de la Iglesia, despojándola de todos sus bienes, no sólo ya de los
reconocidos de libre propiedad de ella, como edificios y palacios episcopales,
seminarios, etc., que son declarados de propiedad nacional, sino que no se deja
para el futuro a la Iglesia una cierta facultad de poseer, puesto que sólo
puede conservar sus bienes privados en la cuantía necesaria para el servicio
religioso.
El clero ha sido también privado de su asignación,
violándose compromisos y acuerdos por pacto concordatorio.
A las congregaciones religiosas se las trata de un modo
inhumano y se arroja sobre ellas la sospecha de que pueden ejercer una
actividad política peligrosa para el Estado. Se hiere al pueblo mismo, haciendo
imposible las grandes obras de caridad y beneficencia.
Más aún que todo esto sentimos vivamente la ofensa hecha a
la Divina Majestad, al acordar la disolución de las órdenes religiosas que
hacían voto de obediencia a una autoridad distinta del Estado. Al tratar de
este modo a la Compañía de Jesús se hirió de lleno la autoridad suprema de la
Iglesia; se consideró de hecho extraña a la nación española la autoridad del
Romano Pontífice, conferida por el mismo Jesucristo, como si el poder
espiritual y sobrenatural estuviese en oposición al del Estado. No hemos sentido
duda de que esta ofensa no cambiará lo más mínimo la devoción del pueblo
español a la Cátedra de Pedro.
Con la ley de Confesiones y Congregaciones religiosas se
asesta ahora otro golpe gravísimo. Se ha consumado la obra de ingratitud y
manifiesta injusticia que va contra la libertad en todos los conceptos del
ejercicio de la enseñanza. Porque los religiosos han cumplido siempre su deber,
como lo confirma el número de hombres de ciencia que han educado y la confianza
que siempre han puesto en ellos los padres de familia, que tienen la sacrosanta
libertad de escoger a los que deben ayudarles a educar a sus hijos.
Protestamos con todas Nuestras fuerzas contra esta ley, que
nunca podrá ser invocada contra los derechos imprescriptibles de la Iglesia, y
tenemos la esperanza de que todos los católicos españoles, valiéndose de todos
los medios legítimos que les concede el derecho natural y la legislación, harán
por reformar y sustituir esta ley.
Entretanto, esperamos que emplearán todos los medios para
fomentar la enseñanza religiosa y la práctica de la vida cristiana. De nuevo
recomendamos a todos los españoles que, dejando a un lado lamentos y
recriminaciones, y sacrificándolo todo al bien común de la patria y de la
Religión, se unan para la defensa de la fe y de la sociedad civil.
De un modo expreso invitamos a la unión en la Acción
Católica, que estando fuera y por encima de todos los partidos políticos,
servirá para formar la conciencia católica. Más que en el auxilio de los
hombres, hemos de confiar en la asistencia prometida por Dios a su Iglesia.
Por esto dirigimos al cielo Nuestras plegarias demandando a
Dios perdón contra las ofensas inferidas y para que mueva el corazón de los
Gobiernos a mejores acuerdos.»
Alcalá Zamora, que en los días que precedieron a la firma
vivió retraído, como entregado a profundas meditaciones, hubo de sufrir muchas
contrariedades y disgustos. Las minorías agraria y vasco-navarra dirigieron un
manifiesto al país (4 de junio). «La nueva ley —afirmaban— supera notoriamente
en su letra y en su espíritu el odioso sectarismo de la ley básica. Ha cerrado
todos los caminos a cualquier posible rectificación.» «Para agotar el recurso y
evitar el ultraje pensamos dirigirnos al Presidente de la República, para
recordarle la facultad que el artículo 83 de la Constitución pone en sus manos
de devolver a la Cámara el proyecto antilegal. Quisimos evitar que nuestra
justa petición se pudiera interpretar como una coacción al Jefe del Estado y se
llegara a decir que nuestra actitud impedía el libre ejercicio de la
prerrogativa presidencial. ¿Qué necesidad tenía de nuestro consejo en materia
tan ardua quien había llegado a la más alta magistratura con la sólida
formación de jurista y la constante afirmación de creyente católico? La
iniquidad ha sido consumada. A su derogación se encaminarán nuestros
esfuerzos.» Todas las fuerzas de derechas se movilizaron para pedir la libertad
de enseñanza. De diez actos solicitados sólo uno era permitido, y a veces, como
sucedió en Zaragoza con un mitin tradicionalista celebrado en el frontón (27 de
junio), en el que intervinieron el señor Lamamié de Clairac y don Esban Bilbao,
grupos de sectarios, protegidos por la fuerza pública, prepararon una
emboscada, con tiros y pedradas a la salida del acto. Treinta concurrentes
resultaron heridos.
Pocos días antes, con ocasión de la fiesta del Corazón de
Jesús (23 de junio), la mayoría de las poblaciones de España, y a la cabeza,
Madrid, aparecieron engalanadas, en una manifestación espontánea y unánime de
afirmación religiosa, que equivalía a un plebiscito nacional contra la política
antirreligiosa. El espectáculo exasperó a los revolucionarios, y bandas de
revoltosos, con la complicidad y el auxilio de la fuerza pública, adueñadas de
la calle, pudieron cometer toda suerte de atropellos y vejaciones, desde el
asalto y allanamiento de las casas hasta la pedrea y el destrozo, en múltiples
escenas inciviles y vergonzosas, con el pretexto de que la ostentación de
colgaduras era «una provocación monárquica».
El odio contra la Iglesia se mantenía vivo, azuzado por una
propaganda incesante y favorecido por los representantes del Poder. Ese odio se
manifestaba especialmente en atentados contra los templos: intentos de
incendios o quemas de las iglesias en Purchill (Granada), parroquia de
Algeciras, iglesia de Pozáldez (Valladolid), de Rioja (Almería), de Peal de
Becerro, de la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción de Santa Olalla
(Huelva), donde desapareció una escultura de Martínez Montañés; de la iglesia de
Santa María de Pulpis (Castellón); de San Cosme (Betanzos); de la Merced, en
Chanteiro (Ferrol); de la parroquia de Santa María del Villar (Ferrol); del
Asilo del Patronato de San José (Gijón); de la iglesia de Somorrostro
(Vizcaya); de la de Belén, en Zafra; y la de San Esteban del Mar, en Gijón. En
Gandesa destrozaron una cruz de término del siglo XIII. Estallaron, o se
descubrieron, bombas en templos de Algeciras, Dos Hermanas (Sevilla) en los
palacios episcopales de Almería y Túy; en la iglesia de la Inmaculada, de la
Ronda de Atocha (Madrid); en las puertas de los conventos de Carmelitas y
Calatravas, de Burgos; en la iglesia de las Agustinas, del Ferrol; en el
convento de los Hermanos Maristas, de Villanova de Minas; en la iglesia de San
Rafael (Córdoba). Fue asesinado el párroco de Erice (Navarra), don José María
Errazquin.
Todo esto aconteció en los seis primeros meses de 1933. Pero
en el capítulo de persecución religiosa de esta época, uno de los sucesos más
escandalosos correspondió a Bilbao, cuyo Ayuntamiento, en sesión celebrada el 8
de febrero, acordó, por tres votos de mayoría, la demolición de un monumento al
Corazón de Jesús, alzado en una de sus plazas más céntricas. El pueblo bilbaíno
consideró el acuerdo como un ultraje a sus creencias religiosas, y, en
desagravio, comenzaron incesantes desfiles ante el monumento; desfiles que la
fuerza pública montada desarticulaba con cargas contra la muchedumbre. Los
incidentes fueron cotidianos y constantes. El gobernador no toleraba que el
pueblo expresara su indignación contra el sectario acuerdo, y sancionó a los
diarios Euzkadi y La Gaceta del Norte; a ésta, con una multa de
10.000 pesetas, por insertar un grabado de la violenta intervención de la
fuerza pública frente al monumento, porque «envolvía desprestigio para un
Instituto de la República». En recurso interpuesto contra el acuerdo de la
demolición, el Tribunal Contencioso dictó sentencia que dejaba en suspenso
aquél, por tratarse de una obra de arte no susceptible de reposición y carecer
de consistencia las alegaciones para su derribo.
CAPITULO 29
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